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Pandemia y política (2): Díaz Ayuso y la política del «no es para tanto»

Ayer repasábamos aquí los casos de varios dirigentes políticos extranjeros que, en una primera etapa o de forma continuada, se han negado a seguir las recomendaciones científicas de actuación contra la pandemia de COVID-19. Hoy toca analizar nuestro caso más cercano, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso. Cada caso tiene sus peculiaridades, y la curiosidad de Madrid es que esta fue la región española que respondió de forma más temprana a la pandemia en el primer pico de 2020, ordenando el cierre de los centros educativos el 9 de marzo, antes de la imposición del confinamiento general.

El análisis científico sugiere que la rápida respuesta de esta comunidad autónoma fue un éxito: según un estudio aún sin publicar dirigido por la Universitat Rovira i Virgili de Tarragona, Madrid fue el territorio que primero consiguió reducir su R por debajo de 1, el 14 de marzo. Otras comunidades lo hicieron de forma más tardía, y el estudio estima que la lenta reacción del gobierno central costó 23.000 muertes que podrían haberse evitado si las medidas a nivel nacional se hubiesen implantado una semana antes.

Pero en fases posteriores esa correcta actuación inicial de Díaz Ayuso quedó arruinada por un cambio de rumbo incomprensible. Unas palabras de la presidenta madrileña captadas por un micrófono abierto durante una reunión con Pedro Sánchez sugieren que se equivocó al creer la tesis de Trump, que la pandemia decaería por sí sola en verano para no volver. Posteriormente comenzaron a confirmarse las previsiones de los científicos, que la heterogeneidad de susceptibilidad no bastaría para frenar nuevas oleadas del virus y que aún estábamos más lejos de la inmunidad grupal que del inicio de la pandemia, si es que es posible alcanzarla.

Mientras Johnson y Rutte –e incluso Tegnell, aun manteniendo oficialmente su postura– habían reaccionado endureciendo sus medidas, en cambio Díaz Ayuso recorrió exactamente el camino opuesto, derivando hacia una estrategia blanda: trumpista, contra la ciencia que descalificaba la errónea intuición de Trump sobre la evolución futura de la pandemia; tegnelliana, pero ignorando la premisa del largo recorrido que inspira el discurso de Tegnell; reconociendo explícitamente la priorización de la economía, pero sin admitir el único presunto fin que podría justificar este enfoque, la inmunidad grupal.

Es decir, una postura intrínsecamente contradictoria y científicamente desnortada que ha convertido a Madrid en la comunidad española con mayor incidencia de contagios, un 70% más alta que la media nacional; en la región o provincia número 35 del mundo en contagios totales, solo superada por naciones enteras como Inglaterra y grandes estados de EEUU, India o Brasil (además de Moscú y los distritos capitales de Colombia y Perú), y la tercera región de Europa con más contagios totales, por debajo de Inglaterra (55 millones de habitantes) y Lombardía (10 millones), todo ello según datos de ayer viernes (datos internacionales del COVID-19 Dashboard de la Universidad Johns Hopkins).

La presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso.EFE/JuanJo Martín/20Minutos.es.

La presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso.EFE/JuanJo Martín/20Minutos.es.

Con el fin de tratar de hacer algo sin hacer lo que debería hacerse de acuerdo a las recomendaciones científicas, Díaz Ayuso impuso un enfoque de restricciones de movilidad por zonas de un mismo tejido social. Pero el consenso científico ha advertido (por ejemplo, a través del Memorándum John Snow, un documento firmado por casi 7.000 investigadores y profesionales de la salud) de que no es posible restringir la transmisión del virus a ciertas porciones de la sociedad, y de que tratar de hacerlo incrementa el riesgo de perjudicar a la población más desfavorecida.

Numerosos estudios han mostrado la realidad de esta mayor afectación en los barrios de minorías étnicas o más empobrecidos. Pero mientras que en otros países la voz de los científicos ha condenado expresamente los cierres discriminatorios, en Madrid han llegado a aceptarse casi como algo natural. Lo cual no los hace menos científicamente insostenibles y socialmente injustos, sobre todo cuando han quedado fuera de toda restricción –cambiándose los criterios ad hoc— las zonas con mayor actividad comercial y turística, mientras que otras donde el perjuicio económico se consideraba menor se han cerrado durante meses. En algún caso, para colmo del disparate, se ha cerrado una zona pero se ha permitido el acceso desde el exterior a un gran centro comercial ubicado en ella.

