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Por qué las mascarillas son el fracaso de la respuesta contra la pandemia

Antes de la pandemia de COVID-19, los científicos llevaban años alertando de que la pregunta no era si volveríamos a sufrir una gran epidemia global como las de tiempos pasados, sino cuándo. Quienes nos dedicamos a contar la ciencia recogíamos y explicábamos aquellos avisos de los expertos. Y sí, aquellos artículos se leían con interés; algunos los leían con interés. Pero incluso en estos se notaba que no lo entendían como la certeza que se pretendía transmitir que era, sino como una amenaza abstracta, vaga y lejana. Como que el Sol se apagará algún día, o que un asteroide como el que liquidó a los grandes dinosaurios acabará haciendo una nueva carambola con nosotros. O como esas advertencias de las madres que nunca nos tomamos del todo en serio, «ponte un abrigo que vas a coger frío», «como sigas así vas a acabar…».

Es por esto que una de las cosas más sorprendentes durante el primer tsunami de la pandemia fue leer y escuchar todos aquellos «no puede estar pasando», «nunca nos lo habíamos imaginado», «esto parece una película»… (por no hablar ya de los que aún siguen pensando que esto no ha pasado). ¿Dónde estaba metida esta gente cuando los científicos alertaban de lo que iba a caernos encima? Es cierto que, antes de esta pandemia, ningún medio de comunicación abría jamás su portada o su informativo con estas noticias. Al fin y al cabo los medios son un reflejo de la sociedad, y por ello siempre se han ocupado más de las cosas que realmente importan a la sociedad, como si tal político le da la mano o un abrazo a tal otro con el que está peleado. La posibilidad de que una pandemia borrara de la faz de la Tierra a buena parte de una generación de abuelos y a muchas otras personas no podía competir con lo que dice un político con veinte micrófonos delante.

Sobre todo cuando estos mismos políticos también vivían osadamente ignorantes de ese riesgo. Osadamente porque, como conté aquí en pleno confinamiento de marzo de 2020, desde hace años la Organización Mundial de la Salud (OMS) mantiene una herramienta de autoevaluación denominada SPAR (IHR State Party Self-Assessment Annual Report) para que los países valoren sus propias capacidades en materia de las Regulaciones Internacionales de Salud (International Health Regulations, IHR), lo que incluye la preparación y respuesta contra epidemias.

Y, según esta herramienta, en 2018 España se consideraba por encima de la media global en 12 de las 13 capacidades. En todas ellas nos poníamos a nosotros mismos una nota de entre 8 y 10: «mecanismos de financiación y fondos para la respuesta a tiempo a emergencias de salud pública», un 8; «función de alerta temprana: vigilancia basada en indicadores y datos», otro 8; «recursos humanos», pues también un 8; «planificación de preparación para emergencias y mecanismos de respuesta», un 10, ahí; «capacidad de prevención y control de infecciones», otro 10. Por qué no, si uno se pone su propia nota.

La única capacidad en la que España bajaba del notable y se equiparaba a la media global era en «comunicación de riesgos», un 6. Aunque si un 6 se entiende como un «bien» en este caso también nos estábamos sobrevalorando, es evidente que en las otras capacidades mencionadas nuestra percepción de nosotros mismos distaba de la realidad en una magnitud poco menos que galáctica, como han demostrado los hechos: España ha sido uno de los países más duramente castigados por la COVID-19, con la cuarta mayor mortalidad general del mundo (en tasa de muertes por infecciones, IFR) y también la cuarta mayor mortalidad del mundo descontando la influencia de la pirámide poblacional, según un gran análisis publicado en febrero en The Lancet.

Pero cuidado: quienes tanto han aprovechado estos datos para culpar a un gobierno concreto o a un color político concreto, ¿dónde se manifestaban antes de la pandemia alertando de que, en caso de un desastre semejante, este país estaba abocado a un naufragio sanitario apocalíptico? ¿Cuándo presentaron quejas, iniciativas o propuestas para mejorar nuestra preparación contra epidemias y corregir ese inmenso desfase entre nuestra percepción de la realidad y la realidad? La preparación contra una pandemia no se improvisa. La catástrofe que hemos sufrido no es solo achacable a un gobierno concreto, estatal ni autonómico, sino a todos los que anteriormente han pasado por la poltrona sin preocuparse lo más mínimo por esa barbaridad que decían los científicos, siempre tan alarmistas. Han sido años y años de ignorancia e inacción. Que hemos pagado con creces.

Y por cierto, quien sí alertó de todo ello hasta la afonía antes de la pandemia fue la OMS. Ese organismo al que tanto desdeñan ahora esos mismos que nunca quisieron escuchar lo que decía cuando alertaba sobre lo que nos iba a caer encima, sin que a nadie pareciese importarle.

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Pero, en fin, el pasado no puede cambiarse. No existe el condensador de fluzo, ni el DeLorean, ni Marty McFly. Lo que sí podemos es trabajar en el presente para cambiar el futuro. Porque ahora ya sabemos que la amenaza era real. Hace dos años no podíamos improvisar. Pero entonces podíamos haber empezado a trabajar de cara al futuro.

Y ¿se ha hecho?

A principios de marzo, un grupo de científicos de la London School of Hygiene & Tropical Medicine dirigido por el epidemiólogo Adam Kucharski, una de las voces más autorizadas durante la pandemia, publicaba en The Lancet un comentario bajo el título «Las medidas respecto a los viajes en la era de las variantes del SARS-CoV-2 necesitan objetivos claros». Lo que decían Kucharski y sus cofirmantes era que los gobiernos han estado tomando y destomando medidas con respecto a los viajes, como pasaportes de vacunación, prohibiciones de vuelos, controles en los aeropuertos incluyendo test, aislamientos y cuarentenas, todo ello con «justificaciones débiles», «sin declarar objetivos claros ni las evidencias que las respaldan».

A lo largo de la pandemia han sido innumerables los estudios retrospectivos o de modelización que han mostrado que las restricciones de viajes no han impedido la propagación ni la introducción del virus en unas u otras regiones. Lo que sí han hecho ha sido retrasar lo inevitable. Por ello, Kucharski y sus colaboradores no dicen que estas medidas no sirvan para nada; lo que dicen es que estas medidas deberían entenderse como una solución temporal que «podría proporcionar tiempo a los gobiernos para desarrollar estrategias a largo plazo, como reforzar la vigilancia, el rastreo de contactos, las medidas de salud pública y las campañas de vacunación». Una vez que una variante ha entrado en el país, dicen, «las restricciones de viajes continuadas tendrá un impacto extremadamente limitado en la epidemia local».

Así, lo que los investigadores defienden (y coinciden con lo defendido por muchos otros a lo largo de la pandemia) es que una reacción de urgencia puede incluir restricciones de viajes, pero solo como medidas temporales, como un modo de comprar tiempo mientras se organizan las medidas necesarias de control local. Preparación para el futuro.

Bien sabemos que en este país algunos gobiernos han utilizado los aeropuertos como arma arrojadiza para culpar a otros gobiernos de la situación de la pandemia. Pero esos gobiernos acusadores, ¿han tomado medidas mientras tanto en su región de competencia? Puedo hacer un cherry-picking de datos contando que, cuando llamé al número de teléfono correspondiente para informar de un caso de COVID-19 en mi familia, jamás nadie me llamó de vuelta para hacer un rastreo de contactos. Pero sin cherry-picking, creo que decir que el rastreo de contactos en toda España en general ha sido entre simbólico e inexistente no es alejarse mucho de la realidad.

En resumen, el mensaje es este: existen ciertas medidas que pueden ser desgraciadamente inevitables en un momento determinado, pero que deben entenderse como temporales mientras se trabaja en la puesta a punto de las soluciones definitivas.

Pasemos ahora a otro ejemplo de lo mismo, muy de actualidad, y creo que a estas alturas es fácil adivinar lo que sigue. Después de las lógicas dudas e incertidumbres iniciales sobre el modo de transmisión de la COVID-19, hace ya al menos año y medio que comenzó a perfilarse la transmisión por aerosoles como la vía principal de contagio; rebuscando en el archivo de este blog, creo que fue en septiembre de 2020 cuando escribí aquí que las nuevas ideas clave que se habían instalado ya entre la comunidad científica para controlar la pandemia eran ventilación y filtración.

El peligro está en el aire. Y por lo tanto donde debe actuarse, donde debería haberse comenzado a actuar hace al menos año y medio, es en el aire. No en la cara de la gente.

Al comienzo de la pandemia tampoco estaba claro si las mascarillas eran un modo eficaz de protección, ya que había poca literatura científica al respecto, algo inconsistente, siempre referida a otros virus y normalmente solo a las mascarillas quirúrgicas, ya que las FFP2/N95 apenas se utilizaban en la práctica clínica normal. La urgencia de esta crisis incitó docenas y docenas de nuevos estudios, de los cuales puede concluirse que sí, las mascarillas funcionan, pero no son un salvoconducto contra la infección. En los entornos experimentales y controlados pueden alcanzarse grados de protección muy altos, pero los estudios en el mundo real generalmente muestran que la reducción de riesgo, aunque existe, es relativamente modesta.

Al comienzo de la pandemia aceptamos infinidad de medidas y restricciones porque entonces eran un mal menor, un mal necesario para compensar esa falta de preparación previa. Pero lo hicimos bajo la (ingenua, como se ha visto) creencia de que nos sometíamos a estos males necesarios como medidas de transición mientras se ponían en marcha las soluciones definitivas. En un primer momento no se podía hacer otra cosa. Pero ante el claro consenso científico sobre la transmisión del virus por el aire, esto debería haber llevado a una transformación radical y urgente de los sistemas de calidad del aire en los espacios públicos cerrados: periodo de consultas con todos los expertos y partes, redacción de nuevas leyes, implantación de las nuevas normativas con los periodos de adaptación necesarios, incluso ayudas económicas para hacer frente a los gastos necesarios.

Dos años después del comienzo de una pandemia que ha matado a más de seis millones de personas en todo el mundo según datos oficiales, que podrían ascender a más de 18 millones reales según un reciente estudio en The Lancet, teniendo durante gran parte de este periodo la certeza y la constancia de que el virus se transmite a través del aire, ¿qué ha sido lo que se ha hecho en estos dos años para atajar esa vía mayoritaria de contagio y, de paso, prevenir futuras pandemias similares?

Mascarilla obligatoria. Y que no nos juntemos.

Por si a alguien le sirve de consuelo (es solo un decir), España no es el único país en esta situación. De hecho, puede decirse que al respecto de nuevas legislaciones estrictas sobre calidad del aire en interiores no se ha hecho fundamentalmente nada en ningún otro lugar. Con respecto a EEUU, la situación —la misma que aquí— la resume muy bien este tuit del especialista en infecciosas de Stanford Abraar Karan:

«La dependencia en mascarillas mejores es porque el aire en nuestros espacios cerrados compartidos no es lo suficientemente seguro. El problema para arreglarlo es que la responsabilidad recae sobre el gobierno y los negocios que tienen que pagar para ello. Así que, en vez de eso, dejan que nos peleemos entre nosotros sobre las mascarillas», dice.

Pero sucede que en EEUU al menos ya hay un tímido avance al respecto. El pasado martes, según contaba el Washington Post, la Oficina de Ciencia y Tecnología de la Casa Blanca organizó un evento virtual bajo el lema «Let’s Clear the Air on COVID», «limpiemos el aire de cóvid». La directora de esta oficina, Alondra Nelson, escribía después: «Aunque existen varias estrategias para evitar respirar ese aire —desde el teletrabajo a las mascarillas—, podemos y deberíamos hablar más de cómo hacer el aire en interiores más seguro, filtrándolo o limpiándolo».

En el artículo, firmado por Dan Diamond, los científicos aplauden este movimiento, aunque lamentan la enorme tardanza con la que llega. Como dice David Michaels, de la Universidad George Washington, el aire limpio debe ser una prioridad como lo es el agua limpia.

Y mientras, ¿qué ocurre al sur de los Pirineos?

Lo que ocurre es que, día sí, día no, oímos o leemos a algún especialista en salud pública o medicina preventiva (afortunadamente, otros no piensan así) decir que las mascarillas deberían quedarse al menos en algunos ámbitos, porque no solo la cóvid, sino la gripe, el Virus Respiratorio Sincitial… Que nos acostumbremos a ellas. Que ya son parte de nuestras vidas. Que para siempre.

Las mascarillas son un mal. Las hemos aceptado como un mal necesario por el bien común, durante dos años enteros ya. Millones de niños pequeños ya no recuerdan cómo era vivir sin mascarilla, cómo era ver las caras de sus compañeros y profesores en clase. Más allá del debate político e ideológico, la verdadera discusión no debería ser si se retiran o no se retiran las mascarillas en interiores en función del nivel de riesgo actual o por lo que se esté haciendo en otros países; la verdadera discusión debería ser por qué en un año y medio no se ha avanzado ni un solo paso hacia la solución definitiva para que las mascarillas ya no sean necesarias. Para asegurar que respiremos aire limpio en todos los recintos interiores y no tengamos que vivir con la cara cubierta. Soluciones del siglo XXI, no de tiempos de la Peste.

Otro legado de la pandemia: el mayor estudio de campo de la historia sobre la desinformación científica

Como nostálgico musical (y como alguien que no suele pasar un día de su vida sin escuchar música), suelo hacer excavaciones arqueológicas en mi propia casa para rescatar y cargar en una vieja minicadena las cassettes que grababa allá por los 80, directamente de la radio o de discos prestados por los amigos; en fin, las playlists de entonces, cuando lo más parecido a un móvil era un walkman. De repente se ha abierto paso hasta mis oídos el Don’t Believe What you Read (1978) de los Boomtown Rats. Hace 44 años Bob Geldof cantaba cómo se levantaba por la mañana y leía los periódicos sabiendo, decía, que la mayoría de lo que publicaban era un montón de mentiras, y cómo tenía que aprender a leer entre líneas.

