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Fin del debate: las mascarillas reducen los contagios de COVID-19

Uno de los asuntos que lleva coleando desde el comienzo de la pandemia de COVID-19 es el debate científico sobre la utilidad de las mascarillas. No confundir con el debate público: el primero consiste en investigar para luego discutir sobre la interpretación de los resultados científicos cuando estos aún son incompletos, no concluyentes o contradictorios, mientras que el segundo se basa en opiniones, ideologías o creencias. Ejemplo de esto último es la politización de las mascarillas en distintos países, a veces con resultados paradójicos: mientras que en EEUU el sector más conservador ha rechazado el uso de la mascarilla siguiendo la línea marcada por Donald Trump, en cambio en España una parte de esta tendencia política fue la primera en adherirse al uso de mascarilla porque inicialmente el gobierno de izquierdas cuestionaba su utilidad.

Pero por suerte y por desgracia, la ciencia no es un sistema de creencias, sino de evidencias; por desgracia, porque llegar a disponer de esas evidencias a veces es un camino largo y complicado, lo que puede dejar en el aire una duda persistente; por suerte, porque una vez que existen esas evidencias –como las que confirman la eficacia de las vacunas– ya no hay nada que creer o no creer. Es simplemente aceptar la realidad o negarla. Por supuesto, cada uno es libre de negar la realidad si le apetece, siempre que respete la legalidad vigente.

En el caso de las mascarillas, un tema que he tratado aquí en torno a una docena de veces durante esta pandemia, había mucho que discutir: antes de la cóvid eran pocas las investigaciones en las que podían basarse las recomendaciones, y no eran unánimes. Una vez ya en pandemia, han proliferado a docenas los estudios sobre la eficacia de las mascarillas, desde los de laboratorio –pruebas en condiciones experimentales controladas– hasta los observacionales –analizar los datos en el mundo real–, pasando por los de modelización matemática. Y a lo largo de este año y medio largo, sin que los resultados sean siempre coincidentes, la balanza se ha ido inclinando favorablemente hacia la conclusión de que sí, las mascarillas reducen los contagios del virus de la cóvid.

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Pero aún faltaba un escalón por superar: el de los ensayos clínicos aleatorizados. Este es el estándar de la medicina basada en evidencias, la regla de oro. Gracias a los ensayos clínicos aleatorizados sabemos que los medicamentos que funcionan funcionan, y que las pseudomedicinas que no funcionan no funcionan.

En el caso de las mascarillas, este era un hito difícil de alcanzar. Por ejemplo, con una píldora es fácil distribuir medicamentos y placebos de modo que ni los pacientes ni los médicos sepan quién está recibiendo qué (esto es lo que se llama doble ciego, un requisito habitual en los ensayos aleatorizados); en cambio, tanto pacientes como médicos saben quién lleva mascarilla y quién no, y el médico tampoco puede seguir a cada paciente las 24 horas del día para asegurarse de que la lleva y lo hace de la forma correcta. Además, en el caso de la mascarilla, añadida a otras posibles medidas de protección y prevención, hay demasiados factores de confusión, demasiadas variables difíciles de controlar que pueden enturbiar las conclusiones.

Algunos de estos problemas fueron los que aquejaron a un ensayo clínico aleatorizado dirigido por el Hospital de la Universidad de Copenhague (Dinamarca) y cuyos resultados se publicaron en marzo de este año en Annals of Internal Medicine. Los autores seleccionaron a unos 6.000 participantes. A la mitad de ellos se les entregó una caja con 50 mascarillas, se les enseñó su uso correcto y se les recomendó utilizarlas fuera del hogar. Esto no se hizo con la mitad restante; en el momento del ensayo, en Dinamarca no era obligatorio el uso de mascarilla y ni siquiera estaba recomendado por las autoridades.

Los resultados fueron modestos: hubo 42 contagios entre el grupo de mascarillas y 53 en el grupo de control. Pasados los datos por la trituradora de resultados, los autores llegaban a la conclusión de que la diferencia no era estadísticamente significativa. Lo cual no invalidaba el uso de las mascarillas; simplemente, el estudio era inconcluyente, ya que las variables de confusión y los datos incompletos o inciertos invalidaban una conclusión sólida.

Recientemente se han conocido los resultados de un nuevo ensayo clínico aleatorizado dirigido por la Universidad de Yale e Innovations for Poverty Action. Vaya por delante que aún no se ha publicado, sino que todavía está disponible solo en forma de preprint; pero hay noticias de que está bajo revisión en Science, donde sería muy raro que no acabara publicándose. De hecho, este era un estudio muy esperado, ya que el proyecto se divulgó desde el comienzo y se trataba de un ensayo sólido, muy bien diseñado, por lo que había grandes expectativas respecto a sus resultados.

La potencia del estudio reside, en primer lugar, en la cifra de participantes: más de 160.000 personas en cada uno de los grupos, mascarillas o controles. En segundo lugar, en que la aleatorización se hizo por comunidades, no por individuos; se eligieron 600 aldeas de Bangladés, de modo que la condición de mascarilla o no mascarilla se establecía por aldea. Esto evitaba el problema del estudio danés de introducir demasiadas variables incontroladas en el entorno individual de cada participante; aunque los autores reconocen que puede existir cierta movilidad entre las aldeas, en general los residentes hacen la mayor parte de su vida en su propia comunidad.

En tercer lugar, el control del ensayo: aparte del reparto frecuente y general de mascarillas y de las instrucciones sobre cómo y por qué usarlas, se promocionó su uso correcto por parte de los líderes locales y se vigiló su utilización sobre el terreno por personal de incógnito, de modo que se recogieron datos a nivel comunitario durante todo el ensayo.

Evidentemente, tampoco en este estudio había posibilidad de hacer dobles ciegos. Pero una ventaja fundamental del diseño del ensayo es que casi cualquier variable de confusión, o al menos las principales, lo que iban a hacer era reducir aparentemente la ventaja del uso de las mascarillas. Es decir; por ejemplo, si los participantes se desplazaban de una aldea a otra, o si no utilizaban la mascarilla o no lo hacían correctamente, esto rebajaría la aparente ventaja del uso de la mascarilla respecto a una situación ideal. Así, los investigadores podían estar seguros de que la eficacia real de las mascarillas siempre sería mayor, nunca menor, que lo reflejado en el dato final obtenido.

Y aquí, por fin, el resultado: el uso de las mascarillas redujo los contagios (medidos como seroprevalencia sintomática de la enfermedad) en un 10%. En los grupos de mayor edad, los casos de cóvid cayeron un 35% en los mayores de 60 años y un 23% en los de 50-60 años.

Ahora, la explicación. A ojos de un lector no experto, un 10% general puede parecer escaso. Y sin embargo, hay buenas razones para que el estudio haya causado gran resonancia entre la comunidad científica y haya sido recibido como la prueba (casi) definitiva de la eficacia de las mascarillas.

En primer lugar, el dato es estadísticamente significativo. Es decir, que es real. Pasado por la batidora de resultados y con todas las variables de confusión posibles, existe una prueba de que las mascarillas reducen los contagios. No olvidemos algo que nunca ha llegado a calar en la calle, a pesar de que los expertos lo han repetido mil veces (y aquí se ha mencionado al menos una docena): la mascarilla nunca es una garantía de protección, sino solo una ayuda. De hecho, es más útil como control de la fuente (en las personas infectadas) que como protección de los no infectados. Cuando alguien dice que no lleva mascarilla porque no tiene miedo de contagiarse, ignora que son los demás quienes deben tener miedo de él. Usar mascarilla no es tanto una medida de protección personal como un acto de responsabilidad hacia otros.

En segundo lugar, recordemos: el 10% es el mínimo. Los autores insisten en que sus resultados no significan que la mascarilla solo reduzca los contagios en un 10%, sino que la reducción real es mayor o probablemente mucho mayor del 10%, ya que –lo dicho arriba– el diseño del estudio y el posible efecto de las variables de confusión así lo aseguran. Según los datos recogidos por los controladores, el uso de las mascarillas en las aldeas testadas aumentó de un 13% a un 42%, no de un 0% a un 100%. «El impacto total con un uso universal de mascarillas que podría conseguirse con estrategias alternativas o un control más estricto podría ser varias veces mayor que nuestra estimación del 10 por ciento«, escriben los autores en su estudio.

Para terminar, hay un último dato interesante que se desprende del estudio, aunque debe tomarse con cierta precaución. De las 300 aldeas donde se testó la condición del uso de mascarilla, en 200 de ellas se distribuyeron las quirúrgicas, y de tela en las 100 restantes. Los resultados muestran que las de tela redujeron los casos en menor medida, un 5%, de modo que en realidad la reducción obtenida por las quirúrgicas es mayor del 10%. Pero en un artículo en The Conversation, la coautora del estudio Laura Kwong, de la Universidad de Berkeley, interpreta este resultado con precaución: «Debido al pequeño número de aldeas en las que promocionamos las mascarillas de tela, no pudimos distinguir si estas o las quirúrgicas fueron mejores en la reducción de la COVID-19«. La autora añade que una mascarilla de tela es mejor que nada, pero que probablemente es preferible ir a lo seguro con las quirúrgicas o las de alta filtración.

La población vacunada, nuestra nueva burbuja que las autoridades de salud pública deben proteger

Observo a mi alrededor que en Madrid, donde actualmente no se aplica ninguna medida de restricción contra la pandemia de COVID-19, hemos regresado a una vida casi completamente normal, prepandémica: entramos, salimos, nos reunimos con quien, donde, cuando y como queremos, sin tomar absolutamente ninguna precaución, ya que las mascarillas solo se utilizan caminando por la calle –donde no son necesarias– y en entornos distintos a cualquier situación de ocio, como el transporte público o el trabajo.

Esto es algo que todos hemos anhelado, y que sería estupendo si hubiésemos superado ya la fase epidémica para entrar en la fase endémica, aquella en la que, si las apuestas de muchos científicos aciertan, el virus permanecerá entre nosotros pero guardando un ritmo lineal de infección, tal vez con picos epidémicos estacionales (ver, por ejemplo, este reciente análisis en Nature; de los tres posibles escenarios futuros contemplados, ninguno asume la eliminación del virus, siendo la previsión más optimista que logremos convivir con él soportando una carga de mortalidad inferior a la de la gripe).

Pero por desgracia, aún no es así. Como conté aquí, al menos un país, Singapur, ya ha manifestado públicamente que está esbozando su plan para la postpandemia, sin medidas de restricción ni recuentos diarios de cifras, pero que esta utopía –cuando vivíamos así no sabíamos que lo era– solo se hará realidad cuando se alcancen los objetivos de vacunación.

Vacunación de COVID-19 en EEUU. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Vacunación de COVID-19 en EEUU. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Y naturalmente, a nadie se le escapa que de eso se trata: vacunación. En nuestra vida cotidiana, en la práctica, se diría que muchos estamos asumiendo que ya el riesgo es menor porque estamos vacunados. Pero tal vez olvidemos que la inmensa mayoría de la población menor de 40 años aún no lo está. Y si somos conscientes de que debemos proteger a quienes todavía no han tenido esa oportunidad –en el caso de Madrid, básicamente los menores de 25, ya que la vacunación de los mayores de 16 se abrió en falso durante unas horas para luego cerrarse–, en cambio quizá no siempre seamos tan conscientes de que también entre las franjas de mayor edad hay personas que no están vacunadas porque han rechazado hacerlo.

Por suerte y como han mostrado las encuestas, nuestro país es uno de los que destacan por confianza en las vacunas, frente a otras naciones más tradicionalmente permeadas por las corrientes antivacunas como EEUU o Francia. Pero incluso en el ansiado día en el que se alcance la cuota necesaria de vacunación de la población (que NO es el 70%), continuará habiendo entre nosotros personas que han rechazado vacunarse.

