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Por qué las medidas de Madrid han funcionado. Y por qué son un error

Hace unos días comenté aquí algo que me han pedido que explique mejor, y hoy vengo a hacerlo. Se trata de las medidas excepcionales de restricción de la movilidad adoptadas en la Comunidad de Madrid. Resumo lo que todo el mundo sabe: en la capital del país y su provincia la epidemia de COVID-19 estaba desbocada después del verano. El gobierno conservador de la Comunidad de Madrid optó por un modelo peculiar y heterodoxo de medidas restringidas a determinadas zonas, algo que se aparta de la corriente mayoritaria en todo el mundo.

Estas decisiones fueron muy criticadas por sectores de la izquierda, alegando que no iban a servir para reducir los contagios. Pero sí, las medidas de Madrid sirvieron para reducir los contagios. A lo que esos mismos sectores de la izquierda han respondido culpando a Madrid de falsear sus datos al cambiar la estrategia de testado.

Vayamos por partes; y como siempre en este blog, ateniéndonos a lo que dice la ciencia.

Con respecto a lo último, es cierto que Madrid reemplazó a finales de septiembre su estrategia anterior de testado por otra que iba a tener como consecuencia previsible un descenso en el número oficial de contagios. El mero hecho de cambiar los test moleculares de PCR por test de antígenos supone probablemente detectar muchos menos casos de los reales.

La explicación es que la PCR y el test de antígenos no son equivalentes ni intercambiables: no detectan la misma cosa, ni su sensibilidad es parecida, ni están indicados para los mismos usos. La PCR es la regla de oro: amplifica la señal de la presencia del material genético del virus a lo largo de varios ciclos, de modo que es difícil que incluso una mínima presencia del virus escape al test. De hecho, el error de la PCR puede tender hacia los falsos positivos si el número de ciclos aumenta por encima de los valores recomendados. En muchos casos, la PCR puede también arrojar un positivo cuando el paciente que ha superado la enfermedad realmente ya no es infeccioso.

Por el contrario, un test de antígenos no amplifica nada; simplemente detecta. Por ello, generalmente estos test son entre 100 y 10.000 veces menos sensibles que una PCR. Y por lo tanto, su problema principal son los falsos negativos. Los test de antígenos solo están recomendados en personas sintomáticas durante la primera semana después del comienzo de los síntomas; es decir, durante el periodo supuesto en el que la carga viral es mayor. Por lo tanto, no están recomendados para el cribado masivo de la población asintomática, a pesar de que se estén utilizando para este fin. Hacer un cribado masivo de la población asintomática con test de antígenos es un buen modo de presentar una buena hoja de resultados, sobre todo cuando estas unidades se detraen del testado de los contactos de los casos confirmados positivos por PCR.

Dicho esto, y pese a todo, sí, las medidas de Madrid han logrado doblegar la curva de contagios. Pero es que nadie que conozca la ciencia implicada podía esperar otra cosa; quienes atribuyen el efecto en Madrid exclusivamente al cambio en los test sencillamente no conocen la ciencia relevante.

Como ya expliqué aquí, si hay una conclusión general que pueda extraerse de los muchos estudios epidemiológicos ya publicados desde que comenzó esta pandemia, es que cualquier medida de restricción de la movilidad tiene un efecto beneficioso en la curva de contagios. Uno de los últimos grandes estudios relevantes al respecto, publicado en The Lancet Infectious Diseases por la Usher Network for COVID-19 Evidence Reviews (UNCOVER) de la Universidad de Edimburgo, ha recopilado los datos sobre las medidas adoptadas en 131 países a lo largo de la pandemia y su efecto en el ritmo de contagios.

La conclusión: «Las medidas no farmacéuticas individuales, incluyendo cierre de escuelas, cierre de centros de trabajo, prohibición de eventos públicos, prohibición de reuniones de más de diez personas, requerimentos de permanecer en casa y límites de movimientos internos se asocian con una reducción en la transmisión del SARS-CoV-2«. Es decir, cualquier medida de limitación y restricción de la movilidad funciona, lo cual por otra parte no resulta nada sorprendente.

Por lo tanto, si las medidas de cierre por zonas introducidas en Madrid no hubieran tenido efectos positivos, realmente habría sido difícil explicar por qué, dado que cualquier restricción –por ejemplo, si se confinara a la población por apellidos o por números de DNI– debería resultar positiva, de acuerdo a los estudios. Como también es evidente que allí donde apenas hay contagios el efecto de las medidas será menor; en Madrid la epidemia era tan rampante después del verano que forzosamente cualquier medida restrictiva debía tener un mayor impacto que la misma medida en zonas de menor transmisión.

Un control policial en una zona confinada de Madrid. Imagen de 20Minutos.es / Víctor Lerena / Efe.

Un control policial en una zona confinada de Madrid. Imagen de 20Minutos.es / Víctor Lerena / Efe.

Ahora bien, frente a lo anterior hay dos peros. El primero: sí, las medidas funcionan. Pero ¿son las que mejor funcionan? Y a este respecto la ciencia deja pocas dudas: la respuesta es no. Tanto el estudio citado como otros muchos publicados durante la pandemia, varios de ellos ya comentados aquí durante estos meses, concluyen que lo más efectivo son las medidas generales aplicadas a toda la población (y sobre todo, el confinamiento total).

Un nuevo estudio recién publicado en PNAS viene a corroborar esta idea. Los investigadores han modelizado la evolución de la epidemia en dos poblaciones teóricas separadas, cuando las medidas son las mismas en las dos y cuando son diferentes. Y la conclusión es que el descenso de los contagios es mayor cuando las medidas en las dos poblaciones están sincronizadas que cuando son diferentes. «Estos hallazgos subrayan la necesidad de una política integrada y holística«, escriben los autores.

Según explica en una nota de prensa el coautor del estudio Gregory Glass, «cuanta más gente se mueve entre poblaciones y cuanto más descoordinadas están las respuestas en estas poblaciones, sin importar lo bueno que sea el control local, peor va la enfermedad«. Y respecto al movimiento, no olvidemos que los confinamientos perimetrales son enormemente porosos, dado que trabajar en el propio barrio donde uno vive (o incluso en la población donde uno vive) es casi un privilegio inaccesible para muchos.

Curiosamente, con su estudio los autores dirigen su crítica a la descoordinación entre estados de EEUU a la hora de tomar medidas; es decir, a la falta de sincronía entre gobiernos diferentes. Ni siquiera contemplan el hecho de que un mismo gobierno esté adoptando medidas distintas para diferentes zonas bajo su autoridad, como se ha hecho en Madrid (en EEUU muchos condados están actuando con autonomía, pero aplican sus medidas a todos los residentes del condado).

Por lo tanto, y aunque políticamente sea rentable presentar unas cifras en descenso, científicamente las medidas parciales no son defendibles frente a las medidas totales; cuántos contagios o cuántas muertes pueden resultar aceptables es una discusión política, pero científicamente no hay debate.

El segundo pero no es menos importante. Si las medidas de Madrid han funcionado, ¿por qué no se han adoptado en todas partes? ¿Por qué la corriente mayoritaria en todo el mundo ha sido aplicar las medidas a todas las personas afectadas por el gobierno de un ámbito geográfico concreto (ya sea local, regional o nacional) y no aplicar esas medidas a unas zonas sí y a otras no, a unas personas sí y a otras no, dentro del área de competencia de dicho gobierno, como ha hecho la Comunidad de Madrid?

La respuesta es muy sencilla: porque los científicos recomiendan tomar medidas no discriminatorias. Y lo que la Comunidad de Madrid ha venido presentando una y otra vez bajo el eufemismo de «medidas quirúrgicas» son sencillamente medidas discriminatorias.

A mediados del mes pasado, una treintena de científicos de todo el mundo, incluyendo algunas de las voces más relevantes durante la pandemia, publicaba una carta en The Lancet bajo el título «Consenso científico sobre la pandemia de COVID-19: debemos actuar ya«. Como su título indica, y dado que han sido miles los estudios publicados desde el comienzo de la pandemia, a veces discrepantes o incluso contradictorios, los científicos decidieron recopilar todo aquello que ya puede considerarse consenso científico. Nótese que, si bien la carta está sujeta a una limitación en el número de autores, su contenido reflejaba el llamado Memorándum John Snow, una declaración de consenso científico redactada por casi 80 expertos y refrendada por casi 7.000 investigadores y profesionales de la salud. Es decir, que el Memorándum John Snow puede considerarse LA ciencia actual sobre la pandemia.

Y entre las diversas cosas que dice dicho memorándum, una de ellas es esta, que ya traje aquí en un artículo anterior:

El aislamiento prolongado de grandes porciones de la población es prácticamente imposible y altamente contrario a la ética. La evidencia empírica de muchos países muestra que no es viable restringir brotes incontrolados a secciones particulares de la sociedad. Esta estrategia además incurre en el riesgo de exacerbar aún más las desigualdades socioeconómicas y la discriminación estructural que la pandemia ya ha dejado de manifiesto. Los esfuerzos especiales para proteger a los más vulnerables son esenciales, pero deben ir de la mano de estrategias en varios frentes a nivel de toda la población.

Es decir: la ciencia no apoya las medidas discriminatorias que se aplican a una parte de la población y a otras no. El consenso científico está recomendando aplicar las medidas a toda la población sin distinciones, dado que lo contrario incurre en el riesgo de provocar o aumentar las desigualdades sociales.

Esto mismo ha sido puesto de manifiesto por otros expertos a lo largo de la pandemia. En septiembre el director de The Lancet, Richard Horton, escribía un editorial en su revista en el que advertía de que la de COVID-19 no es una pandemia, sino una sindemia. Este término, introducido en los años 90 y generalizado recientemente, se refiere a cómo una pandemia puede actuar en sinergia con otros factores socioeconómicos de modo que sus efectos sean mucho más profundos y nocivos para sectores de población marginados o desfavorecidos.

En países como Reino Unido, EEUU o Francia, donde abundan los guetos de minorías étnicas, varios estudios ya han desvelado cómo la pandemia se está cebando especialmente con estos sectores de población. En dichos países no se han aplicado medidas discriminatorias –«quirúrgicas»– restringidas a esos distritos o barrios. En España tenemos la fortuna de no tener guetos étnicos, al menos al mismo nivel de segregación que en otros países. Pero ya en septiembre, cuando se decretaron los primeros confinamientos por zonas en Madrid, la edición estadounidense de Reuters titulaba: «La región de Madrid ordena un confinamiento parcial en las áreas más pobres golpeadas por la COVID-19«. Lo cierto es que aplicar medidas solo a una parte de la población implica un concepto discriminatorio de la política guiado por intereses ajenos a lo que dicta el consenso científico.

En resumen, sí, las medidas de Madrid funcionan, como era de esperar. Pero no, no son las que mejor funcionan. Y sobre todo, no, no se está haciendo nada similar en otras regiones del mundo porque, al menos en los lugares donde se siguen las recomendaciones científicas, se consideraría éticamente inaceptable imponer medidas discriminatorias a solo una parte de la población.

Evidentemente, el ejemplo de Madrid podría cundir. Existe el riesgo de que gobernantes de todo el mundo puedan sentirse tentados al ver que es posible aplacar la pandemia tomando medidas más estrictas solo contra una parte de la población, generalmente más pobre –Vallecas ha estado confinado dos meses, Majadahonda solo uno–, manteniendo abiertos los distritos más comerciales y turísticos y los barrios de mayor poder adquisitivo.

Un ejemplo son las aglomeraciones en las calles peatonales céntricas de Madrid el pasado fin de semana (que, por cierto, de por sí no suponen el menor riesgo añadido de contagio, pero otro cantar muy diferente es cuando esas muchedumbres invaden los locales cerrados, sobre todo aquellos en los que se consume). Pero muchos madrileños ni siquiera pudieron salir de sus barrios o poblaciones el fin de semana. Los científicos han insistido repetidamente en que este es un problema de todos, y que todos debemos aportar por igual. Contra los gobernantes que tratan a sus gobernados por distintos raseros, la ciencia no tiene soluciones.

Ideas muy extendidas sobre el coronavirus, pero incorrectas (5): las concentraciones de masas son «infectódromos»

En estos días vengo contando aquí que hay diferencias llamativas entre lo que dice o no dice la ciencia sobre los riesgos de contagio y las ideas que han calado mayoritariamente entre el público, por ejemplo en lo relativo a la desinfección, el humo del tabaco o el papel del botellón como principal culpable de los contagios. Hoy toca hablar de otra idea equivocada cuya realidad a muchos les sorprenderá como algo contrario a lo intuitivo. Pero para eso está la ciencia; ¿hay algo más contrario a la intuición que el hecho de que el Sol, que vemos moverse por el cielo, no sea el que gira en torno a la Tierra, sino al revés?

Las grandes concentraciones de masas son infectódromos: no parece que sea así

Si una reunión de 10 personas produce x contagios, una concentración de 10.000 personas produciría 1.000 veces x contagios. ¿No?

Esta fue la lógica que se esgrimió contra las manifestaciones feministas del 8-M en España, infectódromos, según medios contrarios. No puede caber ninguna duda de que en aquel momento fue una enorme imprudencia permitir la celebración de aquellas manifestaciones, con independencia de su mensaje o de las filiaciones políticas. La situación de entonces aconsejaba la máxima prudencia, sobre todo por la falta de datos concretos, y permitir aquellas concentraciones era claramente una insensatez; aún más insensato fue que quien debía ceñirse exclusivamente al discurso basado en la ciencia (imagino que imaginan a quién me refiero) alentara o al menos validara la participación en aquellas manifestaciones.

