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Niños y adolescentes, las víctimas invisibles de la pandemia de COVID-19

No he llegado a tiempo para contar el número de veces que en un reportaje del telediario sobre el puente del Pilar se ha repetido la palabra «normalidad». Todos los espectáculos abiertos, incluso con aforos normales. Ocupación hotelera máxima, lo normal en un puente. Barras y discotecas abiertas, pistas de baile para bailar normalmente. Ya se puede visitar a los pacientes en los hospitales como solía ser normal. Sí, es cierto, aún quedan las mascarillas como único residuo de esa época ya casi pasada. Pero, al fin y al cabo, en muchos espacios al aire libre ya podemos prescindir de ellas. En los locales de ocio generalmente no se usan, porque se consume. Y en los centros de trabajo, consta que… según. En resumen, normalidad. O casi.

Excepto para los niños y adolescentes.

Repasemos. Durante el confinamiento estricto de marzo y abril de 2020, los adultos podían salir de casa para tareas esenciales. Y cualquiera podía buscarse fácilmente una tarea esencial como excusa para salir de casa. Hasta los perros podían salir a sus paseos. Pero no los niños. Durante seis semanas estuvieron encerrados en casa las 24 horas, porque se les prohibió por completo pisar la calle.

Niños en un colegio de San Sebastián. Imagen de Juan Herrero / EFE / 20Minutos.es.

Niños en un colegio de San Sebastián. Imagen de Juan Herrero / EFE / 20Minutos.es.

Sin que apenas se haya hablado de esto en los medios, esta reclusión total de los menores ya se cobró un precio en su bienestar psicológico. El año pasado, un estudio de la Universidad Miguel Hernández de Alicante y de la Universidad de Estudios de Perugia (Italia) reveló que más del 85% de los niños habían sufrido cambios emocionales y de conducta a causa del confinamiento, incluyendo nerviosismo, soledad, irritabilidad y dificultades de concentración. En cambio en Italia, donde los niños sí podían salir a la calle, el impacto fue menor. En junio, otro estudio de la Universidad de Burgos publicado en Scientific Reports encontró también que durante el confinamiento «los niños y adolescentes sufrieron alteraciones emocionales y de conducta«.

Diversos expertos ya han alertado de que el mayor impacto de la pandemia en la salud mental lo están sufriendo los menores. Un estudio en Canadá sobre una población de 50.000 personas encontró que la población con mayores síntomas de ansiedad fue la más joven, a partir de 15 años; este estudio no incluyó menores de esta edad. Según las autoras, las psicólogas clínicas de la Universidad de Manitoba Renée El-Gabalawy y Jordana Sommer, la pandemia de COVID-19 «probablemente afectará de forma desproporcionada a las generaciones más jóvenes en sus efectos mentales sostenidos«.

También desde Canadá, de la Universidad de Calgary, llegó el pasado agosto un metaanálisis global sobre la prevalencia de síntomas de depresión y ansiedad durante la pandemia. Reuniendo 29 estudios previos con una población total de casi 81.000 menores, las autoras llegan a la conclusión de que el 20% ha sufrido síntomas clínicos de ansiedad y el 25% de depresión, cifras que duplican las anteriores a la pandemia. El metaanálisis descubre también que los más afectados han sido los adolescentes de mayor edad y sobre todo las chicas. Según escriben tres de las autoras del estudio, los niños y adolescentes «han emergido como las víctimas invisibles de esta crisis global«.

Podríamos continuar mencionando otra revisión según la cual «en comparación con los adultos, esta pandemia puede aumentar las consecuencias adversas en la salud mental de niños y adolescentes», u otra que alerta de la alta vulnerabilidad de los menores a los efectos mentales de la pandemia, o bien otra más, u otra, o esta colección de estudios, o este nuevo informe de Unicef según el cual «los niños y jóvenes podrían padecer el impacto de la COVID-19 en su salud mental y bienestar durante años«. Pero creo que la idea ya está suficientemente clara, y está lo suficientemente respaldada por los estudios.

Y con las reservas hoteleras a tope, las discotecas y las pistas de baile abiertas, y los carajillos en barra, ¿se les ha concedido también a los niños el derecho a disfrutar de esa normalidad certificada por los telediarios? ¿Tienen en cuenta las autoridades que son los menores quienes más necesitan desesperadamente esa vuelta a la normalidad?

