La crónica verde La crónica verde

Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera. (Pablo Neruda)

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Un bar en el interior de un árbol

El baobab es el árbol mágico de África. En El Principito, su autor, el francés Antoine de Saint-Exupéry, asegura que fue plantado al revés, con las raíces como copa. Según una vieja superstición, si una persona bebe agua en la que se han mojado semillas de baobab quedará protegido del ataque de los cocodrilos. Pero si osa arrancarle una flor morirá devorado por un león.

En la granja Sunland en Modjadjiskloof, a 350 km de Johanesburgo (Sudáfrica), hay un baobab gigante (Adansonia digitata) al que algunos le calculan 6.000 años de edad, considerándole de esta forma el ser vivo más viejo del planeta. Tiene una altura de 22 metros y hacen falta 40 hombres para poder abrazarlo, los mismos que caben cómodamente en su espectacular interior hueco.

Hacia 1989, el señor y la señora Van Heerden compraron la granja Sunland donde se encuentra el gigantesco árbol y decidieron hacer «algo original con él». El DailyMail le dedicó hace tres años un gran reportaje bajo el titular ¿Te apetece una cerveza en el único bar del mundo que está dentro de un árbol?

Efectivamente. A sus propietarios no se les ocurrió otra tontería que abrir un bar en el interior del baobab. El árbol tiene incluso su propia bodega, con ventilación natural para mantener fría la cerveza. Y por supuesto un tablero de dardos. Cada año recibe más de 7.000 visitantes, ajenos al maltrato dispensado a esta auténtica reliquia viva.

El baobab está considerado en Sudáfrica símbolo de resistencia y tolerancia pero, qué queréis que os diga, esto de abrir una cantina dentro de un árbol venerable me parece una salvajada. Es el grave problema al que se enfrentan los árboles singulares de todo el mundo: la ignorancia. En lugar de cuidarlos como lo que son, ancianos tremendamente frágiles y únicos, nos dedicamos a maltratarlos de mil maneras.

¿Qué pasará cuando se muera-matemos este gran baobab? No habrá recambio posible. Sólo nos quedarán unas pocas fotos y algo de resaca de la última juerga cervecera organizada junto al árbol antes de que se los comiera a todos el león.


Fuente y fotos: DailyMail.

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El amigo olvidado de Lorca y Dalí

En plena celebración del centenario de la creación de la Residencia de Estudiantes de Madrid, nadie se ha acordado de felicitar al último testigo vivo de tan singular acontecimiento.

Amigo de Juan Ramón Jiménez, Ramón y Cajal, Ortega y Gasset, Eugenio D’Ors, Federico García Lorca, Buñuel, Salvador Dalí, Severo Ochoa, Alberti o Salinas, también conoció a visitantes ilustres como Einstein, Keynes, Le Corbusier, Marie Curie, Stravinsky, Valéry o Chesterton.

Cien años de intensas vivencias y, sin embargo, en todo este tiempo tan sólo ha recibido incomprensión, olvido y muchos palos. Se llama eucalipto. Así, sin más apelativos. A lo sumo, “el eucalipto de la Residencia”. Y hoy lo pueden ver en el mismo sitio donde lo admiró Lorca y quizá dibujó Dalí, solo que más viejo, decrépito y maltratado que entonces. En medio de un aparcamiento, adoquinado hasta el tronco, dando gracias al contratista sensible que en el último momento decidió indultarlo a pesar de que, como dicen algunos estudiantes cuando tratan de aparcar el coche junto a él, molesta.

Al menos este singular árbol ha tenido suerte. Porque las reformas que lo esquivaron se llevaron por delante decenas de álamos negros centenarios, aquellos que hicieron a Juan Ramón Jiménez bautizar el lugar como “la colina de los chopos”, ahora de los chopos cortados.

