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Por qué vacunas como la de Pfizer-BioNTech son el futuro de la inmunidad

El anuncio de los primeros resultados de la fase 3 de la vacuna contra el coronavirus SARS-CoV-2 de Pfizer y BioNTech, que habla de más de un 90% de eficacia, ha sido acogido con enorme optimismo. Por supuesto que aún son datos preliminares y que deberán pasar por el filtro de la publicación científica, pero hay al menos dos razones para creer que los resultados anunciados son legítimos.

Primera, ambas compañías han declarado que los datos fueron revisados por un panel de expertos independientes antes del anuncio, lo que ya aporta una primera revisión por pares. Y segunda, con todos los ojos del mundo pendientes de las vacunas del coronavirus, y aunque las startups biotecnológicas como BioNTech –la compañía alemana creadora de la vacuna– no siempre se distinguen por ceñirse a expectativas realistas sobre sus productos en desarrollo, en cambio parece poco razonable que una gran empresa cotizada en bolsa como Pfizer –desarrolladora de la vacuna– y que se juega tanto en esta operación se arriesgue a crear falsas esperanzas para luego ver desplomarse sus valores (aunque algunos de sus directivos ya han hecho caja con el subidón bursátil posterior al anuncio). Dada la excepcionalidad de este caso, además, las compañías han hecho público el protocolo de los ensayos, que suele ser confidencial.

Por el momento, aún es muy poco lo que sabemos. Según divulgaron ambas empresas en una nota de prensa conjunta, de los más de 43.000 participantes en la fase 3, casi 39.000 han recibido las dos dosis de la vacuna desde el comienzo de esta fase a finales de julio. Entre todos ellos, los investigadores han encontrado 94 casos de COVID-19. Aunque no han detallado cuántos de estos correspondían al grupo del placebo y cuántos habían recibido la vacuna real, de los datos concluyen que la eficacia de la vacuna es superior al 90%. Todo ello, sin efectos secundarios de importancia. El análisis se completará cuando se hayan contabilizado 164 casos de cóvid.

Ilustración del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de CDC/ Alissa Eckert, MS; Dan Higgins, MAM / Wikipedia.

Ilustración del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de CDC/ Alissa Eckert, MS; Dan Higgins, MAM / Wikipedia.

Aún faltan importantes dudas por aclarar:

  • La eficacia superior al 90% según estos datos no implica necesariamente que, en la práctica, la vacuna vaya a proteger a 9 de cada 10 personas. El análisis completo de los resultados podría rebajar esta cifra, a lo que hay que añadir, por un lado, que la eficiencia (porcentaje de protección en el mundo real, fuera de los ensayos) probablemente será menor, y que las personas de más edad tienen una respuesta más débil, según se comprobó en las primeras fases de las pruebas de esta vacuna. En cualquier caso, teniendo en cuenta que las vacunas de la gripe suelen rondar una eficiencia del 60%, y que en EEUU se exige una eficacia mínima del 50%, se diría que la vacuna de Pfizer y BioNTech tiene un margen sobrado para demostrar su utilidad.
  • Habrá que esperar a la publicación del estudio para comprobar el grado de gravedad de los casos de cóvid detectados en las personas vacunadas, lo cual podría ser importante de cara a la aprobación de la vacuna.
  • Otra incógnita será si las personas vacunadas y que puedan contraer el virus (con independencia de que enfermen o no) pueden o no transmitirlo a otros. Esto no debería ser en principio un impedimento para una posible aprobación si las personas vacunadas quedan protegidas de la enfermedad.
  • Tampoco se sabe aún qué eficacia podría tener la vacuna en personas previamente expuestas al virus, un dato que también debería aparecer en el análisis final del ensayo.
  • Por último, la gran incógnita es la duración de la inmunidad, algo que solo podrá comprobarse a largo plazo. Esta foto fija del estudio se ha hecho 28 días después de la primera dosis y 7 después de la segunda, pero aún persiste la cuestión de si la protección podrá prolongarse más allá de unos meses. El seguimiento se mantendrá durante dos años.

En cualquier caso, los datos invitan a pensar que la protección a corto plazo está conseguida superando con creces las expectativas. Y es especialmente relevante que esto se haya logrado con la vacuna de Pfizer y BioNTech, por lo siguiente.