Pero más allá de esto y para no caer en la demagogia acientífica, es imprescindible analizar cuál es el impacto real de las concentraciones de masas en la propagación de esta u otras epidemias. Y aquí es donde surgen las sorpresas, porque lo dicho en el primer párrafo es sencillamente falso.

Sin ánimo de tratar de entontecer a nadie, es inevitable pensar que la idea del infectódromo es directamente tributaria del género de zombis: A infecta a B y C, quienes de inmediato se transforman e infectan a D, E, F y G, y así, en un rato, todos los presentes están contagiados, como en la boda de la película REC 3. Pero los virus del mundo real no funcionan así; pasan varios días hasta que una persona recién infectada es capaz de transmitir el virus a otras.

La existencia de este periodo de incubación y el hecho de que el contagio generalmente se produzca por contacto estrecho rompen la lógica (errónea) del infectódromo, como ya expliqué aquí detalladamente, incluso haciendo unas estimaciones numéricas con un propósito meramente ilustrativo. Suponiendo que a una gran concentración acuden diez personas infectadas, cada una de ellas en compañía de otras cinco, probablemente el número de contagios resultante de ese evento será el mismo que si cada una de esas diez personas se hubiera reunido con sus cinco acompañantes en un bar, una vivienda o cualquier otro lugar. Es más, los contagios serán mayores si esas reuniones se producen en locales cerrados y mal ventilados que si todas esas personas acuden a un gran evento al aire libre, como un partido de fútbol, un concierto en un estadio o una manifestación.

A esto hay una excepción, y son los supercontagiadores, aquellos que pueden transmitir fácilmente el virus a muchos. Un supercontagiador podrá contagiar a cinco si se reúne con cinco, mientras que quizá infecte a más personas cercanas durante un contacto estrecho y prolongado en un evento multitudinario. Pero en cualquier caso, las personas infectadas por el supercontagiador no infectarán a nadie más hasta pasado el periodo de incubación.

Lo anterior es la teoría; vayamos a la práctica. En EEUU hubo gran preocupación por las manifestaciones del movimiento Black Lives Matter que proliferaron por todo el país en plena pandemia. Y sin embargo, al menos dos estudios posteriores (uno y dos) revelaron que «no hay pruebas de que las protestas urbanas reavivaran un crecimiento de casos de COVID-19 durante las más de tres semanas después de las protestas«. «Concluimos que las predicciones sobre amplias consecuencias negativas en la salud pública de las protestas del Black Lives Matter estaban basadas en miras estrechas«, escribían los autores de uno de los estudios.

Manifestación del movimiento Black Lives Matter en Los Ángeles, junio de 2020. Imagen de morrisonbrett / Wikipedia.

Manifestación del movimiento Black Lives Matter en Los Ángeles, junio de 2020. Imagen de morrisonbrett / Wikipedia.

También el epidemiólogo de la Universidad de Columbia Jeffrey Shaman, una de las voces más autorizadas durante esta pandemia, contó a Healthline que él mismo había introducido datos en sus modelos para evaluar el impacto de estas manifestaciones en los contagios. Y lo hizo añadiendo un factor de corrección, porque en aquellas protestas (al contrario que en la España del 8-M) las mascarillas y la distancia social ya estaban recomendadas. «Si hubiéramos visto una reducción moderada en la transmisibilidad [debida a estos factores], aún habríamos visto un pequeño pico«, dijo. «Pero no lo vimos«. «No hubo ningún cambio en el número de casos que pudiera ser realmente atribuido a una anomalía como las protestas«. Y concluía Shaman: «Y según la lógica, no tendría sentido que lo hubiera«.

En España (que yo sepa) no ha aparecido ningún estudio similar relativo al 8-M. Pero mirando la evolución de los contagios en las tres semanas posteriores a las manifestaciones (ese plazo aproximado, considerado también en los estudios de EEUU, corresponde al periodo de incubación sumado al de diagnóstico de la infección), no puede interpretarse en las curvas nada que indique un impacto apreciable de aquellas concentraciones en la extensión de la epidemia.

Lo cierto es que no existen datos concluyentes sobre el impacto de las grandes concentraciones de masas en la propagación de epidemias. Como ya conté aquí, cuando los científicos del Centre for Evidence-Based Medicine de la Universidad de Oxford David Nunan y John Brassey se hicieron esta pregunta y reunieron los estudios científicos publicados al respecto, descubrieron que los datos son escasos y que no permiten llegar a una conclusión definitiva: «El efecto en las enfermedades infecciosas de restringir y cancelar reuniones de masas y eventos deportivos es precariamente conocido y requiere mayores estudios«, escribían. «Las mejores evidencias disponibles sugieren que los eventos de varios días con alojamientos compartidos y atestados son los que más se asocian con un aumento del riesgo. Las reuniones de masas no son homogéneas, y el riesgo debería analizarse caso por caso«.

Pero volvamos a las palabras de Shaman citadas más arriba. ¿Por qué un epidemiólogo dice que no tiene lógica creer que una manifestación multitudinaria pueda aumentar significativamente los contagios?

Recientemente ha aparecido un nuevo e interesante estudio (aún sin publicar) que ha tratado de responder a la pregunta: ¿cómo crece el riesgo de contagios a medida que aumenta el número de personas en una concentración de gente? Y los resultados podrán parecer paradójicos a quienes se guían por la ilógica zombi, pero confirman lo dicho arriba: el exceso de riesgo de contagio (medido como porcentaje de enfermedad asociado a ese riesgo añadido) es de 11,3% para reuniones de más de diez personas, pero el diferencial de riesgo que a esto se añade desciende a medida que aumenta el volumen de la concentración; 6,4% para más de 20 personas, 2,2% para más de 50 personas y menos del 1% para más de 100 personas. Los autores concluyen: «Los grandes grupos de individuos tienen un impacto epidemiológico pequeño; los grupos de tamaño pequeño a medio entre 10 y 50 personas tienen un impacto mayor en una epidemia«.

La razón que aducen los autores es, en el fondo, muy simple, y confirma lo dicho arriba: el número de contactos de una persona infectada en una reunión no aumenta de forma lineal con el aumento del número de personas en esa reunión. Dicho de forma más llana, aunque estemos rodeados por otros cientos o miles de personas, son nuestros acompañantes quienes corren el riesgo de contagiarse si estamos infectados.

Es más: Shaman ya advertía de que el riesgo real de contagios en las concentraciones de personas al aire libre está en los recintos interiores que esas personas comparten, como baños, bares, vestuarios de piscinas o playas, etc. Por lo tanto, un partido de fútbol o un concierto al aire libre, donde los espectadores comparten los baños, tiene más riesgo que una manifestación callejera, donde no hay baños. En el caso de los estadios y otros recintos al aire libre con instalaciones interiores, el riesgo podría minimizarse con medidas como la ventilación y la filtración del aire.

Otro nuevo estudio apunta también a conclusiones en la misma dirección. Se trata de un análisis publicado en The Lancet por la Usher Network for COVID-19 Evidence Reviews (UNCOVER) de la Universidad de Edimburgo, que estudia el efecto en la pandemia de las medidas adoptadas en 131 países y su levantamiento posterior. Entre las medidas analizadas se encuentra la prohibición de las reuniones de más de 10 personas y de las de más de 100 personas, que vienen a recoger aproximadamente todo el espectro de regulación adoptado en distintos países.

Ocurre algo curioso: al comienzo de introducir estas prohibiciones, la tasa de contagios desciende. Pero después, con las medidas aún en vigor, los contagios aumentan, y lo hacen más cuando se prohíben las reuniones de más de 100 personas que las de 10, lo cual es lógico; hay más contagios cuando se permite que se reúnan decenas de personas que cuando se limita el número a 10. Pero sucede que, cuando se levantan estas restricciones, los contagios no aumentan más por permitir las reuniones de más de 100 personas que por autorizar las de más de 10.

«Levantar la prohibición de las reuniones de más de 10 personas podría incrementar la transmisión en un 25%, el aumento más elevado entre todas las medidas«, escriben los investigadores. «No observamos una reducción sustancial de la transmisión después de la prohibición de reuniones de más de 10 o más de 100 personas, especialmente para más de 100 personas, lo cual produjo un aumento de la transmisión después del día 14; posibles explicaciones de este resultado incluyen una baja adherencia y, para las reuniones de más de 100 personas, un aumento de las reuniones a menor escala. Además, debe notarse que para la prohibición de las reuniones, no pudimos estratificar nuestro análisis en escenarios al aire libre o en interiores debido a la escasez de datos«.

En otras palabras, y una vez más, el estudio de los datos en 131 países no encuentra que permitir las grandes concentraciones de gente tenga un impacto negativo apreciable en la propagación de la epidemia. Es más, cuando se prohíben estas grandes concentraciones los contagios pueden incluso aumentar, quizá debido a que se celebran más reuniones de pequeños grupos que tienen un mayor efecto sobre los contagios.

Para terminar, una advertencia y una contraadvertencia. La advertencia es que no debemos tomar estos resultados como dogma; a diario muchos medios están cayendo en el error de presentar resultados de estudios individuales como si hubieran zanjado definitivamente una cuestión, pero generalmente no es así: en problemas tan complejos y con tantas variables implicadas es necesaria una acumulación de numerosos estudios con enfoques y metodologías complementarias para extraer conclusiones plenamente fiables.

Pero también hay una contraadvertencia, y es que con el estado actual del conocimiento científico, sin ser un mensaje a grabar en piedra, las evidencias disponibles hasta ahora sí parecen apoyar la limitación del número de personas en las reuniones de pequeño tamaño, pero en cambio no tanto la prohibición de las grandes concentraciones multitudinarias al aire libre. Ahora mismo no parece probable que ninguna autoridad sanitaria, ni en España ni en otros lugares, esté dispuesta a asumir el riesgo de autorizar grandes eventos. Pero con la ciencia en la mano, los empresarios de los espectáculos de masas al aire libre tendrían buenos motivos para quejarse de que sus negocios hayan sido suprimidos por completo, mientras se permite la apertura de bares, restaurantes, cines, teatros y otros locales cerrados con aforos de decenas de personas.

Ideas muy extendidas sobre el coronavirus, pero incorrectas (3): el botellón

Quien piense que las medidas adoptadas por las autoridades contra la pandemia son intrínsecamente contradictorias, tiene motivos sobrados para pensarlo:

  • Se prohíben las reuniones de más de seis personas no convivientes, pero en la práctica esto solo se aplica al ocio: en los transportes, las aulas y los centros de trabajo apenas hay límites en la práctica, y en todos estos casos existen contactos prolongados y estrechos con riesgo de transmisión.
  • Se obliga a llevar mascarilla en todo momento y lugar, incluso paseando al perro de noche en una calle solitaria, y se prohíbe fumar en las terrazas, pero se permite que los clientes se quiten la mascarilla para consumir en locales interiores cerrados.
  • Se prohíbe la presencia de público en espectáculos deportivos al aire libre, pero se abren cines y teatros.
  • Se persigue el botellón, pero no solo se abren los locales nocturnos hasta cierta hora, sino que además se les permite incluso servir comidas.
  • Se prohíbe caminar solo al aire libre por la noche, pero se permite que en ese mismo horario duerman (o lo que sea) en la misma habitación seis personas no convivientes. Que tal vez vivan todas en domicilios distintos, mientras que una familia de seis está condenada a no reunirse jamás con nadie (en Alemania, por ejemplo, la restricción se hace por unidades familiares).
  • En los colegios tienen a los niños enterrados en gel hidroalcohólico, siguiendo la normativa. Mi hijo pequeño vuelve a casa con las manos perfectamente hidroalcoholizadas, pero negras como el guardapolvos de un carbonero, porque nadie le ha dicho que lo primero y fundamental es lavarse las manos a conciencia con agua y jabón.

No faltan razones para pensar en el pollo corriendo sin cabeza. Debemos tener claro que no hay experiencia previa de una situación como la actual con la ciencia de hoy, y que por lo tanto muchas de las medidas adoptadas no dejan de ser tiros a ciegas, experimentos sin una validación basada en una experiencia científicamente documentada.

Pero hay algo que deberíamos entender. Desde que comenzó la pandemia hay suficiente recorrido como para que se hayan publicado ya infinidad de estudios epidemiológicos que analizan el impacto de las diversas medidas en la propagación del virus, tanto con modelos predictivos como con datos retrospectivos del mundo real. Y aunque pueda haber diferencias en los resultados, si del conjunto de los estudios puede extraerse una conclusión general, es esta: cualquier restricción es más beneficiosa que ninguna restricción.

Por ejemplo, y por citar un caso reciente, véase este estudio publicado el mes pasado en The Lancet por la Usher Network for COVID-19 Evidence Reviews (UNCOVER) de la Universidad de Edimburgo, que estudia el efecto en la pandemia de las medidas adoptadas en 131 países y su levantamiento posterior.

Por lo tanto, sorprende que a algunos les sorprenda el hecho de que ciertas medidas suaves y parciales de restricción de la movilidad, como las adoptadas en Madrid, estén influyendo positivamente en la evolución de la epidemia; lo sorprendente, lo que iría en contra de los estudios, sería precisamente lo contrario, que no tuvieran ningún impacto beneficioso (hay consideraciones importantes respecto a la influencia de las estrategias de testado en las cifras, pero ahora es mejor no desviarnos). Es absurdo tratar de negar que las medidas de Madrid a la fuerza tienen que reducir la carga de contagios.

