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Mascarillas en la calle: inútil, aberrante, contradictorio (1)

Es comprensible que haya crecido una avalancha de indignación, por no decir cabreo, contra la medida del gobierno de reinstaurar el uso obligatorio de la mascarilla en exteriores en todo momento, con ciertas excepciones que no sé si alguien habrá llegado a comprender bien, incluyendo a quienes han tomado esta decisión.

Sobre si hay algún tipo de motivación política detrás de esta decisión, quienes entiendan de ello deberán analizarlo, yo no sé. Pero más allá de la indignación y el cabreo, merece la pena volver sobre lo que dice la ciencia respecto a los contagios en exteriores y el uso de la mascarilla para tratar de dilucidar si existe el aval científico que defendía la ministra de Sanidad Carolina Darias, o al menos tratar de entender a qué se refería cuando hablaba de aval científico. Si es que se refería a algo.

En primer lugar, sobre los contagios en exteriores. Para nadie será ya una sorpresa que contagiarse al aire libre es mucho más difícil que en recintos cerrados. Suele citarse la cifra de que el riesgo es 20 veces mayor en interiores que en exteriores. La cifra procede de una revisión publicada hace un año que agregaba los estudios publicados hasta entonces, y que llegaba a la conclusión de que menos de uno de cada diez contagios se produce al aire libre, siendo la transmisión en interiores 18,7 veces más probable.

La revisión recogía también los casos descritos en los estudios de transmisión al aire libre: durante una conversación prolongada, entre personas que corrían juntas o en reuniones de varios días. En otros casos había una mezcla de ambiente exterior e interior, como en un campamento de verano y en un edificio en construcción. Los autores mencionan también que, una vez concluido su análisis y durante el proceso de publicación, surgieron noticias en distintos países sobre brotes provocados por grandes aglomeraciones al aire libre. Pero nótese que esto no se refiere a una situación como el tránsito por una calle concurrida, sino a eventos como conciertos, festivales o competiciones deportivas, sobre todo si duran varios días.

La Gran Vía de Madrid el pasado noviembre. Imagen de Víctor Lerena / Efe / 20Minutos.es.

La Gran Vía de Madrid el pasado noviembre. Imagen de Víctor Lerena / Efe / 20Minutos.es.

Otras investigaciones posteriores han venido a confirmar que el riesgo en exteriores es mucho menor. Por citar alguno, un estudio francés publicado en julio de 2021 que modelizaba la transmisión del virus en interiores y exteriores en distintas condiciones meteorológicas concluía que el riesgo en interiores generalmente es de varios órdenes de magnitud superior (entre 10 y 1.000 veces).

Según el modelo utilizado por los autores, solo en determinadas circunstancias específicas puede existir un riesgo comparable en exteriores: en situaciones de inversión térmica, cuando el aire caliente queda atrapado cerca del suelo, con una atmósfera muy estable y sin viento, y especialmente donde haya aglomeraciones. Según los autores, esto podría explicar las observaciones de otro estudio según las cuales las bolsas de contaminación atmosférica sobre las grandes ciudades o el polvo sahariano en Canarias podrían haber contribuido a la expansión de los contagios.

Otro estudio italiano publicado en febrero, también de modelización, estimaba que en circunstancias normales la concentración del virus en un espacio abierto sin grandes aglomeraciones es inferior a una copia por metro cúbico de aire, en el peor de los casos y suponiendo un 25% de población infectada. Los investigadores aplican su modelo a las ciudades de Milán y Bérgamo, y calculan que, con un 10% de población infectada, haría falta que una persona susceptible respirase de una sola vez el equivalente al aire de 31,5 días seguidos para llegar a infectarse, y 51,2 días en Bérgamo. «Por lo tanto, la probabilidad de transmisión aérea debida a aerosoles de la respiración es muy baja en exteriores«, concluyen. También concluyen que la interacción del aerosol viral con las partículas atmosféricas de contaminación no aumenta el riesgo de infección.

Esto último también es interesante, ya que se ha especulado con la posibilidad de que las partículas, como las de la contaminación en las ciudades o el humo del tabaco, puedan aumentar el riesgo de infección. Incluso algunos famosos opinadores poco informados han seguido propagando el bulo de que el humo del tabaco aumenta el riesgo de infección, a pesar de que nunca ha existido evidencia científica de esto (solo el deseo muy fuerte de algunos de que sea cierto). Una razón por la que una persona infectada fumando sí podría suponer un mayor riesgo para otros es que al expulsar el humo se exhala con más fuerza que con la respiración normal, lo que puede proyectar el virus a mayor distancia; no por el humo en sí, sino por la fuerza con la que se expulsa. Pero esto se aplica del mismo modo a toda situación en la que se respire con más fuerza de lo normal; por ejemplo, hablando a gran volumen, gritando, cantando o haciendo ejercicio físico.

Hay dos estudios interesantes que hablan de situaciones en las cuales el riesgo de transmisión en exteriores podría aumentar. En uno de ellos, investigadores indios muestran que cuando un viento de más de 8 km/h sopla en la misma dirección que una tos, la distancia a la que pueden llegar las partículas virales se extiende un 20%, y aún más a mayores velocidades del aire. Sin embargo, es importante subrayar que los autores solo han modelizado la dinámica de fluidos del chorro de partículas, no el riesgo de infección ni sus efectos reales, y que los estudios han mostrado que una tos o un estornudo esporádicos representan un riesgo mucho menor que estar inspirando la respiración de otra persona durante largo rato —por ejemplo durante una conversación cara a cara—, especialmente si, según lo ya dicho, se habla en voz alta, se canta o se hace ejercicio físico.

En el otro estudio, investigadores de EEUU han comparado la evolución de los contagios entre marzo y diciembre de 2020 con las condiciones meteorológicas, mostrando que, durante los meses más templados en los que se supone que la gente prefiere reunirse en exteriores, hay un aumento de los contagios de hasta el 45% cuando la velocidad del viento es inferior a 8,85 km/h, supuestamente porque las partículas del virus se dispersarían menos.

Aunque el resultado es interesante, hay que interpretarlo con cautela, como hacen los propios autores. Los estudios en los que se comparan series inconexas de datos que no nacieron para ser comparadas entre sí pueden dar lugar a aparentes correlaciones que son simplemente casuales. Las críticas a este tipo de estudios dieron lugar a famosos ejemplos como el que demostraba una mayor incidencia de brazos rotos en los servicios de urgencias en las personas de un signo zodiacal concreto, o cómo los ahogamientos en piscinas aumentaban cuando Nicolas Cage estrenaba una película. También hice mi pequeña contribución a propósito de los bulos sobre el autismo, demostrando cómo el presunto aumento de la incidencia de los trastornos del espectro autista viene causado por la importación de petróleo en China, la facturación de la industria turística global o el crecimiento de las personas centenarias en Reino Unido. Correlación no significa causalidad.

En el caso del estudio del viento, los autores no han analizado los casos concretos de reuniones al aire libre ni los contagios producidos en ellas en unas y otras circunstancias, ni han estudiado la evolución de la actividad interior/exterior ni ningún otro parámetro parecido. Simplemente han tomado, por un lado, la evolución de los contagios, y por otro, el tiempo que hacía a lo largo de esos meses. El análisis es interesante y descarta algunas variables de confusión, pero los propios autores reconocen: «No podemos afirmar de forma concluyente que el viento fuerte proteja a las personas«.

En resumen, de todo lo anterior podemos concluir algo que ya la mayoría tiene en mente: el riesgo de contagiarse en exteriores es muy bajo. Y cuando se habla del aumento de riesgo en aglomeraciones, hay que entender que esto no se refiere al tránsito de personas que se cruzan durante un instante en la calle, sino a situaciones como conciertos, fiestas o eventos deportivos, reuniones en las que las personas permanecen estáticas o en grupo durante largo rato, sobre todo si hablan en voz alta, ríen o cantan. Por poner ejemplos concretos, una calle Preciados de Madrid en horario comercial no sería una situación de especial riesgo; la Puerta del Sol en Nochevieja, sí. En el caso de la calle Preciados, el riesgo aparecería cuando esas multitudes invaden los recintos cerrados, sobre todo si en ellos no utilizan mascarilla (bares y restaurantes).

Hasta aquí, lo referente al riesgo de contagio en exteriores. Mañana veremos lo que dice la ciencia respecto al uso de la mascarilla al aire libre.

La sexta ola, la incidencia acumulada y los test

No importa a quién preguntemos, todo el mundo parece estar de acuerdo en que la explosión de casos de COVID-19 que estamos viviendo a nuestro alrededor no tiene comparación posible ni de lejos con ningún otro momento en los casi dos años que llevamos de pandemia.

Recordemos que, si bien se ha atribuido la actual escalada de casos a la mayor transmisibilidad de la variante Ómicron, esta no fue la que inició el actual pico; por entonces Delta aún era mayoritaria. Algo que parece se ha olvidado, pero que es importante recordar, es que todas las enfermedades epidémicas son estacionales, y los virus respiratorios generalmente tienden a atacar más en los meses fríos.

En tiempos anteriores, con una población inmunológicamente virgen y por tanto muy susceptible a la infección, este factor anulaba el peso de la estacionalidad. Ahora, con mucha población vacunada o recuperada, es probable que el efecto estacional se esté dejando notar más, sobre todo cuando el nivel de interacción y las situaciones de riesgo son mucho mayores ahora que en estas fechas del año pasado, cuando las restricciones eran más fuertes.

