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Hallados los coronavirus más parecidos a la COVID-19: se estrecha el cerco en torno al origen del virus

Muchas veces ocurre que lo deseable no coincide con lo razonablemente esperable. Lo cual no es siempre malo, porque nos llevamos una alegría si finalmente, contra todo pronóstico, ocurre lo no esperable. Por ejemplo, ojalá algún día lleguemos a conocer el origen del coronavirus SARS-CoV-2 causante de la COVID-19. Pero personalmente y si tuviera que apostar, pondría mis fichas en la casilla más prudente del «nunca lo sabremos».

No conocemos el origen de la inmensa mayoría de los virus. Circulan ideas erróneas según las cuales los orígenes del SARS-1 (el Síndrome Respiratorio Agudo Grave de 2002, el original) y del MERS (Síndrome Respiratorio de Oriente Medio de 2012) se descubrieron rápidamente, y también según las cuales conocemos el origen del VIH. Pero como he explicado aquí repetidamente, todo esto no es exactamente así.

Sí pudo reconstruirse el origen del SARS-1 en murciélagos, pero esto ocurrió 15 años después de su aparición, aunque previamente ya se sabía que probablemente había saltado a los humanos desde las civetas. En cuanto al MERS, se encontraron anticuerpos en los camellos y virus parecidos en murciélagos; finalmente se encontró el MERS en murciélagos. Y respecto al VIH, podría decirse que estamos más o menos en el mismo nivel de conocimiento que ahora con el SARS-2: después de 18 años de investigación se concluyó que el probable ancestro del VIH estaba en los chimpancés, y era una cepa concreta del Virus de Inmunodeficiencia de los Simios (VIS). Con el SARS-CoV-2, se han hallado virus muy similares en los murciélagos. Pero en ninguno de los dos casos se ha encontrado aún una forma ancestral del virus en los animales —un eslabón perdido, en lenguaje popular—, ni se ha podido trazar la zoonosis, o cómo se produjo el salto de animal a humano.

Con respecto al origen del virus de la cóvid, resumiendo lo que sabemos hasta ahora: surgió en la naturaleza —esta hipótesis es la más probable y verosímil, y no hay ningún indicio que sugiera lo contrario—, pero no sabemos si saltó a los humanos también en la naturaleza o si pudo ser en un accidente de laboratorio, algo de lo que no hay pruebas pero que no es descartable; a finales de 2020 se descubrieron virus emparentados con el de la cóvid en muestras de murciélagos congeladas en laboratorios de Camboya y Japón, y en los laboratorios de vigilancia de enfermedades infecciosas emergentes muestras como estas pueden esperar durante años en los congeladores. Por último, se sabe que el origen del SARS-CoV-2 probablemente se encuentre en los murciélagos, aunque se cree que no saltó desde esta especie a los humanos (nunca ha ocurrido esto, que se sepa), y posiblemente se produjo una recombinación (intercambio de fragmentos) entre distintos coronavirus.

Un murciélago Rhinolophus. Imagen de Susan Ellis, Bugwood.org / Wikipedia.

Un murciélago Rhinolophus. Imagen de Susan Ellis, Bugwood.org / Wikipedia.

Acaba de publicarse ahora en Nature un estudio que llevábamos meses esperando y que nos acerca un paso más al origen del virus. Lo esperábamos, porque en septiembre pasado se colgó en internet el preprint aún sin revisar, y ya entonces se comentó. Pero dado que yo no lo hice aquí, aprovecho para rescatarlo ahora que el estudio ya se ha publicado.

Investigadores del Instituto Pasteur y de la Universidad Nacional de Laos han encontrado en tres especies de murciélagos de aquel país los tres coronavirus más parecidos al de la cóvid que se han hallado hasta ahora. Recordemos que al comienzo de la pandemia se identificó un virus llamado RaTG13, hallado originalmente en 2013 en murciélagos de herradura de la especie Rhinolophus affinis en la provincia china de Yunán, como el más similar al nuevo SARS-CoV-2, idéntico en un 96,2% de su genoma. También se hallaron coronavirus del pangolín que, si bien no eran tan similares en su genoma total, sí eran más parecidos que el RaTG13 en la parte que el virus usa para invadir las células. Ahora uno de los tres nuevos virus, denominado BANAL-52, es idéntico al de la cóvid en un 96,8% de su genoma, y más similar también al SARS-CoV-2 que los de pangolín en esa región concreta.

Los investigadores, dirigidos por el virólogo y especialista en patógenos emergentes Marc Eloit, visitaron un complejo de cuevas de caliza en el norte de Laos, donde capturaron 645 murciélagos de 46 especies de los que recogieron más de 1.500 muestras de sangre, heces, saliva y orina. Lo normal en estos casos es descubrir numerosos virus, incluso nuevos; la base de datos de virus de murciélagos recoge ya más de 13.000 secuencias genéticas de virus, de las que más de 5.500 son de distintos coronavirus.

Los investigadores encontraron siete sarbecovirus (un subgénero o grupo de los betacoronavirus que incluye los SARS y sus parientes cercanos), todos ellos en especies de murciélagos de herradura del género Rhinolophus. Secuenciaron el genoma completo de cinco de ellos, a los que han denominado BANAL-52, -103, -116, -236 y -247; BANAL viene de Bat Anal, porque fueron las muestras anales las que se procesaron y de las que se obtuvieron.

De estos cinco, el 52, 103 y 236 son extremadamente parecidos al virus de la COVID-19, tanto que han destronado a los virus de pangolín y al RaTG13 como los más similares al SARS-CoV-2 que se conocen. Aún más, estos virus, de los cuales el BANAL-52 es idéntico al de la cóvid en un 96,8%, tienen regiones de unión al receptor (RBD) que se parecen más al SARS-CoV-2 que ningún otro virus conocido. Recordemos que la proteína S, la llave que el virus utiliza para invadir las células humanas (esos pinchos que se ven en los dibujos y las fotos del virus), lo hace uniéndose a su receptor en las células humanas (llamado ACE2) por una zona concreta, como la parte de la llave que se mete en la cerradura. Esa es la región de unión al receptor o RBD (de Receptor Binding Domain).

Comparando esas secuencias del RBD de unos y otros virus, los autores del estudio han construido este árbol filogenético de los virus más estrechamente emparentados con el de la cóvid. Como expliqué, este tipo de gráficos son árboles evolutivos que muestran cómo las especies (en este caso virus) han ido evolucionando a partir de sus ancestros. Los dos linajes originales del virus de la cóvid aparecen arriba —junto a la figura del hombre— y los más próximos a ellos ahora son los tres nuevos virus BANAL:

Árbol filogenético de la región de unión al receptor de la proteína S de sarbecovirus humanos, de murciélago y pangolín. Imagen de Temmam et al, Nature 2022.

Árbol filogenético de la región de unión al receptor de la proteína S de sarbecovirus humanos, de murciélago y pangolín. Imagen de Temmam et al, Nature 2022.

Pero aún más: los autores han comprobado que estos virus, en efecto, son capaces de unirse al receptor ACE2 humano —de hecho, mejor que el propio SARS-CoV-2 original de Wuhan— y utilizarlo para infectar células humanas en cultivo y multiplicarse dentro de ellas (algo que no hace el RaTG13). Y que esta infección puede impedirse utilizando anticuerpos neutralizantes contra la cóvid.

Es decir, que estos virus son infecciosos para los humanos. Pero ¿podrían provocar una enfermedad similar a la COVID-19? Como ya dije ayer respecto al virus de Lloviu, esto no puede saberse hasta que se compruebe directamente. Quizá algún día los sistemas de Inteligencia Artificial sean capaces de predecir esto, pero con las herramientas actuales es imposible saber a priori con certeza si un virus capaz de infectar a los humanos va a causar una enfermedad leve, grave, mortal o ninguna en absoluto. Los experimentos con animales pueden ofrecer pistas, pero no una respuesta definitiva. Como decía Eloit a Science, esto podría ser el SARS-CoV-3 o lo contrario, una vacuna viva contra el SARS-CoV-2, si el virus no provocara enfermedad pero disparara una respuesta inmune capaz de actuar contra la cóvid.

Con este hallazgo los investigadores nos acercan un poco más al origen de la COVID-19, apuntando cuáles han sido los posibles eventos de recombinación entre distintos virus que en el pasado tuvieron lugar hasta originar el SARS-CoV-2. Y, por cierto, este estudio saca a los pangolines de la ecuación. No es que descarte su implicación en la evolución del SARS-2, pero los RBD de los nuevos virus BANAL hacen que ya no sea necesario recurrir al pangolín para encontrar el origen de la proteína S del virus de la cóvid.

Pero ¿significa esto que ya se ha localizado el origen del virus?

No, aún no. Cuando decíamos arriba que se tardó 15 años en establecer el origen del SARS-1, este fue el tiempo que llevó encontrar en murciélagos de un lugar concreto todos los bloques genéticos necesarios para construir el SARS-1. Esta es una aproximación más que razonable al origen del virus, solo superada por encontrar en un animal un virus virtualmente idéntico al de interés en sus formas más tempranas, de modo que pueda colocarse este virus en el camino evolutivo entre esos posibles recombinantes y el virus de interés. El nuevo estudio aporta un RBD prácticamente calcado e igualmente funcional que el del SARS-CoV-2, lo que apoya con más fuerza el origen natural del virus aportando una pieza esencial en ese puzle evolutivo. Pero aún falta al menos una piececita más: el sitio de corte por furina.

Esta es una pequeña región de la proteína S que aumenta la eficiencia de entrada del virus a la célula. El sitio de furina suele relacionarse con la patogenicidad, aunque no es necesario para provocar enfermedad grave. Algunos virus lo tienen, otros no. Por ejemplo, el MERS lo tiene, pero no el SARS-1, que sin embargo es más peligroso que el SARS-2. También lo tiene algún coronavirus humano de los que solo causan resfriados. El sitio de furina se ha hallado en coronavirus humanos y de murciélagos, pero no en los nuevos virus encontrados en Laos y descritos en este estudio.

Por lo tanto, el rompecabezas evolutivo de la COVID-19 no podrá considerarse resuelto hasta que se encuentre un coronavirus próximo al SARS-CoV-2 con un sitio de corte por furina. Pero es posible que nunca se encuentre, porque tampoco es necesario que este fragmento proceda de otro virus y se haya incorporado al ancestro del SARS-CoV-2 por recombinación: estudios anteriores han mostrado que el sitio de furina ha aparecido espontáneamente y de forma independiente muchas veces en otros coronavirus por procesos evolutivos normales (mutación) durante la adaptación de los virus a sus hospedadores.

Y de ahí mi apuesta; claro que habrá miles de cuevas entre el centro y el sur de Asia, con millones de murciélagos de cientos o miles de especies diferentes, todos ellos incubando e intercambiándose infinidad de tipos de coronavirus distintos que recombinan entre sí en el cuerpo de los animales, como las bolas en el bombo de la lotería. Y con los años, no cabe ninguna duda de que continuarán encontrándose nuevos virus, quizá aún más parecidos al SARS-CoV-2 que los BANAL. Pero es encontrar la aguja en el pajar. Y si el sitio de furina no apareció por recombinación, sino por mutación en el ancestro del SARS-CoV-2, esto ya sería encontrar una aguja en un pajar de pajares. Pero ojalá me equivoque.

Por último, aprovecho también para mencionar otros dos estudios recientes relacionados con el tema. En el primero, aún un preprint no publicado, investigadores chinos cuentan que un coronavirus de murciélago llamado NeoCov, encontrado anteriormente en Sudáfrica y que es el virus conocido más parecido al MERS, puede utilizar el receptor ACE2 (el que permite la entrada del SARS-1 y el de la cóvid) para invadir las células. El propio MERS no hace esto, ya que usa otro receptor diferente. Por suerte, el NeoCov es bastante ineficiente en esta vía de entrada utilizando el ACE2 humano, y necesitaría una mutación para aumentar su capacidad invasiva. Pero el estudio nos recuerda que hay otros muchos virus por ahí que en un futuro podrían convertirse en la próxima amenaza.

Y sobre si hay innumerables peligros víricos acechándonos, no hay más que leer un nuevo estudio de investigadores chinos publicado en Cell, que ha analizado la presencia de virus en 1.941 muestras de 18 especies de animales de caza (de los que se venden después en los mercados como delicia culinaria o entran en el mercado negro), de granjas y de zoos de China. Los autores han encontrado en ellos un total de 102 virus, 65 de ellos totalmente nuevos, y 21 considerados de alto riesgo para los humanos. Entre los virus hallados se encuentran también coronavirus, ninguno similar a los SARS, pero sí uno parecido al MERS en un erizo.

Los animales en los que se encontraron más virus peligrosos fueron las civetas, el animal desde el que se piensa que saltó el SARS-1 a los humanos. Además, los investigadores han detectado que algunos de estos virus saltaron de murciélagos a civetas y a erizos, de aves a puerco espines y de perros a perros mapache. Y finalmente, también han encontrado un tipo de gripe aviar en civetas y en tejones asiáticos con síntomas de enfermedad. Estudios como este no suelen aparecer en los medios si no tienen que ver directamente con la COVID-19 (sobre todo, porque las agencias no mandan la noticia por el tubo), pero sería conveniente que se les diera más difusión para que se comprendiera que vivimos en un planeta de virus. Y que lo que realmente deberíamos preguntarnos no es cómo ocurre esto, sino cómo no ocurre con más frecuencia.

¿Cómo puede la tercera dosis disparar los anticuerpos anti-Ómicron sin ser una vacuna contra Ómicron?