Los eucaliptos se plantaron profusamente en las ciudades a comienzos del siglo XX, en la creencia de que, al igual que limpiaban los pulmones catarrosos, sus balsámicas hojas ayudarían a purificar los aires de los humos provocados por los primeros automóviles y las calefacciones de carbón. La contaminación hoy en día es tan brutal que, definitivamente, hemos renunciado a acabar con ella a golpe de árboles. En realidad hemos preferido acabar con los árboles en general, quizá para que no nos provoquen el recuerdo no deseado de esa naturaleza perdida. Pero al menos este pobre eucalipto se merecería recuperar algo de espacio. Aunque sólo fuera como homenaje a sus viejos amigos intelectuales desaparecidos.

Foto superior: El viejo eucalipto recibe la admiración de dos destacadas personalidades en la defensa de los árboles singulares españoles, Bernabé Moya, director del departamento de árboles monumentales de la Diputación de Valencia, y el artista Miguel Ángel Blanco, autor de la Biblioteca del Bosque.

Foto pequeña: La Residencia de Estudiantes a comienzos del siglo XX, cuando aún era la Colina de los Chopos sin cortar.

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El árbol más solitario y gafe del planeta


Esta es una historia curiosa si no fuera por la profunda tristeza que provoca. Tampoco es reciente. Trata de un árbol, un único árbol, el más solitario y aislado del planeta. También el más gafe. No había otro en 400 kilómetros a la redonda. Sobrevivía en el desierto del Teneré, en Níger, y era una acacia.
Teneré significa en el idioma tuareg “el desolado, y es el desierto del desierto del Sahara, su área central y más árida. Allí donde la vida es prácticamente imposible subsistía el desamparado árbol, el último superviviente de los viejos bosques que durante milenios poblaron las ataño fértiles llanuras del Sahara, expulsados por la sequía de un desierto en implacable avance.

Era faro natural en medio de un mar de arena, punto de referencia obligada para las caravanas de camelleros, emblema de vida en mitad de un paisaje de muerte. Su secreto estaba en la potencia de las raíces, capaces de llegar hasta un pequeño acuífero fósil localizado a 35 metros de profundidad. Incluso florecía todos los años, en un intento desesperado por perpetuarse tan inútil como maravilloso.
Pero llegamos nosotros y nuestros locos cacharros. 25 años después de descubrirlo para el mundo occidental, el explorador y etnólogo francés Henry Lhote se encontró en una segunda visita con que un camión le había desgajado uno de sus dos troncos. Y no se lo podía creer:

“El tabú, el árbol sagrado, el único a quien ningún nómada osó haber herido con sus propias manos… este árbol ha sido víctima de un golpe mecánico”.

Parece imposible chocar contra el único obstáculo en cientos de kilómetros, con todo el espacio del mundo para esquivarlo, pero ocurrió. Y no una vez, sino dos. La segunda fue la definitiva. En 1973 un camionero libio, presuntamente borracho, embistió accidentalmente la acacia acabando con el símbolo de los tuaregs. Sus restos pueden verse ahora en la capital de Níger, a modo de triste monumento. Mientras, en su lugar original se levanta un árbol metálico apoyado en bidones de combustible, triste caricatura artística del avance avasallador de nuestra civilización.

En la primera imagen, fotografía del solitario árbol realizada hacia 1970 (Peter Krohn)
Sobre estas líneas, la acacia en 1971.

Finalmente, fotografía del triste árbol metálico erigido en 2003 como recuerdo a la acacia original derribada por un camión (Foto Meridianos).

Podéis encontrar más información sobre este árbol en la Wikipedia,  Fronteras, Aquí estuve ayer, Meridianos y Maikelnai’s.

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El tejo debe ser Patrimonio de la Humanidad

No existe árbol más mágico y maravilloso que el tejo (Taxus baccata), el viejo templo vegetal de nuestros antepasados prehistóricos, el más antiguo de Europa. Herederos de ese antiquísimo linaje cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos, nos quedan aún hermosos ejemplares en el norte de España. Allí dan sombra a vetustas iglesias o apartados cementerios donde todavía hoy, en pleno siglo XXI, siguen reafirmando su misterioso contenido espiritual, su magia, su eternidad.