Los medios y los expertos en análisis de datos nos cuentan que la incidencia acumulada ahora es más del doble que en las mismas fechas del año pasado. Pero en el pico del pasado invierno, a finales de enero, era 100 puntos mayor que ahora. Y sin embargo por entonces, poniendo el ejemplo de un entorno concreto que quienes tenemos hijos conocemos bien, un caso positivo en un aula era una rareza, y en todo un colegio se contaban con los dedos de una mano.

En este fin de año, las vacaciones escolares de Navidad han tenido que comenzar de forma improvisada porque en cada aula hay varios positivos. En algunos casos incluso prácticamente la mitad de la clase. Y hablamos de un entorno en el que el uso de la mascarilla se respeta a rajatabla. Imaginemos lo que está ocurriendo en los lugares donde no se usa, como las reuniones familiares o los bares y restaurantes (recordemos que la llamada distancia de seguridad es una ficción si no existe una fuerte ventilación).

En conclusión, cualquiera podría pensar que no parece haber una correspondencia clara entre las cifras de incidencia acumulada y lo que se está viviendo en el mundo real. Y quien piense así tiene razones para ello. Porque más allá de las comparaciones de datos, lo que medios y expertos en análisis de datos no están mencionando (no es su función ni tienen por qué saber de ello) es: ¿sirven para algo los datos de incidencia acumulada?

Test de antígeno de COVID-19. Imagen de Petr Kratochvil / Public Domain.

Test de antígeno de COVID-19. Imagen de Petr Kratochvil / Public Domain.

Ya he hablado aquí de cómo los científicos llevan tiempo cuestionando la utilidad real de este indicador con un virus que una gran mayoría de los infectados lleva sin saberlo (los asintomáticos son cinco veces más que los sintomáticos), algo que probablemente se ha acentuado aún más con las vacunas (que, recordemos, también reducen la infección asintomática, pero sobre todo los síntomas graves, que suelen corresponderse con los casos que no escapan a los registros). En la primera ola solo se detectó un 1% de los casos. Y si se confirma que la variante Ómicron produce síntomas más leves (algo aún no confirmado y que, como veremos otro día, también puede ser un mensaje confuso y peligroso), estaríamos ante una diferencia aún mayor entre lo que dice esa cifra que se nos cuenta a diario y la evolución real de la infección en la población.

Sobre esto último hay un dato curioso. Como se sabe, la variante Ómicron se descubrió durante análisis genómicos rutinarios del virus cuando se observó un brote exponencial de contagios sin precedentes en la provincia sudafricana de Gauteng. Este fue también el primer indicio que apuntaba a una posible mayor infectividad o transmisibilidad de esta nueva variante.

Pero recientemente ha ocurrido algo extraño: de repente, los casos en Gauteng han comenzado a descender sin razón aparente. Dado que el porcentaje de población contagiada allí aún es bajo y la mayoría de la gente no está vacunada, los científicos esperaban todavía un crecimiento mucho mayor si, como se sospecha, Ómicron es una apisonadora. Y sin embargo, no es eso lo que está ocurriendo. Los científicos aún no entienden por qué. Pero en Science el bioinformático Trevor Bedford, de la Universidad de Washington, apunta una posible explicación: los contagios reales en Gauteng han sido muchísimos más de lo que dicen los datos oficiales porque la inmensa mayoría han sido asintomáticos o muy leves.

En resumen, la incidencia acumulada se ha convertido en un estorbo, un lastre que impide apreciar la evolución real de la epidemia y que por tanto también dificulta su predicción. Como también conté, los científicos han propuesto otros indicadores que pueden dar una idea más real, consistente y comparable de la evolución de la infección en la población a lo largo del tiempo y entre distintos territorios. Pero hasta ahora estas propuestas no han cuajado; en todo el mundo sigue tirándose de la incidencia acumulada.

Hay un aspecto concreto en el que merece la pena insistir. Podría pensarse que, aunque la incidencia acumulada ya no sea un proxy de los contagios reales, sí puede servir para comparar dos territorios en un momento determinado, o bien dibujar una evolución de la epidemia en un territorio concreto a lo largo del tiempo. Pero hay otra objeción importante a esto, y es que solo funcionaría si las condiciones de detección de casos fueran exactamente las mismas entre esos dos territorios, o no cambiaran a lo largo del tiempo en el caso de un territorio concreto.

Lo cual, como sabemos, no está ocurriendo. No hay la misma disponibilidad de test, ni los test son los mismos, ni las estrategias de testado, ni el rastreo (del que puede depender el testado de asintomáticos), ni la propensión de una persona a testarse cuando nota síntomas o ha estado en contacto con un positivo, ni su propensión a informar de un test positivo.

Un ejemplo drástico lo estamos viviendo estos días. Hace unas semanas, antes de la explosión actual de casos, era fácil conseguir un test de antígeno en cualquier farmacia, porque poca gente se testaba. Cuando la incidencia acumulada se dispara, todo el mundo quiere testarse, de modo que la subida de la incidencia se retroalimenta a sí misma, ya que al aumentar el número de test, aumenta el número de casos; más que un indicador de la epidemia, la incidencia acumulada es un indicador de testado.

Pero por otra parte, ahora es casi imposible obtener un test, al menos en la zona donde vivo. La Comunidad de Madrid prometió un test gratuito por persona antes de Navidad. En la farmacia de mayor tránsito de una población de 63.000 habitantes de la Sierra de Madrid (Collado Villalba) ayer recibieron 53 test; ni siquiera suficiente para un bloque de pisos. Hoy, me dijeron, recibirían más o menos la misma cantidad.

Probablemente aquí se suman varios problemas. Al parecer el gobierno central de España no ha resuelto un problema de autorización de marcas adicionales de test, quizá porque estaba demasiado ocupado decretando la vuelta a la obligatoriedad de las mascarillas en la calle (una medida que ni siquiera es pseudociencia porque no hay pseudociencia que la defienda). Por otra parte, la Comunidad de Madrid prometió regalar lo que no tiene ni puede cumplir. Y a ello se suma que en España la venta de test está secuestrada en exclusiva por las farmacias; en otros países pueden comprarse en los supermercados, y en Alemania basta con un click en Amazon y te llevan a casa todos los que quieras. En Portugal, Mercadona los vende a menos de 3 euros. Aquí, solo en farmacias, y a un mínimo del doble.

Respecto a esto de las farmacias, no puedo evitar contar una experiencia personal. La encargada de una farmacia de mi zona tenía una lista de espera de tres folios por las dos caras. Ante mi protesta, que no iba dirigida contra ella ni su establecimiento, ha pretendido regañarme, «es que no hay que reunirse». He contestado que ella no sabe si voy a reunirme o no, ni es de su incumbencia, pero que la cuestión no es esa, sino que muchos hemos tenido contacto con positivos y sentimos la responsabilidad de saber si podemos ser un peligro para otros. Que estamos dispuestos a confinarnos si es necesario, pero no sin saber si lo es. Su respuesta ha sido que vaya a testarme al Centro de Salud. Alentando así a quienes no estamos enfermos a que saturemos la atención primaria.

Pero en fin, el resultado de todo ello es que no hay test. Y si no hay test, no hay positivos. No hay nada para reducir la incidencia acumulada como impedir que la gente pueda testarse.

Por último, no resisto la tentación de dejar aquí otra observación curiosa. Si miramos los datos actuales de incidencia acumulada en la Comunidad de Madrid, resulta que las poblaciones con cifras más altas son las más ricas, Pozuelo y Boadilla del Monte. Y en la capital, son también los distritos con mayor renta, como Salamanca y Chamberí, mientras que los barrios con menor incidencia son Villaverde, Usera y Puente de Vallecas, barrios humildes. Los expertos en análisis de datos se preguntan: ¿por qué las zonas más ricas tienen más contagios? Y aventuran explicaciones sobre el estilo de vida, los contactos sociales, las fiestas…

Pero sin ánimo de prestar a esto más valor que el anecdótico, recordemos: la incidencia acumulada ya no es un indicador real de las infecciones. Sino del testado. Y en una ola explosiva como esta, cuando las autoridades prometen test pero no los dan, en las zonas más ricas hay un factor diferenciador respecto a las más pobres, que se resume en dos palabras: test privados.

Aplicar igual criterio a vacunados y no vacunados es contradictorio y dañino

Cada vez que empiezo a escribir en este recuadro del WordPress, y a menos que desde el principio tenga muy claro cómo va a titularse esto, pongo una palabra provisional en la casilla del título. La que hoy he puesto es «barbaridad», porque esta es la que me ha venido a la mente al leer que el gobierno impone la cuarentena de los contactos de personas sospechosas de estar infectadas por la variante Ómicron del SARS-CoV-2, AUNQUE DICHOS CONTACTOS ESTÉN VACUNADOS. Finalmente no me ha quedado un título muy apañado, lo admito, pero no siempre se acierta.

Para empezar, aclaremos: sobre si puede haber un criterio técnico que justifique el aislamiento de toda persona que haya tenido contacto con un contagiado, la respuesta es que sí, aunque abajo detallaré las salvedades. Pero no solo a) llama la atención este repentino arrebato de adherencia estricta a criterios científicos cuando en otros casos se ignoran olímpicamente, sino que además b) en este caso se está traicionando el compromiso de confianza en la herramienta más poderosa que tenemos para luchar contra la pandemia, las vacunas.