Soy consciente de que esto de hoy solo interesará a los muy cafeteros, en palabras del recordado José María Calleja. Es decir, a los muy interesados en inmunología, que no es el común de la población. Pero si los inmunólogos no hacemos divulgación en inmunología, entonces otros la harán por nosotros, como está ocurriendo; y luego pasa que los bulos se difunden hasta en el prime time televisivo. De todos modos, voy a intentar explicarlo fácil.

En dos artículos anteriores (uno y dos) he contado ya que las personas vacunadas con doble dosis tienen poca o incluso nula cantidad de anticuerpos netralizantes contra la variante Ómicron del SARS-CoV-2 (quien agradezca una explicación de conceptos básicos podrá encontrarla en esos artículos), con independencia de que los niveles de anticuerpos contra variantes anteriores se mantengan o desciendan con el tiempo tras la vacunación (esto último es lo normal, dado que las células que los producen acaban muriendo, aunque queda una población de células B de memoria preparada para volver a producirlos). Aclaré que esto no significa que ya no estemos protegidos contra los síntomas de la enfermedad, dado que sí tenemos células T contra el virus, incluyendo Ómicron.

Que a las vacunas actuales de ARN les cueste estimular la producción de anticuerpos contra Ómicron sería lógico y esperable: estas vacunas funcionan introduciendo en el cuerpo el ARN necesario para que las propias células del organismo fabriquen el antígeno, la proteína S (Spike) del virus SARS-CoV-2. Pero esta proteína S es la del virus original de Wuhan (llamado ancestral). La proteína S de Ómicron es bastante diferente a la ancestral, ya que acumula más de 30 mutaciones.

Por poner una analogía para que se entienda mejor. Imaginemos que un delincuente comete varios delitos. La policía ya está avisada por las reiteradas fechorías del individuo (primera y segunda dosis de la vacuna) y tiene fotos de la cara del delincuente (proteína S ancestral). Pero entonces el tipo se hace una cirugía estética y se cambia el rostro (proteína S mutada de Ómicron). Así, cuando la policía le busca basándose en las fotos que tiene, sería lógico pensar que no podría reconocerle.

Ilustración de linfocitos. Imagen de NASA.

Ilustración de linfocitos. Imagen de NASA.

Pero ocurre, y esto es algo que ya se ha comprobado en numerosos estudios, que la tercera dosis de la vacuna está disparando la producción de anticuerpos contra Ómicron; a un nivel más bajo que contra otras variantes, pero suficiente. Es decir, que la policía es capaz de reconocer al delincuente incluso con las fotos antiguas que ya no representan fielmente su rostro. ¿Cómo es posible?

Si alguien se ha hecho esta pregunta, enhorabuena, porque es una muy buena pregunta. Tanto que el resumen de la respuesta es este: en realidad, aún no se sabe con certeza. El hecho es que ocurre, de eso no hay duda. Pero la inmunología es una ciencia compleja y nunca se había visto en una situación como esta pandemia, que está validando mucho de lo que ya se sabía, pero también está planteando nuevas incógnitas.

Al hablar de esta respuesta a la tercera dosis ya conté que uno de los estudios más recientes ha descubierto que la tercera parte de las células B de memoria que quedan en el organismo tras la segunda dosis de la vacuna producen anticuerpos contra Ómicron, y que por tanto probablemente son ellas las responsables de esa producción de anticuerpos tras la tercera dosis. Así que una respuesta corta es: la tercera dosis produce anticuerpos contra Ómicron porque estimula las células B de memoria contra Ómicron.

Pero claro, esto en realidad no es una respuesta, sino desplazar el problema: ¿por qué existen células B de memoria contra Ómicron, si no se ha vacunado con Ómicron?

Siguiendo con el ejemplo, es como si algunas de las fotos que tiene la policía mostraran la cara nueva del delincuente tras la cirugía. Pero ¿de dónde han salido esas fotos, si las cámaras que captaron el rostro del tipo lo hicieron antes de que se operara?

Una posibilidad: los ordenadores de la policía han procesado las fotos del delincuente y han obtenido imágenes de mayor calidad, a partir de las cuales han obtenido posibles variaciones de su rostro. Y aún mejor si ya existen casos anteriores en que ha ocurrido lo mismo, y de los cuales los ordenadores pueden aprender para hacer predicciones del nuevo aspecto del delincuente.

Ocurre que, cuando un patógeno invade el organismo, sus antígenos estimulan la formación de los llamados centros germinales, una especie de bases de entrenamiento de células B que se forman en los ganglios linfáticos y en el bazo. En los centros germinales, las células B mutan para producir distintos tipos de anticuerpos contra los antígenos que las han estimulado. Como si fuera una especie de concurso, solo las células B que logran producir los mejores anticuerpos, los que se unen con más fuerza al antígeno, resultan seleccionadas.

Las células B ganadoras que emergen de estos centros germinales son de larga vida, y tienen un doble destino. Por una parte, producen células B de memoria, esas que hemos dicho que quedan preparadas para una nueva infección. Por otra parte, también emigran a la médula ósea, donde se quedan produciendo un nivel bajo y constante de anticuerpos durante toda la vida. Estos son los responsables de que algunas infecciones solo puedan cogerse una vez y algunas vacunas nos protejan para toda la vida (no es lo más habitual y no ocurre en el caso de la COVID-19; es posible que algún día tengamos una vacuna esterilizante contra este virus, pero no va a ser fácil, dado que no lo es para ningún virus de entrada por vía respiratoria).

Pero además de seleccionarse en los centros germinales las células B cuyos anticuerpos se unen mejor al antígeno original (la proteína S ancestral), también ocurre que se seleccionan células que cubren una mayor gama de porciones (técnicamente, epítopos) de ese antígeno original. O sea, se expande el repertorio de anticuerpos (en el ejemplo, las imágenes con variaciones en el rostro). Y cuando eso ocurre, puede suceder que aparezcan nuevos anticuerpos que reconozcan epítopos de la proteína S que no han cambiado en la variante Ómicron respecto al virus original de Wuhan; por ejemplo, el delincuente se ha cambiado la nariz, pero todavía se le puede reconocer por los ojos.

Hablábamos de casos anteriores que puedan servir para hacer predicciones sobre el nuevo aspecto del delincuente. Traducido a inmunología: existen ciertas evidencias de que la memoria inmunológica presente en muchas personas contra otros coronavirus del resfriado puede estar ayudando también en la respuesta contra este coronavirus.

En Nature el inmunólogo Mark Slifka, de la Oregon Health & Science University, propone otra hipótesis más que puede aumentar el repertorio de anticuerpos: la primera dosis de la vacuna produce sobre todo anticuerpos contra los epítopos más expuestos de la proteína S, los más accesibles. Cuando llega una nueva dosis, esas zonas de S quedan recubiertas por los anticuerpos ya existentes, y por lo tanto bloqueadas, invisibles para el sistema inmune. Entonces quedan expuestas las zonas del antígeno menos accesibles, y por lo tanto son estas las que atraen la atención de las células B y sus anticuerpos. Entre estas zonas menos accesibles pueden encontrarse algunas que estén presentes tanto en la S de Wuhan como en la de Ómicron. Y por tanto, esas zonas estimulan la producción de una nueva remesa de anticuerpos que también reconocen Ómicron y que antes eran minoritarios.

En resumen, lo que podría estar ocurriendo es algo parecido a esto: la tercera dosis de la vacuna estimula la formación de centros germinales. Estos centros germinales reúnen células B capaces de producir anticuerpos contra distintos epítopos de la proteína S, incluyendo aquellos que no han cambiado en Ómicron respecto al virus original. La presencia del antígeno en la vacuna induce la formación de anticuerpos de alta calidad (aquellos que se unen mejor al antígeno) contra todos los epítopos del antígeno, incluyendo esos que no han variado. Pero además, la mayor exposición de zonas de S que antes estaban más ocultas selecciona preferentemente los anticuerpos que las reconocen.

A todo esto se ha unido ahora otro dato curioso. Según comenta Nature, acaban de colgarse en internet cuatro preprints (estudios aún sin revisar ni publicar) que muestran los primeros resultados en animales con vacunas de ARN diseñadas contra la proteína S de Ómicron. Recordemos que las vacunas de ARN son las que más fácilmente pueden adaptarse a nuevas variantes, ya que basta con cambiar la secuencia de ese ARN en la misma plataforma que ya se estaba utilizando antes. Tanto Pfizer como Moderna ya han producido nuevas vacunas contra la S de Ómicron, que actualmente están en pruebas.

El resumen de los cuatro estudios es que las vacunas de ARN contra Ómicron no actúan mejor contra esta variante que las que ya se están utilizando ahora. Uno de los estudios, con macacos, muestra que dos dosis de la vacuna original de Moderna y una tercera dosis contra Ómicron produce la misma respuesta contra todas las variantes, incluyendo Ómicron, que si la tercera dosis es de la misma vacuna que las dos anteriores. En ambos casos se produce la misma estimulación de células B de memoria, y en ambos casos los monos quedan igualmente protegidos contra Ómicron.

Otros dos estudios con ratones han encontrado los mismos resultados. Y en el caso de que la primera dosis sea de la nueva vacuna contra Ómicron, lo que se observa es una fuerte respuesta de anticuerpos contra esta variante, pero en cambio no tan buena contra otras variantes. En el último estudio, para el cual los autores han producido una vacuna especial de ARN que puede multiplicarse en el organismo (las que tenemos ahora no hacen esto), se ha visto también que una sola dosis contra Ómicron protege mejor contra esta variante que una sola dosis contra el virus ancestral, pero que en cambio un refuerzo con la vacuna anti-Ómicron no protege mejor que un refuerzo anti-ancestral en los animales que previamente han sido vacunados contra el virus ancestral.

Todos estos son resultados preliminares en pequeños estudios con animales, así que no debemos tomarlos como datos definitivos, que deberán esperar a los ensayos de las nuevas vacunas de Pfizer y Moderna en humanos. Pero todos los nuevos estudios siguen apuntando e insistiendo en la misma dirección: que la estrategia de vacunación actual funciona, es la correcta y es la mejor con las herramientas que tenemos hasta ahora.

Actualización: solo unas horas después de publicar este artículo, ha aparecido un estudio en Nature que confirma cómo las vacunas están actuando a través de estos mecanismos. Investigadores de la Universidad Washington en San Luis, Misuri, muestran que las vacunas de ARN inducen la formación de centros germinales durante al menos seis meses post-vacuna (Pfizer), que esto resulta en la detección de células B de memoria y células B en la médula ósea, ambas capaces de producir anticuerpos contra S, y que la afinidad de esos anticuerpos hacia S ha aumentado seis meses después de la vacunación. Los resultados no se refieren a Ómicron, pero sí dibujan un mecanismo de acción que sostiene todo lo contado aquí.

¿Pudo Ómicron surgir en ratones, ratas o ciervos?

Uno de los campos de investigación más importantes sobre la COVID-19 y que nunca suele aparecer en las noticias es el seguimiento genómico de la evolución del virus. A lo largo de la pandemia ha ocurrido varias veces que se habla de la detección de una nueva variante de interés o preocupación, y parece transmitirse la idea de que solo hay cuatro o cinco formas del virus circulando, y que se llega a detectar una nueva cuando llama la atención un brote o un clúster de casos en particular.

Pero no es así; desde el comienzo de la pandemia se ha mantenido un seguimiento constante y muy estrecho de los cambios en el genoma del virus. Todos los días infinidad de investigadores suben a internet cientos o miles de secuencias genéticas del SARS-CoV-2, hasta el punto de que, cuando escribo esto, la base de datos GISAID registra un total de 7.980.520 secuencias (sí, ese virus que algunos todavía creen que no existe se ha secuenciado ocho millones de veces en laboratorios de todo el mundo). Entre estas secuencias hay miles de variantes distintas que tal vez difieran de otras en solo un cambio puntual, una letra del genoma (que en el caso del virus no es ADN como el nuestro, sino ARN).

Una rata muerta. Imagen de pxfuel.

Una rata muerta. Imagen de pxfuel.

Esta enorme diversidad de secuencias del virus y su aparición a lo largo del tiempo permiten a los científicos establecer un mapa filogenético, es decir, una especie de árbol de la evolución del virus, del mismo modo que se hace con la comparación de nuestro genoma con el de otros primates para saber cómo hemos evolucionado.

Merece la pena mencionar que la aparición del virus SARS-CoV-2, incluso aunque aún no sepamos desde qué animal saltó a los humanos, no tiene absolutamente nada de raro ni de misterioso, como creen algunos de quienes nunca han oído hablar de un mapa filogenético. En este, elaborado por el modelo de los científicos de la red Nextstrain que recoge y analiza los genomas del virus, puede verse cómo el SARS-CoV-2 encaja perfectamente en el dibujo evolutivo de la familia de los betacoronavirus similares a SARS, que incluye otros como el SARS original junto con virus de murciélagos y pangolines:

Filogenia del SARS-CoV-2. El mapa muestra la evolución de los betacoronavirus similares a SARS, incluyendo el SARS original (en amarillo) y el virus de la COVID-19 (en rojo). Imagen de Nextstrain.

Filogenia del SARS-CoV-2. El mapa muestra la evolución de los betacoronavirus similares a SARS, incluyendo el SARS original (en amarillo) y el virus de la COVID-19 (en rojo). Imagen de Nextstrain.

Y en cambio, lo que sí es difícil de explicar es de dónde demonios ha salido Ómicron. Si nos centramos en concreto en las variantes del SARS-CoV-2 (en el dibujo anterior, sería como hacer zoom al detalle de los puntitos rojos que representan el SARS-CoV-2), este es el mapa filogenético, también elaborado por Nextstrain:

Filogenia de las variantes del SARS-CoV-2. Imagen de Nextstrain.

Filogenia de las variantes del SARS-CoV-2. Imagen de Nextstrain.