Y recordemos: primero, la vacuna no es un condón, sino una respuesta contra una infección, por lo que no impide infectarse (aunque sí reduce la transmisión en más de un 80%, variante Delta aparte); segundo, todas las vacunas fallan en un pequeño porcentaje de personas que no desarrollan inmunidad, y que están protegidas no por su propia vacunación, sino por la de quienes les rodean, como también es esto lo que protege a quienes no pueden vacunarse por motivos médicos. Dado que este pequeño porcentaje a escala poblacional se traduce en cientos de miles, esto explica por qué en un brote epidémico con una gran parte de la población vacunada, pero sin inmunidad grupal, aún puede haber una transmisión exponencial (número de reproducción mayor que 1) que lleve a miles de personas vacunadas a los hospitales (sobre todo cuando las personas vacunadas tienden con más facilidad a abandonar las precauciones). Una vez alcanzada la inmunidad grupal real (no por porcentaje de población vacunada, sino inmune), los contagios proseguirán, pero con una tasa lineal descendente. Este es el motivo por el que normalmente no enfermamos de los endemismos contra los cuales estamos vacunados, incluso si no somos inmunes. Y este es el motivo por el que las personas que no se vacunan perjudican a toda la población.

Pero parece casi inevitable que vayamos a compartir espacios con personas que no estarán vacunadas porque no quieren vacunarse. Y aunque en nuestro entorno personal y familiar podamos controlarlo y tomar las medidas necesarias para protegernos del riesgo que suponen estas personas, en cambio no podremos hacerlo en el trabajo, en los espacios públicos, en nuestros lugares de ocio, o ni siquiera en la consulta del médico (no es un secreto que también hay profesionales sanitarios antivacunas; ni siquiera los médicos son todos científicos).

La semana pasada, dos investigadores del Leonard D. Schaeffer Center for Health Policy & Economics, un centro dependiente de la Universidad del Sur de California, publicaban un informe en el que analizan cómo el requisito de vacunación obligatoria se está extendiendo por instituciones y empresas de EEUU, y cómo esta medida está contribuyendo a contener la expansión del virus.

Así, según los autores, más de 500 campus de universidades de EEUU ya exigen prueba de vacunación a sus alumnos y a su personal, lo mismo que organizaciones sanitarias con decenas de miles de empleados. Grandes compañías como la aerolínea Delta ya no contratan a nadie sin certificado de vacunación. Otras, como los hipermercados Costco, Walmart o Target, no llegan a tanto, pero exigen conocer el estatus de vacunación de sus empleados para aplicarles distintas normas: los vacunados pueden prescindir de la mascarilla; los no vacunados, no. Los autores del informe añaden que entre los espacios de propiedad privada y uso público, como estadios, auditorios, gimnasios, restaurantes y otros locales de ocio, se está extendiendo la medida de separar secciones para clientes vacunados y no vacunados.

Los autores apuntan una interesante reflexión: la separación entre las personas vacunadas y las no vacunadas está naciendo de la iniciativa del sector privado, combinada con la demanda de los propios clientes y consumidores. Pero si este empuje está consiguiendo avanzar incluso en estados con bajos porcentajes de vacunación, donde a menudo las propias autoridades tienen una inclinación hacia el negacionismo, en cambio es urgente, dicen, que los gobiernos federal, estatales y locales se impliquen y tomen parte activa en la regulación de la obligatoriedad de vacunación. «Una fuerte alianza entre gobiernos y sector privado podría impulsar los requisitos de vacunación, proteger a las comunidades y reducir disparidades en la carga de la enfermedad«, dice la coautora del informe Karen Mulligan.

Sin embargo, el actual presidente Joe Biden ya ha declarado anteriormente que no está en sus planes imponer mandatos de vacunación obligatoria. En nuestro entorno más cercano vemos que tampoco parece existir la voluntad de las autoridades de regular la obligatoriedad de la vacunación, aunque en algunos países europeos y en algunas comunidades autónomas están empezando a regularse limitaciones para las personas no vacunadas.

En España, estamentos jurídicos y políticos han rechazado la vacunación obligatoria. Según el presidente del gobierno de Canarias, «no puede obligarse a la vacunación porque es un derecho individual». En EEUU, poseer armas y portarlas es un derecho individual. En varios países del mundo, conducir borracho es un derecho individual. En otros, que un marido pegue o viole a su esposa es un derecho individual. No hace tanto tiempo, en España una mujer casada no podía abrirse una cuenta en el banco, tramitar un pasaporte o salir del país sin la autorización de su marido. No hace tanto tiempo, fumar en cualquier lugar público cerrado era un derecho individual.

Lo que es o no es un derecho cambia con el tiempo y según los lugares de acuerdo a la mentalidad social. Y en una sociedad avanzada y civilizada, no puede permitirse que algunas personas estén poniendo en peligro a otras rechazando la vacunación. Algunos llevamos años defendiendo que las mal llamadas «vacunas obligatorias» en los niños deberían ser realmente obligatorias. Y esta pandemia es un ejemplo trágicamente ilustrativo de que rechazar la vacunación no puede continuar siendo un derecho individual.

La idea de las burbujas, a la que nos hemos acostumbrado durante la pandemia, ha cambiado, y este cambio debe llevarse a la práctica. Ahora nuestra burbuja son las personas vacunadas. Y a quienes queremos fuera de nuestra burbuja es a las personas que rechazan vacunarse, dado que, una vez que toda la población diana tenga acceso a las vacunas, estaremos más cerca de alcanzar la inmunidad grupal si el porcentaje minoritario de población no inmune corresponde únicamente a las personas vacunadas sin inmunidad.

Pero dado que nadie lleva escrito en la cara si está vacunado o no, y dado que es extremadamente improbable que las personas no vacunadas decidan voluntariamente seguir utilizando mascarilla para no contagiar a otros cuando ya no sea obligatorio llevarla, es necesario que existan mecanismos para salvaguardar a la población vacunada de quienes no lo están. Y estos mecanismos no pueden depender de la iniciativa privada de los propietarios de negocios, empresas y locales, cuando existen autoridades cuya función es proteger nuestro derecho a la salud pública.

Por qué la incidencia acumulada no es un reflejo fiel de la evolución de la pandemia de COVID-19, y qué hacen los científicos para mejorarlo

Desde el comienzo de la pandemia de COVID-19, los científicos han discutido sobre un aspecto crucial: ¿cómo encontrar un indicador que ofrezca una imagen fiel de la evolución de la epidemia? Por supuesto que los epidemiólogos, profesionales acostumbrados a manejar datos estadísticos y, sobre todo, a saber cómo mirarlos, tienen sus técnicas contrastadas y fiables que hasta ahora venían funcionando adecuadamente.

Pero esta pandemia es un caso único en la historia. No por el hecho de la pandemia en sí, de las cuales la humanidad ha sufrido muchas, sino por otros motivos. Una pandemia en la era de internet, las redes sociales, la información global al segundo y la desinformación global al segundo, y además todo ello con un patógeno que circula oculto en la población de modo que, sin vacunas, hay cinco veces más contagiados asintomáticos que sintomáticos, por lo que existe una proporción mayoritaria de personas contagiadas que no saben que lo están o lo han estado. Dado que las vacunas reducen drásticamente la infección productiva en los tejidos diana del virus y por lo tanto disminuyen la transmisión, es de suponer que esta proporción entre asintomáticos y sintomáticos vacunados es aún mucho mayor, aunque aún no hay datos concretos.

Varias personas disfrutan del domingo junto al Lago de la Casa de Campo, en Madrid. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Varias personas disfrutan del domingo junto al Lago de la Casa de Campo, en Madrid. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Y ¿por qué todo esto es importante? En un primer nivel más básico, los epidemiólogos tienen un recuento de casos totales. Esto ha servido para monitorizar el progreso de la situación en anteriores epidemias a una escala mucho más pequeña, con brotes localizados, con patógenos que causan síntomas a la gran mayoría o a la totalidad de las personas infectadas, y cuando solo las personas con dichos síntomas son transmisoras.

El recuento de casos totales y de muertes totales es necesario para saber cuál es el balance final de la pandemia, y si se quiere comparar cómo ha sido en unos lugares respecto a otros, y cómo lo ha hecho nuestro país o nuestra región con respecto a otros países o regiones. Pero recordemos, cuando se habla de casos totales, en realidad no son casos totales, sino casos detectados, un número mucho menor que el anterior, dado que generalmente y salvo en algún cribado esporádico, el testado no es aleatorio, sino solicitado por las propias personas testadas. Si en todos los lugares del mundo el testado fuera el mismo (tipos de test, estrategias de testado, disponibilidad, etc.), simplemente se trataría de aplicar factores de conversión, dado que las cifras de unos y otros lugares serían comparables. Pero no es el caso.

Además, incluso sin esta limitación, el recuento de casos totales ofrecería un balance final, pero no un indicador dinámico que pueda evaluar cómo está evolucionando la epidemia en un lugar concreto en un momento determinado.

Para esto último, tradicionalmente los epidemiólogos han utilizado indicadores como la prevalencia o la incidencia acumulada. La primera ofrece una foto fija, en términos proporcionales de población infectada. Como en una película de las clásicas de celuloide, viendo sucesivos fotogramas puede obtenerse una idea del desarrollo de la trama. La prevalencia en movimiento da lugar a la incidencia, o cuántas personas adquieren la enfermedad durante un periodo determinado. Al avanzar estos periodos, se proyecta la película de la epidemia.

Este último, en su forma concreta de número de casos acumulados durante un periodo concreto (7 o 14 días) en un volumen de población determinado (normalmente, 100.000 habitantes) ha sido el indicador estrella de esta pandemia, el que principalmente las autoridades han transmitido a los medios y al público (aparte, por supuesto, del número de muertes) y el que se ha utilizado para poner o levantar medidas y restricciones. Y así, la población se ha acostumbrado a guiar su visión de cómo está evolucionando la epidemia en su ciudad, región o país de acuerdo a estas cifras.

Pero a lo largo de la pandemia, a las páginas de las revistas científicas han ido saltando comentarios de epidemiólogos que reflexionan sobre las carencias de esta especie de sistema universal de medición en el caso concreto de la pandemia que tenemos entre manos. Algunas de estas carencias ya se han mencionado: hay muchas más personas que tienen o han tenido el virus sin saberlo de las que saben que lo tienen o lo han tenido. Que los asintomáticos lleguen a estar enterados de su infección depende de múltiples circunstancias que varían en cada lugar, donde la disponibilidad de test no es la misma, ni el tipo de test (distintas marcas tienen diferentes tasas de falsos positivos y negativos), ni las estrategias de testado aplicadas por las autoridades, ni el rastreo de casos, o ni siquiera la propensión de cada persona a hacerse un test cuando nota algún síntoma o cuando conoce que ha estado en contacto con un positivo.

Incluso se ha advertido de que los propios indicadores de incidencia acumulada pueden convertirse en profecías autocumplidas: las autoridades y los medios informan de un aumento en la incidencia acumulada. Crece el nivel de alarma entre la población, y aumenta el número de personas que solicitan un test. Consecuencia: ascienden los positivos, y por lo tanto la incidencia acumulada. Y al revés.

Por no hablar del impacto del cambio en las estrategias de testado en un mismo lugar a lo largo del tiempo, o del cambio en los tipos de test utilizados o en su disponibilidad; por ejemplo, no es lo mismo si los test son gratuitos o tienen un coste, o en qué casos son gratuitos o no lo son, o si están disponibles en las farmacias sin prescripción médica o si solo se realizan en los centros sanitarios previa petición de cita, desplazamiento al centro y un largo tiempo de espera.

O por no hablar de cómo los casos sonados de brotes impulsan acciones concretas de testado masivo que llevan a aumentar la incidencia acumulada, y que podrían haber pasado completamente inadvertidos solo con que el número de casos sintomáticos hubiese sido lo suficientemente pequeño como para no llamar la atención, o incluso si se hubieran producido en unas circunstancias que no estuvieran tanto bajo el punto de mira de la opinión pública. Un ejemplo: los famosos viajes de fin de curso y otras reuniones de personas jóvenes.

