Estas son las vacunas de COVID-19 que necesitamos ahora (y no son las que ya tenemos)

Decíamos el otro día que sería indeseable encontrarnos en la situación de que fuese necesario un segundo refuerzo de las vacunas de COVID-19, cuarta dosis total, a toda la población. Esta situación podría darse, por ejemplo, si los contagios se desbocaran de nuevo de tal modo que una revacunación general fuese la única manera admisible de contener la transmisión. Como dijimos, inesperadamente ha resultado que las vacunas están reduciendo los contagios, aunque no fueron diseñadas ni testadas para este fin.

Esta semana Scientific American publicaba un artículo haciendo notar que «aunque el número total de muertes por cóvid ha caído, la carga de mortalidad se está desplazando aún más a las personas mayores de 64 años». Los datos que cita el artículo se refieren solo a EEUU, pero incluso si no fuesen aplicables a otros países, deberían servir de aviso: las muertes por cóvid entre las personas de 65 y más se duplicaron con creces (aumentaron un 125%) de abril a julio de este año. La proporción de los fallecimientos totales correspondiente a esta franja de edad es mayor de lo que ha sido nunca durante la pandemia.

Las vacunas protegen mejor de los síntomas graves a las personas más jóvenes. Y aunque las personas no vacunadas por encima de los 50 años corren un riesgo de muerte 12 veces mayor que las vacunadas de la misma edad, también hay personas vacunadas que mueren. Podría llegar el caso de que el único modo admisible de proteger a las personas más vulnerables incluso vacunadas fuese un nuevo refuerzo general para contener la transmisión. Y lo de «admisible» va en cursiva porque existen otras posibles medidas, pero a estas alturas de ninguna manera querríamos volver a otras restricciones más drásticas.

Pero, como decíamos, una revacunación general con estas mismas vacunas no es lo ideal, cuando el beneficio se reduzca de tal modo que los costes ya no lo compensen. Esto se aplica también, en principio, a las vacunas en desarrollo que no aporten nada sustancialmente nuevo. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), actualmente hay 374 vacunas contra la cóvid en desarrollo, 199 de ellas en ensayos preclínicos (en animales) y 175 en clínicos (humanos). De estas últimas, 158 son inyectables, como las que ya tenemos.

Las vacunas inyectables han hecho un trabajo increíble cuando las necesitábamos, incluso superando las expectativas, ya que la protección dura más de lo esperado gracias a una respuesta potente y duradera de células T. Inducen una buena inmunidad sistémica, la vigilancia que circula por el organismo. Pero no son buenas estimulando inmunidad en la mucosa nasal y bucal, por donde entra el virus, y por esto no evitan la infección.

Las vacunas que impiden la infección se llaman esterilizantes. Aunque quizá la idea popular, promovida por el retrato erróneo de las infecciones y las vacunas en el cine y los videojuegos (por cierto, otro día podríamos hablar de los errores sobre infecciones y vacunas que se cometen en las películas, incluso en las buenas), es que una vacuna es una especie de coraza invulnerable, en la realidad no es así. Conseguir una vacuna esterilizante es muy difícil. La mayoría de las que tenemos y utilizamos normalmente no lo son (incluyendo las de la gripe), pero no importa tanto, porque las claves de su efectividad son la prevención de los síntomas que confieren y la inmunidad grupal cuando hay gran parte de la población vacunada.

Cuando se trata de un virus que entra por las vías respiratorias, como el coronavirus SARS-CoV-2, una inmunidad esterilizante requeriría una potente y duradera inmunidad local en las mucosas respiratorias. Las mucosas tienen su propia subsección del sistema inmune que incluye una clase distinta de anticuerpos llamados IgA, presentes en las secreciones.

Administración de una vacuna intranasal contra la gripe. Imagen de Pixnio.

Las vacunas inyectables no inducen esta inmunidad en las mucosas. Los estudios han mostrado que la inmunidad sistémica es tan buena en una persona vacunada y no infectada como en una persona recuperada de la infección. Pero mientras que esta segunda sí tiene respuesta preparada en sus mucosas, en cambio la persona vacunada no. Sin embargo, quienes confiaban en quedar protegidos a largo plazo por haberse recuperado de la infección sin necesidad de vacunarse se habrán desengañado al ver que vuelven a reinfectarse, porque la inmunidad mucosal que provoca la infección no es suficiente ni suficientemente duradera; son las personas infectadas y después vacunadas quienes desarrollan una mejor protección en las mucosas, ya que la vacunación reestimula toda su respuesta de memoria, incluida la que la infección dejó en las mucosas.

Es curioso que muchas personas sin formación en inmunología hayan picado en un bulo que ha circulado durante la pandemia, la idea errónea de que la infección era su vacuna. Creer en esto parece entroncar con lo que defiende el creacionismo del diseño inteligente, cuyos defensores afirman, por ejemplo, que en la naturaleza existen compuestos para curar todas las enfermedades, ya que el gran diseñador colocó la enfermedad al mismo tiempo que su cura. En esta misma línea de pensamiento, es coherente creer que el diseñador hizo los virus junto al mecanismo capaz de neutralizarlos.

Pero la realidad biológica, que conocemos ya desde el siglo XIX, no funciona así. La relación entre el parásito y su hospedador es un tira y afloja evolutivo en el que ambos están sometidos a la posibilidad de encontrar variaciones genéticas que mejoren su armamento. El virus es un producto de la naturaleza que busca, por así decirlo, encontrar el modo de silenciar la inmunidad. Y dado que es capaz de evolucionar más deprisa que nosotros, nos lleva una gran ventaja. Pero nosotros tenemos otra frente a él: el conocimiento. Lo que nuestra inmunidad no puede proporcionarnos, podemos suplirlo mediante productos de biotecnología que nos permitan optimizar la defensa.