En este dibujo, Ómicron y sus subvariantes están representadas en naranja y rojo. Lo raro de este caso, y lo que trae a los científicos de cabeza, es esa larguísima rama o línea de rojo claro que se extiende de izquierda a derecha. Eso significa que Ómicron se separó evolutivamente de las formas originales del virus en un momento muy temprano (en la primavera de 2020, como se ve en el eje horizontal) y siguió su propio camino evolutivo independiente sin ser detectada durante más de un año. De repente se encontró, surgida de no se sabe dónde, una variante (de la que se encontraron distintas subvariantes) con unas 50 mutaciones, muchas de las cuales no se habían observado antes. ¿De dónde salió Ómicron, y cómo pudo esconderse durante tanto tiempo?

Un reciente artículo en Nature repasaba las tres principales hipótesis sobre el origen de Ómicron. Una, es posible que incluso el sistema de vigilancia genómica del virus haya pasado por alto mutaciones que fueron acumulándose hasta llegar a Ómicron. Dos, quizá la variante surgió por un proceso de mutación masiva en una persona durante una larga infección; ya se ha visto que, sobre todo en pacientes inmunodeprimidos, es posible que el virus permanezca en su cuerpo durante largo tiempo, lo que puede facilitar la acumulación de mutaciones.

Y tres, surgió en un animal.

Esta es la más preocupante, porque apenas se ha divulgado nada en los medios sobre el papel de los animales en esta pandemia. En su momento se habló de los visones, que estaban contagiándose el virus entre ellos y también a los trabajadores de las granjas. Pero se ha hablado muy poco de los gatos y los hámsters, que también se infectan con este coronavirus.

Debería haberse hecho más hincapié en que las personas contagiadas que tengan gatos o hámsters en casa deben abstenerse de todo contacto con sus animales mientras les dure la infección. Hace unos días, Nature comentaba un preprint (estudio aún sin publicar) que describe cómo los hámsters de una tienda de animales han sido el origen de un brote en enero de la variante Delta en Hong Kong, el primero desde octubre pasado. Los animales —15 de 28 hámsters de la tienda testaron positivo en ARN, infección presente, o anticuerpos, infección pasada— contagiaron primero a un trabajador de la tienda y a un cliente, y luego el brote se extendió a 50 personas más, lo que obligó al sacrificio de 2.000 hámsters en toda la ciudad.

Aún no se sabe con seguridad si los hámsters trajeron el virus desde Países Bajos, el país de origen del proveedor, o si pudieron contagiarse de una persona en Hong Kong, luego entre ellos, y después de vuelta a los humanos (aunque, al parecer, el análisis genómico sugiere más bien lo primero). Pero lo que conviene subrayar es esto: no es tanto el peligro de que los animales propaguen la enfermedad —sigue siendo mucho mayor el riesgo de contagiarse a partir de un humano—, sino la posibilidad de que el paso del virus por los animales origine nuevas variantes cuando el virus intenta adaptarse a esa nueva especie.

Después de los visones, el hámster es el segundo animal del que se ha confirmado la transmisión del virus a los humanos, pero se ha confirmado que puede infectar a otra gran variedad de animales; no solo los gatos pequeños, sino también los grandes, como tigres, leones y leopardos, además de hienas, hipopótamos, hurones, primates, conejos, perros, zorros, perros mapache y, por supuesto, murciélagos, entre posiblemente muchos otros (los perros se infectan con menos facilidad que los gatos, como ya conté aquí).

Un caso particular es el de los ciervos de cola blanca o de Virginia (Odocoileus virginianus), la especie de cérvido más abundante en Norteamérica. Varios estudios (como este, este, este, este, este o este) han mostrado que el virus los infecta con gran facilidad. Un estudio reciente publicado en PNAS descubre que los humanos han contagiado el virus a los ciervos en numerosas ocasiones y que estos animales se han contagiado entre sí, de modo que el virus está muy extendido ahora entre las poblaciones americanas de esta especie; en este estudio, 94 de 283 animales analizados (la tercera parte) testaron positivo en ARN, infección activa. Pero otros estudios han encontrado porcentajes aún mucho mayores, lo que ha hecho saltar las alarmas sobre la posibilidad de que estos animales puedan actuar como reservorio del virus en la naturaleza.

Aún no se sabe cómo los humanos han contagiado a los ciervos: ¿contacto directo? ¿Gatos como huéspedes intermedios? ¿Basura o aguas fecales? Tampoco se ha demostrado la transmisión inversa de ciervo a humano, pero es perfectamente posible que pueda ocurrir.

Los estudios con los ciervos generalmente son anteriores a Ómicron, pero ya se ha detectado también esta variante en ciervos de la isla neoyorquina de Staten Island. Nadie ha sugerido hasta ahora que Ómicron haya podido surgir en los ciervos, pero sí quizá en algún otro animal. Esta variante tiene la peculiaridad de que su proteína S (Spike) mutada hace que potencialmente pueda infectar a especies que no se contagiaban con variantes anteriores, como pavos, pollos, ratones o ratas. Un estudio publicado en diciembre defendía un posible origen de Ómicron en los ratones.

La semana pasada, un nuevo estudio publicado en Nature Communications ha encontrado en las aguas residuales de Nueva York cuatro variantes del virus que poseen mutaciones comunes a Ómicron, pero que además contienen una mutación concreta que hasta ahora no se ha encontrado en ninguna muestra tomada directamente de un paciente. Los investigadores sugieren que tal vez esta mutación se haya originado en las ratas.

En resumen, todo lo anterior debería ser motivo suficiente para impulsar una mayor vigilancia del virus en las aguas residuales y en los animales, algo que ya están recalcando los expertos. Pero también para que en los medios se insistiera en la necesidad de que las personas infectadas no solo eviten el contacto con otras personas, sino también con sus animales de compañía.

(Y, por cierto, tampoco está de más aprovechar esta ocasión para mencionarlo, dado que últimamente se ha informado de un aumento de casos de gripe aviar, mucho más letal para los humanos que la COVID-19: evitar todo contacto con aves enfermas o muertas).

¿Puede el sistema inmune agotarse por demasiadas dosis de vacunas? (I)

Cuando a comienzos de los 90 trataba de elegir el tema para mi tesis en inmunología, había un fenómeno que me entusiasmaba y al que quería dedicar aquellos años de investigación. Unos 10 años antes, un inmunólogo austro-australiano llamado Gustav Nossal y otros habían descrito un extraño fenómeno llamado anergia clonal de células B, y que explico.

Todos sabemos que el sistema inmune sirve para responder, defender, luchar contra aquello que nos amenaza. Es algo que damos por hecho, y a lo que tradicionalmente se había dirigido la mayor parte de la investigación en inmunología.

Pero hay otra cara de la moneda: ¿por qué el sistema inmune no nos ataca a nosotros mismos? ¿Cómo sabe que nuestros propios antígenos son los buenos? Si básicamente todo se basa en el reconocimiento entre proteínas que encajan entre sí, ¿por qué las nuestras no disparan esa respuesta? En resumen, ¿cómo sabe el sistema inmune distinguir entre lo propio y lo ajeno? ¿Cómo sabe, incluso, distinguir en lo ajeno entre aquello que es realmente peligroso y lo que no lo es tanto? La discriminación entre lo propio y lo no propio es un tema clásico que se ha investigado desde que existe la inmunología, pero la mayor parte del trabajo se había centrado en cómo se dispara la respuesta, no en cómo se abstiene de dispararse cuando no debe.

Nossal y sus colaboradores habían encontrado ciertos mecanismos moleculares por los cuales los linfocitos B o células B, productoras de anticuerpos, aprendían a tolerarnos a nosotros mismos. Y esta capacidad del sistema inmune, no para disparar cuando ve pasar un enemigo, sino para bajar las armas al distinguir que quien pasa es amigo, era por entonces casi una página en blanco en la investigación inmunológica.

Y sin embargo, sus consecuencias eran brutales. Aquellos mecanismos podían estar implicados en la respuesta inmune defectuosa contra algunas infecciones o contra el cáncer. En las enfermedades autoinmunes. En respuestas erróneas como las alergias.

Un linfocito B humano, las células productoras de anticuerpos. Imagen de NIAID / Wikipedia.

Un linfocito B humano, las células productoras de anticuerpos. Imagen de NIAID / Wikipedia.

Bueno, aquello se frustró, por razones que no vienen al caso. Digamos simplemente que algunos decidimos tragar, pasar página y seguir adelante. Otros, como ese tal Robert Malone, dedican el resto de su vida a intentar desacreditar aquello que dicen que se les robó y a aquellos a quienes acusan de habérselo robado. Por mi parte, en cualquier caso disfruté del trabajo que finalmente hice, aunque en un campo mucho más trillado y convencional, la activación de las células T por interleuquinas.

Pero la tolerancia inmunológica y la anergia de células B han seguido siendo un interés personal. Y tres décadas después de aquello, no crean que ya está todo dicho y descubierto, ni mucho menos. Continúa siendo bastante misterioso cuáles son los factores y mecanismos que llevan al sistema inmune a no reaccionar, cuando está hecho para reaccionar.

Hasta tal punto es todavía un misterio que, cuando recientemente he escuchado a algunos inmunólogos mediáticos advertir del riesgo de que el exceso de estimulación del sistema inmune por las repetidas dosis de vacunas contra la COVID-19 llegue a cansarlo, a debilitarlo y hacer que deje de responder, las orejas se me levantaron como las de un gato al oír las pisadas de un ratón: ¿cómo? ¿Es que eso está ocurriendo?

Explicación básica teórica: mucho antes de que Nossal y otros describieran la anergia de células B (anergia significa falta de respuesta, como alergia significa respuesta contra lo alo, lo otro), se conocían ya algunos mecanismos que permiten al sistema inmune no agredir al propio cuerpo: en general, las células B y T que reconocen antígenos propios son destinadas a morir antes de completar su maduración, de modo que no lleguen a alcanzar un estado en el que puedan resultar peligrosas. Esto es lo que se llama deleción clonal. Por otra parte, posteriormente se descubrió que también existe otro mecanismo por el cual los sensores (el nombre real es receptores) que llevan esas células B y T y que reconocen antígenos propios pueden modificarse, de modo que ya no reconozcan dichos antígenos propios.

El resultado de todo ello es que el cuerpo se tolera a sí mismo; nuestro sistema inmune aprende a no agredirnos, y lo hace a través de un proceso de educación: es la constante exposición a nuestros propios antígenos lo que enseña al sistema inmune a respetar esos antígenos y no disparar contra ellos. Pero esta exposición constante no solo puede producirse en el caso de los antígenos propios. Por ejemplo, las infecciones crónicas con ciertos virus pueden mantenerse durante toda la vida (caso típico, los herpes, o el virus de Epstein-Barr o de la llamada enfermedad del beso del que se ha hablado últimamente) gracias a que el sistema inmune acaba dejando de responder contra ellos; los ve como nuestros propios antígenos.

En este principio se basan también las terapias aún experimentales que tratan de curar las alergias, sobre todo a los alimentos, por desensibilización: mediante una exposición gradual, cuidadosa y controlada a los antígenos de esos alimentos, se intenta que el sistema inmune de la persona alérgica aprenda a no reaccionar contra ellos.

Por último, también en los últimos años se ha estudiado el fenómeno del agotamiento de las células T, basado en ideas similares; en presencia de estimulación constante, los linfocitos T (son el otro componente del sistema inmune, el que ayuda a las células B a producir anticuerpos) dejan de responder. La importancia de este fenómeno, que por otra parte es reversible, se estudia en el contexto de las infecciones virales crónicas, pero también de la respuesta inmune contra el cáncer.

Todo esto ha llevado a algunos inmunólogos a definir en los últimos años lo que se ha llamado la teoría discontinua de la inmunidad, basada en la idea de que el sistema inmune responde a los cambios repentinos en los estímulos, y no solo a los estímulos en sí, de modo que una estimulación continua o lenta puede inducir tolerancia, o falta de respuesta. Los autores de esta teoría lo comparaban a una rana sentada frente a una mosca. La rana no lanza su lengua hasta que la mosca se mueve; es el cambio en el estímulo visual el que detecta la rana y dispara su respuesta.

Fin de la explicación teórica. Por lo tanto, ¿es posible que el sistema inmune llegue a cansarse y deje de responder contra un antígeno determinado debido a una estimulación continuada? Sí, es posible. Hay un marco teórico para ello, y ocurre en los casos descritos.

Siguiente pregunta: ¿es posible que esto ocurra con dosis repetidas de una vacuna?

Esta posibilidad se ha investigado en algunos casos, por ejemplo en la vacunación repetida contra la rabia, ya que algún estudio sugiere que la cantidad de anticuerpos es menor en personas que han recibido refuerzo que en aquellas a las que solo se les administró una primera dosis. Hay un ensayo clínico en marcha destinado a investigarlo. Por otra parte, en los últimos años han surgido indicios crecientes de que la vacunación repetida contra la gripe todos los años podría inducir tolerancia, lo que en el futuro podría modificar las recomendaciones de vacunación anual.

En resumen, y como decía una revisión al respecto publicada en 2013: «En algunos estudios hay evidencias convincentes de que la administración repetida de una vacuna específica puede aumentar la respuesta inmune a antígenos contenidos en la vacuna. En otros escenarios, la vacunación múltiple puede reducir significativamente la respuesta inmune a una o más dianas«.

Por lo tanto, teóricamente puede ocurrir tanto una cosa como la contraria. Y por eso la inmunología es una ciencia experimental: los modelos hay que llevarlos a la práctica y ver qué ocurre en cada caso.

Llegamos así a la pregunta clave: ¿está induciendo tolerancia la tercera dosis de las vacunas contra la cóvid?