Jóvenes aguardan cola para vacunarse en el centro de salud Ramon Turró de Barcelona. Imagen de EFE / 20Minutos.es.

Jóvenes aguardan cola para vacunarse en el centro de salud Ramon Turró de Barcelona el pasado verano. Imagen de EFE / 20Minutos.es.

Entre los extremos de ninguna restricción y el confinamiento total de la población, es evidente que no es fácil encontrar el punto justo de equilibrio entre los criterios científicos y los sociales y económicos, y cada uno puede situarlo en un lugar diferente; incluidos los gobiernos, como ha quedado de manifiesto a lo largo de la pandemia. Como ya he contado aquí, si se deja que sean los especialistas en medicina preventiva y salud pública quienes tomen las riendas, lo más sencillo es tirar del principio de precaución, ese gran maltratado, para decretar siempre medidas que tiendan a lo excesivo.

Como decía, hay una salvedad, y es que cuando el principio de precaución se confronta con la medicina basada en evidencias, a veces surgen las sorpresas. En este blog he hablado ya de algún gran estudio (aquí y aquí) basado en los datos reales y que llega a la conclusión de que un confinamiento total es una medida menos eficaz de lo que se ha dado por supuesto y menos eficaz que otras; como también hablé de un estudio según el cual los contagios en España en marzo de 2020 comenzaron a descender antes del confinamiento, no a partir del confinamiento. En ciencia a veces los resultados no confirman lo que es intuitivo. Pero cuando esto ocurre no se pueden barrer debajo de la alfombra. Hay que contrastarlos y explicarlos. Y si no pueden explicarse, basta con usar las dos sílabas más importantes en ciencia: «no sé».

En España no se está hablando de un confinamiento, algo que sí se está haciendo en otros países. Pero el alegato, en el fondo, es el mismo en ambos casos: ya no estamos en marzo de 2020. Estamos en otra fase. La pandemia terminará algún día, pero el virus no va a marcharse. Tras la pandemia vendrá la endemia. Debemos aprender a convivir con el virus, y eso supone seguir adelante en un mundo con COVID-19. Afortunadamente, ya no somos una población inmunológicamente virgen. Tenemos herramientas poderosas, las vacunas, y en ellas debemos basar nuestra lucha ahora.

Pero si puede haber un criterio estricto de precaución basado en la medicina preventiva y la salud pública para que a las personas vacunadas se les aplique el mismo criterio que a las no vacunadas, ahí va otro criterio estricto de precaución basado en la medicina preventiva y la salud pública: vacunación obligatoria.

Sin embargo, este no se ha adoptado. De hecho, en España se pretendió cerrar el debate incluso antes de abrirlo. Desde el principio se dijo que no se iba a aplicar este criterio, sin dar siquiera ocasión a que se aportaran argumentos. La vacunación obligatoria ha existido en varios países antes de la pandemia, aplicada a las inmunizaciones reglamentarias en los niños. Y aunque ni mucho menos hay un consenso en la comunidad científica con respecto a esto, nadie puede negar que hay caso, y que por lo tanto debe haber un debate. Personalmente, algunos pensamos que este es un camino que debe recorrerse, que está comenzando a recorrerse ahora y que terminará completándose cuando la sociedad esté madura para recorrerlo. Y al menos ahora la Unión Europea ha tenido la sensatez de quitar la razón a quienes ni siquiera han querido abrir el debate.

Así que, bien, si se trata de la precaución por encima de todo lo demás, confinemos también a las personas vacunadas. Pero si se trata de la precaución por encima de todo lo demás, ¿qué hay de la vacunación obligatoria?

Aún hay una segunda razón en contra de esta barbaridad, la b). Motivos para vacunarse puede haber muchos, pero como en los mandamientos del catolicismo se resumen en dos: por mi propio bien y por el bien de todos. Otra cosa diferente son los motivos concretos que hayan llevado a cada uno a pasar por la aguja. Para algunos de los reticentes, podrá ser que sus allegados se lo han pedido. Para otros, que la empresa en la que trabajan les ha transmitido más que una insinuación.

Pero es natural que ahora se esperen contrapartidas. Las tenemos: podemos viajar. Podemos acceder a cualquier lugar. No tenemos que guardar cuarentenas. O no teníamos, antes de esta nueva decisión del gobierno.

Con esta pandemia ha ocurrido que muchas personas que antes tenían una idea equivocada sobre qué son y para qué sirven realmente las vacunas ahora lo entienden mejor, y otras están en proceso de ello. Han comprendido que una vacuna no es una coraza ni un condón, y que no funciona siempre para todos igual protegiendo de una infección al 100%. Esto es común a todas las vacunas, aunque muchos lo han comprendido solo con la pandemia. También, espero, se está entendiendo mejor qué es y qué no es la inmunidad de grupo: es lo que en el mundo real actual está protegiendo a la comunidad de infecciones como el sarampión, y podemos afirmar que la tenemos una vez que la hemos conseguido, cuando comprobamos que el posible efecto individual de la vacuna ha quedado aminorado por la protección del grupo. Pero salvo quizá en experimentos controlados de laboratorio, decir que la inmunidad de grupo se alcanzará el 16 de febrero a las 4 y 36 de la tarde cuando esté vacunado el 87,2% de la población es absurdo, ridículo y acientífico, lo diga Pedro Sánchez o Boris Johnson.

Dicho de otro modo: la eficacia de una vacuna a nivel individual puede ser variable. La eficacia de una vacuna a nivel colectivo es indiscutible y muy poderosa. Pero si muchas personas se han vacunado también por el bien de la comunidad y en pos de ese objetivo etéreo, evanescente e improbable de la inmunidad de grupo, ¿qué cara se les queda ahora a esas personas cuando se les dice que se les va a aplicar el mismo criterio que a los no vacunados? ¿Qué manera es esa de fomentar la vacunación y la confianza en las vacunas?

Incluso si las personas vacunadas pueden contagiarse, que ya decimos que sí, e incluso si las personas vacunadas pueden transmitir el virus, que ya decimos que también, la libertad de movimientos de las personas vacunadas no solo es el camino hacia esa transición a la endemia, a la convivencia con el virus, sino que además no se puede romper de esta manera unilateral el compromiso mutuo adquirido entre gobernantes y ciudadanos, cuando los primeros han prometido esas ventajas a los segundos y muchos de estos han vencido su reticencia basándose en dicha promesa. El mensaje que transmite un gobierno que toma tales decisiones es un mensaje de reticencia a la eficacia colectiva de la vacunación.

Por último, conviene apuntar algo más. Una vez que ha quedado claro que, cuando en febrero de 2020 en España se decía que había uno o dos casos de contagios, en realidad el virus ya estaba circulando libremente y transmitiéndose exponencialmente en la comunidad de modo que el número de contagios reales en cada momento era cien veces mayor que los detectados (como han mostrado varios estudios, uno de los cuales comenté aquí),¿en serio vamos a volver ahora a decir que en España hay tres casos de la variante Ómicron? ¿Es que todavía no hemos aprendido nada? Si, como se ha dicho, esta variante del virus se ha detectado en las aguas residuales de Barcelona (algo que, supongo, aún deberá confirmarse), ¿será que esas tres personas han estado en Barcelona haciendo de vientre en cantidades industriales, solo comparables al volumen de plasma del mono que en la película Estallido lograba abastecer de antisuero a toda la población?

Pasen y vean el circo Ómicron

—Y tú, ¿qué crees que es mejor contra la variante Ómicron?

—Dejar de ver las noticias.

Es un chiste o no lo es. Que cada cual se lo tome como quiera. Pero lo cierto es que nadie que en estos días apague la radio y la televisión y deje de leer los periódicos (de las redes ya ni hablemos) va a perderse ningún dato real relevante sobre la nueva variante Ómicron del SARS-CoV-2. Porque los datos reales relevantes que están publicándose ahora no son sobre la Ómicron, sino sobre Alfa y Delta, las anteriores.

Por ejemplo. En cuanto a la Alfa, en la Universidad de Texas un equipo dirigido por Pei-Yong Shi y Scott Weaver ha descubierto que la mutación N501Y en la proteína Spike del virus (significa que en la posición 501 de la proteína el aminoácido asparragina se sustituye por una tirosina; la proteína Spike es la principal que el virus emplea para infectar) es la que permite a la variante Alfa aumentar su infectividad en hámsters y en células del epitelio respiratorio humano, a través de una mayor afinidad por su receptor celular.

En lo que se refiere a la Delta, investigadores del Instituto de Virología Gladstone de San Francisco y de la Universidad de Berkeley, dirigidos por Jennifer Doudna –codescubridora del sistema de edición genética CRISPR–, han creado un sistema de partículas cuasivirales similares al SARS-CoV-2 (iguales al virus pero sin su genoma) que permiten simular la infección en cultivos celulares y en laboratorios de baja seguridad biológica, ya que no son virus reales. Gracias a este sistema han observado que la variante Delta produce 50 veces más virus que el linaje original. Es decir, que se reproduce más. Lo mejor del sistema creado por Doudna y sus colaboradores es que ofrece una plataforma en la que podrá testarse de forma relativamente rápida el comportamiento de nuevas variantes. Relativamente rápida quiere decir que no será necesario crear el sistema de nuevo.

