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El cuento de la inmunidad de rebaño: érase una vez algo que no es lo que la gente cree. Capítulo 1

El azote de la COVID-19 ha obligado a mucha gente a escuchar mucho más sobre virus, epidemias y vacunas de lo que les habría gustado escuchar en toda su vida. El problema es que, cuando se convierte en el tema dominante, las voces expertas de los científicos quedan acalladas por el ruido de los medios generalistas, los opinadores profesionales y los políticos. Pero muchos de los conceptos que se manejan son algo más complicados de lo que parecen. Tampoco es que sean la mecánica cuántica o la tesis de Kant sobre el ser. Pero cuando medios generalistas, opinadores profesionales y políticos no los entienden y por tanto los cuentan mal, acaban extendiéndose ideas erróneas.

Un ejemplo que ya he comentado aquí antes es el significado de la eficacia de las vacunas. Está claro que no se ha entendido, no se entiende y no se entenderá. Como la eficacia anunciada de la vacuna de AstraZeneca fue menor que la de Pfizer, la gran mayoría de las personas siguen pensando que si se ponen la vacuna de AstraZeneca van a estar menos protegidas que con la de Pfizer. Lo cual no es cierto.

Otro ejemplo es la inmunidad de rebaño, así llamada originalmente, también de grupo, grupal o colectiva.

Ante todo, una aclaración importante: la inmunidad grupal existe (o, al menos, puede llegar a existir). Pero no es nada parecido a lo que la gente imagina. De hecho, es un concepto teórico estadístico epidemiológico tan poco útil para la población general que probablemente nunca debería haber salido a los medios, ya que conduce a error.

Y sin embargo, ahí estamos, con esta idea que es la que parece predominar: cuando se alcance un porcentaje determinado de población inmunizada por vacuna o por infección, que suele situarse en el 70%, sucederá algún fenómeno cuasimágico por el cual los contagios cesarán de repente, la enfermedad desaparecerá y podremos volver por completo a la vida pre-cóvid sin mayor preocupación.

Ojalá fuera así. Pero no lo es. Voy a explicar qué es la inmunidad de rebaño y para qué sirve, de modo que se comprenda qué no es y para qué no sirve.

La Gran Vía de Madrid el pasado noviembre. Imagen de Víctor Lerena / Efe / 20Minutos.es.

La Gran Vía de Madrid el pasado noviembre. Imagen de Víctor Lerena / Efe / 20Minutos.es.

Un poco de historia. En 1916 al veterinario de Kansas George Potter se le ocurrió que era un error sacrificar las reses afectadas por el contagio abortivo (brucelosis), como solía hacerse en las granjas. En un artículo publicado junto a su colega Adolph Eichhorn, propuso que mantener a estos animales podía contribuir a crear una «inmunidad de rebaño» («herd immunity«), con la cual la infección acabaría extinguiéndose como un fuego al que no se le añade nuevo combustible. Nótese cuál era la idea original: permitir la enfermedad para acabar con ella, ya que para un ganadero es aceptable perder unos cuantos animales si esto beneficia al rebaño en su conjunto.

La idea de Potter llegó a Inglaterra, donde captó gran interés, sobre todo con el estallido de la Primera Guerra Mundial y los problemas de abastecimiento de alimentos. En 1923 los bacteriólogos William Topley y Graham Wilson publicaban un estudio en el que experimentaban con la inmunidad de rebaño en epidemias provocadas en grupos de ratones en el laboratorio. Pero pronto esto llamó la atención de los médicos enfrentados a epidemias humanas en las residencias de estudiantes y las aulas de las escuelas, que se preguntaron si sería aplicable a este caso. No sin debate, pues ciertos expertos recordaban cuál era el origen de una idea aplicada al rebaño: sacrificar a algunos para salvar al grupo.

Cuando en los años 50 y 60 comenzaron las grandes campañas de vacunación, los epidemiólogos se preguntaron qué porcentaje de la población era necesario inmunizar para alcanzar esta inmunidad de grupo. En los 70 se llegó a una fórmula muy sencilla: suponiendo R0, el número de reproducción básica del virus, o a cuántos infecta cada infectado (en una población total y homogéneamente susceptible mezclada por igual, donde cada individuo puede tener contacto con cada uno de los otros), y siendo S la proporción de la población susceptible a la infección, se entiende que R0 ⋅ S = 1. Como S es igual a 1-p, siendo p la población inmune, entonces R0 ⋅ (1-p) = 1, de donde sale que p = 1 – 1/R0. Esta p, población inmune, puede renombrarse como Umbral de Inmunidad de Rebaño, o HIT en inglés. Entonces:

Umbral de Inmunidad de Rebaño (HIT) = 1 – 1/R0

Así, cuando surge una nueva infección solo hay que calcular su R0, y entonces automáticamente se sabe cuál es el HIT, el porcentaje de población inmune necesario para alcanzar la inmunidad de rebaño. En el caso de la cóvid, se calculó la R0 en torno a 3. Así que el HIT estaría en torno a 0,67, entre un 60 y un 70% de la población. De la misma formulita se desprende que cuando aumenta la población inmune por encima del HIT, la R efectiva se hace menor que 1. Es decir, que cada infectado contagia como media a menos de una persona, o que hay cada vez más personas que no contagian a nadie de las que contagian a más de uno. Lo cual, q.e.d., lleva a la extinción del brote epidémico.

Fácil, ¿no? Demasiado. Porque, en realidad, hay dos grandes problemas que es necesario explicar. Primero, este es un concepto teórico en una situación ideal que no se corresponde en absoluto con una epidemia humana en el mundo real. Segundo, incluso si fuera posible alcanzar la inmunidad de rebaño, esto no consigue lo que la gente cree que consigue, por el problema del overshoot. Mañana seguiremos.

¿Qué dice realmente la ciencia sobre los cierres de fronteras contra la COVID-19?

Uno de los asuntos más discutidos desde el comienzo de la pandemia de COVID-19 es el cierre de las fronteras, lo que incluye también el de los aeropuertos. Parecería intuitivo pensar que, ante la expansión de un virus, una reacción lógica sería aplicar de forma inmediata esta medida, incluso antes que cualquier otra.

De hecho, muchos países reaccionaron así, y ello a pesar de que las actuaciones recomendadas por la Organización Mundial de la Salud (OMS) de acuerdo a su protocolo de declaración de la Emergencia Sanitaria Internacional (PHEIC), el máximo nivel oficial de alerta, desaconsejaban esta medida. Pero como ya he contado aquí, según han subrayado los directores de algunas de las principales revistas médicas del mundo, los gobiernos no han escuchado a la ciencia.

La intuición es un mecanismo mental muy útil en ciertos casos. Podría hablarse de cómo evolutivamente nos sirve para evitar innumerables peligros y blablablá. Pero también nos lleva a errores. Uno de los más evidentes: de ser por la intuición, aún seguiríamos pensando que es el Sol el que gira en torno a la Tierra. Por suerte, los humanos inventamos algo mucho más poderoso que la intuición: la ciencia. La ciencia sirve para cosas como describir la física cuántica, donde todo funciona de forma contraria a la intuición. Por desgracia, creer lo que descubre la ciencia en contra de la intuición es algo que no todos los seres humanos están dispuestos a aceptar.

Y aunque la intuición nos lleve por el camino de creer que cerrar las fronteras es un modo genial de parar una epidemia, después de un año de estudios observacionales (con datos reales) y modelos epidemológicos (herramientas predictivas, apoyadas y mejoradas con las observaciones empíricas), la conclusión es que no es tan genial, y que es mucho menos útil que otras restricciones internas en cada territorio. Por resumir las conclusiones de un reciente reportaje en Nature que repasaba estos estudios, las restricciones de fronteras consiguieron algo al comienzo de la pandemia, pero después han servido de muy poco.

Control de viajeros en Barajas. Imagen de Chema Moya / EFE / 20Minutos.es.

Control de viajeros en Barajas. Imagen de Chema Moya / EFE / 20Minutos.es.

Al comienzo de la pandemia, el 31 de marzo de 2020, un estudio de la Universidad de Yale publicado en PNAS cuestionaba la eficacia de los cierres fronterizos. Después de analizar la dinámica inicial de exportación de los contagios desde su epicentro inicial conocido en China, donde rápidamente se aplicaron cierres, los autores concluían: «Nuestros resultados muestran que estas medidas probablemente frenaron el ritmo de exportación desde la China continental a otros países, pero que son insuficientes para contener la expansión global de la COVID-19«.

El motivo: con la transmisión asintomática, que ha sido el gran desencadenante de esta pandemia, cuando se creía que aún era algo restringido a China en realidad el virus ya estaba extendido por el mundo. Y una vez extendido por el mundo, lo único que consigue el cierre de los aeropuertos es retrasar el ascenso del pico de contagios, pero no reducir los contagios.

Así, los investigadores calculan que el 13 de enero de 2020, antes del cierre de Wuhan (23 de enero), cuando aún solo se habían reportado casos en China y Tailandia (publiqué el primer artículo sobre el «nuevo coronavirus chino 2019-nCoV» en este blog el 24 de enero de 2020, cuando había 846 casos confirmados en todo el mundo, 830 de ellos en China, y 26 muertes; por entonces el Medical Research Council de Reino Unido estimaba que los casos reales podían llegar a los 4.000), la probabilidad de que cada día al menos un contagiado hubiera volado ya a otros países sin ser detectado era mayor del 95%, y que para el 15 de febrero ya habían volado al exterior casi 800 contagiados. Los cierres impuestos en China pudieron frenar la exportación de casos en torno a un 80%. En resumen, la conclusión es que, una vez que el virus ha traspasado una frontera, cerrarla ya no logra nada en términos absolutos; solo consigue como máximo un crecimiento más lento, pero no menor, de los contagios.

El estudio temprano de Yale ha mantenido su vigencia a lo largo del tiempo. Porque en efecto, y a pesar de que muchos países reaccionaron cerrando sus fronteras en contra de las recomendaciones de la OMS, estos cierres no lograron evitar que el virus esté presente hoy en todo el mundo. Según el reportaje de Nature, escrito ya con la perspectiva de muchos meses de pandemia y muchos más estudios, «los modelos han mostrado que los cierres estrictos de fronteras podrían haber ayudado a limitar la transmisión del virus en los primeros días de la pandemia. Pero una vez que el virus comenzó a extenderse en otros países, los cierres de fronteras sirvieron de poco«.

El mensaje de este reportaje se basa en gran medida en una revisión, por entonces aún no publicada (hoy ya sí, en BMJ Global Health), que repasaba 29 estudios previos, incluido el de Yale. Y que llegaba a la misma conclusión: «Las medidas relativas a los viajes, especialmente las implantadas en Wuhan, tuvieron un papel clave en la dinámica de la transmisión temprana de la pandemia de COVID-19. Sin embargo, la efectividad de estas medidas fue de corta duración«.

Otro de los estudios incluidos en esta revisión, publicado en The Lancet Public Health en diciembre, calculaba que para el mes de mayo, y sin ninguna reducción del tráfico internacional, en 102 de 136 países algo más de un 10% de los contagios tendría su origen en los viajeros internacionales. Pero para septiembre, y una vez más suponiendo el mismo volumen de viajeros anterior a la pandemia, este porcentaje habría descendido en todos los países, hasta menos del 1% en 21 de ellos. Es decir, una vez que el virus ya ha entrado, la contribución a los contagios de los viajeros que llegan infectados es cada vez menor hasta hacerse prácticamente irrelevante frente a la transmisión interna en el propio país.