Ahora bien, es muy importante subrayar el poderoso motivo por el cual en otros lugares no se han tomado medidas similares. También The Lancet ha publicado el Memorándum John Snow, una declaración firmada por más de 6.900 investigadores y profesionales de la salud de todo el mundo, y que recoge el consenso científico actual sobre la COVID-19. Y uno de dichos consensos es este:

El aislamiento prolongado de grandes porciones de la población es prácticamente imposible y altamente contrario a la ética. La evidencia empírica de muchos países muestra que no es viable restringir brotes incontrolados a secciones particulares de la sociedad. Esta estrategia además incurre en el riesgo de exacerbar aún más las desigualdades socioeconómicas y la discriminación estructural que la pandemia ya ha dejado de manifiesto. Los esfuerzos especiales para proteger a los más vulnerables son esenciales, pero deben ir de la mano de estrategias en varios frentes a nivel de toda la población.

Dicho de otro modo: los casi 7.000 expertos firmantes no apoyan las medidas discriminatorias (que aquí se disfrazan bajo el eufemismo de «quirúrgicas»). Por lo tanto, es de suponer que quienes asesoran técnicamente las decisiones políticas adoptadas en la Comunidad de Madrid no son firmantes del Memorándum John  Snow.

Pero sobre todo, hay algo que tampoco puede ocultarse, y es que, sin menoscabar lo conseguido con estas medidas, debemos subrayar lo que se está dejando de conseguir por no imponer medidas más estrictas. Cualquier triunfalismo es insultante y engañoso: no podemos conformarnos con reducir el número de muertes.

Y si hay otra cosa que se desprende de los estudios, es que hay una correlación general (lo cual no implica necesariamente causalidad, pero es lo único que tenemos para agarrarnos) entre la dureza de las medidas y la evolución de los contagios. Y que lo que mejor funciona es, por mucho que cueste aceptarlo, lo que se hizo en primavera. Ha quedado claro que ahora las autoridades no quieren repetir aquello. Pero no se puede engañar a la población pretendiendo que cualquiera de esas pequeñas medidas parciales va a lograr el mismo nivel de éxito que un confinamiento drástico y total. No hay ningún estudio científico que diga esto.

Sí, pero hay que salvar la economía, se dice, y de ahí las medidas parciales. Pero debemos tener claro esto: quienes aconsejan son los científicos, y quienes deciden son los políticos. Salvar la economía es tarea de los políticos. No pueden pretender que los científicos, cuyo objetivo es salvar vidas, aconsejen otras medidas que no sean aquellas que más vidas salvan. Ningún médico recomendará a un paciente que fume un poco, siempre que no sea demasiado. Ningún científico experto real, basándose en la ciencia actual (y no en opiniones personales o en consideraciones políticas que no forman parte de su competencia), puede recomendar otra cosa que no sea un confinamiento total.

Y en cuanto a salvar la economía, obviamente no voy a entrar aquí en cuestiones de las que reconozco mi ignorancia absoluta. Pero para ello confío en el criterio de nuestros compañeros, científicos sociales, economistas investigadores y académicos. Y lo que muchos de ellos están diciendo es que lo mejor para salvar la economía no es ir capeando más o menos este temporal con una agonía prolongada durante años, sino librarnos del virus lo antes posible. Y así volvemos a la idea del confinamiento.

Ocurre que, mientras las autoridades de trincheras políticas contrarias tratan de convencer al público de que sus medidas son las que funcionan, están transmitiendo, y haciendo calar entre sus adeptos, ideas erróneas sobre la propagación de la pandemia. Por ejemplo:

Toda la culpa es del botellón (y, en general, de los jóvenes): sesgo interesado

Son muchos los jóvenes que declaran estar bastante hartos de que se cargue sobre ellos toda la culpa de los brotes de contagios. Y tienen motivos para estar hartos. Culpar al botellón de ser el gran responsable de los contagios es un mensaje políticamente muy cómodo, ya que permite tomar medidas sin perjudicar a la hostelería.

Botellón en Roma, 2006. Imagen de Giovanni Prestige / Wikipedia.

Botellón en Roma, 2006. Imagen de Giovanni Prestige / Wikipedia.

Desde luego, aclaremos algo esencial: el botellón, un grupo de personas reunidas sin mascarillas ni distancias, implica un alto riesgo de contagio, esto es innegable. Sobre todo cuando hoy sí tenemos confirmación de algo que muchos daban por hecho desde el comienzo de la pandemia pero de lo que no había evidencias científicas, y es que el intercambio de fluidos, sea directa o indirectamente (por ejemplo, compartiendo vasos, botellas o cigarrillos) es una vía de transmisión del virus.

Esta vía de transmisión no podía darse por hecha sin pruebas científicas, ya que el SARS-CoV-2 es un virus de transmisión respiratoria, que se contagia por inhalación. Y aunque tanto la infección intestinal del virus como su presencia en la saliva se conocen desde el comienzo de la pandemia, en cambio apenas había datos relativos a la posible vía digestiva de infección; es decir, si el virus tragado en lugar de inhalado podía desembocar en una infección productiva, o si su eliminación por los jugos gástricos anulaba esta vía antes de que el virus encontrara una población celular portadora de su receptor en la que pudiera multiplicarse para después expandirse a otros tejidos y órganos.

Solo muy recientemente hemos tenido confirmación de que sí, el virus tragado en lugar de inhalado también puede contagiar. Según un nuevo estudio aún sin publicar (preprint), tanto la mucosa oral como las glándulas salivales son susceptibles a la infección por el coronavirus, lo que abre una vía de infección por el canal digestivo anterior al estómago y sin necesidad de incubarse previamente en el sistema respiratorio. Así que tanto besar como beber del mismo recipiente pueden ser fuentes de contagio, ya sea en un botellón o en cualquier otra circunstancia. Por ello, sería conveniente insistir en que no deben compartirse recipientes, bebidas, comidas, cubiertos ni cigarrillos.

Pero dicho esto, tomar medidas que impiden el botellón solo logra eliminar los contagios debidos al botellón. Así que la pregunta es: ¿cuál es la cuota de contagios debida al botellón?

El problema es que en España no se publican datos detallados de escenarios de contagio. Solo se nos sueltan ciertos datos concretos que apoyan las medidas que las autoridades quieren justificar. Se nos ha dicho que la tercera parte de los contagios se produce entre los jóvenes. Y aunque sin duda esta cuota de contagios supera en mucho la representatividad demográfica de este sector de población, en cambio se evita contar el resto de la historia: la gran mayoría de los contagios se produce entre los mayores de 30.

Incluso si los botellones fueran la causa de cientos de contagios, aún habría muchos miles de contagios que no tienen nada que ver con estas actividades. Es lógico suponer que los brotes radicados en estas reuniones estarán mayoritariamente incluidos en el 12% de los contagios con origen conocido, una pequeña minoría. Y por mucho que interese a todos salvar la hostelería, no puede dejarse de lado que un grupo de personas reunidas y consumiendo sin mascarillas ni distancias tiene mayor probabilidad de contagiarse en un recinto interior, sobre todo si la ventilación es mala, que en una plaza o en un parque.

Por suerte, en otros países sí se divulgan datos detallados y completos sobre el rastreo de contagios. La revista Science ha publicado una nueva revisión titulada «los motores de la propagación del SARS-CoV-2», en la que un grupo de investigadores de la Johns Hopkins repasa de forma magistral y enormemente clarificadora todo el conocimiento actual sobre la epidemiología del virus. Y recogiendo estos datos, los autores de la revisión nos cuentan dónde se están produciendo la gran mayoría de los contagios en todo el mundo:

En los hogares.

Y en otros enclaves residenciales, como prisiones, dormitorios de trabajadores o residencias de ancianos.

Según los autores, es seis veces más probable infectarse en casa o en residencias que en cualquier otro lugar. Hasta dos terceras partes de los contagios ocurren allí.

Ahora bien, cuando el virus entra en casa, ¿dónde se ha contraído? ¿En los botellones?

La respuesta del estudio: en cualquier otro lugar. Dado que, subrayan los autores, la gran mayoría de los contagios proceden de eventos de supercontagio, es decir, personas que por motivos todavía desconocidos son capaces de transmitir el virus a docenas, mientras que la gran mayoría no contagian a nadie, el riesgo depende más de la presencia de un supercontagiador que del lugar concreto: tiendas, bares y restaurantes, centros de trabajo, transportes… Incluso al aire libre un supercontagiador puede hacer estragos (como sucedió en un evento organizado por Donald Trump en los jardines de la Casa Blanca), aunque es importante recordar que el aire libre y la mascarilla reducen las posibilidades de contagio o, como mínimo, la dosis de virus recibida, lo que puede marcar la diferencia entre una infección leve y otra grave.

En resumen, sin duda es necesario controlar todos los escenarios de riesgo, incluyendo por supuesto el botellón; quien haya entendido lo contrario es que no ha leído nada de lo anterior. Pero cualquier intento de centrar la atención exclusivamente en el botellón es un intento de desviarla de otros escenarios de riesgo. Que probablemente no den tanta y tan buena visibilidad política.

Siete meses después, ¿sigue habiendo esperanza en la inmunidad de grupo?

El pasado 1 de abril publicaba aquí un artículo en el que traía los datos de un estudio del Imperial College de Londres (ICL), el cual estimaba la proporción de la población que por entonces ya se habría contagiado de coronavirus en 11 países de Europa. En plena primera ola de la pandemia, en nuestro estricto confinamiento y con las cifras de muertes disparándose día a día, parecía que había un motivo para la esperanza: mientras que en Alemania se calculaba un 0,7% de población contagiada, en España la cifra subía hasta el 15%. Siempre según la estimación del modelo epidemiológico del ICL (no con datos serológicos reales), el nuestro era el país del estudio con un mayor porcentaje de infección, por delante de Italia con casi un 10%.

Y esto, lejos de ser una razón para el desánimo, parecía justamente lo contrario, por lo siguiente: muchos creyeron entonces que el objetivo del confinamiento era parar el virus (incluso un desafortunado mensaje del gobierno español propagaba esta falsa idea), y que un par de meses de reclusión domiciliaria bastarían para extinguir la epidemia y volver a la vida de antes. La propaganda de personajes como Donald Trump sostenía esta ficción de que el virus se iría por sí solo, e incluso la máxima responsable de la política madrileña dijo en una conversación de pasillo con el presidente del gobierno que había creído en esta idea.

Pero no. Desde el comienzo de la pandemia, infinidad de expertos se habían desgañitado explicando, para quien quisiese escuchar, que los confinamientos no podían parar ni eliminar el virus. Que su propósito era aplanar la curva; o sea, repartir los contagios a lo largo del tiempo para que el sistema de salud pudiese absorber el flujo de enfermos y así proporcionarles la mejor atención posible. Y con ello, de paso, comprar tiempo a la espera de que llegasen mejores tratamientos o, quizá, la vacuna. Pero que nada podía impedir que el virus siguiera avanzando. Nada, excepto la inmunidad. Una inmunidad lo suficientemente extendida entre la población como para minimizar la probabilidad de contacto entre una persona infectada y una persona susceptible, de modo que la primera se recupere de la infección sin llegar a encontrarse con la segunda.

Banco de Sangre del Hospital de Sant Pau, en Barcelona. Imagen de Jordi Play / Wikipedia.

Banco de Sangre del Hospital de Sant Pau, en Barcelona. Imagen de Jordi Play / Wikipedia.

Esto es lo que se llama inmunidad de grupo (originalmente, de rebaño, por traducción literal del inglés herd). En principio, puede alcanzarse por dos vías: por infección natural o por vacunación. Dado que las vacunas contra el SARS-CoV-2 aún tardarán –en abril se veían mucho más lejanas que ahora–, había un intenso debate en torno a la posibilidad de alcanzar la inmunidad de grupo por infección natural.

Algunos científicos han defendido expresamente esta estrategia, y dirigentes como Boris Johnson o el propio Trump han coqueteado con esa idea, aunque el primero después renunció a ella. Suecia ha seguido implícitamente este camino, si bien con una evidente contradicción, ya que sus tasas de infección eran relativamente moderadas; cuando han comenzado a dispararse, han llegado las restricciones.

Por el contrario, muchos científicos han advertido de que dejar al virus correr libremente para perseguir la inmunidad grupal costaría infinidad de vidas y un enorme sufrimiento. A veces el debate científico ha llegado a teñirse de cierto radicalismo moral, olvidando que la gripe estacional causa más de medio millón de muertes al año y la sociedad siempre ha vuelto la espalda a este problema sin el menor reparo. En cualquier caso, debe quedar claro que la inmunidad de grupo es un concepto habitual en las estrategias de vacunación, pero que jamás antes se ha planteado explícitamente como objetivo a lograr para detener una epidemia.

Sin embargo, una cosa es que defender la inmunidad de grupo por infección natural como objetivo a procurar sea algo indudablemente peligroso y éticamente objetable, y otra cosa diferente es que, incluso luchando con todas nuestras armas contra el virus, podamos alcanzarla sin pretenderlo y beneficiarnos de ella. Esta era la razón para la esperanza en la España del mes de abril: suponiendo un umbral de inmunidad de grupo del 60% de la población, un 15% ya infectado significaba que habíamos recorrido ya la cuarta parte de ese doloroso camino, mientras que Alemania, con solo un 0,7%, aún estaba infinitamente más lejos que nosotros.

Pues bien, siete meses después de aquello, en plena nueva oleada de contagios, es un buen momento para regresar a aquellas ideas, actualizar los datos y ver qué quedó de todo ello.