Las muchas vacunas actualmente en desarrollo contra el coronavirus SARS-CoV-2 cubren todo el amplio espectro de tecnologías diferentes. Algunas de ellas se basan en propuestas más clásicas, como utilizar el virus atenuado o inactivado, y otras en sistemas más novedosos, como construir virus recombinantes o pseudotipados (es decir, utilizar como vehículo otro virus inofensivo al que se le colocan proteínas o material genético del virus contra el que se quiere inmunizar). Pero entre la gran diversidad de tecnologías distintas, la de BioNTech y Pfizer (un caso similar es la de Moderna) representa una solución que muchos ven como el gran futuro de las vacunas: plataformas de ARNm.

La idea consiste en fabricar un gen del virus en forma de ARN mensajero (ARNm), la copia del ADN que se utiliza para producir las proteínas codificadas en el genoma. Este fragmento de ARN se elige de modo que corresponda a una proteína del virus (antígeno) cuya neutralización lo impida infectar; por ejemplo, la proteína que el virus emplea para invadir las células (en este caso, la proteína S, Spike o Espícula). De este modo, cuando el sistema inmune neutralice dicho antígeno, la infección quedará abortada.

Este fragmento de ARNm se dispone en una estructura adecuada para cumplir su función; en el caso de las vacunas de Moderna y BioNTech, se encapsula en forma de nanopartícula de lípidos. Dado que la membrana de las células también está formada por lípidos, esto facilita la fusión de las nanopartículas con las células, las cuales incorporarán ese ARNm del virus y lo utilizarán como si fuera de un gen propio, produciendo así la proteína vírica que estimulará la respuesta inmune.

La ventaja de este sistema no es solo que prescinda del uso del virus completo, lo cual puede implicar cierto riesgo de desarrollar la infección; sino que, sobre todo, esta plataforma puede adaptarse fácilmente para crear nuevas vacunas contra otros virus futuros, solo cambiando el fragmento de ARNm por el del virus correspondiente. Las vacunas de ARNm son tan novedosas que todavía no existe ninguna aprobada contra otros virus. Pero la tecnología tiene un altísimo perfil de seguridad, y el hecho de que en solo unos meses haya podido desarrollarse una formulación con tan aparente éxito contra este nuevo virus –el tiempo medio de desarrollo de una vacuna suele ser de 10 a 15 años– augura un gran futuro para esta tecnología en la lucha contra nuevas epidemias emergentes.

A esto se suma que, además, las vacunas de ARN son buenas candidatas a disparar una buena respuesta inmunitaria de células T. Recordemos que la inmunidad adaptativa, que así se llama a la dirigida específicamente contra un patógeno concreto, se divide en dos ramas, una basada en los anticuerpos (producidos por los linfocitos B) y otra en los linfocitos T. Mientras que los test serológicos del coronavirus solo miden los anticuerpos, en cambio existen sospechas, basadas en la experiencia con otros coronavirus, de que una buena parte de la inmunidad prolongada al virus de la cóvid pueda depender de las células T. En el caso de la vacuna de BioNTech-Pfizer, se ha optimizado la fórmula para que el ARN sea deglutido por las llamadas células dendríticas, un tipo de células del organismo que están especializadas en capturar antígenos y presentarlos al sistema inmune para estimular tanto la producción de anticuerpos como la respuesta de las células T.

Hay una pega de la vacuna de BioNTech-Pfizer que ya se ha señalado, y es el hecho de que necesita congelación a -70 °C; en nevera solo es estable durante 24 horas. Pero en realidad esto debería ser más una pega para las compañías fabricantes que para quienes estamos esperando una vacuna. Explico. Moderna ha conseguido que su vacuna, aun siendo de formulación general similar a la de Pfizer-BioNTech, en cambio sea estable a -20 °C, la temperatura de un congelador de cocina, y aguante hasta una semana en nevera.