Para los que quieran ahorrarse volver mañana a leer la explicación detallada y quedarse solo con la idea general, el resumen de lo que explicaré es este: no, no está ocurriendo. Y por lo tanto, lo más sensato cuando una voz con influencia pública dice tal cosa, con el riesgo de influir en la decisión de muchas personas sobre si recibir una nueva dosis de la vacuna o no, y por lo tanto con implicaciones serias en el control de esta pandemia-coñazo, sería advertir: es solo una hipótesis general. En el caso de la tercera dosis de la vacuna contra la cóvid, no hay ningún indicio de que esto esté ocurriendo, y en cambio sí hay pruebas sólidas de que el sistema inmune se está rearmando con ese refuerzo. Como contaremos mañana.

Por qué la Ómicron «sigilosa» es sigilosa, y qué fue de ‘déltacron’

Probablemente, a la mayoría de quienes de repente hayan leído u oído hablar de algo llamado «Ómicron sigilosa» solo les vendrán a la cabeza dos cosas: primera, una sensación de hastío infinito por algo que no parece acabar nunca; segunda, una pregunta: ¿debo preocuparme?

Respecto a lo primero, es algo que todos compartimos. Hoy le escribía a un amigo y colega que la cóvid ya ha pasado de ser una catástrofe a ser un coñazo, afortunadamente. Y aunque no es el día para hablar de esto, los coñazos deben tratarse de distinto modo que las catástrofes, algo que llevo ya tiempo defendiendo en este blog.

Con respecto a lo segundo, la respuesta es: no más que por la Ómicron normal. Y ahí puede acabar lo imprescindible. Pero tal vez haya por ahí tres o cuatro curiosos a quienes les interese saber qué tiene de especial la Ómicron sigilosa para que se la llame así. Porque, como viene ocurriendo durante la pandemia con los teléfonos rotos, aunque ahora sean 4G o 5G, ya he oído en algún medio que la Ómicron sigilosa se llama así porque no puede detectarse o porque a veces escapa a las PCR, lo cual es totalmente erróneo.

Representación de coronavirus. Imagen de pixabay.

Representación de coronavirus. Imagen de pixabay.

Para empezar, la tal Ómicron sigilosa no es nueva. Cuando en noviembre se detectó una nueva variante en Sudáfrica y Botswana, después llamada Ómicron, los investigadores identificaron tres linajes distintos, tres formas muy similares pero con ciertas diferencias, a las que llamaron BA.1 (BA.1​/B.1.1.529.1), BA.2 (BA.2​/B.1.1.529.2) y BA.3 (BA.3​/B.1.1.529.3), según la nomenclatura técnica estándar adoptada para las variantes de este virus; lo de las letras griegas lo inventó la Organización Mundial de la Salud (OMS) para que el rechazo natural del ser humano a aprenderse ristras de letras y números no llevara a hablar de la variante británica, india o sudafricana, ya que actualmente se evita relacionar países o regiones con nombres de patógenos (a pesar de que muchos siguen llamando a la gripe de 1918 «española», que ni siquiera lo era).

Pues bien, de estas tres subvariantes, rápidamente la BA.1 se hizo con el control. Esta es la que ha dominado el mundo en los últimos dos meses, la que conocemos simplemente como Ómicron. Los investigadores pensaban entonces que las BA.2 y BA.3 desaparecerían bajo el dominio de su hermana más potente.

Curiosamente, no ha sido así en el caso de la BA.2, que ha ido expandiéndose lenta y sigilosamente en los lugares donde ha penetrado (pero no, este no es el motivo para llamarla «sigilosa»). En Dinamarca ya suma la mitad de todos los nuevos contagios de Ómicron. En Alemania ha superado a Delta y crece más deprisa que la Ómicron normal, la BA.1.

Si ahora está siendo capaz de imponerse a su hermana que ya se había adueñado del mundo, es posible que cuente con alguna ventaja adicional. Quizá sea algo más transmisible, aunque por el momento los científicos apuntan que la diferencia no sería tan abultada como la de Ómicron respecto a variantes anteriores. Quizá sus diferencias le confieran una cierta capacidad de evasión frente a la inmunidad a Ómicron, pudiendo reinfectar más fácilmente a quienes previamente ya se habían contagiado con la Ómicron normal; ya hay casos descritos de esta reinfección. Pero por el momento, no parece que BA.2 vaya a provocar síntomas más graves que BA.1, y los datos preliminares de Reino Unido sugieren que la tercera dosis de la vacuna podría proteger incluso algo mejor contra la enfermedad sintomática por BA.2 (un 70%) que por BA.1 (un 63%), aunque aún es pronto y hay pocos datos.

En cualquier caso, todo ello aconseja que este linaje sea tratado como una nueva variante. En Reino Unido se ha denominado VUI-22JAN-01, por Variant Under Investigation, aunque probablemente lo más razonable sería que la OMS la designara como la nueva variante Pi (salvo que, si se saltaron la letra griega Nu porque en inglés suena como «nuevo» y la Xi porque al parecer es un apellido chino muy frecuente, algún mandamás de la OMS que sea lector de Mortadelo y Filemón piense que no se puede estigmatizar de este modo el apellido de Filemón).

Pero, por el momento, es la sigilosa. Y ¿por qué es sigilosa? Los linajes BA.1 y BA.2 de Ómicron comparten unas 32 mutaciones, pero difieren en otras 28. Entre las mutaciones de la Ómicron normal, se encuentra la deleción (pérdida, en lenguaje llano) de un trocito de la proteína S o Spike. Este hecho ha facilitado que Ómicron sea identificable por PCR sin necesidad de leer (secuenciar) el genoma completo. La PCR para confirmar la presencia del virus detecta varios segmentos de su genoma. Uno de ellos es el trocito del gen S que falta en Ómicron. Por lo tanto, un virus Ómicron da una PCR positiva, pero negativa para el gen S (lo que se llama S Gene Target Failure, o SGTF). Dicho de otro modo, hasta ahora una PCR positiva con gen S positivo era una de las variantes anteriores, mientras que una PCR positiva con gen S negativo (SGTF) era Ómicron.

Pero ocurre que la Ómicron BA.2 no tiene esta pérdida en el gen S, por lo que los kits de PCR utilizados normalmente confunden la Ómicron sigilosa con una de las variantes anteriores, al dar un resultado PCR positivo con gen S positivo. Esta y no otra es la razón de que se haya llamado sigilosa. No es que no se detecte; se detecta igual de bien que la Ómicron normal y que las variantes anteriores. Pero se confunde con las variantes anteriores, a no ser que se busque específicamente. Hasta ahora y sin una secuenciación del genoma, probablemente muchas muestras que realmente eran Ómicron BA.2 se hayan identificado erróneamente como una de las variantes anteriores. La solución es muy fácil: hay kits de PCR que detectan ciertas mutaciones que están presentes en Delta pero ausentes en los dos linajes de Ómicron.

Y por otra parte, ¿qué pasa con la tercera subvariante, BA.3? En una PCR normal se confundiría con la Ómicron estándar, ya que esta sí tiene esa deleción en el gen S. Pero de todos modos, la vigilancia genómica que regularmente secuencia muestras del virus para rastrear su evolución no ha encontrado que se haya expandido de forma significativa.

Estas cuestiones sobre los genes del virus y su detección por los test o por secuenciación pueden llevar a este tipo de errores o confusiones. Y un caso muy sonado ha sido el de la posiblemente inexistente déltacron. A comienzos de este mes los medios informaban de la supuesta aparición de una nueva variante en Chipre que combinaba mutaciones de Delta y de Ómicron, y a la que los investigadores decidieron llamar astutamente déltacron (astutamente porque parte del gancho de la noticia estaba en el nombre, además de haber dado pie a innumerables memes).

Cuando esto se anunció, en este blog y en otras fuentes la única reacción fue… silencio. Personalmente me recordó a una historia que cuento muy brevemente. En 2013 una estrambótica investigación no publicada pretendió haber secuenciado el genoma del Bigfoot; el yeti americano. Según los autores, era un híbrido entre humanos y algún primate desconocido. Cuando los expertos miraron los datos, vieron lo que cualquier persona que supiera lo que estaba haciendo debería haber visto en primer lugar: contaminación. Aquel pastiche genético no era otra cosa que una mezcla de fragmentos de ADN procedentes de fuentes distintas.

No es que no sea posible una combinación de mutaciones de Delta y Ómicron. De hecho, ya existe. De hecho, Delta y Ómicron ya comparten mutaciones. De hecho, Delta y Ómicron comparten mutaciones con variantes anteriores. Las bases de datos de genomas virales están llenas de secuencias que comparten mutaciones de variantes.

Pero si un estudiante de doctorado llegase a su director de tesis con un resultado de secuencia pretendiendo que ha encontrado una Delta recombinada con Ómicron, probablemente la primera reacción del director de tesis sería decir que sus muestras están contaminadas. Probablemente la segunda reacción sería decir que, como máximo, quizá haya encontrado variaciones de los linajes como las que ya existen a miles, y que incluyen mutaciones de variantes distintas.

Pero decir, «¡Ah, déltacron!», y salir a los medios a contarlo… En fin, lo mejor es, como suele decirse, correr un tupido velo. Esperaremos a que los chipriotas comprueben sus secuencias, lo que al parecer están haciendo ahora, y a ver qué encuentran.

Tal vez este caso llegue a servir como ejemplo en alguna clase de periodismo de ciencia para explicar la diferencia entre contar lo que alguien dice y contar lo que ha pasado. No es lo mismo contar que ha habido una explosión que contar que un señor dice haber oído una explosión. Aunque el señor sea un científico; si fuera lo mismo, no habría necesidad de que existieran las revistas científicas. Lanzarse a dentelladas y de inmediato a algo como el anuncio del descubrimiento de déltacron tiene todas las papeletas de caer en la trampa de la desinformación. Y aunque la cóvid se haya convertido en un coñazo, por desgracia aún es un coñazo muy serio.

Cuidado con los productos «matavirus», y con las desinfecciones que pueden favorecer las superbacterias

De toda crisis siempre hay quien saca tajada. Hace unos días un nuevo informe de Oxfam nos revelaba el nada sorprendente dato de que los más ricos se han enriquecido durante la pandemia, mientras que los pobres se han empobrecido. No se puede objetar a nadie que venda un producto legal. E incluso si hay casos en los que el oportunismo de hacer dinero de una desgracia para la humanidad no causa demasiada simpatía, tampoco se trata en este blog de dar lecciones morales.

En cambio, sí se trata aquí de advertir contra las ofertas comerciales pretendidamente basadas en la ciencia que pueden llevar a algunas personas a engaño o a confusión, y muy especialmente cuando no solo se trata de algo que puede ser innecesario o inútil para quien lo consume, sino que además puede ser enormemente perjudicial para todos.

Ya conté aquí en mayo de 2020 cómo el pánico provocado por la pandemia estaba alumbrando una nueva pseudociencia, la de la seguridad contra la COVID-19: absurdas desinfecciones de calles y felpudos matavirus, ineficaces tomas de temperatura y cámaras térmicas, innecesarias luces UV germicidas y duchas de ozono. Y debemos recordar por qué todo esto es pseudociencia. La pseudociencia es algo que se presenta como ciencia pero que no lo es. Y una de las razones por las que puede no serlo es por proclamas falsas, exageradas o infalsables. Incluso en el caso de la luz germicida y el ozono, que al menos sí hacen lo que se dice que hacen, el problema es que el intento de vender estos sistemas se basa en proclamas exageradas, en meter miedo sobre un riesgo del que no hay constancia científica, por no decir que sencillamente no existe en la gran mayoría de los casos.

Imagen de Pixabay.

Imagen de Pixabay.

Con dos años de pandemia a nuestras espaldas, a estas alturas todo el mundo debería saber ya que el peligro está en el aire. No en las sillas, ni en los parques infantiles, ni en la hoja del menú de un restaurante, ni en el correo, ni en los paquetes de Amazon, ni en el carro del súper, ni en un billete de 20 euros, ni en el pasamanos de una escalera mecánica, ni muchísimo menos en el suelo.

Que la sociedad en conjunto haya tomado conciencia de que debemos ser un poquito más limpios y lavarnos las manos a menudo con agua y jabón es un avance. Que tratemos de evitar aquellas cosas que todo el mundo toquetea es algo que nunca está de más. Un servidor utilizaba siempre los guantes de plástico de las gasolineras desde mucho antes de la pandemia (aunque debería buscarme unos no desechables); no por el olor a gasolina —el motivo por el cual los ponen, al parecer—, sino porque las superficies de contacto frecuente que jamás se limpian (teclados de cajeros o máquinas expendedoras, pomos de puertas en lugares públicos, etc.) tienden a acumular bacterias que uno no tiene por qué llevarse puestas.

En los días de mayor pánico, en la primavera de 2020, llamaba la atención cómo llegabas al supermercado y todo era desinfección y limpieza, e incluso te aconsejaban pagar con tarjeta para no manejar billetes. Pero luego tenías que marcar el PIN de la tarjeta en un teclado que todos los clientes tocaban. Era el teatrillo de la desinfección.

Sobra decir que en toda la pandemia no ha habido hasta ahora evidencias científicas sólidas de una transmisión generalizada del virus mediada por el contacto con superficies u objetos. Pero la publicidad de los productos desinfectantes o presuntamente esterilizantes no ha cesado de alimentar la idea contraria con proclamas exageradas, y a veces incluso claramente engañosas.

Por ejemplo, de cierto producto desinfectante se ha dicho que evitaba la replicación del virus en las superficies. Pero al contrario que las bacterias, ningún virus se replica jamás en una superficie o en un objeto inanimado. Los virus son parásitos obligados; necesitan invadir una célula diana para secuestrar su material molecular y utilizarlo para producir nuevos virus. Un virus sobre una superficie está inerte. Puede ser infectivo o no, dependiendo de su capacidad para conservar su integridad fuera del organismo hospedador.