Y la conclusión general puede resultar chocante. Porque con todo el conocimiento científico acumulado a lo largo de estos meses sobre el virus y la pandemia, teniendo en cuenta todo lo que ahora sabemos que antes desconocíamos, hay más incertidumbres que entonces sobre la inmunidad de grupo. Hoy lo único que puede afirmarse es que aún no sabemos lo cerca o lejos que estamos de esta inmunidad colectiva, que por otra parte puede no ser como la habíamos imaginado, y que quizá ni siquiera llegue a existir. Resumo los puntos principales:

Primero: hay menos población contagiada de la que se pensaba

El 15% de población contagiada estimado por el ICL era una predicción elaborada por un modelo matemático proyectando los datos disponibles, pero por entonces aún no había estudios reales sobre la extensión de la pandemia en España. Posteriormente el Instituto de Salud Carlos III emprendió un gran estudio de seroprevalencia llamado ENE-COVID-19 –por cierto, publicado en la revista The Lancet y ampliamente elogiado por otros estudios como un modelo a seguir, y del cual acaba de presentarse el próximo inicio de una cuarta ronda– que rebajaba la cifra de contagiados a poco más de un 5%, lo que nos aleja más de una posible inmunidad de grupo. Sin embargo, hay notables diferencias por provincias: Madrid supera el 10%.

Segundo: se desconoce la duración de la inmunidad

Para que exista inmunidad de grupo, tiene que haber una inmunidad individual eficaz y duradera. El problema es que aún no se sabe hasta qué punto esto es así en todas las personas que han superado la infección; es mucho lo que falta por conocer sobre la inmunidad al coronavirus. Distintos estudios han llegado a diferentes resultados sobre la presencia de anticuerpos neutralizantes y su duración en distintos tipos de pacientes (asintomáticos, leves, moderados o graves).

Aunque un estudio reciente apunta que la producción de anticuerpos contra el virus puede permanecer elevada hasta cinco meses después de pasar la enfermedad, la experiencia con otros coronavirus sugiere que la inmunidad efectiva quizá no dure más de un año, lo que podría dificultar la posibilidad de alcanzar una inmunidad de grupo si muchas personas recuperadas acaban siendo de nuevo susceptibles a la infección. De hecho, el estudio ENE-COVID-19 encontró que el 14% de quienes tenían anticuerpos en la primera ronda de análisis los habían perdido menos de dos meses después, sobre todo personas asintomáticas.

Tercero: no se sabe cuál es el umbral de la inmunidad de grupo

El porcentaje de población inmune que se necesita para alcanzar la inmunidad de grupo se conoce como HIT, siglas en inglés de Umbral de Inmunidad de Grupo. Los epidemiólogos calculan este HIT por una sencilla fórmula que depende de un solo parámetro, la R, tasa de reproducción del virus, o a cuántas personas como media contagia cada persona infectada.

El problema es que no existe un valor de R único y definitivo, ni por tanto del HIT. Algunos expertos manejan valores del 60-70%, pero hay un posible rango muy amplio; tanto que hay quienes sitúan el HIT en valores mucho más bajos, del 40% o incluso del 10-20%. La razón de estas discrepancias es que todo se complica cuando se introduce otra variable, y es que la susceptibilidad de la población al virus va cambiando a lo largo del tiempo, ya que primero se infectan las personas más expuestas y más susceptibles, por lo que las personas que van quedando sin infectar son cada vez las menos susceptibles. Como ya conté aquí, la directora de un estudio aún sin publicar que rebajaba el HIT al 10-20% decía que Madrid podría estar cerca de la inmunidad de grupo, si bien otros expertos han cuestionado estos resultados.

Cuarto: la inmunidad de grupo no detendría en seco los contagios

Por último, conviene subrayar que parece haber calado una idea errónea sobre la inmunidad de grupo, y es que, si pudiera alcanzarse esa situación, de repente los contagios cesarían de la noche a la mañana. No es así. Lo que la inmunidad de grupo consigue es reducir la R por debajo de 1, de modo que generalmente las posibles cadenas de contagios iniciadas se cortan y no llegan a prosperar. Así, la curva va descendiendo hasta que finalmente puede llegar a extinguirse, pero lentamente; los contagios continuarían durante un tiempo. ¿Durante cuánto tiempo, y cuánta gente más resultaría infectada hasta que la epidemia se extinguiera? Estas preguntas aún no tienen respuesta, pero un estudio aún sin publicar arrojaba un cálculo escalofriante: con un HIT del 66%, la pandemia solo se acabaría por completo una vez se hubiera infectado un 94% de la población.

Todo lo anterior nos lleva a una misma conclusión, y es que la inmunidad de grupo por infección natural no es algo en lo que debamos depositar demasiadas esperanzas. Ciertos estudios han aventurado que lugares como la ciudad brasileña de Manaos o algunas regiones de India podrían haber alcanzado la inmunidad grupal, pero estas afirmaciones han sido cuestionadas por otros expertos. Incluso si la del SARS-CoV-2 es ya la epidemia más estudiada de la historia, que quizá lo sea, la ciencia no sabe y reconoce que no sabe, y a pesar de ello es la única fuente fiable, mucho más que aquellas que tampoco saben sin reconocer que no saben.

Y si algo sabemos, es esto: un gráfico que el ICL publicó en primavera y que también traje aquí el 1 de abril. Este era entonces, y a grandes rasgos continúa siendo ahora, la predicción del panorama que nos espera al menos en el próximo año, salvo vacuna: un paisaje de picos de sierra, de confinamientos y desconfinamientos (en azul) con las subidas y bajadas de la epidemia (en naranja, casos de UCI). Por suerte, ya hemos superado aquellos meses del verano en que los medios hablaban erróneamente de la pandemia en pasado, como creyendo entonces que todo había acabado. Y reconocer el problema es el primer paso hacia la solución.

Gráfico del ICL de las oleadas previstas de casos de UCI de la COVID-19 con ciclos de intervenciones.

Gráfico del ICL de las oleadas previstas de casos de UCI de la COVID-19 con ciclos de intervenciones.

No son los horarios, es el aire: no todos los locales son iguales ante el coronavirus

Nos encontramos ahora, una vez más, en otra encrucijada de incertidumbres, en la que proliferan las propuestas dispares. En algunas zonas del país se han impuesto o recomendado distintos grados y modalidades de confinamiento. O se han cerrado todos los bares y restaurantes. En otras se pide ahora un toque de queda. ¿Por qué? Porque en Francia lo han hecho. Pero ¿sirve o no sirve? ¿Ayuda o no ayuda? ¿Funciona o no funciona?

Es que… en Francia lo han hecho.

Si todo esto les da la sensación de que las medidas contra el coronavirus forman ahora un menú variado del que cada autoridad local o regional elige lo que le parece, siempre diciendo ampararse en criterios científicos, pero sin que parezca haber ninguna correspondencia consistente entre el nivel de contagios y las medidas adoptadas en cada lugar… Creo que no es necesario terminar la frase.

Un bar cerrado en Barcelona. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Un bar cerrado en Barcelona. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Por la presente, declaro solemnemente carecer del conocimiento suficiente para saber cómo se gestiona una pandemia, para saber qué debe hacerse ahora y para saber si sería mejor o peor si pudiéramos rebobinar el tiempo y hacer las cosas de otro modo; no contamos con un multiverso en el que podamos conocer otras trayectorias paralelas. Pero declaro también que esta falta de conocimiento adorna asimismo a casi el 100% de las personas que a diario opinan sobre qué debe hacerse creyendo que sí saben cómo debe gestionarse una pandemia. Incluidos muchos de aquellos que aparecen como expertos en diversos medios y que, incluso con titulaciones aparentes o importantes cargos en sociedades médicas, hace un año ni ellos mismos hubieran creído que alguien pudiera consultarlos como expertos en pandemias.

En su lugar, escuchemos a los verdaderos expertos, los que ya sabían de esto antes. Y según nos dicen estos, parece claro que hay ciertas lacras que están incidiendo en nuestros malos resultados. El grupo de los 20 (ignoro si van por algún otro nombre concreto), un equipo de especialistas de primera línea que ha publicado un par de cartas en The Lancet pidiendo una evaluación independiente de la gestión (por cierto, ¿sería mucho pedir que ellos mismos se constituyeran en ese comité de evaluación independiente con o sin la aprobación de los gobiernos, o sea, verdaderamente independiente?), resumía de este modo ciertos problemas y errores cometidos:

Sistemas débiles de vigilancia, baja capacidad de test PCR y escasez de equipos de protección personal y de cuidados críticos, una reacción tardía de las autoridades centrales y regionales, procesos de decisión lentos, altos niveles de migración y movilidad de la población, mala coordinación entre las autoridades centrales y regionales, baja confianza en la asesoría científica, una población envejecida, grupos vulnerables sujetos a desigualdades sociales y sanitarias, y una falta de preparación en las residencias.

Es decir, un plato digno de esas Crónicas carnívoras en las que un cocinero de Minnesota echa todo lo que tiene en la despensa entre dos trozos de pan. Tan variada y prolija es la ensalada de factores que nos han llevado a donde estamos, que los editorialistas de The Lancet Public Health han calificado la situación de la pandemia en España como «una tormenta predecible».

Pero eso sí, estos editorialistas advierten de que «las razones detrás de estos malos resultados aún no se comprenden en su totalidad». Y es bastante probable que estos editorialistas de The Lancet Public Health sean bastante más expertos en salud pública y en gestión de pandemias que los cientos de miles de sujetos que a diario dicen comprender en su totalidad las razones detrás de estos malos resultados.

Con todo, los editorialistas no se limitan a rascarse la cabeza, sino que señalan algunos ingredientes de esa ensalada. «Una década de austeridad que siguió a la crisis financiera de 2008 ha reducido el personal sanitario y la capacidad del sistema. Los servicios de salud no tienen suficiente personal ni recursos y están sobrecargados». «El tríptico testar-rastrear-aislar, que es la piedra angular de la respuesta a la pandemia, sigue siendo débil». «Cuando el confinamiento nacional se levantó en junio, algunas autoridades regionales reabrieron probablemente demasiado rápido, y fueron lentas en implantar un sistema eficaz de trazado y rastreo. En algunas regiones, la infraestructura local de control epidemiológico era insuficiente para controlar futuros brotes y limitar la transmisión comunitaria. La polarización política y la descentralización gubernamental en España también han obstaculizado la rapidez y eficiencia de la respuesta de salud pública».

Lo único que tenemos para guiarnos de verdad por un camino medianamente racional y eficaz es lo que dice la ciencia que ya tenemos, incluso con todas sus incertidumbres. Los palos de ciego, como los toques de queda, las limitaciones de horarios o del número de personas en las reuniones, son simplemente palos de ciego; muchas de estas medidas no cuentan con una experiencia histórica suficiente para proporcionar evidencias científicas que apoyen o refuten su eficacia. Lo que sí dice la ciencia es que las mascarillas ayudan, pero que la medida más probadamente eficaz es el distanciamiento, que por tanto debería ser la norma más importante y más respetada a rajatabla, en toda situación y circunstancia. Y es evidente que en casi ningún lugar se está respetando, ni en la calle, ni en el transporte público, ni en los comercios, ni en los locales donde la gente se quita la mascarilla para consumir.

Claro que también la ciencia dice que el distanciamiento no sirve en locales cerrados y mal ventilados; un cine, un restaurante o un bar podrán quizá ser seguros. Pero otros no lo serán. Y lo cierto es que nosotros, clientes, no podemos tener la menor idea de cuáles lo son y cuáles no. El mes pasado, la directora de cine Isabel Coixet recibía un importante premio con una mascarilla en la que podía leerse «el cine es un lugar seguro», como si todos lo fueran por alguna clase de privilegio epidemiológico debido específicamente al hecho de proyectar una película sobre una pantalla. Mientras no exista una regulación de la calidad del aire adaptada a la pandemia, que obligue a todos los locales a ventilar y/o filtrar de acuerdo a unos requisitos y parámetros concretos que puedan vigilarse mediante sistemas como la monitorización del CO2 en el aire, y de modo que el cumplimiento de esta normativa esté públicamente expuesto a la vista de los clientes, como suelen estarlo ciertas licencias obligatorias, no podremos saber en qué recintos interiores estaremos seguros y cuáles debemos evitar.

Por mucho que el mensaje público insista en que toda la culpa del contagio es de los botellones y otras actividades no reguladas, lo cierto es que los cines, los bares, los restaurantes o los medios de transporte no son lugares seguros de por sí, por naturaleza infusa. De hecho, algunos de los casos de supercontagios más conocidos y estudiados a lo largo de la pandemia han tenido lugar en sitios como restaurantes, gimnasios o autobuses, en países donde estos datos se detallan (que no es el caso del nuestro). Y en cambio, grandes concentraciones de personas al aire libre como las manifestaciones contra el racismo en EEUU no tuvieron la menor incidencia en los contagios.

Como dice el profesor de la Universidad de Columbia Jeffrey Shaman, un verdadero experto de referencia en epidemiología ambiental, el mayor riesgo de las concentraciones de personas al aire libre ocurre precisamente cuando esas personas comparten instalaciones interiores, como baños, bares o tiendas. Con independencia de que a cada cual le guste o no la práctica del botellón, hay más riesgo en un grupo de personas consumiendo sin mascarilla en un local cerrado con mala ventilación, incluso con distancias, que en un grupo de personas consumiendo sin mascarilla al aire libre si se respetaran las distancias y no se intercambiasen fluidos o materiales potencialmente contaminados (son estas dos últimas circunstancias las que inciden en el riesgo, no el hecho de reunirse en la calle a beber).

