La crónica verde La crónica verde

Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera. (Pablo Neruda)

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¿Son realmente más saludables los alimentos ecológicos?

¿Son los alimentos ecológicos más saludables que los convencionales? La pregunta nos la hacemos cada día más gente. Y la respuesta nos ha llegado de la mano de una profunda revisión científica dirigida por investigadores de la Universidad de Stanford (USA). Por desgracia, su difusión en la prensa se tergiversó, concluyendo que

“tanto gastar un poco más en alimentación, tanto esmerarse en acudir a tiendas con conciencia, en buscar productos «más naturales», y resulta que los alimentos orgánicos apenas son un poco más sanos”.

Extrañado, he acudido a la fuente original, el artículo publicado en Annals of Internal Medicine. Y lo que allí se dice es muy diferente.

Los científicos han analizado 17 estudios en humanos y 223 estudios en alimentos. Es cierto que no se han encontrando relaciones significativas entre alergias y tipo de comida. Que se han detectado niveles de pesticidas más bajos en la orina de los niños que consumen dietas orgánicas frente a las convencionales, pero no en los adultos. Se demuestra, sin embargo, que comer frutas y vegetales ecológicos reduce hasta un 30% la exposición a los plaguicidas. Respecto a las carnes, la contaminación bacteriana de pollo y cerdo es baja en ambos. Pero en la carne industrial la resistencia a los antibióticos es un peligroso 33% superior.

Concluye el estudio que los alimentos convencionales son tan nutritivos como los ecológicos aunque reconociendo que, sin sobrepasar los límites legales, nos aportan muchos más plaguicidas y bacterias resistentes. No estoy de acuerdo. En los orgánicos se aprovecha hasta la piel y se disfruta de unos sabores inigualables, por no hablar de su beneficio medioambiental en el agua, la fauna y la flora, además del apoyo a la producción local. ¿Son más saludables los alimentos ecológicos? Este estudio lo confirma ¿no te parece?

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El blindaje de semillas envenena a la fauna salvaje

Las semillas de cereal están blindadas cual coche de ministro. Desde hace décadas, las simientes se tratan con diferentes plaguicidas previamente a su siembra en el campo para evitar infecciones por hongos, parásitos y el ataque de insectos. En la actualidad se utilizan 19 compuestos químicos de los cuales 16 son fungicidas y los tres restantes insecticidas.

Como cualquiera puede imaginarse, una vez sembradas esas semillas constituyen un porcentaje muy elevado en la dieta otoñal e invernal de la fauna salvaje. Se las comen confiadas sin sospechar que las estamos envenenando.

Un estudio promovido por la Fundación para el Estudio y la Defensa de la Naturaleza de la Caza (FEDENCA) y desarrollado por el grupo de Toxicología de Fauna Silvestre del IREC, bajo la dirección de Rafael Mateo, así lo demuestra. Según este importante trabajo, plaguicidas como el imidacloprid podría constituir un «riesgo serio» para la supervivencia de las perdices. Y si afecta a las perdices, imaginaros cómo dejarán a las alondras, terreras, sisones, avutardas, grullas, gansos; a toda la fauna volatinera más querida de nuestros campos.

Las semillas blindadas incorporan unos repelentes que tratan de evitar su consumo por aves y mamíferos, pero resultan poco efectivos. En el caso de las perdices, el estudio concluye que el resto de fitosanitarios analizados «no parecen suponer un riesgo demasiado elevado», debido el rechazo que muestran las aves en cautividad a consumir semillas tratadas. Sin embargo, no ocurre lo mismo con el imidacloprid.

La investigación subraya que la supervivencia de las perdices está «seriamente comprometida» por esta sustancia, ya que todos los individuos expuestos a la dosis habitual en semillas blindadas murieron en un periodo máximo de 21 días.  Consumiendo menos cantidad no mueren, pero sufren problemas de peso y se reduce su éxito reproductor.

Ante unos resultados tan preocupantes, los cazadores han solicitado que se mantengan y amplíen estos estudios incluyendo experimentos con animales salvajes. Pero eso se llama apoyar la investigación, algo que esta crisis está poniendo en nuestro país en serio peligro de extinción. Como esas aves a las que seguimos envenenando alegremente, y quizás también a nosotros mismos.