Esto significa que, si las vacunas de Moderna y de BioNTech deben competir, la primera tendrá más posibilidades de imponerse, dado que su conservación es más sencilla (y más aún la de otros tipos de vacunas que se conservan en nevera o a temperatura ambiente). Pfizer, por su propio interés de cara a esa posible competencia, está trabajando en mejorar la estabilidad de su vacuna. Por el momento, esta compañía ha diseñado un refrigerador especial para transportar las vacunas con sensores térmicos y localización GPS. En un futuro próximo, quizá otros métodos de conservación en estudio puedan aumentar la estabilidad de las vacunas de ARN a temperaturas menos exigentes.

Pero, sinceramente, a estas alturas y al menos en los países desarrollados, no debería ser un gran problema desplegar las infraestructuras necesarias para almacenar y distribuir masivamente un producto conservado a -70 °C. En los laboratorios son de uso común los congeladores de -80 °C, y para el transporte existen el nitrógeno líquido (-196 °C), que ahora se usa hasta en cocina, y la nieve carbónica o hielo seco (-70 °C). Si en los últimos meses no ha habido problema para que surjan de debajo de las piedras infinidad de empresas dedicadas a fabricar mascarillas desechables —la próxima gran lacra medioambiental— o productos desinfectantes tan exóticos como innecesarios, ¿no podríamos esperar algo de inversión en cadenas de frío que quizá realmente sí vayamos a necesitar?

Por su parte, Rusia ha anunciado también esta semana que su vacuna Gam-COVID-Vac, conocida como Sputnik V (una vacuna de adenovirus recombinante), también arroja más de un 90% de eficacia en datos de fase III que solo incluyen 20 casos de cóvid. Esperemos que sea cierto y que la cifra se mantenga al ampliar la muestra a niveles más significativos, pero debemos recordar que en este caso se trata de propaganda oficial del gobierno ruso, cuyas proclamas anteriores han sido consideradas prematuras y cuestionables; no en vano el Instituto Gamaleya, creador de la vacuna Sputnik V, se autodefine como «la institución de investigación líder en el mundo».

Queda una última reflexión respecto a algo que se ha comentado en los medios en días pasados, y es la aparente resistencia de una parte de la población a vacunarse contra la cóvid una vez que la inmunización esté ampliamente disponible. Conviene recordar que, si bien las personas que se vacunen no estarán menos protegidas por el hecho de que sus vecinos no lo hagan, la vacunación NO es un problema de elección personal, como he subrayado repetidamente aquí: quienes pudiendo vacunarse elijan no hacerlo serán responsables de poner en peligro a las personas que no puedan vacunarse o no desarrollen inmunidad a pesar de hacerlo. Y estarán impidiendo la inmunidad de grupo necesaria para acabar con la pandemia.

Llama poderosamente la atención que ciertos medios, los mismos que insisten sin descanso en medidas como el uso de la mascarilla y en la reprobación de las fiestas y otras actividades contrarias a la normativa, estén transmitiendo la visión equidistante de que el rechazo a las vacunas pueda ser éticamente comparable a su aceptación, solo por el hecho de ser legal (creo que no hacen falta ejemplos de que no todo lo legal es ético). Es necesario insistir en la advertencia del director de la revista The Lancet, Richard Horton, en un reciente editorial: «Los periodistas deberían evitar la difusión involuntaria de desinformación. Jamás deberían dar ningún tipo de plataforma a los escépticos de las vacunas […] La desinformación sobre las vacunas de la COVID-19 no se está tomando tan en serio como se debería. Esa complacencia debe acabar».

Sí, es posible infectarse dos veces con el coronavirus, y quizá las vacunas no lo impidan

En semanas pasadas he destacado aquí un importante mensaje que los expertos están repitiendo y que debería ir calando: que la ventilación y la filtración del aire pueden ser armas fundamentales en la lucha contra el coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19; no solo por su capacidad potencial de reducir enormemente los contagios, sino también por tratarse de medidas cuya aplicación es relativamente fácil (una legislación oportuna y una adaptación de los locales que requeriría una cierta inversión) y que son sostenibles a largo plazo, lo que permitiría quizá relajar otras más disruptivas e insostenibles. Su único inconveniente, si acaso, es que son menos teatrales que las actuales, y algunos expertos ya han advertido de que los gobiernos parecen a veces más interesados en implantar medidas muy visibles que fomenten la sensación de seguridad y la impresión de que se está haciendo algo, aunque su utilidad práctica sea limitada, dudosa o nula, o simplemente no se apoye en ninguna evidencia científica (termometría ambulante, felpudos desinfectantes, prohibiciones de fumar en las terrazas…).