En el reportaje de Nature el epidemiólogo Mark Jit, de la London School of Hygiene & Tropical Medicine y director del estudio de The Lancet, concluye que las restricciones de viaje en fases avanzadas de la pandemia no están justificadas por la ciencia, salvo en regiones que están prácticamente libres del virus. El epidemiólogo Steven Hoffman, de la York University de Toronto (Canadá) añade que es muy probable que los cierres de fronteras «estén causando más mal que bien«, ya que los trastornos que provocan a todos los niveles no se justifican por el escaso beneficio que se obtiene.

En resumen y de acuerdo a la ciencia actual –que, como siempre insisto, es la actual, no la última palabra al respecto, pero es la que hoy tenemos–, centrar la discusión en las fronteras y los aeropuertos es una cortina de humo que impide ver las que, también de acuerdo a la ciencia, son las medidas verdaderamente eficaces para contener la pandemia, aquellas que se aplican a nivel local (cerrar los establecimientos no esenciales, sobre todo los de alto riesgo como la hostelería, cerrar los centros de trabajo y educativos, y prohibir las grandes reuniones y los eventos públicos). Y en cuanto a las fronteras y aeropuertos, cierres no, controles sí: testado, rastreo de contactos y cuarentena.

En Semana Santa, quédate en casa

Hace unos días el director de la revista médica británica The Lancet, Richard Horton, publicaba un editorial en el que echaba la vista atrás al año de pandemia, concluyendo que «los gobiernos occidentales, como el de Johnson, fueron demasiado lentos e indecisos. No siguieron la ciencia«, dice. «Mostraron un liderazgo errático. Consistentemente se resistieron a hacer lo que era necesario para expulsar el virus de la comunidad. Y perdieron la confianza del público«.

La opinión de Horton sigue la misma línea que la de otro alto directivo de otra de las mayores revistas médicas del mundo, Kamran Abbasi, director de la también británica BMJ; quien, como ya comenté aquí, hace unas semanas escribía un editorial en el que cargaba del mismo modo contra la gestión de la pandemia por parte de los gobiernos, haciendo notar cómo en muchos países la gente está descontenta con la actuación de sus dirigentes políticos.

Tratándose de dos revistas británicas, Horton y Abbasi han cargado sobre todo contra su primer ministro Boris Johnson, uno de los líderes mundiales que inicialmente sostuvieron una postura contraria a las restricciones, buscando de forma más o menos explícita la inmunidad grupal. Johnson recitificó rápidamente. De hecho, Reino Unido ha sido posteriormente uno de los países más estrictos en la aplicación de medidas no farmacológicas contra la propagación de la COVID-19. En todas sus conferencias de prensa, Johnson habla ante un atril que muestra una señal de advertencia en la que pueden leerse los tres mensajes clave del gobierno británico. El primero de ellos: «Stay Home«. Quédate en casa.

«Quédate en casa» fue un mensaje también muy repetido aquí durante el confinamiento general del primer pico de la pandemia en España. Es decir, cuando era una obligación bajo pena de sanción. No había otra opción. Por lo tanto, en aquel entonces la aparición del lema por todas partes, incluso en la esquina de la TV durante las emisiones, tenía un carácter puramente informativo, por si alguien improbablemente aún no se había enterado de que no se podía salir a la calle.

Imagen de Malopez 21 / Wikipedia.

Imagen de Malopez 21 / Wikipedia.

Pero ¿qué hay de este mensaje cuando quedarse en casa no es obligatorio por ley? Un estudio publicado en Nature Human Behaviour que analizaba la efectividad de distintas intervenciones no farmacológicas en 79 territorios contaba las campañas de información entre las medidas más importantes, incluyendo las que recomendaban quedarse en casa. De hecho, los autores descubrían que las recomendaciones eran solo ligeramente menos eficaces que la imposición obligatoria de las mismas medidas. Otro estudio publicado en la revista Journal of Medical Internet Research destacó el papel de las campañas de recomendación y sensibilización en el éxito de Nueva Zelanda en su estrategia de eliminación del virus.

Sin embargo, desde que en España quedarse en casa dejó de ser una imposición, y salvando alguna intervención reciente de alguna autoridad, este mensaje parece haber desaparecido casi por completo. Y no solo en la comunicación de las autoridades, sino también en los medios: se condenan las fiestas y los quebrantamientos de los cierres perimetrales, dado que esto es ilegal; pero se celebra –o como mínimo no se cuestiona– que los restaurantes y alojamientos estén completos de reservas para Semana Santa, dado que esto es legal. Como si el virus respetara la legalidad vigente.

Hay algo que debería quedar claro, especialmente ante el reciente repunte de los contagios. Y es que la contención o expansión del virus no depende de decretar la apertura o el cierre de los centros de trabajo, de los bares, las comunidades autónomas o los municipios, ni de la autorización o prohibición de ciertos actos o actividades. La contención del virus depende de cómo actuemos cada uno de nosotros: que restrinjamos lo máximo posible nuestras interacciones sociales, con independencia de lo que se determine como legal o ilegal. Creo que todo el mundo entiende que el hecho de que algo esté permitido, como ir a trabajar, no implica necesariamente que esa actividad esté libre del riesgo de contagio.

Los cierres perimetrales decretados para esta Semana Santa podrían ser del todo inútiles si Madrid se desplaza en masa a la sierra o Barcelona se desplaza en masa a las playas, rompiendo las burbujas habituales y multiplicando de forma desmedida el número de interacciones. Y aunque esto sea legal, y aunque la fatiga de la pandemia empuje a muchos a moverse en los límites de la ley, o incluso un poco más allá, al menos las autoridades y los medios harían bien asumiendo su responsabilidad: no parece lo más correcto que se informe de las reservas masivas de ocupación sin que se transmita también aunque sea una cierta preocupación por lo que ello puede suponer de aquí a dos o tres semanas.

En definitiva, el mensaje debería desplazarse del criterio de legal/ilegal al criterio de riesgo bajo/alto, porque no siempre existe una relación directa entre una cosa y otra. Lo que es legal o ilegal lo deciden los gobiernos. Lo que es de alto o bajo riesgo lo descubren los científicos, que no necesariamente son escuchados por los gobiernos, como subrayan Horton y Abbasi. Pero como dice el estudio citado más arriba, una recomendación puede llegar a ser casi tan eficaz como una imposición. Claro que esto no ocurrirá si ni siquiera existe tal recomendación.

Hoy más que nunca, por favor, quédate en casa. Ya habrá tiempo de hacer todo eso que llevamos un año esperando.

Pandemia y política (2): Díaz Ayuso y la política del «no es para tanto»

Ayer repasábamos aquí los casos de varios dirigentes políticos extranjeros que, en una primera etapa o de forma continuada, se han negado a seguir las recomendaciones científicas de actuación contra la pandemia de COVID-19. Hoy toca analizar nuestro caso más cercano, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso. Cada caso tiene sus peculiaridades, y la curiosidad de Madrid es que esta fue la región española que respondió de forma más temprana a la pandemia en el primer pico de 2020, ordenando el cierre de los centros educativos el 9 de marzo, antes de la imposición del confinamiento general.

El análisis científico sugiere que la rápida respuesta de esta comunidad autónoma fue un éxito: según un estudio aún sin publicar dirigido por la Universitat Rovira i Virgili de Tarragona, Madrid fue el territorio que primero consiguió reducir su R por debajo de 1, el 14 de marzo. Otras comunidades lo hicieron de forma más tardía, y el estudio estima que la lenta reacción del gobierno central costó 23.000 muertes que podrían haberse evitado si las medidas a nivel nacional se hubiesen implantado una semana antes.

Pero en fases posteriores esa correcta actuación inicial de Díaz Ayuso quedó arruinada por un cambio de rumbo incomprensible. Unas palabras de la presidenta madrileña captadas por un micrófono abierto durante una reunión con Pedro Sánchez sugieren que se equivocó al creer la tesis de Trump, que la pandemia decaería por sí sola en verano para no volver. Posteriormente comenzaron a confirmarse las previsiones de los científicos, que la heterogeneidad de susceptibilidad no bastaría para frenar nuevas oleadas del virus y que aún estábamos más lejos de la inmunidad grupal que del inicio de la pandemia, si es que es posible alcanzarla.

Mientras Johnson y Rutte –e incluso Tegnell, aun manteniendo oficialmente su postura– habían reaccionado endureciendo sus medidas, en cambio Díaz Ayuso recorrió exactamente el camino opuesto, derivando hacia una estrategia blanda: trumpista, contra la ciencia que descalificaba la errónea intuición de Trump sobre la evolución futura de la pandemia; tegnelliana, pero ignorando la premisa del largo recorrido que inspira el discurso de Tegnell; reconociendo explícitamente la priorización de la economía, pero sin admitir el único presunto fin que podría justificar este enfoque, la inmunidad grupal.

Es decir, una postura intrínsecamente contradictoria y científicamente desnortada que ha convertido a Madrid en la comunidad española con mayor incidencia de contagios, un 70% más alta que la media nacional; en la región o provincia número 35 del mundo en contagios totales, solo superada por naciones enteras como Inglaterra y grandes estados de EEUU, India o Brasil (además de Moscú y los distritos capitales de Colombia y Perú), y la tercera región de Europa con más contagios totales, por debajo de Inglaterra (55 millones de habitantes) y Lombardía (10 millones), todo ello según datos de ayer viernes (datos internacionales del COVID-19 Dashboard de la Universidad Johns Hopkins).

La presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso.EFE/JuanJo Martín/20Minutos.es.

La presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso.EFE/JuanJo Martín/20Minutos.es.

Con el fin de tratar de hacer algo sin hacer lo que debería hacerse de acuerdo a las recomendaciones científicas, Díaz Ayuso impuso un enfoque de restricciones de movilidad por zonas de un mismo tejido social. Pero el consenso científico ha advertido (por ejemplo, a través del Memorándum John Snow, un documento firmado por casi 7.000 investigadores y profesionales de la salud) de que no es posible restringir la transmisión del virus a ciertas porciones de la sociedad, y de que tratar de hacerlo incrementa el riesgo de perjudicar a la población más desfavorecida.

Numerosos estudios han mostrado la realidad de esta mayor afectación en los barrios de minorías étnicas o más empobrecidos. Pero mientras que en otros países la voz de los científicos ha condenado expresamente los cierres discriminatorios, en Madrid han llegado a aceptarse casi como algo natural. Lo cual no los hace menos científicamente insostenibles y socialmente injustos, sobre todo cuando han quedado fuera de toda restricción –cambiándose los criterios ad hoc— las zonas con mayor actividad comercial y turística, mientras que otras donde el perjuicio económico se consideraba menor se han cerrado durante meses. En algún caso, para colmo del disparate, se ha cerrado una zona pero se ha permitido el acceso desde el exterior a un gran centro comercial ubicado en ella.

A su vez, la laxitud de las medidas madrileñas ha creado un problema adicional, el llamado turismo de fiesta. Madrid se ha convertido en el paraíso de atracción para los ciudadanos no excesivamente concienciados con los riesgos de la COVID-19, que huyen de sus países donde se han tomado medidas más contundentes. Es una curiosa consecuencia de la globalización; quizá imprevista, pero que refuerza aún más la razón de los científicos cuando han pedido reiteradamente estrategias comunes y coordinadas de lucha contra la pandemia, antes que cierres de fronteras (cuya eficacia aún se discute, ya que hay datos contradictorios sobre su efecto en la expansión de los contagios). A lo largo de este tiempo se han alzado quejas de los vecinos del centro de Madrid por las molestias y peligros asociados a este turismo de fiesta. Pero no olvidemos cuál es la raíz del problema: el «salid y divertíos», junto con la decisión de dejar siempre abierto el centro histórico de Madrid para facilitarlo.

