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¿Son eficaces las mascarillas para protegernos de contagios como el del coronavirus?

Decíamos ayer que las mascarillas quirúrgicas, esas que se están vendiendo a millones en todo el mundo, no se inventaron ni están concebidas para protegerse de un contagio, sino para impedir que una persona disemine sus propios microorganismos al entorno. Sin embargo, decíamos también, que algo no esté diseñado para un fin y que resulte completamente inútil para ese fin son, al menos en principio, dos cosas diferentes. Así que hoy toca preguntarnos: en la práctica, ¿sirven las mascarillas para protegernos de contagios como el del nuevo coronavirus 2019-nCoV?

Para empezar, conviene tener en cuenta que no todas las mascarillas son iguales. Lo dicho ayer se refería a las mascarillas quirúrgicas no textiles (de papel), las más utilizadas y que se están vendiendo a mansalva en las farmacias, también en nuestro país. Pero existe otra categoría, los llamados respiradores N95, así llamados porque filtran al menos el 95% de las partículas de un tamaño mínimo de 0,3 micras (300 nanómetros; virus como los de la gripe o los coronavirus ya conocidos miden en torno a los 100 nanómetros). Algunos de estos están también aprobados como mascarillas quirúrgicas. Son así:

Un respirador N95. Imagen de Banej / Wikipedia.

Un respirador N95. Imagen de Banej / Wikipedia.

La compañía 3M, uno de los grandes suministradores de estos materiales, aclara que las mascarillas «están diseñadas para proteger al paciente de los microorganismos exhalados por el profesional de la salud». Es decir, que una mascarilla es útil si la lleva quien ya está afectado por un contagio, y no quienes pretenden protegerse de él.

En cuanto a los respiradores N95, la misma compañía dice que «están diseñados para proporcionar un sellado seguro de la cara al respirador». Esta es una característica que distingue a los respiradores de las mascarillas. Respecto a su uso, 3M apunta que los respiradores N95 «ayudan a reducir la exposición a partículas del aire», y que si se utilizan correctamente pueden reducir en un factor de 10 la exposición a virus como los de la gripe.

Otra pista nos la ofrecen las autoridades reguladoras. En EEUU, el Centro para el Control de Enfermedades (CDC) señala que las mascarillas quirúrgicas pueden proteger frente a grandes salpicaduras de fluidos, pero que «no están diseñadas para capturar un alto porcentaje de pequeñas partículas, lo que significa que no protegen al usuario de respirar partículas del aire transmitidas por la tos o el estornudo». El CDC añade que estas mascarillas no ofrecen un buen sellado sobre la cara, por lo que «no previenen las fugas alrededor del borde de la mascarilla cuando el usuario inhala». En conclusión, quienes usen estas mascarillas «no estarán protegidos contra la exposición a enfermedades transmisibles por el aire».

En cuanto a los respiradores N95, el CDC apunta que ofrecen un mayor nivel de protección, pero que «incluso un respirador N95 adecuadamente ajustado no elimina por completo el riesgo de enfermedad o muerte». Este organismo subraya además otras consideraciones importantes; en primer lugar, «los respiradores N95 no están diseñados para niños ni personas con pelo facial». Además, es esencial tener en cuenta que, una vez puesto, «el usuario nunca debe tocar la parte frontal contaminada del respirador con las manos desnudas. Las manos deben lavarse después de ponerse y quitarse el respirador».

En resumen, y por si quedara alguna duda, «el CDC no recomienda de forma general utilizar mascarillas o respiradores para uso casero o en comunidades», sino solamente para los profesionales de la salud.

Por último, ¿qué dicen los estudios? No hay demasiados datos sobre la eficacia de mascarillas y respiradores contra distintos tipos de infecciones, y los que hay no son inmediatamente aplicables a las situaciones cotidianas en las que suelen utilizarse, donde además el uso de las mascarillas o los respiradores no es necesariamente el correcto.

Los datos experimentales en el laboratorio son escasos, ya que por razones de seguridad muchos ensayos se han llevado a cabo con un virus inocuo para los humanos llamado Phi X 174, que solo infecta a las bacterias. En 2018, un estudio comparó los resultados con este virus con los de un virus inactivado de la gripe, y encontró que la eficacia de las mascarillas contra este virus humano es menor. Dada la similitud de tamaño entre los coronavirus ya conocidos y los de la gripe, en principio no hay motivos para sospechar grandes diferencias.