Pero cuando comento este asunto, suele surgir una pregunta: ¿a largo plazo? ¿Qué largo plazo? ¿Seis meses, un año, dos…? Durante este tiempo y por incómodo que resulte, suelen decir, podríamos tirar con distancias, cierres, algún confinamiento local y ocasional, limitaciones de aforo y mascarillas, puesto que de aquí a un año, dos a lo sumo, nos dicen que todos estaremos vacunados y que la COVID-19 solo será un mal recuerdo.

Respuesta: largo plazo es… siempre. Porque incluso si disponemos de una o varias vacunas de aquí a un año, o dos, esto no va a eliminar el virus. La COVID-19 no va a desaparecer de la faz de la Tierra. Ninguno de los virus contra los que existen vacunas ha desaparecido por el mero hecho de que una parte de la población se vacune (el ser humano únicamente ha erradicado un par de enfermedades infecciosas, con intensas campañas globales a lo largo de décadas). Y si bien algunas de las vacunas existentes, como la de la fiebre amarilla, pueden llegar a protegernos de por vida, en cambio otros patógenos son capaces de infectarnos cada año, como la gripe. Y cuanto más se sabe sobre la inmunidad al SARS-CoV-2, más se va pareciendo al ejemplo de la gripe que al de la fiebre amarilla.

Ahora sabemos a ciencia cierta que es posible que una persona contraiga el virus, enferme, desarrolle inmunidad, se cure, y pocos meses después vuelva a infectarse por segunda vez.

En los primeros tiempos de la pandemia surgieron observaciones anecdóticas sobre pacientes que parecían haber contraído una segunda infección por el coronavirus después de haber sanado. Pero en aquellas ocasiones, la ciencia optó por la hipótesis más prudente: que esas personas no hubiesen eliminado todos los restos del virus en su organismo y que esa segunda detección correspondiera a trozos rotos del virus que aún no habían desaparecido.

Nótese que «prudente», si se trata de ciencia, tiene un significado distinto que si se habla de salud pública. En este último caso, sin duda lo más prudente era advertir a las personas curadas de la cóvid de que no bajaran la guardia y siguieran tomando precauciones, por si acaso. Por el contrario y desde el punto de vista científico, mientras no se demostrara lo contrario, la hipótesis de los restos virales no eliminados era más prudente que la de una reinfección, un fenómeno en principio más raro.

Pero ya se ha demostrado lo contrario.

Viales de la vacuna candidata rusa Gam-COVID-Vac/Sputnik V. Imagen de Mos.ru/Wikipedia.

Viales de la vacuna candidata rusa Gam-COVID-Vac/Sputnik V. Imagen de Mos.ru/Wikipedia.

En realidad, la demostración es sencilla cuando, en efecto, una persona ha sufrido dos infecciones sucesivas e independientes: basta con secuenciar los genomas de ambos virus, el de la primera detección y el de la segunda, y compararlos. Si es el mismo virus, no podrá concluirse nada con total seguridad. Pero si ambos son virus distintos, formas diferentes del SARS-CoV-2 que están circulando entre la población, entonces queda demostrado que esa persona se ha infectado dos veces. En los primeros casos reportados en primavera no pudieron compararse ambos virus, por lo que no pudo confirmarse la reinfección.

A finales de agosto, investigadores de la Universidad de Hong Kong divulgaron a los medios la confirmación de que un paciente de 33 años, que había contraído el coronavirus hacía cuatro meses y medio y había sanado, se había infectado por segunda vez. A su regreso de España, y al pasar por los test obligatorios a la entrada en Hong Kong, una PCR detectó el virus en su organismo. Al secuenciar su genoma y compararlo con el de la primera infección, los científicos comprobaron que se trataba de dos linajes diferentes (no es correcto hablar de «cepas», ya que los virólogos suelen reservar este término para virus cuyas propiedades biológicas son distintas): el primer virus correspondía a la variante que circulaba en marzo y abril, mientras que el segundo era el que predominaba en Europa durante el verano. Dado que este último ha ido acumulando mutaciones con el tiempo, los investigadores descartan que el paciente pudiera haber adquirido los dos virus al mismo tiempo, antes de que su organismo desarrollara inmunidad.