Ante la insuficiencia de las medidas adoptadas, el gobierno de la Comunidad de Madrid ha llegado a extremos como prohibir por completo y sine die las reuniones de no convivientes en domicilios. Los muchos estudios publicados han analizado la eficacia de distintas medidas tratando de separar sus efectos individuales. Pero esto no siempre es sencillo, dado que muchas de ellas suelen imponerse simultáneamente. En concreto, el estándar adoptado respecto a las reuniones es la limitación en el número de personas (normalmente 10, 100 o 1.000), tanto en espacios públicos como privados. Por lo tanto, aún no hay evidencias científicas suficientes sobre el efecto de prohibir las reuniones de no convivientes en domicilios sin tocar todas las demás variables sobre las que se puede actuar. Pero parece razonable que semejante intromisión suprema en la libertad y privacidad de los ciudadanos, que entra de lleno en el autoritarismo, solo sería justificable como recurso desesperado cuando todo lo demás ha fracasado.

Los defensores de Díaz Ayuso han argumentado que sus peculiares medidas funcionan. Y en parte, tienen razón: los estudios han mostrado que casi cualquier restricción de movilidad y de la interacción social, incluso mínimas y parciales, ejerce un efecto beneficioso sobre la evolución de los contagios. Pese a cierta demagogia circulante, lo cierto es que toda medida que separe a las personas evita muertes y salva vidas.

Pero además del carácter discriminatorio, incoherente y caprichoso de las medidas de la Comunidad de Madrid, existe una gran objeción. Por tirar de un ejemplo cinematográfico, en la película La lista de Schindler el protagonista se enfrenta a su catarsis final cuando no se enorgullece de las vidas que ha salvado, sino que se atormenta por las que no llegó a salvar pudiendo hacerlo. La ciencia ha mostrado cuáles son las medidas que más vidas salvan. Y el gobierno de Díaz Ayuso se ha negado una y otra vez a adoptarlas, dejando por tanto de forma consciente y deliberada que se produzcan muertes evitables como precio aceptable para salvar la economía.

Sin duda, es cierto que las medidas avaladas por la ciencia no nos gustan, porque conducen a consecuencias indeseables, incluyendo el desastre económico y la ruina de muchas familias. Esto es innegable. Si existe algún modo de definir el interés general, o lo que podríamos llamar el máximo común divisor del beneficio social, quizá podría llegar a decirse que una crisis causada por un parón económico como el que implican las medidas recomendadas por la ciencia afecta más gravemente a más personas que una enfermedad que solo mata al 1% de los contagiados. Esta es la idea que subyace no solo a las posturas de Bolsonaro, Trump, Johnson, Rutte, Tegnell y Díaz Ayuso, sino también al sentir de parte de la sociedad, sobre todo aquella cuyo sustento depende de la hostelería o el comercio.

En el fondo, el éxito popular de Ayuso tiene una explicación. Superados los primeros momentos de terror e incertidumbre con sus teatrillos del Resistiré, cuando muchos pensaban aquello del «vamos a morir todos», muchas personas se han habituado a tolerar un cierto nivel de dolor común como precio para seguir con la vida normal. Han comprendido que, incluso si no se hace prácticamente nada (salvo por las mascarillas y el toque de queda, una tarde cualquiera en Madrid difícilmente se nota que estamos en pandemia), en realidad este virus no es tan contagioso como el sarampión ni tan letal como el ébola; Madrid ha servido casi como control del experimento global de restricciones. Y muchos han pensado que, digan lo que digan los científicos, yo, ciudadano medio sano en edad de trabajar y sin enfermedades crónicas, en realidad corro un riesgo muy bajo de enfermar gravemente, y casi nulo de morir. Y por ello, muchos han pensado que, en realidad, «no es para tanto». Que el interés general pide seguir y mirar al frente, hacia el día cercano en que estemos todos vacunados.

Pero ¿es siempre ético primar el mayor interés general? Todos podemos encontrarnos en cualquier momento ante una indefensión individual contra la cual solo hay una cosa que puede ampararnos. Y es la sociedad. Circula por ahí una hipótesis según la cual los sapiens nos impusimos a los neandertales porque nosotros, y no ellos, conseguimos construir una sociedad. Una de las exigencias de esta sociedad es proteger a los más vulnerables. Aunque la mayoría no corramos un gran riesgo teórico de morir de COVID-19, es una obligación de todos proteger a quienes sí lo corren. Por encima de toda otra consideración, es una exigencia ética adoptar las medidas que más vidas salvan.

El gobierno de Díaz Ayuso no solo se ha negado a adoptar estas medidas, ignorando la ciencia y despreciando la ética; sino que además, como suele ocurrir cuando la realidad no le da la razón a uno, ha inventado toda una narrativa política falsa (pseudocientífica) para justificarlo. Afirma que el cierre por zonas es preferible a un cierre único y general, cuando el consenso científico dice lo contrario. Afirma que no está demostrado que el cierre de la hostelería reduzca los contagios, cuando abrumadoramente toda la ciencia disponible lo avala. Afirma que la inmensa mayoría de los contagios se produce en los domicilios y entre los jóvenes, cuando sus propios datos lo desmienten.

Sería deseable que los gobernantes deban en algún momento responder ante la sociedad de sus errores en la gestión de la pandemia, errores que en España afectan a uno y otro bando político. No es una cuestión de partidismos: gobernantes del partido de Díaz Ayuso en otros lugares sí han actuado honestamente, con más o menos acierto, pero de acuerdo a criterios científicos y éticos. Ante la situación que se abre en la Comunidad de Madrid, sería una distopía que continuara gobernando quien ha demostrado una gestión caprichosa, insolidaria, negligente y negacionista de la ciencia, y que sin el menor atisbo de rectificación parece en cambio correr ahora hacia los típicos órdagos maximalistas y napoleónicos de quien se encierra en su palacio, a contracorriente del consenso científico y del resto del mundo, creyendo que son todos los demás quienes circulan en sentido equivocado.

Esto no es un llamamiento a favor o en contra de ningún partido o bando político. Es un S.O.S. de un madrileño en un momento histórico crítico, en contra de una gobernante concreta que ha comprado votos a cambio de muertes evitables: ¿acaso alguien cuyo sustento dependa de la hostelería o del comercio votará a otro candidato que podría cerrar su establecimiento si los datos de la pandemia empeoran? Sin duda, los gobernantes de otras comunidades que han actuado honestamente se enfrentan al riesgo de pagar un precio político en votos. Pero tirando de otro ejemplo cinematográfico, el sheriff Brody de la isla de Amity acosada por el gran tiburón blanco pedía cerrar las playas para salvar vidas, mientras que el alcalde decidió mantenerlas abiertas para salvar la economía. En la ficción todos sabemos distinguir a los buenos de los malos. Bastaría con hacer el esfuerzo de no dejar la ética aparcada a un lado en la vida real.

En pandemia la política puede salvar vidas, pero solo es ética la que más vidas salva, y solo la ciencia revela cuál es (1)

Hoy y mañana se va a hablar de política en este blog, y ojalá fuese la última vez. Y me temo que va a ser algo largo, porque merece una explicación minuciosa, negro sobre blanco. Es indudable que política, ciencia y salud siempre están relacionadas, y de hecho los más militantes en el territorio de este vínculo dentro del mundo científico suelen reprocharme mi habitual alejamiento voluntario de esos fangales. Quizá tengan razón. Pero soy de esa clase de tipos a quienes sus amigos de derechas suelen acusarle de ser de izquierdas y sus amigos de izquierdas suelen acusarle de ser de derechas; lo cual personalmente solo me confirma que estoy precisamente donde pretendo estar. O sea, en ninguna trinchera.

Pero nunca antes en el tiempo de los hoy vivos la relación entre política y ciencia había sido tan crítica y urgente, porque nunca antes había sido tan claramente una cuestión de vida o muerte. Y por eso, en este momento es inevitable hablar de ello.

La pandemia de COVID-19 ha convertido el planeta en el mayor laboratorio epidemiológico de la historia. Aunque la ciencia ha tenido que trabajar atropelladamente, equivocándose y rectificando en numerosos casos, hoy ya existe un panorama científico más claro sobre cómo distintas intervenciones no farmacológicas afectan a la expansión de la presente pandemia. Y de los cientos de estudios publicados ha emergido un consenso: las medidas más eficaces pasan por la prohibición de las grandes reuniones y eventos públicos, el cierre de los establecimientos no esenciales, la clausura de los centros de trabajo y educativos y las restricciones a la movilidad, con la distancia social y el uso de mascarillas como principales medidas de protección.

Estas han sido las medidas generalmente adoptadas en la mayoría de los países, a veces de forma enormemente drástica, como en Nueva Zelanda (sobre la cual, por cierto, suele saltar a los medios un nuevo confinamiento por la detección de solo un par de casos, pero en cambio no suele contarse que gracias a su estrategia de eliminación durante el resto del tiempo llevan una vida completamente normal, sin siquiera mascarillas).

Pero ha existido un puñado de dirigentes que han adoptado una postura diferente a la gran mayoría de sus homólogos y abiertamente contraria a las recomendaciones nacidas de la investigación científica. No merecen ningún comentario los casos más disparatados y enloquecidos, como el del brasileño Jair Bolsonaro o el del presidente de Tanzania, quien declaró que su país había expulsado el coronavirus de sus fronteras gracias al poder de la oración.

El caso más destacado por su influencia global ha sido el expresidente de EEUU Donald Trump, quien despreció las medidas contra la epidemia, creyendo además que el virus desaparecería por sí solo. El poder directo de Trump sobre las intervenciones no farmacológicas es limitado, ya que estas están en manos de los estados e incluso de los condados y ciudades. Pero sin duda su postura influyó sobre las decisiones de salud pública adoptadas por otros dirigentes de su partido con responsabilidades de gobierno.

Trump ya ha perdido el poder, y seguramente existirán muchas razones muy diversas por las que parte de su electorado no ha seguido apoyándole. Pero es llamativo que nunca antes la comunidad científica, incluyendo algunas de las instituciones más destacadas y muchas de las principales publicaciones, se había posicionado de forma tan explícita en contra de un candidato político como lo ha hecho en contra de Trump.

De izquierda a derecha, Donald Trump, Boris Johnson, Mark Rutte, Anders Tegnell e Isabel Díaz Ayuso. Imágenes de White House, Ben Shread / Cabinet Office / Open Government Licence, EU2017EE Estonian Presidency, Frankie Fouganthin vía Wikipedia y EFE / JuanJo Martín / 20Minutos.es.

De izquierda a derecha, Donald Trump, Boris Johnson, Mark Rutte, Anders Tegnell e Isabel Díaz Ayuso. Imágenes de White House, Ben Shread / Cabinet Office / Open Government Licence, EU2017EE Estonian Presidency, Frankie Fouganthin vía Wikipedia y EFE / JuanJo Martín / 20Minutos.es.

Pero si Trump nunca llegó a abdicar de sus planteamientos, quienes en cambio sí rectificaron una postura inicial equivocada fueron Boris Johnson y Mark Rutte, respectivamente primeros ministros de Reino Unido y los Países Bajos. Ambos afrontaron inicialmente la pandemia con el propósito implícito de crear inmunidad de grupo, rechazando las medidas drásticas disruptivas para favorecer el salvamento de la economía.

Es interesante comentar que, a diferencia de Trump, en cierto sentido Johnson y Rutte, conscientemente o no, asumieron el mensaje correcto de los científicos: que a falta de vacunas el virus era imparable, que no iba a desaparecer simplemente con un par de meses de confinamiento ni con un verano de previsible descenso en los contagios. Por ello y a falta de medidas farmacológicas preventivas, ambos flirtearon con la idea de proteger a los grupos más vulnerables y dejar que el virus siguiera su curso entre los sectores de población de menor riesgo para tratar de alcanzar la inmunidad grupal con la mínima pérdida posible de vidas. Ambos abandonaron después esta posición y optaron por medidas más drásticas; se supone que por consejo científico, pero también ante la oposición del público y los medios.

