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Tener tatuajes ya no te va a impedir conseguir trabajo

No, mamá, hacerme un tatuaje no va a ser un impedimento cuando esté buscando trabajo.

Si tu madre es como la mía, de esas que relacionan los tatuajes con la delincuencia, pese a que tú que eres su hija (y más buena que el pan) solo te hayas tatuado una mariposa en el pie, esto va para ella.

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[Un momento… ¿aún no me sigues en Instagram, Twitter o Facebook?]

Señoras del mundo: tener tatuajes no es un problema a la hora de conseguir que nos contraten, así que dejad de repetírnoslo cuando os contamos que vamos a continuar el tatuaje del hombro a lo largo del brazo.

Podemos encontrar dificultades a la hora de encontrar trabajo por cómo están las cosas en España, pero no por los tatuajes, de verdad, podéis quedaros tranquilas.

Afortunadamente, la concepción que se tenía de ligar los tatuajes a presidiarios ha disminuido gracias a que nosotros, millennials, nos hemos tatuado con una pasión y una continuidad como ninguna otra generación antes.

Pero para tener seguridad plena sobre el tema, la revista americana Human Relations ha publicado un estudio que se encargaba precisamente de analizar cómo eran percibidos los tatuajes en el ámbito laboral.

Ni el número de tatuajes, ni el lugar donde tienes el diseño (es decir, si son visibles o no) estaban relacionados con ningún tipo de discriminación en el trabajo o menor tasa de empleo.

De hecho, los tatuajes parecían ser una pequeña ventaja ya que el estudio demostró que la gente con tatuajes trabajaba más horas y días al año que aquellos que no estaban tatuados (estamos acostumbrados al sufrimiento, seres no tatuados).

Aunque haya empezado hablando de nuestras madres (os adoramos), el cambio en la percepción no es que se haya dado en treinta años ni mucho menos.

El último estudio que se hizo al respecto fue en 2006 (es decir, ayer) y su resultado fue que el 80% de los participantes pensaban en los tatuajes a la vista como algo negativo.

Así que ahora que los tatuajes son aceptados en el lugar de trabajo (a no ser que hagas algo del tipo Guardia Civil), el diamante del hombro o tu nombre en chino no se van a interponer a la hora de conseguir tu trabajo soñado.

«Los docentes aportan mucho más que la apariencia»

«A mí me dicen que no puedo ir con vaqueros y monto la de Dios» me dice G. V., que lleva 33 años trabajando de docente en Madrid, a raíz de la medida que han tomado dos colegios concertados de la Comunidad, instando a sus profesoras a vestir con «recato».

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La circular, que dicta que «no es conveniente el uso de pantalones vaqueros, mallas o pantalones muy ajustados«, subraya también que es «preferible» evitar «transparencias, escotes pronunciados, hombros al aire, camisetas de tiras o ropas excesivamente ajustadas».

«No tiene que ser ni el colegio ni nadie quien establezca la forma de vestir«, reitera G. V.. «Un colegio privado puede marcar unas directrices, pero es absurdo que en uno que recibe financiación pública te digan nada. A mí jamás me han dicho nada respecto a la ropa, y cuando trabajaba en la privada, en el CEU, tampoco».

La profesora opina que, al igual que en cualquier otro trabajo, lo suyo es «vestir con decoro». Pero ante la recomendación de la circular que sugiere que las docentes lleven faldas o vestidos que «como mínimo» bajen hasta la rodilla porque, según la circular, «La feminidad es una cualidad destacada en la mujer que debemos potenciar», la docente se pregunta irónicamente: «¿Y el rosario? ¿Dónde lo dejamos?»

«Me parece que trata a la mujer como mujer florero. Tú cuando das clase vas a explicar cosas independientemente de tu género«.

A. M., de 25 años, que lleva dos trabajando de profesora en distintos centros, considera la medida «incoherente. Me parece mal no, lo siguiente. Entiendo que ir con vaqueros pueda estar peor visto porque es una prenda casual y quieran que los profesores vayan más formales, como pasa en el colegio Greenwich (centro concertado), que me comunicaron en la entrevista que no se podía dar clases con vaqueros, pero que las profesoras tengan que ir con faldas por la rodilla no tiene sentido«.

«¿Les van a dar una paga extra del colegio para que renueven el armario? Se entiende que cuando vas a trabajar como profesora, o de lo que sea, vas a vestir normal, no como si salieras de fiesta».