A estos árboles de una carga cultural y religiosa tan tremenda los llamamos Tejos Cultos. Y los queremos proteger de nosotros mismos, de nuestras obras y de nuestros cuidados mal entendidos. Por eso, desde el Observatorio Convergente de Árboles Singulares y Monumentales, promovido por la Fundación Félix Rodríguez de la Fuente (FFRF) y al que pertenezco, hemos solicitado la declaración de este tipo de tejos del norte de España y el Arco Atlántico europeo como Patrimonio de la Humanidad.

Tienen todos los méritos para ello y, lo más importante, muy probablemente sea ésta la única alternativa para garantizar su conservación.

Y es que estos árboles formidables muchas veces centenarios han envejecido en los últimos 20 años más que en todos sus últimos siglos de larga existencia. La apertura de zanjas a su lado les arrancaron las raíces, el asfaltado de las calles los secó, la instalación de muros los estrangularon, las podas los mutilaron. Pobres.

Muchos no lo resistieron y han muerto. Como el simbólico tejo de la iglesia mozárabe de Santa María de Lebeña (Cantabria) que, más que muerto en marzo de 2007, fue asesinado por obras estúpidas y tratamientos incultos. De nada le valió estar protegido. Como dijo entonces una vecina, «al quererlo curar se lo cargaron«. Y es que hay amores que por atrevidos, matan. Hoy el bello árbol es tan sólo un fantasmagórico trozo de tronco partido.

En la imagen superior, el centenario tejo de Lebeña antes de sufrir las mortales obras de reforma de su entorno. Bajo estas líneas, el mismo tejo en la actualidad.

Y abriendo el post, el fenomenal tejo de la iglesia de San Cristóbal de Valdueza, en Ponferrada (El Bierzo, León), un símbolo vegetal por suerte aún vivo.

Matanza de árboles en las Cortes

Las obras de construcción de un nuevo aparcamiento subterráneo para el Congreso de los Diputados están provocado un auténtico arboricidio en Madrid. Son 262 nuevas plazas en cuatro plantas subterráneas. Ya de paso, sus señorías remodelarán la popular Carrera de San Jerónimo para darle a la calle nuevos aires de modernidad, ajenos a que los árboles que durante décadas han luchado denodadamente por sobrevivir en un asfixiante ambiente urbano están en peligro.

Es verdad, no se cortará ninguno y todos sus troncos han sido protegidos con maderas para evitarles daños involuntarios, pero morirán de igual manera.

Desgraciadamente, parece que ni nuestros próceres, ni nuestros arquitectos, ni nuestros contratistas han tenido en cuenta un pequeño detalle que hasta un niño sabe: los árboles tienen raíces. Y por no saberlo los están matando a todos.

Tratados como farolas, las máquinas han abierto zanjas a su alrededor arrancándoles de cuajo la vida. Quizá algunos, los más fuertes, sobrevivan, pero cedros, sóforas y aligustres están sentenciados. Si no antes, cuando lleguen los primeros calores del verano morirán sin remedio. Y con ellos perderemos a esos árboles singulares que fueron testigos vivos de tantos acontecimientos históricos de España, de coronaciones y golpes de Estado, de pactos y desencuentros.

«Entre todos los matamos y ellos solitos se murieron».

Han caído ya demasiados árboles en Madrid; los de la M-30, los del Parque de Arganzuela, los del Paseo de Recoletos o los ya sentenciados del Salón del Prado. Como también los de tantas otras ciudades de España.

Ya lo dice mi amigo y magnífico botánico Bernabé Moya.

Los árboles son en las ciudades elementos de ornato, y en arquitectura ornato es la parte superflua del edificio.

Nuestros padres de la Patria necesitan aparcamientos. Ven morir a los árboles a sus pies y no les dice nada. Ya nadie los defiende por lo que son, por los sentimientos y emociones que cada uno de ellos nos producen. Están, estamos, ecológicamente insensibilizados.