Aunque debido a la trascendencia de la noticia los científicos comunicaron sus resultados de inmediato a través de los medios, el estudio ha sido aceptado para su publicación en la revista Clinical Infectious Diseases, por lo que podemos darlo por bueno. Pero aunque aún no puede descartarse que se trate de un fenómeno raro, sí sabemos que no es el único: posteriormente se han reportado nuevos casos en Bélgica, Holanda y EEUU.

¿Qué implicaciones tiene esto de cara a las vacunas? O dicho de otro modo: ¿es posible conseguir con una vacuna una protección mejor, más completa y duradera, que con la infección natural?

La respuesta corta: sí, es posible, pero no es lo más habitual, y lo malo es que no siempre es fácil conseguirlo.

La respuesta larga: existen casos en que una vacuna consigue una inmunidad mejor que la infección natural. Por ejemplo, los niños pequeños no logran montar una respuesta inmune extensiva contra ciertas bacterias cuyos principales antígenos son azúcares complejos (polisacáridos) presentes en la membrana celular, porque su sistema inmune aún no ha aprendido a hacerlo. En estos casos, una vacuna que lleve esos azúcares anclados a proteínas consigue estimular el sistema inmune de los niños de un modo más eficaz que la propia infección. En otros casos, la mayor concentración del antígeno en la vacuna que en el propio patógeno consigue estimular una respuesta más fuerte que este; ocurre, por ejemplo, con la vacuna contra el Virus del Papiloma Humano. Las vacunas llevan además sustancias llamadas adyuvantes que potencian la respuesta. Y por último, la vía de administración de la vacuna también puede ayudar a optimizar su efecto.

Pero, en general, lo normal es esperar que una vacuna provoque una inmunidad comparable a la de la infección natural; la ventaja de la vacuna es que permite inmunizarse como si se hubiera pasado la enfermedad, pero sin pasarla y de forma totalmente segura. El sistema inmune es muy complicado, y aún oculta grandes misterios. Y aunque una vacuna no se «descubre», no es un hallazgo afortunado, sino un producto de ingeniería diseñado y fabricado siguiendo recetas estandarizadas de eficacia probada, existe cierto grado de incertidumbre, menor cuanto más se conoce cómo responde el sistema inmune a la infección natural con el patógeno.

Aquí ya se ha comentado que la inmunidad contra el coronavirus en las personas que han pasado la infección aún oculta muchas incógnitas. Algunos estudios han descubierto que los anticuerpos desaparecen rápidamente, en un par de meses, pero ni siquiera este es un asunto cerrado: un reciente estudio en Islandia ha descubierto niveles sostenidos de anticuerpos contra el SARS-CoV-2 cuatro meses después de la infección. Entre la comunidad inmunológica cunde la idea de que probablemente la memoria a largo plazo de la infección con este coronavirus, como ocurre con otros parecidos, podría no recaer tanto en los anticuerpos, producidos por los linfocitos B, sino en los linfocitos T, otro departamento de la respuesta inmune adquirida que tiene un papel crucial y que no se detecta en los test serológicos.

Pero mientras continúa la investigación sobre la inmunidad al virus, ya es un hecho innegable que la reinfección a los pocos meses existe. Y dado que aún no hay motivos para esperar que las vacunas en desarrollo inmunicen mejor que la infección, sería conveniente moderar el tono de los mensajes sobre las vacunas, a veces teñido en los medios de un exceso de optimismo, para no inflar las expectativas. En palabras de los autores del estudio de Hong Kong, «puede que las vacunas no proporcionen una protección de por vida contra la COVID-19».

Entre las incógnitas aún pendientes, queda una crucial, y es si una segunda infección puede pasarse de forma más leve que la primera. En principio, podría e incluso debería ser así; el sistema inmune no olvida del todo: no solo perduran las células B de memoria, esperando en silencio a que el virus aparezca de nuevo para lanzar una segunda andanada de anticuerpos, sino que también las células T pueden prolongar la protección mucho más allá de lo que dura la primera oleada transitoria de anticuerpos. Y esto es posiblemente lo que sucedió en el paciente de Hong Kong, quien ha pasado la segunda infección sin síntomas. Pero por desgracia, esto tampoco es aplicable a todos los casos: un paciente reinfectado en Nevada (EEUU) ha sufrido una cóvid más grave en su segunda infección que en la primera.