Aunque creamos que las fake news y las teorías conspiranoicas son un problema reciente y solo actual, recuerdo que hace unos años el sociólogo de la Universidad Rutgers Ted Goertzel me contaba cómo en tiempos de la Revolución Americana cuajó la idea de que los británicos querían esclavizar a los americanos y suprimir los cultos protestantes que habían llegado a América con los emigrantes no ingleses. Y que esta creencia extendida, viralizada diríamos hoy, fue un factor influyente en el levantamiento de la población de las colonias para reivindicar su independencia.

Tampoco suele haber nada radicalmente nuevo en el contenido de los bulos que se propagan; la historiadora de la ciencia Paula Larsson contaba que ya hace 135 años los antivacunas contra la viruela utilizaban los mismos argumentos falsos que los actuales contra la COVID-19: que la epidemia no existía, que las autoridades y el estamento médico sembraban el miedo para enriquecerse, que las vacunas eran más peligrosas que la propia enfermedad y que eran un método de control de la población. Nada nuevo bajo el sol.

Pintada negacionista en Miranda de Ebro. Imagen de Zarateman / Wikipedia.

Sí, es cierto que los medios de comunicación publican noticias falsas; unos pocos, con regularidad y sin el menor pudor. A veces, por arriesgar el rigor a cambio de un sensacionalismo rentable. Muchos, por desconocimiento o falta de criterio y de especialización, como ha ocurrido a menudo durante la pandemia en medios que se declararían contrarios a las fake news, pero que rebotan «noticias» que no saben valorar, y dan voz y difusión a autoproclamados expertos que no lo son y que no están promoviendo la ciencia, sino solo a sí mismos (creo que no hace falta nombrar a algún famoso todólogo que está en la mente de todos).

Recuerdo que allá por el 2006 llegué al periodismo de ciencia desde la ciencia, conociendo bien el mundo de la ciencia pero casi nada el del periodismo (salvo por una experiencia previa con el de viajes), y una de las primeras cosas que no entendí fue por qué los redactores de ciencia no solían entrevistar directamente a las fuentes originales, sino al presidente, vocal o tesorero de la Sociedad Española de nosecuántos. Esta extraña costumbre que solo parece afectar a las noticias de ciencia en los medios no especializados —para valorar las noticias sobre la guerra de Ucrania se pregunta a expertos avalados por su trabajo y sus publicaciones, no al vicepresidente de nosequé organización gremial— se ha exacerbado durante la pandemia, y ha contribuido muchas veces a la confusión.

Las noticias falsas y la desinformación esparcen sobre los medios una mancha general que es difícil de limpiar. Hacen caer en la trampa de la generalización, que lleva a despreciar medios que son referentes informativos de la prensa en español en todo el mundo. Conozco a personas jóvenes, de la generación millennial, que dicen no leer jamás lo que llaman medios tradicionales o mainstream por creer que siempre mienten.

El problema es que si, como cantaban los Boomtown Rats y piensan algunos o muchos millennials, los medios que ellos llaman tradicionales no son fuentes fiables, ¿cuál es la alternativa?

Tomemos como ejemplo especialmente inexplicable el de la publicidad: no suele cuestionarse de forma muy llamativa en el debate público, cuando es, por definición, interesada. El caso típico es el de una conocida marca de yogures líquidos que lleva décadas promocionándose bajo el supuesto argumento de que refuerza las defensas. En algún país ha llegado a prohibirse esta publicidad, ante los estudios científicos que la han desmontado. Pero el mensaje sigue dándose por válido hasta tal punto que incluso en los colegios, donde se supone que debería haber algún o alguna nutricionista con conocimiento científico al mando, se recomiendan estos alimentos para los niños frente a los yogures normales. Que la publicidad pagada llegue a considerarse una fuente más fiable que la ciencia reafirma la idea de algunos expertos de que la desinformación científica ha alcanzado proporciones de crisis.

Naturalmente, sabemos que son las redes sociales las que suplen esa función informativa para muchas personas, sobre todo jóvenes. No puede negarse que las redes sociales han tenido su lado luminoso durante la pandemia. Muchos investigadores expertos de prestigio han aprovechado la vía de Twitter para comunicar al gran público con enorme eficacia, a través de hilos que han explicado a millones de personas la ciencia más actual y relevante sobre la COVID-19. Como contaba Science hace unos días, algunos de estos investigadores apenas tenían un par de miles de seguidores antes de la pandemia, que se han convertido en cientos de miles gracias a su magnífica labor como fuentes de información relevante y veraz. Por desgracia, también esto ha convertido a muchos de ellos en víctimas de campañas de odio y ataques por parte de los negacionistas.

Dentro de la propia ciencia, Twitter también ha sido una herramienta enormemente valiosa durante la pandemia. Ha facilitado el intercambio de datos e información en la comunidad científica con una extensión e inmediatez inalcanzables por medios más habituales como los foros especializados, o no digamos los congresos. Ha conseguido que se retracten estudios falsos o defectuosos con una rapidez nunca antes lograda por los canales convencionales.

Pero en el reverso está el lado oscuro. Quizá uno de los ejemplos más extremos de la voracidad de Twitter por la desinformación y las fake news haya surgido a raíz del lamentable comportamiento de Will Smith en la ceremonia de los Óscar. Después de su agresión al pretendidamente gracioso presentador Chris Rock, en Twitter circuló un mosaico de rostros con, supuestamente, las reacciones de muchos de los presentes, y esta composición se ha hecho viral debido a los comentarios de los tuiteros. Pero ha resultado que al menos algunas de las fotos son falsas, ya que corresponden a galas de años anteriores. Más allá de la motivación que haya tenido la persona que ha creado ese falso montaje, que a saber, el ejemplo es extremo porque en este caso ni siquiera hay un interés ideológico o político en el fake. Sirve como experimento para mostrar lo fácil que es engañar en las redes sociales: se da por hecho que los medios mienten, pero cualquier cosa que circula en Twitter se toma automáticamente como cierta.

El daño que han hecho las redes sociales al conocimiento veraz sobre la pandemia ha sido inmenso. Si Goertzel señalaba que las conspiranoias y los bulos no son un fenómeno nuevo, también admitía que los medios actuales tienen una capacidad de amplificación nunca vista antes en la historia. Como contaba a Science el psicólogo de la Universidad de Bristol Stephan Lewandowsky, en el mundo físico es casi imposible que una persona que piensa que la Tierra es plana se encuentre casualmente con otra que cree lo mismo. Pero online, esa persona puede conectar con «el otro 0,000001% de gente que sostiene esa creencia, y puede llevarse la (falsa) impresión de que está muy extendida».

En el mismo reportaje de Science el biólogo evolutivo de la Universidad de Washington Carl Bergstrom, que se ha especializado en el ecosistema de la desinformación, cuenta cómo a comienzos de este siglo trabajaba en planes de preparación de EEUU contra una posible pandemia, y que por entonces él y sus colaboradores pensaban que, cuando las vacunas estuvieran por fin disponibles, sería necesario proteger los camiones que las transportaran para evitar que la gente los asaltara para llevárselas. La película Contagio de Steven Soderbergh, la que más se ha acercado a la realidad de una pandemia, mostraba algo parecido cuando una epidemióloga de la Organización Mundial de la Salud era secuestrada como rehén para que las vacunas llegaran a una aldea. A favor de Soderbergh hay que decir que también retrató el problema de la desinformación a través del personaje magníficamente interpretado por Jude Law, el bloguero conspiranoico reclutado por la industria homeopática para promocionar su falso remedio.

A lo largo de la pandemia han sido innumerables los estudios y artículos de expertos, en revistas científicas o medios explicativos independientes como The Conversation, que han tratado el problema de la desinformación. Y el tono general es que nadie encuentra paliativos al enorme daño que ha causado. Un estudio experimental en Reino Unido y EEUU encontró que la simple exposición a algún bulo sobre las vacunas publicado en Twitter reducía en un 6% la proporción de personas dispuestas a vacunarse. Escalado a una población como la española, esto supondría que casi tres millones de personas rechazarían la vacuna solo porque han leído un tuit.

Algunas plataformas, como Twitter, Facebook, Instagram o YouTube, han implantado supuestas políticas destinadas a eliminar la desinformación y los bulos sobre la COVID-19 y las vacunas en general. Pero como escribían hace unos días en Nature Medicine tres investigadores de la London School of Hygiene and Tropical Medicine, la plaga es casi incontrolable; en julio de 2020 había en las redes sociales en inglés un volumen de cuentas antivacunas que acumulaban 58 millones de seguidores, con un valor publicitario conjunto de 1.000 millones de dólares al año. La desinformación también es un gran negocio para las plataformas, como demuestra la reciente resistencia de Spotify a retirar un popular podcast antivacunas ante la denuncia de Neil Young.

Sin embargo, si en algo coinciden generalmente los expertos es en que el problema es mucho más complejo que simplemente información versus desinformación. «Aumentar el suministro de información precisa no curará por sí solo este problema si no se abordan las motivaciones subyacentes de la renuencia [a las vacunas]», escriben los autores de este último artículo. Hay otros muchos factores implicados, como también hay toda una taxonomía de la renuencia a las vacunas, desde los que solo dudan hasta los activistas antivacunas ideológicos. Los primeros pueden ser muy sensibles a cualquier bulo que puedan encontrar accidentalmente, y por lo tanto en ellos puede ser mayor el beneficio de la información veraz; mientras que, en el caso de los segundos, son ellos quienes buscan conectarse entre sí y compartir esas desinformaciones que refuerzan sus convicciones.

Esos muchos factores incluyen los emocionales y los racionales, los miedos y ansiedades profundas en tiempos de incertidumbre, la desconfianza en la clase política, en las élites de poder y en los estamentos de los expertos, todo ello avivado por populismos políticos extremistas, armados con discursos simples dirigidos a las tripas más que a la razón. La desinformación es un síntoma, pero la verdadera enfermedad es un sistema político y un clima social que la recompensan, dice el experto en comunicación de la ciencia Dietram Scheufele, de la Universidad de Wisconsin. En The Conversation, las historiadoras de la ciencia y la salud Caitjan Gainty y Agnes Arnold-Forster recuerdan que originalmente los movimientos antivacunas se situaban en la izquierda política y que solo recientemente se han desplazado a la extrema derecha, pero que siempre se han envuelto en la bandera retórica de la «libertad» para embellecer una gran variedad de motivaciones.

En resumen, los expertos básicamente coinciden en los análisis y los diagnósticos, y en los mensajes de que se debe construir confianza a través de mensajes positivos respaldados por figuras respetadas por la comunidad, de que debe fomentarse el pensamiento crítico y razonado, educar en el reconocimiento y el rechazo de la desinformación…

Pero, en el fondo, no puede evitarse la sensación de que realmente nadie sabe cuál es la cura. En un preprint reciente, investigadores noruegos han revisado los mejores de entre los estudios previos sobre la desinformación relativa a las vacunas en las redes sociales, y su principal conclusión es que… hacen falta más y mejores estudios. La pandemia de COVID-19, cuyo alcance ninguna predicción científica acertó a prever en los primeros momentos, ha desatado una pandemia paralela de anticiencia cuya magnitud también ha sorprendido incluso a quienes ya estudiaban este fenómeno antes. Si acaso, los científicos sociales y los estudiosos académicos de la comunicación se han encontrado de repente y sin esperarlo con el mayor estudio de campo de la historia, que ha generado suficientes datos como para darles trabajo durante muchos años.

En cuanto a los demás, y mientras esperamos sus conclusiones, al menos podríamos entender que el Don’t Believe What You Read de los Boomtown Rats hoy debería sustituir los periódicos por Twitter. Y quizá hasta el propio Bob Geldof estaría de acuerdo, ya que es un firme partidario de la vacunación.

Este debería ser el próximo paso en las vacunas contra la COVID-19

A día de hoy no hay razones científicas sólidas para aplicar una cuarta dosis de vacuna a toda la población que ha recibido las tres anteriores. Solo para ciertos grupos de riesgo se está administrando esta cuarta dosis en España y otros países, y esta es una recomendación razonable: los datos obtenidos de estudios en Reino Unido, Francia y EEUU han mostrado que casi la mitad de las personas inmunodeprimidas apenas responden a dos dosis de la vacuna, pero la mitad de esa mitad mejora su respuesta con una tercera dosis. Aunque aún faltan datos respecto a cómo esa cuarta parte restante responderá a un nuevo refuerzo, parece razonable pensar que les aportará algún beneficio. Y en el caso de las personas con un sistema inmune débil, cualquier ayuda es buena.

Pero no está justificado para la población general. Los estudios muestran que la cuarta dosis aumenta una respuesta de anticuerpos neutralizantes que está decayendo a los pocos meses de recibir la tercera, restaurándola a niveles similares que con la dosis anterior, pero no se logra el efecto de refuerzo que la tercera proporciona respecto a la doble dosis. Es decir, hay un beneficio, pero es marginal. Si a esto unimos que, como ya he explicado aquí, el efecto de las vacunas no se limita a los anticuerpos neutralizantes, sino que incluye también los no neutralizantes, la respuesta de células T y la inmunidad innata, y si además recordamos por un momento que existen continentes enteros donde la mayor parte de la gente aún no ha tenido la oportunidad de recibir ni la primera dosis, el resultado es que un cuarto pinchazo para todos no tiene sentido.