Conviene mencionar que desde el principio de la pandemia ha existido una pequeña corriente minoritaria entre los científicos que ha defendido la postura inicialmente abrazada por Johnson y Rutte. Muchos de ellos la expresaron mediante la firma de un manifiesto llamado Great Barrington Declaration, que defendía «minimizar la mortalidad y el daño social hasta que alcancemos la inmunidad grupal». Según los firmantes, el interés general y el beneficio mayoritario se alcanzarían tratando de evitar una completa disrupción de la dinámica de la sociedad, con todos los perjuicios que ello conlleva a todos los niveles, incluyendo también el sanitario.

La idea era interesante y merecía un análisis científico serio. Pero no ha superado este análisis, por varias razones. Resumiendo: no puede apoyarse en evidencias reales dado que no existe ningún precedente histórico ni por tanto estudios científicos fiables, lo que planteaba el riesgo de un número inasumible de muertes. El tiempo ha dado la razón a quienes desde el principio no han creído en la inmunidad de grupo, al menos en parte por el efecto de las nuevas variantes del virus: en la ciudad brasileña de Manaos el primer pico de la pandemia infectó al 76% de la población, por lo que esta localidad amazónica se convirtió en el foco de todas las miradas de epidemiólogos e inmunólogos. Sin embargo, Manaos ha sufrido posteriormente nuevas oleadas de contagios, lo que para muchos expertos ha supuesto el clavo definitivo en el ataúd de la idea de la inmunidad grupal adquirida por infección natural. Por lo tanto, si el objetivo final de la estrategia defendida por la Great Barrington Declaration es inalcanzable, el camino para llegar hasta él pierde por completo su sentido.

Continuando con la lista, tenemos a Suecia. Este es un caso peculiar, que he explicado con detalle aquí y en otros medios. Al contrario de lo que sucede en la mayoría de los países, en Suecia la soberanía de las decisiones está en manos del epidemiólogo del estado, Anders Tegnell. En los medios se le ha llamado a menudo el «Fernando Simón sueco», una comparación incorrecta, dado que Simón únicamente asesora, mientras que Tegnell decide. La inmunidad de grupo y la priorización de la economía han estado presentes, al menos de forma implícita, en los objetivos de Tegnell, que optó por una estrategia blanda de mínima disrupción (después en parte rectificada). Tegnell sí entendió y declaró desde el comienzo que el virus no desaparecería, y que la lucha contra la pandemia era una carrera de fondo, no un esprint. Su estrategia ha sido enormemente controvertida, aunque en general ha sido rechazada por la mayoría de la comunidad científica.

Pero pese a todo, Tegnell contó con una ventaja de salida, en forma de las peculiaridades de la sociedad sueca: no solo se trata de un país con baja densidad de población y con singularidades geográficas, sino que además parece existir un cierto sentimiento de responsabilidad común que llevó a la tercera parte de la población a autoconfinarse voluntariamente durante el primer pico de la pandemia, y a muchos establecimientos a cerrar por decisión de sus propietarios, sin ninguna obligación legal de hacerlo.

Pero con el tiempo esta ventaja inicial ha desaparecido, y quizá en parte por un factor que solo estudios científicos posteriores han ido analizando: el efecto de la heterogeneidad de susceptibilidad. Esto significa que entre la población general existe un gradiente de susceptibilidad a la infección por el virus (a la infección, no necesariamente a sus efectos ni a la gravedad de sus síntomas), de modo que en primer lugar la epidemia ataca preferentemente a los más susceptibles de entre todos los expuestos, sobre todo a los más susceptibles cuyo grado o frecuencia de exposición es mayor.

Esto tal vez no impida que en fases posteriores la infección continúe aumentando su índice de reproducción en ausencia de medidas de contención (R, el número medio de personas a las que contagia cada infectado), pero es posible que sí determine que ciertas regiones sufran oleadas secundarias más intensas que la primera, si el virus aún tiene intacto la mayoría de su terreno más fértil. Si en Suecia el primer pico fue moderado por una expansión limitada no debida a las medidas adoptadas, sino a la configuración de la sociedad, tarde o temprano las cifras acumuladas tienden a alcanzar a las de otras regiones que han sufrido un primer pico más intenso, pero que ya tienen una proporción mayor de su población más susceptible desplazada hacia el tercer grupo en términos del modelo SIR (Susceptible-Infectado-Recuperado, un modelo clásico en epidemiología).

Vayamos por fin al caso que nos concierne ahora, el de la Comunidad de Madrid dirigida por la presidenta Isabel Díaz Ayuso. Mañana continuaremos.

Cinco ideas erróneas sobre las vacunas de la COVID-19 (1): la vacuna de AstraZeneca

La campaña de vacunación en España avanza a trompicones, sin dar nunca la sensación de llegar a despegar; para el común de los mortales que no pertenecemos a los colectivos de mayor riesgo o a los privilegiados (este segundo grupo incluiría a aquellos sobre los que no existen datos científicos que apunten a un mayor riesgo de contagio ni de padecer enfermedad más grave, pero que ya han recibido la vacuna), el pinchazo aún parece algo muy lejano. Pero al mismo tiempo, y con toda la difusión que están alcanzando las inmunizaciones, algunos medios están cayendo en ciertas ideas erróneas que pueden dificultar aún más el avance de las vacunas, ya que están contribuyendo a crear confusión e incluso rechazo hacia alguna de ellas. Así que, una vez más, conviene desmontar algunas de estas ideas. Empezamos:

1. Esta vacuna es peor, son mejores estas otras…

Ningún medio ha podido resistirse a la tentación de publicar bonitas infografías en las que se comparan los detalles de las distintas vacunas para que el público pueda saber qué vacuna es mejor, cuál es no tan buena, cuánto protege cada una…

Para que se entienda, esto es como elaborar una bonita tabla comparando la gestión de gobierno de, por ejemplo, Carlomagno, con la de, por ejemplo, John F. Kennedy (por utilizar ejemplos políticamente neutros). Cualquiera entiende fácilmente que esto es comparar peras con manzanas. Y esas tablas publicadas en los medios comparando distintas vacunas también están comparando peras con manzanas.

Las distintas vacunas se han probado y validado en condiciones y con criterios muy diferentes. En un ensayo clínico intervienen infinidad de factores, variables que deben elegirse cuando se diseña el ensayo y que en cada caso son muy distintas: tamaños dispares de los grupos, distintos fraccionamientos, diferentes parámetros medidos, distintos umbrales…

En una revisión en la revista Science Advances, un grupo de investigadores de la Universidad de Cornell se ha echado a la espalda la tortuosa e infernal tarea de recoger todos los datos científicos publicados sobre 17 vacunas, incluyendo las que ya están administrando a la población, con el fin de ajustar sus resultados y condiciones para tratar de sacar algo en claro de sus posibles comparaciones.

El producto de esto son 31 páginas de estudio. A lo largo de las cuales los autores repiten infinidad de veces que la disparidad de los datos, las medidas y los formatos impide la comparación directa de los resultados en la mayoría de los casos. Y escriben: «Necesitaremos más datos […] para saber si todas las vacunas de primera generación pueden proteger a niveles de eficacia cercanos al 90%. También debe tenerse en cuenta que las diferencias en la eficacia aparente pueden depender, al menos en parte, de cómo las infecciones sintomáticas se documentan en los distintos ensayos, lo que parece variar«.

Los investigadores ponen el siguiente ejemplo: en los ensayos de las vacunas de Pfizer y Moderna se identificaba a las personas infectadas cuando acudían por propia voluntad a los centros del estudio informando de síntomas y se les testaba la presencia de ARN viral por PCR, mientras que en el ensayo de AstraZeneca se testaba semanalmente a todos los vacunados y se les hacía rellenar un cuestionario de síntomas. Es evidente que se están midiendo cosas diferentes, y esto significa que los datos de eficacia no son comparables. Este es solo uno de los muchos aspectos diferentes de los ensayos de unas y otras vacunas. Y ni mucho menos se conoce aún cómo evolucionarán con el tiempo los distintos componentes inmunitarios involucrados en la protección con una u otra vacuna.

Al final, la única conclusión de esta monumental revisión es que los resultados «en su conjunto implican que la vacunación puede conseguir un alto nivel de protección contra la infección sintomática del SARS-CoV-2. Más aún, hay indicios preliminares de que las vacunas también podrán proteger contra la COVID-19 grave«.

Es por ello que, ante la proliferación de esas tablas e infografías en los medios, no solo en España, alguna revista científica ha tenido que salir al quite: «Por qué es tan difícil comparar las vacunas de la COVID«, titula Nature en un reciente reportaje. «Puede ser tentador, pero simplemente no es posible comparar directamente la efectividad de las vacunas basándonos solo en estos resultados«, dice en el reportaje el investigador de la Pennsylvania State University David Kennedy.

¿No es posible entonces obtener una comparación real válida entre distintas vacunas? Podrá serlo, cuando existan estudios que comparen directamente distintas vacunas en un mismo ensayo, con criterios comunes.

Vacuna de la Universidad de Oxford / AstraZeneca. Imagen de Gencat / Wikipedia.

Vacuna de la Universidad de Oxford / AstraZeneca. Imagen de Gencat / Wikipedia.

2. La vacuna de AstraZeneca solo tiene un 60% de… ¿eficacia? ¿Efectividad? ¿Eficiencia?

Incluso algún colectivo de profesionales sanitarios se ha manifestado en contra de recibir la vacuna de AstraZeneca, lo cual ya es para miccionar y no expulsar orina, sobre todo teniendo en cuenta que casi la práctica totalidad de la población, incluyendo sectores que corren serio riesgo de morir por cóvid, aún continúa esperando pacientemente un pinchazo que se les prometió allá por noviembre, pero que parece no llegar nunca. Y teniendo en cuenta que hoy mismo algunas personas se contagiarán y acabarán muriendo de una enfermedad contra la cual ya existen vacunas que podrían salvarles la vida. Quienes van a recibir una vacuna próximamente, sea cual sea, pueden considerarse muy afortunados. La mayoría no tenemos esa suerte.

Ante todo, aclaremos: los ensayos clínicos informan sobre la eficacia de una vacuna. Una vez que esta se administra a la población en el mundo real, se puede medir su efectividad (la eficiencia se refiere a la optimización de la campaña en términos de distribución de recursos, coste y resultados obtenidos).

Eficacia y efectividad pueden ser muy diferentes; por ejemplo, una revisión de estudios de una de las vacunas contra la gripe en niños determinó un 79% de eficacia, pero un 38% de efectividad. Debe entenderse que cuando los resultados anunciados de algunas vacunas contra la cóvid hablan de un 95% de eficacia, esto NO significa que de cada cien personas vacunadas 95 vayan a estar totalmente protegidas y 5 corran el riesgo de infectarse; significa que, en las condiciones ideales del ensayo clínico, se ha observado un 95% de reducción de la enfermedad, definida por unos criterios concretos, en el grupo de las personas vacunadas en comparación con el grupo de placebo. Ni más ni menos.

De esto se entiende que la excesiva difusión que se ha dado a esos numeritos mágicos no hace demasiado bien, ya que no se comprenden. El mensaje que debe quedar es que, si los científicos concluyen de los ensayos clínicos que una vacuna es eficaz, esto significa que su administración a la población general conseguirá proteger a muchas personas directamente, a otras indirectamente gracias a la inmunidad de grupo, y por tanto reducirá enormemente el riesgo epidemiológico para todos. Vacunas como las de la gripe, con efectividades reales muchas veces menores del 50%, salvan miles de vidas cada año.