Puedes acceder al estudio completo en este enlace.

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Aumenta la producción de alimentos ecológicos a pesar de la crisis

Muchos pensaban que con la crisis económica los primeros en caer iban a ser los productores de alimentos ecológicos. Que puestos a apretarnos el cinturón, a muchos se nos iban a bajar los humos del ecologismo e íbamos a acabar comprando la comida más barata, ajenos a químicas y transgénicos. Pero se han equivocado.

La producción de alimentos ecológicos ha experimentado durante el pasado año un importante crecimiento, tanto en superficie como en número de operadores. A falta de datos nacionales más recientes, la superficie dedicada en España a la agricultura ecológica registró en 2009 un incremento de 21,64% hasta superar las 1,6 millones de hectáreas. Y en ganadería ecológica ya hay más de 5.000 explotaciones ganaderas registradas.

El año pasado ha sido todavía mejor, especialmente en Andalucía, la comunidad que más está apostando en nuestro país por los productos agroganaderos exentos de fertilizantes artificiales y pesticidas. Allí, y según datos del Servicio de Certificación CAAE, en 2010 se han alcanzado las 829.840 hectáreas de producción ecológica, un 4,91% más que el año anterior.

Y es que en esto de comer son pocos los que ponen en juego su salud. Consumidores responsables y sensibilizados, cada vez somos más lo que preferimos ahorrar en ropa o en los últimos gadgets tecnológicos antes que hacerlo con la comida. Ecológica, de cercanía, respetuosa, solidaria y sana, muy sana. Que por suerte ya no es tan cara como antes, teniendo en cuenta su calidad y sabor ¿no te parece?

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¿Se acerca el fin del mundo?

El año no ha podido empezar peor para un ornitólogo. En Estados Unidos, Suecia, Italia, incluso en Castellón, una misteriosa lluvia de aves muertas ha despertado los miedos apocalípticos de quienes ven en ello una señal divina de que el fin del mundo se aproxima. Los más agoreros lo relacionan con el final del calendario maya, supuesto cataclismo astrológico anunciado para el próximo 21 de diciembre de 2012. Otros más prosaicos lo vinculan con armas secretas norteamericanas. E incluso hay quienes lo explican por el uso masivo de potentes pesticidas agrícolas.

Desorientados y sobreinformados, los medios de comunicación tan sólo han añadido confusión al suceso, que poco a poco ha ido engrosando la lista con toda clase de peces, murciélagos y hasta medusas muertas de forma misteriosa. Más de un amigo me escribió asustado: ¿Qué está pasando?

En realidad todo ha sido una típica serpiente informativa vacacional. Las 5.000 aves muertas de Arkansas que empezaron la historia eran parte de un nutrido dormidero de tordo sargento (Agelaius phoeniceus) de varios millones de ejemplares, al que un gamberro disparó cohetes en Noche Vieja, provocando una estampida general y la muerte masiva por aplastamiento. Como esto pasó en Estados Unidos, faro y guía de Occidente, a los pocos minutos todo el planeta ya lo sabía y los periodistas se ponían a buscar en sus países algo semejante para darle ese toque local que tanto nos gusta.

Desgraciadamente, queridos amigos, el mundo no se va a acabar, ni ahora ni en el futuro. Lo siento por todas esas seudociencias y seudoreligiones, pero a este planeta le quedan muchos miles de millones de historia por delante. Otra cosa somos nosotros, tan sólo una especie animal más.

Lo que sí está en peligro es nuestra sociedad de bienestar basada en un desarrollo insostenible que empobrece medio mundo y enriquece a una minoría. Pero para saberlo no necesitamos lluvias de pájaros. Basta mirar en las páginas de Economía.

Imagen: Fotograma de «Los pájaros«, la famosa película del director británico Alfred Hitchcock.

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La mala suerte del trébol de cuatro hojas

Cuando era pequeño me pasé largas horas en las praderas buscando tréboles de cuatro hojas. “Dan suerte”, nos decían. Y como en esas edades, a la vista de mi escaso interés por el estudio, aprobar los exámenes era más una cuestión de suerte, prefería perder el tiempo tirado por el césped antes que estudiando.