Wuhan, enero de 2020. Imagen de SISTEMA 12 / Wikipedia.

Wuhan, enero de 2020. Imagen de SISTEMA 12 / Wikipedia.

Por su parte, algunos ensayos clínicos en situaciones reales sugieren que en ciertos casos concretos el uso de las mascarillas puede ser ventajoso. En 2008, un estudio clínico dirigido por la experta en bioseguridad de la Universidad de Nueva Gales del Sur (Australia) Raina MacIntyre descubrió una mayor protección frente al contagio de gripe dentro de una misma familia entre quienes utilizaban mascarillas que en el caso contrario, curiosamente sin encontrar diferencias significativas entre las quirúrgicas y las N95.

Otro estudio en 2009 encontró un contagio reducido cuando al uso de mascarillas se unía un frecuente lavado de manos, aunque los autores reconocían que el cumplimiento de las medidas por parte de los pacientes no fue estricto. Los resultados de otra investigación clínica dirigida también por MacIntyre concluyeron que las mascarillas podrían reducir el contagio dentro de una misma familia en los casos graves de pandemias, pero no pudo descartar que esta reducción se debiera no a la mascarilla en sí, sino al menor contacto de las manos con la cara.

Pero incluso teniendo en cuenta estos resultados positivos, la propia MacIntyre ha advertido de que también en ciertos casos el uso de mascarillas puede ser más perjudicial que no llevarlas. En 2019, un estudio dirigido por esta experta descubrió que «los patógenos respiratorios en la superficie exterior de las mascarillas médicas usadas pueden resultar en una autocontaminación», en la línea de lo dicho antes sobre tocar el exterior de la mascarilla.

Y el del propio virus no es el único riesgo: según contaba MacIntyre a Forbes, las mascarillas absorben humedad en la que pueden crecer bacterias patógenas, directamente frente a nuestras vías respiratorias. Un estudio en 2003 encontró que la cara exterior de las mascarillas usadas por los dentistas, quienes normalmente no trabajan con pacientes infecciosos, estaba contaminada por estreptococos, estafilococos y otros microbios potencialmente peligrosos. Y con las mascarillas de tela puede ser aún peor.

En resumen, y aunque la emergencia sanitaria global declarada ayer por la Organización Mundial de la Salud frente al avance del coronavirus 2019-nCoV no es sino una medida lógica y necesaria, destinada a poner en marcha las medidas de prevención y contención, si hay algo cierto es que los expertos vienen advirtiendo desde hace años de la certeza de nuevas futuras pandemias que van a convertir el actual estado de alerta en algo relativamente frecuente.

De hecho, y a pesar de todo el revuelo en torno al 2019-nCoV, el riesgo que más continúa preocupando a los expertos es el de las nuevas gripes, con gran facilidad de transmisión y potenciales de letalidad mayores que el del nuevo coronavirus. Frente a todo ello y dejando de lado las mascarillas, estas son las medidas de prevención que recomienda el CDC, extensibles también a lo recomendado por otras autoridades:

  • Lavarse las manos con frecuencia con agua y jabón durante al menos 20 segundos. Si esto no es posible, utilizar un desinfectante de manos con al menos un 60% de alcohol.
  • No tocarse los ojos, la nariz ni la boca con las manos sin lavar.
  • Evitar el contacto estrecho con personas enfermas.
  • Quedarse en casa cuando uno esté enfermo.
  • Cubrirse la nariz y la boca con un pañuelo de papel para toser o estornudar, y arrojar inmediatamente el pañuelo a la basura.
  • Limpiar y desinfectar los objetos y superficies que se toquen con frecuencia.

Esto es para lo que realmente sirven las mascarillas quirúrgicas

En las últimas semanas se ha convertido en una imagen habitual en los informativos: personas con mascarillas por miedo al contagio del nuevo coronavirus 2019-nCoV. En el lejano Oriente no es una novedad, ya que allí son muy populares desde hace años; se llevan para proteger las vías respiratorias de la contaminación del aire en las ciudades, pero también como artículo de moda, que tampoco hay que buscarle tres pies al gato sobre por qué nos ponemos las cosas que nos ponemos; otros llevamos el pelo largo y nos hacemos trenzas.