Con respecto a la vacuna de AstraZeneca, este es el resumen de los datos: un ensayo encontró un 90% de eficacia. Otro determinó un 62% de eficacia (de estos dos datos en conjunto sale el 70% del que se habla). Ambos emplearon distinta dosificación. Ahora, una nueva revisión de los estudios ha encontrado una eficacia del 76% después de la primera dosis. Al administrar una segunda dosis antes de las 6 semanas, se ha obtenido una eficacia del 55%, pero del 81% cuando la segunda dosis se retrasa a más de 12 semanas. Y ¿cuál es la conclusión de todo esto? Que quizá convenga retrasar la segunda dosis.

AHORA BIEN:

Dicho lo anterior, también hay que decir esto. No puede ocultarse que la vacuna de AstraZeneca ha recorrido un proceso accidentado y algo desconcertante. Para empezar, los primeros estudios de vacunación con una sola dosis rindieron una producción de anticuerpos neutralizantes menor de lo esperado. Por algún motivo, los diseñadores de la vacuna decidieron utilizar la proteína Spike o S del virus (la misma que se emplea como inmunógeno en todas las vacunas que han llegado a España) en un tipo de conformación que no parecía la óptima, ya que no incluía ciertos cambios estabilizadores que los experimentos previos sugerían que podían ser ventajosos para mejorar su acción.

Quizá algo sorprendidos por este resultado, los investigadores decidieron sobre la marcha incluir una segunda dosis en el protocolo. Pero por un error, resultó que algunos de los voluntarios del ensayo recibieron en la primera dosis solo la mitad de lo pretendido. Así, hubo un grupo que recibió media dosis + una dosis, y otro al que se le administró una dosis + una dosis.

Extrañamente, resultó que el primer régimen, el de media dosis inicial, funcionaba mejor. Esto no es del todo incomprensible; de hecho, ya se había observado con alguna otra vacuna. Una explicación posible sería que el vector que transporta la proteína S, un adenovirus de chimpancé, estaba interfiriendo de algún modo en la respuesta óptima buscada. Pero también resultó que quienes habían recibido media dosis habían esperado más tiempo para recibir la segunda, por lo que quizá la diferencia se deba al tiempo entre ambas dosis y no a la dosificación. O tal vez a ambas cosas.

Por último, también resultó extraño que los resultados presentados por AstraZeneca incluyeran dos ensayos separados de los que se obtenía la media. Si no es posible comparar los ensayos de dos vacunas distintas, tampoco lo es comparar dos ensayos distintos de la misma vacuna. Es irregular; un dato promediado entre dos ensayos diferentes no tiene el mismo valor que un solo dato obtenido a partir de un único ensayo.

En resumen, a lo largo del proceso de ensayos, AstraZeneca y la Universidad de Oxford (creadora original de la vacuna) han dado tumbos y bandazos que han desconcertado bastante a la comunidad científica. Pero también debemos entender que el trabajo desarrollado a lo largo del último año por los investigadores de vacunas ha sido excepcionalmente rápido y urgente; antes de esta pandemia, el tiempo medio desde el diseño de una vacuna hasta su aprobación era de 16 años. Y cuando se avanza tan deprisa por territorio desconocido, no tiene nada de raro que surjan problemas e incluso errores a los que hay que reaccionar sobre la marcha. Lo importante es el resultado final. Y la vacuna funciona; ha superado el umbral del 60% que se estableció como objetivo mínimo para las vacunación contra la cóvid.

Por mi parte, puedo decir que estoy incluido en el grupo de edad de los que vamos a recibir la vacuna de AstraZeneca. Y que lo haré con gusto, dado que los recursos disponibles deben distribuirse del mejor modo posible entre la población, y este lo es (dejando aparte una vez más la discusión sobre los grupos privilegiados, en la que prefiero no entrar). Esto, también dejando de lado el problema de las nuevas variantes del virus. En particular, la vacuna de AstraZeneca parece ser mucho menos eficaz contra la variante sudafricana. Pero una vez más, aún no hay suficientes datos. Y en cualquier caso, creo que ya debería haber quedado suficientemente claro que esta pandemia no se acaba para cada uno de nosotros el día que recibamos el pinchazo en el brazo.

3. La vacuna de AstraZeneca no puede usarse con la gente mayor: es peligrosa, no sirve o algo

Los científicos dicen: no existen suficientes datos que permitan validar la vacuna de AstraZeneca en personas mayores al mismo nivel de confianza obtenido para el grupo de población más joven. Los medios entienden: la vacuna de AstraZeneca no sirve para las personas mayores. No funciona. O es peligrosa. O algo.

Pero sí, la vacuna de AstraZeneca se ha probado en personas mayores. De hecho, hubo un estudio específicamente dedicado a esto. La conclusión: la vacuna «parece ser mejor tolerada por las personas de más edad que por las más jóvenes y tiene una inmunogenicidad similar en todos los grupos de edad después de la dosis de recuerdo«. Según resume la reciente revisión de Science Advances citada más arriba, cuando la vacuna «se testó en voluntarios de edades 18-55, 56-69 o mayores de 70, hubo poca o ninguna reducción de la inmunogenicidad dependiendo de la edad«.

¿Por qué, entonces, esta vacuna solo se está administrando en España a los menores de 55 años? En el conjunto de estudios, el grupo de los mayores de 55 solo ha representado hasta ahora el 12% de los voluntarios –y solo un 4% de mayores de 70– con solo uno de los dos regímenes de administración de dosis probados. Dado que existen distintas vacunas y deben repartirse entre los distintos grupos, las autoridades de algunos países han preferido reservar esta vacuna para el sector de población de menor edad a la espera de más datos. Pero según los datos actuales, sí, la vacuna funciona igual de bien en personas mayores. Y por cierto, el criterio de las autoridades españolas contradice el de la Agencia Europea del Medicamento, que ha recomendado esta vacuna para todos los grupos de edad.

(Continuará)

¿Se están respetando las prohibiciones de reuniones de no convivientes en domicilios?

Esta es solo una observación anecdótica personal sin otro valor que ese. Pero en el ámbito a mi alrededor puedo decir que la gran mayoría de las personas que conozco no están respetando la prohibición de reuniones domiciliares de personas no convivientes impuesta en la Comunidad de Madrid. Sé que quizá podría esperarse de un inmunólogo, cuyo trabajo en el último año ha consistido mayoritariamente en informar sobre la pandemia de COVID-19, que condenara rotundamente este quebrantamiento de las normas decretadas en la lucha contra la pandemia, y que alertara del gravísimo peligro que suponen estas reuniones. Y vaya por delante que toda restricción es beneficiosa para el control de la pandemia.

Pero la gente se hace preguntas: si todos los días debo viajar en un vagón de metro atestado para después compartir el mismo espacio cerrado durante ocho horas con gente con la que no convivo, ¿por qué no puedo compartir mi propio espacio privado con otras personas con las que tampoco convivo?

Si puedo reunirme con todos los amigos que quiera en un bar o restaurante, simplemente tomando el rodeo legal de repartirnos en mesas de cuatro, ¿por qué no puedo hacer lo mismo en mi casa, donde solo yo soy responsable de la ventilación?

Si mis hijos se juntan cada día y durante varias horas con otro par de decenas de niños o adolescentes, todos ellos con sus respectivas convivencias familiares y otros encuentros fuera del domicilio, ¿por qué no se les permite que inviten a alguno de ellos a su casa?

Si puedo compartir el mismo espacio con decenas o centenares de desconocidos en un cine, teatro, musical, concierto, iglesia, gimnasio, espectáculo de magia, clase de yoga, museo, exposición o infinidad de otros actos y lugares, ¿por qué diablos se me prohíbe hacer en mi propia casa lo que me salga de mis santas entrañas?

Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Quien conozca la trayectoria de este blog habrá podido comprobar repetidamente que aquí la única verdad que cuenta es la científicamente objetivable, que falla y rectifica, pero que esa es una diferencia con otras como la verdad revelada, la verdad judicial o la verdad política, que no suelen fallar ni rectificar. La verdad objetivable está en el conocimiento científico. Un científico se equivoca y rectifica. Un juez se equivoca, menosprecia a quienes critican su dictamen para justificarlo, y quizá solo otro juez, pero no él mismo, pueda rectificarlo.

Y lo que hoy nos dice esta verdad científica, siempre preliminar y provisional, pero ya mucho más sólida que cualquiera de las otras, es que existe un puñado de medidas que se han demostrado como las más efectivas en el control de la pandemia (detalles aquí, aquí y aquí): prohibir las reuniones multitudinarias, cerrar los centros educativos y de trabajo, cancelar los eventos públicos y cerrar los establecimientos no esenciales, sobre todo los de alto riesgo como la hostelería.

En cuanto a la prohibición de grandes reuniones, en muchos estudios se han tomado como estándar general las de más de 10 personas, porque el análisis de datos debe ceñirse a poder comparar manzanas con manzanas. Una medida de este tipo, pero más estricta, como la prohibición total de reuniones de no convivientes, solo se ha adoptado en los países donde ha ido acompañada por otras más drásticas, como el confinamiento total. Prohibir por completo las reuniones de no convivientes y dejar absolutamente todo abierto, sin apenas ninguna restricción, como ocurre en la Comunidad de Madrid, es algo cuyo parangón solo puede encontrarse en las normas más arbitrarias e irracionales tomadas a lo largo de la historia de la humanidad por gobernantes arbitrarios e irracionales. Es preferible no citar ningún caso concreto para no caer en clichés demagógicos.

La semana pasada, el portavoz del gobierno regional de Madrid justificaba la decisión de relajar las ya de por sí muy escasas restricciones en la comunidad –salvo por esa prohibición citada y por el encierro sistemático de ciertas poblaciones y ciertos barrios, casi nunca ubicados en el centro de Madrid– alegando que el 80% de los contagios se produce en domicilios.

¿De dónde ha sacado este dato? Lo pregunto porque el informe epidemiológico publicado por la propia Comunidad de Madrid no dice eso: desde julio de 2020 se han registrado 236 brotes de ámbito unifamiliar, con un total de 1.089 casos, y 1.340 brotes de ámbito colectivo, con un total de 12.776 contagios. Aclaremos que esto solo supone menos de un 3% del total de las infecciones, ya que solo incluye los casos que han podido rastrearse –que son una pequeñísima minoría– y están incluidos en brotes, definidos como «agrupación de 3 o más casos con infección activa en los que se ha establecido un vínculo epidemiológico». Es decir, que si una persona se contagia en el trabajo o en un bar y luego a su vez contagia a otros en casa, son casos que van a la bolsa del domicilio. Pero más del 97% de los casos no van a ninguna bolsa.

Incluso con este obvio maquillaje de los datos, de esos 12.776 contagios en brotes colectivos, el grupo de mayor cuantía, 265, se sitúa en el apartado «social», que incluye el siguiente batiburrillo: «bodas, bautizos, eventos y reuniones familiares, funerales, locales de ocio, hoteles y establecimientos de restauración, centros y actividades deportivas, comercios, transportes, viajes extracomunitarios, etc.». Es decir, que realmente no sabemos dónde se producen. Si quieres esconder un árbol, ningún lugar mejor que un bosque.

O mejor dicho, no lo sabríamos, si no fuera porque afortunadamente en otros países sí existe mayor transparencia a la hora de desglosar esos datos (además de un rastreo mucho más extensivo y eficaz), lo que ha llevado a cifras como estas: prohibir las reuniones de más de 10 personas (atención, esto se refiere a cualquier lugar en general, incluyendo todos aquellos establecimientos donde habitualmente existen más de diez personas) reduce la tasa de contagios en un 42%; cerrar solo los centros educativos, en un 38%; y cerrar solo los negocios no esenciales como la hostelería, entre un 18 y un 27%. Todo esto, según un estudio en 41 países publicado en Science.

Como he contado aquí repetidamente, en todo caso es normal, esperable y coherente con los datos que la mayoría de los contagios se produzcan en los domicilios, donde no llevamos mascarilla, vivimos en estrecho contacto y el aislamiento de una persona respecto de las demás no suele ser algo viable. Pero si las autoridades están para algo, parece lógico que debería ser para evitar que las personas se contagien fuera de su domicilio, en los espacios compartidos de uso público.