Todo esto, claro, se refiere a la situación actual. No sabemos cómo evolucionará el virus en el futuro, y en esto la ciencia solo puede ir por detrás. Pfizer y Moderna están ahora ensayando sus vacunas específicas contra Ómicron, pero realmente no sabemos si serán necesarias o beneficiosas; por ejemplo, en el caso de que surja una nueva variante contra la cual quizá las nuevas vacunas anti-Ómicron no aporten nada sustancial respecto a las diseñadas contra el virus ancestral de Wuhan.

Como tampoco sabemos qué destino aguardará a las casi 350 vacunas que ahora están en desarrollo o en ensayos preclínicos o clínicos. Muchas de ellas fracasarán; como media, solo uno de cada diez fármacos candidatos acaba superando todas las pruebas para llegar a ver la luz. Al menos una docena de vacunas contra la cóvid ya se han quedado en el camino. Pero las que lleguen hasta el final dentro de meses o años, ¿tendrán alguna utilidad?

Los esfuerzos de científicos, instituciones y gobiernos por responder al horror de la pandemia aportando sus recursos han sido encomiables en todos los casos. Pero uno no puede evitar preguntarse si esta enorme dispersión de esfuerzos, en muchos casos con evidentes tintes nacionalistas, ha tenido algún sentido; y si, dado que no ha sido una sorpresa que llegaran primero a la línea de meta las vacunas que contaban con diez o cien veces más músculo financiero que otras, no habría sido más fructífero en muchos casos enfocar esos otros proyectos más cortos de fondos, y por tanto más lentos, a apuestas con más visión de futuro.

Por ejemplo, una de esas visiones de futuro es la de las vacunas pan-coronavirus, diseñadas para actuar contra cualquier virus de esta familia. El SARS-CoV-2 no ha sido el primero ni el más letal, y no será el último. Realmente habríamos salido enormemente fortalecidos de esta pandemia si lo hiciéramos con una vacuna que pudiera protegernos de futuros coronavirus que todavía no han escapado de sus reservorios animales.

Pero si hay un hueco importante en el campo de las vacunas contra la cóvid que aún falta por rellenar, es sin duda el de las esterilizantes, las que sean capaces de bloquear la infección por completo. Y para este trabajo no parece haber nada más cualificado que las vacunas intranasales.

Administración de una vacuna intranasal contra la gripe. Imagen de Pixnio.

Como es bien sabido, el coronavirus infecta a través de las mucosas respiratorias, sobre todo por vía nasal, más que por la boca. En estos tejidos se produce un tipo especial de anticuerpos llamados IgA que actúan como centinelas apostados a las puertas, mientras que por la sangre y otros tejidos corren los IgM y los IgG, las patrullas móviles; los IgM son la respuesta temprana, y los IgG la vigilancia posterior. Las vacunas intramusculares que hemos recibido son muy buenas produciendo IgM e IgG, pero no tanto produciendo IgA, por lo que dejan opción a que el virus entre en el organismo para combatirlo una vez que nos ha invadido. Una vacuna por vía nasal, capaz de estimular una fuerte respuesta IgA en las vías respiratorias superiores, podría bloquear al enemigo a las puertas. Naturalmente, una buena vacuna nasal también deberá inducir una potente respuesta sistémica de IgG y de células T en las mucosas.

En contra de lo que decía uno por ahí, ni las vacunas que tenemos se han diseñado para no ser nasales, ni una vacuna nasal se diseña para ser nasal. Cualquier vacuna en principio puede administrarse por la nariz, solo con que su formulación se adapte para este fin, incluyendo el vehículo adecuado para que llegue a donde tiene que llegar y haga lo que tiene que hacer. De hecho, al menos dos de las ya conocidas y utilizadas, la rusa Sputnik V («uve») y la de Oxford-AstraZeneca, se están ensayando ahora por vía nasal.

Pero si aún no las tenemos es porque hay razones que hacen esta vía más complicada. La administración intramuscular es la más rápida y fácil de testar, y con la explosión de la pandemia había prisa. Sobre todo cuando una vacuna de acción sistémica asegurada, como la que se pincha, podía lograr ese objetivo urgente de reducir la enfermedad grave y las muertes. En comparación, las vacunas nasales se han investigado y desarrollado mucho menos, porque antes de la COVID-19 no había demasiado incentivo para ello. Aunque en los últimos años pre-pandemia ha sido un campo en auge, que yo sepa aún solo existe una contra la gripe (y alguna más para uso veterinario), pero incluso esta ha funcionado regular.

La primera de esas complicaciones es que estas vacunas deben vencer un obstáculo peliagudo: la mucosa nasal está especializada en proteger las vías respiratorias de la entrada de elementos extraños. De hecho, en inmunología se consideran las barreras físicas (piel, mucosas) como las primeras defensas básicas. Y tras la barrera física está, además, la inmunidad innata. Así que la vacuna nasal debe encontrar la forma de vencer esas resistencias. Por otra parte, medir parámetros inmunitarios como los anticuerpos es más difícil en las mucosas que en la sangre, y pueden estar sujetos a fluctuaciones que es complicado controlar.

Actualmente hay al menos una docena de vacunas nasales en el horno, de varios tipos, incluyendo virus atenuado, proteína recombinante, vectores adenovirales o ARN/ADN. Algunas de ellas ya están en la fase 3 de los ensayos clínicos. Posiblemente la que esté más cerca de la meta sea la vacuna de adenovirus de chimpancé con la proteína Spike del SARS-CoV-2 creada por la Universidad de Washington y licenciada al fabricante indio Bharat Biotech. Esta vacuna, llamada BBV154, se está ensayando en doble dosis para personas aún no vacunadas y como refuerzo a personas ya vacunadas, pero solo con las indias Covaxin de la propia Bharat y Covishield, la marca india de la vacuna de Oxford-AstraZeneca.

Las vacunas nasales (o quizá también orales) que previsiblemente comenzarán a llegar dentro de unos meses podrán utilizarse como refuerzo en las personas ya vacunadas, complementando el nivel de vigilancia de su sistema inmune inducido por las dosis anteriores con una dotación de células B y T y anticuerpos IgA en la mucosa de las vías respiratorias, además de reforzar de nuevo la inmunidad sistémica. Este es el enfoque en algunas de las vacunas en desarrollo. Pero quizá alguna de ellas logre una inmunización potente con solo una o dos dosis, lo que podría aumentar las tasas de vacunación entre las personas que aún no se han vacunado (por motivos de naturaleza distinta a la ideológica, claro). O quizá incluso existan las dos opciones. Alguna de estas vacunas ha sido diseñada para poder hacer frente a múltiples variantes del virus.

Alguna ya se ha quedado por el camino, como la vacuna de la compañía Altimmune y la Universidad de Alabama, que funcionó bien como vacuna nasal esterilizante con una sola dosis en los ensayos preclínicos en ratones, pero que fue abandonada cuando en la fase 1 con humanos no indujo una buena respuesta. Lo cual debería servir de advertencia sobre la presentación triunfalista de los resultados preclínicos en los medios.

Conviene añadir que no toda la comunidad científica coincide en que vayamos a necesitar con seguridad las vacunas esterilizantes. Y el motivo de estas dudas es que nadie sabe qué hará el virus en el futuro. Si no surgieran nuevas variantes más peligrosas y el virus se limitara a circular en sus formas similares a las actuales, chocando contra nuestra inmunidad ya construida por las vacunaciones y las infecciones, y reforzando temporalmente esa inmunidad en el transcurso de estos choques, tal vez las vacunas esterilizantes estarían de más. Si el SARS-CoV-2 se comportara en el futuro como los coronavirus del resfriado entre la población previamente inmunizada, el riesgo general sería bajo.

Tampoco hay ninguna garantía de que pueda lograrse una inmunidad esterilizante; las vacunas no hacen otra cosa que engañar al organismo con una infección simulada para poner en marcha un proceso natural, y la naturaleza no ha conseguido una inmunidad esterilizante contra los coronavirus del resfriado, que resurgen y nos infectan periódicamente sin que hasta ahora nos haya importado demasiado.

Pero si en algún momento surgiera una nueva variante más peligrosa, entonces sí agradeceríamos tener a mano una vacuna esterilizante. Y quizá la tengamos, o quizá no: el problema, lamentan algunos investigadores, es que la fuente se ha secado. Después de todo ese esfuerzo inicial encomiable aunque disperso, en el que todo el dinero era poco, ahora la financiación de los proyectos de vacunas ha decaído. Ya no existe la carrera por ser el primero, ya no luce tanto destinar fondos a ello, y ni siquiera se sabe si habrá mercado para una próxima generación de vacunas. Pero si algo debería habernos enseñado esta pandemia es que invertir en preparación merece la pena, incluso si aquello contra lo cual nos hemos preparado nunca llega. El error de haber desperdiciado la oportunidad de prevenir una posible nueva amenaza no puede enmendarse, y cuesta vidas.

Ómicron no es «leve»: así es como las vacunas reducen su gravedad

El rápido desarrollo y despliegue de las vacunas contra la COVID-19 ha sido el mayor triunfo de la ciencia durante esta pandemia, y la clave de la situación en la que estamos ahora: una amenaza infinitamente menor que la de hace dos años, cuando la Organización Mundial de la Salud comenzaba a calificar el brote como pandemia y nos veíamos obligados a confinarnos ante la avalancha de enfermedad y muerte que saturaba los hospitales.

Afortunadamente la oleada de la variante Ómicron, más infecciosa que las anteriores, no se ha traducido en la catástrofe que podría haber sido. Todos recordamos que, cuando esta variante empezó a expandirse, en los medios se difundió el mensaje de que Ómicron era menos peligrosa, pero esto es algo que realmente aún no se ha confirmado. Aquellos mensajes se basaban en el hecho de que la mortalidad que se estaba observando se había reducido respecto a variantes anteriores, y en resultados experimentales preliminares según los cuales parecía que la replicación de Ómicron en el pulmón era menos eficiente.

Pero lo cierto es que a estas alturas todavía no hay base científica sólida para afirmar que Ómicron sea más leve. Los estudios irán llegando, pero aún no los tenemos. Y en cambio, cada vez parece reconocerse más la idea de que, sea o no Ómicron más leve, probablemente el factor fundamental que ha contenido la gravedad de esta ola es que nosotros somos más fuertes.

Imagen tomada con microscopio electrónico y coloreada del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de NIAID.

Imagen tomada con microscopio electrónico y coloreada del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de NIAID.

Esta semana se ha publicado en Science un estudio que ha analizado la reinfección con Ómicron en personas previamente infectadas en Sudáfrica entre noviembre del 21 y enero del 22. El estudio concluye que con las variantes Beta y Delta no aumentó el riesgo de reinfección —de hecho, se redujo—, pero sí con Ómicron. Durante la expansión de esta variante en Sudáfrica hubo reinfecciones frecuentes en personas que ya se habían infectado en cualquiera de las oleadas previas, algo que antes solo había ocurrido en un pequeñísimo porcentaje.

¿Qué nos dice esto? Nos dice, en primer lugar, algo que ya sabemos y que es bien conocido: que Ómicron tiene mayor capacidad de evasión de la inmunidad creada contra variantes anteriores. Pero es importante entender que esta evasión se refiere solo a la capacidad del virus para infectar; no de provocar enfermedad grave o la muerte.

Dicho de otro modo, la inmunidad convocada por vacunación o infección no puede impedir el contagio con Ómicron (sí reducirlo, en un factor de 5x en las personas con dosis de refuerzo frente a las no vacunadas), pero evita una enfermedad grave. Como decía un informe del Centro para el Control de Enfermedades de EEUU que analizaba la menor gravedad y mortalidad con Ómicron, «este aparente descenso en la gravedad de la enfermedad probablemente está relacionado con múltiples factores, sobre todo el aumento de la cobertura de vacunación y el uso de dosis de refuerzo en los subgrupos recomendados».

Este es el mensaje que últimamente se está consolidando en los medios científicos: que quizá Ómicron sea un poco menos grave, pero no es «leve». La OMS advierte en su web: la idea de que «Ómicron solo causa enfermedad leve» es un mito. «La tasa comparativamente más baja de hospitalizaciones y muertes hasta ahora se debe en gran parte a la vacunación, sobre todo de grupos vulnerables. Sin las vacunas mucha más gente estaría en el hospital». En las últimas semanas se ha advertido en medios y revistas científicas de que en algunos lugares la mortalidad por Ómicron está siendo mayor que con variantes anteriores; el aumento de los contagios con esta variante ha sido tan brutal que su expansión compensa la reducción del riesgo de muerte en la población vacunada, cobrándose más vidas entre los no vacunados que las variantes anteriores entre la población general.

Me ha parecido conveniente volver sobre esto, que ya he comentado anteriormente aquí, porque a estas alturas aún sigo recibiendo preguntas de personas que dicen estar vacunadas con pauta completa (doble dosis), pero que van a evitar la dosis de refuerzo porque, dicen, Ómicron ya no es peligrosa. Es muy importante entender que Ómicron es menos peligrosa en las personas vacunadas, mejor con dosis de refuerzo. Como ya expliqué aquí, la tercera dosis de la vacuna restaura un nivel adecuado de anticuerpos neutralizantes contra Ómicron. Las vacunas además inducen otros mecanismos de protección adicionales que no se miden en niveles de anticuerpos neutralizantes, como la respuesta de células T.

Esta semana Science publica otro estudio que describe un mecanismo adicional mediante el cual las vacunas nos están protegiendo contra Ómicron. Los autores han comprobado que, aunque esta variante escapa en gran medida de los anticuerpos dirigidos contra la región de la proteína Spike (S) del virus que se une al receptor en las células humanas (esto es de lo que se habla cuando se habla de la evasión inmunológica de Ómicron), en cambio las vacunas mantienen los niveles de los anticuerpos que se unen a otras regiones de la proteína S. Estos anticuerpos no neutralizan el virus, pero tienen otra manera de atacarlo.