Los consumidores dependemos de la información y la voluntad que posea el propietario de un negocio para hacer de su local un sitio seguro. Resulta del todo incomprensible que las autoridades solo contemplen dos posibilidades, abrir TODOS los bares y restaurantes o cerrar TODOS los bares y restaurantes. En estos días los medios han contado que la propietaria de un restaurante de Barcelona ha instalado en su local un sistema de filtración del aire de alta calidad. Esta mujer ha demostrado no solo estar perfectamente al corriente respecto a la ciencia actual sobre los factores de riesgo de contagio, sino también un alto nivel de responsabilidad hacia sus clientes afrontando una inversión cuantiosa. Y sin embargo, las autoridades también la han obligado a cerrar, aplicando a su negocio el mismo criterio que a otro donde los clientes aún están respirando la gripe de 1918.

Sí, todos queremos que las restricciones destinadas a frenar la pandemia sean compatibles en la medida de lo posible con el desarrollo de las actividades, sobre todo las que sostienen la economía. Pero ¿cuánto tardarán las autoridades en escuchar el consejo de los científicos para llegar a comprender que no todos los recintos cerrados son iguales ante el contagio, ya sean las tres de la tarde o las tres de la mañana, y que urge establecer una normativa de ventilación y filtración del aire para mantener abiertos los locales seguros y cerrar solo aquellos que no lo son?

Termino dejándoles este vídeo recientemente difundido por José Luis Jiménez, experto en aerosoles de la Universidad de Colorado que, por suerte para nosotros, es español. Jiménez ha ofrecido repetidamente su colaboración a las autoridades de nuestro país para ayudar a hacer nuestros espacios interiores más seguros. Hasta ahora, ha sido ignorado.

Esta es una nueva razón convincente para usar mascarilla

Me preguntaba alguien, apabullado por la profusión de caras y voces en teles y radios que hablan sobre la COVID-19, cómo es posible distinguir a los auténticos científicos expertos de los que no lo son. Le respondí que es imposible decirlo así, a nivel general; pero que, si acaso, podía fijarse en aquellos que hablan con una seguridad fuera de toda duda, y cuyas palabras y actitudes denotan que tienen las cosas perfectamente claras y que no se equivocan: esos, le dije, no son los expertos.

Los verdaderos expertos no suelen dar grandes titulares, porque generalmente no los hay. Quizá esta pandemia ayude a comprender que la ciencia es un proceso largo y laborioso en el que es muy difícil llegar a certidumbres absolutas, si es que alguna vez se llega. Que quienes dicen «esto está científicamente demostrado» no suelen ser los científicos; ellos son más de decir «es probable», «los resultados sugieren que» o, simplemente, «no lo sé». Que saber «a ciencia cierta», aunque sea una expresión muy popular, se corresponde poco con lo que la ciencia suele tener en el menú. Y que, incluso en un campo científico en el que se han volcado decenas de miles de investigadores a tiempo completo durante muchos meses, aún son más las incógnitas que las certidumbres, y las rectificaciones que los dogmas inmutables.

A lo que vamos: en este blog he hablado de la incertidumbre científica sobre la efectividad de las mascarillas como método de prevención de la transmisión del coronavirus SARS-CoV-2 en la comunidad. Resumiendo, un primer problema es que, antes de esta pandemia, había pocos estudios sobre el uso de las mascarillas fuera del entorno sanitario y, lógicamente, ninguno sobre este virus concreto. Y aunque suele ser habitual que ciertos estudios individuales encuentren algún canal abierto hasta los ojos y oídos de los ciudadanos, en casos como este debemos tener en cuenta que un estudio individual es solo una pieza de un gran puzle, a partir de la cual es imposible formar la imagen general; para esto son necesarios los metaestudios y revisiones, con los cuales los científicos reúnen, valoran y analizan conjuntamente multitud de estudios independientes para sacar conclusiones estadísticamente válidas de acuerdo a criterios rigurosos.

Un segundo problema: con el advenimiento de la pandemia se han emprendido numerosos estudios sobre la utilidad de las mascarillas contra el SARS-CoV-2, tanto experimentales (de laboratorio) como observacionales y clínicos. Pero estos últimos, que son la regla de oro de toda intervención terapéutica (cuando siguen los estándares más rigurosos, como la aleatorización con placebo y el doble ciego) están limitados en el caso que nos ocupa; por ejemplo, no hay mascarillas placebo, y es imposible que un paciente desconozca si está utilizando mascarilla o no. Así, son muchos los factores contaminantes en estas investigaciones. Cuando los científicos han elaborado metaestudios y revisiones, han encontrado resultados limitados que son difícilmente comparables por utilizar metodologías muy diferentes; como decían los investigadores del Centre for Evidence-Based Medicine (CEBM) de la Universidad de Oxford en un informe que comenté recientemente, el uso de las mascarillas depende enormemente del contexto. La consecuencia de todo ello es que, dados los resultados tan distintos de unos estudios a otros, una significación estadística válida solo se consigue con una horquilla tan amplia de efectividad que en la práctica el dato final es poco útil, ya que tiene un gran nivel de incertidumbre.

Explico todo esto porque, a raíz de mis intentos de explicar cuidadosamente la evidencia científica al respecto, a veces he recibido respuestas de este tipo: «o sea, que las mascarillas no sirven». Y quiero dejar claro una vez más que esto NO es cierto.

Mascarilla. Imagen de AnyRGB.

Mascarilla. Imagen de AnyRGB.

Aquí hablamos de los criterios más estrictos y rigurosos de la medicina basada en pruebas (EBM). Pero estos no suelen ser los criterios que se manejan en la calle. En concreto, puede decirse que hay indicios mucho más reales a favor de la efectividad de las mascarillas (aunque sea limitada y parcial) que de la utilidad de infinidad de productos que millones de personas consumen a diario creyendo en las proclamas sobre sus presuntas propiedades: cosméticos, suplementos nutricionales o vitamínicos, remedios varios, alimentos supuestamente saludables para tal o cual cosa, artículos deportivos que dicen mejorar nosequé. Incluso fármacos. Sí, como quizá podríamos comentar otro día, cuando se analiza la eficacia de los fármacos según los criterios estrictos de la EBM, también surgen las sorpresas.

En definitiva, sí, las mascarillas funcionan. Por favor, no caigamos en los errores de los dos extremos, pensar que su utilidad es nula o que son un blindaje contra el contagio que nos permite regresar a la vida normal y olvidarnos de otras precauciones más importantes, como guardar las distancias y evitar los lugares cerrados y mal ventilados. No hay nada que apoye ninguno de estos dos extremos. Actualmente se han puesto en marcha algunos grandes ensayos clínicos que quizá nos ofrezcan datos más sólidos de efectividad, siempre teniendo en cuenta la variable del contexto. Pero parece del todo improbable, salvo inmensa sorpresa, que los resultados de estos ensayos vayan a apuntar a alguno de esos dos extremos.

Conviene repetir que la utilidad más evidente de las mascarillas es retener las gotitas de fluido que expulsamos, protegiendo a los demás de nosotros. Y aunque las mascarillas que generalmente usamos (las que están recomendadas para la población general) no fueron concebidas para la protección del usuario, los estudios apuntan a que también resguardan en cierta medida a quienes las llevan. No es la primera vez que algo diseñado para una función demuestra utilidad para otra diferente.

Los indicios que apoyan la transmisión del virus por el aire se han ido acumulando a lo largo de la pandemia, y para muchos de los verdaderos expertos son ya suficientes como para creer en ellos, al menos en lo que concierne a las medidas de salud pública. Y aunque la protección de las mascarillas frente a los aerosoles no sea extensiva ni total, existe una muy buena razón para sospechar que esta protección sí podría ser suficiente; suficiente para que, incluso si nos contagiamos, nos libremos de los efectos más graves de la COVID-19 y pasemos la enfermedad sin síntomas o solo leves.

Aquí, la explicación. Durante esta pandemia, todo el mundo ha aprendido que existe una gran variedad de resultados de la infección por SARS-CoV-2, desde quienes no notan prácticamente nada hasta quienes mueren. También todo el mundo ha aprendido que esto depende de factores como las patologías previas o la edad, y que incluso pueden existir factores genéticos aún no identificados. Y esto es cierto, pero no es toda la historia. Hay otro factor que puede influir poderosamente en el resultado de la infección, y es la cantidad de virus recibida.

Como ya se conoce desde hace casi un siglo para otras infecciones virales, y se ha observado también en estudios con el SARS-CoV-2 en hámsters, la dosis de virus puede marcar la diferencia entre una amplia variedad de resultados, desde la infección leve hasta la muerte.

Un grupo de científicos trabaja sobre la hipótesis de que, si en una situación de exposición al contagio la mascarilla consigue reducir la cantidad de virus que inhalamos, aunque nos contagiemos, tal vez esa reducción sea suficiente para que no desarrollemos enfermedad grave, y a cambio la infección consiga estimular nuestro sistema inmune para protegernos eficazmente. Es decir, que en cierto modo, la mascarilla podría actuar como algo parecido a una vacunación rudimentaria hasta que llegue una de verdad.

De hecho, el efecto es algo similar al de un método llamado variolación que se empleaba para inmunizar contra la viruela en Oriente y Occidente antes de la invención de las vacunas: se tomaba un poco de material infeccioso de los contagiados y se inoculaba con él a las personas susceptibles. Si todo salía bien (lo cual no siempre ocurría), la persona inoculada pasaba solo una enfermedad leve y desarrollaba inmunidad a la viruela a través de esa pequeña exposición.

En la Universidad de California en San Francisco, Monica Gandhi y sus colaboradores trabajan sobre esta hipótesis. «Las infecciones asintomáticas pueden ser dañinas para la propagación pero podrían ser beneficiosas si conducen a altos niveles de exposición», escribían en un artículo publicado en el Journal of General Internal Medicine. «Exponer a la sociedad al SARS-CoV-2 sin las inaceptables consecuencias de la enfermedad grave mediante el uso de las mascarillas podría llevar a una mayor inmunidad a nivel de la comunidad y reducir la propagación mientras esperamos una vacuna».

Por el momento, es solo una hipótesis, pero muy razonable y apoyada por datos que Gandhi y sus colaboradores han recopilado y analizado y que cubren aspectos virológicos, epidemiológicos y ambientales. Un dato especialmente interesante es que, según recogen los investigadores, desde que las autoridades impusieron el uso de las mascarillas el porcentaje de contagiados asintomáticos parece haber crecido considerablemente, subiendo desde un 15% inicial hasta más de un 40% y llegando en algunos casos al 80%, con una notable reducción de la mortalidad. «El uso universal de mascarillas parece reducir la tasa de nuevas infecciones; proponemos la hipótesis de que, al reducir el inóculo viral, también aumentará la proporción de personas infectadas que permanecen asintomáticas», escriben Gandhi y su colaborador George Rutherford en un reciente artículo en The New England Journal of Medicine.

Por supuesto que esto último es una correlación sin demostración de causa y efecto, y que son muchas las variables que pueden estar influyendo en estos cambios en la prevalencia de síntomas y la mortalidad. Pero así como no existe ningún fundamento biológico claro para aquella idea que circuló extensamente durante el verano y según la cual el virus actual sería menos letal que el de marzo (de hecho, el de ahora es más infeccioso, aunque esto no dice nada de su letalidad), en cambio parece mucho más verosímil que sea el uso extendido de las mascarillas el que haya disminuido la agresividad del virus entre la población.

Ahora bien, otra cuestión distinta y aparte de todo lo anterior es: ¿han adaptado las autoridades la regulación sobre el uso de las mascarillas al riesgo potencial en cada situación, de modo que las normas sean sostenibles en los años que dure esta pandemia? En concreto, ¿tiene sentido que se obligue a llevarlas al aire libre en lugares sin aglomeraciones y, en cambio, la gente se despoje de ellas para consumir en bares y restaurantes donde la ventilación adecuada es si acaso una mera recomendación? Y ¿es coherente mantener todos esos locales abiertos mientras a los escolares, sin quitarse la mascarilla en ningún momento, se les niega el derecho a acudir a las aulas para recibir la educación presencial a tiempo completo que necesitan y que jamás podrán recuperar?

Los científicos insisten en la urgencia de la ventilación y filtración del aire, y el gobierno español no escucha

La evidencia científica actual sobre el contagio del coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19 indica que no solo la transmisión por el aire (aerosoles) es real, sino que este modo de propagación podría ser el mayoritario; algo que la Organización Mundial de la Salud aún se resiste a aceptar, a pesar de que ya en julio numerosos científicos expertos alertaron sobre ello y han venido insistiendo después repetidamente en algunas de las principales publicaciones médicas y científicas (BMJ, New England Journal of Medicine, The Lancet, Science).

Por ello, los científicos alertan de que la eliminación y la dispersión del virus del aire mediante ventilación y filtración son armas esenciales en la lucha contra la pandemia, como ya se ha destacado en este blog. Y sin embargo, en general las autoridades están desoyendo a la ciencia, minimizando la importancia de estas medidas y en su lugar centrándose en otras más teatrales pero de eficacia cuando menos dudosa y posiblemente marginal, como la desinfección compulsiva.

Ventanas abiertas. Imagen de pexels.com.

Ventanas abiertas. Imagen de pexels.com.

Hoy se pone un peldaño más en este camino hacia, esperemos, el que debe ser el futuro de la lucha contra la pandemia. En la revista Science, una carta firmada por un grupo de expertos vuelve a insistir en lo mismo. Dada la brevedad de la comunicación, la traduzco aquí íntegra, destacando las partes más esenciales.

Hay evidencias arrolladoras de que la inhalación del coronavirus del síndrome respiratorio agudo grave 2 (SARS-CoV-2) representa una ruta mayoritaria de transmisión de la enfermedad del coronavirus 2019 (COVID-19). Hay una necesidad urgente de armonizar las discusiones sobre los modos de transmisión del virus entre las distintas disciplinas para asegurar las estrategias más efectivas de control y ofrecer al público directrices claras y consistentes. Para ello, debemos clarificar la terminología para distinguir entre aerosoles y gotículas utilizando un umbral de tamaño de 100 micras, no el histórico de 5 micras. Este tamaño separa de forma más efectiva su comportamiento aerodinámico, posibilidad de inhalación y eficacia de las intervenciones.