A su vez, la laxitud de las medidas madrileñas ha creado un problema adicional, el llamado turismo de fiesta. Madrid se ha convertido en el paraíso de atracción para los ciudadanos no excesivamente concienciados con los riesgos de la COVID-19, que huyen de sus países donde se han tomado medidas más contundentes. Es una curiosa consecuencia de la globalización; quizá imprevista, pero que refuerza aún más la razón de los científicos cuando han pedido reiteradamente estrategias comunes y coordinadas de lucha contra la pandemia, antes que cierres de fronteras (cuya eficacia aún se discute, ya que hay datos contradictorios sobre su efecto en la expansión de los contagios). A lo largo de este tiempo se han alzado quejas de los vecinos del centro de Madrid por las molestias y peligros asociados a este turismo de fiesta. Pero no olvidemos cuál es la raíz del problema: el «salid y divertíos», junto con la decisión de dejar siempre abierto el centro histórico de Madrid para facilitarlo.

Ante la insuficiencia de las medidas adoptadas, el gobierno de la Comunidad de Madrid ha llegado a extremos como prohibir por completo y sine die las reuniones de no convivientes en domicilios. Los muchos estudios publicados han analizado la eficacia de distintas medidas tratando de separar sus efectos individuales. Pero esto no siempre es sencillo, dado que muchas de ellas suelen imponerse simultáneamente. En concreto, el estándar adoptado respecto a las reuniones es la limitación en el número de personas (normalmente 10, 100 o 1.000), tanto en espacios públicos como privados. Por lo tanto, aún no hay evidencias científicas suficientes sobre el efecto de prohibir las reuniones de no convivientes en domicilios sin tocar todas las demás variables sobre las que se puede actuar. Pero parece razonable que semejante intromisión suprema en la libertad y privacidad de los ciudadanos, que entra de lleno en el autoritarismo, solo sería justificable como recurso desesperado cuando todo lo demás ha fracasado.

Los defensores de Díaz Ayuso han argumentado que sus peculiares medidas funcionan. Y en parte, tienen razón: los estudios han mostrado que casi cualquier restricción de movilidad y de la interacción social, incluso mínimas y parciales, ejerce un efecto beneficioso sobre la evolución de los contagios. Pese a cierta demagogia circulante, lo cierto es que toda medida que separe a las personas evita muertes y salva vidas.

Pero además del carácter discriminatorio, incoherente y caprichoso de las medidas de la Comunidad de Madrid, existe una gran objeción. Por tirar de un ejemplo cinematográfico, en la película La lista de Schindler el protagonista se enfrenta a su catarsis final cuando no se enorgullece de las vidas que ha salvado, sino que se atormenta por las que no llegó a salvar pudiendo hacerlo. La ciencia ha mostrado cuáles son las medidas que más vidas salvan. Y el gobierno de Díaz Ayuso se ha negado una y otra vez a adoptarlas, dejando por tanto de forma consciente y deliberada que se produzcan muertes evitables como precio aceptable para salvar la economía.

Sin duda, es cierto que las medidas avaladas por la ciencia no nos gustan, porque conducen a consecuencias indeseables, incluyendo el desastre económico y la ruina de muchas familias. Esto es innegable. Si existe algún modo de definir el interés general, o lo que podríamos llamar el máximo común divisor del beneficio social, quizá podría llegar a decirse que una crisis causada por un parón económico como el que implican las medidas recomendadas por la ciencia afecta más gravemente a más personas que una enfermedad que solo mata al 1% de los contagiados. Esta es la idea que subyace no solo a las posturas de Bolsonaro, Trump, Johnson, Rutte, Tegnell y Díaz Ayuso, sino también al sentir de parte de la sociedad, sobre todo aquella cuyo sustento depende de la hostelería o el comercio.

En el fondo, el éxito popular de Ayuso tiene una explicación. Superados los primeros momentos de terror e incertidumbre con sus teatrillos del Resistiré, cuando muchos pensaban aquello del «vamos a morir todos», muchas personas se han habituado a tolerar un cierto nivel de dolor común como precio para seguir con la vida normal. Han comprendido que, incluso si no se hace prácticamente nada (salvo por las mascarillas y el toque de queda, una tarde cualquiera en Madrid difícilmente se nota que estamos en pandemia), en realidad este virus no es tan contagioso como el sarampión ni tan letal como el ébola; Madrid ha servido casi como control del experimento global de restricciones. Y muchos han pensado que, digan lo que digan los científicos, yo, ciudadano medio sano en edad de trabajar y sin enfermedades crónicas, en realidad corro un riesgo muy bajo de enfermar gravemente, y casi nulo de morir. Y por ello, muchos han pensado que, en realidad, «no es para tanto». Que el interés general pide seguir y mirar al frente, hacia el día cercano en que estemos todos vacunados.