Recordemos que un anticuerpo es una proteína con forma de «Y» que se une a su antígeno (en este caso, la proteína S) por las dos puntas de las ramas superiores. La rama vertical de la «Y» recibe el nombre de región Fc del anticuerpo. Cuando este se une a su antígeno, la región Fc puede a su vez unirse a ciertas molecúlas en la superficie de algunas células del sistema inmunitario, causando el efecto de apretar un botón: esa unión activa a las células para desplegar su armamento contra el virus. Entre esas células se encuentran las llamadas NK, o Natural Killers («asesinas naturales»), que se encargan de matar las células infectadas.

Los autores han visto que la sangre de las personas vacunadas, sobre todo con las vacunas de ARN (BioNTech-Pfizer y NIAID-Moderna), contiene buenos niveles de estos anticuerpos que se unen a la S de Ómicron sin neutralizar el virus, pero activando las células NK que mantienen la infección a raya.

Y concluyen: «Así, a pesar de la pérdida de neutralización de Ómicron, los anticuerpos específicos contra la proteína Spike generados por la vacuna continúan ejerciendo la función efectora del Fc, lo que sugiere una capacidad de los anticuerpos no neutralizantes para contribuir al control de la enfermedad».

Resumiendo todo lo anterior, las vacunas reducen la gravedad de Ómicron a través de varios mecanismos, no solo los anticuerpos neutralizantes, sino también otros sistemas de la inmunidad adquirida o específica (anticuerpos no neutralizantes y células T) y también de la llamada inmunidad innata (células NK). Todo esto es lo que está reduciendo la gravedad de Ómicron. Para las personas no vacunadas y que todavía no se han infectado, Ómicron podría ser incluso tan grave como la versión original del virus que obligó a cerrar la sociedad. Las personas vacunadas con dos dosis están mucho más protegidas que las no vacunadas, pero la tercera dosis aumenta este nivel de protección.

Dos años de pandemia: ¿qué ha aprendido la ciencia?

Hace dos años por estas fechas, el 11 de marzo de 2020, la Organización Mundial de la Salud (OMS) comenzaba a hablar de «pandemia» en relación al brote de un nuevo coronavirus en Wuhan (China) que ya se había extendido por el mundo de forma descontrolada. La rápida escalada de los acontecimientos, que hoy todos recordamos, llevó a muchos países a adoptar medidas contundentes. El 14 de marzo se declaró en España el Estado de Alarma y el confinamiento general de toda la población, en una situación nunca antes vivida y que quienes hemos vivido nunca olvidaremos.

Hoy quizá ya nos cueste recordarlo, pero todos, el mundo en general y cada uno de nosotros en particular, llegamos tarde, muy tarde. Publiqué mi primer artículo sobre el nuevo virus denominado provisionalmente 2019-nCoV el 24 de enero de 2020. Por entonces el virus había matado a 26 personas en todo el mundo entre un total de un millar de infectados. El Centro de Análisis de Enfermedades Infecciosas Globales del Medical Research Council de Reino Unido advertía de que la cifra de infectados podía tal vez llegar hasta los 4.000.

Pero las señales de alarma ya eran claras. Escribí entonces: «hay motivos para que el 2019-nCoV sea incluso más preocupante que el ébola para la población en general«. El motivo era su sospechada transmisión por el aire, «uno de los rasgos que los expertos suelen atribuir al hipotético virus que podría causar la próxima gran pandemia». «El coronavirus chino se parece bastante al retrato robot del virus que a juicio de los expertos podría causar el próximo gran desastre epidémico«, escribí entonces.

Seis días después, el 30 de enero, la OMS declaraba la «Emergencia de salud pública de importancia internacional», o PHEIC, el máximo grado de alerta en su escala. Pero entonces apenas se hizo nada. No fue hasta aquel 11 de marzo, cuando la OMS utilizó por primera vez la palabra «pandemia», que no es una denominación oficial, cuando los países comenzaron a responder. Y el resto ya lo sabemos.

No podemos saber si, de haberse actuado aquel 30 de enero, cuando debió hacerse, las cosas habrían sido muy diferentes. Posiblemente no, porque en cualquier caso la expansión del virus por el mundo ha sido imparable. Pero incluso la propia OMS ha aprendido que gritar ¡PHEIC! no sirve de nada, mientras que gritar ¡pandemia! sí. Y ya está trabajando para que en el futuro los mensajes se entiendan mejor.

Pero al margen de la respuesta de los países, si de algo podemos sentirnos orgullosos los humanos es de nuestra ciencia. El inmenso e increíble esfuerzo de trabajo y colaboración científica global que se organizó rápidamente tras el reconocimiento de lo que se nos venía encima es algo que no tiene parangón ni precedentes en la historia de la civilización, y que nos ha sorprendido incluso a quienes llevamos toda la vida en ello y conocemos el poder de la ciencia. Hoy toca repasar aquí cuáles han sido los grandes hitos de esta cruenta guerra de la ciencia contra la enfermedad.

Modelo atómico preciso de la estructura externa del SARS-CoV-2. Imagen de Alexey Solodovnikov (Idea, Producer, CG, Editor), Valeria Arkhipova (Scientific Сonsultant) / Wikipedia.

Modelo atómico preciso de la estructura externa del SARS-CoV-2. Imagen de Alexey Solodovnikov (Idea, Producer, CG, Editor), Valeria Arkhipova (Scientific Сonsultant) / Wikipedia.

Primer test de diagnóstico

Mientras el mundo aún prácticamente hacía oídos sordos a lo que estaba ocurriendo en Wuhan, el 17 de enero de 2020 la OMS ya había lanzado los primeros protocolos para la detección genética del virus en muestras de mucosa respiratoria por Reacción en Cadena de la Polimerasa (PCR), una técnica rutinaria utilizada en todos los laboratorios de biología molecular del mundo. Aunque aún no se había publicado el genoma completo del virus denominado provisionalmente 2019-nCoV, ya circulaban entre los científicos las primeras secuencias genéticas. El 23 de enero, el mismo día en que Wuhan se cerraba a cal y canto, el equipo de Christian Drosten en el Hospital Charité de la Universidad de Berlín publicaba el primer test experimental de diagnóstico del virus por PCR. En breve el test fue validado con muestras de pacientes, y la OMS repartió 250.000 unidades a laboratorios de todo el mundo.

En febrero comenzarían a aplicarse en Singapur los primeros test serológicos de anticuerpos para detectar una infección ya pasada. Estos test se convertirían en herramientas fundamentales para conocer la penetración del virus en la población. Los primeros test de antígeno, que después llegarían a ser armas esenciales para la vigilancia de la infección al alcance de todos los ciudadanos, no comenzaron a ensayarse hasta el final del verano de 2020, y se aprobaron por primera vez en EEUU a finales de año.

Coronavirus, genoma y nombre

El 3 de febrero un equipo de investigadores del Instituto de Virología de Wuhan publicaba formalmente en Nature el primer estudio revisado que revelaba el genoma del virus y demostraba su identificación como un nuevo coronavirus con un 79,6% de identidad genética con el del Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS) y un 96,2% de identidad con un coronavirus llamado RaTG13, hallado previamente en murciélagos de la provincia china de Yunán. Se trataba de un genoma de ARN de cadena sencilla (como el de todos los coronavirus) de gran tamaño, de unas 30.000 bases.

Se propuso entonces que el virus se había originado en murciélagos y había saltado a los humanos a través de otra especie intermedia aún no conocida, no directamente de murciélagos a humanos (ya que no existen precedentes de esto), aunque este mensaje no se entendió bien en la opinión pública. El 11 de febrero los taxónomos de virus proponían el nombre de SARS-CoV-2, justo el mismo día en que la OMS denominaba a la enfermedad COVID-19. En febrero surgían otros estudios de identificación y secuenciación del virus.

El mecanismo de infección

Investigadores dirigidos por Jason McLellan, de la Universidad de Texas, desvelaban en Science el 19 de febrero de 2020 el mecanismo que el virus utiliza para infectar mediante la unión de la proteína Spike (S) de su envoltura a un receptor en las células humanas llamado Enzima Convertidora de Angiotensina 2 (ACE2). Los datos revelaban que S se unía a ACE2 con una afinidad entre 10 y 20 veces mayor que la proteína homóloga del virus humano conocido más parecido, el SARS. Lo cual era una mala noticia, ya que apuntaba a una mayor facilidad de infección, como luego se comprobó extensamente. Pero el trabajo de McLellan y sus colaboradores era un paso de gigante de cara a la búsqueda de fármacos y vacunas contra el virus.

Las primeras vacunas van a ensayos

Las vacunas han sido el mayor triunfo de la ciencia contra la COVID-19. Visto en perspectiva, puede parecer casi increíble la rapidez con la que llegaron hasta nosotros, pero solo si se ignora la ciencia que hay detrás. En los años 90 oímos hablar por primera vez de las vacunas de ARN. Por entonces parecía una idea brillante, pero demasiado arriesgada, por los grandes obstáculos técnicos que podían interponerse. El primero de ellos, que el ARN era tan inestable que era enormemente difícil trabajar con él.

Pero con los años, las vacunas de ARN comenzaron a superar hitos y a demostrar su poder, primero en cultivos celulares, después en ensayos preclínicos en animales. Había ya proyectos de llevarlas a la clínica, aunque se enfrentaban a los 10 o 15 años de lentos y caros ensayos clínicos frenados por la burocracia. Pero sucedió que la tecnología estaba madura justo cuando más la necesitábamos, y era tan versátil que permitía diseñar una vacuna en un par de días y producirla en semanas. El 16 de marzo la vacuna de ARN desarrollada por el Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas de EEUU en colaboración con la compañía Moderna comenzaba los ensayos clínicos. En mayo lo haría la de Pfizer y BioNtech. Una inmensa financiación y una vía burocrática rápida conseguirían acelerar lo que normalmente tarda años. Por entonces había ya 41 vacunas en desarrollo. Hoy son casi 350.

Macroensayo clínico

Los fármacos contra la COVID-19 han progresado de forma mucho más lenta y errática que las vacunas, lo cual era de esperar, por un motivo esencial: puede decirse que una vacuna se crea, mientras que un fármaco se descubre; la tecnología de diseñar fármacos a medida existe para ciertos casos (como los anticuerpos monoclonales), pero aún es mucho más compleja y está mucho menos madura.

Con la pandemia habían surgido muchas tentativas de tratamiento farmacológico, algunas de ellas de dudosa utilidad, como los derivados de la cloroquina (un fármaco contra la malaria) y la ivermectina (un antiparasitario). Para encauzar y acelerar el proceso, la OMS lanzó el 20 de marzo de 2020 el macroensayo clínico Solidarity, destinado a probar en docenas de países y en miles de pacientes la eficacia de cuatro tratamientos candidatos: el antiviral remdesivir, cloroquina e hidroxicloroquina, lopinavir y ritonavir (fármacos contra el sida) y estos dos en combinación con el interferón beta-1a (un antiviral producido por el propio organismo). Ninguno de ellos demostró una acción potente contra la enfermedad; solo el remdesivir mostró algún posible beneficio que ha sido muy discutido.

Un posible tratamiento

Tanto en la COVID-19 como en otras infecciones virales y en otros síndromes como los autoinmunes, una complicación frecuente es una respuesta hiperinflamatoria generalizada del organismo que lucha contra el virus, y que puede ser más peligrosa que el propio virus. Por ello, desde el principio se pensó en los antiinflamatorios como posibles fármacos que podían atajar estos síntomas. El 16 de junio se anunciaba que un corticoide común y barato, la dexametasona, era el primer medicamento que mostraba una clara reducción de la mortalidad, de una tercera parte en los enfermos con respirador y de una quinta parte en los que recibían oxígeno.

Aunque no se haya dado con la bala mágica contra la COVID-19, no deberíamos caer en el error de pensar que no existen tratamientos farmacológicos. A lo largo de la pandemia han ido surgiendo distintos medicamentos, incluyendo los antiinflamatorios como la dexametasona, antivirales como el molnupiravir o el nirmatrelvir/ritonavir, o varios anticuerpos monoclonales, que han puesto a disposición de los clínicos un panel de opciones que ha servido para mejorar el curso de la enfermedad en innumerables pacientes, y que probablemente haya salvado muchas vidas.

Las vacunas funcionan

En noviembre del primer año de pandemia, a la conclusión de las rondas de ensayos clínicos, recibimos la tan esperada noticia de que las vacunas funcionaban: Pfizer y BioNtech anunciaban una eficacia superior al 90%, y el 16 de noviembre Moderna aportaba una cifra del 94%. El 8 de diciembre AstraZeneca y la Universidad de Oxford informaban de una eficacia del 70% con su vacuna de vector adenoviral.

Ese mismo mes comenzarían las primeras vacunaciones, que a lo largo de 2021 se extenderían por todo el mundo, aunque de forma desigual. En un primer momento fueron hasta 13 formulaciones distintas las que se distribuyeron en distintos países, incluyendo las de ARN, pero también otras de virus inactivado (las chinas Sinovac y Sinopharm), o de vectores adenovirales (AstraZeneca/Oxford, Janssen, la rusa Gamaleya-Sputnik o la china CanSino). Otras, como las de proteína recombinante, incluyendo la de Novavax, están ya en línea de salida. A esta misma clase pertenece la española de Hipra.