En esta primera foto puede verse a la excavadora arrancando las raíces de un árbol a escasos metros del madrileño Palacio de las Cortes. Todas las imágenes han sido tomadas por mí la pasada semana, así que ahora estarán seguramente mucho peor.

Junto a una sófora o acacia del Japón yacen los restos de un gran aligustre, primera víctima colateral de la remodelación de la Carrera de San Jerónimo.

Zanjas, agujeros, hierros, hormigón. Los árboles están rodeados.

Muere un gigante asturiano

A las 11.20 horas del pasado 19 de enero la fabulosa Fayona de Eirós (Tineo), cuyos 200 años la convertían en el haya más vieja de España, cayó al suelo como si un gigante invisible la hubiera arrancado de cuajo dejando al aire el muñón de sus raíces, pequeñas y muchas de ellas podridas. Tenía una altura de veintiocho metros, una copa de treinta metros y un diámetro de tronco de 4,45 metros.

Declarada Monumento Natural en abril de 2005 por el Principado de Asturias, era el orgullo de la comarca, además de un importante atractivo turístico.

Diréis que qué se le va a hacer, que si esta gigantesca haya (Fagus sylvatica) era tan vieja, lo lógico es que algún día muriera. Tenéis razón, pero pasemos a analizar las reacciones oficiales.

Según publica el periódico El Comercio, tras conocer su derrumbe, la Consejería de Medio Ambiente anunció la realización de un «exhaustivo estudio» para determinar si hay alguna posibilidad de replantar el árbol, si bien indicó que «la opinión de los técnicos es poco optimista» a este respecto.

¿Replantar un árbol de 200 años? Está claro que los políticos nos toman a los ciudadanos por idiotas. ¿O es que son ellos los idiotas?

Sigo con el mismo artículo. Asegura la información que los técnicos del Principado hicieron «una inspección rutinaria» al árbol a finales del año pasado y «no se registraron síntomas de enfermedad». ¿De qué murió entonces? Oficialmente, por la «desproporción de sus dimensiones«, las mismas mantenidas sin aparentes problemas durante décadas. Y por culpa del viento.

El 1 de octubre de 2005 el experto valenciano en árboles singulares José Plumed visitó el árbol, descubriendo que sus raíces y parte del tronco estaban gravísimamente invadidas por un hongo, el Meripilus giganteus. Muy probablemente su expansión se había visto favorecida por la apertura de un camino junto a la fayona que le arrancó lo mejor de su sistema radicular.

En aquel momento se informó del problema al entonces director general, Cristino Ruano, quien no hizo nada para salvar de una muerte segura a un árbol que la propia Administración se había comprometido a proteger. Como concluye con amarga tristeza mi amigo y gran naturalista Ignacio Abella, «sin duda la culpa la tiene el viento, y el árbol, que estaba desproporcionado».

Fotos: José Plumed y El Comercio.

Muletas para una encina milenaria

La encina más grande del mundo, la más vieja y venerable de todas ellas, probablemente la más querida, sin duda la más hermosa e impresionante que conozco, ha salido con éxito de una delicadísima intervención quirúrgica, la primera de estas características realizada hasta la fecha en España a un árbol multicentenario.

Maltrecha pero feliz, la encina Terrona, el símbolo vivo de Extremadura, orgullo de Zarza de Montánchez (Cáceres), se apoya ahora en 15 gigantescas muletas de acero, garantía de su eterna fortaleza. Si se fijan bien en la fotografía realizada una vez concluida la operación, pueden apreciar claramente el esbozo de una sonrisa clarividente de agradecimiento entre sus ramas. Ella está feliz y nosotros más.