En resumen, no perdamos la esperanza de que alguna de las vacunas en desarrollo, o versiones posteriores, consigan una protección fuerte y duradera que nos permita recuperar la vida tal y como era antes. En ocasiones, y si los antígenos clave del virus no varían a lo largo del tiempo, podría bastar con dosis sucesivas de recuerdo para mantener la protección. Pero, por el momento, es más realista moderar las expectativas de que «la» vacuna sea LA solución definitiva contra el coronavirus. Sin duda, las vacunas serán un hito crucial en la lucha contra esta lacra, pero aún ni hay motivos para confiar demasiado en que vayan a protegernos totalmente y para siempre, ni mucho menos en que vayan a borrar el virus del mundo. La lucha deberá seguir: como escribían los autores del estudio del paciente de Hong Kong, «probablemente la COVID-19 continuará circulando entre la población humana, como ocurre con otros coronavirus».

¿Es posible tener una vacuna contra el nuevo coronavirus durante esta epidemia?

El director de la agencia de enfermedades infecciosas de los Institutos Nacionales de la Salud de EEUU (NIH), Anthony Fauci, dijo el viernes en una rueda de prensa que en dos meses y medio podríamos tener una vacuna contra el nuevo coronavirus 2019-nCoV. Las palabras de una figura de la solvencia y el prestigio de Fauci, a quien debemos buena parte de lo que sabemos sobre el VIH y el sida, tienen una sobrada garantía de credibilidad. Pero por si la declaración de Fauci pudiera dar la impresión de que en dos meses y medio cualquiera podrá vacunarse contra la epidemia que ahora tanto preocupa al mundo, conviene una explicación más detallada de qué significan exactamente sus palabras.

Hay una creencia errónea muy extendida que aquí me he ocupado varias veces de desmentir, y es la idea de que la vacuna contra el ébola se creó en un tiempo récord tras el brote de 2014-2016. Esta vacuna, llamada originalmente rVSV-ZEBOV y hoy ya con su marca comercial, Ervebo, ha ayudado enormemente a contener el brote de ébola que comenzó en el Congo en agosto de 2018, y que aún continúa activo, si bien a un nivel residual que no representa una preocupación global.

Pero es importante conocer esto: la plataforma en la que se basa la vacuna del ébola comenzó a desarrollarse en 1996. El trabajo para adaptar esta plataforma al ébola se inició en 2001. En 2003 se solicitó la patente de la vacuna. Once años después de aquello, cuando surgió el brote que tanto atemorizó a la población mundial, la vacuna aún no estaba preparada para su uso general, dado que aún estaba en pruebas. En 2015 se entregaron 1.000 dosis a la Organización Mundial de la Salud como medida de emergencia para tratar de ayudar a la contención del brote. Pero solo con el nuevo brote en 2018 comenzó a utilizarse como una herramienta real de contención en lo que se conoce como un protocolo de vacunación en anillo, que consiste en administrarla al círculo de personas que rodean a los pacientes contagiados.

(Nota: también hay que decir que existe una diferencia esencial entre los brotes de 2014 y 2018, que los expertos ya se encargaron de destacar en su momento. El primero se originó en Guinea-Conakry, un país costero donde la movilidad es bastante alta, mientras que el actual afecta a regiones relativamente aisladas en la profunda selva congoleña).

En resumen: la vacuna del ébola ha llevado más de 15 años de trabajo. El hecho de que ahora la tengamos no es fruto de los esfuerzos puestos en marcha a raíz de la epidemia de 2014, sino que se lo debemos a que el gobierno de Canadá, cuyo sistema de salud pública creó la vacuna, pensó que merecía la pena invertir en este proyecto cuando todos los demás países lo habían desechado considerando que el virus del Ébola no era una preocupación desde el punto de vista del bioterrorismo (se contagia con relativa dificultad y mata demasiado deprisa).

Imagen de John Keith / Wikipedia.

Imagen de John Keith / Wikipedia.

