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Casi la mitad de la gente oculta su COVID-19 o miente sobre ella

Hace tres años los miles de autoproclamados videntes de todo el mundo desperdiciaron una ocasión única en la vida: con que uno de ellos, bastaba con uno solo, hubiese vaticinado lo que se nos venía encima, que el mundo iba a cambiar en unos meses, que las vidas de la mayoría de los humanos iban a verse profundamente alteradas, que estaríamos encerrados en casa, que llevaríamos mascarillas durante años, que millones morirían… Solo con que uno lo hubiese visto en su bola de cristal, en su baraja, en las entrañas de su besugo o en su lo que fuese, nos habría convencido a los demás de que no son unos charlatanes. Pero claro, no ocurrió. Porque los superpoderes solo existen en los mundos de Marvel y DC. En el mundo real solo existen los negocios. Si los superhéroes existieran en el mundo real, llevarían el datáfono prendido al cinturón para cobrar el servicio.

Pero no, hoy no vengo a hablar de videntes ni de estafas. Esto viene a cuento de volver la vista atrás, a esos meses finales de 2019 en los que el virus ya estaba comenzando a propagarse, y cómo entonces nadie en este planeta, videntes incluidos, podía imaginar lo que estaba a punto de suceder. Han pasado tres años y, una vez encajado todo el dolor sufrido, que para muchos nunca se aliviará, hoy ya no se percibe la amenaza del virus del mismo modo. Hemos vuelto a la vida, a la normalidad.

Pero ¿qué normalidad? Durante los peores tiempos de la pandemia se acuñó la expresión «nueva normalidad». No era un invento del gobierno; en todo el mundo se hablaba de «new normal». Para los sectores negacionistas supuso una nueva chincheta en sus tableros de conspiranoias. Aunque, claro, a nadie le gustaba: ¿quién no preferiría la misma vieja normalidad de siempre?

Una UCI con enfermos de COVID-19 en 2021. Imagen de Karina Fuenzalida / Flickr / CC.

Solo que, nos guste o no, hay ciertas cosas que deberían cambiar para siempre, a mejor. El 28 de marzo de 2020, en pleno confinamiento y estado de alarma, escribí aquí un artículo titulado «Si todo vuelve a ser igual después del coronavirus, esto volverá a suceder». Cuando por entonces aún ni siquiera queríamos creer el inmenso desastre que se avecinaba (por entonces había algo más de medio millón de casos confirmados en el mundo y menos de 27.000 muertes; en España unos 64.000 casos confirmados y menos de 5.000 muertes), estaba claro que había cosas que nunca habíamos hecho bien: abusar de los productos germicidas, rehusar las vacunas, menospreciar la higiene pública y, sobre todo y por encima de todo, ir alegremente por ahí repartiendo nuestros catarros y gripes por la calle, en el trabajo, en los transportes, en los bares.

Aunque fuese de forma inocente, como tontos sin culpa, todos hemos sido en nuestra pequeña cuota responsables de la propagación de las epidemias; gripes, catarros y cóvid. El «es un trancazo» o el «he cogido frío» —una vez más, y ya van n, no nos resfriamos por «coger frío», este es un mito insidioso y tan difícil de matar como Steven Seagal que ignora siglo y medio de ciencia; el efecto del frío sobre el cuerpo se llama hipotermia, pero TODA enfermedad con síntomas de resfriado o gripe es SIEMPRE una infección causada por un virus contagioso— nos sirven como pretexto para seguir con nuestra vida normal sin tomar la menor precaución e ir así regalando nuestros virus a todos los que nos rodean.

Porque, claro, la alternativa es un coñazo: testarnos o ir al médico y, ya sea positivo o negativo, aislarnos, usar mascarilla, quedarnos en casa, cancelar planes… Queremos nuestra vieja normalidad, aquella en la que una nariz taponada, unos estornudos, unas toses y un dolor de garganta no iban a fastidiarnos nuestros planes. Incluso los anuncios de ciertos medicamentos contra los síntomas de catarros y gripes nos animan a que los tomemos para sentirnos mejor y así poder salir libremente a contagiar a los demás.