Y que, por lo tanto, sería lógico, razonable y esperable que las autoridades se preocuparan de adoptar restricciones primero en los espacios públicos, después en los espacios privados de uso público, y dejar la regulación de lo que cada uno puede o no puede hacer en su propia casa, lo cual supone la intrusión suprema en la libertad y la privacidad de los ciudadanos, solo como último recurso extremo cuando todo lo demás ha fallado. En lugar de al revés.

Por cierto, conviene comentar una vez más otro de los grandes secretos a voces que no parece merecer la menor preocupación por parte de las autoridades. Entre esos datos epidemiológicos que la Comunidad de Madrid ha publicado recientemente por primera vez desglosados por ámbitos de contagio –aunque, como ya hemos dicho, convenientemente maquillados– se encuentra algo enormemente alarmante: en la última semana anterior al informe, el mayor número de brotes, 20 en total con 108 casos, muy por encima del siguiente grupo (el laboral, con 14/67), se ha producido en centros educativos.

En otros países se han producido cierres más o menos prolongados de colegios y universidades. A lo largo del año de pandemia, en las principales revistas científicas, como Science, Nature, The Lancet, New England Journal of Medicine o BMJ, se ha discutido el riesgo que suponen estos escenarios, y se ha debatido la conveniencia o no de cerrarlos comparando el beneficio que se obtiene en términos de control de los contagios con los graves trastornos ocasionados en la formación y educación de los alumnos.

Pero no en España: aquí los centros educativos han desaparecido por completo del debate después del comienzo del curso. Se ha insinuado, y muchos ciudadanos han mordido este cebo, que los centros educativos no tienen la menor incidencia en los contagios. No es cierto. No es lo que dicen los datos. No es lo que dice la ciencia. Puede discutirse la conveniencia o no de su cierre. Pero no puede ocultarse la verdad. De hecho, para una familia que adopte las máximas precauciones, con adultos teletrabajando y una burbuja de convivencia respetada a rajatabla, los niños suponen un riesgo incontrolado, incluso quizá el máximo factor de riesgo, sin que los padres puedan hacer nada para paliarlo.

Y también como observación anecdótica personal sin otro valor que ese, puedo contar que en un hogar concreto, y pese a todas las precauciones adoptadas en los colegios, los niños ya han introducido en casa y contagiado al resto de la familia dos virus del resfriado a lo largo de este curso. Estos virus, que quizá puedan ser rinovirus, adenovirus o coronavirus del resfriado (imposible saberlo, ya que hay más de 200 virus que causan catarros), tienen esencialmente las mismas vías y facilidad de contagio que el coronavirus de la cóvid. Por lo tanto, si esos niños no han llevado a casa la cóvid en lugar de un simple resfriado ha sido porque, afortunadamente, este virus no ha entrado en sus aulas. Aún.

Dicho de otro modo y para que quede aún más claro, los virus del resfriado sirven como el canario de la mina: si esos virus han entrado en las aulas de los alumnos y estos se han contagiado y los han llevado a sus hogares, no hay ninguna razón científicamente probable para que en el futuro no ocurra exactamente lo mismo si el virus que entra en sus aulas es el de la cóvid. En resumen, las precauciones adoptadas en los colegios no son suficientes.

La urgencia de la pandemia nos ha obligado a aceptar restricciones a nuestros derechos y libertades que hace solo un año nos habrían resultado intolerables, porque al ser humano le ha costado casi 3.000 siglos adquirirlos, el tiempo que llevamos en este planeta. Y las aceptamos y cumplimos en la medida en que contribuyen al bien común y al objetivo de todos, que es frenar esta pandemia. Pero cuando los gobiernos, para más escarnio alguno que se dice amante de la libertad, entran en nuestro propio ámbito íntimo y privado para decir lo que podemos o no podemos hacer en nuestras casas, y además en contra de sus propios datos y de la verdad científica, mientras se vendan los ojos con sus ideologías para ignorar otras medidas que demostradamente salvan vidas, la única respuesta posible es… la ciencia.

La ciencia dice lo que es, no lo que nos gusta: cerrar los colegios y la hostelería

Gracias a este blog, y sobre todo durante esta pandemia, he podido comprobar cómo hay una parte de la población a la que le cuesta diferenciar entre datos/análisis y opinión (esta es también una vieja discusión periodística, al menos según me contaron en el máster que ostento como mi única titulación periodística; pero eso sí, un máster de verdad).

Un dato es que la Tierra gira en torno al Sol. Decir que, por lo tanto, es mentira que el Sol gire en torno a la Tierra no es una opinión, sino un análisis del dato. En mi anterior artículo decía aquí que las opiniones son libres, pero debí matizar que no todas son igualmente válidas. Por ejemplo, uno puede opinar libremente que no le gusta que la Tierra gire en torno al Sol y que preferiría que fuese al revés. Pero decir «no estoy de acuerdo, no me lo creo» no es una opinión válida, por muy libre que sea.

Viene esto a colación de mi anterior artículo sobre las medidas que, según la ciencia más actual (y quiero subrayar esto de actual), son las más eficaces para contener la propagación de la COVID-19. En las redes han aparecido objeciones razonables, como que los datos relativos al cierre de colegios y universidades en realidad no discriminan entre cierre de colegios y cierre de universidades, y que los universitarios suelen llevar una vida social más activa que los escolares.

Existen otras objeciones razonables que ni siquiera han aparecido, como que se trata de una recopilación de datos internacionales, pero que cada país tiene sus ciertas peculiaridades, y que no existe un amplio estudio semejante relativo solo al nuestro. Otra objeción razonable que tampoco ha aparecido es que los datos se refieren a la primera ola de la pandemia, cuando, por ejemplo, el uso de la mascarilla aún no estaba extendido (en España los escolares no regresaron a clase el curso pasado, y en septiembre lo hicieron ya con mascarilla, pero recordemos que el estudio citado incluye datos de 41 países).

Pero frente a esto, también han aparecido numerosos comentarios al estilo «estoy/no estoy de acuerdo». O al estilo «eso es lo mismo/no es lo mismo que opina fulano».

No. No son opiniones. Ni hay opción a estar o no de acuerdo. Son datos científicos y su análisis. Personalmente no he opinado sobre si me gustan o no el confinamiento, el cierre de los colegios o la clausura de los bares. No he hablado de «yo creo» o de «mi parecer es». De hecho, quien siga este blog habrá podido comprobar que aquí se defendía el confinamiento cuando la ciencia estimaba que era la medida más eficaz contra la pandemia. Pero de repente surgen estudios empíricos que dicen lo contrario, y entonces aquí se cuenta. Y si esos estudios dicen que el cierre de colegios/universidades y el de bares/restaurantes están entre las medidas más eficaces, también se cuenta. Como dijo Carl Sagan, la ciencia es un esfuerzo colectivo con una engrasada maquinaria de corrección de errores.

Por todo ello, lo que hoy vengo a hacer es una breve aclaración sobre algunos de esos comentarios opinativos que se oponen a lo dicho aquí como si lo dicho aquí fuesen también opiniones. Insisto: la ciencia no existe para decirnos lo que queremos que nos diga. Ni para ofrecernos argumentos con los que reforzar nuestras opiniones. La ciencia estudia, analiza y descubre. Y si lo que descubre no nos gusta, el problema es nuestro, no de la ciencia.

«Pero si la mayoría de los contagios se producen en casa, no en los colegios ni en los restaurantes»

Un dato suficientemente contrastado es que, en efecto, la mayoría de los contagios se producen en los hogares. Pero ¿acaso esto puede sorprender a alguien? En casa la convivencia es estrecha y no llevamos mascarilla, dos grandes factores de riesgo para el contagio. Es perfectamente esperable que, una vez que el virus entra en un hogar, algunas de las personas que viven allí se contagien.

Un bar cerrado en Barcelona. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Un bar cerrado en Barcelona. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Pero está claro que esto no va a poder evitarse de ningún modo. Ciertos gobernantes han pedido que las personas positivas o sospechosas de serlo se aíslen del resto de la familia en sus propios hogares. Lo cual es de chiste. Una gran cantidad de mortales que no somos futbolistas, youtubers ni gobernantes no disponemos de una segunda residencia, ni de una suite cedida a precio de ganga por algún amigo, o ni siquiera de un ala en nuestra casa para aislarnos de nuestra familia, entendiendo como ala al menos un dormitorio y un baño.

Dado que la gran mayoría de los humanos no podemos hacer cuarentena en nuestra propia casa aislados del resto de nuestra familia, la pregunta clave es: ¿cómo evitar que entre el virus en casa? Porque es cortando esas cadenas de contagios que se inician fuera de casa como se logrará prevenir que varias personas de un mismo hogar acaben contrayendo el virus. La R, la tasa de reproducción del virus (a cuántas personas como media contagia cada infectado), crece sobre todo por causa de la convivencia en los hogares, pero es fuera de los hogares donde puede actuarse, en los lugares donde se contagian quienes llevan el virus a casa.

Y ¿dónde se contagian quienes llevan el virus a casa?

«No, los colegios no son, apenas hay niños contagiados»

Solo que no es esto lo que dicen los datos, repito, sin discriminar entre colegios y universidades, y con datos de la primera ola en la época pre-mascarillas. Cuando los datos de 41 países indican que el cierre de colegios y universidades, por sí solo y sin otras medidas adicionales, consigue reducir la R nada menos que un 38%, más del doble que el cierre de bares y restaurantes, esto debería ser como un enorme piloto rojo encendido en el cuadro de mandos de quienes toman las decisiones sobre las medidas a adoptar. Esto indica, guste o no, lo creamos o no, opinemos lo que opinemos aunque con las salvedades citadas, que los colegios y universidades están siendo responsables en gran medida de llevar el virus a los hogares.

En algunas universidades se están haciendo cribados masivos con test de antígenos. En los colegios, que yo sepa, no. Se está dando por hecho que los niños no se contagian y no contagian. Pero los datos muestran con toda claridad que esto no es cierto, e invitan a sospechar que en los colegios solo se están detectando los casos con síntomas, que en los niños son una pequeña minoría. La mayoría de los contagios no se rastrean y se desconoce su origen, por lo que cada uno podrá hacerse su libre conjetura sobre cómo ha podido entrar el virus en casa. Pero los datos indican que en muchos casos probablemente son niños quienes lo han traído, probablemente sin que hayamos notado en ellos el menor síntoma.

Y por cierto, The Lancet Infectious Diseases acaba de publicar un estudio que ha analizado la transmisión del virus en más de 27.000 hogares de Wuhan, en China. Y esta es la conclusión: «Dentro de los hogares, los niños y adolescentes son menos susceptibles a la infección con SARS-CoV-2, pero son más infecciosos que los individuos de mayor edad«. Y también por cierto, el estudio valora una «pronta vacunación de los niños una vez que se disponga de los recursos«.

«¡Es el transporte público, vamos como sardinas en lata!»

Lo cierto es que no. No existe ningún estudio, que yo sepa, que haya detectado una alta transmisión en los sistemas de transporte público, y en cambio sí hay estudios que han encontrado un efecto inapreciable de este factor en los contagios, como el estudio ComCor del Instituto Pasteur encargado por el gobierno francés.

Viajar en un metro atestado siempre es desagradable, y en tiempos de pandemia es hasta terrorífico. Pero no, no es allí donde la población se está contagiando. Lo de los transportes atestados se ha convertido en un mantra repetido hasta la saciedad, sobre todo por aquellos contrarios a los gobiernos responsables de dichos transportes. Pero los datos no les dan la razón. Desde luego, no puede afirmarse que los transportes públicos estén completamente libres de contagios, sino que no están contribuyendo de forma apreciable a ellos.