Los virus en gotículas (mayores de 100 micras) típicamente caen al suelo en segundos a menos de 2 metros de la fuente y pueden ser disparados a los individuos cercanos como diminutas bolas de cañón. A causa de su alcance limitado, el distanciamiento físico reduce la exposición a estas gotículas. Los virus en aerosoles (menores de 100 micras) pueden permanecer suspendidos en el aire desde muchos segundos a horas, como el humo, y ser inhalados. Están altamente concentrados cerca de una persona infectada, por lo que pueden infectar a otras personas más fácilmente en su proximidad. Pero los aerosoles que contienen virus infeccioso también pueden viajar a más de 2 metros y acumularse en el aire de recintos interiores con mala ventilación, originando situaciones de supercontagio.

Los individuos con COVID-19, muchos de los cuales no tienen síntomas, liberan miles de aerosoles cargados de virus y muchas menos gotículas al respirar y hablar. Así, es mucho más probable inhalar aerosoles que ser salpicado con una gotícula, y por lo tanto el equilibrio de la atención debe desplazarse hacia la protección contra la transmisión por el aire. Además de las obligaciones actuales de llevar mascarillas, distanciamiento social y esfuerzos de higiene, urgimos a las autoridades de salud pública para que añadan claras directrices sobre la importancia de desplazar las actividades a los espacios al aire libre, mejorar el aire de los recintos interiores utilizando ventilación y filtración, y mejorar la protección para los trabajadores de alto riesgo.

Una de las personas que han colaborado en la redacción de esta carta, aunque como en el caso de otras su nombre no figura entre los firmantes, es un especialista de prestigio mundial en aerosoles. Y es un ejemplo de nuestra ciencia expatriada: José Luis Jiménez se doctoró en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y actualmente es profesor de la Universidad de Colorado.

Su lista de honores y su condición como uno de los científicos más citados del mundo en su campo muestran que no se trata de uno de esos casos, tan típicos por aquí, de «un villarribeño triunfa en EEUU»; Jiménez sí es realmente una autoridad mundial. Hace unos días la revista web MIT Technology Review le dedicaba una entrevista, subrayando su empeño en divulgar la importancia de la transmisión de la cóvid por aerosoles y su iniciativa de publicar un extenso y exhaustivo Google Doc de 57 páginas en el que él y otros expertos dan respuesta a todas las preguntas posibles sobre cómo protegerse de esta amenaza de contagio (traducido al español aquí).

A pesar de llevar décadas fuera de España, Jiménez se ha interesado vivamente por transmitir el mensaje de la importancia de los aerosoles y su prevención a las autoridades españolas. En concreto, y según ha contado en su Twitter, escribió emails a Fernando Simón en tres ocasiones. No recibió respuesta. Su último intento ha sido contactar a través del gabinete de prensa del Ministerio de Sanidad, que hasta ahora, según me ha confirmado, tampoco ha respondido. Este es un extracto de su email:

Veo que en muchos sitios en España la gente no tiene ni idea de las medidas que hay que aplicar para reducir la transmisión por aerosoles, las más importantes de las cuales son gratis:

  1. Que las mascarillas vayan bien ajustadas a la cara sin huecos. Si no van bien ajustadas sin dejar huecos, por ahí entra y sale el virus a sus anchas, y las mascarillas solo son una decoración. Por las fotos y vídeos que veo en España, este problema es extremadamente frecuente.
  2. Hacer todo lo que se pueda afuera. Si esto se pudo hacer en Boston y Nueva York en el invierno de 1910 para las escuelas (donde hace un frío tremendo, como puedo atestiguar dado que hice el doctorado en el MIT), se puede hacer en muchos sitios de España en el otoño.
  3. Abrir las ventanas en todos los sitios interiores para reducir la concentración de virus y disminuir la propagación, por ejemplo en colegios. Si no, los colegios van a ser un caldo de cultivo para el virus.

Hay otras medidas que no son gratis, pero cuyo coste es muchísimo mejor al coste de no parar la pandemia. Como por ejemplo filtros HEPA o filtros baratos con un ventilador normal. Pero me escriben muchos padres y maestros que los colegios les prohíben tener filtros en clase e incluso abrir las ventanas. Esto es un crimen y va a morir gente por esta estupidez.

Y hay otras medidas que no sirven para nada o casi nada y son un malgasto de dinero e incluso son tóxicas, como desinfectar las calles o locales con sprays de lejía o amonio cuaternario etc.

La transmisión está dominada por aerosoles, así que hay que dedicar el 80% del esfuerzo a reducir la transmisión por el aire, y el 20% a desinfectar, y no al revés.

El pasado jueves, Fernando Simón dijo en rueda de prensa que aún no hay «evidencia sólida» de que exista transmisión por aerosoles en la comunidad (fuera del entorno hospitalario). Incluso asumiendo que esto fuese cierto, algo con lo cual numerosos científicos especializados en aerosoles y en transmisión aérea de patógenos no están en absoluto de acuerdo, ¿por qué al menos las autoridades no aplican el principio de precaución también en este aspecto, como continúan aplicándolo a otros modos de transmisión cuya relevancia no ha podido demostrarse fehacientemente en siete meses de pandemia?

Como mejor ejemplo, el Centro Europeo para el Control de Enfermedades (eCDC) reconoce que «hasta ahora no se ha documentado la transmisión por fómites» (superficies contaminadas). Y sin embargo, continúan aplicándose protocolos exhaustivos de desinfección que solo parecen beneficiar a las empresas que los ejecutan, cuyas proclamas se diría que tienen más peso para las autoridades sanitarias, tanto estatales como autonómicas –los kafkianos protocolos de desinfección en los colegios de Madrid son un lastre para el desarrollo de la actividad escolar–, que la evidencia científica.

Sin un rastreo eficaz, el virus corre más que nosotros: un ejemplo concreto

Me ha reconfortado leer que la Organización Mundial de la Salud confiesa desconocer por qué España es el pozo negro en Europa de la pandemia de COVID-19, dado que había comenzado a pensar que yo era la única persona de este país que lo ignora. En este blog de un inmunólogo que lleva desde el comienzo de la pandemia siguiendo a diario toda la ciencia que se publica (y la que no) y escribiendo docenas de artículos y reportajes sobre ello, ya he admitido en varias ocasiones que no lo sé.

En cambio, tanto en la calle como en los medios, todos los demás dicen saberlo. Es culpa de Sánchez. Es culpa de Simón. Es culpa de Ayuso. Es culpa de Barajas. Es culpa de los jóvenes y sus botellones. Es culpa de las familias irresponsables. Es culpa de quienes no llevan mascarilla. En cualquier caso, la única ley universal inquebrantable es que siempre, siempre, es culpa de otros. Sobre todo cuando esos otros son «los otros».

María Neira, médica española que ostenta un alto cargo en la OMS, dijo el viernes en un encuentro que este organismo ha estudiado el caso de España y que aún no sabe qué es lo que está pasando y lo que está fallando en nuestro país. A Neira le honra haber recurrido a las dos palabras más importantes en el vocabulario de todo científico: no sé. Y aunque Neira no lo dijo, esto resume para qué sirven todos esos artículos en los medios (españoles y extranjeros; no, el Financial Times tampoco es una revista científica) con titulares al estilo «este es el motivo por el que la pandemia se ceba con España», y todas esas declaraciones de presuntos expertos que, recurriendo a un meme muy de moda, han dicho eso de: sujétame el cubata, que yo lo explico.

Un centro de salud en Fuenlabrada. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Un centro de salud en Fuenlabrada. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Así que esto que sigue tampoco es un intento de explicar la razón de esa penosa situación de la pandemia en España. Pero sí un dato más que puede ayudar. Y para comenzar, vayámonos a Nueva Zelanda.

El país de nuestras antípodas ha sido uno de los que han tenido mayor éxito en el control de la pandemia (para más información, analicé el caso en detalle en este reportaje). Bajo el liderazgo de su primera ministra, Jacinda Ardern, ampliamente respaldada por la población, y bajo las directrices basadas en ciencia real de su principal epidemiólogo, Michael Baker, el país de los kiwis optó por una estrategia de eliminación y no de contención, es decir, no aplanar la curva como se ha intentado en la mayoría de los países, sino sencillamente (es un decir) borrar el virus del mapa.

Aunque no recuerdo haber leído opiniones de científicos que hayan criticado abiertamente la estrategia neozelandesa –para qué, si ahí están los datos; sí la han censurado otras voces por los efectos de las medidas drásticas sobre la economía, sobre todo el turismo, tan esencial allí como lo es aquí–, sí es cierto que se ha discutido si el objetivo de eliminación es alcanzable –incluso con fronteras cerradas, Nueva Zelanda ha experimentado algún pequeño rebrote y sigue viendo un lento goteo de casos– y, sobre todo, si es exportable a otros países –al fin y al cabo, se trata de un país con cinco veces más ovejas que personas y con una densidad de población muy baja.

La clave del modelo neozelandés se ha basado en «ir pronto y rápido» contra el virus: medidas drásticas y radicales desde el primer momento, reimpuestas al menor signo de rebrote; la ciudad de Auckland regresó al confinamiento con solo cuatro casos de cóvid. Pero desde el principio, Baker tuvo una iluminación que él ha destacado repetidamente como una de las claves de la estrategia de eliminación: mediante el rastreo, era posible correr más que el virus.

Baker observó que, según los estudios científicos, el coronavirus SARS-CoV-2 tenía un periodo de incubación de entre cinco días y una semana, aproximadamente el doble que la gripe. Así, el epidemiólogo vio que ese margen de tiempo daba la oportunidad de detectar rápidamente los contagios, aislar a esas personas, rastrear sus contactos y ponerlos en cuarentena, antes de que estos desarrollaran síntomas –lo que suele coincidir con el comienzo de su ventana de infectividad– y pudieran continuar transmitiendo el virus. A diferencia de lo que ocurre con la gripe, decía Baker, el periodo de incubación relativamente largo del SARS-CoV-2 permitía cortar así las cadenas de transmisión. Para ello era imprescindible construir todo un amplio y robusto sistema de rastreo y respuesta que funcionara sin fallas.

La idea de Baker tiene sus peros. La más importante, la transmisión asintomática y presintomática, que de hecho ha sido, a juicio de los expertos, el principal problema que ha permitido al virus extenderse por todo el mundo. Pero las cifras dicen que, incluso con esto, la estrategia neozelandesa, incluyendo su sistema de rastreo y respuesta, ha funcionado de un modo que ya quisiéramos para nosotros.

Ahora, regresemos a España, y para ello traigo aquí un caso concreto cuya protagonista lo ha contado en primera persona: hace unos días Patricia Fernández de Lis, redactora jefa de Materia, la sección de ciencia de El País (y antigua y querida compañera), relataba en aquel diario su propia experiencia al haber contraído el coronavirus. Y dicha experiencia se resume para mí en una palabra: desoladora.

Según relata Patricia, comenzó a notar síntomas leves un lunes por la tarde. En la mañana del martes, al ver que no remitían, decidió autoconfinarse, avisar a sus contactos y llamar a su centro de salud para pedir una cita. A pesar de sus llamadas insistentes, no consiguió que nadie la atendiera. La app de Salud Madrid no le daba cita antes del 10 de octubre.

Llegados a este punto, cualquier ciudadano medio habría optado por una de tres posibilidades. Uno, acudir a saturar las Urgencias sin tener realmente una urgencia, para simplemente ser enviado de vuelta a casa. Dos, quienes puedan pagárselo, pedir una PCR en uno de los centros privados que están cobrando los test a casi diez veces su coste real (aunque no puede descartarse que parte de esa inflación de precios resida en proveedores que también estén exprimiendo la gallina de los huevos de oro). O tres, simplemente confiar en que pasara por sí solo, como sucede en la inmensa mayoría de los casos de cóvid, sin tratar de buscar asistencia mientras los síntomas no empeoraran.

Patricia no es una ciudadana media en lo que se refiere a la cóvid, dado que por su trabajo está inmensamente más informada que la mayoría. Y por su responsabilidad, decidió proseguir con la que se supone es la forma correcta de actuar.

Se le ocurrió entonces una posibilidad que, confieso, yo ni siquiera sabía que existía para estos casos: pedir cita con enfermería en lugar de con la consulta médica. Al día siguiente, miércoles, la llamaron, y le dieron cita para el jueves con el fin de tomarle muestras para una PCR. Así se hizo. Al lunes siguiente, una semana después del comienzo de los síntomas, recibió una llamada de la enfermera notificándole el resultado positivo de la PCR. Patricia ya lo sabía, puesto que una amiga (no el centro de salud) le había informado de que en internet podía consultar su historial médico. El dato del resultado positivo estaba disponible en la web el sábado. Al menos hasta el momento en que escribió su crónica, nadie la había llamado para rastrear sus contactos. Ella trató de utilizar la app Radar COVID, pero no funcionó.

Según lo publicado en los estudios científicos, posiblemente Patricia podía contagiar el virus desde el fin de semana anterior al lunes en que comenzaron sus síntomas. En ese momento su infectividad sería máxima. Y dado que la ventana de infectividad para casos leves suele durar un máximo de 8 a 10 días desde la presentación de los síntomas, es de suponer que su posibilidad de contagiar a otras personas prácticamente había desaparecido el miércoles, dos días después de recibir la llamada confirmando su PCR positiva.

