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Sin un rastreo eficaz, el virus corre más que nosotros: un ejemplo concreto

Me ha reconfortado leer que la Organización Mundial de la Salud confiesa desconocer por qué España es el pozo negro en Europa de la pandemia de COVID-19, dado que había comenzado a pensar que yo era la única persona de este país que lo ignora. En este blog de un inmunólogo que lleva desde el comienzo de la pandemia siguiendo a diario toda la ciencia que se publica (y la que no) y escribiendo docenas de artículos y reportajes sobre ello, ya he admitido en varias ocasiones que no lo sé.

En cambio, tanto en la calle como en los medios, todos los demás dicen saberlo. Es culpa de Sánchez. Es culpa de Simón. Es culpa de Ayuso. Es culpa de Barajas. Es culpa de los jóvenes y sus botellones. Es culpa de las familias irresponsables. Es culpa de quienes no llevan mascarilla. En cualquier caso, la única ley universal inquebrantable es que siempre, siempre, es culpa de otros. Sobre todo cuando esos otros son «los otros».

María Neira, médica española que ostenta un alto cargo en la OMS, dijo el viernes en un encuentro que este organismo ha estudiado el caso de España y que aún no sabe qué es lo que está pasando y lo que está fallando en nuestro país. A Neira le honra haber recurrido a las dos palabras más importantes en el vocabulario de todo científico: no sé. Y aunque Neira no lo dijo, esto resume para qué sirven todos esos artículos en los medios (españoles y extranjeros; no, el Financial Times tampoco es una revista científica) con titulares al estilo «este es el motivo por el que la pandemia se ceba con España», y todas esas declaraciones de presuntos expertos que, recurriendo a un meme muy de moda, han dicho eso de: sujétame el cubata, que yo lo explico.

Un centro de salud en Fuenlabrada. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Un centro de salud en Fuenlabrada. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Así que esto que sigue tampoco es un intento de explicar la razón de esa penosa situación de la pandemia en España. Pero sí un dato más que puede ayudar. Y para comenzar, vayámonos a Nueva Zelanda.

El país de nuestras antípodas ha sido uno de los que han tenido mayor éxito en el control de la pandemia (para más información, analicé el caso en detalle en este reportaje). Bajo el liderazgo de su primera ministra, Jacinda Ardern, ampliamente respaldada por la población, y bajo las directrices basadas en ciencia real de su principal epidemiólogo, Michael Baker, el país de los kiwis optó por una estrategia de eliminación y no de contención, es decir, no aplanar la curva como se ha intentado en la mayoría de los países, sino sencillamente (es un decir) borrar el virus del mapa.

Aunque no recuerdo haber leído opiniones de científicos que hayan criticado abiertamente la estrategia neozelandesa –para qué, si ahí están los datos; sí la han censurado otras voces por los efectos de las medidas drásticas sobre la economía, sobre todo el turismo, tan esencial allí como lo es aquí–, sí es cierto que se ha discutido si el objetivo de eliminación es alcanzable –incluso con fronteras cerradas, Nueva Zelanda ha experimentado algún pequeño rebrote y sigue viendo un lento goteo de casos– y, sobre todo, si es exportable a otros países –al fin y al cabo, se trata de un país con cinco veces más ovejas que personas y con una densidad de población muy baja.

La clave del modelo neozelandés se ha basado en «ir pronto y rápido» contra el virus: medidas drásticas y radicales desde el primer momento, reimpuestas al menor signo de rebrote; la ciudad de Auckland regresó al confinamiento con solo cuatro casos de cóvid. Pero desde el principio, Baker tuvo una iluminación que él ha destacado repetidamente como una de las claves de la estrategia de eliminación: mediante el rastreo, era posible correr más que el virus.

Baker observó que, según los estudios científicos, el coronavirus SARS-CoV-2 tenía un periodo de incubación de entre cinco días y una semana, aproximadamente el doble que la gripe. Así, el epidemiólogo vio que ese margen de tiempo daba la oportunidad de detectar rápidamente los contagios, aislar a esas personas, rastrear sus contactos y ponerlos en cuarentena, antes de que estos desarrollaran síntomas –lo que suele coincidir con el comienzo de su ventana de infectividad– y pudieran continuar transmitiendo el virus. A diferencia de lo que ocurre con la gripe, decía Baker, el periodo de incubación relativamente largo del SARS-CoV-2 permitía cortar así las cadenas de transmisión. Para ello era imprescindible construir todo un amplio y robusto sistema de rastreo y respuesta que funcionara sin fallas.

La idea de Baker tiene sus peros. La más importante, la transmisión asintomática y presintomática, que de hecho ha sido, a juicio de los expertos, el principal problema que ha permitido al virus extenderse por todo el mundo. Pero las cifras dicen que, incluso con esto, la estrategia neozelandesa, incluyendo su sistema de rastreo y respuesta, ha funcionado de un modo que ya quisiéramos para nosotros.