Por otra parte, investigadores de varias instituciones japonesas han mostrado que la mutación P681R de la Spike en la variante Delta (mismo que lo anterior; P es prolina, R es arginina) aumenta la capacidad fusogénica del virus in vitro, es decir, su habilidad para infectar, y también su patogenicidad, es decir, su poder de enfermedad.

¿Algo de esto se ha contado ahora en los medios?

Tomando en conjunto los dos últimos estudios, ahora sabemos que la variante Delta infecta mejor, se reproduce mejor y provoca una enfermedad peor que el linaje original. Y sí, respecto a esto último, todos recordamos que en su momento se dijo en todas partes que no, que no provocaba peores síntomas. Se dijo cuando en realidad aún no se sabía nada. Y del mismo modo, lo que ahora se sabe sobre la transmisibilidad, la reproductividad y la patogenicidad de la Ómicron es esto:

  • (nada)

Por desgracia, así es la ciencia. Va lenta, se equivoca y rectifica. Pero da respuestas, aunque las da cuando puede darlas. Como dice en Science el director del Wellcome Trust, Jeremy Farrar, «la paciencia es crucial».

Imagen de Chinmayamahapatra / Wikipedia.

Imagen de Chinmayamahapatra / Wikipedia.

Pero la paciencia, que lleva la ciencia dentro de sí, no es la especialidad de los medios. Se ha dicho que la Ómicron es más contagiosa, que no se sabe. La variante se ha descubierto solo por casualidad, por análisis rutinarios de genomas en Sudáfrica. Esto no quiere decir que no sea más contagiosa, pero tampoco que lo sea. Simplemente, todavía no se sabe; no siempre una variante que de repente crece lo es, como demuestra la expansión de un linaje particular del que aparecieron miles de casos en San Diego, California, y que se debió a varios eventos de supercontagios en una universidad, no a que este linaje fuese más infeccioso.

También se ha dicho que la Ómicron provoca síntomas leves, que no se sabe. Se ha dicho que escapa a los anticuerpos neutralizantes, que no se sabe. Se ha dicho que puede eludir la protección vacunal, que no se sabe. Por decirse, juro que en la radio he oído a una corresponsal hablar de la variante «Ócrimon». Solo un lapsus, claro, y más comprensible aún si la corresponsal en cuestión tiene hijos en edad de jugar a Pokémon, que de esto doy fe.

Y mientras, cada uno a lo suyo; países cerrando fronteras y suspendiendo vuelos, y políticos aprovechando para hacer caldo con los huesos. Así que, en lo que se refiere a esta variante y sus circunstancias, la única lectura que ahora puedo recomendar es un artículo publicado en The Conversation por el vacunólogo Shabir Madhi, de la Universidad de Witwatersrand de Sudáfrica, y que aporta una lección de sensatez al circo de tres pistas Ómicron en forma de recomendaciones. Lo más importante de lo cual transcribo literalmente (los comentarios son míos):

  • «Primero, que no se impongan más restricciones indiscriminadamente, excepto en reuniones en interiores«.

Será cosa mía y observación anecdótica, pero en un escenario cualquiera elegido al azar donde hasta anteayer el uso de la mascarilla se había relajado enormemente (recogida de niños en colegio en la calle, al aire libre), ayer las mascarillas volvían a ser la norma.

  • «Segundo, que no se dicten restricciones de viajes nacionales o internacionales. El virus va a diseminarse en cualquier caso, como ha sido el caso en el pasado. Es ingenuo creer que las restricciones de viajes en un puñado de países detendrán la importación de una variante. Este virus se dispersará por todo el globo a menos que seas una nación isleña que se cierre al resto del mundo«.

Gran verdad, grandemente ignorada por medios, políticos y el público en general. Sobradamente corroborada por numerosos estudios a lo largo de la pandemia, como he ido contando en este blog. Las restricciones de viajes solo «retrasan lo inevitable«, escribe Madhi. En Science, Farrar decía que para lo único que si acaso pueden servir estas restricciones temporales es para comprar algo de tiempo, pero añadía: «La cuestión es qué se hace entonces con ese tiempo«. ¿Qué se está haciendo entonces con ese tiempo? Añade Madhi: «Para cuando se imponen las restricciones, probablemente la variante ya se habrá extendido«. En varios países europeos hay casos de Ómicron detectados sin ninguna relación con Sudáfrica. Y probablemente aquí también, no detectados.

Solo habría una pequeña alegación a las palabras de Madhi: ni siquiera ser un país isleño cerrado al resto del mundo garantiza nada. Esto es lo que ha hecho Nueva Zelanda, cerrada a cal y canto desde el principio de la pandemia bajo la estrategia de eliminación del virus. Recientemente y ante el aumento de contagios, su primera ministra Jacinda Ardern ha admitido un replanteamiento de la estrategia de eliminación. Lo cual no hace sino hablar en su favor; Nueva Zelanda es uno de los pocos países, si es que hay otro, que ha tratado de guiarse por la ciencia. La ciencia se equivoca y rectifica; Nueva Zelanda también.

Es más, a la inutilidad de las suspensiones de vuelos y los cierres de fronteras se suma el enorme perjuicio económico y social que provocan. En Science, la viróloga de la Universidad de Berna (Suiza) Emma Hodcroft cuenta que le consta que ciertos países han mirado para otro lado durante un rato al descubrir nuevas variantes por temor a que los demás les impusieran restricciones de viajes.

Por cierto, ¿alguien se acuerda de dónde surgió la primera variante preocupante del virus respecto al linaje original de Wuhan, la mutación D614G, que se extendió por toda Europa en el verano de 2020 antes de que las nuevas variantes comenzaran a recibir nombres de letras griegas? Una pista: es un país del sur de Europa que hace frontera con Portugal, Francia y Andorra. Y miren qué curioso, resulta que el estudio en Nature que describe aquella variante y su expansión está codirigido por… Emma Hodcroft, viróloga de la Universidad de Berna.

En el artículo de Science se reconoce la valentía de los investigadores sudafricanos al haber informado prontamente de la detección de esta variante, dado que no puede esperarse lo mismo de todos los países siempre. Aún más, y como dice Madhi, «la ausencia de informes de variantes de países que tienen una capacidad limitada de secuenciación no implica la ausencia de otras variantes«. En el mundo circulan miles de variantes del virus. Quizá millones. No cuatro o cinco. Miles o millones. Y probablemente la mayoría de ellas nunca salgan a la luz porque los países no las secuencian, bien porque no pueden, o bien porque no quieren.

Sigo con Madhi. Me salto las partes aburridas:

  • «Quinto, dejen de vender el concepto de inmunidad de grupo. No va a materializarse y paradójicamente socava la confianza en las vacunas […] La vacunación todavía reduce la transmisión modestamente, lo que es de gran valor, pero no es probable que lleve a la inmunidad de grupo mientras vivamos. En lugar de eso, deberíamos hablar sobre cómo adaptarnos y aprender a convivir con el virus«.

Sobre esto ya he hablado aquí largamente. La inmunidad de grupo existe, pero no es lo que se cree y se está vendiendo. Es un concepto científico académico, tan útil para el público como la idea del solsticio. Es decir, el solsticio de verano existe. Pero nadie sabría que existe ni qué es si no se dijera; y quien crea que el solsticio de verano es cuando los días comienzan a alargarse, el sol comienza a calentar más y hay que empezar a ponerse protección solar porque es cuando empieza a subir la radiación UV, está creyendo justo todo lo contrario de lo que realmente es.

Por último, termino con algo que Madhi menciona solo de pasada, porque esto hoy en día casi no puede decirse de frente y a las claras, salvo que a uno no le importe que le comparen con Hitler:

  • «Obligar a la vacunación«.

Pero no. Las autoridades no obligan a nadie a vacunarse. En su lugar, piden a los jueces que les permitan obligar a los camareros a que exijan a sus clientes un certificado sanitario.

La vacunación de los niños no es un sacrificio por la comunidad, sino un beneficio también para ellos

Entre las cosas más chocantes que se han publicado en los últimos días, llaman poderosamente la atención las declaraciones de un miembro del comité encargado de diseñar la estrategia de vacunación contra la COVID-19 y presidente del Comité de Bioética de España, según el cual «no se puede vacunar a los niños en beneficio de la colectividad«. Añadía que la enfermedad no supone riesgo alguno para los niños, y que en cambio los beneficios de la vacuna para ellos «no están claros«.

Por situar las cosas en su contexto, cabe decir que el personaje aludido es un prestigioso jurista con una reputada trayectoria en el ámbito sanitario. Pero no tiene formación científica. Y por desgracia, con tales declaraciones no solo demuestra una falta de alineamiento con el consenso científico actual, sino que también roza la reticencia a las vacunas, que la Organización Mundial de la Salud (OMS) considera una de las 10 mayores amenazas actuales a la salud global.

Primeras vacunaciones contra la COVID-19 en España: Gijón, diciembre de 2020. Imagen de Administración del Principado de Asturias / Wikipedia.

Primeras vacunaciones contra la COVID-19 en España: Gijón, diciembre de 2020. Imagen de Administración del Principado de Asturias / Wikipedia.