Actualmente existen 195 vacunas en estudios preclínicos y 148 en ensayos clínicos. Hasta ahora los resultados han mostrado la superioridad de las vacunas de ARN para los fines urgentes de reducir la enfermedad grave y la muerte, y han sugerido también que para quienes recibieron una primera dosis de otras vacunas, la vacunación heteróloga con refuerzo de ARN es la solución más conveniente. Las vacunas se han revelado como las armas más eficaces para contener la pandemia. Aunque las disponibles hasta ahora no impiden el contagio propio ni la transmisión a otras personas, los estudios han mostrado de forma consistente que sí los reducen, como también la infección asintomática. A finales de enero de 2022 se alcanzaron los 10.000 millones de vacunas administradas.

De Alfa a Ómicron

Durante aquel primer año de pandemia, los miles de secuencias del virus que los laboratorios de todo el mundo estaban subiendo a las bases de datos online mostraban la natural capacidad del virus para mutar, aunque a tasas mucho menores que las de otros virus como las gripes. La primera variante que llamó la atención de los científicos surgió en momentos muy tempranos de la pandemia: en abril de 2020 la mayoría de las secuencias ya mostraban una mutación llamada D614G respecto a la forma ancestral del virus. Esta mutación se relacionó con una mayor infectividad y con un síntoma prevalente de anosmia o pérdida del olfato.

Fue en diciembre cuando las variantes del virus empezaron a formar parte del conocimiento común, cuando la llamada B.1.1.7 o británica, renombrada por la OMS como Alfa, empezó a extenderse por el mundo. En realidad circulan muchos miles de variantes del virus, que los virólogos han organizado en grandes linajes. Para facilitar la comprensión del público y la comunicación, la OMS adoptó una nomenclatura para las variantes mayoritarias siguiendo el alfabeto griego. Hasta hoy, cinco de ellas han sido calificadas como preocupantes: Alfa, Beta, Gamma, Delta y Ómicron en sus dos subvariantes. Esta sucesión de formas diferentes ha provocado alarma y hasta un cierto pánico, sobre todo porque los medios se adelantaban a la ciencia publicando meras hipótesis, opiniones o datos preliminares sin evidencia sólida, lo que ha creado mucha confusión. Aunque nuevas variantes como Ómicron muestran una cierta evasión de la acción vacunal, los estudios han mostrado que las dosis de refuerzo consiguen niveles de protección más que aceptables, y continúan protegiendo de los síntomas graves y de la mortalidad.

Las mascarillas funcionan, pero…

Uno de los mayores campos de batalla durante la pandemia ha sido el uso de las mascarillas, hasta el punto de que en muchos países se ha convertido en un debate político. Al comienzo de la pandemia, los estudios con virus respiratorios ya conocidos antes no aportaban evidencias de calidad suficiente que mostraran una clara protección, lo que llevó a muchas autoridades, incluyendo la OMS, el Centro de Control de Enfermedades de EEUU (CDC) y numerosos gobiernos a abstenerse de imponer o incluso recomendar su uso general.

A lo largo de la pandemia los estudios fueron inclinándose hacia la utilidad de las mascarillas, pero con un espectro muy amplio de resultados, sobre todo entre los estudios experimentales —de laboratorio— y los observacionales o las modelizaciones epidemiológicas —en el mundo real o simulado—. Los primeros generalmente encontraban un efecto de protección potente, mientras que en el resto los resultados eran muy variables, desde un efecto considerable hasta casi ninguno en absoluto. En septiembre de 2021 el primer gran ensayo clínico confirmó la efectividad de las mascarillas, pero con un tamaño de efecto relativamente pequeño, o al menos mucho menor que el que la población en general les supone. Recientemente un preprint sobre casi 600.000 niños en Cataluña no ha encontrado efectividad del uso de las mascarillas en los colegios, un resultado que está en línea con otros estudios previos. Pese a todo, las mascarillas se han convertido en la única restricción práctica que aún perdura en muchos países.

Ideas equivocadas sobre el contagio

Después de dos años de pandemia, ciertas evidencias sí han llegado a calar en la población. Se discutió mucho el papel de los aerosoles en los contagios, que fue cuestionado incluso por la OMS cuando ya existía un claro consenso científico al respecto. Hoy ya es del conocimiento general que el virus se transmite por el aire, que por lo tanto la ventilación y la filtración son las medidas más importantes para prevenir los contagios, y que en interiores mal ventilados no existen distancias de seguridad. Sin embargo, estas evidencias no han conducido a una regulación estricta de la calidad del aire y de las medidas necesarias para asegurarla.

También ha sido muy largo el camino para extender la idea de que las desinfecciones son generalmente inútiles, ya que el virus no ha mostrado un patrón consistente de transmisión indirecta por superficies u objetos. Durante toda la pandemia numerosos expertos han alertado de que el uso innecesario de productos desinfectantes, incluyendo geles de manos, favorece la proliferación de superbacterias resistentes a antimicrobianos, una pandemia silenciosa que crece en todo el mundo y que ya está causando más de un millón de muertes al año.

Incógnitas pendientes: el origen del virus y la cóvid larga

Entre las principales cuestiones que aún necesitan más investigación destacan el origen del virus y la cóvid larga o persistente. Respecto a lo primero, hay un consenso científico respecto al origen natural del virus, su probable origen ancestral en murciélagos —en los cuales se han encontrado recientemente coronavirus muy similares— y una zoonosis probablemente producida en la naturaleza, aunque no se descarta un accidente de laboratorio. El origen del foco inicial en un mercado de Wuhan fue muy discutido, pero esta hipótesis ganó fuerza a raíz de estudios posteriores. Es posible que nunca llegue a conocerse el origen del virus, como no se conoce el de la inmensa mayoría de los patógenos.

Con respecto a las secuelas a largo plazo que la enfermedad deja en muchas personas, también este es un campo en el que aún hay grandes incertidumbres, dada la enorme variedad de síntomas y las diferencias en las manifestaciones clínicas. Aún no se conocen sus causas ni hay tratamientos específicos, aunque la vacunación es el medio a nuestro alcance con más posibilidades de reducir el riesgo de síntomas persistentes.

¿Cómo puede la tercera dosis disparar los anticuerpos anti-Ómicron sin ser una vacuna contra Ómicron?

Soy consciente de que esto de hoy solo interesará a los muy cafeteros, en palabras del recordado José María Calleja. Es decir, a los muy interesados en inmunología, que no es el común de la población. Pero si los inmunólogos no hacemos divulgación en inmunología, entonces otros la harán por nosotros, como está ocurriendo; y luego pasa que los bulos se difunden hasta en el prime time televisivo. De todos modos, voy a intentar explicarlo fácil.

En dos artículos anteriores (uno y dos) he contado ya que las personas vacunadas con doble dosis tienen poca o incluso nula cantidad de anticuerpos netralizantes contra la variante Ómicron del SARS-CoV-2 (quien agradezca una explicación de conceptos básicos podrá encontrarla en esos artículos), con independencia de que los niveles de anticuerpos contra variantes anteriores se mantengan o desciendan con el tiempo tras la vacunación (esto último es lo normal, dado que las células que los producen acaban muriendo, aunque queda una población de células B de memoria preparada para volver a producirlos). Aclaré que esto no significa que ya no estemos protegidos contra los síntomas de la enfermedad, dado que sí tenemos células T contra el virus, incluyendo Ómicron.

Que a las vacunas actuales de ARN les cueste estimular la producción de anticuerpos contra Ómicron sería lógico y esperable: estas vacunas funcionan introduciendo en el cuerpo el ARN necesario para que las propias células del organismo fabriquen el antígeno, la proteína S (Spike) del virus SARS-CoV-2. Pero esta proteína S es la del virus original de Wuhan (llamado ancestral). La proteína S de Ómicron es bastante diferente a la ancestral, ya que acumula más de 30 mutaciones.

Por poner una analogía para que se entienda mejor. Imaginemos que un delincuente comete varios delitos. La policía ya está avisada por las reiteradas fechorías del individuo (primera y segunda dosis de la vacuna) y tiene fotos de la cara del delincuente (proteína S ancestral). Pero entonces el tipo se hace una cirugía estética y se cambia el rostro (proteína S mutada de Ómicron). Así, cuando la policía le busca basándose en las fotos que tiene, sería lógico pensar que no podría reconocerle.

Ilustración de linfocitos. Imagen de NASA.

Ilustración de linfocitos. Imagen de NASA.

Pero ocurre, y esto es algo que ya se ha comprobado en numerosos estudios, que la tercera dosis de la vacuna está disparando la producción de anticuerpos contra Ómicron; a un nivel más bajo que contra otras variantes, pero suficiente. Es decir, que la policía es capaz de reconocer al delincuente incluso con las fotos antiguas que ya no representan fielmente su rostro. ¿Cómo es posible?

Si alguien se ha hecho esta pregunta, enhorabuena, porque es una muy buena pregunta. Tanto que el resumen de la respuesta es este: en realidad, aún no se sabe con certeza. El hecho es que ocurre, de eso no hay duda. Pero la inmunología es una ciencia compleja y nunca se había visto en una situación como esta pandemia, que está validando mucho de lo que ya se sabía, pero también está planteando nuevas incógnitas.

Al hablar de esta respuesta a la tercera dosis ya conté que uno de los estudios más recientes ha descubierto que la tercera parte de las células B de memoria que quedan en el organismo tras la segunda dosis de la vacuna producen anticuerpos contra Ómicron, y que por tanto probablemente son ellas las responsables de esa producción de anticuerpos tras la tercera dosis. Así que una respuesta corta es: la tercera dosis produce anticuerpos contra Ómicron porque estimula las células B de memoria contra Ómicron.

Pero claro, esto en realidad no es una respuesta, sino desplazar el problema: ¿por qué existen células B de memoria contra Ómicron, si no se ha vacunado con Ómicron?

Siguiendo con el ejemplo, es como si algunas de las fotos que tiene la policía mostraran la cara nueva del delincuente tras la cirugía. Pero ¿de dónde han salido esas fotos, si las cámaras que captaron el rostro del tipo lo hicieron antes de que se operara?

Una posibilidad: los ordenadores de la policía han procesado las fotos del delincuente y han obtenido imágenes de mayor calidad, a partir de las cuales han obtenido posibles variaciones de su rostro. Y aún mejor si ya existen casos anteriores en que ha ocurrido lo mismo, y de los cuales los ordenadores pueden aprender para hacer predicciones del nuevo aspecto del delincuente.

Ocurre que, cuando un patógeno invade el organismo, sus antígenos estimulan la formación de los llamados centros germinales, una especie de bases de entrenamiento de células B que se forman en los ganglios linfáticos y en el bazo. En los centros germinales, las células B mutan para producir distintos tipos de anticuerpos contra los antígenos que las han estimulado. Como si fuera una especie de concurso, solo las células B que logran producir los mejores anticuerpos, los que se unen con más fuerza al antígeno, resultan seleccionadas.

Las células B ganadoras que emergen de estos centros germinales son de larga vida, y tienen un doble destino. Por una parte, producen células B de memoria, esas que hemos dicho que quedan preparadas para una nueva infección. Por otra parte, también emigran a la médula ósea, donde se quedan produciendo un nivel bajo y constante de anticuerpos durante toda la vida. Estos son los responsables de que algunas infecciones solo puedan cogerse una vez y algunas vacunas nos protejan para toda la vida (no es lo más habitual y no ocurre en el caso de la COVID-19; es posible que algún día tengamos una vacuna esterilizante contra este virus, pero no va a ser fácil, dado que no lo es para ningún virus de entrada por vía respiratoria).

Pero además de seleccionarse en los centros germinales las células B cuyos anticuerpos se unen mejor al antígeno original (la proteína S ancestral), también ocurre que se seleccionan células que cubren una mayor gama de porciones (técnicamente, epítopos) de ese antígeno original. O sea, se expande el repertorio de anticuerpos (en el ejemplo, las imágenes con variaciones en el rostro). Y cuando eso ocurre, puede suceder que aparezcan nuevos anticuerpos que reconozcan epítopos de la proteína S que no han cambiado en la variante Ómicron respecto al virus original de Wuhan; por ejemplo, el delincuente se ha cambiado la nariz, pero todavía se le puede reconocer por los ojos.

Hablábamos de casos anteriores que puedan servir para hacer predicciones sobre el nuevo aspecto del delincuente. Traducido a inmunología: existen ciertas evidencias de que la memoria inmunológica presente en muchas personas contra otros coronavirus del resfriado puede estar ayudando también en la respuesta contra este coronavirus.

En Nature el inmunólogo Mark Slifka, de la Oregon Health & Science University, propone otra hipótesis más que puede aumentar el repertorio de anticuerpos: la primera dosis de la vacuna produce sobre todo anticuerpos contra los epítopos más expuestos de la proteína S, los más accesibles. Cuando llega una nueva dosis, esas zonas de S quedan recubiertas por los anticuerpos ya existentes, y por lo tanto bloqueadas, invisibles para el sistema inmune. Entonces quedan expuestas las zonas del antígeno menos accesibles, y por lo tanto son estas las que atraen la atención de las células B y sus anticuerpos. Entre estas zonas menos accesibles pueden encontrarse algunas que estén presentes tanto en la S de Wuhan como en la de Ómicron. Y por tanto, esas zonas estimulan la producción de una nueva remesa de anticuerpos que también reconocen Ómicron y que antes eran minoritarios.

En resumen, lo que podría estar ocurriendo es algo parecido a esto: la tercera dosis de la vacuna estimula la formación de centros germinales. Estos centros germinales reúnen células B capaces de producir anticuerpos contra distintos epítopos de la proteína S, incluyendo aquellos que no han cambiado en Ómicron respecto al virus original. La presencia del antígeno en la vacuna induce la formación de anticuerpos de alta calidad (aquellos que se unen mejor al antígeno) contra todos los epítopos del antígeno, incluyendo esos que no han variado. Pero además, la mayor exposición de zonas de S que antes estaban más ocultas selecciona preferentemente los anticuerpos que las reconocen.