Pero matar un virus fuera del cuerpo es enormemente fácil; no hay que hacer nada, porque se muere él solo. De hecho, mantener un virus vivo (es un decir, ya que un sector de la comunidad científica no los considera seres vivos) fuera de un organismo es mucho más difícil que matarlo. Los virus que se mantienen en cocultivos de laboratorio con sus células hospedadoras requieren unas condiciones muy estrictas y precisas, junto con un manejo muy cuidadoso en un ambiente estéril. Lo difícil es matar el virus cuando se encuentra dentro, ya que el cuerpo de su organismo huésped es la incubadora perfecta.

Pese a ello habrá quien piense que, en todo caso, un poco más de desinfección y esterilización, daño no hace. El problema es que sí, que daño sí puede hacer.

Esta pasada semana la revista The Lancet publicaba los resultados de un gran estudio colaborativo llamado GRAM, Global Research on Antimicrobial Resistance, o investigación global sobre resistencia a antimicrobianos, liderado por la Universidad de Oxford. El estudio viene acompañado por otros tres artículos. Uno de ellos resume el problema en el título: «La pandemia ignorada de la resistencia a antimicrobianos«.

La expansión de las bacterias resistentes a antibióticos, un problema del que ya he hablado aquí anteriormente, es una enorme, gigantesca, inmensa amenaza. No hay adjetivo lo suficientemente alarmante para describir su magnitud. Pero sí hay datos: según el estudio GRAM, en 2019 se produjeron en el mundo 4,95 millones de muertes asociadas a la resistencia bacteriana a antimicrobianos. De ellas, 1,27 millones vinieron causadas directamente por esa resistencia; es decir, que esas 1,27 millones de muertes se habrían evitado si las bacterias responsables de la infección hubiesen respondido a los antibióticos. En el caso de las restantes hasta los 4,95 millones, esas personas se habrían salvado si no hubiesen contraído la infección en primer lugar, pero la resistencia complicó su tratamiento.

El estudio GRAM es el más completo y exhaustivo hasta la fecha sobre esta cuestión: los autores han reunido los datos de 204 países y territorios en 2019, cubriendo 23 tipos de bacterias y 88 combinaciones de bacteria-antibiótico, o sea, resistencias específicas de un tipo de bacteria. De todas las bacterias incluidas en el estudio, la responsable de más muertes es Escherichia coli, la bacteria intestinal por excelencia, normalmente inofensiva, pero cuyas cepas más agresivas causan la mayoría de las intoxicaciones alimentarias. La siguen en este estudio Staphylococcus aureus, Klebsiella pneumoniae, Streptococcus pneumoniae, Acinetobacter baumannii y Pseudomonas aeruginosa. Estas seis acumulan 929.000 muertes directamente causadas por el patógeno resistente. En cuanto a las resistencias específicas, la primera en el ranking es la resistencia a meticilina de S. aureus, que por sí sola es responsable de más de 100.000 muertes.

Según estos datos, los autores apuntan que la resistencia a antimicrobianos es la tercera causa global de muerte (de un total de 174 causas) si se consideran todos los fallecimientos asociados, solo por debajo de los infartos cardíacos y cerebrales. Si se tienen en cuenta solo las muertes directamente atribuibles a la resistencia, es la 12ª causa de muerte, casi igualando la suma de VIH y malaria, y solo por detrás de la COVID-19 y la tuberculosis en cuanto a infecciones. De los seis patógenos más peligrosos, solo hay vacuna contra uno, S. pneumoniae, el neumococo que causa neumonías.

Los autores del estudio concluyen que la resistencia a antibióticos «es una gran amenaza a la salud global que requiere mayor atención, financiación, construir capacidad, investigación y desarrollo y un establecimiento de prioridades hacia patógenos específicos por parte de la comunidad de salud global«. Un editorial que acompaña al artículo advierte: «La resistencia a antimicrobianos se ha visto a menudo como un riesgo abstracto para la salud, una posible causa de enfermedad y muerte en el futuro. Este modo de pensar hace fácil ignorarlo. Pero las nuevas estimaciones exhaustivas muestran que está matando a mucha gente ahora. Los daños de la resistencia antimicrobiana están con nosotros hoy«.

Frente a este problema creciente, hay algo que como ciudadanos sí podemos y debemos hacer. En primer lugar, debemos hacer un uso racional y mesurado de los antibióticos, utilizándolos solo cuando son realmente necesarios. El uso excesivo de los antibióticos propicia que las bacterias sensibles desaparezcan en favor de las resistentes, y estas cuentan además con mecanismos genéticos propios para transferir esa resistencia a otras, incluso de distinta especie. Es cierto que en países como el nuestro la prescripción de antibióticos está más controlada que en otros. Pero el uso racional incluye también, por ejemplo, no automedicarnos con lo que sobró de un tratamiento anterior, ni mucho menos tomar antibióticos caducados, ya que el uso de dosis más bajas —como ocurre en un antibiótico pasado de fecha que ha perdido parte de su actividad— favorece la selección de resistencias.

Pero el riesgo de favorecer la expansión de superbacterias no está solo en el uso inadecuado de antibióticos, sino también de productos desinfectantes. Traigo de nuevo aquí algo que ya conté en noviembre de 2020, citando un artículo publicado entonces en The Lancet:

La desinfección regular de superficies conduce a “una reducción en la diversidad del microbioma y a un aumento en la diversidad de genes de resistencia. La exposición permanente de las bacterias a concentraciones subinhibidoras de algunos agentes biocidas utilizados para la desinfección de superficies puede causar una fuerte respuesta celular adaptativa, resultando en una tolerancia estable a los agentes biocidas y, en algunos casos, en nuevas resistencias a antibióticos”.

Por ello, los investigadores recomiendan la desinfección de superficies “solo cuando hay evidencias de que una superficie está contaminada con una cantidad suficiente de virus infectivo y hay probabilidad de que contribuya a la transmisión del virus, y no puede controlarse con otras medidas, como la limpieza o el lavado a mano de la superficie”.

Como también recordábamos entonces, los productos desinfectantes pueden estimular el intercambio de ADN entre bacterias, un mecanismo que utilizan para pasarse genes de resistencia a antibióticos. Una revisión reciente en la revista Current Research in Toxicology nos recuerda que «la repetida exposición de los microorganismos a desinfectantes, antibióticos u otros químicos genotóxicos puede causar que muten por procesos naturales, haciéndolos resistentes al repetido uso de geles de manos«. El artículo menciona que muchas de las bacterias circulantes más comunes ya son resistentes a muchos de los desinfectantes más utilizados.

Por lo tanto, también de los desinfectantes hay que hacer un uso racional: mantener un nivel de limpieza e higiene normal, el mismo que antes de esta pandemia. Limpiar con agua y jabón. Lavarnos las manos con agua y jabón. Desinfectar —preferiblemente con lejía normal— solo lo estrictamente necesario, como los baños, el frigorífico o la tabla de cortar alimentos. Huir de los productos que se venden como «antibacterias». No necesitamos champú antibacterias, friegasuelos antibacterias, esponja antibacterias ni lavavajillas antibacterias. Los niños tampoco los necesitan; de hecho, su sistema inmune es más fuerte que el de los que ya hemos cumplido ciertas edades. Estos productos no nos protegen de ningún peligro al que estemos expuestos, y en cambio sí pueden agravar otro que en las próximas décadas, si no lo evitamos, podría convertirse en la mayor amenaza infecciosa de este siglo.

Así funciona un test de antígeno, y así se estropea con zumo o agua

Es curioso cómo los bulos sobre la pandemia aparecen y desaparecen para resurgir después cada cierto tiempo, lo que le lleva a uno a preguntarse ciertas cosas. Por ejemplo, esta semana mi madre (un beso, mamá) me contaba que le había llegado por Whatsapp una historia según la cual el inmunólogo y premio Nobel Tasuku Honjo dice que el coronavirus ha sido fabricado por China, que él lo sabe de buena tinta. Lo curioso es que este bulo tiene casi dos años: nació en la primavera de 2020, y fue en abril de ese año cuando Honjo aclaró (original aquí) que él jamás había dicho tal cosa, y que se sentía «muy entristecido» por el uso de su nombre y el de la Universidad de Kioto «para difundir falsas acusaciones y desinformación». Los comprobadores de datos descubrieron que el bulo partió de una cuenta falsa de Twitter a nombre de Honjo.

Y la pregunta que esto suscita es: la postura estándar de los medios es no dar difusión a los bulos; pero ¿no sería más provechoso dedicar 15 segundos en todos los informativos de radio y televisión a contar el bulo junto con su desmentido? ¿No serviría esto mejor para inmunizar a la gente de buena fe contra estas patrañas para evitar que sean víctimas de futuras oleadas de los mismos bulos?

Esta semana ha resurgido también otra nueva ola de los bulos relacionados con los test de antígeno. En su versión más tonta, al parecer un tipo abría el cartucho de plástico de un test y afirmaba que no sirve para nada porque en su interior solo había «una tira de papel». Quizá él esperaba encontrar un condensador de fluzo, pero en tal caso los test de antígeno serían bastante más caros. La maravilla de esta bioquímica es que permite hacer lo que hace de forma barata y con una simple tira de papel (aunque de uno especial), si bien en realidad esa tira contiene una tecnología muy sofisticada. No se ve porque la bioquímica tiene la absurda manía de trabajar con cosas muy pequeñas llamadas moléculas que no se aprecian a simple vista.

En la versión más interesante, algunas personas situaban en el pocillo de la muestra del test unas gotas de agua o zumo y veían cómo aparecían las dos bandas, la de test y la de control. Conclusión, decían estos sujetos, el agua o el zumo dan positivo de coronavirus, por lo que los test no sirven para nada.

Lo que en realidad han descubierto estas personas es que, cuando un test se utiliza de forma incorrecta, no funciona. Noticia fresca. El test funciona cuando, con una muestra válida y siguiendo las instrucciones, da una señal positiva cuando la muestra contiene coronavirus, y se abstiene de dar una señal positiva cuando la muestra no contiene coronavirus. Cuando se echa azúcar en el depósito de combustible de un coche, el motor no funciona. Cuando se echa zumo, agua o Coca-Cola en un test de antígeno, no funciona, y entonces puede aparecer cualquier resultado.

Creo que todo el mundo sabrá cómo hackear el test diagnóstico más sencillo del mundo, un termómetro: se frota la punta metálica de un termómetro digital con una tela y la pantalla da una temperatura de fiebre. En realidad el termómetro no está midiendo la temperatura de la tela. La tela no tiene fiebre. Simplemente se está utilizando el test de forma incorrecta, y por eso se obtiene una lectura positiva absurda. Pero en el caso del test de antígeno, es interesante contar por qué aparecen las dos bandas, dado que al menos servirá para explicar algo de bioquímica a quien le interese.

Es preciso aclarar también, volviendo a las oleadas de bulos que van y vienen, que esto tampoco es nada nuevo; lleva circulando en la red al menos desde diciembre de 2020, probablemente antes. Incluso ha motivado varios artículos científicos (como este, este o este).

Dos tipos de test de antígeno de COVID-19. Imagen de Lennardywlee / Wikipedia.

Dos tipos de test de antígeno de COVID-19. Imagen de Lennardywlee / Wikipedia.

Comencemos explicando cómo funciona un test de antígeno. El fundamento básico es una técnica llamada cromatografía, que sirve para separar moléculas. La cromatografía es tan vieja que ya era viejísima cuando un servidor hizo la tesis doctoral en los años 90. Su versión más simple es un pequeño experimento que se hace en las aulas de primaria o secundaria, utilizando cosas tan sencillas como una tira de papel normal, un punto pintado con rotulador y un disolvente como el alcohol, que al difundirse por el papel arrastra los componentes de la tinta y los separa en bandas de distintos colores, como en el ejemplo de la foto.

Experimento sencillo de cromatografía en papel. Un punto de tinta negra marcado con un rotulador permanente se separa en bandas de colores arrastradas por el alcohol que se difunde a lo largo del papel. Imagen de Natrij / WIkipedia.

Experimento sencillo de cromatografía en papel. Un punto de tinta negra marcado con un rotulador permanente se separa en bandas de colores arrastradas por el alcohol que se difunde a lo largo del papel. Imagen de Natrij / WIkipedia.

Por supuesto que un test de antígeno es más complicado que esto, pero al menos quien tenga un nivel de enseñanza obligatoria debería haber oído hablar alguna vez de la cromatografía.

En el caso de los test se utiliza un tipo de papel especial llamado nitrocelulosa, que tiene la ventaja de que en él se pueden fijar proteínas. Porque, como vamos a ver, esta es una parte esencial del test.

Pasemos a otra pequeña explicación necesaria: antígenos y anticuerpos. Un antígeno es una proteína contra la cual el sistema inmune es capaz de fabricar anticuerpos que lo reconocen y se unen a él, como una llave encaja en una cerradura. Un anticuerpo es una proteína con forma de «Y» que se une a su antígeno por los extremos de los dos rabitos superiores. Estos extremos son las partes que varían de un anticuerpo a otro, y que permiten que un anticuerpo se una, por ejemplo, a un alergeno del polen, y otro anticuerpo diferente se una a una proteína del coronavirus. El resto de la «Y» es igual para ambos anticuerpos; de uno a otro solo cambian esas puntas de las ramas que dan a cada anticuerpo su especificidad concreta.

En el caso de los test de antígeno, supongamos que una persona está infectada con el coronavirus. Al introducirse el bastoncillo en la nariz, se pegan a él partículas del virus. El bastoncillo a continuación se introduce en un líquido para soltar en él esas partículas virales. Este líquido es importantísimo, tanto que explica esos casos de mal uso del test. Por el momento digamos solo que se llama buffer o tampón.