Pero ¿es siempre ético primar el mayor interés general? Todos podemos encontrarnos en cualquier momento ante una indefensión individual contra la cual solo hay una cosa que puede ampararnos. Y es la sociedad. Circula por ahí una hipótesis según la cual los sapiens nos impusimos a los neandertales porque nosotros, y no ellos, conseguimos construir una sociedad. Una de las exigencias de esta sociedad es proteger a los más vulnerables. Aunque la mayoría no corramos un gran riesgo teórico de morir de COVID-19, es una obligación de todos proteger a quienes sí lo corren. Por encima de toda otra consideración, es una exigencia ética adoptar las medidas que más vidas salvan.

El gobierno de Díaz Ayuso no solo se ha negado a adoptar estas medidas, ignorando la ciencia y despreciando la ética; sino que además, como suele ocurrir cuando la realidad no le da la razón a uno, ha inventado toda una narrativa política falsa (pseudocientífica) para justificarlo. Afirma que el cierre por zonas es preferible a un cierre único y general, cuando el consenso científico dice lo contrario. Afirma que no está demostrado que el cierre de la hostelería reduzca los contagios, cuando abrumadoramente toda la ciencia disponible lo avala. Afirma que la inmensa mayoría de los contagios se produce en los domicilios y entre los jóvenes, cuando sus propios datos lo desmienten.

Sería deseable que los gobernantes deban en algún momento responder ante la sociedad de sus errores en la gestión de la pandemia, errores que en España afectan a uno y otro bando político. No es una cuestión de partidismos: gobernantes del partido de Díaz Ayuso en otros lugares sí han actuado honestamente, con más o menos acierto, pero de acuerdo a criterios científicos y éticos. Ante la situación que se abre en la Comunidad de Madrid, sería una distopía que continuara gobernando quien ha demostrado una gestión caprichosa, insolidaria, negligente y negacionista de la ciencia, y que sin el menor atisbo de rectificación parece en cambio correr ahora hacia los típicos órdagos maximalistas y napoleónicos de quien se encierra en su palacio, a contracorriente del consenso científico y del resto del mundo, creyendo que son todos los demás quienes circulan en sentido equivocado.

Esto no es un llamamiento a favor o en contra de ningún partido o bando político. Es un S.O.S. de un madrileño en un momento histórico crítico, en contra de una gobernante concreta que ha comprado votos a cambio de muertes evitables: ¿acaso alguien cuyo sustento dependa de la hostelería o del comercio votará a otro candidato que podría cerrar su establecimiento si los datos de la pandemia empeoran? Sin duda, los gobernantes de otras comunidades que han actuado honestamente se enfrentan al riesgo de pagar un precio político en votos. Pero tirando de otro ejemplo cinematográfico, el sheriff Brody de la isla de Amity acosada por el gran tiburón blanco pedía cerrar las playas para salvar vidas, mientras que el alcalde decidió mantenerlas abiertas para salvar la economía. En la ficción todos sabemos distinguir a los buenos de los malos. Bastaría con hacer el esfuerzo de no dejar la ética aparcada a un lado en la vida real.

En pandemia la política puede salvar vidas, pero solo es ética la que más vidas salva, y solo la ciencia revela cuál es (1)

Hoy y mañana se va a hablar de política en este blog, y ojalá fuese la última vez. Y me temo que va a ser algo largo, porque merece una explicación minuciosa, negro sobre blanco. Es indudable que política, ciencia y salud siempre están relacionadas, y de hecho los más militantes en el territorio de este vínculo dentro del mundo científico suelen reprocharme mi habitual alejamiento voluntario de esos fangales. Quizá tengan razón. Pero soy de esa clase de tipos a quienes sus amigos de derechas suelen acusarle de ser de izquierdas y sus amigos de izquierdas suelen acusarle de ser de derechas; lo cual personalmente solo me confirma que estoy precisamente donde pretendo estar. O sea, en ninguna trinchera.

Pero nunca antes en el tiempo de los hoy vivos la relación entre política y ciencia había sido tan crítica y urgente, porque nunca antes había sido tan claramente una cuestión de vida o muerte. Y por eso, en este momento es inevitable hablar de ello.