Con la proximidad del comienzo del nuevo curso, se estuvo hablando en los medios de una inminente retirada de las mascarillas en los patios, recreos y otros espacios y actividades al aire libre en los colegios. A pesar de que los menores de 12 años aún no están vacunados, y frente a todos los temores y precauciones sobre el desastre epidémico que podía suponer la vuelta a las aulas (de lo que también se alertó en este blog), lo cierto es que no ha sido así. Los brotes de contagios originados en los colegios han sido casi anecdóticos. Y en más de un año y medio de pandemia no se han encontrado pruebas de que el contacto físico casual, sobre todo al aire libre como ocurre en los recreos de los colegios, sea una vía predominante de contagios.

En la Comunidad de Madrid ya ha salido la nueva orden que modifica el uso de las mascarillas en los colegios. El resultado: se retiran las mascarillas solo en la práctica de deportes al aire libre. Se mantienen las mascarillas en los recreos; según la Comunidad de Madrid, «en cualquier espacio al aire libre del centro educativo en el que se dé agrupación de personas o posibilidades de aglomeración (recreos, eventos, etc.)«.

Y en cambio, añade la orden, «no será exigible la obligación del uso de mascarillas a los docentes y al personal de administración y servicios en espacios de trabajo del centro educativo en que no haya alumnos«.

Dado que tuve que leerlo dos veces para creerme lo que estaba leyendo, voy a escribirlo también dos veces por si no soy el único al que le cuesta creerlo:

«No será exigible la obligación del uso de mascarillas a los docentes y al personal de administración y servicios en espacios de trabajo del centro educativo en que no haya alumnos«.

Es decir, y salvo que lo esté entendiendo rematadamente mal, los profesores y demás personal de los colegios, al contrario que el resto de los ciudadanos, pueden quitarse la mascarilla en recintos interiores de su centro de trabajo.

Porque, como todo el mundo sabe, todas las salas de profesores y oficinas de administración de los colegios cuentan con sistemas de presión negativa para que el aire solo entre, y no salga. Porque, como todo el mundo sabe, los aerosoles que se expulsan en la sala de profesores se quedan en la sala de profesores. Y porque, como todo el mundo sabe, no existe absolutamente ningún docente ni otro personal de colegios que haya rechazado la vacuna.

En resumen, normalidad, excepto para los más olvidados y perjudicados, los niños y adolescentes. Por mi parte, puedo decir que algunos de los niños que esperaban con ilusión poder prescindir de la mascarilla en el recreo y recuperar ese espacio de relación en condiciones de normalidad, como se les está permitiendo a los adultos en casi todos los ámbitos de su vida, han recibido esta noticia como un nuevo mazazo. Por si no tuviesen suficiente con el mazo de la pandemia, sufren además el de las autoridades que, al parecer, deben de seguir otra ciencia diferente a la que se publica en las revistas científicas.

Andreas Lubitz, el demonio vestido de azul

¿En qué cabeza cabría que ese tipo vestido de azul que nos recibe sonriente a la entrada del avión esté calculando el momento del vuelo en el que pondrá fin a nuestras vidas? Entre el 7 y el 40% de la población padece miedo a volar. Un pequeño estudio en Noruega determinó que los sucesos del 11-S no habían provocado un aumento del pánico a los aviones, pero sí que a las razones clásicas de esa fobia –si es que la fobia tiene razones– se había unido el miedo a un acto terrorista. Ahora, a las posibilidades del fallo mecánico, del error fatal de los pilotos o del atentado, tal vez se una otra nueva causa de temor, algo que hace solo una semana nos habría resultado inimaginable.

Andreas Lubitz, copiloto del vuelo siniestrado de Germanwings, en una carrera en 2009. Imagen de EFE/Foto-Team-Mueller.

Andreas Lubitz, copiloto del vuelo siniestrado de Germanwings, en una carrera en 2009. Imagen de EFE/Foto-Team-Mueller.

Es cierto que, como ya se ha publicado estos días en los medios, Andreas Lubitz no ha sido el primer piloto que ha estrellado su avión a propósito con la intención de llevarse las vidas de otros a su infierno particular. Hasta en 13 ocasiones existe la certeza o la sospecha de que fue el piloto quien causó la colisión deliberadamente, sin contar los casos en los que un terrorista se ha hecho con los mandos. El del vuelo de Germanwings ha sido el último, pero el inmediatamente anterior en la lista es el vuelo 370 de Malaysia Airlines, que desapareció hace un año en el mar sin dejar rastro y sobre el cual recae la especulación, tal vez sin llegar jamás a confirmarse, de que pudo sufrir el mismo destino.