Los epidemiólogos son perfectamente conscientes de todas estas limitaciones, y de la imposibilidad de controlarlas mediante factores de corrección universales. Y de sus curiosas implicaciones: por ejemplo, como ya conté aquí, un estudio encontró que el pico de transmisión (no de casos reportados y contabilizados) de la primera oleada en España en marzo de 2020 comenzó a descender unos cinco días antes de que se tomaran las primeras medidas contra la pandemia, y unos 10 días antes del confinamiento general. Ante este extraño resultado, contrario a lo intuitivo, los autores apuntaban posibles explicaciones relacionadas precisamente con las actitudes subjetivas de la población y con la evolución del testado.

Pero si los epidemiólogos son conscientes de todo esto, el problema es que son tantas las variables implicadas que no es fácil encontrar algo mejor, otro tipo de indicador que realmente refleje de forma más fiel cómo evoluciona la pandemia, cuál es la situación en un momento concreto y que además permita comparaciones en el espacio y en el tiempo.

Lo cual no quiere decir que no los estén buscando. Por ejemplo, un indicador que parece contar con el apoyo de numerosos expertos es la detección de los niveles del coronavirus en las aguas residuales. Varios epidemiólogos lo han destacado como un indicador más fiable que la incidencia acumulada para reflejar la evolución de la pandemia de COVID-19 en distintos lugares. Pero aunque este valor se está monitorizando en España y otros países, en cambio su difusión es mínima o nula, mientras prosigue obsesivamente la información diaria sobre el número de casos y el uso de esta cifra para tomar medidas.

El nivel de virus en las aguas residuales tiene aquello que los investigadores buscan: un valor representativo poblacional que puede medirse de forma consistente a lo largo del tiempo y sin verse afectado por los vaivenes en el testado, las tendencias sociales o las actitudes subjetivas de las personas. En resumen, lo que se hace en este caso es medir un proxy de la carga viral real en la población.

Ahora, un estudio publicado en Science por investigadores de Harvard —entre ellos, Marc Lipsitch, una de las voces más autorizadas durante la pandemia— aporta un nuevo indicador basado en la misma idea de monitorizar la evolución de la carga viral real en la población, pero a partir de los datos de los testados por PCR. «Los actuales enfoques de monitorización de la epidemia se basan en recuentos de casos, tasas de positividad de test y registros de muertes o de hospitalizaciones«, escriben los autores. «Sin embargo, estas métricas proporcionan un dibujo limitado y a menudo sesgado como resultado de los condicionamientos en el testado, muestreos no representativos y retrasos en el reporte«.

Antes de explicarlo, es necesario entender un concepto: el Cycle Threshold (Ct), o umbral de ciclos. Aunque el público esté acostumbrado a que una PCR es un test binario, que da un resultado positivo o negativo, en realidad no es así como funciona. La PCR, recordemos, es una técnica que trata de amplificar una secuencia genética concreta —del virus, en este caso— presente en una muestra como forma de detectar su presencia, lo cual se hace encadenando sucesivos ciclos de amplificación.

Pero las PCR aplicadas en el testado del virus son cuantitativas; no dan un resultado final, sino que van midiendo la eventual aparición de los fragmentos amplificados correspondientes al genoma del virus a lo largo de esos ciclos sucesivos. Como el sistema introduce errores, si el número de ciclos es excesivamente grande puede aparecer una señal que en realidad es un falso positivo. Por ello, hay que establecer un corte en un número determinado de ciclos; las muestras que rindan una señal por debajo de ese umbral de ciclos se cuentan como positivas, mientras que todo lo que esté por encima de ese corte se considera negativo.

Pero la información sobre el Ct de una muestra es importante, porque se corresponde con la carga viral que tiene dicha muestra: a menor Ct, mayor carga viral. Cuando una PCR se hace de forma más temprana después de la infección, lo habitual es que la carga viral sea mayor, y por lo tanto que el Ct sea más bajo. Así, el Ct da una medida probabilística del tiempo transcurrido desde la infección en los pacientes positivos.

Lo que proponen los autores del estudio es recopilar los valores de Ct en un muestreo aleatorio de población positiva en condiciones uniformes y reproducibles, repetido periódicamente a lo largo del tiempo. Las simulaciones que presentan en el estudio muestran cómo la incidencia acumulada o el recuento de casos puntuales pueden ofrecer la apariencia de que la epidemia está arreciando, cuando en realidad el análisis de los valores agregados de Ct en la población revela que el brote está en retroceso. «Una epidemia creciente necesariamente tendrá una alta proporción de individuos recientemente infectados con alta carga viral, mientras que una epidemia en declive tendrá más individuos con infecciones más antiguas y por lo tanto cargas virales menores«, escriben los autores.

Así, esta medida de los valores de Ct revela lo que realmente está ocurriendo en la calle, dado que se corresponde con el cálculo del número de reproducción dinámico del virus (Rt), o a cuántas personas como media está contagiando cada infectado en una fase concreta; si el Rt es alto, incluso con una incidencia acumulada baja, la epidemia está en crecimiento. Y por el contrario, aunque la incidencia acumulada sea alta, un Rt bajo indica que el brote está en retroceso.

La principal ventaja del sistema es evidente y muy convincente: permite conocer el estado y la evolución de la epidemia en una población sin depender del número de casos detectados o totales reales, ni de si hay más o menos diferencia entre estas dos cifras, y con independencia de cuáles sean las estrategias de testado, la disponibilidad de test, las condiciones en las que se facilitan, la decisión de las personas de solicitar un test o cualquier otra variable relacionada con el testado. Basta con hacer PCR de forma aleatoria a un número concreto de muestras positivas, y el método es válido incluso para un número pequeño, aunque mejor cuanto mayor sea la muestra.

Naturalmente, el método propuesto tiene también ciertas limitaciones técnicas que los autores repasan, y alguna no técnica que no repasan. Entre las primeras, la más obvia es la diferencia de protocolos y sistemas de qPCR (en tiempo real o cuantitativa) entre distintos laboratorios, lo que también podría introducir sesgos. Entre las segundas, por ejemplo, para obtener resultados consistentes y comparables se requerirían una planificación y una coordinación que, como desgraciadamente sabemos, no suelen producirse.

Pero un sistema como el propuesto por los autores, sustituyendo al actual recuento de casos y la incidencia acumulada —para cuyo abandono existen además otros argumentos aparte del más evidente, y es que pierde sentido a medida que aumentan las vacunaciones—, ayudaría a tomar las medidas efectivas en cada momento, las que de verdad van a funcionar, en lugar de los palos de ciego que habitualmente están dando las autoridades con sus ideas y venidas de restricciones, autorizadas o denegadas por jueces que se erigen de este modo en las verdaderas autoridades sanitarias sin tener el criterio necesario para ello. Naturalmente, esto último no son palabras de los autores del estudio; ellos se limitan a decir que el sistema permitiría una «mejor planificación epidémica y medidas epidemiológicas mejor dirigidas«.

Singapur marca el camino a la post-pandemia: volver a la vida normal en un mundo con COVID-19

Durante la pandemia de COVID-19, cada uno de los sectores de la sociedad con relevancia en una crisis como esta ha tenido su papel:

Los científicos han buscado respuestas, pero en ciencia las respuestas tardan en llegar, y en muchos casos solo lo hacen pasando por errores y rectificaciones. Mientras el público exigía verdades absolutas, inmutables e inmediatas YA, la inmensa mayoría de los científicos expertos se han mantenido en el papel y en el tono que les corresponde, el de la prudencia, la provisionalidad, el respeto a los datos y algo más, algo que el público tampoco suele entender: la frialdad. Los científicos son humanos. Pero la ciencia es fría, y cuando no lo es deja de ser ciencia.

Los políticos se han mantenido en su papel de no escuchar a los científicos, salvo a aquellos cuyos datos les resultan provechosos para defender sus agendas, haciendo un cherry-picking de los resultados científicos o directamente ignorándolos e inventando los suyos propios, como cuando dicen que sus medidas funcionan sin que exista ninguna constancia científica de ello sino, como mucho, solo una simple correlación sin causalidad demostrada.

Los medios han gozado de tiempos dorados gracias a una conjunción sinérgica entre la ansiedad del público por saber y una mezcla, no siempre equilibrada ni en todos los medios por igual, de noticias veraces, verdades a medias nacidas de la falta de conocimiento y experiencia en la materia, comentarios de opinadores sin conocimiento ni experiencia en la materia, pero con mucha intención política (ver párrafo anterior), y simples fake news.

¿Y el público? Bueno, el público… El público no sabía nada de virus ni epidemias, ni le interesaba lo más mínimo saber nada de ello antes de esta pandemia. Y es comprensible que fuera así. Aunque no muy sensato, dado que esto ha contribuido a amplificar la desinformación. Como experiencia personal, recientemente un conocido que no se dedica a nada relacionado con todo esto, ni sabía nada de mi ocupación, comenzó a disertarme sobre las vacunas de COVID-19. Escuché respetuosamente hasta que tuve que corregirle una de sus afirmaciones, una de esas ideas comunes erróneas. Se me quedó mirando con disgusto para luego afirmar que «todos nos hemos convertido en expertos». Y por incómoda que resultara la situación, tuve que aclararle que algunos ya lo éramos.

Una de las reglas sagradas no ya del periodismo, sino supongo que de cualquier actividad que dependa de la respuesta del público, es que la gente es maravillosa. Que la gente no tiene culpa de nada. Que la gente siempre tiene razón. Ojalá, si algo positivo pudiera extraerse de esta catástrofe global, es que no es así. El público tiene buena parte de culpa de lo ocurrido en el mundo en el último año y medio. Hala, ya está dicho.

Una imagen del metro de Singapur en mayo de 2020, durante la pandemia de COVID-19. Imagen de zhenkang / Wikipedia.

Una imagen del metro de Singapur en mayo de 2020, durante la pandemia de COVID-19. Imagen de zhenkang / Wikipedia.

Durante esta pandemia ha ocurrido algo muy curioso, y es que hemos pasado del cero al infinito. Antes, cuando a nadie le importaban los patógenos infecciosos ni las epidemias, que eran cosa de países tercermundistas, los miles de muertes anuales por gripe o enfermedades similares pasaban inadvertidos para la gente, los medios, los políticos. Lo he escuchado con frecuencia: «es que no lo sabíamos». Pero íbamos al trabajo o salíamos a cualquier lugar con síntomas de gripe y sin la menor precaución. Es más, se miraba mal a quien no acudía a trabajar por tener gripe, y en cambio se aplaudía a quien presumía de estar hecho una mierda, pero allí, al pie del cañón en su puesto de trabajo. De esta irresponsabilidad nacían infinidad de cadenas de contagios que terminaban en muertes, habitualmente las de los más ancianos y enfermos crónicos. Pero «es que no lo sabíamos».

En ese mismo antes, los expertos en medicina preventiva y salud pública solían advertirnos de que no debemos beber, no debemos fumar, debemos hacer ejercicio físico todos los días, debemos comer más vegetales, menos carne y nada de sal, grasas saturadas, carbohidratos ni alimentos procesados, no debemos beber refrescos azucarados, no debemos exponernos al sol, no debemos respirar el aire contaminado de las ciudades, debemos dormir ocho horas diarias…

¿Les hacíamos caso? Bueno, unos más que otros, en esto sí, en esto otro no… Ellos cumplen una función necesaria y vital como pepitos grillos de nuestra salud. Hay una cierta corriente extendida en la medicina según la cual la medicina del futuro debe ser preventiva. Pero es cuestión de opiniones, y no todo el mundo está de acuerdo en que el enfoque más adecuado sea tratar a todas las personas como enfermas en potencia, aunque sea económicamente más ventajoso para los sistemas de salud prevenir las enfermedades que curarlas. Por rarísimo que parezca, también hay quienes piensan que más vale curar. Lo cual, por otra parte, resulta ser el propósito original para el que se inventó la medicina.