Ahora sé que la superstición es de origen inglés. Que se trata de una rareza genética. Que los hay de muchas especies, todos los del género Trifolium, con tres foliolos. Que sólo nace uno por cada 10.000 de los normales. Y que en el libro Guinness de los Records se recoge la existencia de uno, no de 4 o de 5 hojas, sino de 21. Lo que no sabía era que estaban en peligro de extinción.

En realidad el trébol de cuatro hojas no está en peligro. Quien sí lo está es su alter ego natural, un extraño helecho acuático por nombre Marsilea batardae, que ni es trébol ni tiene hojas, pero se le parece. En la Comunidad Valenciana ya se ha extinguido, y en el resto de la Península lo lleva crudo. Sólo se puede ver ya en pequeños ríos y arroyos estacionales de Extremadura, Andalucía, Castilla-La-Mancha y el sur de Portugal. Los nuevos métodos de cultivo, junto a un uso desmedido de pesticidas, tienen la culpa. También el cambio climático, responsable de alargar los periodos de sequía hasta amenazar seriamente su hábitat natural.

Lo que son las cosas. Mientras empresas norteamericanas han logrado producir industrialmente el trébol de cuatro hojas para venderlos como original regalo de buena suerte, nuestro auténtico trébol de cuatro hojas español, único en el mundo, se extingue sin remedio. El primero es una aberración genética sin interés biológico. Y respecto al segundo, una auténtica joya natural, lo aberrante es que permitamos su desaparición. Eso sí que trae mala suerte.


Foto: Rui Soares / Panoramio

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La contaminación invisible

Pinturas, disolventes, colorantes, plásticos. Medicinas, pesticidas, herbicidas, insecticidas, conservantes. Ningún lugar del planeta, ningún ser vivo, está hoy libre de la contaminación por sustancias químicas. Y los que menos nosotros, sus promotores.

Algunos de estos productos los conocemos y los utilizamos con precaución, pero en su mayor parte no sabemos que existen a pesar de pasar nuestra vida rodeados de ellos. Es la contaminación invisible, la de todos esos aditivos empleados para mejorar productos habituales, la de todos esos humos, líquidos, partículas a los que estamos en permanente exposición desde nuestro nacimiento y hasta nuestra muerte.

Cada año mueren en España 4.000 trabajadores y al menos 33.000 enferman y más de 18.000 sufren accidentes a causa de la exposición a sustancias químicas peligrosas.

Un problema añadido son los efectos a largo plazo de tan complejo cóctel químico, por mínimas que en principio sean sus cantidades. La mayoría de nosotros logra inmunizarse, impermeables a esta permanente nube tóxica cotidiana. Pero otros no tienen tanta suerte, son más sensibles y sufren las consecuencias.

De esta forma, la presencia generalizada de tóxicos parece estar detrás del incremento de la incidencia de ciertas enfermedades relacionadas con el sistema inmunológico y reproductor. Como el asma, que ya afecta a 300 millones de personas en todo el mundo y a un 6% de los españoles. O como las alergias, un serio problema para uno de cada cuatro españoles. Incluso nuestra producción de espermatozoides está en acelerado retroceso.

Son las enfermedades del nuevo milenio, cuyo exponente más preocupante sería la sensibilidad química múltiple, un desorden médico desencadenado por todos esos artificiales productos que nos rodean. Y tienen mal arreglo. Cada vez somos más urbanos, más frágiles, más vulnerables. Como ese entorno que nos empeñamos en contaminar sin darnos cuenta de que también es el nuestro y el de nuestros hijos.

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Hasta el gorrión se extingue

Sí amigos. El gorrión se extingue. El pájaro más abundante de pueblos y ciudades, el único que nos ha acompañado fiel desde el Neolítico, se bate en retirada. No hoy ni mañana, es verdad, pero sus tendencias mundiales a la baja son cada día más preocupantes.

Nuestras ciudades irrespirables, ajetreadas, apretadas, resultan ya demasiado para él y se va. Lo echaremos de menos, pues a pesar de no ser bello, de no ser un gran cantor, sus piares nos alegran tanto como un beso, nos recuerdan nuestro pasado rural, nuestra condición natural.