Y sin embargo, ahí tampoco acaba la historia. Como comenté aquí el fin de semana, un reciente estudio epidemiológico sobre los suicidios en el puesto de trabajo en EE. UU. revelaba que «el acceso a medios letales está ligado con métodos específicos de suicidio en ciertas ocupaciones». Los autores no afirman que el acceso a tales medios aumente el índice de suicidios, pero sí que el disponer de un arma, en su sentido más amplio, incita a los suicidas a utilizarla como medio de quitarse la vida. Y no cabe duda de que un avión es un arma.

Tal vez por eso, si ampliamos el foco también a los aviones privados, los datos resultan aún más escalofriantes: entre el 2 y el 3% de todos los accidentes aéreos, incluyendo los de avionetas ligeras, podrían deberse al suicidio, según datos recogidos por el psiquiatra alemán Bernhard Mäulen, del Institut für Arztegesundheit en Villingen. Sin embargo al propio Mäulen, que ha estudiado sucesos similares, le ha desconcertado el caso de Andreas Lubitz. «Sí, como psiquiatra me ha sorprendido que una persona que presumiblemente estaba sufriendo depresión y quizá pensamientos suicidas llegara a ejecutar su deseo de muerte personal por medio de un avión de pasajeros con unas 150 personas a bordo», me escribe en un correo electrónico. «Las barreras intrapsíquicas para dar un paso tan extremo son enormes y muy difíciles de superar», añade.

En uno de sus estudios publicado en 1993, Mäulen apuntaba que «los rasgos de una personalidad narcisista son de importancia primordial para la elección de este método de suicidio». Pero hoy admite: «Los rasgos de personalidad de alguien que combina el suicidio con el asesinato en masa son materia de especulación, porque hasta donde sé cualquier tipo de personalidad puede y cometerá suicidio si la enfermedad psiquiátrica es muy grave». Es decir, que la conducta de Lubitz resulta casi inclasificable incluso para la psiquiatría: «Uno podría argumentar que un piloto que intencionadamente estrella un avión contra una montaña matando a todos los pasajeros, incluyendo niños, tendría que exhibir algún desorden de personalidad antisocial, pero no conozco ningún estudio científico que lo pruebe», señala Mäulen.

La misma opinión sobre la diversidad de estos casos es la que me transmite el médico finlandés Alpo Vuorio, especialista en medicina de la aviación y director de un reciente estudio sobre lo que técnicamente se conoce como «suicidio asistido por avión». «Todos estos tristes casos son casos individuales», advierte. «Cada caso es único. No sé lo suficiente del caso para comparar, pero suelen compartir ciertos rasgos comunes, como una crisis en una relación o una situación vital extremadamente difícil».

Desde el punto de vista epidemiológico sí existe un perfil definido; y Lubitz lo calcaba, según el epidemiólogo de la Universidad de Columbia (EE. UU.) Guohua Li, coautor de un estudio comparativo sobre el suicidio por avión y que ha estudiado extensamente la influencia del factor humano en la aviación. «Joven, sexo masculino, condiciones psiquiátricas preexistentes, particularmente depresión», resume Li; «Sí, encaja en el perfil casi a la perfección». Sin embargo, el epidemiólogo también subraya que el de Lubitz es un caso raro, solo equiparable a uno de entre 37 que ha tenido ocasión de analizar. «Es probable que el copiloto de Germanwings tomara antidepresivos, que se sabe que aumentan el riesgo de suicidio y homicidio».

Así pues, y para los expertos consultados, es complicado prever un comportamiento como el de Lubitz desde el punto de vista psiquiátrico. Según constatan los autores de otro estudio publicado en 2004 en la revista Psychiatric Bulletin, «la rareza del suicidio o el homicidio-suicidio en un avión hace que estos fenómenos sean virtualmente imposibles de predecir». Vuorio apunta un dato que puede ayudar: «Nuestro estudio mostró también que en la mayoría de los casos había alguien que sabía del intento, pero este conocimiento no estaba al alcance de los responsables médicos», algo que se ha sugerido estos días en los medios a raíz de las declaraciones de una antigua novia del copiloto a quien este dijo que todos conocerían su nombre.