La pandemia de COVID-19 ha convertido el planeta en el mayor laboratorio epidemiológico de la historia. Aunque la ciencia ha tenido que trabajar atropelladamente, equivocándose y rectificando en numerosos casos, hoy ya existe un panorama científico más claro sobre cómo distintas intervenciones no farmacológicas afectan a la expansión de la presente pandemia. Y de los cientos de estudios publicados ha emergido un consenso: las medidas más eficaces pasan por la prohibición de las grandes reuniones y eventos públicos, el cierre de los establecimientos no esenciales, la clausura de los centros de trabajo y educativos y las restricciones a la movilidad, con la distancia social y el uso de mascarillas como principales medidas de protección.

Estas han sido las medidas generalmente adoptadas en la mayoría de los países, a veces de forma enormemente drástica, como en Nueva Zelanda (sobre la cual, por cierto, suele saltar a los medios un nuevo confinamiento por la detección de solo un par de casos, pero en cambio no suele contarse que gracias a su estrategia de eliminación durante el resto del tiempo llevan una vida completamente normal, sin siquiera mascarillas).

Pero ha existido un puñado de dirigentes que han adoptado una postura diferente a la gran mayoría de sus homólogos y abiertamente contraria a las recomendaciones nacidas de la investigación científica. No merecen ningún comentario los casos más disparatados y enloquecidos, como el del brasileño Jair Bolsonaro o el del presidente de Tanzania, quien declaró que su país había expulsado el coronavirus de sus fronteras gracias al poder de la oración.

El caso más destacado por su influencia global ha sido el expresidente de EEUU Donald Trump, quien despreció las medidas contra la epidemia, creyendo además que el virus desaparecería por sí solo. El poder directo de Trump sobre las intervenciones no farmacológicas es limitado, ya que estas están en manos de los estados e incluso de los condados y ciudades. Pero sin duda su postura influyó sobre las decisiones de salud pública adoptadas por otros dirigentes de su partido con responsabilidades de gobierno.

Trump ya ha perdido el poder, y seguramente existirán muchas razones muy diversas por las que parte de su electorado no ha seguido apoyándole. Pero es llamativo que nunca antes la comunidad científica, incluyendo algunas de las instituciones más destacadas y muchas de las principales publicaciones, se había posicionado de forma tan explícita en contra de un candidato político como lo ha hecho en contra de Trump.

De izquierda a derecha, Donald Trump, Boris Johnson, Mark Rutte, Anders Tegnell e Isabel Díaz Ayuso. Imágenes de White House, Ben Shread / Cabinet Office / Open Government Licence, EU2017EE Estonian Presidency, Frankie Fouganthin vía Wikipedia y EFE / JuanJo Martín / 20Minutos.es.

De izquierda a derecha, Donald Trump, Boris Johnson, Mark Rutte, Anders Tegnell e Isabel Díaz Ayuso. Imágenes de White House, Ben Shread / Cabinet Office / Open Government Licence, EU2017EE Estonian Presidency, Frankie Fouganthin vía Wikipedia y EFE / JuanJo Martín / 20Minutos.es.

Pero si Trump nunca llegó a abdicar de sus planteamientos, quienes en cambio sí rectificaron una postura inicial equivocada fueron Boris Johnson y Mark Rutte, respectivamente primeros ministros de Reino Unido y los Países Bajos. Ambos afrontaron inicialmente la pandemia con el propósito implícito de crear inmunidad de grupo, rechazando las medidas drásticas disruptivas para favorecer el salvamento de la economía.

Es interesante comentar que, a diferencia de Trump, en cierto sentido Johnson y Rutte, conscientemente o no, asumieron el mensaje correcto de los científicos: que a falta de vacunas el virus era imparable, que no iba a desaparecer simplemente con un par de meses de confinamiento ni con un verano de previsible descenso en los contagios. Por ello y a falta de medidas farmacológicas preventivas, ambos flirtearon con la idea de proteger a los grupos más vulnerables y dejar que el virus siguiera su curso entre los sectores de población de menor riesgo para tratar de alcanzar la inmunidad grupal con la mínima pérdida posible de vidas. Ambos abandonaron después esta posición y optaron por medidas más drásticas; se supone que por consejo científico, pero también ante la oposición del público y los medios.