Con respecto a lo primero, en los últimos meses la vacunación de los niños menores de 12 años se ha discutido en las páginas de las revistas científicas, tanto desde el punto de vista puramente técnico como desde la perspectiva bioética. En julio, un editorial en The Lancet Infectious Diseases se preguntaba si deberíamos vacunar a los niños, y argumentaba que «podría defenderse la vacunación de los niños en un futuro no lejano«, poniendo como posible obstáculo a ello el hecho de que las vacunas aún apenas han llegado a los adultos vulnerables en muchos países en desarrollo. Es decir, no cuestionaba el balance beneficio/riesgo de la vacunación para los niños, sino el balance entre el beneficio para los países desarrollados y el de los países en desarrollo.

El editorial fue contestado por un grupo de investigadores que acusaban a la revista de postergar a un segundo plano el bien de los menores en favor de los adultos.«Parece desconcertante que consideremos la protección ofrecida por una vacuna superior a la de la infección natural en adultos mientras hablamos de la superioridad de la inmunidad natural generada por la infección en niños«, escribían los autores, subrayando que «los niños dependen de otros para ejercer sus derechos«, y que a veces no solo los adultos, sino incluso las propias instituciones «niegan a los niños el acceso justo a las vacunas por razones espurias, revelando un prejuicio contra los niños«.

El pasado 27 de octubre, Nature consultaba a varios expertos a propósito de la aprobación de la vacuna de Pfizer en EEUU para los menores de 12. «Va a salvar vidas en ese grupo de edad«, decía la epidemióloga australiana Emma McBryde, añadiendo: «Por cada vida de un niño que salves, salvarás muchas más de adultos«. Para el especialista en infecciones pediátricas Andrew Pavia, los riesgos justifican sobradamente la vacunación. También en Nature, el pediatra de enfermedades infecciosas Adam Ratner aclaraba que durante la pandemia ha atendido a «muchos niños bastante enfermos«.

El 18 de noviembre, Science publicaba un editorial firmemente favorable a la vacunación de los niños: «No se equivoquen; la COVID-19 es una enfermedad de los niños«. Los responsables de la revista repasaban las cifras: «En EEUU, casi 700 niños han muerto de COVID-19, situando la infección por el SARS-CoV-2 entre las 10 mayores causas de muerte infantil. Ningún niño ha muerto por la vacunación«. Y concluía:

Aunque es cierto que la mayoría de los niños experimentarán una enfermedad leve o asintomática, algunos enfermarán bastante, y un pequeño número morirán. Este es el motivo por el que a los niños se les vacuna contra la gripe, la meningitis, la varicela y la hepatitis, ninguna de las cuales, ni siquiera antes de que hubiese vacunas, ha matado a tantos como el SARS-CoV-2 al año.

Algunos padres son comprensiblemente reticentes a vacunar a sus hijos pequeños. Sin embargo, la elección de no vacunarse no está libre de riesgos; en su lugar, es una decisión de asumir un riesgo diferente y más grave. La comunidad biomédica debe esforzarse por dejar esto claro al público. Podría ser una de las decisiones de salud más importantes que unos padres puedan tomar.

La vacuna de Pfizer proporciona un 90% de protección a los niños de 5 a 11 años. La Agencia Europea del Medicamento ha recomendado su administración, algo que ya se está haciendo en EEUU desde el pasado 29 de octubre. La comunidad científica se inclina claramente por la necesidad de vacunar a los niños, no solamente por el bien de la comunidad, sino también por el suyo propio.

Cuando hablamos de la resistencia a las vacunas, normalmente pensamos en el movimiento antivacunación; personas que se manifiestan radicalmente y de forma activa en contra de todas las vacunas e incluso de la ciencia biomédica en general, que mueven sus proclamas a través de determinados círculos, sobre todo en las redes sociales, en las que encuentran posturas similares que amplifican sus creencias a través de desinformaciones y bulos que aceptan sin contrastación por simple coincidencia con sus prejuicios.

A pesar de que ningún país está libre de esta corriente, en España es residual con respecto a otras naciones desarrolladas o de nuestro entorno. Pero incluso en los países donde está más arraigado, este sector tiene más presencia por su visibilidad pública que por su representatividad real. Por ello y aunque a menudo se ponga el énfasis en esta comunidad, no olvidemos que la OMS no incluye entre sus 10 mayores amenazas a la salud pública los movimientos antivacunas, sino la reticencia a las vacunas. La cual define como un «retraso en la aceptación o rechazo de las vacunas a pesar de la disponibilidad de los servicios de vacunación«. Insistamos: retraso en la aceptación. En este perfil se incluye un sector de población mucho más amplio que el de los movimientos antivacunas.

La vacunación no es un sacrificio, sino un beneficio, tanto para el propio individuo como para la comunidad. Las vacunaciones son posiblemente lo más parecido a un superpoder que podemos encontrar en el mundo real. Nos permiten protegernos y defendernos contra enemigos que de otro modo podrían hacernos enfermar gravemente o incluso matarnos. Este beneficio es un derecho que los adultos nos hemos concedido a nosotros mismos. Privar de este derecho a los niños es atentar contra sus intereses. Dudar de que conceder este derecho a los niños suponga un beneficio para ellos es, claramente, una reticencia a la vacunación.

España es uno de los países más vacunados contra la COVID-19, pero hay una cruz de la moneda

Mientras en varios países europeos los contagios de COVID-19 están creciendo en las últimas semanas a niveles que hasta ahora no se habían conocido en dichos territorios, en España nos mantenemos en cifras de incidencia hasta diez veces menores, en algunos casos. Esta situación está dando a muchos la ocasión de sacar pecho: no paramos de oír en los medios cómo numerosos comentaristas atribuyen este presunto éxito a nuestras altas tasas de vacunación.

Pero cuidado con los triunfalismos y con aquello que decía el señor Lobo. Porque hay una cruz de la moneda.

Primero, la cara. Es cierto que nuestras tasas de vacunación son de las más altas del mundo. Según Our World in Data, somos el noveno país del mundo en porcentaje de población vacunada (datos del 23 de noviembre). Además, contamos con una ventaja adicional: algunos de los países que nos superan en tasa de vacunación han distribuido sobre todo vacunas de virus inactivado que se están revelando menos efectivas, mientras que aquí se han administrado mayoritariamente las de ARN (Pfizer y Moderna), las grandes triunfadoras de la pandemia. Así que probablemente la protección real de la población sea aquí incluso mejor que en algunos de los países con más personas vacunadas que el nuestro.

También es cierto que España está entre los países con mayor confianza en las vacunas de COVID-19, según ha revelado algún estudio. Ya antes de la pandemia, los movimientos antivacunas han tenido tradicionalmente una menor implantación aquí que en otros países desarrollados.

Primeras vacunaciones contra la COVID-19 en España: Gijón, diciembre de 2020. Imagen de Administración del Principado de Asturias / Wikipedia.

Primeras vacunaciones contra la COVID-19 en España: Gijón, diciembre de 2020. Imagen de Administración del Principado de Asturias / Wikipedia.

Lo cual, por cierto, es de por sí algo que merece la pena estudiar y que es de esperar que los científicos sociales aprovechen para indagar, dado que no parece aportarse ninguna explicación justificada más allá de las especulaciones. En la reciente entrega de la primera edición de los premios y ayudas CSIC-BBVA de Comunicación Científica, de la que hablé aquí, el director de la Fundación BBVA, Rafael Pardo, resaltaba una diferencia paradójica entre EEUU y España: allí la población tiene un mayor nivel de cultura científica, pero menor confianza en los científicos, mientras que aquí ocurre lo contrario.

Pero si no se sabe muy bien qué es lo que tenemos para que el antivacunismo sea residual en España, sí puede decirse algo que no tenemos. Ayer 20 Minutos y otros medios comentaban el barómetro de noviembre del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) a propósito del perfil de quienes rechazan la vacuna en España: sobre todo hombres, de 25 a 44 años, de ideología de derechas, principalmente votantes de Vox. Esta línea ideológica concuerda con lo observado en otros países; por ejemplo, en EEUU es bien conocido que el rechazo a las vacunas tiene su frente más fuerte en el sector político de Donald Trump. Pero también aquí hay una diferencia entre España y EEUU: catolicismo mayoritario frente a diversos cultos protestantes.

Este dato ha pasado inadvertido en relación con la encuesta del CIS, y en cierto modo es lógico que sea así, dado su carácter extremadamente minoritario: en España solo hay un 2,2% de personas creyentes de otras religiones distintas de la católica, también según datos del CIS. Pero en esa letra pequeña de la sociedad española se encierra una población antivacunas que, si no es grande en su tamaño absoluto, sí lo es en el relativo: entre los creyentes de otras religiones hay casi un 21% de no vacunados, frente a un 3-5% entre los católicos, practicantes o no, y los agnósticos o ateos.

Según un estudio reciente publicado en PNAS, «un factor de predicción significativo de las actitudes hacia las vacunas en EEUU es la religiosidad, siendo los individuos más religiosos los que expresan mayor desconfianza en la ciencia y menor tendencia a vacunarse«. En EEUU el protestantismo es claramente mayoritario, dividido en distintas confesiones como baptistas, presbiterianos, metodistas, episcopalianos y otros. En el seno de algunas de estas confesiones existe un arraigado rechazo y suspicacia hacia la ciencia.

Este mismo estudio, de las universidades de Columbia y Stanford, muestra un experimento según el cual el respaldo a las vacunas por parte de científicos con perfil religioso puede influir en un cambio de opinión entre las personas que profesan esas mismas creencias. En el estudio han utilizado como ejemplo al genetista Francis Collins, director de la mayor institución científica del mundo, los Institutos Nacionales de la Salud de EEUU (NIH) (próximamente exdirector). Collins es un cristiano protestante que suele hablar abiertamente de su religiosidad y que ha pasado por distintas confesiones, por lo que su voz tiene poder sobre un amplio espectro de la población de EEUU.