A todo esto se ha unido ahora otro dato curioso. Según comenta Nature, acaban de colgarse en internet cuatro preprints (estudios aún sin revisar ni publicar) que muestran los primeros resultados en animales con vacunas de ARN diseñadas contra la proteína S de Ómicron. Recordemos que las vacunas de ARN son las que más fácilmente pueden adaptarse a nuevas variantes, ya que basta con cambiar la secuencia de ese ARN en la misma plataforma que ya se estaba utilizando antes. Tanto Pfizer como Moderna ya han producido nuevas vacunas contra la S de Ómicron, que actualmente están en pruebas.

El resumen de los cuatro estudios es que las vacunas de ARN contra Ómicron no actúan mejor contra esta variante que las que ya se están utilizando ahora. Uno de los estudios, con macacos, muestra que dos dosis de la vacuna original de Moderna y una tercera dosis contra Ómicron produce la misma respuesta contra todas las variantes, incluyendo Ómicron, que si la tercera dosis es de la misma vacuna que las dos anteriores. En ambos casos se produce la misma estimulación de células B de memoria, y en ambos casos los monos quedan igualmente protegidos contra Ómicron.

Otros dos estudios con ratones han encontrado los mismos resultados. Y en el caso de que la primera dosis sea de la nueva vacuna contra Ómicron, lo que se observa es una fuerte respuesta de anticuerpos contra esta variante, pero en cambio no tan buena contra otras variantes. En el último estudio, para el cual los autores han producido una vacuna especial de ARN que puede multiplicarse en el organismo (las que tenemos ahora no hacen esto), se ha visto también que una sola dosis contra Ómicron protege mejor contra esta variante que una sola dosis contra el virus ancestral, pero que en cambio un refuerzo con la vacuna anti-Ómicron no protege mejor que un refuerzo anti-ancestral en los animales que previamente han sido vacunados contra el virus ancestral.

Todos estos son resultados preliminares en pequeños estudios con animales, así que no debemos tomarlos como datos definitivos, que deberán esperar a los ensayos de las nuevas vacunas de Pfizer y Moderna en humanos. Pero todos los nuevos estudios siguen apuntando e insistiendo en la misma dirección: que la estrategia de vacunación actual funciona, es la correcta y es la mejor con las herramientas que tenemos hasta ahora.

Actualización: solo unas horas después de publicar este artículo, ha aparecido un estudio en Nature que confirma cómo las vacunas están actuando a través de estos mecanismos. Investigadores de la Universidad Washington en San Luis, Misuri, muestran que las vacunas de ARN inducen la formación de centros germinales durante al menos seis meses post-vacuna (Pfizer), que esto resulta en la detección de células B de memoria y células B en la médula ósea, ambas capaces de producir anticuerpos contra S, y que la afinidad de esos anticuerpos hacia S ha aumentado seis meses después de la vacunación. Los resultados no se refieren a Ómicron, pero sí dibujan un mecanismo de acción que sostiene todo lo contado aquí.

Don’t Look Up (No mires arriba): la distopía negacionista que no gusta porque vivimos en ella

Dado que este no es un blog de cine, sino de ciencia, y que yo no soy un crítico cinematográfico cualificado, sería ridículo por mi parte tratar de pontificar aquí sobre las virtudes o los defectos que hacen o dejan de hacer a Don’t Look Up (No mires arriba) una candidata adecuada a ganar el Óscar a la mejor película, al que ha sido nominada (junto con otras tres categorías, creo). Supongo que es poco probable que llegue a alzarse con el premio, dado que parece haber otras claras favoritas, según quienes entienden de esto.

Pero no creo que nadie discuta el hecho de que en muchas ocasiones una película es mucho más que una película; El retorno del rey no necesitó nada más que lo que era para convertirse en la mejor película de su año —aunque para mi humilde gusto no fuese la mejor de la trilogía—, pero si Green Book fuese una historia sobre un músico rechazado por llevar deportivas y calcetines blancos, o Platoon narrara la guerra entre los fraxmis y los bloxnos del planeta Auris, pues quizá ninguna de las dos habría llegado a donde llegó. Y si la nominación de Don’t Look Up, película que no ha gustado a todo el mundo, es un guiño a la ciencia en un momento en que es necesario, pues bienvenido sea, aunque los puristas del cine se indignen. Y sobre todo, si quienes se indignan no son los puristas del cine, sino quienes rechazan la película precisamente por su contenido.

Don't Look Up. Imagen de Netflix.

Don’t Look Up. Imagen de Netflix.

Es bien sabido que Don’t Look Up es una sátira sobre la indiferencia del mundo hacia el cambio climático; esto no es una libre interpretación, dado que la película fue concebida precisamente bajo esa premisa. Para quien aún no la haya visto y si queda alguien que no sepa de qué trata, contaré brevemente, sin spoilers, que dos astrónomos (Leonardo DiCaprio y Jennifer Lawrence) descubren que un cometa de tamaño similar al que provocó la extinción de los dinosaurios va a colisionar con la Tierra; en seis meses se acabará el mundo. Pero en lugar de desatarse el terror y el caos, como es lo típico en otras versiones de esta misma trama, lo que ocurre es que nadie cree a los científicos, incluyendo al gobierno de EEUU y a los medios, mientras el público los ridiculiza y los convierte en objeto de memes.

Al parecer la idea nació de una conversación entre el director y guionista, Adam McKay, y el periodista y escritor David Sirota, en la que ambos se lamentaban de la poca repercusión de las advertencias de los científicos sobre el cambio climático en los medios y entre el público. Sirota lo comparó a un cometa acercándose a la Tierra que todo el mundo ignora, y McKay decidió que aquello era exactamente lo que quería contar.

Pero no hace falta un salto muy grande para extender el mensaje de Don’t Look Up al negacionismo de la ciencia en general; el cual, como ya conté aquí, ha tenido su propio recorrido histórico independiente (no posterior) del negacionismo histórico del Holocausto y otros. La película se ha rodado en plena pandemia, por lo que ha sido una triste y trágica casualidad que la realidad de estos dos últimos años se haya convertido en otro reflejo de la parodia retratada por McKay.

La película ha gustado a los científicos, y es lógico. Lo más evidente es que algunos, sobre todo los climáticos, se han sentido reivindicados. Pero hay otros motivos no tan obvios. A pesar del tono paródico, los científicos de la película son personas normales, no caricaturas; ni malvados villanos dispuestos a destruir el mundo, ni almas puras y benditas, ni ridículos nerds sin habilidades sociales y que no han echado un polvo en su vida. Y aunque retratar a los científicos normales como personas normales debería ser lo esperable y habitual, el cine tiene tradición de encontrar más fácil lo contrario; de hecho, algunas de las películas sobre ciencia que han llegado a los Óscar se basaban precisamente en científicos caracterizados por lo contrario, como Una mente maravillosa o La teoría del todo.

Pero además, los científicos normales de la película se ven en situaciones normales de los científicos que el público en general no advertirá, pero que los científicos reales verán como guiños: la publicación con revisión por pares (mal traducido en la versión española como revisión paritaria, un término que nadie utiliza), el conflicto de atribución del trabajo entre la estudiante predoctoral y su jefe, o la eterna lacra de que la ciencia se perciba como creíble solo si, y toda la que, proviene de una fuente prestigiosa (una pista: cuando un científico lee «la prestigiosa revista Nature» o «la prestigiosa Universidad de Harvard», piensa lo mismo que cualquier otra persona si leyera «el prestigioso club Real Madrid» o «la prestigiosa cantante Miley Cyrus»).

Pero como decía, la película no ha gustado a todos. Y por supuesto, habrá quienes simplemente la hayan encontrado aburrida, deshilachada, demasiado histriónica o lo que a cada uno le parezca. Que lo del bronteroc me parezca a mí una de las ocurrencias surrealistas más geniales que he visto en pantalla desde los tiempos de los Monty Python es algo que nadie más tiene por qué compartir.

Pero hay colectivos concretos a quienes la película podría no gustarles por razones específicas. Podría no gustar a los negacionistas del cambio climático o de la ciencia en general, dado que la película presenta una realidad nunca suficientemente bien comprendida, y es que las únicas conspiraciones son las de los propios negacionistas (algo que hasta ahora solo había visto retratado en otra película, Contagio de Steven Soderbergh).

Podría no gustar a los políticos. La inspiración de Donald Trump en la presidenta interpretada por Meryl Streep es algo que ya ha sido muy comentado, pero hay mucha más carne que sacar de este hueso. Sin entrar en otras facetas que escapan al prisma científico, el negacionismo no es únicamente el que dice «esto no está pasando»; en el personaje de la presidenta hay después una transición hacia otra forma de negacionismo, el de «esto sí está pasando, pero la economía». Y de esto hemos tenido por aquí algún que otro caso.

Podría no gustar a los periodistas, dado que el retrato de los medios es brutal: el desprecio por la información veraz, la ambición desmedida por las audiencias y los clics a costa de lo que sea necesario. Aquí es donde quizá pueda verse un inesperado parangón con lo que ha sucedido durante esta pandemia. Una cadena de TV nacional le da un programa sobre COVID-19 en prime time a un experto en… fenómenos paranormales. Su principal competidora tiene, en el mismo horario, a un presentador muy divertido lanzando a diario opiniones de barra de bar sobre epidemiología, gestión de pandemias y lo que haga falta. En los medios en general se rebotan a botepronto informaciones de cualquier procedencia sin la menor contrastación, contexto ni conocimiento de fondo, siempre que sean sensacionales. Columnistas y opinadores de primera fila difunden bulos y desinformaciones. Ciertos personajes del ámbito sanitario se convierten en referencias mediáticas sin ser epidemiólogos, inmunólogos ni virólogos.

Y en fin, podría no gustar al público en general, porque el público tampoco sale bien parado en esta sátira: frente al recurso habitual, seguramente más rentable en taquilla, de defender que la gente es maravillosa, pero que está mal gobernada y secuestrada por unos medios manipulados y manipuladores, la película presenta un dibujo mucho más nihilista; la idiocracia de los likes, los followers y los memes, donde entretenerse es informarse y reírse es pensar. The Daily Rip es un programa que se hace a diario también en las cadenas de TV de nuestro país a distintos horarios y bajo diversos nombres, y que todos los días marca tendencias en Twitter. Lo que viene a decir Don’t Look Up es que la sociedad tiene lo que pide, y obtiene lo que se merece.

Por todo ello, Don’t Look Up es una distopía. Pero con un twist. No es que las distopías clásicas como 1984, Un mundo feliz, Nosotros, Fahrenheit 451, La naranja mecánica, Blade Runner, THX1138, Gattaca, Soylent Green, etcétera, etcétera, ya no tengan cabida hoy. La tienen y mucha, pero precisamente porque las vemos como distopías, demasiado lejanas e imaginarias; son exageraciones extremas, tan excesivamente metafóricas que incluso cada cual puede escoger lo que le apetezca de ellas para defender tanto una postura política como la contraria. En cambio, Don’t Look Up no inventa una distopía lejana e imaginaria; lo que hace es retratar el mundo real de hoy mismo para a continuación decirnos: esto, damas y caballeros, es una distopía. Y eso, claro, es normal que no guste a casi nadie.

¿Pudo Ómicron surgir en ratones, ratas o ciervos?

Uno de los campos de investigación más importantes sobre la COVID-19 y que nunca suele aparecer en las noticias es el seguimiento genómico de la evolución del virus. A lo largo de la pandemia ha ocurrido varias veces que se habla de la detección de una nueva variante de interés o preocupación, y parece transmitirse la idea de que solo hay cuatro o cinco formas del virus circulando, y que se llega a detectar una nueva cuando llama la atención un brote o un clúster de casos en particular.

Pero no es así; desde el comienzo de la pandemia se ha mantenido un seguimiento constante y muy estrecho de los cambios en el genoma del virus. Todos los días infinidad de investigadores suben a internet cientos o miles de secuencias genéticas del SARS-CoV-2, hasta el punto de que, cuando escribo esto, la base de datos GISAID registra un total de 7.980.520 secuencias (sí, ese virus que algunos todavía creen que no existe se ha secuenciado ocho millones de veces en laboratorios de todo el mundo). Entre estas secuencias hay miles de variantes distintas que tal vez difieran de otras en solo un cambio puntual, una letra del genoma (que en el caso del virus no es ADN como el nuestro, sino ARN).

Una rata muerta. Imagen de pxfuel.

Una rata muerta. Imagen de pxfuel.

Esta enorme diversidad de secuencias del virus y su aparición a lo largo del tiempo permiten a los científicos establecer un mapa filogenético, es decir, una especie de árbol de la evolución del virus, del mismo modo que se hace con la comparación de nuestro genoma con el de otros primates para saber cómo hemos evolucionado.

Merece la pena mencionar que la aparición del virus SARS-CoV-2, incluso aunque aún no sepamos desde qué animal saltó a los humanos, no tiene absolutamente nada de raro ni de misterioso, como creen algunos de quienes nunca han oído hablar de un mapa filogenético. En este, elaborado por el modelo de los científicos de la red Nextstrain que recoge y analiza los genomas del virus, puede verse cómo el SARS-CoV-2 encaja perfectamente en el dibujo evolutivo de la familia de los betacoronavirus similares a SARS, que incluye otros como el SARS original junto con virus de murciélagos y pangolines:

Filogenia del SARS-CoV-2. El mapa muestra la evolución de los betacoronavirus similares a SARS, incluyendo el SARS original (en amarillo) y el virus de la COVID-19 (en rojo). Imagen de Nextstrain.