Y si esto está abierto a la discusión, que lo está, también puede estarlo la conveniencia de que el discurso público en estas fases terminales de la pandemia (cuidado, ver más abajo: una cosa es que la pandemia cese, y otra muy diferente que el virus desaparezca; la pandemia está en fase terminal porque está en proceso de convertirse en endemia) recaiga predominantemente en los especialistas en salud pública y medicina preventiva. Que quede claro, las visiones y recomendaciones de estos expertos son necesarias, y muy merecedoras de escucha y de crédito. Pero antes, en general, no solían ser ley.

El problema con la medicina preventiva y la salud pública es el uso del principio de precaución. Allí a donde la ciencia aún no ha llegado con sus poderosos instrumentos, suele ocurrir que ese vacío se rellena con el principio de precaución. Es un comodín muy útil. Pero creo que fue Michael Crichton quien dijo que, llevado al extremo, el principio de precaución recomienda no aplicar el principio de precaución, por precaución, ya que no aplicarlo podría conseguir más beneficios que aplicarlo. Y esto no es un chiste: un ejemplo lo hemos tenido en la suspensión cautelar de las vacunaciones de COVID-19 con Astra Zeneca por los posibles efectos adversos, que ha podido causar más muertes al ralentizarse la inmunización de la población.

El principio de precaución es también el que motiva que algunos especialistas en medicina preventiva y salud pública, como hemos leído y escuchado en los medios, se hayan opuesto a la retirada de las mascarillas en los espacios abiertos al aire libre. Dicen que no está garantizada la total ausencia de contagios en estas situaciones, y que la ciencia aún no ha podido valorar con total fiabilidad y sin género de duda el riesgo de transmisión al aire libre.

Y dicen bien, porque es cierto. Es más, y aunque la ciencia acabe llegando allí con sus poderosos instrumentos, la posibilidad de un contagio al aire libre es algo que nunca va a estar totalmente descartado al cien por cien, garantizado, blindado, sellado y rubricado. Van a producirse contagios al aire libre. Pocos y minoritarios, pero van a producirse. Ahora bien: ¿queremos rellenar ese vacío con el principio de precaución? ¿Queremos seguir utilizando mascarillas hasta que llegue el momento en que tengamos la absoluta certeza de que de ningún modo puede existir el más mínimo riesgo de contagio?

Pues hay una mala noticia. Y es que ese momento nunca va a llegar.

Desde hace un año y medio, en este blog se han presentado descubrimientos científicos relevantes sobre el coronavirus de la COVID-19, su enfermedad y la pandemia que ha causado. Pero cuando tocaba opinar, se ha defendido una opinión. Una que ha costado no ya críticas, lo cual es razonable, sino incluso insultos y ataques personales, que no lo es. Y esa opinión ha sido esta: en un primer momento, ante la arrolladora avalancha inicial de la pandemia, era una dolorosa pero inevitable obligación cerrar la sociedad como se hizo, porque no podía permitirse que la gente muriese a cientos o a miles sin poder ocupar una cama de hospital ni recibir atención médica, y porque no podía permitirse que los profesionales sanitarios murieran no ya por el contagio, sino extenuados por un esfuerzo sobrehumano.

Había que cerrar la sociedad. Pero no para que este virus lo paráramos unidos, porque no se puede, sino para aplanar la curva espaciando los contagios a lo largo del tiempo con el fin de evitar la saturación del sistema sanitario. Un año y medio, y todavía cuesta que se entienda. Se hizo. Mejor o peor, pero era lo que debía hacerse.

Y sin embargo, en las fases posteriores, el enfoque debía ser otro. Desde el comienzo, las previsiones de los expertos han dicho que este virus no se marcha. Como no se ha marchado ningún otro (viruela aparte). Que ya forma parte del mundo. Que no se le puede devolver a la no-existencia. Y que por lo tanto, tarde o temprano tendríamos que aprender a convivir con él. Y que por lo tanto, lo antes posible debíamos intentar reabrir la sociedad para volver al mundo que hemos conocido y que todos, también los más jóvenes, los que están empezando a conocerlo, tienen derecho a conocer como lo hemos conocido los ya mayores. Y sin que continuamente se les esté criminalizando por ejercer ese mismo derecho que nosotros, quienes ahora les censuramos por su comportamiento, ejercimos con total libertad cuando teníamos su edad.

(Nota de advertencia: que nadie identifique esto como una postura política, porque no lo es. De hecho, algunos políticos que han hecho gala en sus eslóganes de ser los adalides de la reapertura de la sociedad en realidad no reabrieron la sociedad, sino solo la economía, mientras nos mantenían encerrados en nuestros barrios o pueblos sin derecho a salir salvo para trabajar y nos prohibían reunirnos en la intimidad sagrada de nuestros hogares con quien nos diese la real gana).

Pero esto, claro, se ha dicho en voz baja, porque no queda bien. Pocos han sido quienes se han atrevido a decir públicamente que es necesario volver cuanto antes a una normalidad real. Y es por esto que ha caído como una refrescante lluvia de verano, o como una cálida ráfaga de invierno, leer en este mismo diario la noticia sobre el plan post-pandemia que se está preparando en Singapur.

Resumiendo la información, el país del sudeste asiático, que ha conseguido mantener en todo momento unas cifras muy bajas de contagios y muertes con restricciones muy fuertes, ha anunciado el plan que prepara de cara a la post-pandemia: reconoce la realidad de que el virus nunca va desaparecer y que van a seguir produciéndose contagios y muertes, si bien en un grado mucho menor que en la fase epidémica de la enfermedad. Y por lo tanto, esta va a ser tratada como otras enfermedades endémicas, como la gripe o la varicela. Habrá test al alcance de todo el que lo quiera. Pero no habrá medidas drásticas de salud pública con la pretensión de eliminar todo riesgo de contagio. No habrá cuarentenas. No habrá aislamientos. Y tampoco se publicarán cifras diarias de casos ni de muertes, ni se supone que de indicadores de incidencia, sino solo datos agregados como se hace con la gripe.

En fin, «seguir con nuestras vidas», han dicho los responsables del gobierno.

No va a ser inmediato, claro, ya que depende del progreso de la vacunación. Pero que yo sepa, es la primera vez que un gobierno en algún lugar del mundo (hablo de gobiernos no negacionistas de la pandemia) dice en voz alta lo que hasta ahora se ha dicho mucho en voz baja: que en breve deberemos comenzar a tratar la COVID-19 como cualquier otro de los riesgos a nuestra salud, y vivir con él. Que los especialistas deberán seguir diciendo lo que debemos y no debemos hacer, como siempre han hecho sin que por ello se haya prohibido la venta de alcohol o de alimentos procesados ni se haya obligado a la población a hacer ejercicio físico o a dormir ocho horas diarias (aunque, todo sea dicho, este sería un momento histórico inmejorable para que, en adelante, a quien esté al pie del cañón en su puesto de trabajo con síntomas de gripe no se le considere el empleado del mes, sino un trepa y un imbécil irresponsable).

Singapur ha marcado un camino. Es de esperar que este arriesgado movimiento vaya a cosechar críticas incluso en las revistas médicas y científicas. Pero ojalá cunda el ejemplo y sirva para que otros gobiernos pierdan el miedo a seguirlo. Ahora bien: ¿podrán vivir los medios sin publicar sus ensaladas diarias de cifras? ¿Podrán vivir los ciudadanos sin devorar esas ensaladas diarias de cifras y sin acusar a nadie de sustraerle sus ensaladas diarias de cifras? ¿Podrán vivir los políticos (y sus palafreneros) sin tener siempre a mano el garrote pandémico para atizar al contrario y desviar así la atención de sus propios errores? Y sobre todo, ¿podremos, quienes lo deseemos, vivir una vida normal sin necesidad de emigrar a Singapur?

Los contagiados asintomáticos de COVID-19 son cinco veces más que los sintomáticos

Si hace unos días decíamos que una de las grandes incógnitas sobre el coronavirus SARS-CoV-2 causante de la COVID-19 es su posible sensibilidad estacional (y como contábamos, los datos indican que existe, aunque no en el mismo grado que en las infecciones endémicas más habituales), otra de las grandes preguntas ha sido la frecuencia de los contagios asintomáticos, aquellas personas que contraen el virus pero no se enteran de que lo pasan o lo han pasado al no notar síntomas, o solo muy leves.

Muchas de las infecciones más habituales incluyen un cierto número de infectados asintomáticos, pero en general este fenómeno no suele tenerse en cuenta dentro del panorama epidemiológico, por ejemplo en el caso de la gripe. Con los coronavirus epidémicos anteriores, el SARS (hoy SARS-1) y el MERS, no se observó transmisión asintomática. En la pandemia de COVID-19, desde los primeros meses ya los estudios describían que había una considerable proporción de contagiados que no desarrollaban síntomas. A lo largo de este año y medio en la comunidad científica se ha discutido intensamente sobre dos cuestiones: primera, cuál es esta proporción; segunda, si los asintomáticos son o no capaces de contagiar a otras personas.

Desde el principio había una clara intuición de que los asintomáticos eran muy numerosos, y de que eran responsables de una gran parte de los contagios, ya que solo de este modo podía explicarse cómo el virus se extendía sin remisión a pesar del control y el aislamiento de las personas enfermas. Pero algunos investigadores defendían que estas infecciones causadas por los aparentemente sanos no correspondían realmente a asintomáticos, sino a presintomáticos, personas que aún no habían desarrollado síntomas, pero que lo harían.

Entre el fragor de la lucha contra el virus, era imposible que los estudios, que se disparaban a ráfagas a las revistas y a los servidores de prepublicaciones, encontraran el suficiente volumen de datos, el suficiente tiempo y el suficiente reposo que la ciencia necesita para avanzar y llegar a conclusiones sólidas. Y así, han aparecido estudios que han reducido la proporción de asintomáticos a cifras minoritarias, incluso casi irrelevantes, al mismo tiempo que otros según los cuales este perfil del contagiado era inmensamente mayoritario respecto a las personas con síntomas. Se habló hasta de un 80% de asintomáticos o más; luego estas cifras se redujeron por debajo del 20%. Y quienes nos hemos dedicado a informar sobre ello ya no sabíamos a qué atenernos.

Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Y del mismo modo, también han surgido estudios que encontraban cargas virales decenas de veces mayores en los pacientes sintomáticos, sugiriendo que solo estos eran fuentes de contagio, frente a otros que no encontraban una relación entre la gravedad de los síntomas y la carga viral, lo que abría la posibilidad de que cualquier persona infectada pudiese transmitir el virus a otras, con síntomas o sin ellos. Esta incertidumbre, que el público en general no entendía, es parte del proceso científico normal.

Con el paso del tiempo, un mayor volumen de datos y algo de ese reposo que la ciencia necesita para consolidarse, la balanza se ha ido inclinando: la proporción de asintomáticos es bastante considerable, y estas personas también pueden contagiar; según algunos investigadores, incluso el contagio por parte de los asintomáticos ha sido mayoritario y el principal motor de transmisión del virus. Esta, y no otra, ha sido la razón por la cual se llegó en su día, después de las vacilaciones iniciales, a imponer el uso obligatorio de mascarillas. La mascarilla sirve sobre todo para evitar que las personas contagiadas contagien. No tenía sentido imponer su uso a toda la población si solo las personas visiblemente enfermas contagiaran a otras.

Pero a pesar de todo, el debate nunca ha llegado a cerrarse. Ahora, uno de los mayores estudios publicados hasta la fecha en una revista de alto impacto viene a poner una cifra que en adelante podremos manejar como dato estandarizado: los contagiados asintomáticos son casi cinco veces más que los sintomáticos.

Partiendo de un grupo de casi medio millón de voluntarios, un numeroso equipo de investigadores de varias instituciones de EEUU, dirigido por los Institutos Nacionales de Salud (NIH), ha analizado más de 9.000 muestras de sangre recogidas en su mayoría entre mayo y julio de 2020 de personas nunca diagnosticadas de COVID-19, y seleccionadas para construir una muestra representativa de la población de aquel país. Los autores del estudio, publicado en Science Translational Medicine, han medido la presencia de anticuerpos contra el coronavirus (IgM, los de respuesta temprana, IgG, los de respuesta tardía y memoria, e IgA, los que aparecen en las mucosas y en las secreciones corporales), lo que revela una infección ya pasada.