Resultados como el de este estudio no deberían ignorarse en países como el nuestro, dada la llamativa extensión del pensamiento antivacunas entre los creyentes de otras religiones. Aunque se trate de un sector de población muy minoritario en España, incluso ganar unas decenas de miles de vacunados más sería una contribución valiosa de cara a la salud pública.

Pero vamos por fin a la cruz de la moneda. Y es que las personas que se han recuperado de la COVID-19 y han desarrollado algún grado de protección también contribuyen a construir la inmunidad de grupo (aunque esta no sea como a menudo se presenta). Probablemente no sea casualidad que nuestras tasas actuales de contagios en esta sexta ola nuestra sean, al menos por ahora, mucho menores que las de otros países donde la ola actual es la cuarta, y que en oleadas anteriores han tenido incidencias mucho menores.

En números absolutos, España es el quinto país de Europa con más casos acumulados totales, después de Reino Unido, Rusia, Turquía y Francia, y el undécimo del mundo. En términos relativos poblacionales bajamos unas veinte posiciones, pero seguimos por delante de la mayoría de los países europeos y de en torno a 180 países y territorios del mundo.

En resumen, sí, es cierto que la inmunidad grupal se está construyendo sobre todo gracias a las vacunaciones, que implican a sectores mucho mayores de población que las infecciones y ofrecen una protección más consistente. Pero antes de sacar pecho, no olvidemos que si somos uno de los países más vacunados, también somos uno de los más infectados, y es probable que esto también esté aportando un granito de arena a nuestra situación actual relativamente benigna. A un precio que ya todos conocemos. Como se ha repetido en este blog, con una catástrofe que todos queremos olvidar corremos el peligro de que olvidemos más de lo que debemos.

El efecto nocebo: las molestias tras la vacunación son más probables en quien las espera

Algo sorprendente de algún personaje popular que se ha destapado como antivacunas durante la pandemia es cómo alguien puede estar durante años metiéndose en el cuerpo, incluso directamente en vena, sustancias clandestinas sin control sanitario ni de ninguna otra clase –y que quizá incluso hayan viajado en los orificios corporales de otro–, y en cambio rechace una vacuna porque, dice, es experimental, no está testada, blablablá. ¿Hay algún ejemplo más brutal de disonancia cognitiva?

Es curioso que las vacunas siempre hayan provocado este tipo de reacciones instintivas en contra, ya desde tiempos de Jenner. En los tiempos en que aquel inglés puso las primeras vacunas con soporte científico —las primeras sin más las puso antes que él el granjero Benjamin Jesty–, se publicaron caricaturas que mostraban personas vacunadas a las que les crecían partes del cuerpo de vaca. El movimiento antivacunas es tan viejo como las vacunas.

Caricatura de 1802 de James Gillray sobre los efectos de la vacuna de Jenner. Imagen de Wikipedia.

Caricatura de 1802 de James Gillray sobre los efectos de la vacuna de Jenner. Imagen de Wikipedia.

Históricamente, los procedimientos médicos nuevos han encontrado resistencia, incluso por parte de los propios médicos; hasta la anestesia fue vilipendiada en un principio. Pero mientras que este rechazo suele desaparecer con el tiempo, y no consta que hoy siga habiendo negacionistas de la anestesia, en cambio el movimiento antivacunas sigue vivo y coleando. Por algún motivo, que como inmunólogo se me escapa –y tampoco he encontrado a nadie que lo explique satisfactoriamente–, las vacunas suscitan mayor desconfianza que cualquier otro tipo de fármaco.

Sí, es cierto que, por desgracia, la desinformación ha cundido. Hasta tal punto que, incluso entre personas que sí han accedido a vacunarse, y a pesar de haberse vacunado, se oye eso de que las vacunas son experimentales, que no están suficientemente testadas y que se han aprobado a la carrera porque no quedaba otro remedio (nota aclaratoria: las autorizaciones de emergencia son un procedimiento perfectamente establecido y no se saltan ninguno de los pasos clínicos de una aprobación normal; simplemente, van por el carril Bus-VAO). Y por ello, muchos tienden a atribuir a la vacuna cualquier cosa que sientan durante los días posteriores a la vacunación (algunos en los meses posteriores, quizá años).

Es más, incluso están esperando que ocurra. Esto es lo que desvela un interesante estudio publicado en la revista Psychotherapy and Psychosomatics por investigadores de universidades de EEUU, Australia, Reino Unido y Dinamarca. Dicho estudio revela una correlación entre los temores que las personas sienten a posibles efectos adversos de las vacunas de COVID-19 y los efectos que dicen sentir después.

En palabras del primer autor, el psicólogo de la Universidad de Toledo (el Toledo de Ohio, no el de Castilla-La Mancha) Andrew Geers: «Nuestra investigación muestra claramente que las personas que esperan síntomas como dolor de cabeza, cansancio o dolor por la inyección tienen mucha más probabilidad de experimentar esos efectos secundarios que quienes no los esperaban«. Es decir, un efecto nocebo, lo opuesto al placebo, algo ya muy conocido en la literatura científica.

Geers y sus colaboradores encuestaron a más de 500 personas antes de vacunarse sobre sus expectativas previas respecto a siete síntomas comunes: fiebre, temblores, dolor en el brazo, cabeza o articulaciones, náuseas y fatiga. También recogieron información sociodemográfica y sus actitudes respecto a la pandemia. Posteriormente los entrevistaron de nuevo después de la vacunación para saber cuáles de estos síntomas habían experimentado. «Encontramos un vínculo claro entre lo que esperaban y lo que experimentaron«, dice la coautora Kelly Clemens. Esa correlación superaba a otros posibles factores, como la marca de la vacuna que recibían, la edad de los sujetos o el hecho de haber padecido ya la enfermedad.

Lo cual no pretende afirmar que la gente mienta, que se imagine cosas que no existen o que todo esté en su cabeza. Los ensayos clínicos han mostrado que las vacunas de la cóvid pueden tener algunos efectos secundarios menores y poco importantes. Pero como mencionan los autores en el estudio, hasta un 34% de los participantes en el ensayo clínico de la vacuna de Pfizer que habían recibido un placebo en lugar de la inmunización reportaron dolor de cabeza, que obviamente no tenía ninguna relación con la vacuna que no recibieron, ni tampoco con el placebo que sí recibieron. Las vacunas, prosiguen los autores, pueden causar fatiga, «pero este síntoma puede amplificarse por las expectativas de los individuos y su atención selectiva hacia este posible efecto secundario«, escriben. «Esto realmente muestra el poder de las expectativas y las creencias«, concluye Geers.

Frente a los bulos y la desinformación, lo cierto es que las vacunas de ARN (Pfizer y Moderna) se han alzado como las grandes triunfadoras de la pandemia. Esta tecnología ya tiene más de dos décadas de existencia, y en animales había demostrado su gran potencia e inocuidad, pero en humanos, en este caso sí, solo se había aplicado de forma experimental. Y aunque aún no se sabe cuánto durará la inmunidad que confieren, dado que no hay otro modo de saberlo sino dejar que pase el tiempo, estas vacunas han conseguido convencer incluso a los científicos que inicialmente tendían a confiar más en las tecnologías tradicionales, como las vacunas de virus inactivado. Las chinas de Sinopharm y CoronaVac, que utilizan este enfoque clásico, con el tiempo han empezado a perder capacidad de generar anticuerpos neutralizantes, lo cual es preocupante teniendo en cuenta que se han distribuido más de 3.000 millones de dosis en todo el mundo.

Vacuna de Moderna contra la COVID-19. Imagen de US Army.

Vacuna de Moderna contra la COVID-19. Imagen de US Army.

Otro estudio reciente publicado en JAMA (la revista de la asociación médica de EEUU) ha confirmado lo que ya habían concluido los ensayos clínicos de las vacunas de ARN y que lleva repitiéndose desde que comenzaron las inmunizaciones, contra el gran poder de la desinformación y el miedo: los efectos secundarios de estas fórmulas, si existen, son menores y poco importantes. Los autores han recopilado los datos de 6,2 millones de personas que recibieron un total de 11,8 millones de dosis y que han quedado registrados en el sistema de vigilancia en EEUU.

Los investigadores analizaron 23 posibles efectos graves que se han notificado durante las campañas de vacunación, incluyendo trombos y problemas cardiovasculares, infartos y embolias, anafilaxis, encefalitis, síndrome de Guillain-Barré, trastornos neurológicos y otros. Los resultados muestran que no existe ninguna correlación estadística entre estos casos y las vacunas. Es decir, hay personas que sufren estos trastornos. Algunas de estas personas están vacunadas. Pero no existe mayor incidencia en las personas vacunadas, ni ninguna evidencia estadística que correlacione los trastornos con las vacunas.