Todo lo cual resulta enormemente esclarecedor. Durante la mayor parte de su ventana infectiva, consiguió un test casi de milagro, no tuvo confirmación de su contagio y no recibió información sobre cómo proceder, ni nadie la llamó a ella ni a sus contactos. Ella decidió autoconfinarse, pero muchos otros habrían continuado con su trabajo normal y con su vida social habitual, creyendo quizá que era una simple gripe, ya que sus síntomas eran leves.

Su artículo se publicó en El País el día 28, miércoles. Si después de aquello alguien la llamó para rastrearla, que no lo sé, para ese momento probablemente ella ya no era infectiva. Pero las personas a las que hubiera podido contagiar en sus primeros días de máxima infectividad, que esperemos no las haya, llevarían ya más de una semana con el virus en su organismo, por lo que ya habrían desarrollado síntomas y, por lo tanto, a su vez ya habrían podido pasar el virus a otras personas en una tercera generación. Es decir, y confiemos en que no haya sido así (la mayoría de los casos leves o asintomáticos no llegan a infectar a nadie más), incluso si con posterioridad hubo un rastreo, que no lo sé, para entonces la cadena de transmisión potencialmente iniciada por Patricia ya estaba fuera de control; el número de contactos en la tercera generación ya se habría vuelto inmanejable.

Y así es imposible correr más que el virus.

Ignoro si la experiencia de Patricia refleja el caso más común o si para otras personas el sistema ha funcionado mejor. Pero cuando esta semana se veía en los telediarios toda una vistosa parafernalia montada para los testeos en Vallecas, y donde uno de los sanitarios informaba a la periodista y a los espectadores de un operativo enormemente potente y preciso en el que todo parecía estar bajo control, uno se llevaba una impresión completamente opuesta a la que narra Patricia en su artículo.

Si el caso de Patricia, que no sale en los telediarios, es el más común, esto podría llegar a explicar en gran medida la diferencia entre España, con confinamientos, cierres y mascarillas, y Nueva Zelanda, con confinamientos, cierres, mascarillas y un sistema de rastreo rápido y eficiente que consigue correr más que el virus para cortarle el paso. Y si este no es uno de los principales factores que están agravando la pandemia en España, al menos podemos decir aquello de Giordano Bruno: se non è vero, è ben trovato.

Esto es lo que realmente dice la ciencia sobre la efectividad de las mascarillas

En el telediario, un representante del equipo español de piragüismo, que participa en un campeonato mundial en Hungría, se muestra indignado porque hay equipos de otros países que no llevan mascarilla. El enfoque del reportaje le da la razón, subrayando cómo en la delegación española se sigue a rajatabla el «protocolo anti-cóvid» (incluyendo, cómo no, la engañosa e inútil termometría ambulante).

Resulta tristemente irónico: el representante del país con más contagios de Europa y sexto del mundo reprocha a los demás que no están haciendo bien las cosas.

Por si a alguien aún se le ha escapado, las medidas adoptadas e introducidas durante los últimos meses para contener la pandemia en España no parecen estar funcionando. Creo que el argumento es dicífilmente discutible cuando multitud de otros países, con medidas menos estrictas que las nuestras, han mantenido durante meses cifras de contagios de un orden de magnitud inferior. Nadie sabe por qué España es el pozo negro de la cóvid en Europa. Desde este blog, me he limitado a decir que yo no lo sé. Por supuesto, conjeturas tenemos todos, pero tampoco lo saben quienes tratan de presentar sus conjeturas como algo más que conjeturas.

Las conjeturas valen muy poco y cada vez menos; solo la prueba científica tiene valor. Y solo los estudios científicos podrán determinar, probablemente con el tiempo y el análisis riguroso de los datos a toro pasado, cuál es realmente nuestro problema. Eso sí, aquí también he traído ese llamativo y brutal contraste con países donde las mascarillas no existen (en otros son de uso voluntario o solo obligatorias en interiores) y les va mucho mejor que a nosotros. Y, sin embargo, este curioso hecho que debería invitar a la reflexión no parece haber sido adecuadamente reflexionado.

Desde este blog se ha apoyado (y se apoya) el uso generalizado de las mascarillas en espacios cerrados desde que las evidencias científicas dieron dos motivos para hacerlo que antes se desconocían, los cuales fueron oídos por las autoridades sanitarias: que la transmisión del virus por parte de personas asintomáticas o presintomáticas era muy frecuente, y que esta cuota de infecciones podía aminorarse en gran medida si estas personas portadoras del virus e ignorantes de que lo son –y todos somos candidatos potenciales a esta categoría– utilizaban un elemento cuya mayor utilidad no es proteger a quien lo lleva, sino retener una gran parte de las gotitas expulsadas para proteger a los demás de los ya contagiados.

Mascarillas. Imagen de PublicDomainPictures.net.

Mascarillas. Imagen de PublicDomainPictures.net.

Pero por algún motivo que también ignoro, quizá porque aquí somos así, pasamos del cero al infinito. Las autoridades no solo impusieron el uso de las mascarillas en interiores, donde se produce la gran mayoría de los contagios, sino también en exteriores, en todo momento, circunstancia y lugar; incluso una persona paseando a su perro a la 1 de la mañana por una calle solitaria (o por el campo, como ocurre junto a mi casa) llevará la mascarilla al menos colocada en la barbilla, dispuesta a ajustársela rápidamente al menor movimiento sospechoso a sus alrededores que delate la aproximación de un policía con una libreta de multas en su bolsillo, o simplemente de un vecino con un repertorio de insultos en su lengua.

En apenas unos meses, para una buena parte de los ciudadanos españoles la mascarilla ha pasado de ser un objeto inútil a convertirse en la alternativa a la muerte, como decía en un vídeo viral una niña cuyas palabras fueron intensamente aplaudidas como «ejemplo de sentido común». En los telediarios, los reporteros sacan el micrófono a la calle, y los transeúntes culpan de la pandemia a quienes se quitan la mascarilla. En algún programa de televisión de prime time, alguien que se hace pasar por científico monta un número circense mostrando cómo la mascarilla hace algo que no tiene absolutamente nada que ver con la propagación viral, pero que es muy espectacular y arranca las ovaciones del público. Quienes critican la sobreimposición de las mascarillas y las exageraciones sobre su eficacia son tachados de negacionistas. Y sí, probablemente muchos lo sean.

En el caso de un servidor, me limito a seguir la ciencia y la medicina basada en pruebas (Evidence-Based Medicine o EBM). Y dado el carácter fundamentalista (acepción 3 de la RAE) que ha tomado en este país la opinión pública sobre las mascarillas, me veo en la obligación de traer de nuevo aquí lo que realmente dice la ciencia sobre las mascarillas.

Para ello, parto de lo publicado por el Centre for Evidence-Based Medicine de la Universidad de Oxford (CEBM) bajo el título «Enmascarando la falta de evidencias con política«. Los autores de dicho informe subrayaban cómo el uso de las mascarillas se ha convertido en muchos lugares –y en eso podemos vernos retratados– en una cuestión de filiaciones políticas muy polarizadas, lo que, escriben, «oculta una verdad amarga sobre el estado de la investigación actual y el valor que otorgamos a la evidencia clínica para guiar nuestras decisiones».

¿Y cuál es ese valor? Poco, al parecer: «Se diría que, a pesar de dos décadas de preparación contra pandemias, hay una considerable incertidumbre sobre el valor de llevar mascarillas», escriben los autores. «Por ejemplo, las altas tasas de infección con mascarillas de tela podrían venir causadas por los daños causados por las mascarillas de tela, o los beneficios de las mascarillas médicas. Las numerosas revisiones sistemáticas que se han publicado recientemente se basan todas en los mismos estudios, así que no es sorprendente que a grandes rasgos lleguen a las mismas conclusiones. Sin embargo, recientes revisiones utilizando pruebas de baja calidad han encontrado efectividad en las mascarillas, pero al mismo tiempo han recomendado ensayos clínicos robustos y aleatorizados para encontrar evidencias sobre estas intervenciones».

Esa reciente revisión a la que se refieren los científicos de Oxford se publicó en la revista The Lancet, y ya fue comentada aquí. Los investigadores recopilaban todos los estudios que encontraron válidos sobre la efectividad de la distancia física, las mascarillas y la protección ocular. Esta era la conclusión general: «La distancia física de al menos 1 metro está fuertemente asociada con la protección, pero distancias de hasta 2 metros podrían ser más efectivas. Aunque la evidencia directa es limitada, el uso óptimo de las mascarillas, sobre todo N95 o respiradores similares en los entornos sanitarios y mascarillas quirúrgicas o de algodón de 12 a 16 capas en la comunidad, podría depender de factores contextuales; se necesitan acciones a todos los niveles para solventar la escasez de mejores evidencias. La protección ocular podría proporcionar beneficios adicionales».

En resumen, de la revisión en The Lancet se desprende esta conclusión: hay pruebas suficientes de que la distancia física es la medida más efectiva para prevenir contagios. Lo cual tampoco debería sorprender a nadie. El hecho de que en distintos lugares se impongan diferentes criterios se debe a que no existe una distancia general que pueda considerarse cien por cien segura; el virus puede detectarse a ocho metros de distancia de alguien infectado. Por ello, las autoridades tratan de encontrar un compromiso entre ocupación de los espacios y reducción del riesgo: 1 metro protege algo, 1,5 metros protegen más que 1, y 2 más que 1,5. Pero ninguna de estas distancias es «de seguridad», es decir, ninguna reduce el riesgo a cero. Es más, y como ya he contado aquí, los expertos en transmisión aérea de patógenos en interiores alertan de que en recintos cerrados y mal ventilados la única distancia segura es la que le sitúa a uno… fuera del recinto cerrado y mal ventilado.

Ahora bien, en cuanto a las mascarillas, la conclusión es que podrían conferir cierta protección, pero los autores de The Lancet califican los resultados obtenidos como de «baja certeza» por la insuficiente calidad de las pruebas. Tanto los estudios clínicos como los observacionales han arrojado resultados enormemente variables, según repasa el informe del CEBM. Como citan los autores, el Instituto de Salud Pública de Noruega maneja una cifra de reducción de riesgo por el uso de mascarillas en torno al 40%. Es decir, que las mascarillas no reducirían el riesgo de contagio ni siquiera a la mitad. El instituto noruego calcula que, cuando las tasas de infección son bajas, el uso de mascarilla por parte de 200.000 personas evita solo un contagio a la semana (no sería el caso de España, donde la transmisión es alta).

Resumiendo aún más: ¿qué dice realmente la evidencia científica actual sobre la efectividad de las mascarillas?

Respuesta: que aún no hay datos suficientes.

En este punto, es lógico que algún lector se sienta confuso, ya que en algunos medios se ha hablado de estudios científicos según los cuales la mascarilla era prácticamente una garantía contra el contagio, citando datos del 75 y hasta el 90% de protección. Ya expliqué aquí en su día la razón de esta aparente contradicción, que no es tal, sino una errónea interpretación de ciertos estudios, a la que se suma algo de cherry-picking mediático (pregonar los datos que interesan y callar los que no). Algunos de esos datos han surgido de ensayos de laboratorio en los que simplemente se analiza la capacidad de retención de gotitas de las mascarillas, que puede ser muy elevada. Pero cuando se ha analizado la efectividad de las mascarillas (la eficacia se refiere a los ensayos, la efectividad se refiere al mundo real), los datos de reducción de contagios no alcanzan esas cifras ni de lejos; quizá debido a la transmisión por aerosoles, quizá al uso incorrecto de las mascarillas, quizá a otros factores desconocidos, y quizá un poco a todo ello.

Tal vez el caso más clamoroso de mala interpretación de un estudio fue uno muy citado en los medios, según el cual el uso generalizado de mascarillas podía eliminar la expansión del virus. El error de interpretación consistía en que, en realidad, aquel no era un estudio de campo sobre la efectividad de las mascarillas, sino una simulación epidemiológica que estimaba cómo el uso de las mascarillas podía influir en la expansión de la pandemia, suponiendo una efectividad concreta de las mascarillas como condición de partida; los epidemiólogos autores de aquel estudio predecían una eliminación de la transmisión del virus mediante el uso generalizado de mascarillas cuando asignaban a estas como condición de partida una efectividad del 75%. Que es irreal. Es como decir que el número de muertes en carretera descendería a cero si todos los coches se movieran a una velocidad de 0 km/h.

Al menos, parece que la Organización Mundial de la Salud (OMS) sí se atiene a las recomendaciones nacidas de la evidencia científica. Este organismo señala que las mascarillas son parte de una estrategia más general, porque «el uso de una mascarilla por sí solo no es suficiente para conferir un adecuado nivel de protección contra la COVID-19», insistiendo en la necesidad de la distancia física. Y añade:

Muchas personas están utilizando mascarillas no médicas de tela en lugares públicos, pero hay evidencias limitadas sobre su efectividad y la OMS no recomienda su uso general entre el público para el control de la COVID-19. Sin embargo, para áreas de amplia transmisión, con capacidad limitada para implantar medidas de control y especialmente en lugares donde una distancia física de al menos 1 metro no es posible –como en el transporte público, tiendas u otros entornos cerrados o multitudinarios– la OMS aconseja a los gobiernos que alienten el uso de mascarillas de tela no médicas para el público en general.

Con todo esto, queda claro que la obligatoriedad de las mascarillas al aire libre en todo lugar y circunstancia que se ha impuesto en España NO sigue las recomendaciones de la OMS ni, aún más importante, la evidencia científica que las inspira. Es una medida basada en el principio de precaución, no en pruebas científicas, por mucho que trate de presentarse de otro modo. Y aún más curioso, resulta que el primer país de Europa en contagios y sexto del mundo es también el país de un total de 26 donde mayor porcentaje de la población utiliza mascarilla, el 89%.