Y así, supongo que esto es algo que todos hemos visto a nuestro alrededor. Se miente. O, por lo menos, se silba mirando para otro lado. Ahora, un estudio de la Universidad de Utah lo confirma y le pone cifras: cerca de la mitad ha mentido en alguna ocasión con respecto a su cóvid.

El estudio, publicado en JAMA Network Open y elaborado por un amplio equipo de expertos en salud pública, psicólogos y médicos de varias instituciones de EEUU, ha consistido en una encuesta a 1.733 personas, una muestra más extensa que en otros estudios previos. Y las conclusiones son consistentes con lo que observamos a diario.

Los investigadores dividieron a los encuestados en tres grupos: quienes han pasado la cóvid, quienes no la han pasado y están vacunados, y quienes no la han pasado y no están vacunados. A todos ellos les hicieron una batería de preguntas para analizar nueve casos diferentes de «misrepresentation», algo así como falsa representación, vulgo mentira, sobre sus comportamientos con respecto a la enfermedad, añadiendo una indagación sobre las causas de tales conductas.

El resultado es que casi el 42% ha mentido alguna vez en alguna de las nueve categorías. Casi la cuarta parte han dicho a otras personas que estaban tomando medidas preventivas que en realidad no estaban tomando; casi otro tanto han roto su cuarentena a sabiendas; más de la quinta parte han evitado hacerse un test sabiendo que podían tener la enfermedad. Y un porcentaje similar han mentido hasta al médico.

Entre las razones que los encuestados alegan para haber mentido, los autores descubren una motivación general común: «querer llevar una vida normal y querer ejercer la libertad personal». Entre las respuestas frecuentemente elegidas figuran frases como «no es asunto de nadie», «no quería que nadie me juzgara», «quería ejercer la libertad de hacer lo que quisiera» , «no me sentía muy enfermo», «tenía que trabajar y no quería quedarme en casa», «seguía los consejos de una figura pública en la que confío» o incluso «no creía que la COVID-19 fuese real».

Que cale el dato: casi una de cada cuatro personas ha preferido no cancelar sus planes ni aislarse, o ni siquiera testarse, aun a sabiendas del riesgo de contagiar a otros.

Según los autores, el perfil preferente de estos mentirosos/irresponsables es variado, pero corresponde sobre todo a una persona menor de 60 años —más mentirosos/irresponsables cuanto más jóvenes— que tiende a desconfiar de la ciencia. No han encontrado diferencias significativas en cuanto a tendencias políticas, creencias religiosas o nivel educativo, y ni siquiera en cuanto a creencias conspiranoicas o actitudes respecto a las vacunas.

Por si quedara alguna duda, los autores concluyen que estas mentiras «pueden haber puesto a otros en riesgo de COVID-19». Según la directora del estudio, Angela Fagerlin, de la Universidad de Utah, mucha gente puede pensar que no pasa nada por una pequeña mentira. «Pero si, como nuestro estudio sugiere, casi la mitad de nosotros lo estamos haciendo, este es un problema significativo que contribuye a prolongar la pandemia».

Y eso que, menciona el estudio, una de sus limitaciones es que no puede comprobarse la veracidad de las respuestas, por lo que la proporción de los que han mentido u ocultado podría ser aún mayor si tampoco han querido reconocerlo en la encuesta. Como conclusión, añaden los autores, «los resultados de este estudio revelan un serio reto de salud pública para la pandemia de COVID-19 y para cualquier futuro brote de enfermedades infecciosas».

Es un asunto demasiado serio como para bromear con esto. Pero uno no puede evitar acordarse de uno de los clichés más típicos de toda película de zombis: «¡No, no me han mordido, estoy bien!», dice tratando de esconder su herida. Y ya sabemos cómo acaba siempre esto.