Y en la situación actual, lo que necesitamos son vacunas que añadan a la inmunidad sistémica que ya tenemos una inmunidad mucosal más potente y duradera que la que provoca la infección, o la que reestimula la vacunación intramuscular en las personas previamente infectadas. Necesitamos refuerzos vacunales intranasales u orales. Los estudios han mostrado que la combinación de las vacunas inyectables que ya hemos recibido y un refuerzo intranasal u oral son la mejor manera de prepararnos contra futuras reinfecciones. Esto no quiere decir que vayamos a conseguir una inmunidad esterilizante, pero sí lo más cercano a ello a lo que podemos aspirar. Algunos científicos piensan que si la inmunidad en las personas recuperadas no es esterilizante en las mucosas, tampoco una vacuna lo va a conseguir. Pero no lo sabremos hasta que se pruebe, como todo en ciencia.

El pasado julio el genetista Eric Topol y la inmunoviróloga Akiko Iwasaki hacían un llamamiento en Science Immunology a la necesidad de una nueva operación Warp Speed para acelerar la puesta a punto de las vacunas nasales. Conviene recordar que la clave para que pudiéramos tener vacunas en tiempo récord durante la pandemia se resume solo en dos palabras: mucho dinero. Las vacunas de la primera generación no eran un problema científico, sino un desarrollo tecnológico. No se «descubren», como suele decirse, sino que simplemente se «crean», del mismo modo que se crea un puente o una autopista. Ya se sabe cómo hacerlas. Pero el proceso desde el diseño sobre el papel hasta el mercado es enormemente costoso: más dinero, más rápido; menos dinero, más lento. Igual que un puente o una autopista.

Todas las vacunas aprobadas en la Unión Europea se beneficiaron de los 10.000 millones de dólares (presupuesto inicial que luego se sobrepasó con creces) que la administración Trump inyectó en su desarrollo mediante la llamada Operación Warp Speed, en alusión al propulsor más rápido que la luz de Star Trek (y es una curiosa paradoja histórica que le debamos a Donald Trump algo que es rechazado fundamentalmente por quienes comparten su línea ideológica). Pero ese generoso grifo ya se cerró. Y hemos vuelto a lo de antes, cuando el desarrollo de una vacuna tardaba entre 10 y 15 años.

«Ahora necesitamos urgentemente una iniciativa acelerada similar para las vacunas nasales», escribían Topol e Iwasaki. «Una nueva operación a la velocidad del rayo nos ayudaría a adelantarnos al virus y a construir sobre el éxito inicial de las vacunas de COVID-19». Iwasaki es la responsable en la Universidad de Yale del desarrollo de una nueva vacuna intranasal como refuerzo, que ha funcionado muy bien en los ensayos con ratones. Pero según contaba a la revista Politico, las decenas de millones de dólares que necesitaría para acelerar los ensayos clínicos no están al alcance de un laboratorio académico sin un nuevo programa similar a Warp Speed.

Sin embargo, no parece haber ningún signo de que esto vaya a ocurrir. El motor ahora funciona al ralentí; y en este caso, además, el problema es más complicado, porque las vacunas nasales en general están menos desarrolladas y estudiadas, y son más complicadas de testar. Para humanos solo se utiliza una contra la gripe, además de un puñado más orales contra la polio o el cólera.

Desde que escribí aquí por última vez sobre esto, el pasado marzo, ha habido algún progreso. Se han aprobado vacunas nasales u orales en China e India. La china no es nueva, sino una versión nasal de la vacuna de vector adenoviral (un virus inofensivo que lleva la proteína S o Spike del SARS-CoV-2) que ya se estaba empleando, y se está utilizando como refuerzo. La india sí es nueva, también de vector adenoviral, y se está aplicando como doble dosis inicial. De ninguna de las dos se han publicado resultados de ensayos de fase 3, aunque las compañías dicen haberlos completado con éxito, lo cual no puede verificarse. Estas dos se suman a otras tantas ya aprobadas en sus respectivos países, la versión intranasal de la Sputnik rusa y otra en Irán.

Pero salvando estos esfuerzos de algunos países por potenciar sus vacunas, el progreso es lento. Algunas ya se han quedado por el camino, porque en algunos casos las vacunas intranasales que han funcionado bien en ensayos preclínicos en animales luego fracasan en humanos. Es el caso de la vacuna de Oxford-AstraZeneca que anteriormente se ha administrado por inyección y que se estaba ensayando ahora por vía intranasal. Había buenas expectativas depositadas en ella, pero por desgracia la fase 1 del ensayo clínico ha sido decepcionante, ya que no se logra inducir una buena inmunidad, ni mucosal ni sistémica. Ahora los investigadores deberán buscar una nueva formulación antes de reiniciar todo el proceso.

Según Nature, citando a una consultora, actualmente hay un centenar de vacunas mucosales en desarrollo contra la COVID-19. La inmensa mayoría aún están en preclínicos, por lo que les queda un largo camino por delante. Los experimentos de algunas de ellas con ratones y monos son alentadores, pero una vez más esto no garantiza en absoluto que logren lo mismo en humanos. Las grandes farmacéuticas no han apoyado con entusiasmo el desarrollo de las vacunas mucosales, porque el riesgo es grande. Y mientras los contagios prosiguen a altos niveles, se facilita la aparición de nuevas variantes que perpetúan la pandemia. Las vacunas mucosales no garantizan su fin, pero ahora son nuestra mejor opción para lograrlo.

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