Pero si los propios psiquiatras especializados reconocen que la detección de tales casos es compleja, ¿es científicamente sostenible responsabilizar judicialmente a las aerolíneas? Y tal como se ha propuesto en los medios, ¿serían mejorables los tests que evalúan la idoneidad de los pilotos? Mäulen da por hecho que Germanwings ya emplea todos los medios disponibles para vigilar la salud mental de su personal de vuelo: «Dudo mucho de que en este caso la aerolínea no haya hecho todo [lo posible] e incluso más para excluir a los pilotos que no son aptos para el servicio», asegura. «Todo el mundo que trabaja en salud de la aviación sabe que estos casos son raros pero entrañan un gran desafío», agrega Vuorio.

El finlandés, sin embargo, añade un tal vez polémico comentario relativo a las noticias divulgadas sobre el temor de Lubitz a que sus trastornos le impidieran ejercer su profesión: «Necesitamos confianza y una cultura abierta; contar los problemas no tendría por qué ser el fin de una carrera, sino el momento en el que el piloto recibiera tratamiento y una evaluación adecuada y justa». Algo parecido opina Li, para quien «habría que eliminar el estigma social persistente asociado a los desórdenes mentales». Pero ¿sería admisible para los pasajeros volar bajo el mando de un piloto con un historial de enfermedad psiquiátrica?

En resumen, la visión de los expertos de cara a las posibles mejoras que prevengan casos como el de Germanwings no es muy halagüeña. Mäulen apoya la medida de obligar a que siempre haya dos tripulantes en la cabina del avión: «Tendremos que ver qué tal funciona, puede que resulte o que no»; pero termina advirtiendo: «Por mucho que lo deseemos, la seguridad absoluta es una ilusión». En cambio, Li considera que Europa se encuentra en desventaja respecto a EE. UU. en lo que se refiere a la vigilancia de sus pilotos: «Especialmente en la Unión Europea, los actuales estándares médicos de seguridad para los pilotos son inadecuados y están desactualizados; deben revisarse y reforzarse. Por ejemplo, los pilotos de aerolíneas en EE.UU. han estado sometidos a tests obligatorios de alcohol y drogas durante más de dos décadas, pero no así en otros lugares».

Miembros de los equipos de rescate en el lugar del siniestro del vuelo de Germanwings. Imagen de EFE/Francis Pellier.

Miembros de los equipos de rescate en el lugar del siniestro del vuelo de Germanwings. Imagen de EFE/Francis Pellier.

El factor geográfico que Li sugiere no se aplica solo al control de los pilotos. Muchos pasajeros volamos con la sospecha, cuando no el convencimiento, de que no corremos el mismo riesgo de accidente según la región del mundo en la que embarquemos. Si usted también es uno de los que piensan así, sepa que está en lo cierto: según la Comisión Europea (CE), «los pasajeros europeos pueden estar expuestos a mayores riesgos de seguridad cuando operan o viajan a las regiones con infraestructuras de aviación subdesarrolladas o marcos deficientes de regulación». Pero ¿no se supone que existen estándares internacionales? Responde la CE: «Los informes de la Organización de Aviación Civil Internacional (OACI) [organismo de las Naciones Unidas] indican que el nivel medio de implantación de los estándares internacionales de seguridad en aviación civil en todo el mundo es de solo el 57%». Y si pensamos en cuestiones críticas como el mantenimiento de las aeronaves, el estado de las instalaciones o la formación del personal, ¿cuánto más en algo tan difícilmente objetivable como la criba psicológica de los pilotos?

Sin embargo, la tragedia del vuelo GWI9525 ha salpicado a un país como Alemania, siempre tenido por modelo de eficiencia y fiabilidad. Vuorio no oculta su sorpresa ante el hecho de que el suceso haya ocurrido en Europa. Pero Li opina que el factor geográfico no solo es cuestión de seguridad, sino que también afecta incluso a las investigaciones sobre los accidentes. Según el epidemiólogo, la rapidez y eficacia de las autoridades al resolver e informar sobre la causa de la colisión obedecen al hecho de que «ocurrió en un tercer país que tiene jurisdicción plena para investigar y está libre de cualquier conflicto de interés». «Si la colisión se hubiera producido en Alemania, dudo que la determinación se hubiera hecho tan deprisa», presume Li, basándose en los antecedentes que incluyen el caso del vuelo 370 de Malaysia Airlines: «Incidentes previos que implicaron a vuelos de las líneas aéreas egipcias o malasias sugieren que las autoridades del país hacen todo lo posible para retrasar, desviar y encubrir a causa de los conflictos de interés económicos y legales inherentes».