Filogenia del SARS-CoV-2. El mapa muestra la evolución de los betacoronavirus similares a SARS, incluyendo el SARS original (en amarillo) y el virus de la COVID-19 (en rojo). Imagen de Nextstrain.

Y en cambio, lo que sí es difícil de explicar es de dónde demonios ha salido Ómicron. Si nos centramos en concreto en las variantes del SARS-CoV-2 (en el dibujo anterior, sería como hacer zoom al detalle de los puntitos rojos que representan el SARS-CoV-2), este es el mapa filogenético, también elaborado por Nextstrain:

Filogenia de las variantes del SARS-CoV-2. Imagen de Nextstrain.

Filogenia de las variantes del SARS-CoV-2. Imagen de Nextstrain.

En este dibujo, Ómicron y sus subvariantes están representadas en naranja y rojo. Lo raro de este caso, y lo que trae a los científicos de cabeza, es esa larguísima rama o línea de rojo claro que se extiende de izquierda a derecha. Eso significa que Ómicron se separó evolutivamente de las formas originales del virus en un momento muy temprano (en la primavera de 2020, como se ve en el eje horizontal) y siguió su propio camino evolutivo independiente sin ser detectada durante más de un año. De repente se encontró, surgida de no se sabe dónde, una variante (de la que se encontraron distintas subvariantes) con unas 50 mutaciones, muchas de las cuales no se habían observado antes. ¿De dónde salió Ómicron, y cómo pudo esconderse durante tanto tiempo?

Un reciente artículo en Nature repasaba las tres principales hipótesis sobre el origen de Ómicron. Una, es posible que incluso el sistema de vigilancia genómica del virus haya pasado por alto mutaciones que fueron acumulándose hasta llegar a Ómicron. Dos, quizá la variante surgió por un proceso de mutación masiva en una persona durante una larga infección; ya se ha visto que, sobre todo en pacientes inmunodeprimidos, es posible que el virus permanezca en su cuerpo durante largo tiempo, lo que puede facilitar la acumulación de mutaciones.

Y tres, surgió en un animal.

Esta es la más preocupante, porque apenas se ha divulgado nada en los medios sobre el papel de los animales en esta pandemia. En su momento se habló de los visones, que estaban contagiándose el virus entre ellos y también a los trabajadores de las granjas. Pero se ha hablado muy poco de los gatos y los hámsters, que también se infectan con este coronavirus.

Debería haberse hecho más hincapié en que las personas contagiadas que tengan gatos o hámsters en casa deben abstenerse de todo contacto con sus animales mientras les dure la infección. Hace unos días, Nature comentaba un preprint (estudio aún sin publicar) que describe cómo los hámsters de una tienda de animales han sido el origen de un brote en enero de la variante Delta en Hong Kong, el primero desde octubre pasado. Los animales —15 de 28 hámsters de la tienda testaron positivo en ARN, infección presente, o anticuerpos, infección pasada— contagiaron primero a un trabajador de la tienda y a un cliente, y luego el brote se extendió a 50 personas más, lo que obligó al sacrificio de 2.000 hámsters en toda la ciudad.

Aún no se sabe con seguridad si los hámsters trajeron el virus desde Países Bajos, el país de origen del proveedor, o si pudieron contagiarse de una persona en Hong Kong, luego entre ellos, y después de vuelta a los humanos (aunque, al parecer, el análisis genómico sugiere más bien lo primero). Pero lo que conviene subrayar es esto: no es tanto el peligro de que los animales propaguen la enfermedad —sigue siendo mucho mayor el riesgo de contagiarse a partir de un humano—, sino la posibilidad de que el paso del virus por los animales origine nuevas variantes cuando el virus intenta adaptarse a esa nueva especie.

Después de los visones, el hámster es el segundo animal del que se ha confirmado la transmisión del virus a los humanos, pero se ha confirmado que puede infectar a otra gran variedad de animales; no solo los gatos pequeños, sino también los grandes, como tigres, leones y leopardos, además de hienas, hipopótamos, hurones, primates, conejos, perros, zorros, perros mapache y, por supuesto, murciélagos, entre posiblemente muchos otros (los perros se infectan con menos facilidad que los gatos, como ya conté aquí).

Un caso particular es el de los ciervos de cola blanca o de Virginia (Odocoileus virginianus), la especie de cérvido más abundante en Norteamérica. Varios estudios (como este, este, este, este, este o este) han mostrado que el virus los infecta con gran facilidad. Un estudio reciente publicado en PNAS descubre que los humanos han contagiado el virus a los ciervos en numerosas ocasiones y que estos animales se han contagiado entre sí, de modo que el virus está muy extendido ahora entre las poblaciones americanas de esta especie; en este estudio, 94 de 283 animales analizados (la tercera parte) testaron positivo en ARN, infección activa. Pero otros estudios han encontrado porcentajes aún mucho mayores, lo que ha hecho saltar las alarmas sobre la posibilidad de que estos animales puedan actuar como reservorio del virus en la naturaleza.

Aún no se sabe cómo los humanos han contagiado a los ciervos: ¿contacto directo? ¿Gatos como huéspedes intermedios? ¿Basura o aguas fecales? Tampoco se ha demostrado la transmisión inversa de ciervo a humano, pero es perfectamente posible que pueda ocurrir.

Los estudios con los ciervos generalmente son anteriores a Ómicron, pero ya se ha detectado también esta variante en ciervos de la isla neoyorquina de Staten Island. Nadie ha sugerido hasta ahora que Ómicron haya podido surgir en los ciervos, pero sí quizá en algún otro animal. Esta variante tiene la peculiaridad de que su proteína S (Spike) mutada hace que potencialmente pueda infectar a especies que no se contagiaban con variantes anteriores, como pavos, pollos, ratones o ratas. Un estudio publicado en diciembre defendía un posible origen de Ómicron en los ratones.

La semana pasada, un nuevo estudio publicado en Nature Communications ha encontrado en las aguas residuales de Nueva York cuatro variantes del virus que poseen mutaciones comunes a Ómicron, pero que además contienen una mutación concreta que hasta ahora no se ha encontrado en ninguna muestra tomada directamente de un paciente. Los investigadores sugieren que tal vez esta mutación se haya originado en las ratas.

En resumen, todo lo anterior debería ser motivo suficiente para impulsar una mayor vigilancia del virus en las aguas residuales y en los animales, algo que ya están recalcando los expertos. Pero también para que en los medios se insistiera en la necesidad de que las personas infectadas no solo eviten el contacto con otras personas, sino también con sus animales de compañía.

(Y, por cierto, tampoco está de más aprovechar esta ocasión para mencionarlo, dado que últimamente se ha informado de un aumento de casos de gripe aviar, mucho más letal para los humanos que la COVID-19: evitar todo contacto con aves enfermas o muertas).

Por qué la Ómicron «sigilosa» es sigilosa, y qué fue de ‘déltacron’

Probablemente, a la mayoría de quienes de repente hayan leído u oído hablar de algo llamado «Ómicron sigilosa» solo les vendrán a la cabeza dos cosas: primera, una sensación de hastío infinito por algo que no parece acabar nunca; segunda, una pregunta: ¿debo preocuparme?

Respecto a lo primero, es algo que todos compartimos. Hoy le escribía a un amigo y colega que la cóvid ya ha pasado de ser una catástrofe a ser un coñazo, afortunadamente. Y aunque no es el día para hablar de esto, los coñazos deben tratarse de distinto modo que las catástrofes, algo que llevo ya tiempo defendiendo en este blog.

Con respecto a lo segundo, la respuesta es: no más que por la Ómicron normal. Y ahí puede acabar lo imprescindible. Pero tal vez haya por ahí tres o cuatro curiosos a quienes les interese saber qué tiene de especial la Ómicron sigilosa para que se la llame así. Porque, como viene ocurriendo durante la pandemia con los teléfonos rotos, aunque ahora sean 4G o 5G, ya he oído en algún medio que la Ómicron sigilosa se llama así porque no puede detectarse o porque a veces escapa a las PCR, lo cual es totalmente erróneo.

Representación de coronavirus. Imagen de pixabay.

Representación de coronavirus. Imagen de pixabay.

Para empezar, la tal Ómicron sigilosa no es nueva. Cuando en noviembre se detectó una nueva variante en Sudáfrica y Botswana, después llamada Ómicron, los investigadores identificaron tres linajes distintos, tres formas muy similares pero con ciertas diferencias, a las que llamaron BA.1 (BA.1​/B.1.1.529.1), BA.2 (BA.2​/B.1.1.529.2) y BA.3 (BA.3​/B.1.1.529.3), según la nomenclatura técnica estándar adoptada para las variantes de este virus; lo de las letras griegas lo inventó la Organización Mundial de la Salud (OMS) para que el rechazo natural del ser humano a aprenderse ristras de letras y números no llevara a hablar de la variante británica, india o sudafricana, ya que actualmente se evita relacionar países o regiones con nombres de patógenos (a pesar de que muchos siguen llamando a la gripe de 1918 «española», que ni siquiera lo era).

Pues bien, de estas tres subvariantes, rápidamente la BA.1 se hizo con el control. Esta es la que ha dominado el mundo en los últimos dos meses, la que conocemos simplemente como Ómicron. Los investigadores pensaban entonces que las BA.2 y BA.3 desaparecerían bajo el dominio de su hermana más potente.

Curiosamente, no ha sido así en el caso de la BA.2, que ha ido expandiéndose lenta y sigilosamente en los lugares donde ha penetrado (pero no, este no es el motivo para llamarla «sigilosa»). En Dinamarca ya suma la mitad de todos los nuevos contagios de Ómicron. En Alemania ha superado a Delta y crece más deprisa que la Ómicron normal, la BA.1.

Si ahora está siendo capaz de imponerse a su hermana que ya se había adueñado del mundo, es posible que cuente con alguna ventaja adicional. Quizá sea algo más transmisible, aunque por el momento los científicos apuntan que la diferencia no sería tan abultada como la de Ómicron respecto a variantes anteriores. Quizá sus diferencias le confieran una cierta capacidad de evasión frente a la inmunidad a Ómicron, pudiendo reinfectar más fácilmente a quienes previamente ya se habían contagiado con la Ómicron normal; ya hay casos descritos de esta reinfección. Pero por el momento, no parece que BA.2 vaya a provocar síntomas más graves que BA.1, y los datos preliminares de Reino Unido sugieren que la tercera dosis de la vacuna podría proteger incluso algo mejor contra la enfermedad sintomática por BA.2 (un 70%) que por BA.1 (un 63%), aunque aún es pronto y hay pocos datos.

En cualquier caso, todo ello aconseja que este linaje sea tratado como una nueva variante. En Reino Unido se ha denominado VUI-22JAN-01, por Variant Under Investigation, aunque probablemente lo más razonable sería que la OMS la designara como la nueva variante Pi (salvo que, si se saltaron la letra griega Nu porque en inglés suena como «nuevo» y la Xi porque al parecer es un apellido chino muy frecuente, algún mandamás de la OMS que sea lector de Mortadelo y Filemón piense que no se puede estigmatizar de este modo el apellido de Filemón).

Pero, por el momento, es la sigilosa. Y ¿por qué es sigilosa? Los linajes BA.1 y BA.2 de Ómicron comparten unas 32 mutaciones, pero difieren en otras 28. Entre las mutaciones de la Ómicron normal, se encuentra la deleción (pérdida, en lenguaje llano) de un trocito de la proteína S o Spike. Este hecho ha facilitado que Ómicron sea identificable por PCR sin necesidad de leer (secuenciar) el genoma completo. La PCR para confirmar la presencia del virus detecta varios segmentos de su genoma. Uno de ellos es el trocito del gen S que falta en Ómicron. Por lo tanto, un virus Ómicron da una PCR positiva, pero negativa para el gen S (lo que se llama S Gene Target Failure, o SGTF). Dicho de otro modo, hasta ahora una PCR positiva con gen S positivo era una de las variantes anteriores, mientras que una PCR positiva con gen S negativo (SGTF) era Ómicron.

Pero ocurre que la Ómicron BA.2 no tiene esta pérdida en el gen S, por lo que los kits de PCR utilizados normalmente confunden la Ómicron sigilosa con una de las variantes anteriores, al dar un resultado PCR positivo con gen S positivo. Esta y no otra es la razón de que se haya llamado sigilosa. No es que no se detecte; se detecta igual de bien que la Ómicron normal y que las variantes anteriores. Pero se confunde con las variantes anteriores, a no ser que se busque específicamente. Hasta ahora y sin una secuenciación del genoma, probablemente muchas muestras que realmente eran Ómicron BA.2 se hayan identificado erróneamente como una de las variantes anteriores. La solución es muy fácil: hay kits de PCR que detectan ciertas mutaciones que están presentes en Delta pero ausentes en los dos linajes de Ómicron.

Y por otra parte, ¿qué pasa con la tercera subvariante, BA.3? En una PCR normal se confundiría con la Ómicron estándar, ya que esta sí tiene esa deleción en el gen S. Pero de todos modos, la vigilancia genómica que regularmente secuencia muestras del virus para rastrear su evolución no ha encontrado que se haya expandido de forma significativa.

Estas cuestiones sobre los genes del virus y su detección por los test o por secuenciación pueden llevar a este tipo de errores o confusiones. Y un caso muy sonado ha sido el de la posiblemente inexistente déltacron. A comienzos de este mes los medios informaban de la supuesta aparición de una nueva variante en Chipre que combinaba mutaciones de Delta y de Ómicron, y a la que los investigadores decidieron llamar astutamente déltacron (astutamente porque parte del gancho de la noticia estaba en el nombre, además de haber dado pie a innumerables memes).