En metros, autobuses y trenes llevamos mascarillas y solemos hablar en voz baja o nada en absoluto si vamos solos, y los tiempos de exposición no suelen ser muy largos, por lo que estos escenarios no son ahora una preocupación para el control de la pandemia en los países que, como el nuestro, obligan al uso de mascarilla.

«Son las fiestas ilegales, los botellones y las reuniones, no los bares»

La fiestas ilegales, los botellones y las reuniones familiares están propagando el virus, esto es difícilmente discutible y no hay datos ni argumentos lógicos para negarlo. Las redadas en fiestas ilegales quedan muy vistosas en los telediarios, pero es razonable pensar que las reuniones de familiares y amigos, incluyendo aquellas que rompen las normas sobre confinamientos perimetrales o número de personas pero que no salen en los telediarios, son infinitamente más frecuentes y numerosas. Este es un factor que inevitablemente va a escapar a los análisis científicos: sabremos cuánto reduce la R una prohibición de las reuniones de más de 10 personas (un 42%, más que el cierre de colegios y universidades), pero no sabremos cuánto más la reduciría si realmente todos cumpliéramos esta norma.

Sin embargo, el dato es este: cerrar bares, restaurantes y otros negocios cara a cara reduce la R entre un 18 y un 27%. Este efecto puede parecer modesto en comparación con el 42% de la prohibición de las reuniones de más de 10 personas. Pero pongámoslo en su contexto completo: limitar las reuniones a 100 personas reduce la R un 34%; limitarlas a 1.000 personas la reduce un 23%, en el mismo orden que el cierre de bares y restaurantes. Y en cambio, ¿es que alguien se plantea permitir reuniones de más de 1.000 personas? En estos momentos sería impensable. Y sin embargo, esta prohibición consigue aproximadamente un efecto equivalente a cerrar bares y restaurantes (ya expliqué aquí por qué las reuniones multitudinarias no son tan extremadamente peligrosas como podría parecer). Es más: por encima de todas estas medidas, el confinamiento general solo aporta un 13% más de reducción de la R.

¿Compensa o no cerrar la hostelería, con todos los perjuicios que conlleva, para ganar entre un 18 y un 27% de reducción de los contagios? Esto ya es opinable, e incluye consideraciones que escapan a este blog y a mi competencia. Por mi parte, no opino, me limito a contar los datos actuales. Que son innegables. Pero las reuniones de más de 1.000 personas están prohibidas por el mismo motivo, y esto también perjudica a infinidad de negocios. Muchas voces apoyan un confinamiento, que sería aún más lesivo para la economía y que lograría un beneficio comparativamente menor que el cierre de los locales interiores de bares y restaurantes, ya que estos aún podrían abrir las terrazas y servir pedidos para llevar.

Naturalmente, los hosteleros tienen todo el derecho del mundo a quejarse por los cierres que sí se han aplicado en algunas comunidades autónomas; les va el sustento en ello. Pero cuando otros gobernantes deciden no tomar esta medida y se presentan como salvadores de la economía, y cuando ciertos hosteleros les agradecen su buena labor al proteger sus negocios, sería más decente un poco más de sensibilidad social. Porque ambos, gobernantes y hosteleros, deben saber que ese salvamento de la economía se produce a costa de un 18-27% de contagios que podrían evitarse. Y por lo tanto, de muertes que podrían evitarse. Guste o no, esto no se puede negar.

Desde hace meses, y quizá más ahora, hay quienes opinan que debemos intentar tirar para adelante como podamos. Que es necesario convivir con el virus y seguir con nuestras vidas, con los locales abiertos, con nuestras entradas, salidas y reuniones, aunque sea con cambios como las mascarillas y los horarios reducidos. Este fenómeno también ha sido analizado por los científicos; lo llaman fatiga cóvid, y es comprensible. La pandemia no solo nos ha cambiado la vida, sino que además ha acaparado la información y la comunicación de tal modo y a todos los niveles, desde las conversaciones personales hasta el espacio en los medios (incluyendo este blog), que muchos están ya hastiados y desearían poder olvidarse de que existe algo llamado COVID-19. Pero existe. Y, por desgracia, no podemos lograr aquello que se preguntaba Einstein, si la luna deja de existir cuando no la miramos.

Por qué a las autoridades les interesa hacerte un test de antígeno, pero a ti te interesa hacerte una PCR

Me consta que hay mucha gente confusa por lo que a todas luces es un flagrante paradojo (no, no es una errata): todos los medios ya han contado que los test de antígeno de la COVID-19 no están recomendados para personas asintomáticas, y sin embargo muchas autoridades, en España y otros países, están testando masivamente a la población asintomática con estas pruebas. ¿Qué está pasando?

Hay una explicación para ello, aunque no es tranquilizadora.

Por mi parte, opino que la razón de las autoridades para hacer lo que hacen es válida y defendible, pero solo siempre y cuando informen a los ciudadanos de dicha razón y del propósito de estos test. Cosa que no están haciendo. Y al no hacerlo, resulta que el ciudadano obtiene una idea errónea del resultado del test: esa persona piensa que está obteniendo un diagnóstico, si tiene o no tiene el virus, cuando lo cierto es que el test únicamente está determinando si puede ser un peligro de contagio para otros, sin importar si ella misma está enferma o no.

Para empezar, y brevemente, dado que esto ya lo he explicado en numerosas ocasiones, para este propósito debemos diferenciar entre dos tipos de test: moleculares y de antígeno. Ambos están dirigidos a detectar una infección activa, a diferencia de los de anticuerpos, que revelan una infección pasada (o la inmunidad adquirida por vacunación).

Los test moleculares analizan la presencia del ARN del virus, es decir, su material genético, y lo que generalmente hacen estas pruebas es producir muchas copias de ese material, si está presente, para poder detectarlo. El ejemplo más conocido de test molecular es la PCR, pero hay muchos otros; también lo es el TMA recientemente utilizado en España, que emplea un mecanismo distinto. En resumen, los test moleculares son como microscopios analíticos: amplifican mucho lo que hay para poder observarlo.

En cambio, los test de antígeno detectan una proteína del virus, normalmente la proteína Spike o espícula, el pincho que el SARS-CoV-2 emplea para adherirse a las células humanas e infectarlas. En este caso no hay multiplicación de copias, porque esto no puede hacerse con una proteína. Por lo tanto, un test de antígeno no amplifica nada; detecta lo que hay. Y por ello, es mucho menos sensible que un test molecular, normalmente entre 100 y 10.000 veces menos.

Con esto se entiende que los test de antígeno son mucho más propensos a dar falsos negativos que los moleculares: personas que realmente están infectadas, pero que tienen el virus en baja cantidad. Una PCR daría un resultado positivo, pero quizá un test de antígeno no alcance a detectar su baja carga viral.

Así, pretender equiparar de cara al público el uso y los resultados de los test de PCR con los de los test de antígeno es erróneo y engañoso. Tomemos como ejemplo el test adquirido por varias comunidades autónomas, el Panbio de Abbott.

Test rápido de antígeno Panbio. Imagen de Abbott.

Test rápido de antígeno Panbio. Imagen de Abbott.

El prospecto de uso de esta prueba dice:

Panbio™ COVID-19 Ag Rapid Test Device es una prueba rápida de diagnóstico in vitro para la detección cualitativa del antígeno (Ag) del SARS-CoV-2 en muestras de hisopado nasofaríngeos humanos de individuos que cumplen con los criterios clínicos y/o epidemiológicos de COVID-19.

Panbio™ COVID-19 Ag Rapid Test Device es solo para uso profesional y está destinado a ser utilizado como ayuda en el diagnóstico de la infección por SARS-CoV-2.

La prueba proporciona resultados preliminares de la prueba (sic). Los resultados negativos no excluyen la infección por SARS-CoV-2 y no pueden usarse como la única base para el tratamiento u otras decisiones de manejo.

Es decir, el test de antígeno de Abbott aclara que debe utilizarse en personas con claras sospechas de padecer COVID-19; y que es una ayuda al diagnóstico, pero que un resultado negativo no debe tomarse como una confirmación de ausencia de infección.

En la web del producto, la compañía precisa que el test está indicado «para pacientes con sospecha de infección actual por COVID-19«, y que «también puede ser útil para respaldar estrategias de salud pública, como el rastreo de contactos y pruebas a gran escala de personas con sospecha de tener infección activa«. En EEUU este mismo test de Abbott se vende bajo otro nombre, BinaxNOW, y en formato de tarjeta en lugar de cartucho. La web de Abbott para el BinaxNOW añade que el test «puede identificar estos antígenos, que típicamente se detectan después de que empiecen los síntomas«, y que la prueba «detecta el virus en la parte temprana de la enfermedad, cuando la gente es más infecciosa«.

A todo esto hay que añadir una salvedad: una carta reciente a la revista The Lancet alerta de «proclamas infladas de sensibilidad para los test rápidos de COVID-19«. Los autores, de la Universidad de Yale, escriben: «Los fabricantes han presentado la sensibilidad y especificidad de estos test de un modo que infla estas características de su validez«. En concreto, mencionan el BinaxNOW de Abbott al que la compañía adjudica un 97,1% de sensibilidad. Pero en realidad esta no es una medida de la sensibilidad real, sino una comparación con un test de PCR, los cuales a su vez tienen diferentes sensibilidades en función de lo mejores o peores que sean. Ajustando este parámetro, dicen los autores, la sensibilidad real del test de Abbott se quedaría en un 89,4%; es decir, más de diez falsos negativos de cada cien infectados. «Las organizaciones que confían en el BinaxNOW están ignorando el triple de infecciones de lo que creían«, alerta el estudio.

Pero los investigadores de Yale añaden: «El uso de estos antígenos en el mundo real se ha extendido más allá de la autorización de emergencia para el diagnóstico con síntomas, al cribado de rutina. El cribado es fundamental para el control de la COVID-19, particularmente porque las infecciones silenciosas (es decir, asintomáticas y presintomáticas) son los principales motores de la transmisión. Sin embargo, no se ha evaluado la utilidad de los test rápidos de antígenos para la detección de infecciones asintomáticas o durante el periodo de incubación. El riesgo de ignorar o malentender las imperfecciones de la sensibilidad de los test se pone de manifiesto por el brote en la Casa Blanca, donde se confió exclusivamente en un cribado rápido de antígenos como medida suficiente para prevenir la transmisión«.

Esto último se refiere al brote que afectó a la sede presidencial de EEUU –incluyendo al propio Donald Trump–, donde se celebraron numerosos eventos multitudinarios confiando solo en el test de Abbott; según contaron varios expertos al diario The New York Times, el error fue que estos test «se usaron incorrectamente, para testar a personas que no tenían ningún síntoma«.

Pero incluso este 89,4% de sensibilidad del test de Abbott puede ser una sobreestimación: un estudio reciente con datos reales en Países Bajos y Aruba encontró que la sensibilidad del Panbio se sitúa entre el 72,6% y el 81,0%. Es decir, que hasta más de 27 infectados de cada 100 pueden marcharse a casa con un test de antígeno negativo, pensando que no tienen el virus.

Todo lo cual nos devuelve a la pregunta inicial: si estos test de antígeno son tan falibles, ¿por qué las autoridades los están utilizando en cribados masivos?

La respuesta es esta: porque a nivel epidemiológico, las autoridades consideran que un cribado masivo de la población con test de antígenos va a interceptar muchos de los posibles casos de personas que podrían transmitir el virus a otras. La facilidad y la rapidez de estos test hace que compense el dejar escapar un cierto número de infectados si con ello se logra identificar un número comparativamente mucho mayor.