Seguidamente se vierten unas gotas de ese buffer con el virus en el pocillo e impregnan la tira de nitrocelulosa. A lo largo de ella empieza a difundirse el buffer, arrastrando con él las partículas del virus.

En esta carrera, el virus se encuentra primero con una franja que no se ve porque queda oculta en el cartucho de plástico, y que contiene anticuerpos contra un antígeno del virus; o sea, anticuerpos anti-virus. Estos anticuerpos llevan unido un compuesto que da color. En los test que utilizamos normalmente este compuesto es lo que se llama oro coloidal, nanopartículas de oro. Esta es una sustancia curiosa, porque por un fenómeno físico llamado resonancia plasmónica de superficie, que no viene muy al caso explicar, se ve un color u otro en función del tamaño de las nanopartículas de oro, como se ve en la siguiente foto. En el caso del oro coloidal utilizado en los test, vemos un color rojizo.

Distintos colores del oro coloidal en función del tamaño de las nanopartículas. Imagen de Aleksandar Kondinski / Wikipedia.

Distintos colores del oro coloidal en función del tamaño de las nanopartículas. Imagen de Aleksandar Kondinski / Wikipedia.

Lo que tenemos ahora es que el buffer sigue avanzando por la tira de nitrocelulosa arrastrando virus unidos a anticuerpos que llevan el oro pegado. Entonces la carrera llega a la franja T, la del test. En esta franja se han fijado a la nitrocelulosa, de modo que no puedan soltarse de ella, otros anticuerpos contra el virus (anticuerpos anti-virus). Cuando pasan los virus unidos a los primeros anticuerpos y al oro, estos segundos anticuerpos los capturan. La concentración de los virus en esta franja es la que hace que veamos la banda de color del oro, del mismo modo que muchos pequeños puntos dispersos resultan invisibles, pero forman un punto grueso visible cuando se unen.

Después, el buffer continúa avanzando por la tira hasta la franja C, la de control. En esta franja se ha fijado a la nitrocelulosa un tercer tipo de anticuerpo que no reconoce el virus, sino cualquier anticuerpo por esa región de la «Y» que es igual para todos. Es decir, estos anticuerpos son anticuerpos anti-anticuerpos. Dado que siempre hay anticuerpos en la muestra que corre por la tira (los que estaban en la franja que queda oculta bajo el cartucho), aquí siempre se verá una banda de color, que demuestra que el test se ha hecho bien. El funcionamiento del test queda resumido en este dibujo:

Funcionamiento de un test de antígeno. Imagen de NASA / Wikipedia.

Funcionamiento de un test de antígeno. Imagen de NASA / Wikipedia.

Vayamos ahora al caso en que la muestra nasal de una persona no contenga virus. En este caso, los anticuerpos pegados al oro de la franja oculta bajo el cartucho corren con el buffer sin llevar virus adosado. Y por lo tanto, pasan de largo por la primera franja T, la del segundo anticuerpo anti-virus, ya que este no captura ningún virus. Pero cuando estos anticuerpos pasan por la segunda franja C, la de control, sí quedan atrapados allí, ya que el anticuerpo anti-anticuerpo los reconoce igualmente. Por eso vemos la banda de color en la franja de control, y sabemos así que el test se ha hecho bien. Y por eso es importante entender que cualquier rastro de color que aparezca en la franja T es un test positivo, por muy tenue que sea, ya que en caso de no haber virus no debe aparecer absolutamente nada en esa franja.

Por último, vayamos ahora al hackeo. Y como decíamos, en este punto lo esencial es el buffer. El tampón es una solución salina que sirve para mantener el pH –la acidez– en valores neutros, fisiológicos. Cuando las condiciones como el pH o la temperatura se disparan a valores extremos, por ejemplo temperatura muy alta o un pH muy ácido o muy alcalino, las proteínas se desnaturalizan, pierden su forma, se despliegan. Y cuando esto ocurre, la atracción entre las numerosas cargas eléctricas positivas y negativas que quedan expuestas hace que las proteínas tiendan a agregarse de forma inespecífica, a formar grumos. Los ejemplos más sencillos de esto los tenemos en la cocina: los cuajos en la leche o la coagulación del huevo cuando se cuece son casos de agregación de proteínas por desnaturalización.

El buffer está compuesto por varios ingredientes cuyo efecto final es compensar pequeñas subidas o bajadas de pH. Pero líquidos como el zumo de naranja o la Coca-Cola son demasiado ácidos como para que el buffer pueda seguir neutralizando el pH; entonces los anticuerpos del test se desnaturalizan, y al pasar el primer anticuerpo por las franjas T y C se agrega con los anticuerpos presentes en esas franjas, dando las bandas de color que se ven en esos casos.

Un estudio publicado en octubre de 2021 comprobó cómo un test daba falsos positivos por esta causa con la mayoría de los productos probados: leche, café, casi todos los zumos, bebidas refrescantes, mostaza o kétchup, cerveza, ron, whisky y 24 tipos distintos de agua, mineral, del grifo o de lluvia. También el estudio mostró cómo, al eliminar por separado cada uno de los ingredientes del buffer, o someter el cartucho del test a temperaturas extremas, se obtenían falsos positivos. El buffer mantiene la conformación de las proteínas; el agua, no. Por eso utilizamos sueros fisiológicos o soluciones salinas para los usos experimentales o médicos donde el agua rompería las células o desbarataría el plegamiento de las proteínas. Otros estudios también han obtenido resultados similares con distintas bebidas o líquidos de todo tipo.

Pero del mismo modo que las proteínas se desnaturalizan en condiciones no fisiológicas, también pueden renaturalizarse en ciertos casos si se las somete de nuevo a condiciones fisiológicas. En un artículo en The Conversation el químico Mark Lorch, de la Universidad de Hull, mostraba cómo en un test falso positivo con refresco de cola la banda T desaparece cuando se lava la tira de nitrocelulosa con buffer, como se ve en la foto. De este modo Lorch aconsejaba a los niños que no intenten hackear un test para librarse del colegio, ya que el truco puede descubrirse fácilmente.

Arriba, un falso positivo con refresco de cola en un test de antígeno de COVID-19. Abajo, el mismo test después de lavarlo con buffer. Imagen de Mark Lorch / The Conversation / CC.

Arriba, un falso positivo con refresco de cola en un test de antígeno de COVID-19. Abajo, el mismo test después de lavarlo con buffer. Imagen de Mark Lorch / The Conversation / CC.

Como conclusión, para que el resultado de un test sea fiable es esencial seguir estrictamente las instrucciones de uso, que por algo están. Incluso una pequeña contaminación del bastoncillo, del buffer o de la tira de nitrocelulosa puede resultar en un test inválido. Aunque, si de algo no hay dudas, es de que ninguna explicación servirá para evitar que los bulos vuelvan a resurgir en oleadas. Porque también las vacunas del conocimiento contra la ignorancia solo actúan si uno se las pone.

¿Es Ómicron más leve o nosotros somos más fuertes? (2)

Decíamos ayer que sobre la variante Ómicron del SARS-CoV-2 hay más preguntas que respuestas, ya que la ciencia aún tardará en llegar a conclusiones sólidas que puedan confirmar o desmentir las ideas preliminares que están circulando.

Una de estas ideas es que las vacunas actuales son menos eficaces contra Ómicron. O que, simple y llanamente, no sirven. A los datos de los estudios preliminares que se están difundiendo en los medios se une la experiencia de muchas personas vacunadas que se han contagiado con Ómicron. Lo cual debería recordarnos algo que parece haberse olvidado: estas vacunas se aprobaron porque se probaron muy eficaces para proteger de los síntomas graves y de la muerte. Nunca se dijo que fueran a protegernos del contagio.

Es más, se dijo expresamente que no protegían del contagio ni evitaban la transmisión a otras personas. Y aunque posteriormente los datos han revelado que las vacunas sí reducen los contagios, con Ómicron la situación ha cambiado: como decíamos ayer, datos preliminares de laboratorio con estudios en pseudovirus indican que Ómicron podría ser el doble de infecciosa que Delta, la cual a su vez sería el doble de infecciosa que el virus original de Wuhan. Se entiende que si, por ejemplo, una vacuna reduce el riesgo de contagio a la cuarta parte (este es solo un dato de ejemplo; un estudio encontró esta reducción, pero otros han aportado cifras diferentes), pero Ómicron es cuatro veces más infecciosa, entonces estamos como estábamos.

Es decir, esto en realidad no puede predecir si cada persona individualmente será más o menos susceptible a la infección con Ómicron después de la vacunación con respecto a variantes anteriores, pero sí que a nivel poblacional la vacunación no va a reducir el número de contagios con respecto a variantes anteriores.

Sirva como muestra un estudio publicado en Science Immunology en octubre de este año: los hámsters que se han recuperado de la infección del SARS-CoV-2 pueden reinfectarse; en este caso ya no enferman incluso aunque se infecten con una variante distinta (los autores probaron el virus original de Wuhan y la variante Beta), pero sí contagian el virus a otros. Es decir, la respuesta de memoria generada por la infección protege de los síntomas en una segunda infección, pero no impide que el virus continúe propagándose.

Primeras vacunaciones contra la COVID-19 en España: Gijón, diciembre de 2020. Imagen de Administración del Principado de Asturias / Wikipedia.

Primeras vacunaciones contra la COVID-19 en España: Gijón, diciembre de 2020. Imagen de Administración del Principado de Asturias / Wikipedia.

Es necesaria aquí una breve explicación básica sobre el sistema inmune. La respuesta inmunitaria opera a través de dos grandes mecanismos, la inmunidad innata y la adquirida. La innata es la primera línea de defensa; cuando un virus entra en el organismo, se dispara la producción de una serie de componentes que tratan de detener la invasión, y al mismo tiempo facilitan la puesta en marcha de la inmunidad adquirida, más lenta pero más eficaz, ya que se crea específicamente contra ese virus concreto. La respuesta innata es rápida y generalista; la adquirida es más lenta pero específica. Es como la diferencia entre comprarse un traje ya hecho o encargar uno a medida en una sastrería. Lo primero es más rápido para salir del paso, pero lo segundo se adapta más a lo que necesitamos.

Ocurre que, a lo largo de la evolución, los virus también han desarrollado mecanismos de defensa contra la inmunidad innata. El estudio citado de los hámsters muestra también que el coronavirus de la COVID-19 es bastante bueno defendiéndose de la respuesta innata, restrasándola hasta dos días en comparación con una invasión similar del virus de la gripe. De este modo, el virus gana tiempo para multiplicarse, porque la cualidad fundamental de la respuesta innata, la rapidez, queda anulada.

Otro estudio publicado en diciembre en Nature muestra que el SARS-CoV-2 ha ido mejorando para defenderse de la respuesta innata: algunas mutaciones en la variante Alfa, la primera surgida que se consideró preocupante, consiguen anular parte de estos mecanismos rápidos mejor de como lo hacía el virus original de Wuhan. Y estas mutaciones se han mantenido en Delta y Ómicron, por lo que el virus que circula ahora es más fuerte contra la respuesta innata que el virus inicial.

En cuanto a la inmunidad adquirida, tiene a su vez dos mecanismos principales: linfocitos B y linfocitos T. Tanto unos como otros se generan para reconocer específicamente el virus que ha infectado el organismo y no otro, y por tanto para luchar contra él. Las células B crean anticuerpos a medida contra ese virus, mientras que las T tienen una doble función, eliminar las células infectadas y estimular la producción de anticuerpos por las células B.

La respuesta adquirida tiene otra cualidad, y es la memoria. Así como la respuesta innata se enciende cuando se necesita y después se apaga, la respuesta adquirida deja una guardia permanente una vez que la infección ha sido eliminada, en forma de células B y T de memoria que quedan preparadas para responder con mayor rapidez en caso de una nueva reinfección.

Pero del mismo modo que la evolución de los virus puede llevarlos a responder mejor contra la respuesta innata, lo mismo ocurre con la adquirida. Un mecanismo por el cual los virus pueden escapar parcialmente a la memoria inmunológica es mutar, cambiar ligeramente, no demasiado, de modo que puedan seguir haciendo lo mismo que hacían antes, pero sí lo suficiente para que la memoria inmunológica no los reconozca como el mismo virus, y no pueda responder contra ellos con la misma eficacia.

Estas mutaciones se producen al azar; los virus mutan constantemente (aunque el SARS-CoV-2 es poco propenso a mutar en comparación, por ejemplo, con la gripe). Es probable que la mayoría de estas mutaciones no le sirvan al virus para nada, o incluso le perjudiquen. Pero entre todas ellas puede surgir alguna combinación que le resulta ventajosa, como un jackpot de mutaciones que le confiera, por ejemplo, más potencia infecciosa y mayor capacidad de eludir la memoria inmunológica.

Todo esto deberían entenderlo sobre todo quienes han caído en la trampa de un falso argumento del movimiento antivacunas: mi inmunidad natural es mi vacuna, dicen. Primero, no existe inmunidad contra un virus al que el organismo no se ha visto expuesto antes. Segundo, la inmunidad innata no sirve contra el SARS-CoV-2. Por lo tanto, una primera infección puede matarnos. Quien sobreviva tendrá memoria inmunitaria, incluso puede que más que con la vacuna, pero la aparición de nuevas variantes contrarresta su eficacia tanto en los recuperados como en los vacunados, y por ello es necesario revacunarse. Idealmente, en un futuro cercano nos revacunaremos contra las nuevas variantes (o quizá contra todos los coronavirus), lo que ampliará el espectro de nuestra memoria inmunológica para responder contra todas las versiones del virus que circulan o han circulado (sobre las posibles futuras variantes hablaremos otro día).