Crear una vacuna ha sido tradicionalmente un proceso muy laborioso, casi artesanal, en el que había que comenzar de cero cada nueva formulación, eligiendo el tipo más adecuado, y luego ir tuneándola a lo largo del proceso hasta obtener la receta perfecta. En general, la idea que se nos presenta en el cine de que durante un brote vírico puede desarrollarse en caliente una vacuna para atajar la expansión de ese mismo brote, es ciencia ficción.

Pero aquí entran los matices que es necesario explicar. Pensemos en esos hospitales que se han levantado en Wuhan en cuestión de días, algo que también parecería una fantasía. Hace unos días, El País publicaba un interesante reportaje en el que expertos en arquitectura explicaban cómo era posible lograrlo. La idea básica era esta: con suficiente dinero y mano de obra, puede hacerse, y si normalmente esto no ocurre aquí no es por imposibilidad, ya que no existe ninguna innovación radical en el proceso aplicado por los chinos, sino sencillamente porque a nadie le interesa construir tan rápido.

La clave del proceso, según explicaban los arquitectos, consiste en emplear elementos prefabricados, de tal modo que no haya que edificar ladrillo a ladrillo, sino que solo sea necesario llevar las piezas al lugar de construcción y montarlas.

Las nuevas tecnologías de vacunas están logrando esto mismo: emplear elementos prefabricados de modo que en cada caso concreto solo sea necesario introducir las piezas específicas de cada virus en una plataforma ya existente.

Este es el camino que comenzó a abrirse con el desarrollo de las vacunas de virus recombinantes o vectores recombinantes. El método consiste en coger un virus modificado, inocuo para el organismo, y disfrazarlo con el traje del virus contra el cual se quiere inmunizar, las proteínas de su envoltura. Una vez introducido en el organismo, invade las células y se reproduce en ellas como un virus normal, provocando una respuesta inmunitaria contra su disfraz, que en el futuro podrá atacar al virus original.

La vacuna del ébola es un ejemplo de este tipo. En el futuro, quizá una mayor estandarización de estos sistemas permita obtener nuevas vacunas de forma más rápida. En el caso del ébola, la plataforma concreta que se ha utilizado se desarrolló durante el propio proceso de crear la vacuna, por lo que ha sido un trabajo largo.

Pero la tecnología de vacunas no se detiene. Desde hace años se vienen investigando las vacunas de ADN, consistentes en introducir directamente en el organismo un ADN que las células pueden utilizar para crear por sí mismas una proteína del virus, de modo que el sistema inmunitario reconoce este elemento como extraño y reacciona contra él, lo que prepara al cuerpo para responder contra el virus completo si llega a presentarse.

En esta misma línea, aún hay un paso más allá, y es utilizar un ARN mensajero (ARNm) en lugar de un ADN. El ARNm es la copia desechable del ADN que las células utilizan para fabricar las proteínas codificadas en los genes. Es decir, con esto se le ahorra a la célula el trabajo de producir el ARNm a partir del ADN vírico; ya se le da hecho. Hasta hace muy poco este enfoque era inviable porque el ARNm es normalmente muy inestable y se degrada fácilmente, pero recientemente se han encontrado mecanismos para hacerlo más resistente y duradero.

Este es el enfoque que emplea la apuesta más ambiciosa de las que ya están en marcha para producir una vacuna contra el nuevo coronavirus 2019-nCoV, la que motivó las palabras de Fauci. La compañía Moderna ha desarrollado una plataforma de ARNm que dice poder adaptar fácilmente para la obtención rápida de una vacuna contra este virus, un proyecto que está llevando a cabo en colaboración con los NIH. Fauci dijo que hasta ahora el proyecto está progresando a la perfección, que ya se ha logrado inducir la respuesta inmune en ratones contra el gen del 2019-nCoV insertado en el ARNm, y se mostró enormemente optimista al afirmar que en solo dos meses y medio podrían comenzar los ensayos clínicos en humanos.

La de Moderna no es ni mucho menos la única vacuna contra el coronavirus que ya está cocinándose en los laboratorios. También de ARNm es la fórmula que desarrolla la alemana CureVac, mientras que la estadounidense Inovio, en colaboración con la china Beijing Advaccine, prepara una vacuna de ADN. Otro enfoque distinto es el de la Universidad de Queensland en Australia, basado en una tecnología llamada molecular clamp, que consiste en crear proteínas del virus y graparlas en su configuración original para que el sistema inmunitario genere una respuesta contra ellas capaz también de reconocer las proteínas en el virus completo. Los investigadores australianos esperan tener una vacuna lista en seis meses.