Un estudio del Panbio de Abbott dirigido por Oriol Mitjà en el Hospital Germans Trias i Pujol de Badalona concluyó que «la utilidad diagnóstica del test es particularmente buena en muestras con cargas virales asociadas con un alto riesgo de transmisión viral«, en realidad con independencia de la presencia de síntomas (los datos actuales muestran que la carga viral no necesariamente tiene por qué ser diferente en personas sintomáticas y asintomáticas, pero también que, aunque los asintomáticos infectan, posiblemente infecten menos que los sintomáticos).

Es decir, que el test de Abbott no trata de identificar quiénes están infectados, sino quiénes pueden contagiar a otros. El Panbio, según la propia compañía, «identifica pacientes potencialmente contagiosos en 15 minutos«. Y a esto se agarran las autoridades, con la idea de que el cribado masivo va a reducir los contagios. Pero en los lugares donde esto se hace bien, los test de antígeno se repiten de forma periódica, para capturar un posible momento en la evolución de la infección de una persona en que su carga viral salte en el test. Por ejemplo, en Singapur todos los trabajadores de varios sectores industriales reciben un test una vez a la semana o cada quince días, lo mismo que los contactos estrechos de los positivos. Si se hace un test y ya, como está ocurriendo en España, solo se obtiene una foto fija. Pero esa foto fija puede cambiar de hoy a mañana.

El problema principal, claro, es que la persona que va a hacerse un test de antígeno porque las autoridades la han convocado para ello piensa inocentemente que va a recibir un diagnóstico; que va a saber si tiene el virus o no. Y no es así. Es por ello que uno de los máximos responsables de Sanidad de Reino Unido, James Bethell, ha publicado una carta advirtiendo de que «el testado de muestras de personas sin síntomas no es una manera precisa de cribar a la población general, y hay un riesgo real de dar una falsa sensación de seguridad […] Solo debería testarse a las personas con síntomas de COVID-19«. Los comentarios de Bethell responden a un estudio en Liverpool en el que un cribado masivo con un test de antígeno (otro diferente al de Abbott) detectó menos de la mitad de las infecciones asintomáticas, el 48,89%.

En resumen, sí, el cribado masivo de la población con test de antígeno tiene una indudable utilidad epidemiológica, ya que puede cortar muchas posibles cadenas de contagios que de otro modo se iniciarían a partir de personas que están infectadas y no lo saben.

Pero un test de antígeno no es un diagnóstico. Y si las autoridades que disponen estos cribados no explican claramente a los ciudadanos que el test no va a decirles si están infectados o no, sino solo si en el momento del test existe un riesgo evidente y extremo de que contagien a otros, entonces no solamente se está engañando a la población, sino que se menoscaba la propia utilidad del cribado masivo: una persona que se marcha con un falso negativo se lanzará alegremente al mundo –y a las reuniones navideñas– pensando que está libre del virus, cuando en realidad posteriormente podría convertirse en un peligro para otros si su carga viral asciende.

Naturalmente, muchos se preguntarán: entonces, ¿de qué me sirve un test de antígeno? A efectos de lo que buscan quienes quieren reunirse con sus familiares sabiendo con certeza que no llevarán el virus con ellos, un test de antígeno no es una buena opción. Para este fin, solo una PCR sirve.

Sorpresa: la medida que más reduce los contagios no es el confinamiento, sino la limitación de reuniones y los cierres

A lo largo de estos meses, es mucho lo que la ciencia nos ha enseñado sobre esta pandemia y el nuevo virus, todo lo cual será inmensamente valioso si algún día nos vemos enfrentados a algo peor.

Sí, sé que puede resultar extraña la mención de algo peor, o incluso de la próxima pandemia cuando aún no hemos salido de esta. Pero no olvidemos que los anteriores coronavirus epidémicos, el SARS-1 y el MERS, eran entre 10 y 30 veces más letales que este; la gripe aviar H5N1 mata 60 veces más que la COVID-19. Y no hace falta explicar la mortalidad del ébola. Este último es de más difícil contagio, pero el sarampión, el virus más contagioso del mundo, es hasta casi 10 veces más infeccioso que el nuevo coronavirus. SARS-1 y MERS pudieron contenerse con relativa facilidad gracias a que no se observó transmisión asintomática o presintomática, la que nos ha llevado al desastre de la cóvid. No hay ninguna razón científica para que no pudiese surgir la tormenta perfecta, la madre de todos los virus: tan infeccioso como el sarampión, con transmisión asintomática, tan letal como la gripe aviar o el ébola. Y no queremos imaginar lo que esto significaría. Si se contagiara el 90% de los contactos de cada infectado y muriera entre el 60 y el 90% de ellos, no habría infraestructura ni personal para atender a los enfermos. No se sabría qué hacer con los fallecidos. No habría científicos desarrollando una vacuna. El orden social se descompondría. Sí, podría ser muchísimo peor.

Entre esas cosas que la ciencia nos ha enseñado se cuenta el mayor estudio epidemiológico de la historia en condiciones reales: más de cien países desplegando distintas medidas al mismo tiempo contra un mismo virus y documentando los resultados; todo ello está generando un inmenso volumen de datos que permitirá a los epidemiólogos refinar las estrategias de lucha contra la actual pandemia, y responder mejor contra otras futuras.

Como ya he contado aquí anteriormente, una conclusión general que puede extraerse de todos estos estudios es que cualquier medida de restricción del contacto entre personas consigue alguna reducción de los contagios respecto a no hacer nada: restringir la movilidad, limitar las reuniones, los aforos o los horarios, cerrar los establecimientos, los centros de trabajo o las escuelas…

Cualquiera de estas medidas por separado logra algún efecto; si bien, como es lógico, no todas tienen la misma eficacia, y las medidas menores solo consiguen efectos menores. Pero aunque ciertos líderes políticos den muestras de estar aún anclados en el pensamiento mágico, para esto no hay décimos, números de la suerte ni bombos: impones medidas, los contagios bajan. Retiras medidas, los contagios suben. Así funciona el mundo real. Lo hemos visto en Madrid, donde la epidemia ha repuntado de nuevo cuando se han retirado las restricciones discriminatorias por zonas, aunque el mensaje políticamente conveniente sea que la culpa es del Black Friday y de los puentes.

Entre todas estas medidas, existe una que marca el listón máximo: el confinamiento domiciliario. La orden a todos los ciudadanos de permanecer en casa se ha aplicado con distinta frecuencia y duración en diferentes lugares. Pero allí donde se ha evitado, como en España durante este otoño, no ha sido por considerarse innecesaria o superflua, sino por intentar mantener la actividad económica, aun a costa de perder más vidas. Con esto no pretendo minimizar los perjuicios que causa el confinamiento domiciliario en otros aspectos: los causa, y muy graves. Pero es una cuestión de prioridades.

Confinamiento de la COVID-19 en Turín (Italia). Imagen de pxhere.

Confinamiento de la COVID-19 en Turín (Italia). Imagen de pxhere.

Se ha dado por hecho que el confinamiento, como medida que engloba y supera a todas las demás, es la más efectiva. Pero ¿es así? El problema es que ciertos estudios anteriores no han podido separar claramente cuál es el impacto añadido del confinamiento domiciliario respecto a otras medidas parciales, como los cierres o las limitaciones de movilidad. Sin embargo, algunos estudios que ya habían examinado el efecto incremental de las distintas medidas parecían apuntar a que el confinamiento realmente no aportaba tanto beneficio adicional como podría esperarse.

Un nuevo y amplio estudio internacional publicado en la revista Science socava aún más la efectividad del confinamiento. Los autores han analizado separadamente el impacto de distintos tipos de medidas en 41 países durante la primera oleada de la pandemia, desde enero hasta mayo.

Y este es el resultado: la medida con mayor impacto en la reducción de contagios es prohibir las reuniones de más de diez personas, seguida, por este orden, del cierre de escuelas y universidades, la prohibición de las reuniones de más de cien personas, el cierre de los negocios no esenciales, cancelar los eventos con más de mil personas y el cierre de los negocios calificados como de alto riesgo (bares, restaurantes y locales nocturnos).

Añadir a estas medidas el confinamiento domiciliario aporta un extra de reducción de contagios, pero es menor que la eficacia de cada una de las anteriores medidas por separado: en torno a un 15% adicional de disminución de la tasa de reproducción (a cuántas personas, como media, contagia cada infectado), frente al más del 40% que logra la medida más eficaz de todas, la prohibición de las reuniones de más de diez personas. En este gráfico del estudio puede verse el efecto de las distintas medidas en la tasa de reproducción del virus:

Efecto de las distintas medidas en la reducción de la tasa de reproducción del virus de la COVID-19. Imagen de Brauner et al, Science 2020.

Efecto de las distintas medidas en la reducción de la tasa de reproducción del virus de la COVID-19. Imagen de Brauner et al, Science 2020.

Es importante tener en cuenta que algunas de estas medidas son independientes entre sí, por ejemplo el cierre de escuelas y el de establecimientos comerciales. Sin embargo, otras son acumulativas, como las prohibiciones de reuniones de más de mil, cien o diez personas, o el cierre de los negocios de alto riesgo o el de todos los no esenciales. En estos casos, lo importante es considerar cuánto beneficio añade subir un escalón más en las restricciones. Y esto es lo que concluyen los autores: «Cerrar la mayoría de los negocios no esenciales de atención al público solo resulta un poco más efectivo que los cierres que solo afectan a los negocios con alto riesgo de infección, como bares, restaurantes y locales nocturnos».

Llama la atención el hecho de que el cierre de escuelas y universidades aparezca como la segunda medida más eficaz. Durante meses, diversos responsables políticos han difundido el mensaje de que los centros educativos no están contribuyendo a los contagios. Y si bien, como también señalan los autores, los contagios en la segunda ola en toda Europa –no solo en España– han experimentado un aumento considerable en la franja de población más joven, se nos ha vendido la idea de que esto se debía al ocio.

Los resultados del estudio no parecen apoyar esta idea; en su lugar, los autores sugieren que probablemente muchos niños y jóvenes estén contrayendo el virus en los centros educativos sin que estos casos se revelen, ya que con gran frecuencia son asintomáticos, pero que después transmiten el virus en casa a sus familiares de mayor edad. Los autores reconocen que la reapertura de colegios y universidades no necesariamente llevará a grandes repuntes de contagios si se toman medidas como la reducción del número de alumnos por aula, distancias y mascarillas, pero concluyen: «Las instituciones educativas pueden tener aún un gran papel en la transmisión, a pesar de las medidas de seguridad».

En resumen, y según el nuevo estudio, la combinación de limitación de reuniones a diez personas, el cierre de escuelas y universidades y la clausura de bares, restaurantes y locales nocturnos son la mejor apuesta para contener la propagación del virus, mientras que «decretar una orden de permanecer en casa tiene un efecto pequeño cuando un país ya ha cerrado los centros educativos y los negocios no esenciales y ha prohibido las reuniones», dicen los autores.

Conviene insistir en la conclusión: no es que el confinamiento no consiga una mejora, que sí lo hace, sino que tal mejora es pequeña en comparación con el efecto de aplicar otras medidas, lo cual puede cuestionar seriamente si compensa imponer confinamientos obligatorios, teniendo en cuenta sus múltiples consecuencias disruptivas y traumáticas (consecuencias que, por cierto, no ocurren con la vacunación obligatoria que en cambio nadie parece plantearse, lo que nos lleva a concluir que aún hay mucho recorrido en la educación bioética).

Pero como suelo advertir aquí, este estudio no debe tomarse como un dogma definitivo e inmutable a grabar en piedra. Los propios autores aclaran: «Nuestras estimaciones no deberían tomarse como la última palabra en la efectividad de las medidas no farmacológicas». No es la conclusión definitiva; la ciencia siempre es un proceso en construcción. Pero sí es la ciencia más actual, y por lo tanto la que debería guiar la toma de las decisiones actuales. Esto, si los responsables políticos quisieran escuchar a la ciencia.