El resultado es que la tasa de seropositividad asintomática en la población del estudio resulta ser del 4,6%. Cuando los investigadores comparan sus resultados con las cifras de infecciones diagnosticadas, «estos datos indican que había 4,8 infecciones de SARS-CoV-2 no diagnosticadas por cada caso diagnosticado de COVID-19, y que en EEUU había un número estimado de 16,8 millones de infecciones no diagnosticadas a mediados de julio de 2020«, escriben los autores, añadiendo que por entonces las cifras oficiales en aquel país hablaban de unos 3 millones de infectados, cuando en realidad ya eran casi 20 millones. Los resultados muestran además que existe una mayor proporción de estos asintomáticos nunca diagnosticados entre la población más joven y entre las mujeres.

Conviene aclarar que el dato de cinco veces más no es necesariamente extrapolable de forma directa a otros países, por ejemplo el nuestro, ya que no en todas partes los criterios de diagnóstico de la enfermedad fueron los mismos antes de que llegaran los primeros test, y tampoco estos se desplegaron del mismo modo ni con igual rapidez en todos los lugares. Pero sirve como dato general, además de sugerir otras conclusiones interesantes.

Entre estas, una visión positiva es que el nivel de inmunidad adquirida por infección entre la población es mucho mayor de lo que se sospechaba, lo que también suma a la hora de extender la inmunidad entre la población por medio de las vacunaciones; es trabajo ya hecho. La negativa es que si siempre y desde el primer momento se hubiera actuado teniendo en cuenta el riesgo de estas infecciones silenciosas –aunque el estudio no mide la transmisión asintomática, sus datos apoyan las sospechas de que es muy abundante; un ejemplo de sus consecuencias lo tenemos ahora en nuestro país con los brotes en los viajes de fin de curso–, quizá podría haberse evitado que la COVID-19 se hubiese convertido en el desastre global que estamos padeciendo. Pero si esta lección no pudo aprenderse de los anteriores coronavirus epidémicos, los autores confían en que al menos sirva «para afrontar el próximo virus con potencial pandémico«. Porque, sí, habrá otros.

No son (solo) las vacunas, es el verano: la humedad, el calor y el sol reducen los contagios de COVID-19

Desde el comienzo de la pandemia de COVID-19, una de las grandes preguntas ha sido esta: ¿será estacional, como la gripe y otras infecciones respiratorias? ¿Tendremos mayor riesgo de enfermar en invierno, y nos dará tregua el virus en verano?

Estas mismas preguntas nos las hacíamos en la primavera de 2020, como conté aquí. Aunque entonces había motivos para pensar que quizá el coronavirus SARS-CoV-2 pudiese mostrar un comportamiento estacional similar al de la gripe, en aquellos primeros meses de la pandemia lo único que teníamos eran algunos análisis de laboratorio sobre la sensibilidad del virus a los principales factores ambientales asociados a la estacionalidad –temperatura, humedad y radiación solar ultravioleta– y estudios observacionales que comparaban la expansión de la infección en regiones del mundo con distintos climas. Mientras, los epidemiólogos utilizaban estos datos para alimentar modelos matemáticos predictivos con los que se intentaba anticipar cuál sería la evolución de la pandemia con los cambios de estación.

A comienzos del verano pasado, la visión mayoritaria parecía inclinarse por la hipótesis que venía resumida en un estudio de la Universidad de Princeton publicado en Science en julio de 2020: aunque el verano podía tener un cierto efecto beneficioso, pesaba más el hecho de que la mayoría de la población aún era susceptible al virus, y por ello las medidas de prevención de la transmisión –mascarillas, distancias, etcétera– iban a ser más importantes de cara al control de la epidemia que el factor estacional.

Echando la vista atrás, puede decirse que esta previsión fue en general bastante acertada. Hubo un cierto descenso de los contagios en verano, pero fue entonces cuando se aplicaron las medidas de prevención que antes habían faltado. Al final del verano la incidencia subió de nuevo, pero por entonces en España no se quiso volver al confinamiento, e incluso en ciertas comunidades autónomas con mucho peso en las cifras totales del país ni siquiera se llegó a cerrar los lugares donde demostradamente existe más riesgo de contagio.

Una imagen de Torremolinos (Málaga). Daniel Pérez / Efe / 20Minutos.es.

Una imagen de Torremolinos (Málaga). Daniel Pérez / Efe / 20Minutos.es.

La conclusión de todo esto es que no es fácil deslindar el efecto estrictamente debido a la meteorología de otras muchas variables de confusión, lo que llevó a que aparecieran estudios no siempre coincidentes; lo que a su vez daba titulares en los medios que en un momento apoyaban la estacionalidad del virus y en otro la desmentían. Y por si esto no fuera ya lo suficientemente complicado, además parece existir un comportamiento episódico de los picos y valles de transmisión (las famosas «olas») no necesariamente asociado a las medidas de restricción, y que es de esperar que los epidemiólogos estén estudiando ya para intentar explicar.

Pero un año después, el volumen de datos ya es mucho mayor, lo que permite afinar el análisis. Ahora, un nuevo estudio publicado en Nature por investigadores de las universidades de Yale y Columbia ha estimado la relación de la temperatura, la humedad y la radiación UV con la transmisión del virus –en concreto, con el número de reproducción R, o a cuántas personas contagia como media cada infectado–, día a día desde el 15 de marzo hasta el 31 de diciembre de 2020, y en 2.669 condados de un total de 3.006 que existen en EEUU; en los restantes no incluidos en el estudio hubo menos de 400 casos totales durante todo ese periodo.

Todo lo cual lo convierte probablemente en el estudio publicado más completo que se ha hecho sobre la relación entre la meteorología y la transmisión de la COVID-19. Además, y como en la amplia geografía de EEUU están representados los climas más diversos, podemos tomar esta muestra como aplicable a otras regiones del mundo, incluida la nuestra.

Y esta es la respuesta: sí, existe una influencia de la meteorología en la expansión del virus. No es apabullante, pero sí bastante significativa. «En total, un 17,5% de la transmisión es atribuible a factores meteorológicos«, escriben los autores, señalando que las condiciones más favorables para nosotros, más desfavorables para el virus, son las temperaturas, humedades y radiaciones UV altas. En concreto, la que más influye es la humedad con un 9,35%, seguida por la radiación UV con un 4,44% y por último la temperatura con un 3,73%.

Sin embargo, dentro de estos valores medios hay también diferencias entre distintos climas: la meteorología influye más en la transmisión del virus en los condados del norte, de clima más frío, que en los del sur. «Nuestros resultados indican que el tiempo frío y seco y los bajos niveles de radiación ultravioleta están moderadamente asociados con una mayor transmisibilidad del SARS-CoV-2, y que la humedad juega el papel principal«, escriben los investigadores, y añaden: «En igualdad de todo lo demás, podemos anticipar para los próximos años la mayor fracción atribuible [a la meteorología] durante los meses de tiempo más frío y seco y menor radiación UV«. En diciembre la fracción de la transmisión atribuible a la meteorología es máxima, del 20,8%.

Pero naturalmente, en los estudios de correlación estadística siempre existe el problema de las variables de confusión, mencionado más arriba; es decir, que existan otras variables ligadas que los investigadores han pasado por alto y que influyen en los resultados obtenidos. Un famoso ejemplo que comenté aquí fue el de la relación entre el consumo de Viagra y la mayor incidencia de melanomas, en el que los propios autores del estudio decían que quizá en realidad el aumento de este tipo de cáncer no se debía directamente a la Viagra, sino a factores del estilo de vida de una población de mayor renta, que es la que consume en mayor medida un fármaco caro.

En el estudio que nos ocupa, los autores han ajustado los resultados para un gran número de variables de confusión, incluyendo factores demográficos, socioeconómicos, ambientales como la contaminación del aire, de salud como la obesidad o el tabaquismo, e incluso la implantación y el cumplimiento de las medidas tomadas contra la pandemia en los diferentes condados y estados de EEUU.

Pero existe todavía una incertidumbre, y es hasta qué punto el diferente comportamiento social en unos lugares respecto a otros –regiones más cálidas o más frías– o incluso en una misma región en distintas estaciones –invierno frente a verano– puede influir en los resultados, o estar o no incluido en el análisis. «Durante los meses más fríos del invierno la gente pasa más tiempo en interiores, lo que puede facilitar la transmisión del virus«, escriben.

Es más, añaden que en interiores la temperatura suele estar controlada en verano y en invierno, pero en cambio no la humedad, que suele ser la misma en lugares cerrados que en el exterior, lo que podría explicar que se observe una mayor influencia aparente de la humedad en comparación con la temperatura. Pero hasta qué punto una parte de los efectos descritos podría deberse no directamente a la meteorología, sino a las cosas distintas que hacemos en verano y en invierno, parece algo muy difícil de estimar.

Por último, otra variable que se escapa es la influencia estacional no en el propio virus, sino en nuestro sistema inmunitario. Como ya he contado aquí, esta es todavía una caja negra para la ciencia. Aunque la estacionalidad de gripes y catarros es bien conocida, el análisis de 68 enfermedades infecciosas comunes ha mostrado que todas ellas tienen algún patrón estacional, diferentes unos de otros, pero aún no se sabe por qué ni cómo funciona. Los autores apuntan que durante los meses del invierno, «ya sea en interiores o exteriores, la gente está expuesta a menos radiación UV del sol, que modula el sistema inmune«. Pero todavía es imposible saber, y va a ser muy difícil saberlo, hasta qué punto algo de la estacionalidad de la epidemia se debe a cómo varía nuestra inmunidad a lo largo del año.

Pero si hay una conclusión de todo lo anterior con la que deberíamos quedarnos, es esta: en los medios y en la mente del público se está dando por hecho que el actual descenso de los contagios se debe exclusivamente a la vacunación. Y que ya estamos a salvo de nuevas futuras «olas» como las que hemos vivido. El estudio citado, que por otra parte reafirma con mucha mayor solidez lo que otros anteriores ya habían mostrado, es que una parte de este descenso se lo debemos al verano. Y que, por lo tanto, no estamos ni mucho menos a salvo de que los contagios vuelvan a subir cuando llegue el otoño; de hecho, ya debería saberse que las vacunas están diseñadas para evitar la enfermedad, no el contagio (aunque los datos sugieren que sí lo reduce). Así que no deberíamos perder de vista esta última advertencia que cierra el estudio: «En los meses de invierno se necesitan intervenciones de salud pública más extensivas para mitigar el aumento en la transmisibilidad del SARS-CoV-2«.

El colegio aumenta el riesgo de COVID-19 en casa, pero las medidas pueden mitigarlo

Una de las grandes incógnitas científicas de esta pandemia es la relevancia que las escuelas pueden tener en la expansión del virus de la COVID-19. Nótese la palabra clave de esta frase: incógnitas «científicas«. Porque mientras las autoridades de aquí han actuado como si el virus no se transmitiera en los colegios –a pesar de que los brotes se cuenten uno tras otro–, en cambio los verdaderos expertos, los científicos, aún no lo saben. Por eso lo estudian.

Se ha publicado ahora en Science un estudio muy revelador al respecto, que ya a principios de marzo conocimos todavía como prepublicación en internet. Los autores, de la Universidad Johns Hopkins, han aprovechado los datos de una encuesta masiva en EEUU, en colaboración con Facebook y con la Universidad Carnegie Mellon, que rinde medio millón de respuestas a la semana. Desde noviembre, la encuesta incluye preguntas sobre la asistencia de los niños al colegio, desde Educación Infantil hasta Bachillerato (sus equivalentes en EEUU), lo que ha permitido estudiar la posible correlación entre la escolaridad presencial y la entrada del virus en los hogares.