En concreto, diversos estudios sugieren que Ómicron es bastante bueno eludiendo nuestra respuesta de anticuerpos, gracias a las muchas mutaciones en su proteína S (Spike) que cambian su aspecto de cara al sistema inmune sin perjudicar su capacidad de seguir infectando. Varios preprints recientes indican que esta variante escapa a la mayoría de los anticuerpos artificiales que se están probando como posibles tratamientos contra la cóvid.

Un estudio de laboratorio en Nature muestra que Ómicron elude los anticuerpos presentes en la sangre de las personas recuperadas y de las vacunadas. Las vacunas de ARN (Pfizer y Moderna) siguen siendo las que mejor plantan batalla, pero incluso con estas el poder de neutralización de los anticuerpos se reduce entre 8 y 20 veces respecto al virus de Wuhan. Las personas que han recibido una tercera dosis tampoco están completamente protegidas: sus anticuerpos neutralizan Ómicron unas 6 veces menos que el virus original.

Otro estudio, también en Nature, confirma los mismos resultados: Ómicron escapa a los anticuerpos destinados al tratamiento y elude en gran medida la neutralización en el suero de las personas vacunadas o recuperadas de la enfermedad. Las personas vacunadas después de la infección o que han recibido una tercera dosis de Pfizer retienen neutralización contra Ómicron, aunque de 6 a 23 veces menos que contra Delta. Otros estudios han confirmado esta pérdida de potencia de las vacunas contra Ómicron, pero también que la tercera dosis aumenta la capacidad de neutralización.

Por otra parte, los estudios epidemiológicos también indican que la eficacia de las vacunas se reduce contra Ómicron: dos dosis de Pfizer reducen su eficacia del 90% contra el virus original a un 40 y un 33% en Reino Unido y Sudáfrica, respectivamente.

Ahora bien: todo lo anterior se refiere, o bien a los anticuerpos neutralizantes, o bien a la incidencia de la infección con Ómicron en personas vacunadas o recuperadas. Pero como decíamos, existe otro componente de la respuesta inmune adquirida, las células T. Desde el comienzo de la pandemia varios estudios han mostrado que la respuesta de este tipo de linfocitos es esencial para mantener a raya la infección por el coronavirus. Y aunque en estudios de laboratorio puede comprobarse la existencia de células T específicas contra el virus en la sangre de los pacientes, es difícil establecer un correlato de inmunidad para las células T.

Un correlato de inmunidad es como un indicador que relaciona un nivel concreto de algo con un estado de protección. Esto ya se ha hecho para los anticuerpos: por encima de determinado nivel de anticuerpos neutralizantes en la sangre, se considera que una persona está protegida. Pero esto es mucho más difícil de establecer para las células T, porque no hay test tan sencillos que permitan medir cuántas células T anti-SARS-CoV-2 tiene una persona; no es tan inmediato establecer un indicador basado en la reactividad de las células T que revele cuándo una persona está protegida.

Por lo tanto, los estudios que han medido la neutralización de Ómicron por los anticuerpos del suero no han medido hasta qué punto la respuesta de memoria de células T puede estar actuando contra el virus. Y es probable que lo esté haciendo con bastante eficacia. Según contaba a Nature el inmunólogo Alessandro Sette, del Instituto de Inmunología de La Jolla en California, datos preliminares sugieren que más del 70% de los fragmentos del virus reconocidos por las células T de las personas vacunadas no han mutado en Ómicron respecto a variantes anteriores, por lo que el sistema inmune seguiría reaccionando contra ellos, a pesar de que las mutaciones del virus sí eludan el reconocimiento de los anticuerpos.

Hay un posible indicio en este sentido referente a otra variante anterior, la Beta. Un estudio reciente publicado en Science Translational Medicine descubre que los anticuerpos de las personas recuperadas del virus original pierden poder de neutralización contra esta variante, pero en cambio sus células T siguen siendo eficaces contra Beta. «Estas observaciones pueden explicar por qué varias vacunas retienen su habilidad de proteger contra la COVID-19 grave incluso con una pérdida sustancial de actividad de anticuerpos neutralizantes contra Beta«, escriben los autores.

Aunque aún deberá comprobarse si ocurre lo mismo con Ómicron, esto podría explicar por qué los síntomas son más leves. Como decíamos ayer, en Sudáfrica Ómicron ha infectado por igual a personas vacunadas que no vacunadas. Pero más del 80% de las personas hospitalizadas, las que desarrollan síntomas moderados, graves o mortales, no están vacunadas. Quizá las personas vacunadas o recuperadas estén conteniendo la gravedad de la infección gracias a sus células T de memoria.

Como también decíamos ayer, resulta raro que una variante capaz de infectar más masivamente sus células diana produzca síntomas más leves, a no ser que otras de sus propiedades hayan cambiado; y vimos que quizá algo de esto haya ocurrido. Pero una posibilidad es que al menos parte de lo que Ómicron no es capaz de hacer en términos de gravedad se deba a la inmunidad ya presente en las personas vacunadas o recuperadas, que es menos potente en la respuesta de memoria de células B y anticuerpos, pero que quizá lo sea más en la respuesta de memoria de células T. Y si bien esta inmunidad no es capaz de evitar la infección, en cambio puede que sí la mantenga a raya para evitar los síntomas graves, incluso si el nivel de anticuerpos neutralizantes disminuye cierto tiempo después de la revacunación.

Actualmente hay varios grupos de investigación analizando la reactividad de las células T contra el virus en las personas vacunadas y recuperadas, y pronto deberíamos tener más datos. Pero el mensaje final es este: puede que Ómicron sea más leve, o no, pero nosotros somos ahora más fuertes contra el virus, gracias a las vacunas.

¿Es Ómicron más leve o nosotros somos más fuertes? (1)

A estas alturas, en la mente de todos parece haber calado ya un breve mensaje sobre la variante Ómicron del SARS-CoV-2 de la COVID-19: es mucho más contagiosa y escapa parcialmente a las vacunas, pero por suerte es menos peligrosa que las anteriores.

Si la idea de que es más contagiosa sirve para que no se baje la guardia y se mantengan las precauciones, bien. Si la idea de que las vacunas valen menos contra esta variante contribuye a esto mismo, bien. Pero si ambas ideas llevan a algunos a sumirse en una histeria Ómicron, malo. Y, en el extremo contrario, si la idea de que es más leve incita a los más hartos de casi dos años de restricciones a relajarse y probar suerte pasándolo como una simple gripe, mucho peor.

Porque así como las ideas anteriores se han machacado hasta la saciedad en los medios, en cambio no se ha insistido tanto en otra: con Ómicron la posibilidad de reinfección es mayor, y el infectarse con esta variante no impide que puedan contraerse otras que surjan en el futuro; no es una salvaguarda contra la pandemia. Y además, la idea de que los síntomas de Ómicron son más leves parece, por el momento, algo menos consistente que la de la mayor infectividad, como vamos a ver.

Este es un buen momento para recordar que todas las ideas anteriores son provisionales, preliminares, producto de observaciones anecdóticas. Nada de ello está respaldado aún por ciencia sólida. La ciencia no tendrá respuestas, decía el virólogo alemán Christian Drosten a Science, probablemente hasta Semana Santa. Aunque lo más razonable sería que los estudios confirmasen estas observaciones preliminares, no siempre es así; por ejemplo, en un principio también se dijo que la variante Delta no empeoraba los síntomas, e investigaciones posteriores han mostrado que sí lo hace.

Pero incluso si en el caso de Ómicron finalmente los resultados científicos corroboran estas ideas provisionales, también es buen momento para aclarar que algunas de estas observaciones preliminares tienen salvedades importantes, o se están interpretando de forma confusa.

Modelo atómico preciso de la estructura externa del SARS-CoV-2. Imagen de Alexey Solodovnikov (Idea, Producer, CG, Editor), Valeria Arkhipova (Scientific Сonsultant) / Wikipedia.

Modelo atómico preciso de la estructura externa del SARS-CoV-2. Imagen de Alexey Solodovnikov (Idea, Producer, CG, Editor), Valeria Arkhipova (Scientific Сonsultant) / Wikipedia.

Por ejemplo, hace unos días se dijo en algunos medios que Ómicron es 70 veces más contagiosa que Delta, o que se contagia 70 veces más rápido. Incluso algún medio especializado ha caído en este error. La cifra de 70 tiene un origen un poco estrambótico. La Universidad de Hong Kong publicó una breve nota de prensa referente a un estudio experimental aún sin publicar. A lo largo de la pandemia ha sido habitual que la urgencia y la necesidad de información vuelquen a los medios estudios que aún no han pasado el obligatorio filtro de revisión por pares para su publicación. Pero en este caso ni siquiera el estudio está disponible en los servidores de preprints para que al menos pueda consultarse qué han hecho los investigadores y cuáles son sus resultados; es ciencia de nota de prensa.

La nota de prensa señala que los autores han analizado la infección por Ómicron en cultivos de laboratorio de tejido ex vivo (cultivos celulares a partir de muestras extraídas de pacientes). Según dicen y muestra la siguiente figura que aparece en este comunicado, en 24 horas Ómicron se multiplica en el tejido de los bronquios 70 veces más que Delta y que el linaje original de Wuhan, «lo que puede explicar por qué Ómicron puede transmitirse más rápido entre humanos que variantes anteriores«, dice la nota.

Replicación de los linajes original, Delta y Ómicron del SARS-CoV-2 a las 24 y 48 horas en tejido de bronquio y de pulmón. Imagen de HKUMed.

Replicación de los linajes original, Delta y Ómicron del SARS-CoV-2 a las 24 y 48 horas en tejido de bronquio y de pulmón. Imagen de HKUMed.

Parece asumirse así que una mayor multiplicación del virus en los bronquios, los tubos principales que conducen el aire a los pulmones, llevará a una mayor liberación del virus en el exhalado de la respiración, aunque en realidad es el tejido nasofaríngeo el que se ha identificado previamente como la principal diana del virus que da origen a la expulsión del virus al exterior.

Conviene aclarar que esto ni mucho menos significa que Ómicron sea 70 veces más contagiosa. Solo significa lo que significa, que se multiplica 70 veces más en los bronquios en 24 horas. Como puede verse en la figura, parece que a las 48 horas la diferencia se reduce a unas 5 veces (estimación a ojo, ya que no se dan los datos). No sabemos si el estudio incluirá experimentos a más largo plazo. Pero de estos datos podría concluirse quizá que el tiempo de incubación de Ómicron sería más corto, algo que coincidiría con lo que se ha observado en los datos epidemiológicos. Es decir, que tal vez podría transmitirse antes, pero no necesariamente más. Si realmente Ómicron es más contagiosa, es algo que no puede desprenderse de este experimento, sino que para ello sería necesario comprobar la mayor o menor facilidad del virus para infectar sus células diana.

Sobre esto último tenemos ya algún indicio. En otro estudio aún sin publicar (este sí disponible en internet) dirigido por el Hospital General de Massachusetts, se muestra que Ómicron parece unirse mejor que las variantes anteriores al receptor de las células humanas que utiliza como vía de entrada para infectar. Los investigadores disponen de un sistema que utiliza pseudovirus SARS-CoV-2; virus diferentes a este, pero disfrazados con sus proteínas para que puedan infectar el mismo tipo de células. Así, pueden testar fácilmente en cultivo cómo se comportan pseudovirus correspondientes a distintas variantes con sus células diana.

Sus resultados indican que Delta es el doble de infecciosa que variantes anteriores y que el virus original de Wuhan, mientras que Ómicron es 4 veces más infecciosa que Wuhan y el doble que Delta. Por lo tanto, Ómicron «exhibe una mayor infectividad in vitro, aumentando el potencial de una mayor transmisibilidad«, lo que «puede haber contribuido a su rápida propagación«, escriben los autores. Sin embargo, advierten de que sus resultados con el pseudovirus deberán confirmarse con el virus Ómicron completo.

Volviendo al estudio de Hong Kong, la figura muestra que, también en las primeras 24 horas, Ómicron se multiplica 10 veces menos que el virus original de Wuhan en el tejido profundo de los pulmones. Lo cual, apuntan los autores, «puede ser un indicador de menor gravedad de la enfermedad«. No conocemos los datos concretos, y en la escala logarítimica es difícil hacer estimaciones a ojo, pero se diría que la diferencia entre Delta y Ómicron en el pulmón está en torno al doble, y que la diferencia con Wuhan parece reducirse ligeramente a las 48 horas.

¿Son estos datos lo suficientemente contundentes como para justificar una diferencia en la gravedad de los síntomas? Los propios autores reconocen que no necesariamente hay una relación causal directa entre la replicación del virus y el alcance de la enfermedad: «Es importante notar que la gravedad de la enfermedad en humanos no está determinada solo por la replicación del virus, sino también por la respuesta inmune contra la infección, que puede llevar a una desregulación del sistema inmune innato, es decir, una tormenta de citoquinas«, dice en la nota de prensa el director del estudio, Michael Chan Chi-wai.

Con respecto a la gravedad de la enfermedad, la idea de que Ómicron produce síntomas más leves comenzó a surgir de los primeros estudios epidemiológicos. Tanto en Sudáfrica, donde la variante se detectó por primera vez, como en Dinamarca y Reino Unido se analizó el riesgo de hospitalización, de enfermedad grave y de muerte por la variante Ómicron. A comienzos de diciembre la especialista en salud pública Harsha Somaroo, que forma parte del equipo que siguió la evolución de los contagios iniciales con Ómicron en Sudáfrica, explicaba a The Conversation que las hospitalizaciones, los síntomas graves y las muertes habían descendido respecto a oleadas anteriores, «lo que sugiere que la variante puede causar una enfermedad menos grave«.