Cabría preguntarse si quienes culpan de la pésima situación en España a la irresponsabilidad del 11% restante cumplen con su propia responsabilidad de limitar su vida social, restringir su movilidad y quedarse en casa. El pasado fin de semana, alguna celebrity de esas que no se sabe muy bien por qué lo son subrayó el hecho, aplaudiéndolo, de que en Madrid los restaurantes, las tiendas, las calles y las terrazas estaban abarrotadas. Y creo que basta salir a la calle o entrar en un comercio para comprobar que el distanciamiento –lo que incluye no salir de casa salvo que sea imprescindible– no se está respetando. Por lo que se ve, para muchos aquello de la «nueva normalidad» se ha quedado en «lo mismo de antes, pero con mascarilla». El criterio no es «¿es prudente?», sino «¿está permitido?».

Llama la atención que no parezca entrar en el ánimo de las autoridades la reflexión de que solo una evidencia científica concluyente debería guiar la decisión de embozar de forma obligatoria y permanente a toda la población de un país, mientras al mismo tiempo se barre bajo la alfombra la evidencia científica más concluyente que sí avala la necesidad de imponer medidas drásticas de distanciamiento físico cuando la propia población no asume por sí sola esta responsabilidad.

Y, por cierto, algunos expertos ya están advirtiendo de que las mascarillas podrían perjudicar el desarrollo emocional y social de los niños. Quizá por el momento sea solo una conjetura; pero ¿por qué en este caso no sirve el principio de precaución? ¿Tendremos que esperar a que los estudios demuestren daños irreparables para concluir que habrá que elegir entre quitar las mascarillas a los niños o cerrar los colegios? Y no, adoctrinarlos en el «mascarilla o muerte», aparte de ser una barbaridad pseudocientífica, tampoco tiene visos de ayudar demasiado a su desarrollo emocional y social.

Así se vive la pandemia en Suecia, un país sin confinamientos ni mascarillas que logra mantener el coronavirus a raya

En mi último artículo antes de las vacaciones traje aquí el contraste entre dos países muy diferentes en su respuesta a la pandemia de COVID-19: España, donde las medidas adoptadas se cuentan entre las más restrictivas y exigentes del mundo, y Suecia, cuyo epidemiólogo jefe optó por una gestión alternativa a la de la gran mayoría de los países, sin imponer cierres, confinamientos o ni siquiera el uso de mascarillas. Y pese a ello, España registra las peores cifras de la UE en contagios, mientras que Suecia, aun con un desempeño peor que sus vecinos nórdicos, se encuentra ahora en una situación incluso más favorable que otros países de Europa occidental.

Con motivo de aquel artículo, recibí alguna crítica en Twitter; al parecer, algunos lectores esperaban una explicación de esta disparidad. Pero no la tengo, porque aún no la hay. Y si en algún momento llega, desde luego no será a través de ninguna elucubración en un artículo de prensa, sino de los estudios científicos rigurosos que ahonden en los misterios del coronavirus y su dinámica de propagación.

Hoy quiero traer aquí algunas observaciones personales. Que, obviamente, tampoco van a aportar ninguna solución al enigma, pero que enfatizan lo inexplicable del relativo éxito sueco y, en comparación, el fracaso de las medidas adoptadas en España, más allá de los posibles sesgos derivados de las diferencias de recuento y testeo en unos y otros países –la sanidad sueca no se ha visto desbordada ni parece existir allí un exceso de mortalidad bajo el radar.

El caso es que, no exclusivamente debido al coronavirus, pero tampoco de forma totalmente casual –no hay muchos países en el mundo donde a los españoles se nos permita viajar sin restricciones–, he pasado las casi tres últimas semanas en Suecia, y creo interesante traer aquí cómo se está viviendo allí la crisis actual y cómo puede relacionarse con la evolución de la pandemia en aquel país.

Quizá haya quien piense que, dadas las circunstancias, es poco prudente viajar a otros países; de hecho, se han cancelado innumerables viajes al extranjero a causa de la pandemia. Pero hay lugares y lugares, y repito lo que en una ocasión me dijo un epidemiólogo: si hay una pandemia, el lugar más seguro es allí donde no haya gente. Al contrario de lo manifestado por la máxima responsable política de la Comunidad de Madrid, no, el virus no está “en todas partes”, sino solo donde hay humanos. Los virus no circulan por la calle. Somos nosotros quienes los incubamos y los propagamos. Y por ello hay ahora pocos lugares más seguros que la Laponia sueca, posiblemente el mayor espacio natural aún salvaje de Europa occidental.

Según la Rough Guide to Sweden, la guía que he utilizado en mi viaje, si Estocolmo tuviera una densidad de población similar a la del norte del país, solo vivirían en la capital cincuenta personas. Paseando por las calles vacías de la ciudad minera de Kiruna, la urbe más septentrional del país y la quinta de mayor población del mundo al norte del Círculo Polar Ártico, una chica se acercó a preguntarnos de dónde éramos. Su siguiente pregunta fue qué hacíamos allí. Lo cierto es que Kiruna no es para quienes buscan las atracciones turísticas y las muchedumbres que atraen. Incluso para los propios suecos, Kiruna es un lugar remoto donde muchos jamás han puesto el pie. Pero por lo mismo, es irresistible para quienes disfrutamos de esas fronteras que parecen más allá de los límites de la realidad humana. Y desde luego, es un refugio perfecto en caso de pandemia, en comparación con las atestadas ciudades y poblaciones españolas durante este verano, según me cuentan algunos amigos.

Calles vacías en la ciudad sueca de Kiruna, 145 km al norte del Círculo Polar Ártico. Al fondo, las explotaciones mineras que dieron origen al asentamiento. Imagen de Javier Yanes.

Calles vacías en la ciudad sueca de Kiruna, 145 km al norte del Círculo Polar Ártico. Al fondo, las explotaciones mineras que dieron origen al asentamiento. Imagen de Javier Yanes.

Obviamente, es inmediato pensar que esa baja densidad de población del gélido norte sueco, donde a punto estuvo de nevarnos en pleno verano, puede explicar en parte las diferencias entre el nivel de acumulación de casos de cóvid en España y Suecia. Nuestro país es solo algo más extenso que la patria de Pippi Calzaslargas, pero nuestra población casi quintuplica la sueca. Nueva Zelanda, un país con una densidad poblacional muy baja, ha conseguido mantener el virus bastante a raya con medidas drásticas; sin embargo, el máximo responsable de la pandemia allí dijo que la baja población era un factor poco relevante, algo difícil de creer viendo que las medidas adoptadas en Nueva Zelanda y en España no han sido muy diferentes durante la primera oleada, salvo quizá por el rastreo de casos.

Número de casos notificados por 100.000 habitantes en los últimos 14 días a fecha 3 de septiembre en las distintas regiones de la UE y Reino Unido. Imagen de eCDC.

Número de casos notificados por 100.000 habitantes en los últimos 14 días a fecha 3 de septiembre en las distintas regiones de la UE y Reino Unido. Imagen de eCDC.

Pero incluso con las peculiaridades del norte sueco, este no es el caso de Estocolmo, una ciudad de un millón de habitantes, tan atestada como cualquier otra, con sus calles comerciales y donde multitudes de ciclistas llenan los carriles bici y se agolpan en los semáforos. Y tampoco la región de Estocolmo registra cifras de contagios mayores que otros lugares de Europa. Es más, si se tratara solo de densidad de población, otros países europeos notablemente más superpoblados que el nuestro deberían hallarse en situación similar a la de España, o peor.

Stortorget, el núcleo del centro histórico de Estocolmo, suele bullir de visitantes en verano. Imagen de Javier Yanes.

Stortorget, el núcleo del centro histórico de Estocolmo, suele bullir de visitantes en verano. Imagen de Javier Yanes.

Más chocante resulta el hecho de que en Suecia absolutamente nadie lleva mascarilla. Nadie; en un recorrido desde Estocolmo hasta el lejano norte, y exceptuando el aeropuerto, solo en la capital encontramos a dos personas que la llevaban. Al cruzarnos con ellas, descubrimos que eran españolas. En el aeropuerto de Estocolmo no había ninguna clase de control de entrada, ni los consabidos y demostradamente inútiles controles de temperatura, ni formulario alguno que rellenar, ni mucho menos la obligación de someterse a un test o a una cuarentena. Eso sí, todos los establecimientos cuentan con botes de gel desinfectante, carteles y marcas para delimitar las distancias de seguridad, y mamparas para separar a los empleados de los clientes.

Pero aunque unas vacaciones en Suecia casi lleguen a hacer olvidar la pandemia, una mirada más detenida revela los detalles. Ausencia total de turismo extranjero, incluso en el centro histórico de Estocolmo. Los alojamientos, bares y restaurantes, casi vacíos, una impresión que nos confirmaron los responsables. Comercios y cafés cerrados por decisión de sus dueños. Y aunque el nivel de actividad en cuanto al ocio no sea comparable al de España, también en esto se percibe un bajón. En los tiempos más duros, hasta una tercera parte de la población se confinó de manera voluntaria. Hoy muchas personas siguen llevando allí una vida de semirreclusión, y se observa un estricto respeto de la distancia de seguridad: en el supermercado, mientras elegíamos comida de un estante, quienes querían coger algún producto de la misma sección esperaban hasta que nosotros la dejábamos libre; nadie se abalanzaba invadiendo la burbuja de seguridad de uno. Y nosotros hacíamos lo propio.

Una calle desierta en Gamla Stan, el centro histórico de Estocolmo. Imagen de Javier Yanes.

Una calle desierta en Gamla Stan, el centro histórico de Estocolmo. Imagen de Javier Yanes.

Quiero insistir en que esto no tiene más relevancia que la de unas cuantas observaciones anecdóticas y una conclusión personal. Pero como resumen, podría decirse que, al parecer, en Suecia al menos una parte de la población ha optado voluntariamente por cambiar sus hábitos y llevar una vida de pandemia, incluso sin mascarillas, mientras que el mensaje que parece haber calado en España es el de mascarilla y vida normal; a estas alturas, ¿queda alguien aquí que haya modificado sus costumbres y prescindido de ciertas actividades, salvo en lo obligado por las autoridades? ¿Se evitan las salidas, reuniones y aglomeraciones, se respetan las distancias?

Vaya por delante que no se trata aquí de minimizar la importancia de las mascarillas. Pero tampoco debemos olvidar que no son la panacea. Sí, las mascarillas protegen, pero solo parcialmente. Una y otra vez, los científicos revisan los estudios disponibles, pero del repaso de los mismos trabajos solo puede llegarse a la misma conclusión: tras el reciente metaestudio en The Lancet que ya comenté aquí, una nueva revisión de la Universidad de Oxford (aún pendiente de revisión) vuelve a lo mismo: en el amplio rango de observaciones, tanto los estudios que apenas detectan la menor eficacia como los que encuentran una protección relativamente efectiva tienen sus peros y limitaciones. Y aunque, en su nota de prensa, los investigadores destacan que las mascarillas funcionan, debe entenderse que este es un mensaje cuyo público objetivo son quienes creen lo contrario, algo que ahora parece obsesionar a una parte de la comunidad científica. Por el contrario, hay otro mensaje que se está olvidando, y es uno que sin embargo lleva repitiéndose desde el comienzo de la pandemia: las mascarillas no son una garantía y pueden conducir a una falsa sensación de seguridad. Y tan importante como convencer a los escépticos de que las mascarillas no son inútiles es informar sobre su limitada eficacia a quienes han asumido el dogma de que, con una mascarilla en la cara, puede hacerse vida normal.

Pero la anormalidad debe ser tolerable a largo plazo, y en esto Suecia parece haber encontrado un mejor equilibrio que España. El epidemiólogo jefe de aquel país, Anders Tegnell, ha basado su estrategia en la acertada premisa de que una pandemia no es un esprint, sino una maratón, y por tanto el esfuerzo debe dosificarse para poder llegar al final. La contención de la pandemia se ha confiado a la responsabilidad voluntaria de la población, y no les va del todo mal. En Nueva Zelanda, en cambio, se habla de “fatiga cóvid”; tan drásticas fueron las medidas iniciales que la población ya apenas respeta ninguna precaución, lo que está llevando a un nuevo aumento de casos.

La aldea-iglesia de Gammelstad, Patrimonio de la Humanidad, sin visitantes. Imagen de Javier Yanes.

La aldea-iglesia de Gammelstad, Patrimonio de la Humanidad, sin visitantes. Imagen de Javier Yanes.

En cuanto a España, nadie sabe por qué somos el pozo negro de la pandemia en Europa, pero el caso de Suecia demuestra que ya no basta con seguir atribuyendo los contagios al uso deficiente de las mascarillas. Ni los más adeptos pueden ya defender que la estrategia española esté funcionando; y cuanto más se empeñen las autoridades en seguir superponiéndonos más restricciones e imposiciones, más insostenibles serán las medidas a largo plazo. Tal vez la respuesta esté en no continuar culpando de todo a los gobiernos y mirar un poco más hacia nuestros propios ombligos, a cómo estamos llevando nuestra vida cotidiana; al hecho de que solo hacemos lo que no nos gusta cuando se nos obliga, y solo dejamos de hacer lo que nos gusta cuando se nos prohíbe.

Pero también quizá sea hora de empezar a comprender que, por convenientes que puedan ser ahora otras medidas, la clave para la futura contención de la pandemia puede estar en otro lugar, el más evidente, pero que hasta ahora las autoridades han pasado por alto: el aire que respiramos. Mañana, más detalles.