Prácticamente se ha extinguido ya de grandes ciudades europeas como Londres, Dublín, Edimburgo, Praga o Berlín. En Gran Bretaña han desaparecido 5 millones de parejas en los últimos 30 años. La situación no es aún tan alarmante en España, donde con una población de 10 millones de parejas se considera la especie más abundante y más ampliamente distribuida. Pero se comienza a ver una preocupante tendencia negativa. En los naranjales de Valencia, por ejemplo, los descensos son superiores al 90%. Y en el centro de Madrid cada vez hay menos.

Decía el poeta Miguel Hernández que “los gorriones son los niños del aire”, empeñados en una lucha alegre “por existir en la luz, por llenar de píos y revuelos el silencio torvo del mundo”. Quizá estos niños se han hecho mayores y se han cansado de nuestros malos modos.

>¿Por qué se extinguen?

En las áreas urbanas la culpa la tiene nuestra excesiva limpieza de calles y jardines, lo que les escamotea alimento. También la competencia feroz de las palomas por esas migajas de nuestros desperdicios.

En las zonas rurales la razón es el despoblamiento de los pueblos, el abandono de las tierras de cultivo, unido a un excesivo uso de productos químicos.

Si hasta los gorriones nos abandonan ¿no será una señal?

Terminemos, sin embargo, con un sabor dulce. Con la poesía del genial Claudio Rodríguez dedicada al humilde gorrión. Ojalá esta simpática ave siga enredada entre nuestros zapatos mucho tiempo.

GORRIÓN

No olvida. No se aleja

este granuja astuto

de nuestra vida. Siempre

de prestado, sin rumbo,

como cualquiera, aquí anda,

se lava aquí, tozudo,

entre nuestros zapatos.

¿Qué busca en nuestro oscuro

vivir? ¿Qué amor encuentra

en nuestro pan tan duro?

Ya dio al aire a los muertos

este gorrión, que pudo

volar, pero aquí sigue,

aquí abajo, seguro,

metiendo en su pechuga

todo el polvo del mundo.

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Navidad sin langostinos

Una Navidad ecológica es aquella donde en la mesa no hay langostinos. Por si no lo sabías, el impacto medioambiental y social de criar estos mariscos es terrible. La mayoría de los que compramos proviene de grandes granjas acuícolas instaladas en países pobres. En ellos esta industria está dejando una profunda huella de destrucción y violencia, provocando el desplazamiento de miles de pescadores artesanales y la extinción de numerosas especies en países como Ecuador, Honduras, Colombia, India, Tailandia o Brasil. España es el país europeo que más langostinos importa y el tercero en el mundo. Nuestros langostinos baratos son por ello responsables directos de la destrucción de miles de hectáreas de manglares tropicales, esos bosques flotantes rebosantes de biodiversidad, más productivos y valiosos que los arrecifes de coral.

Además resultan una inmejorable barrera natural contra huracanes, tsunamis y otros desastres naturales; o lo que es lo mismo, su desaparición deja sin protección a los pueblos costeros de medio mundo.

Talados masivamente, esos encharcados ecosistemas son convertidos en grandes piscinas de cría de camarones a mayor gloria de nuestras fiestas gastronómicas, de nuestros lujos. Donde se arrojan toneladas de antibióticos, fertilizantes, fungicidas y pesticidas culpables de la aparición de numerosas enfermedades.

Un consumidor responsable rechaza los langostinos de cultivo por ser ecológicamente insostenibles. Piénsalo bien antes de incorporarlos a tu menú navideño. Y ya de paso, estas fechas rehuye las compras compulsivas, usa bolsas de tela, elige regalos producidos en tu entorno más cercano o provenientes de Comercio Justo, rechaza las comidas preparadas, compra juguetes sin pilas. Tus pequeños gestos pueden cambiar el mundo, también en Navidad.

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Os dejo un vídeo donde una canción resume la importancia de la lucha de las comunidades ancestrales del manglar ecuatoriano en defensa de su bosque y su cultura.

Y termino con la imagen del manglar más hermoso del mundo, el Corazón de Voh, en Nueva Caledonia.

Foto: Yann Arthus-Bertrand/Impact