Ahora, regresemos a España, y para ello traigo aquí un caso concreto cuya protagonista lo ha contado en primera persona: hace unos días Patricia Fernández de Lis, redactora jefa de Materia, la sección de ciencia de El País (y antigua y querida compañera), relataba en aquel diario su propia experiencia al haber contraído el coronavirus. Y dicha experiencia se resume para mí en una palabra: desoladora.

Según relata Patricia, comenzó a notar síntomas leves un lunes por la tarde. En la mañana del martes, al ver que no remitían, decidió autoconfinarse, avisar a sus contactos y llamar a su centro de salud para pedir una cita. A pesar de sus llamadas insistentes, no consiguió que nadie la atendiera. La app de Salud Madrid no le daba cita antes del 10 de octubre.

Llegados a este punto, cualquier ciudadano medio habría optado por una de tres posibilidades. Uno, acudir a saturar las Urgencias sin tener realmente una urgencia, para simplemente ser enviado de vuelta a casa. Dos, quienes puedan pagárselo, pedir una PCR en uno de los centros privados que están cobrando los test a casi diez veces su coste real (aunque no puede descartarse que parte de esa inflación de precios resida en proveedores que también estén exprimiendo la gallina de los huevos de oro). O tres, simplemente confiar en que pasara por sí solo, como sucede en la inmensa mayoría de los casos de cóvid, sin tratar de buscar asistencia mientras los síntomas no empeoraran.

Patricia no es una ciudadana media en lo que se refiere a la cóvid, dado que por su trabajo está inmensamente más informada que la mayoría. Y por su responsabilidad, decidió proseguir con la que se supone es la forma correcta de actuar.

Se le ocurrió entonces una posibilidad que, confieso, yo ni siquiera sabía que existía para estos casos: pedir cita con enfermería en lugar de con la consulta médica. Al día siguiente, miércoles, la llamaron, y le dieron cita para el jueves con el fin de tomarle muestras para una PCR. Así se hizo. Al lunes siguiente, una semana después del comienzo de los síntomas, recibió una llamada de la enfermera notificándole el resultado positivo de la PCR. Patricia ya lo sabía, puesto que una amiga (no el centro de salud) le había informado de que en internet podía consultar su historial médico. El dato del resultado positivo estaba disponible en la web el sábado. Al menos hasta el momento en que escribió su crónica, nadie la había llamado para rastrear sus contactos. Ella trató de utilizar la app Radar COVID, pero no funcionó.

Según lo publicado en los estudios científicos, posiblemente Patricia podía contagiar el virus desde el fin de semana anterior al lunes en que comenzaron sus síntomas. En ese momento su infectividad sería máxima. Y dado que la ventana de infectividad para casos leves suele durar un máximo de 8 a 10 días desde la presentación de los síntomas, es de suponer que su posibilidad de contagiar a otras personas prácticamente había desaparecido el miércoles, dos días después de recibir la llamada confirmando su PCR positiva.

Todo lo cual resulta enormemente esclarecedor. Durante la mayor parte de su ventana infectiva, consiguió un test casi de milagro, no tuvo confirmación de su contagio y no recibió información sobre cómo proceder, ni nadie la llamó a ella ni a sus contactos. Ella decidió autoconfinarse, pero muchos otros habrían continuado con su trabajo normal y con su vida social habitual, creyendo quizá que era una simple gripe, ya que sus síntomas eran leves.

Su artículo se publicó en El País el día 28, miércoles. Si después de aquello alguien la llamó para rastrearla, que no lo sé, para ese momento probablemente ella ya no era infectiva. Pero las personas a las que hubiera podido contagiar en sus primeros días de máxima infectividad, que esperemos no las haya, llevarían ya más de una semana con el virus en su organismo, por lo que ya habrían desarrollado síntomas y, por lo tanto, a su vez ya habrían podido pasar el virus a otras personas en una tercera generación. Es decir, y confiemos en que no haya sido así (la mayoría de los casos leves o asintomáticos no llegan a infectar a nadie más), incluso si con posterioridad hubo un rastreo, que no lo sé, para entonces la cadena de transmisión potencialmente iniciada por Patricia ya estaba fuera de control; el número de contactos en la tercera generación ya se habría vuelto inmanejable.

Y así es imposible correr más que el virus.

Ignoro si la experiencia de Patricia refleja el caso más común o si para otras personas el sistema ha funcionado mejor. Pero cuando esta semana se veía en los telediarios toda una vistosa parafernalia montada para los testeos en Vallecas, y donde uno de los sanitarios informaba a la periodista y a los espectadores de un operativo enormemente potente y preciso en el que todo parecía estar bajo control, uno se llevaba una impresión completamente opuesta a la que narra Patricia en su artículo.

Si el caso de Patricia, que no sale en los telediarios, es el más común, esto podría llegar a explicar en gran medida la diferencia entre España, con confinamientos, cierres y mascarillas, y Nueva Zelanda, con confinamientos, cierres, mascarillas y un sistema de rastreo rápido y eficiente que consigue correr más que el virus para cortarle el paso. Y si este no es uno de los principales factores que están agravando la pandemia en España, al menos podemos decir aquello de Giordano Bruno: se non è vero, è ben trovato.