Pero en los últimos días, las mascarillas han comenzado a extenderse por el mundo, y ya se habla de que en España sus ventas han aumentado un 350% y se están agotando en las farmacias, como un efecto más de la histeria colectiva en torno al coronavirus.

Personas con mascarillas quirúrgicas en Hong Kong durante el brote de coronavirus 2019-nCoV. Imagen de Chinanews.com / China News Service / Wikipedia.

Personas con mascarillas quirúrgicas en Hong Kong durante el brote de coronavirus 2019-nCoV. Imagen de Chinanews.com / China News Service / Wikipedia.

Obviamente, llevar una mascarilla difícilmente puede causar ningún mal a quien se la pone, más allá de la lógica molestia de llevar algo sobre la cara, sobre todo para quienes tengan alguna dificultad respiratoria. Pero, al menos, a quienes decidan cubrirse sus orificios faciales con uno de estos adminículos podría interesarles saber para qué sirven en realidad, y por lo tanto cuál es el uso para el que están concebidas y el beneficio que pueden aportar.

Y no, no es para protegerse del contagio de un virus.

Remontémonos a la segunda mitad del siglo XIX, cuando los bichitos microscópicos causantes de enfermedades aún eran una curiosa teoría que a muchos médicos y científicos les parecía divertida, pero poco más que pura fantasía. Por entonces, las infecciones postoperatorias se llevaban al otro barrio a la mitad de las personas que pasaban por una mesa de operaciones. La medida más sofisticada que se empleaba contra las infecciones era abrir las ventanas para ventilar, y que el viento se llevara las miasmas, el aire pútrido de las heridas que provocaba estos males. Los cirujanos no se lavaban las manos, se limitaban a ponerse sobre la ropa una bata con sus buenos restos de sangre y pus, en cuyos ojales colgaban los hilos de sutura, y cuando había que utilizar las dos manos, el bisturí se agarraba con los dientes.

En eso que llega Joseph Lister, el padre de la esterilización quirúrgica. Hoy puede sonarnos por el Listerine, pero lo cierto es que, ni lo inventó él, ni le pidieron permiso para utilizar su nombre; no tuvo la precaución de registrarlo como marca comercial. Lister creía en los bichitos cuando muchos otros aún no. Y las prácticas de esterilización que él comenzó a introducir han sido sin duda uno de los avances que más vidas han salvado en la historia de la humanidad.

Sin embargo, no bastaba con esterilizar el material y el campo de operaciones; la boca y la nariz del cirujano y sus asistentes sobre las heridas abiertas del paciente eran una más que probable fuente de transmisión de microorganismos. Esto fue lo que pensó el cirujano francés Paul Berger, quien en octubre de 1897 se calzó por primera vez una mascarilla quirúrgica, consciente de que al hablar se lanzaban gotitas de saliva y de que se había descrito en este fluido la presencia de microorganismos.

Desde Berger hasta hoy, las mascarillas se han convertido en un accesorio obligatorio en los procedimientos quirúrgicos, junto con otro conjunto más amplio de medidas de contención y esterilización para evitar la entrada de microorganismos en las heridas del paciente.

En resumen: la mascarilla quirúrgica sirve para que la persona que la utiliza no contamine su entorno con sus propios microorganismos. Y no al revés.

Vayamos ahora a los laboratorios. Las mascarillas no suelen ser de uso habitual, dado que para no contaminar aquello susceptible de ser contaminado, como los cultivos celulares normales, se emplean otras medidas más eficaces como campanas de flujo de aire que evitan el contacto de la respiración del operador con los materiales que está manejando. Cuando en los laboratorios se quiere obtener un líquido libre de microorganismos y no es posible esterilizarlo por calor, se hace pasar a través de sofisticados filtros con un tamaño de poro muy pequeño, capaz de impedir incluso el paso de los virus.

Pero obviamente, los científicos y técnicos que trabajan con agentes patógenos peligrosos no llevan mascarillas, sino trajes sellados de alta seguridad biológica con respiradores, y lo hacen en instalaciones de alto nivel de contención que están dotadas de otros sistemas para evitar infectarse con los microorganismos que manejan.

Entre otras razones, los microbios no solo pueden entrar por la nariz o la boca. Sobre todo, la mucosa de los ojos, una capa de tejido vivo, es un gran mostrador de recepción para la bienvenida de toda clase de bacterias y virus. Y como es lógico, no puede uno taparse los ojos con una mascarilla.