Sin embargo, Somaroo advertía de que estos datos debían tratarse con cautela, por diversas razones: muchos casos se detectaron en testados rutinarios de COVID-19 a personas hospitalizadas por otras causas, casos que de otro modo no se habrían detectado, por lo que podría haber un sesgo hacia una mayor detección de asintomáticos. En especial, había un porcentaje mayor de población joven. El mismo hecho de que la población de aquella región sudafricana sea más joven que en otros países, por ejemplo los europeos, podía dar una imagen distorsionada de una falsa levedad. Y muy importante, Somaroo precisaba que la mortalidad con Ómicron todavía era alta en los mayores de 50.

Los primeros datos de Sudáfrica reunidos en un preprint muestran que Ómicron reduce el riesgo de hospitalización en un 80% respecto a variantes anteriores, y un 70% el riesgo de enfermedad grave respecto a Delta. Sin embargo, en los pacientes hospitalizados no se observan diferencias de riesgo de aparición de síntomas graves con respecto a otras variantes. Otro informe de la aseguradora privada Discovery Health cifraba en un 29% el descenso de riesgo de hospitalización de Ómicron respecto a Delta.

En Reino Unido, un informe de la Agencia de Seguridad de la Salud (UKHSA) que reúne más de 114.000 casos de Ómicron y más de 460.000 de Delta concluye que el riesgo de hospitalización por la nueva variante es un 60% menor que por la anterior, y un 40% menor si se considera también el riesgo de entrar por urgencias. Pero la UKHSA advierte de que es un estudio con un pequeño número de casos: 70 ingresos hospitalarios y 431 visitas a Urgencias.

Otro informe del Imperial College London encuentra que la reducción general del riesgo de hospitalización por Ómicron con respecto a Delta es del 20-25%, que asciende al 50% en los reinfectados. «En general, encontramos evidencias de una reducción del riesgo de hospitalización por Ómicron en comparación con las infecciones con Delta, promediando todos los casos del periodo estudiado«, escriben los investigadores.

Pero con respecto a todos estos datos, los investigadores se muestran prudentes, porque son muchas las posibles variables de confusión. Cuando empezaron las hospitalizaciones por Ómicron, todavía eran demasiado escasas para tener un gran volumen de datos, y aún era pronto para conocer su evolución. A medida que Ómicron se extendía, de nuevo era difícil tener datos comparables entre ambas variantes en el mismo periodo, ya que Delta estaba casi desapareciendo. Y dado que tanto las infecciones como las campañas de vacunación han seguido avanzando, un mayor porcentaje de población vacunada o recuperada podría dar una falsa impresión de una enfermedad más leve. De hecho, ya hay informes esporádicos de la evolución de Ómicron hacia cuadros graves. E incluso si finalmente se confirma que Ómicron es menos agresiva en general, puede no serlo en los grupos más vulnerables.

Hay, además, otra cuestión para la reflexión. Para un mismo virus, a igualdad de comportamiento entre dos variantes, que una variante más resistente a la inmunidad existente en la población provoque una infección más leve es algo que no resulta evidente.

Es cierto que en muchos enfermos de cóvid los síntomas más graves vienen provocados por la propia respuesta inmune contra el virus, la tormenta de citoquinas que mencionan los investigadores de Hong Kong y que he tratado aquí anteriormente. Pero dado que esta es una fase ya muy avanzada de la enfermedad, no tendría relación con el riesgo de hospitalización, aunque sí quizá con el riesgo de ingreso en UCI. En el riesgo de hospitalización sería más relevante la respuesta inmune inicial, y sería de esperar que un virus que, como se dice, escapa a la acción de las vacunas, produjera una enfermedad más seria.

Salvo, claro, que realmente no escape a la acción de las vacunas (más sobre esto mañana).

Una salvedad a lo anterior sería que Ómicron no se comportase igual que Delta o el resto de variantes. Hay un par de indicios intrigantes. Por un lado se ha visto que, incluso si la proteína S (Spike) de Ómicron se une con mayor afinidad a su receptor celular (llamado ACE2), en cambio parece que el proceso de corte de esta proteína que propicia su entrada en la célula es menos eficaz, lo que podría explicar que no infecte con la misma facilidad ciertos tipos de células.

Por otro lado se ha observado que Ómicron no parece formar sincitios, masas formadas por la unión de varias células. Esto sí ocurre con el virus original y con Delta. Aunque no está clara la relación de los sincitios con la gravedad, estos se han encontrado en los pulmones de pacientes fallecidos por cóvid.

La conclusión de todo lo anterior es que aún hay muchas preguntas sin responder. Pero un mensaje que debería calar es que, en todo caso, la levedad o gravedad de Ómicron puede depender al menos en parte de la respuesta del organismo, y por lo tanto de la acción de las vacunas. Un dato para no olvidar: aunque en Sudáfrica Ómicron ha infectado por igual a vacunados y no vacunados, más del 80% de los hospitalizados no están vacunados. Mañana veremos qué se sabe hasta ahora sobre la respuesta de las vacunas frente a esta variante, y si es cierta la idea extendida de que no protegen contra Ómicron.

Mascarillas en la calle: inútil, aberrante, contradictorio (2)

Ayer vimos aquí lo que dice la ciencia sobre el riesgo de contagio en exteriores. Hay un segundo capítulo: ¿sirven las mascarillas para reducir este riesgo ya de por sí muy escaso? Debemos recordar que, pese a que muchos atribuyen a las mascarillas una cualidad mágica de protección total, en realidad no es así. Las mascarillas reducen el riesgo, no lo eliminan.

En el mayor ensayo clínico hasta ahora, que ya comenté aquí, se observó que las mascarillas reducían el riesgo al menos en un 10%; probablemente la reducción sea algo mayor, incluso bastante mayor en algunas circunstancias. Pero nunca se debe caer en el error de pensar que la mascarilla es una garantía contra el contagio, dado que en todos los estudios la protección obtenida siempre es parcial. En interiores, la distancia continúa siendo una medida necesaria aunque se utilice mascarilla (suponiendo una ventilación adecuada, ya que en caso contrario no hay distancia segura, ni siquiera con mascarilla).

Un preprint reciente de la Universidad de California, basado en casos reales con controles, estima que en situaciones de alto riesgo la mascarilla puede reducir el peligro de contagio hasta en un 48%, que aumenta en las personas vacunadas a un 68% (una dosis) o a un 77% (pauta completa), y que el efecto protector se nota sobre todo en exposiciones al virus en interiores y de más de tres horas (una vez más, no en la situación de cruzarse casualmente con otras personas en la calle).

Sin embargo, en Nature otros investigadores han criticado que el diseño del estudio podría sobreestimar la protección de las mascarillas. Pero aunque el estudio no está dedicado a analizar el efecto de la mascarilla específicamente en exteriores, de sus datos los investigadores concluyen: «No se observan efectos estadísticamente significativos del uso de mascarillas entre los participantes que solo estuvieron expuestos al virus al aire libre«. La explicación es que, si el riesgo en exteriores es muy bajo y las mascarillas protegen solo parcialmente, es probable que la protección adicional que puedan ofrecer respecto al descenso de riesgo por el ambiente exterior sea estadísticamente insignificante.

Una calle del centro de Barcelona. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Una calle del centro de Barcelona. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Tanto este estudio como muchos otros han considerado situaciones en interiores y exteriores. Hasta donde sé, no hay grandes estudios fiables que hayan analizado específicamente el efecto de la mascarilla para reducir el riesgo de contagio solo en exteriores. Por lo tanto este es un terreno sobre el que solo se puede decir que aún no hay evidencia científica sólida, ni a favor ni en contra, más allá de que podamos especular con que el efecto protector observado en interiores, o en estudios que no distinguen entre interiores y exteriores, podría aplicarse al caso exclusivo de exteriores.

Existen casos anecdóticos en los que no se ha encontrado protección por la mascarilla en exteriores. Por ejemplo, en un campamento de verano en Georgia (EEUU) en el que se produjo un gran brote, y en el que se combinaban ambientes exteriores e interiores (los participantes dormían en cabañas), no se observaron diferencias de contagios entre quienes usaban mascarilla y quienes no. Es, repito, una observación anecdótica que no puede tomarse como dato científico. Pero está en consonancia con el estudio de California, apuntando a la posibilidad de que, cuando el riesgo es bajo, tal vez la mascarilla no aporte una significativa protección extra.

En definitiva, no existen pruebas suficientes, directas y concretas de la protección de las mascarillas en exteriores, pero incluso si extrapolamos los resultados generales sobre el uso de mascarillas, como mucho podrían ofrecer una pequeña reducción de un número de contagios ya de por sí muy pequeño. A propósito de la mascarilla, los autores del estudio francés que cité ayer escriben:»Con respecto a la cuestión de cuándo llevarla, la respuesta no es obvia, aunque está claro que llevarla día y noche en toda circunstancia no es realista«. Y añaden: «Incluso en zonas atestadas, el riesgo al aire libre es mucho menor que en interiores. Desde este punto de vista, debe notarse que ciertas decisiones tomadas por las autoridades públicas pueden aparecer como absurdas para la gente. Esta opinión basada en el sentido común queda confirmada por el presente estudio«.

Con todos estos elementos, el juicio sobre si tiene algún sentido la medida tomada por el gobierno de imponer de nuevo la obligación del uso de mascarillas en la calle ya puede quedar a criterio de cada cual. En el título está el mío.

Cuando la ministra de Sanidad Carolina Darias habla de que tienen estudios según los cuales esta es una medida avalada por la ciencia, debería explicar a qué ciencia se refiere. Porque quizá en cuestiones de seguridad, defensa, política u otras materias uno pueda tener estudios secretos y confidenciales que no tienen los demás. La ciencia no funciona así; es imperfecta, tiene sus muchos defectos, se equivoca, rectifica. Pero si tiene algo bueno es que solo es ciencia aquello que ha sido revisado por otros científicos y está disponible para la comunidad científica en general. La ministra Darias no tiene ciencia que nadie más tiene. Y la ciencia que tenemos todos no avala lo que ella dice que avala.

Pero, además, si la medida decretada por sí sola puede decirse que es completamente inútil, y se convierte en una aberración en el contexto del resto de no-medidas, cuando una persona está obligada a llevar mascarilla por la calle pero puede quitársela al entrar en casi cualquier recinto interior, por último están las excepciones, el disparate final. Si no lo he entendido mal, puede prescindirse de la mascarilla en «entornos naturales» cuando hay distancia, o corriendo por la calle.

Respecto a lo primero, es evidente que en el campo no hay riesgo. Pero pensar que los llamados «entornos naturales» entrañan un menor peligro de contagio que los entornos construidos, por el mero hecho de ser «naturales» (ya que no se contempla la misma regla en los construidos), es algo que raya en la pseudociencia. En una playa, una de las excepciones contempladas, donde la gente está reunida en grupos durante horas, estática y próxima a otros grupos, el riesgo es mayor que caminando por una calle transitada, como ya he repetido a la luz de todos los estudios.

Y, segundo, ¿corriendo por la calle? Entre los pocos casos demostrados de contagios en exteriores están precisamente los de deportistas que corren juntos. Al correr se respira con mayor fuerza que en reposo, y este es un factor de riesgo del contagio en exteriores. Precisamente son los corredores quienes deberían llevar mascarilla con mayor motivo que quienes simplemente están paseando, y más aún en carreras multitudinarias. Es de suponer que el gobierno ha decidido contemplar esta excepción porque debe de ser molesto correr con mascarilla. Pero ¿es que acaso han tenido en cuenta la comodidad de 48 millones de personas que llevan ya dos años sujetas a privaciones y restricciones, muchas veces arbitrarias o inútiles?

Una reflexión final. Frente a todo lo contado aquí ayer y hoy, habrá quien pueda oponer una objeción, y es que todos los estudios citados se refieren a variantes anteriores a la Ómicron. Esta última, se dice, es más contagiosa, y por lo tanto las precauciones deben ser mayores.

Pero dado que aún nadie tiene este tipo de estudios sobre Ómicron, tampoco los tiene Darias. Debe entenderse que la ciencia aún tendrá que desentrañar cómo Ómicron es más contagiosa: ¿hay mayor liberación de partículas en el mismo tiempo? ¿Durante más tiempo? ¿Son las partículas más infectivas? ¿La dosis infectiva es menor? Sin que la ciencia dilucide todo esto, lo cual quizá aún tarde meses, uno podrá tomar las decisiones que le parezca, pero no puede decir que están avaladas por la ciencia.

Incluso si finalmente la conclusión fuese que las mascarillas en la calle pueden prevenir alguna pequeña cuota de contagios por Ómicron que no se habrían producido con las variantes anteriores, esto no cambia el hecho de que el balance del beneficio conseguido frente a los perjuicios ocasionados por la obligatoriedad general de las mascarillas en la calle continuará siendo enormemente desfavorable, ni el hecho de que la medida seguirá siendo absurdamente contradictoria con la situación en recintos interiores.

Ni Ómicron es Omega (no es la última variante que vamos a ver), ni sabemos cuándo va a terminar la pandemia. Con dos años de experiencia y aprendizaje, con una población ya cansada, con niños que empiezan a tener uso de razón y que no recuerdan cómo era la vida antes de la pandemia, ya es hora de que los gobernantes dejen de tratar a sus gobernados como estúpidos, incluso si algunos lo son. Una campaña informativa que explicara en qué situaciones y por qué es recomendable usar la mascarilla en exteriores, incluso un sistema de alertas que avisara de cuándo ciertas condiciones atmosféricas generales o locales pueden aumentar el riesgo de contagio al aire libre, estaría al menos algo más cerca de la ciencia real que esos papeles que Darias mueve nerviosamente sobre la mesa sin razón aparente cuando le preguntan por la ciencia que respalda su medida.