Una preocupación surgida en los últimos meses ha sido la miocarditis en personas jóvenes. Tampoco se ha encontrado en este caso ninguna correlación estadística. Los autores calculan que por cada millón de dosis, habrá 6,3 casos de miocarditis, una cifra que entra dentro de los márgenes normales. En todos los casos detectados los síntomas fueron leves y remitieron al poco tiempo. También recientemente, una prepublicación (estudio aún sin revisar ni publicar pero disponible en internet) que mostraba una tasa de miocarditis de 1 por cada 1.000 vacunados, o el 0,1%, ha sido retirada cuando los autores han reconocido un error en sus cálculos: habían estimado la tasa sobre 32.000 vacunaciones, cuando el número real era de 800.000, por lo que la incidencia es 25 veces menor. Otra prepublicación ha estimado que el riesgo de miocarditis en menores de 20 años es seis veces mayor por el propio virus de la cóvid que por la vacuna.

Por supuesto, todo este trabajo no ha terminado, y tanto los sistemas de vigilancia como infinidad de investigadores permanecen atentos al seguimiento de las vacunas, tanto de la duración de la protección –lo que ha llevado a las recomendaciones sobre una tercera dosis– como de posibles efectos a largo plazo. Pero a fecha de hoy no hay ningún argumento basado en datos ni en ciencia para defender otra conclusión sino que las vacunas funcionan y son seguras. Sobre las proclamas de los de la disonancia cognitiva pueden hacerse chistes, pero la verdad es que no tiene ninguna gracia.

Investigadores y divulgadores han sufrido acoso durante la pandemia

No es ningún secreto para todo el que durante estos 22 meses haya intentado acercar al público lo que la ciencia ha ido avanzando en el conocimiento del coronavirus SARS-CoV-2 y la enfermedad que causa. Pero también hay que contarlo.

El mes pasado, Nature publicaba un reportaje detallando hasta qué punto los científicos y divulgadores que han intervenido en los medios para informar sobre la COVID-19 han tenido que sufrir el acoso de los haters y negacionistas. El artículo se basa en una encuesta de la propia revista a 321 científicos que han concedido declaraciones sobre COVID-19 y han informado en las redes sociales. No es un estudio aleatorio; una parte de los científicos contactados prefirieron no responder a la encuesta para evitar más acoso.

Casi el 60% ha sufrido ataques a su credibilidad o insultos. Más del 20% ha recibido amenazas de agresiones físicas o sexuales. La tercera parte de los que han difundido informaciones en Twitter ha recibido ataques «siempre» o «habitualmente». El 15% ha llegado a soportar amenazas de muerte. A veces incluso por teléfono, como relata la especialista en enfermedades infecciosas Krutika Kuppalli, quien llevaba meses sufriendo ataques online. Seis han padecido agresiones físicas.

El virólogo Christian Drosten, la figura más destacada en Alemania con relación a la pandemia, recibió un paquete en su casa con un vial de líquido con la etiqueta «positivo» y una nota instándole a beberlo. En Bélgica, un francotirador amenazó con disparar a los virólogos. En EEUU, un investigador recibió sobres de polvo blanco. «Cómete un murciélago y muere, puta», «tú y tus hijos arderéis en el infierno», «si te veo te pego un tiro» o «espero que mueras» son algunas de las amenazas detalladas por los científicos, junto con imágenes de ataúdes o de cadáveres ahorcados.

A dos terceras partes de los que han sufrido algún tipo de amenaza o agresión, la experiencia les ha hecho cuestionarse sus apariciones en los medios, y muchos de ellos han decidido inhibirse de hacer declaraciones. Algunos han cerrado su cuenta de Twitter.

Manifestación negacionista contra la pandemia, el 1 de mayo de 2020 en Ohio. Imagen de Becker1999 / Wikipedia.

Manifestación negacionista contra la pandemia, el 1 de mayo de 2020 en Ohio. Imagen de Becker1999 / Wikipedia.

Según cuenta en Nature Fiona Fox, directora del UK Science Media Centre –una oficina de prensa independiente que ofrece testimonios de científicos y expertos–, de más de 20 científicos consultados para hacer una rueda de expertos sobre el origen del coronavirus, ninguno quiso participar. Esta cuestión en particular, junto con las vacunas, la ivermectina y la hidroxicloroquina –dos tratamientos ensayados que resultaron inútiles– han sido los temas recurrentes que han provocado las reacciones de los haters.

El estudio de Nature no encontró diferencias en el nivel de acoso a hombres y mujeres, pero sí que estas recibían frecuentemente burlas o amenazas de carácter sexual, del mismo modo que los investigadores de minorías étnicas han recibido insultos racistas.

La encuesta y el reportaje de Nature no son los primeros en sacar a la luz las amenazas e insultos que están recibiendo los científicos. Aquí ya he mencionado algún caso que ha ido publicándose sobre todo a raíz de las investigaciones sobre el origen del coronavirus. La iniciativa de Nature ha venido motivada por una encuesta previa en Australia que ya alertó del problema, y está en marcha un amplio estudio de la Universidad Johns Hopkins que ofrecerá un panorama más detallado.

Estos estudios se han centrado sobre todo en los países anglosajones, pero cualquiera que haya seguido los comentarios en los medios y en las redes sociales en nuestro país habrá podido observar que aquí ha ocurrido exactamente lo mismo. Esta semana, la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) publicaba un artículo comentando el reportaje de Nature y añadiendo experiencias personales de algunos investigadores de la UOC que se han visto en la misma situación. El biólogo molecular y divulgador Salvador Macip i Maresma denuncia haber sido víctima de una campaña organizada de odio basada en amenazas e insultos en las redes sociales; acusaciones falsas, ataques al honor, insultos, amenazas de muerte o de tortura. Algo similar relata Alexandre López Borrull, experto en fake news.

Incluso se da el caso, aunque esto no se ha publicado, de algún comunicador científico que durante la pandemia ha preferido abstenerse por completo de tratar la COVID-19, supuestamente por centrarse en el resto de la esfera científica que ha quedado muy olvidada durante estos casi dos años; en realidad, porque pasaba de meterse en este marrón. Y quién se lo puede reprochar.

Solo se detectó uno de cada cien casos en la primera ola de COVID-19

El 31 de enero de 2020 los medios informaban del primer y entonces único caso en España de infección con el coronavirus después llamado SARS-CoV-2, causante de la después llamada COVID-19; se trataba de un paciente alemán ingresado en el hospital de La Gomera. El 9 de febrero se difundía el segundo caso, un ciudadano británico en Palma de Mallorca. Dos semanas después, el 24, se anunciaba que el virus había llegado a la península.

Este es el relato que se divulgó en los primeros meses de la pandemia, y que por tanto quedará para siempre conservado en el formol de la hemeroteca de internet. Pero es muy importante que se comprenda que todo lo anterior es pura ficción. Ni aquel ciudadano alemán fue el primer contagiado en España, ni el británico el segundo, ni el 31 de enero había solo un infectado y dos el 9 de febrero, ni el virus saltó a la península el 24 de febrero. El 2 de febrero, cuando se decía que había un único infectado, ya había transmisión comunitaria; el virus galopaba libremente.

Esto no es algo novedoso; a lo largo de estos meses los estudios de modelización del comienzo de la pandemia han ido revelando que los contagios ya corrían a mansalva por Europa y EEUU cuando las autoridades sanitarias y los medios de estos países estaban difundiendo los primeros casos detectados. En primer lugar, una mayoría de las infecciones son asintomáticas, posiblemente hasta cinco veces más que las sintomáticas. De esto podría pensarse que por cada caso conocido había otros cinco que no se detectaban. Pero en segundo lugar, teniendo en cuenta además que la concidencia con la estación de la gripe enmascaraba muchos otros casos, y que en aquellos momentos no había capacidad de testado masivo, lo cierto es que el número de casos reales era aún mucho mayor. Pero ¿cuánto mayor?

Hospital de La Gomera. Imagen de 20Minutos.es.

Hospital de La Gomera. Imagen de 20Minutos.es.

Un nuevo estudio dirigido por investigadores de la Northeastern University de Boston y publicado en Nature ha reconstruido el comienzo de la pandemia en Europa y EEUU. Los autores han empleado un modelo epidemiológico computacional llamado GLEAM (Global Epidemic and Mobility), que simula la expansión del virus a escala global incorporando la movilidad debida al transporte y que incluye numerosos factores relativos a la dinámica de la epidemia, la demografía, la transmisión viral y las medidas de contención adoptadas.

Los resultados muestran que los contagios eran abundantes a finales de enero en varios países de Europa, incluyendo España. «Encontramos que la transmisión comunitaria era probable en varias zonas de Europa y EEUU en enero de 2020, y estimamos que a principios de marzo los sistemas de vigilancia solo detectaron de 1 a 3 infecciones de cada 100«, escriben los autores.

El modelo calcula también cuándo se alcanzaron por primera vez los 10 contagios al día en EEUU y en distintos países de Europa, lo que se toma como un indicador de la transmisión comunitaria. Según los resultados, en España esto ocurrió el 2 de febrero, y por entonces ya los contagios se multiplicaban exponencialmente. España fue el quinto país de Europa donde se alcanzó esa tasa de contagio, después de Italia, Reino Unido, Alemania y Francia.

Otro dato que aporta el estudio es la vía principal de entrada del virus en cada país o territorio. Con la información disponible sigue prevaleciendo la hipótesis de que el virus se exportó desde China al resto del mundo. Pero una vez que algunas personas contagiadas llevaron el virus fuera de China, no fue necesario un flujo enorme ni continuo de viajeros desde allí hacia cada país receptor para que se desencadenara el desastre, sino que las redes de transporte se encargaron del resto.