La idea de la mascarilla para protegerse de un contagio tiene un precedente histórico ilustre que hoy se ha convertido en uno de los disfraces más populares del carnaval de Venecia (y en uno de los souvenirs más vendidos allí): la máscara con pico que los médicos empleaban en el siglo XVII para tratar a los enfermos de peste sin contraer la enfermedad. La peculiar forma de la máscara tenía por objeto que el hueco se rellenara con hierbas aromáticas y perfumes para matar las miasmas; aromaterapia del siglo XVII. Naturalmente, la máscara no protegía en absoluto del contagio de la peste. Pero con todo, hay que decir que los médicos del XVII iban mejor protegidos que los portadores de mascarillas actuales, ya que su máscara llevaba lentes para resguardar los ojos, y se acompañaba con guantes, botas y traje de cuero cuyos resquicios se sellaban con cera; fue un digno antecesor de los trajes de bioseguridad de hoy.

El médico de la peste, grabado de 1656. Imagen de Wikipedia.

El médico de la peste, grabado de 1656. Imagen de Wikipedia.

En conclusión: quien pretenda evitar un contagio, como el del actual coronavirus, poniéndose algo en la cara, no debe ponerse esto, una mascarilla quirúrgica como las que parecen estar vendiéndose a mansalva:

Mascarilla quirúrgica. Imagen de AlexChirkin / Wikipedia.

Mascarilla quirúrgica. Imagen de AlexChirkin / Wikipedia.

Sino esto, un respirador con protección ocular:

Máscara respiradora. Imagen de NIOSH, NPPTL / Wikipedia.

Máscara respiradora. Imagen de NIOSH, NPPTL / Wikipedia.

Ahora bien, reconozcamos que el hecho de que las mascarillas quirúrgicas no estén pensadas, concebidas ni diseñadas para proteger a su portador de un contagio, no implica necesariamente que no puedan proteger en algún grado. Pero ¿pueden? Mañana lo veremos.

«Hemos aprendido mucho del ébola»

Javier Limón con la ventana entreabierta. (GTRES)

Javier Limón con la ventana entreabierta. (GTRES)

Ahora que la recuperación de Teresa Romero parece al alcance de la mano, y aunque aún deberemos esperar el diagnóstico del nuevo contacto sospechoso, parece que el brote de ébola en España va a dar un paso hacia la siguiente fase, la hora de recapitular. «Con este caso del ébola estamos aprendiendo muchas cosas, estamos sacando conclusiones y acumulando mucha experiencia en poco tiempo», me cuenta Fernando Usera, jefe del Servicio de Protección Radiológica y Bioseguridad del Centro Nacional de Biotecnología (CNB-CSIC). «Yo creo que este brote va a finalizar satisfactoriamente, aunque puede que haya más contagios porque la fuente sigue activa en África», señala.

Usera es uno de los profesionales que participaron en la implantación de los protocolos de bioseguridad en el Hospital Carlos III cuando este comenzó a alojar pacientes infectados de ébola. Y ante todo, insiste en defender la actuación de los sanitarios: «Han aparecido informaciones poco contrastadas y de forma muy atropellada. Mi percepción es que allí trabajan profesionales muy valientes con mucha vocación y bajo enorme presión y estrés». Usera reconoce que ha sido necesario acelerar la curva de aprendizaje –«De cómo empezaron a trabajar a cómo están trabajando ahora no hay color»–, pero confía en que esta etapa está superada: «La formación va a mejorar; esta semana se empezará a dar formación al personal asistencial en la Escuela Nacional de Sanidad».

Un asunto diferente es el de las instalaciones. «Hay que mejorarlas y se están mejorando», apunta Usera. «Se han tenido que mejorar sobre la marcha, sacando cuatro nuevos boxes de aislamiento con esclusas más grandes». Pero es evidente que el Carlos III no fue diseñado para el fin que las circunstancias le han obligado a cumplir, lo que supone un hándicap, como notaron los expertos del Centro Europeo para la Prevención y el Control de Enfermedades (ECDC) que visitaron el hospital madrileño y concluyeron que la infraestructura no es adecuada para el tratamiento de pacientes con ébola.