Nótese que el objetivo de los investigadores no ha sido analizar el riesgo de contagio de los propios niños ni de los profesores, sino de las familias de los niños. Lo cual es muy certero, dado que está en la línea de lo defendido aquí: cuando se dice que la culpa de los contagios está en los hogares, esto es solo un abracadabra para confundir a la gente y conseguir que mire hacia otro lado, no a donde se está haciendo el truco. Por supuesto que el virus se contagia en casa. Pero no entra por el buzón ni volando por la ventana, sino que lo trae alguien que se ha contagiado en el colegio, el bar, el trabajo… Para reducir los contagios en los hogares hay que tomar medidas en otros lugares que no son los hogares.

Sí, el estudio es una mera correlación de datos, pero de las más exhaustivas que puedan hacerse: más de dos millones de respuestas en todos los estados de EEUU, recogidas en dos periodos desde noviembre a febrero. La diversidad entre los estados e incluso dentro de ellos con respecto a la modalidad de enseñanza adoptada en esos periodos –a distancia, semipresencial o presencial– y con respecto a las medidas anti-cóvid tomadas en los centros ha permitido a los investigadores obtener un panorama estadísticamente significativo de cómo estos factores se correlacionan con el riesgo de contagio en las familias.

Niños en un colegio de San Sebastián. Imagen de Juan Herrero / EFE / 20Minutos.es.

Niños en un colegio de San Sebastián. Imagen de Juan Herrero / EFE / 20Minutos.es.

Los resultados del estudio muestran que sí, la asistencia de los niños al colegio se asocia a un mayor riesgo de contagios en casa. Los datos, escriben los investigadores, «indican un aumento en el riesgo de padecer COVID-19 entre los encuestados que viven con un niño en escolaridad presencial«. Este aumento del riesgo se incrementa desde los cursos inferiores a los superiores: es más leve en las etapas de infantil y primaria, mientras que sube en los equivalentes a nuestra ESO y bachillerato; en este último, hasta un 50% más respecto al riesgo básico. La media general para todos los cursos está ligeramente por encima de un tercio más de riesgo.

Y ¿qué hay de esa idea genial de la escolaridad semipresencial, que consiste en robar parte del tiempo lectivo que los niños necesitan, pero exponiéndolos igualmente al contagio? En este caso, las gráficas parecen reflejar un aumento del riesgo algo menor, sobre todo en ESO y Bachillerato. Pero los autores aclaran que en esta modalidad semipresencial observaron una mayor adopción de medidas de mitigación. Y que, cuando se ajustan los resultados teniendo en cuenta este factor, «la escolaridad semipresencial no se asocia con un descenso del riesgo de padecer COVID-19 en comparación con la escolaridad presencial después de considerar las medidas de mitigación«.

Por suerte, no todo son malas noticias: «Las medidas de mitigación en los colegios se asocian con reducciones significativas del riesgo«, escriben los autores. En el estudio han reunido un total de 14 medidas adoptadas en las aulas: estudiantes con mascarilla, profesores con mascarilla, restringir la entrada a los centros, aumentar el espacio entre pupitres, no compartir materiales, crear burbujas de alumnos, menos niños por aula, chequeo diario de síntomas, un único profesor por grupo, suspender las actividades extraescolares, cerrar la cafetería, poner pantallas de plástico entre los pupitres, cerrar el patio y dar las clases en el exterior.

El resultado: las medidas que más se asocian con una reducción del riesgo son la mascarilla en los profesores –la más eficaz con diferencia–, seguida por el chequeo diario de síntomas y, en menor medida, la suspensión de las extraescolares y las burbujas de alumnos. El resto de las medidas tienen un impacto escaso o inapreciable. Hay una que curiosamente se asocia con un aumento claro del riesgo, y es instalar pantallas de plástico entre los pupitres.

Los autores pasan de puntillas por este último dato, probablemente porque cualquier explicación sería puramente especulativa. Pero aquí sí podemos especular: como recordábamos hace un par de días con respecto a los lugares cerrados y la ventilación, en interiores no hay distancia de seguridad; todas las personas están respirando el mismo aire, y el virus está en el aire. Si se colocan pantallas pensando que esto es suficiente y se olvidan otras medidas, no es raro que los contagios aumenten. Del mismo modo podría explicarse otro resultado del estudio: clausurar el patio también se corresponde con un aumento del riesgo, lo cual se entiende si esta medida encierra a los alumnos en el interior durante más tiempo e impide la ventilación de las aulas.

En resumen, concluyen los investigadores: «Encontramos apoyo a la idea de que la escolaridad presencial conlleva un aumento del riesgo de COVID-19 a los miembros del hogar; pero también evidencias de que medidas de mitigación comunes y de bajo coste pueden reducir este riesgo«.

Finalmente, y aunque el objetivo principal del estudio no era analizar el riesgo de contagio para los profesores, los datos han servido a los investigadores para apuntar un resultado más: los profesores que trabajan fuera de casa tienen un riesgo mayor de cóvid que los que trabajan en casa, lo cual no tiene nada de raro. Pero este riesgo es similar, no mayor, al de cualquier otro colectivo que trabaja fuera de casa en oficinas. Es decir: los resultados de este estudio no muestran un mayor riesgo en los profesores respecto a otros profesionales presenciales que justifique su vacunación prioritaria. La ciencia llega a veces demasiado tarde, pero llega.

Para terminar, los autores recuerdan que sus conclusiones están en línea con otros estudios previos. Es decir, no es la primera vez que la ciencia descubre una implicación de los colegios en la pandemia, a pesar de que los mensajes oficiales a menudo traten de ocultar o minimizar este hecho. Es cierto que el impacto de las escuelas en los contagios ha sido materia de discusión y que aún no es un asunto cerrado. Pero también que la única discusión que cuenta es la de los científicos expertos que hablan con estudios y datos sobre la mesa. Y que la actuación de las autoridades debería limitarse a seguir las recomendaciones científicas. Dado que este curso 2020-21 ya casi es historia, ¿se escuchará a la ciencia para el curso que viene?

Estas son las cuatro comunidades autónomas que figuran entre las 75 regiones del mundo con más contagios

A lo largo de esta pandemia el público se ha acostumbrado a oír hablar de la incidencia acumulada de casos de COVID-19 por 100.000 habitantes a 14 días, el indicador epidemiológico que habitualmente manejan las autoridades y los medios, y que nos da una idea de cómo evolucionan los contagios en nuestro país, nuestra comunidad autónoma o nuestra zona.

Pero no solamente la incidencia acumulada es un indicador volátil que olvida todo lo que ya hemos dejado atrás; sino que, además, así como en los medios están siempre presentes las comparaciones entre comunidades autónomas o zonas, en cambio suele pasarse por alto la confrontación de los datos de España y sus regiones con los de otros países… salvo cuando los datos de esos otros países son peores que los nuestros. ¿Alguien ha oído hablar de la pandemia en Taiwán, Singapur o Nueva Zelanda? Los países que lo han hecho bien no son noticia. Pero este sesgo de la información en los medios puede llevarnos a la idea errónea de que nuestro país tiene algo que enseñar a otros que en este preciso momento puedan estar en una situación peor que la nuestra.

Para echar la vista atrás y poner nuestras cifras en un contexto internacional, una fuente esencial es el panel de datos que la Universidad Johns Hopkins (JHU) mantiene desde el comienzo de la pandemia y que, entre otras cifras, recoge el número total de casos acumulados. El primer dato para no olvidar es que España es uno de los países que presentan peores cifras acumuladas a lo largo de la pandemia. Seguimos ocupando el noveno lugar del mundo en contagios totales, con 3.504.799, por debajo de EEUU, India, Brasil, Francia, Turquía, Rusia, Reino Unido e Italia (todos los datos de este artículo son los mostrados por el panel de la JHU con fecha 29 de abril).

El panel de la JHU recoge además las 75 regiones del mundo con más contagios totales. Esta lista incluye las unidades administrativas por debajo del estado nacional; por ejemplo, Inglaterra se considera una región, porque pertenece a Reino Unido. En esta categoría entran los estados de federaciones, como EEUU, India o Brasil, o las comunidades autónomas, en el caso de España.

En este penoso ránking también figuramos (tabla al pie de estos párrafos). Cuatro comunidades autónomas se encuentran entre las 75 regiones del mundo con más contagios: Madrid, Cataluña, Andalucía y Comunidad Valenciana. De ellas, la primera es, por supuesto, Madrid, que ocupa el número 38 del mundo. En Europa, solo Inglaterra, Lombardía (Italia) y Renania del Norte-Westfalia (Alemania) superan a Madrid en número de contagios. Cataluña ocupa el puesto 45, Andalucía el 49 y la Comunidad Valenciana el 74, ya en el límite de la tabla.

La Gran Vía de Madrid el pasado noviembre. Imagen de Víctor Lerena / Efe / 20Minutos.es.

La Gran Vía de Madrid el pasado noviembre. Imagen de Víctor Lerena / Efe / 20Minutos.es.

Pero evidentemente, este no es un reparto igualmente justo para todos, ya que Inglaterra tiene 56 millones de habitantes, más que toda España, y algunos estados de India superan el centenar de millones. Por ello es interesante poner estos datos en su contexto de población. Con este fin he añadido a los datos que ofrece la JHU la población de cada región (todos los datos tomados de la Wikipedia, aunque no todos tienen el mismo nivel de actualización; por ejemplo, los de India son de 2011), el porcentaje de población contagiada según el dato anterior, y el puesto que ocuparía cada región de las 75 en cuanto al porcentaje de población contagiada (entiéndase que este análisis se refiere solo a las 75 regiones con más contagios totales; por supuesto, puede haber otras fuera de las 75 que tengan un mayor porcentaje de población contagiada que algunas de estas).

Y atendiendo a este dato, las posiciones de las cuatro comunidades españolas son aún peores. Una vez más, Madrid se lleva la palma: con su 10% de población ya contagiada, ocupa el primer puesto de Europa y el 18 del mundo, solo por detrás de estados de Brasil, EEUU y el Distrito Capital de Colombia. Las otras tres comunidades también empeoran su ránking en porcentaje de población contagiada: la Comunidad Valenciana es la segunda de España, en el puesto 35 del mundo, seguida por Cataluña en el 38 y Andalucía en el 47.

Reflexionemos un poco sobre esto: con la catástrofe que está provocando la actual oleada de contagios en India, lo cierto es que el estado con más porcentaje de población contagiada en aquel país ocupa el puesto 55, por debajo de las cuatro comunidades españolas (sobre si las cifras indias son más o menos fiables que las nuestras, habría que preguntar a sus responsables).

Si habláramos de nivel de mortalidad, en esto pueden influir la calidad, la capacidad y la cobertura del sistema sanitario. Pero si hablamos solo del nivel de contagios, esta es una consecuencia directa de la gestión de las medidas contra la pandemia por parte del estado y las comunidades autónomas. Frente a la propaganda, datos. Si acaso, aún podremos decir que nuestro sistema sanitario todavía es mejor que el indio.