Esta monumental encina acaba de ser intervenida “a vida o muerte” por uno de los equipos de médicos geriátricos de árboles más afamados de Europa, el dirigido por el botánico valenciano Bernabé Moya y los técnicos José Moya y José Plumed. Desde que en 1998 una de las tres grandes ramas de este excepcional ejemplar casi milenario se partiera por la mitad, Moya ha visitado a la venerable enferma decenas de veces, hasta convertirse en su particular médico de cabecera. Sólo así ha logrado tener un conocimiento excepcional del ejemplar rama a rama, arruga a arruga, primavera tras primavera, que diez años después le llevó a emitir un terrible diagnóstico. El árbol se iba a partir, se venía abajo. Cuando hablé con él, preocupado como estaba por el estado de mi venerada encina cacereña, este defensor apasionado de los viejos árboles me lo explicó gráficamente:

“Es como si tuviera osteoporosis, su frágil estructura no puede sostener ya tanto peso”.

Árbol de dehesa, sombra de una increíble piara de cochinos ibéricos, su forma actual es producto artificial de innumerables podas. ¿Pero quién se atreve ahora a podar un árbol simbólico y a podarlo bien?

Finalmente, tras valorar varias opciones, Moya optó por apear la encina como el mejor método posible. Por sostener las ramas más grandes y frágiles con grandes muletas rematadas en horcones, al estilo de como se hace con los grandes manzanos o nogales cuando se cargan de fruta, sólo que metálicas y de proporciones colosales.

La Junta de Extremadura, tutora del ejemplar desde que en 2001 iniciara con él la protección de los árboles más emblemáticos de la región, estaba de acuerdo en la necesidad de intervenir cuanto antes, pero faltaba el placet del propietario, Alonso Mateos.

Panadero de profesión, muchos señalaban la paradoja de que alguien así no hubiera convertido hace ya mucho tiempo en leña de horno a la Terrona. Esa sólo idea lo enfurecía, pues para Alonso el árbol es su más querida herencia y lo venera como si fuera una risueña bisabuela. Hombre de campo, apenas necesitó de cinco minutos de explicaciones de los especialistas para dar su consentimiento.

“Bernabé es un cirujano fuera de serie, con sólo verla ya sabía por dónde se iba a partir; sé que la Terrona está en las mejores manos”.

Concluidos los trabajos, cuando le pregunté a Alonso si estaba satisfecho con el resultado obtenido, éste no lo dudó un segundo:

“Cómo no lo voy a estar, ha quedado estupendamente. Morirán mis nietos y sé que seguirá en pie, no hay más que verla”.

Su clarividente visión me dejó impresionado, máxime por venir de un sencillo hombre del campo. El sabio Alonso, las buenas gentes de Zarza de Montánchez, son todo un ejemplo para nosotros, tan urbanitas y tan alejados de la realidad natural ¿no os parece?

Como podéis ver en estas fotografías de José Plumed y los hermanos Moya, el resultado logrado tras la intervención hecha al árbol es espectacular. Además de útil, vital para la encina, a mí me parece una auténtica obra de arte de vanguardia, una delicada pieza de land art o arte terrestre. ¿No pensáis vosotros lo mismo?

Muere el olmo más místico de Ávila

No conoció a Santa Teresa de Jesús, pero este abuelo bicentenario estaba impregnado de su adusta espiritualidad.

“Nada te turbe, nada te espante. Todo se pasa”, repetía el hermoso olmo de San Vicente, compañero inseparable de la basílica románica a la que escoltaba, sombra en la muralla, árbol de la palabra, confidente de los abulenses, de sus alegrías y tristezas susurradas a media voz a la salida de misa.

Hoy finalmente enmudeció, asfixiado por un hongo asesino, el de la grafiosis, criminal responsable de la muerte de millones de olmos en España, de prácticamente todos. Ejemplar imponente e importante, me entero de su triste defunción por el Boletín Oficial de Castilla y León del pasado jueves 11 de diciembre. Allí, en la página 24.565 se anuncia su muerte vilmente, excluyéndolo del Catálogo de Especímenes Vegetales de Singular Relevancia de la región, retirándole la protección porque ha muerto y, como especifica el confuso documento administrativo, “su situación actual es irrecuperable”.