Respecto a las instalaciones del hospital, en días pasados pudimos ver fotos que mostraban las ventanas abiertas a las que se asomaban los pacientes sin síntomas pero bajo vigilancia preventiva. Esta visión contrasta con la de las ventanas selladas del Texas Health Presbyterian Hospital de Texas, donde se está tratando a los enfermos de ébola en EE. UU. Explico por qué estas imágenes me han resultado chocantes. El CNB, donde hice mi tesis doctoral, fue en su momento –principios de la década de 1990– una instalación puntera en España en materia de bioseguridad. Ahora recuerdo con estupor retroactivo que en el viejo Centro de Investigaciones Biológicas (CIB) de la calle Velázquez, uno de los lugares donde trabajé antes de recalar en el CNB, debíamos cruzar el soportal exterior en plena calle Joaquín Costa llevando en la mano muestras de células marcadas con isótopos radiactivos o sustancias químicas más bien poco saludables, como acrilamida o beta-mercaptoetanol.

Frente a las viejas infraestructuras de investigación que debieron ir acomodándose a los tiempos, el CNB se diseñó desde el comienzo con instalaciones de Nivel de Contención Biológica 2 o NCB2, lo que se conoce popularmente como P2. Este centro dispone de superficies impermeables y no porosas, un sistema de ventilación que permite aplicar presiones negativas, e instalaciones de emergencia tales como baños de ojos, entre otras medidas. Los cuartos de cultivo, donde se trabaja con células animales vivas, tienen esclusas de acceso, campanas de filtración estéril y sistemas de vacío para residuos. Usera me aclara que en este momento el CNB dispone de siete laboratorios NCB2 además del invernadero y la zona de inoculados del animalario, y de un laboratorio de nivel 3 que ya cuenta con quince años de experiencia y en el que se trabaja con organismos peligrosos como coronavirus, SARS, MERS, tuberculosis y hepatitis C. Un detalle importante es que todas las ventanas del CNB están selladas; no pueden abrirse, lo que explica mi extrañeza al ver las imágenes de las ventanas abiertas del Carlos III.

Sin embargo, Usera me aclara que esta imagen resulta chocante para mi mentalidad de antiguo investigador, pero que en realidad no tiene nada de raro. «Para los pacientes asintomáticos no hace falta que haya estanqueidad», precisa Usera. «Otro caso es el de Teresa Romero, que tiene la ventana bloqueada, eso te lo aseguro; independientemente del hecho de que la ventana pueda abrirse y no debería poderse». Pero ¿dónde queda entonces el nivel de contención? «Hay mucha confusión con esto», señala Usera. «Los niveles de contención del 1 al 4 se crearon en EE. UU. a partir de la Segunda Guerra Mundial para los laboratorios industriales y de investigación, pero no se aplican a los hospitales; en estos se hace una evaluación de riesgos y se implantan medidas de contención biológica siguiendo la legislación, pero no se definen niveles porque no se podría tratar a los pacientes: por ejemplo, si hay que intubar, esto rompería la norma del nivel 4, y en el caso de un enfermo el objetivo es curarle como sea». «No tiene sentido lo que se ha dicho de que España no tiene un hospital de nivel 4, es absurdo», añade el experto.

Pese a todo, no cabe duda de que la crisis del ébola nos ha sorprendido sin la preparación suficiente para afrontar epidemias de otras enfermedades con mayor facilidad de contagio, como el SARS, la tuberculosis o las formas más virulentas de gripe, o incluso posibles ataques bioterroristas. Por tanto, queda comprobar si la recapitulación de todo lo ocurrido resultará en reemplazar improvisación por previsión. Usera aún no se atreve a apostar si el Carlos III se confirmará como hospital de referencia para dolencias como el ébola. «Imagino que sí, pero todavía no se ha decidido», dice. «Con una reforma de obra bastaría para adecuarlo».

Por el momento, los expertos van a llevar las conclusiones aprendidas al 2º Congreso Nacional de la Asociación Española de Bioseguridad (AEBioS), que se celebrará a finales de este mes en Barcelona. Cuando se programó esta cita, seguramente nadie podía imaginar que la bioseguridad estaría más de actualidad que nunca en España debido a la irrupción de un visitante indeseable. «Seguro que se tratará el tema del ébola, pero la postura oficial es que está demasiado fresco porque aún no ha terminado; es conveniente reposar un poco todo lo que ha ocurrido para verlo con una perspectiva más global», reflexiona Usera, quien se muestra partidario de organizar dentro de unos meses un ciclo de jornadas para estudiar las lecciones aprendidas.