Cuando esto se anunció, en este blog y en otras fuentes la única reacción fue… silencio. Personalmente me recordó a una historia que cuento muy brevemente. En 2013 una estrambótica investigación no publicada pretendió haber secuenciado el genoma del Bigfoot; el yeti americano. Según los autores, era un híbrido entre humanos y algún primate desconocido. Cuando los expertos miraron los datos, vieron lo que cualquier persona que supiera lo que estaba haciendo debería haber visto en primer lugar: contaminación. Aquel pastiche genético no era otra cosa que una mezcla de fragmentos de ADN procedentes de fuentes distintas.

No es que no sea posible una combinación de mutaciones de Delta y Ómicron. De hecho, ya existe. De hecho, Delta y Ómicron ya comparten mutaciones. De hecho, Delta y Ómicron comparten mutaciones con variantes anteriores. Las bases de datos de genomas virales están llenas de secuencias que comparten mutaciones de variantes.

Pero si un estudiante de doctorado llegase a su director de tesis con un resultado de secuencia pretendiendo que ha encontrado una Delta recombinada con Ómicron, probablemente la primera reacción del director de tesis sería decir que sus muestras están contaminadas. Probablemente la segunda reacción sería decir que, como máximo, quizá haya encontrado variaciones de los linajes como las que ya existen a miles, y que incluyen mutaciones de variantes distintas.

Pero decir, «¡Ah, déltacron!», y salir a los medios a contarlo… En fin, lo mejor es, como suele decirse, correr un tupido velo. Esperaremos a que los chipriotas comprueben sus secuencias, lo que al parecer están haciendo ahora, y a ver qué encuentran.

Tal vez este caso llegue a servir como ejemplo en alguna clase de periodismo de ciencia para explicar la diferencia entre contar lo que alguien dice y contar lo que ha pasado. No es lo mismo contar que ha habido una explosión que contar que un señor dice haber oído una explosión. Aunque el señor sea un científico; si fuera lo mismo, no habría necesidad de que existieran las revistas científicas. Lanzarse a dentelladas y de inmediato a algo como el anuncio del descubrimiento de déltacron tiene todas las papeletas de caer en la trampa de la desinformación. Y aunque la cóvid se haya convertido en un coñazo, por desgracia aún es un coñazo muy serio.

Cuidado con los productos «matavirus», y con las desinfecciones que pueden favorecer las superbacterias

De toda crisis siempre hay quien saca tajada. Hace unos días un nuevo informe de Oxfam nos revelaba el nada sorprendente dato de que los más ricos se han enriquecido durante la pandemia, mientras que los pobres se han empobrecido. No se puede objetar a nadie que venda un producto legal. E incluso si hay casos en los que el oportunismo de hacer dinero de una desgracia para la humanidad no causa demasiada simpatía, tampoco se trata en este blog de dar lecciones morales.

En cambio, sí se trata aquí de advertir contra las ofertas comerciales pretendidamente basadas en la ciencia que pueden llevar a algunas personas a engaño o a confusión, y muy especialmente cuando no solo se trata de algo que puede ser innecesario o inútil para quien lo consume, sino que además puede ser enormemente perjudicial para todos.

Ya conté aquí en mayo de 2020 cómo el pánico provocado por la pandemia estaba alumbrando una nueva pseudociencia, la de la seguridad contra la COVID-19: absurdas desinfecciones de calles y felpudos matavirus, ineficaces tomas de temperatura y cámaras térmicas, innecesarias luces UV germicidas y duchas de ozono. Y debemos recordar por qué todo esto es pseudociencia. La pseudociencia es algo que se presenta como ciencia pero que no lo es. Y una de las razones por las que puede no serlo es por proclamas falsas, exageradas o infalsables. Incluso en el caso de la luz germicida y el ozono, que al menos sí hacen lo que se dice que hacen, el problema es que el intento de vender estos sistemas se basa en proclamas exageradas, en meter miedo sobre un riesgo del que no hay constancia científica, por no decir que sencillamente no existe en la gran mayoría de los casos.

Imagen de Pixabay.

Imagen de Pixabay.

Con dos años de pandemia a nuestras espaldas, a estas alturas todo el mundo debería saber ya que el peligro está en el aire. No en las sillas, ni en los parques infantiles, ni en la hoja del menú de un restaurante, ni en el correo, ni en los paquetes de Amazon, ni en el carro del súper, ni en un billete de 20 euros, ni en el pasamanos de una escalera mecánica, ni muchísimo menos en el suelo.

Que la sociedad en conjunto haya tomado conciencia de que debemos ser un poquito más limpios y lavarnos las manos a menudo con agua y jabón es un avance. Que tratemos de evitar aquellas cosas que todo el mundo toquetea es algo que nunca está de más. Un servidor utilizaba siempre los guantes de plástico de las gasolineras desde mucho antes de la pandemia (aunque debería buscarme unos no desechables); no por el olor a gasolina —el motivo por el cual los ponen, al parecer—, sino porque las superficies de contacto frecuente que jamás se limpian (teclados de cajeros o máquinas expendedoras, pomos de puertas en lugares públicos, etc.) tienden a acumular bacterias que uno no tiene por qué llevarse puestas.

En los días de mayor pánico, en la primavera de 2020, llamaba la atención cómo llegabas al supermercado y todo era desinfección y limpieza, e incluso te aconsejaban pagar con tarjeta para no manejar billetes. Pero luego tenías que marcar el PIN de la tarjeta en un teclado que todos los clientes tocaban. Era el teatrillo de la desinfección.

Sobra decir que en toda la pandemia no ha habido hasta ahora evidencias científicas sólidas de una transmisión generalizada del virus mediada por el contacto con superficies u objetos. Pero la publicidad de los productos desinfectantes o presuntamente esterilizantes no ha cesado de alimentar la idea contraria con proclamas exageradas, y a veces incluso claramente engañosas.

Por ejemplo, de cierto producto desinfectante se ha dicho que evitaba la replicación del virus en las superficies. Pero al contrario que las bacterias, ningún virus se replica jamás en una superficie o en un objeto inanimado. Los virus son parásitos obligados; necesitan invadir una célula diana para secuestrar su material molecular y utilizarlo para producir nuevos virus. Un virus sobre una superficie está inerte. Puede ser infectivo o no, dependiendo de su capacidad para conservar su integridad fuera del organismo hospedador.

Pero matar un virus fuera del cuerpo es enormemente fácil; no hay que hacer nada, porque se muere él solo. De hecho, mantener un virus vivo (es un decir, ya que un sector de la comunidad científica no los considera seres vivos) fuera de un organismo es mucho más difícil que matarlo. Los virus que se mantienen en cocultivos de laboratorio con sus células hospedadoras requieren unas condiciones muy estrictas y precisas, junto con un manejo muy cuidadoso en un ambiente estéril. Lo difícil es matar el virus cuando se encuentra dentro, ya que el cuerpo de su organismo huésped es la incubadora perfecta.

Pese a ello habrá quien piense que, en todo caso, un poco más de desinfección y esterilización, daño no hace. El problema es que sí, que daño sí puede hacer.

Esta pasada semana la revista The Lancet publicaba los resultados de un gran estudio colaborativo llamado GRAM, Global Research on Antimicrobial Resistance, o investigación global sobre resistencia a antimicrobianos, liderado por la Universidad de Oxford. El estudio viene acompañado por otros tres artículos. Uno de ellos resume el problema en el título: «La pandemia ignorada de la resistencia a antimicrobianos«.

La expansión de las bacterias resistentes a antibióticos, un problema del que ya he hablado aquí anteriormente, es una enorme, gigantesca, inmensa amenaza. No hay adjetivo lo suficientemente alarmante para describir su magnitud. Pero sí hay datos: según el estudio GRAM, en 2019 se produjeron en el mundo 4,95 millones de muertes asociadas a la resistencia bacteriana a antimicrobianos. De ellas, 1,27 millones vinieron causadas directamente por esa resistencia; es decir, que esas 1,27 millones de muertes se habrían evitado si las bacterias responsables de la infección hubiesen respondido a los antibióticos. En el caso de las restantes hasta los 4,95 millones, esas personas se habrían salvado si no hubiesen contraído la infección en primer lugar, pero la resistencia complicó su tratamiento.

El estudio GRAM es el más completo y exhaustivo hasta la fecha sobre esta cuestión: los autores han reunido los datos de 204 países y territorios en 2019, cubriendo 23 tipos de bacterias y 88 combinaciones de bacteria-antibiótico, o sea, resistencias específicas de un tipo de bacteria. De todas las bacterias incluidas en el estudio, la responsable de más muertes es Escherichia coli, la bacteria intestinal por excelencia, normalmente inofensiva, pero cuyas cepas más agresivas causan la mayoría de las intoxicaciones alimentarias. La siguen en este estudio Staphylococcus aureus, Klebsiella pneumoniae, Streptococcus pneumoniae, Acinetobacter baumannii y Pseudomonas aeruginosa. Estas seis acumulan 929.000 muertes directamente causadas por el patógeno resistente. En cuanto a las resistencias específicas, la primera en el ranking es la resistencia a meticilina de S. aureus, que por sí sola es responsable de más de 100.000 muertes.

Según estos datos, los autores apuntan que la resistencia a antimicrobianos es la tercera causa global de muerte (de un total de 174 causas) si se consideran todos los fallecimientos asociados, solo por debajo de los infartos cardíacos y cerebrales. Si se tienen en cuenta solo las muertes directamente atribuibles a la resistencia, es la 12ª causa de muerte, casi igualando la suma de VIH y malaria, y solo por detrás de la COVID-19 y la tuberculosis en cuanto a infecciones. De los seis patógenos más peligrosos, solo hay vacuna contra uno, S. pneumoniae, el neumococo que causa neumonías.

Los autores del estudio concluyen que la resistencia a antibióticos «es una gran amenaza a la salud global que requiere mayor atención, financiación, construir capacidad, investigación y desarrollo y un establecimiento de prioridades hacia patógenos específicos por parte de la comunidad de salud global«. Un editorial que acompaña al artículo advierte: «La resistencia a antimicrobianos se ha visto a menudo como un riesgo abstracto para la salud, una posible causa de enfermedad y muerte en el futuro. Este modo de pensar hace fácil ignorarlo. Pero las nuevas estimaciones exhaustivas muestran que está matando a mucha gente ahora. Los daños de la resistencia antimicrobiana están con nosotros hoy«.

Frente a este problema creciente, hay algo que como ciudadanos sí podemos y debemos hacer. En primer lugar, debemos hacer un uso racional y mesurado de los antibióticos, utilizándolos solo cuando son realmente necesarios. El uso excesivo de los antibióticos propicia que las bacterias sensibles desaparezcan en favor de las resistentes, y estas cuentan además con mecanismos genéticos propios para transferir esa resistencia a otras, incluso de distinta especie. Es cierto que en países como el nuestro la prescripción de antibióticos está más controlada que en otros. Pero el uso racional incluye también, por ejemplo, no automedicarnos con lo que sobró de un tratamiento anterior, ni mucho menos tomar antibióticos caducados, ya que el uso de dosis más bajas —como ocurre en un antibiótico pasado de fecha que ha perdido parte de su actividad— favorece la selección de resistencias.

Pero el riesgo de favorecer la expansión de superbacterias no está solo en el uso inadecuado de antibióticos, sino también de productos desinfectantes. Traigo de nuevo aquí algo que ya conté en noviembre de 2020, citando un artículo publicado entonces en The Lancet:

La desinfección regular de superficies conduce a “una reducción en la diversidad del microbioma y a un aumento en la diversidad de genes de resistencia. La exposición permanente de las bacterias a concentraciones subinhibidoras de algunos agentes biocidas utilizados para la desinfección de superficies puede causar una fuerte respuesta celular adaptativa, resultando en una tolerancia estable a los agentes biocidas y, en algunos casos, en nuevas resistencias a antibióticos”.

Por ello, los investigadores recomiendan la desinfección de superficies “solo cuando hay evidencias de que una superficie está contaminada con una cantidad suficiente de virus infectivo y hay probabilidad de que contribuya a la transmisión del virus, y no puede controlarse con otras medidas, como la limpieza o el lavado a mano de la superficie”.

Como también recordábamos entonces, los productos desinfectantes pueden estimular el intercambio de ADN entre bacterias, un mecanismo que utilizan para pasarse genes de resistencia a antibióticos. Una revisión reciente en la revista Current Research in Toxicology nos recuerda que «la repetida exposición de los microorganismos a desinfectantes, antibióticos u otros químicos genotóxicos puede causar que muten por procesos naturales, haciéndolos resistentes al repetido uso de geles de manos«. El artículo menciona que muchas de las bacterias circulantes más comunes ya son resistentes a muchos de los desinfectantes más utilizados.

Por lo tanto, también de los desinfectantes hay que hacer un uso racional: mantener un nivel de limpieza e higiene normal, el mismo que antes de esta pandemia. Limpiar con agua y jabón. Lavarnos las manos con agua y jabón. Desinfectar —preferiblemente con lejía normal— solo lo estrictamente necesario, como los baños, el frigorífico o la tabla de cortar alimentos. Huir de los productos que se venden como «antibacterias». No necesitamos champú antibacterias, friegasuelos antibacterias, esponja antibacterias ni lavavajillas antibacterias. Los niños tampoco los necesitan; de hecho, su sistema inmune es más fuerte que el de los que ya hemos cumplido ciertas edades. Estos productos no nos protegen de ningún peligro al que estemos expuestos, y en cambio sí pueden agravar otro que en las próximas décadas, si no lo evitamos, podría convertirse en la mayor amenaza infecciosa de este siglo.