¿Árbol protegido? ¿De quién? ¿Lo protegió alguien de las obras de urbanización de la zona, cuando le abrieron zanjas a su alrededor partiéndole el alma, sus raíces, e incrustándole en un estrecho alcorque de granito? ¿Lo protegió alguien de la llegada inminente del hongo, dándole algún tratamiento preventivo, colocando trampas para evitar que el escarabajo que transmite el mal no entrara en sus ramas? ¿Lo protegió alguien de nosotros, de nuestra contaminación, de nuestros desechos, de nuestra indiferencia? Nadie lo hizo y ahora es tarde para buscar soluciones.

Y lo más triste es que seguimos sin aprender de nuestros errores. En la ciudad de Ávila los olmos de La Santa, los de la Ronda Vieja y los del Paseo del Rastro están igualmente afectados por la plaga y se encuentran muy dañados. Sólo el viejo olmo del Rastro sigue de momento resistiendo. De momento.

Vaya ridículas protecciones. El Boletín Oficial se ha convertido en un obituario de los árboles singulares protegidos. Hoy el olmo de San Vicente, ayer el castaño milenario de Sotillo de Sanabria. ¿Cuál será el siguiente?

Escribe a los tejos milenarios y le responden

RECOMENDACIÓN ESPECIAL PARA EL DÍA DEL LIBRO

Ignacio Abella es carpintero y ama los árboles. ¿Un contrasentido? En absoluto. Es además un sabio naturalista y un escritor como la copa de un pino, aunque seguramente a él le gustaría más serlo como la copa de un tejo, su especie vegetal más admirada.

Ignacio acaba de publicar un libro maravilloso, La memoria del bosque (RBA-Integral), el último de una fantástica trilogía iniciada con La magia de los árboles y seguida con La magia de las plantas. Presentado como las «crónicas de la vieja selva europea», habla con todo detalle de cultos, culturas, mitos, leyendas y tradiciones surgidas a la sombra de los árboles.

Todo el libro rezuma sensibilidad y mucha información. Pero especialmente me ha sorprendido lo más anecdótico de su trabajo. Entre otras diversas formas de recabar información, ha enviado numerosos cuestionarios a los santuarios de los más antiguos tejos de Normandía y Bretaña, en el oeste francés. Los dirigió a M. / Mme. If (Señor / Señora Tejo), seguido del nombre del pueblo y el código postal.

Sorprendentemente, muchos le han respondido, de la mano de sus alcaldes, oficinas de Turismo o párrocos.

«No en vano, en todos sus siglos sospechamos que nadie antes había escrito a estos viejos»,

reconoce el propio Abella.

El resultado obtenido con esta encuesta es asombroso. Nos ha permitido descubrir un numeroso grupo de venerables árboles milenarios, considerados sagrados desde antes de la romanización, que siguen vivos, llenos de leyendas y, lo más importante, siguen recibiendo el cariño y la atención de sus vecinos de dos patas.

Ésta es mi especial recomendación para hoy, Día del Libro. Y que me perdonen los catalanes, pero en lugar de un libro y una flor muerta, les invito a regalar una flor viva. O mejor aún, un retoño de árbol autóctono. A fin de cuentas, el papel está hecho de su médula y gracias a ella nuestras ideas se han conservado indemnes durante siglos. Como nuestros árboles, quienes con toda seguridad nos sobrevivirán a nosotros. A pesar de nosotros mismos.

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Tejo milenario conocido como «El Abuelo» de Rascafría. Uno de los seres vivos más viejos de la Tierra, depositario de La memoria del bosque. La especie-pasión de Ignacio Abella, en la imagen superior asendiendo este verano hacia la increíble tejera del Sueve, en Asturias.

Y bajo estas líneas, un viejísimo tejo normando convertido en capilla católica, manteniendo de esta manera su ancestral carácter sagrado.