Conviene mencionar que desde el principio de la pandemia ha existido una pequeña corriente minoritaria entre los científicos que ha defendido la postura inicialmente abrazada por Johnson y Rutte. Muchos de ellos la expresaron mediante la firma de un manifiesto llamado Great Barrington Declaration, que defendía «minimizar la mortalidad y el daño social hasta que alcancemos la inmunidad grupal». Según los firmantes, el interés general y el beneficio mayoritario se alcanzarían tratando de evitar una completa disrupción de la dinámica de la sociedad, con todos los perjuicios que ello conlleva a todos los niveles, incluyendo también el sanitario.

La idea era interesante y merecía un análisis científico serio. Pero no ha superado este análisis, por varias razones. Resumiendo: no puede apoyarse en evidencias reales dado que no existe ningún precedente histórico ni por tanto estudios científicos fiables, lo que planteaba el riesgo de un número inasumible de muertes. El tiempo ha dado la razón a quienes desde el principio no han creído en la inmunidad de grupo, al menos en parte por el efecto de las nuevas variantes del virus: en la ciudad brasileña de Manaos el primer pico de la pandemia infectó al 76% de la población, por lo que esta localidad amazónica se convirtió en el foco de todas las miradas de epidemiólogos e inmunólogos. Sin embargo, Manaos ha sufrido posteriormente nuevas oleadas de contagios, lo que para muchos expertos ha supuesto el clavo definitivo en el ataúd de la idea de la inmunidad grupal adquirida por infección natural. Por lo tanto, si el objetivo final de la estrategia defendida por la Great Barrington Declaration es inalcanzable, el camino para llegar hasta él pierde por completo su sentido.

Continuando con la lista, tenemos a Suecia. Este es un caso peculiar, que he explicado con detalle aquí y en otros medios. Al contrario de lo que sucede en la mayoría de los países, en Suecia la soberanía de las decisiones está en manos del epidemiólogo del estado, Anders Tegnell. En los medios se le ha llamado a menudo el «Fernando Simón sueco», una comparación incorrecta, dado que Simón únicamente asesora, mientras que Tegnell decide. La inmunidad de grupo y la priorización de la economía han estado presentes, al menos de forma implícita, en los objetivos de Tegnell, que optó por una estrategia blanda de mínima disrupción (después en parte rectificada). Tegnell sí entendió y declaró desde el comienzo que el virus no desaparecería, y que la lucha contra la pandemia era una carrera de fondo, no un esprint. Su estrategia ha sido enormemente controvertida, aunque en general ha sido rechazada por la mayoría de la comunidad científica.

Pero pese a todo, Tegnell contó con una ventaja de salida, en forma de las peculiaridades de la sociedad sueca: no solo se trata de un país con baja densidad de población y con singularidades geográficas, sino que además parece existir un cierto sentimiento de responsabilidad común que llevó a la tercera parte de la población a autoconfinarse voluntariamente durante el primer pico de la pandemia, y a muchos establecimientos a cerrar por decisión de sus propietarios, sin ninguna obligación legal de hacerlo.

Pero con el tiempo esta ventaja inicial ha desaparecido, y quizá en parte por un factor que solo estudios científicos posteriores han ido analizando: el efecto de la heterogeneidad de susceptibilidad. Esto significa que entre la población general existe un gradiente de susceptibilidad a la infección por el virus (a la infección, no necesariamente a sus efectos ni a la gravedad de sus síntomas), de modo que en primer lugar la epidemia ataca preferentemente a los más susceptibles de entre todos los expuestos, sobre todo a los más susceptibles cuyo grado o frecuencia de exposición es mayor.

Esto tal vez no impida que en fases posteriores la infección continúe aumentando su índice de reproducción en ausencia de medidas de contención (R, el número medio de personas a las que contagia cada infectado), pero es posible que sí determine que ciertas regiones sufran oleadas secundarias más intensas que la primera, si el virus aún tiene intacto la mayoría de su terreno más fértil. Si en Suecia el primer pico fue moderado por una expansión limitada no debida a las medidas adoptadas, sino a la configuración de la sociedad, tarde o temprano las cifras acumuladas tienden a alcanzar a las de otras regiones que han sufrido un primer pico más intenso, pero que ya tienen una proporción mayor de su población más susceptible desplazada hacia el tercer grupo en términos del modelo SIR (Susceptible-Infectado-Recuperado, un modelo clásico en epidemiología).

Vayamos por fin al caso que nos concierne ahora, el de la Comunidad de Madrid dirigida por la presidenta Isabel Díaz Ayuso. Mañana continuaremos.