Por su parte, algunos gigantes del sector también se han sumado a la carrera. Johnson & Johnson ha anunciado el proyecto de una vacuna de vector viral, como la del ébola, y Glaxo Smithkline ha ofrecido además poner su tecnología al servicio de otras partes que puedan contribuir a la obtención rápida de una vacuna.

Algunos de estos proyectos cuentan con la financiación de la Coalición para las Innovaciones en Preparación para Epidemias (CEPI), una entidad público-privada nacida en Davos y con sede en Noruega, que ha lanzado un concurso vigente hasta el 14 de febrero para financiar nuevas propuestas de desarrollo de vacunas contra el 2019-nCoV, por lo que en los próximos días podrían surgir nuevos proyectos. El objetivo de esta entidad es potenciar proyectos capaces de obtener vacunas contra virus emergentes en un plazo de 16 semanas.

En total, a fecha de hoy ya se han anunciado más de una docena de proyectos de desarrollo de vacunas contra el nuevo coronavirus, y vendrán más.

Pero ahora vienen las malas noticias.

Y es que, incluso si proyectos como el de Moderna llegan a término con la insólita rapidez en la que confía Fauci, cuando él hablaba de «llegar a la gente» en dos meses y medio, no se refiere a la distribución masiva de la vacuna, sino al comienzo de los ensayos clínicos.

Los ensayos clínicos de cualquier nuevo medicamento llevan años y años, hasta que puede establecerse sin género de dudas que el producto no causa daños graves y que hace aquello para lo cual se diseñó. En situaciones de emergencia global, como la actual, este proceso puede intentar comprimirse lo más posible. Pero esta posibilidad de compresión tiene un límite. Como ejemplo, tenemos dos casos cercanos en el tiempo.

En 2013, menos de un año después del comienzo del brote del coronavirus del Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS), la compañía Novavax anunció que ya había obtenido una vacuna. Han pasado casi siete años, y la vacuna sigue en pruebas. También en 2013, Inovio anunció que su nueva vacuna había superado los ensayos preclínicos (en animales), y que pronto comenzaría a probarse en humanos. Siete años después, la compañía acaba de anunciar que pronto emprenderá la Fase 2 de los ensayos clínicos, del mínimo de tres fases necesarias antes de que un medicamento comience a administrarse a la gente.

¿Alguien recuerda la epidemia del zika en América en 2015, el virus transmitido por mosquitos que causaba microcefalia en los fetos? Varias compañías se lanzaron entonces al desarrollo de vacunas, y en 2016 teníamos ya varias formulaciones anunciadas. Los NIH de EEUU trabajan nada menos que en seis vacunas distintas. Pero aún no existe una vacuna aprobada contra el zika. Y no porque los productos en desarrollo no estén funcionando, sino porque aún les queda un largo camino de pruebas por recorrer antes de llegar al mercado.

Es más: lo cierto es que ninguna de las compañías startup que cuentan con novedosas plataformas tecnológicas para la creación rápida de vacunas tiene todavía ni una sola formulación aprobada para su uso general en humanos.

La pregunta lógica es: ¿no podría abreviarse todo este proceso de ensayos clínicos? Pero las respuestas son otras preguntas: ¿estaría el público dispuesto a apostar por el posible beneficio de una nueva vacuna, aceptando expresamente el riesgo de un producto no lo suficientemente probado? ¿Estarían las autoridades dispuestas a aceptar la responsabilidad de dar luz verde a productos no lo suficientemente probados? ¿Estarían las compañías dispuestas a asumir el riesgo de perder demandas millonarias, incluso mediando consentimientos firmados?

En resumen, y salvo que mucho cambien las cosas, aunque la tecnología de vacunas esté progresando de un modo que habría sido increíble solo hace unos años, el largo y complejo escollo de los imprescindibles ensayos clínicos seguirá determinando que cada nueva vacuna no sea una esperanza para el presente brote, sino para futuros brotes.