Región País Casos totales Población Casos/hab. (%) Puesto %
1  Maharashtra India 4.473.394 112.374.333 3,98 60
2  England United Kingdom 3.854.733 56.286.961 6,85 45
3  California US 3.738.327 39.538.223 9,45 24
4  Texas US 2.886.638 29.183.290 9,89 20
5  Sao Paulo Brazil 2.873.238 45.919.049 6,26 49
6  Florida US 2.222.546 21.570.527 10,3 14
7  New York US 2.040.448 20.215.751 10,09 16
8  Kerala India 1.495.377 34.630.192 4,32 55
9  Karnataka India 1.439.822 61.130.704 2,36 64
10  Minas Gerais Brazil 1.342.892 21.168.791 6,34 48
11  Illinois US 1.328.349 12.822.739 10,36 13
12  Uttar Pradesh India 1.182.848 199.812.341 0,59 74
13  Pennsylvania US 1.144.777 13.011.844 8,8 28
14  Tamil Nadu India 1.130.167 72.147.030 1,57 67
15  Delhi India 1.098.051 26.454.000 4,15 58
16  Georgia US 1.097.279 10.725.274 10,23 15
17  Moscow Russia 1.086.934 20.000.000 5,43 51
18  Andhra Pradesh India 1.069.544 49.386.799 2,17 65
19  Ohio US 1.068.985 11.808.848 9,05 27
20  New Jersey US 993.123 9.294.493 10,69 9
21  North Carolina US 965.536 10.453.948 9,24 25
22  Rio Grande do Sul Brazil 962.667 11.422.973 8,43 31
23  Parana Brazil 938.546 11.433.957 8,21 32
24  Michigan US 928.407 10.077.331 9,21 26
25  Bahia Brazil 893.276 14.930.634 5,98 50
26  Santa Catarina Brazil 881.152 7.164.788 12,3 1
27  Arizona US 860.772 7.158.923 12,02 4
28  Tennessee US 845.380 6.916.897 12,22 2
29  Lima Peru 819.444 11.209.103 7,31 40
30  Lombardia Italy 800.100 10.103.969 7,92 33
31  West Bengal India 793.552 91.347.736 0,87 71
32  Capital District Colombia 779.447 7.412.566 10,52 11
33  Rio de Janeiro Brazil 733.764 17.264.943 4,25 56
34  Nordrhein-Westfalen Germany 730.086 17.912.134 4,08 59
35  Indiana US 717.564 6.785.528 10,57 10
36  Chhattisgarh India 697.902 29.436.231 2,37 63
37  Massachusetts US 686.243 6.892.503 9,96 19
38  Madrid Spain 678.022 6.779.888 10 18
39  Ceara Brazil 664.449 9.132.078 7,28 41
40  Wisconsin US 658.696 5.893.718 11,18 7
41  Virginia US 656.055 8.654.542 7,58 37
42  Ciudad de Mexico Mexico 638.536 9.209.944 6,93 44
43  Missouri US 590.175 6.160.281 9,58 23
44  Bayern Germany 589.479 13.124.737 4,49 54
45  Catalonia Spain 580.682 7.780.479 7,46 38
46  South Carolina US 576.639 5.124.712 11,25 6
47  Minnesota US 572.025 5.709.752 10,02 17
48  Rajasthan India 563.577 68.548.437 0,82 72
49  Andalusia Spain 548.238 8.464.411 6,48 47
50  Goias Brazil 546.895 7.018.354 7,79 34
51  Gujarat India 538.845 60.439.692 0,89 70
52  Madhya Pradesh India 538.165 72.626.809 0,74 73
53  Alabama US 527.083 5.030.053 10,48 12
54  Colorado US 506.405 5.773.714 8,77 29
55  Metropolitana Chile 492.120 7.036.792 6,99 43
56  Para Brazil 466.894 8.602.865 5,43 51
57  Antioquia Colombia 464.286 6.407.102 7,25 42
58  Ontario Canada 463.770 14.755.211 3,14 62
59  Haryana India 460.198 25.353.081 1,82 66
60  Louisiana US 457.326 4.661.468 9,81 22
61  Oklahoma US 447.642 3.963.516 11,29 5
62  Maryland US 445.493 6.045.680 7,37 39
63  Kentucky US 442.618 4.509.342 9,82 21
64  Bihar India 441.375 104.099.452 0,42 75
65  Baden-Wurttemberg Germany 439.465 11.111.496 3,96 61
66  Espirito Santo Brazil 432.525 4.018.650 10,76 8
67  Odisha India 428.515 41.974.218 1,02 69
68  Telangana India 427.960 35.193.978 1,22 68
69  Saint Petersburg Russia 414.299 5.384.342 7,69 36
70  Veneto Italy 410.176 4.852.453 8,45 30
71  Pernambuco Brazil 402.157 9.616.121 4,18 57
72  Washington US 400.149 7.705.281 5,19 53
73  Utah US 396.522 3.271.616 12,12 3
74  C. Valenciana Spain 390.245 5.057.353 7,72 35
75  Campania Italy 387.908 5.679.759 6,83 46

(Datos de casos totales de JHU. Datos de población de Wikipedia).

Este es el tiempo máximo en el interior de un restaurante para evitar el contagio, según un modelo científico

Entre la comunidad científica se ha extendido ya el reconocimiento de los aerosoles como el principal vehículo de contagio de la COVID-19, a pesar de que este hecho no ha calado aún ni en las autoridades ni entre el público: las primeras apenas han dejado la ventilación como una recomendación opcional a pie de página (en algunos países se ha impuesto por ley e incluso se han decretado ayudas a los negocios para instalar nuevos sistemas), mientras que otras medidas de eficacia dudosa o no avalada por la ciencia se obligan bajo penas de multa; y en cuanto al segundo, el público, muchos ignoran el riesgo de los locales cerrados y mal ventilados, sobre todo allí donde no se usa mascarilla, como bares y restaurantes.

Conviene además aclarar que no es aire fresco todo lo que reluce: no podemos fiarnos de la vista o el olfato. Así lo contaba para un reportaje en Nature la científica de aerosoles Lidia Morawska, de la Universidad de Tecnología de Queensland, en Australia. Morawska, como otros investigadores de su especialidad, recorre distintos locales con un monitor de CO2 portátil; la presencia de este gas que expulsamos al respirar es un indicador de la renovación del aire, por lo que estos monitores pueden servir como el canario en la mina, de cara a alertar sobre la posible acumulación de aerosoles contaminados con el virus.

En exteriores, la concentración de CO2 es de unas 400 partes por millón (ppm). «Incluso en un restaurante aparentemente espacioso, con techos altos, el número a veces se dispara hasta las 2.000 ppm, una señal de que la sala tiene mala ventilación y supone un riesgo de infección de COVID-19«, cuenta el artículo de Nature. «El público en general no tiene ni idea de esto«, dice Morawska. «Imaginas un bar muy atestado, pero en realidad cualquier lugar puede estar demasiado lleno y poco ventilado, y la gente no se da cuenta de ello«.

El artículo advierte de que, ante la falta de insistencia de las autoridades en esta cuestión, «algunos científicos dicen que esto deja a gran parte de la población, desde los escolares a trabajadores de oficinas, clientes de restaurantes y presos, en riesgo de contraer COVID-19«. Y por lo que observamos a nuestro alrededor, es evidente que en España aún no existe una conciencia clara de este riesgo, mientras en cambio se continúa con las inútiles desinfecciones.

Incluso la Organización Mundial de la Salud, que por motivos ignotos se ha resistido con uñas y dientes a aceptar el clamor de la comunidad científica, ya publicó el mes pasado una hoja de ruta para mejorar la ventilación y la calidad del aire en interiores con el fin de reducir el riesgo de contagio, algo que marcaría una enorme diferencia en la lucha contra la pandemia.

Un trabajador recoge el mobiliario de la terraza de un restaurante en el centro de Córdoba. Imagen de Salas / EFE / 20Minutos.es

Un trabajador recoge el mobiliario de la terraza de un restaurante en el centro de Córdoba. Imagen de Salas / EFE / 20Minutos.es

En un mundo ideal, a estas alturas la calidad del aire sería ya la preocupación principal en todos los espacios públicos y privados; al entrar a cualquier tienda veríamos potentes sistemas de ventilación, y una pantalla nos informaría del nivel de CO2. No se permitiría la apertura de un local que no tuviese estos sistemas, o donde los niveles de CO2 superaran el máximo permitido. Y sin embargo, mientras tanto las autoridades continúan ignorando esta medida esencial pero complicada y cara, prefiriendo en su lugar las opciones más fáciles y baratas de encerrar a la población, prohibir las reuniones y tocar la campana para recluir a todo el mundo en sus domicilios al caer la noche. Medidas del siglo XV para el siglo XXI.

Una salvedad: aún no es posible medir directamente la concentración de virus en el aire de forma rápida y sencilla; la medición de CO2 es lo que se llama un proxy, una medida indirecta que se supone asociada a la que se quiere saber. No todos los científicos están de acuerdo en que sea tan relevante como otros defienden. Por ello, ante la duda y teniendo en cuenta que la posible contaminación del aire es indetectable, quien quiera asegurarse de ahorrarse este riesgo solo tiene una opción, y es abstenerse de visitar lugares cerrados donde no se use mascarilla en todo momento. No solo bares y restaurantes, sino también aquellos negocios cuyos responsables solo se ponen la mascarilla cuando entra un cliente.

Pero esto no tendría por qué ser así. A todos nos gusta que los negocios estén abiertos, y las personas cuyo sustento depende de ello lo necesitan desesperadamente. A falta de que las autoridades dejen de ignorar y despreciar este riesgo, y de que el público en general deje de ignorar y despreciar este riesgo, los investigadores intentan al menos cuantificarlo en términos de reglas sencillas. Reuniendo el conocimiento acumulado sobre la dinámica de los flujos de aire, las posibles dosis infectivas del virus, sus concentraciones en aerosoles y otros datos, se están refinando herramientas de simulación que permiten estimar cuál es el riesgo de contagio en distintas situaciones y tipos de locales.

En enero, investigadores de la Universidad de Cambridge y del Imperial College London publicaron un estudio en Proceedings of the Royal Society A acompañado por una herramienta online para calcular el riesgo de contagio de COVID-19 en interiores. El modelo es muy versátil, ya que pueden introducirse distintos parámetros como las medidas del local, la ventilación o el porcentaje de infectividad de los ocupantes. De hecho, se está utilizando en la práctica en los departamentos de la Universidad de Cambridge.

Pero para el público en general quizá sea más ilustrativa y sencilla otra herramienta online elaborada por científicos del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y que acompaña también a un estudio publicado ahora en PNAS. El simulador permite elegir el idioma (no hay castellano, de momento), las unidades de medida (sistema métrico, en nuestro caso), el modo (básico o avanzado), el tipo de local, lo que hace la gente (si llevan mascarilla o no, si hablan, cantan…), el grupo de edad y la variante del virus (la original de Wuhan o la británica).

Una vez elegidos todos estos datos, el resultado es cuántas personas durante cuánto tiempo serían aceptables para evitar el contagio, cuánto tiempo sería el máximo permitido para un número de personas que podemos elegir, y cuántas personas serían admisibles para un tiempo que podemos elegir; todo ello, claro, suponiendo que en el local hubiera una persona infectiva. Aclaremos que el modelo no se basa en niveles de CO2, sino de virus infectivo. Y los investigadores subrayan que sus estimaciones son conservadoras; es decir, que han preferido pasarse de riesgo que quedarse cortos.

Por ejemplo (todos estos casos se refieren a la variante británica del virus): para un restaurante, hablando y sin mascarillas, suponiendo 25 personas en el local, estamos en riesgo si permanecemos más de 51 minutos. Con 100 personas, bastarían 15 minutos para contagiarnos. Incluso con solo 10 personas en el local, el límite de seguridad serían 2 horas.

Los locales donde se usa mascarilla en todo momento son notablemente más seguros: en el aula de un colegio con 25 niños, los niveles se mantienen por debajo del riesgo durante 38 horas. Si además no se habla, como suele ocurrir en el transporte público, aún mejor: en un vagón de metro, esa situación que tanto terror injustificado causa, con mascarillas y sin hablar haría falta que lo ocuparan 50 personas durante 12 días seguidos para que se alcanzaran los niveles de riesgo de contagio; 14 días para el caso de un avión comercial. En cambio y aunque la herramienta no ofrece una opción específica de gimnasio, un aula con 25 personas haciendo ejercicio sin mascarilla se convierte en un riesgo de contagio a los 13 minutos. Con mascarillas, el riesgo desciende drásticamente: 5 horas para esas mismas 25 personas.

Todos estos resultados no deberían sorprender a nadie. Si acaso lo hacen, es señal de que aún no se han comprendido los aerosoles.