Por ejemplo, en España el 84% de las introducciones del virus desde el exterior provinieron de Europa, un 10% de Asia exceptuando China, un 4% de EEUU, un 2% del resto del mundo, y menos del 1% de las personas que trajeron el virus a España procedían de China. Lo cual debería ser un dato para informar a quienes deciden las políticas de aperturas o cierres de fronteras desde la barra de un bar. También cuando ese bar es el de un organismo gubernamental.

Por último, el estudio calcula también la tasa de ataque del virus (básicamente, el porcentaje de población infectada) a fecha 4 de julio de 2020 para cada país; en aquel momento España ya era el segundo país de Europa con mayor proporción de población contagiada, un 7,3%, solo por debajo de Bélgica. Sin embargo, España tenía una tasa de letalidad (medida como IFR, Infection Fatality Ratio, o mortalidad entre todas las personas contagiadas, incluyendo asintomáticas y no diagnosticadas) bastante superior a la de Bélgica, 1,09% frente a 0,71%, aunque inferior a la de Italia (1,37%), Croacia (1,33%) y Suecia (1,11%).

Según lo dicho, todo lo anterior es importante para que no perdure un relato ficticio sobre el comienzo de la pandemia, para distinguir entre lo que entonces creíamos que estaba ocurriendo y lo que realmente estaba ocurriendo sin que lo supiéramos. En un comentario al estudio publicado también en Nature, dos investigadores del Instituto Pasteur constatan que todos los modelos epidemiológicos tienen sus limitaciones, pero que el utilizado en este estudio es especialmente robusto, fruto del progreso en la modelización obligado por la urgencia de la pandemia.

Sobre todo, los autores de ambos artículos confían en que estos estudios y modelos sirvan para protegernos mejor en el futuro de nuevas epidemias como la que estamos sufriendo, o peores. Entre sus resultados, los autores del estudio incluyen un supuesto en el que los sistemas de vigilancia de los países hubieran sido capaces de detectar el 50% de los contagios en los primeros momentos de la pandemia. En esta situación, y tomando las medidas oportunas cuando se habrían tomado de haberse conocido lo que ya estaba ocurriendo, la transmisión comunitaria se habría evitado al menos hasta finales de marzo. Todo habría sido muy diferente y se habrían salvado muchas vidas. Esperemos que sea una lección aprendida.

Niños y adolescentes, las víctimas invisibles de la pandemia de COVID-19

No he llegado a tiempo para contar el número de veces que en un reportaje del telediario sobre el puente del Pilar se ha repetido la palabra «normalidad». Todos los espectáculos abiertos, incluso con aforos normales. Ocupación hotelera máxima, lo normal en un puente. Barras y discotecas abiertas, pistas de baile para bailar normalmente. Ya se puede visitar a los pacientes en los hospitales como solía ser normal. Sí, es cierto, aún quedan las mascarillas como único residuo de esa época ya casi pasada. Pero, al fin y al cabo, en muchos espacios al aire libre ya podemos prescindir de ellas. En los locales de ocio generalmente no se usan, porque se consume. Y en los centros de trabajo, consta que… según. En resumen, normalidad. O casi.

Excepto para los niños y adolescentes.

Repasemos. Durante el confinamiento estricto de marzo y abril de 2020, los adultos podían salir de casa para tareas esenciales. Y cualquiera podía buscarse fácilmente una tarea esencial como excusa para salir de casa. Hasta los perros podían salir a sus paseos. Pero no los niños. Durante seis semanas estuvieron encerrados en casa las 24 horas, porque se les prohibió por completo pisar la calle.

Niños en un colegio de San Sebastián. Imagen de Juan Herrero / EFE / 20Minutos.es.

Niños en un colegio de San Sebastián. Imagen de Juan Herrero / EFE / 20Minutos.es.

Sin que apenas se haya hablado de esto en los medios, esta reclusión total de los menores ya se cobró un precio en su bienestar psicológico. El año pasado, un estudio de la Universidad Miguel Hernández de Alicante y de la Universidad de Estudios de Perugia (Italia) reveló que más del 85% de los niños habían sufrido cambios emocionales y de conducta a causa del confinamiento, incluyendo nerviosismo, soledad, irritabilidad y dificultades de concentración. En cambio en Italia, donde los niños sí podían salir a la calle, el impacto fue menor. En junio, otro estudio de la Universidad de Burgos publicado en Scientific Reports encontró también que durante el confinamiento «los niños y adolescentes sufrieron alteraciones emocionales y de conducta«.

Diversos expertos ya han alertado de que el mayor impacto de la pandemia en la salud mental lo están sufriendo los menores. Un estudio en Canadá sobre una población de 50.000 personas encontró que la población con mayores síntomas de ansiedad fue la más joven, a partir de 15 años; este estudio no incluyó menores de esta edad. Según las autoras, las psicólogas clínicas de la Universidad de Manitoba Renée El-Gabalawy y Jordana Sommer, la pandemia de COVID-19 «probablemente afectará de forma desproporcionada a las generaciones más jóvenes en sus efectos mentales sostenidos«.

También desde Canadá, de la Universidad de Calgary, llegó el pasado agosto un metaanálisis global sobre la prevalencia de síntomas de depresión y ansiedad durante la pandemia. Reuniendo 29 estudios previos con una población total de casi 81.000 menores, las autoras llegan a la conclusión de que el 20% ha sufrido síntomas clínicos de ansiedad y el 25% de depresión, cifras que duplican las anteriores a la pandemia. El metaanálisis descubre también que los más afectados han sido los adolescentes de mayor edad y sobre todo las chicas. Según escriben tres de las autoras del estudio, los niños y adolescentes «han emergido como las víctimas invisibles de esta crisis global«.

Podríamos continuar mencionando otra revisión según la cual «en comparación con los adultos, esta pandemia puede aumentar las consecuencias adversas en la salud mental de niños y adolescentes», u otra que alerta de la alta vulnerabilidad de los menores a los efectos mentales de la pandemia, o bien otra más, u otra, o esta colección de estudios, o este nuevo informe de Unicef según el cual «los niños y jóvenes podrían padecer el impacto de la COVID-19 en su salud mental y bienestar durante años«. Pero creo que la idea ya está suficientemente clara, y está lo suficientemente respaldada por los estudios.

Y con las reservas hoteleras a tope, las discotecas y las pistas de baile abiertas, y los carajillos en barra, ¿se les ha concedido también a los niños el derecho a disfrutar de esa normalidad certificada por los telediarios? ¿Tienen en cuenta las autoridades que son los menores quienes más necesitan desesperadamente esa vuelta a la normalidad?

Con la proximidad del comienzo del nuevo curso, se estuvo hablando en los medios de una inminente retirada de las mascarillas en los patios, recreos y otros espacios y actividades al aire libre en los colegios. A pesar de que los menores de 12 años aún no están vacunados, y frente a todos los temores y precauciones sobre el desastre epidémico que podía suponer la vuelta a las aulas (de lo que también se alertó en este blog), lo cierto es que no ha sido así. Los brotes de contagios originados en los colegios han sido casi anecdóticos. Y en más de un año y medio de pandemia no se han encontrado pruebas de que el contacto físico casual, sobre todo al aire libre como ocurre en los recreos de los colegios, sea una vía predominante de contagios.

En la Comunidad de Madrid ya ha salido la nueva orden que modifica el uso de las mascarillas en los colegios. El resultado: se retiran las mascarillas solo en la práctica de deportes al aire libre. Se mantienen las mascarillas en los recreos; según la Comunidad de Madrid, «en cualquier espacio al aire libre del centro educativo en el que se dé agrupación de personas o posibilidades de aglomeración (recreos, eventos, etc.)«.

Y en cambio, añade la orden, «no será exigible la obligación del uso de mascarillas a los docentes y al personal de administración y servicios en espacios de trabajo del centro educativo en que no haya alumnos«.

Dado que tuve que leerlo dos veces para creerme lo que estaba leyendo, voy a escribirlo también dos veces por si no soy el único al que le cuesta creerlo:

«No será exigible la obligación del uso de mascarillas a los docentes y al personal de administración y servicios en espacios de trabajo del centro educativo en que no haya alumnos«.

Es decir, y salvo que lo esté entendiendo rematadamente mal, los profesores y demás personal de los colegios, al contrario que el resto de los ciudadanos, pueden quitarse la mascarilla en recintos interiores de su centro de trabajo.

Porque, como todo el mundo sabe, todas las salas de profesores y oficinas de administración de los colegios cuentan con sistemas de presión negativa para que el aire solo entre, y no salga. Porque, como todo el mundo sabe, los aerosoles que se expulsan en la sala de profesores se quedan en la sala de profesores. Y porque, como todo el mundo sabe, no existe absolutamente ningún docente ni otro personal de colegios que haya rechazado la vacuna.

En resumen, normalidad, excepto para los más olvidados y perjudicados, los niños y adolescentes. Por mi parte, puedo decir que algunos de los niños que esperaban con ilusión poder prescindir de la mascarilla en el recreo y recuperar ese espacio de relación en condiciones de normalidad, como se les está permitiendo a los adultos en casi todos los ámbitos de su vida, han recibido esta noticia como un nuevo mazazo. Por si no tuviesen suficiente con el mazo de la pandemia, sufren además el de las autoridades que, al parecer, deben de seguir otra ciencia diferente a la que se publica en las revistas científicas.