Según cuenta a la CNBC el primer autor del estudio, Martin Bazant, «la distancia en exteriores no tiene casi ningún sentido, y especialmente con mascarilla es una locura porque no vas a contagiar a alguien a dos metros«. Y añade: «Una multitud al aire libre podría ser un problema, pero si la gente mantiene una distancia razonable de unos dos metros en el exterior, me siento cómodo con eso incluso sin mascarilla«. En resumen: en exteriores, o mascarillas, o distancia, pero solo en aglomeraciones. En cambio en interiores, advierte Bazant, «no es más seguro estar a 20 metros que a 2 metros«.

Salta a la vista que todo lo anterior no coincide con lo que las autoridades promulgan, los medios difunden y el público entiende. Cuando se teme el contagio en el metro o se alerta del gravísimo riesgo de la calle Preciados llena de gente con mascarillas, pero en cambio se desprecia el riesgo de los restaurantes y los hoteles (en estos es obvio que la gente se quita la mascarilla en la habitación, pero sus aerosoles pasan al circuito del aire), es que no se han comprendido los aerosoles. Cuando se obliga a llevar mascarilla a personas en movimiento por calles u otros lugares abiertos sin aglomeraciones, como un parque o una playa, es que no se han comprendido los aerosoles. Cuando se cree que la llamada «distancia de seguridad» nos protege en interiores, es que no se han comprendido los aerosoles. Cuando se cree que cruzarnos por la calle a menos de dos metros de otra persona va a contagiarnos, es que no se han comprendido los aerosoles.

Claro que el pensamiento mágico no es un problema solo de España. Por ello dice Bazant: «Necesitamos información científica transmitida al público de un modo que no sea solo meter miedo, sino basada realmente en análisis«. Y concluye con la esperanza de que sus resultados influyan en las medidas adoptadas por las autoridades. Porque la esperanza es lo último que se pierde, aunque esto no lo dice él, si es que este refrán existe en Massachusetts, que no lo sé.

El cuento de la inmunidad de rebaño: érase una vez algo que no es lo que la gente cree. Capítulo 2

Decíamos ayer que la inmunidad de rebaño es un concepto teórico estadístico poblacional (estos tres adjetivos son importantes) ideado para las explotaciones ganaderas y demostrado en experimentos con ratones en condiciones ideales y controladas en un laboratorio. Pero que, para el significado que se le está entendiendo popularmente en esta pandemia, tiene dos grandes problemas. A saber:

Primer problema: el mundo real

Según lo dicho ayer, la fórmula del HIT (ese porcentaje de población inmunizada del que se dice que consigue la inmunidad grupal, y que suele decirse en los medios que para la COVID-19 es del 70%) solo es aplicable cuando existe una población inicial que es homogéneamente susceptible en su totalidad y que está mezclada por igual de modo que cada individuo puede tener contacto con cada uno de los otros susceptibles, sin que estas condiciones cambien a lo largo del tiempo más que en el aumento de la población ya inmunizada respecto a la aún susceptible. Esta es una situación que puede lograrse en los experimentos de laboratorio con ratones, como los de Topley y Wilson que cité ayer.

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Pero no es aplicable en el mundo real. En una epidemia humana, más aún si es global como una pandemia, hay aproximadamente infinitas variables que rompen las condiciones para las cuales la fórmula del HIT es válida: heterogeneidad de susceptibilidad de la población, incontables niveles distintos de contactos y mezclas en la población que cambian aleatoriamente a lo largo del tiempo y en cada individuo en particular, evolución del virus influida también por el tamaño y las características de la población susceptible, medidas de restricción de las interacciones que van y vienen de forma desigual a lo largo del tiempo en distintas poblaciones interconectadas, calidad y duración de la inmunidad que pueden ser diferentes en sectores de la población e incluso entre individuos, factores psicológicos que influyen en el nivel de interacciones de cada persona y que pueden cambiar a lo largo del tiempo…

Y a todo ello se añade, además, que la R0 tampoco es la constante universal de Planck. Es decir, es un número tentativo que se va calculando en función de una masa de datos recopilados a lo largo del brote epidémico. Pero a distintos datos, distinto resultado: para la COVID-19 se han calculado valores muy dispares entre 2 y 6, lo que situaría el HIT en un amplio rango entre el 50 y el 83%. Pero es que, además, si por ejemplo se calcula con los datos de cada país, los valores que se obtienen son también distintos, como lo es la situación en cada país. En julio de 2020 un estudio calculó valores estimados de R0 por países, dando como resultado cifras distintas entre 1 y más de 4, como reflejan estos mapas:

Mapas de estimaciones de R0 de COVID-19 por países. Imagen de Hilton y Keeling, PLOS Computational Biology 2020.

Mapas de estimaciones de R0 de COVID-19 por países. Imagen de Hilton y Keeling, PLOS Computational Biology 2020.

A esto habría que añadir otras variables que influyen en la expansión de una epidemia, como el parámetro de dispersión k, que mide si todos los contagiados contagian por igual… En resumen, el cálculo de HIT es una sobresimplificación de la realidad. Para los físicos, es aquello de «supongamos un caballo totalmente esférico y sin rozamiento». Pero no existen los caballos esféricos y sin rozamiento.

Por poner un ejemplo que creo es fácil de entender, todos sabemos que el agua se congela a 0 °C. Pero nadie se sentaría frente a un lago con un termómetro en la mano para ver cómo, en el momento en que la temperatura desciende de un grado a cero grados, lo que era un lago totalmente líquido se convierte de repente en un lago totalmente congelado. Sabemos que a 3 °C comienzan a formarse cristales de hielo; que solo comienza la congelación si se dan unas circunstancias determinadas, como materia sólida capaz de nuclear los cristales; que en ausencia de ella el agua pura puede seguir líquida hasta casi -50 °C; que depende también de la concentración de sales… Y, sobre todo (más sobre esto en el segundo problema), que la congelación no es uniforme ni instantánea, sino que tarda, se forma hielo en algún lugar, en otro se retrasa más… Del mismo modo, la inmunidad grupal tampoco es un todo o nada; no es un concepto binario.

Así, cuando el otro día se anunció que Reino Unido había alcanzado la inmunidad de grupo el 9 de abril de 2021, tal cual, a muchos científicos británicos se les atragantó el té con pastas. Un día concreto de la semana se puede alcanzar, no sé, un orgasmo, pero no la inmunidad de grupo. La ciudad brasileña de Manaos ha sido para muchos científicos el ejemplo de que la inmunidad de grupo es inalcanzable, ya que en la primera ola se infectaron dos terceras partes de su población y luego ha sufrido otras sucesivas oleadas como el resto del mundo. Madrid, que, no lo olvidemos, es (según el contador de la Universidad Johns Hopkins) la segunda región de Europa con más contagios totales después de Lombardía, y la número 35 del mundo solo superada por estados de EEUU, India y Brasil, todos ellos con una población mucho mayor que la madrileña, ha sido mencionada en varios estudios científicos como un posible ejemplo cercano a la inmunidad grupal; es evidente que no.

Lo cierto es que, en la práctica, el único cambio mágico que se opera cuando se alcanza el HIT es este: que pasa de haber más infectados que contagian a más de una persona que infectados que no contagian a nadie, a haber más infectados que no contagian a nadie que infectados que contagian a más de una persona (todo ello promediado, ya que los supercontagios son predominantes). Es simplemente un punto de inflexión. Pero una vez alcanzado ese punto de inflexión de la inmunidad de rebaño, si es que es posible alcanzarlo, no notaríamos nada diferente a lo que ya hemos visto en los descensos de las olas anteriores: los contagios seguirían produciéndose, con tendencia descendente, disminuyendo poco a poco.

Pero ¿cómo de poco a poco? Eso nos lleva al segundo problema.

Segundo problema: el overshoot

Esto es una consecuencia de todo lo anterior, pero merece una explicación aparte. Según lo dicho, la inmunidad de rebaño conseguiría que la curva de contagios comenzara a descender, en principio sin posibilidad de que volviera a subir.

Explico este «en principio», copiando lo que el científico de datos Dvir Aran explicaba a Nature. Supongamos que, a lo largo de los meses de oleadas sucesivas, Pepa tiene contacto habitual con otras x personas; esto representa su riesgo de exposición. Imaginemos que una vacuna tiene una eficacia del 90%, lo que reduce su riesgo a 0,1·x (con la salvedad de que la eficacia se refiere a los ensayos clínicos, no al mundo real). Pero imaginemos que de repente alguien anuncia que se ha alcanzado la inmunidad de grupo. Y engañada por una comprensión errónea de esta idea, Pepa comienza entonces a tener contacto habitual con 10 veces más personas que antes; su riesgo ahora será 10·0,1·x. Es decir, vuelta al principio.

Pero incluso sin considerar esto, entendamos: la curva de contagios comienza a descender. Pero es una frenada muy lenta; hay una larga distancia de frenado. Como la congelación que decíamos arriba, tampoco su efecto es instantáneo. Y mientras la curva continúa descendiendo, sigue habiendo infecciones y sigue muriendo gente. Así que la pregunta es: ¿cuánta población más se infecta hasta que la epidemia termina finalmente extinguiéndose? Este porcentaje de población que se infecta después de alcanzarse la inmunidad grupal es lo que se conoce como overshoot.

Y ¿cuánto es el overshoot? No he encontrado muchos estudios que se hayan atrevido a cuantificarlo, ya que una vez más es demasiado especulativo. Pero recientemente se ha publicado un estudio al respecto en Scientific Reports de Nature, que ya estaba colgado en un servidor de prepublicaciones de internet desde hace un año. Y por cierto, que cuenta entre sus firmantes con la física catalana Roser Valenti, de la Universidad Goethe de Frankfurt. Dice el estudio:

Como última nota, a veces hay una extendida confusión sobre el significado del punto de inmunidad de rebaño, que ocurre para un factor de infección de tres cuando se ha infectado el 66% de la población [aplíquese también a la vacunación, que aún no estaba disponible cuando se elaboró el estudio]. Más allá del punto de inmunidad de rebaño, el número de casos de infecciones permanece elevado durante un tiempo considerable. El brote se detiene por completo solo cuando se ha infectado el 94% de la población».

Es decir, que según la predicción del modelo de este estudio, el overshoot sería del 28%. O sea, que una vez alcanzada la inmunidad de rebaño en el 66%, hasta que la epidemia se detiene por completo aún se infecta (o debe vacunarse) un 28% más de la población, y la epidemia solo se detiene por completo cuando el 94% ya es inmune.

Esto es lo que a la gente le interesa: cuándo se acaba la epidemia. Y esto no ocurre con la inmunidad de rebaño, en el 60-70%, sino con la inmunidad de rebaño + el overshoot, en el 94%. Es decir, cuando casi toda la población ya es inmune. Y si ese 28% extra no se vacuna, ese 28% extra se contagiará.

Por todo ello, se entiende lo dicho al principio: la inmunidad grupal es un concepto teórico estadístico poblacional. Es útil para los epidemiólogos que tratan de controlar un brote, de cara a ajustar sus estrategias de vacunación con recursos limitados y cuando no todo el mundo quiere vacunarse. Pero no dice nada respecto al riesgo concreto de cada uno. No hará que estemos más seguros. No impedirá que los contagios sigan. No es cuando acabará la pandemia.

En resumen, para el público en general, el concepto de inmunidad de rebaño es tan útil como la constante de Planck. Lo que a la gente le interesa, se supone, es saber qué porcentaje de la población tiene que ser inmune para que podamos volver a la vida normal como era antes, sin mascarillas, sin distancia social, sin limitaciones en horarios, lugares o número de personas reunidas, haciendo lo que queramos, como, cuando y donde queramos. Y la respuesta, sin entrar siquiera en que aún no conocemos la duración de la inmunidad ni cuántas variantes del virus surgirán que escapen a ella, es que esto solo ocurrirá cuando cerca del 100% de la población sea inmune. Porque, hasta entonces, seguirá muriendo gente. Y, obviamente, cuando se trata de seres humanos no es aceptable sacrificar a unos cuantos por el bienestar general.