«Están mirando hacia el sitio equivocado. Los docentes aportan mucho más que la apariencia. Deberían centrarse en la que es su función, la educación de los alumnos» afirma la profesional.

«Llevar un tatuaje es como quedarse calvo, te acabas acostumbrando»

Javier González Campos, alias Tallahassee Tattoo, prepara las agujas de diferentes grosores mientras miro los libros de pintura que se acumulan en su librería, una base de datos que sería la envidia de cualquier pinacoteca.

El artista, que compatibiliza el grado de Restauración con clases de dibujo, se ha reciclado como tatuador. «Un tatuaje es un dibujo, pero hay que dominar la máquina» dice mientras prueba el pedal y el zumbido chirriante alcanza mis oídos por primera vez. Será el comienzo de una sinfonía metálica de varias horas. «En un cuadro el error hasta enriquece, en un tatuaje no. Te tienes que ceñir a una idea y hay que ser preciso».

MARA MARIÑO

MARA MARIÑO

«Todos empezamos con piel sintética o piel de cerdo para hacernos un poco a la máquina, pero como aprendes es tatuando en gente, con el típico amigo un poco inconsciente que se deja». Le pregunto por qué con gente y me hace saber que las ‘pieles’ humanas somos lienzos que, además de respirar, podemos estar moviéndonos sin darnos cuenta: «La gente se mueve cuando siente el dolor y hay veces que tienes que parar. Alguna vez me ha pasado que se han mareado y han llegado a caerse».

Son el menor número de casos, y, por suerte, el mío no es uno de ellos. Los movimientos o las ‘pieles complicadas’, son algunos de los mayores retos para los tatuadores «pieles ya tatuadas, cicatrices, pieles de gente más mayor…» enumera.

Mientras me habla voy notando los trazos en el costado. Aunque la mayoría producen un dolor soportable, los que se acercan a la axila me hacen sentir como si estuvieran siendo trazados con un bisturí. Procuro distraerme leyendo los cantos de los libros de pintura.

¿Qué hay que hacer para ser tatuador? «En España no hay una formación oficial como tal, lo que hay son cursos pero a nivel privado» aclara. El precio de estos oscila entre 3.000 y 5.000 euros por uno o dos meses con clases de todo tipo que incluyen desde técnicas y prácticas hasta Historia del tatuaje. «Para trabajar en un estudio tienes que tener el Curso Higiénico Sanitario, además de estar dado de alta como autónomo, aunque haber hecho uno de esos cursos es opcional». A eso hay que sumarle que hay que tener las vacunas del tétanos y de la Hepatitis B al día «por lo que te puedan contagiar» dice el tatuador.

El ex-estudiante de Bellas Artes «no imaginaba que un tatuaje sería tan creativo, tan artístico. Antiguamente los tatuadores cogían una imagen y la calcaban una y otra vez, ahora se llevan diseños personalizados. Que haya tatuadores que vienen de haber estudiado Artes es algo que se nota».

Aunque en Oriente tatuarse tiene una historia de miles de años, en Occidente forma parte de la cultura más reciente: «Creo que ya está aceptado, aunque en otros países más que en España. El arte en España no se valora una mierda. Por ejemplo, por un cuadro que te ha llevado uno, dos o los meses que sean, la gente se lleva las manos a la cabeza cuando pides una cantidad de dinero, mientras que, por un tatuaje, está más asimilado y hay más predisposición por parte de la gente a pagar».

I hope in some days i'll be back to Sardinia… #gvlifestyle

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Aunque el tatuaje está totalmente integrado no solo en la moda actual sino en nuestra propia cultura, «hay gente que insiste en que el tatuaje ha de ser profundo y significar algo. Yo en cambio estoy a favor del tatuaje meramente estético, veo peor las operaciones de estética, que hay gente que acaba con la cara totalmente deformada».

«Llevar un tatuaje es como el que se queda calvo, estás acostumbrado a una percepción de ti mismo y tienes que hacerte a algo que va a estar ahí para siempre«.

«Si trabajas de imagen es porque solo vales para eso»

[Lugar: una conocida discoteca madrileña. Hora: entre las dos y las tres de la madrugada.]

Llevo dos horas subida a unos tacones de 10 centímetros dentro de un vestido que escandalizaría a todas y cada una de las monjas de mi colegio junto a tres compañeras. Trabajamos como azafatas de imagen en una acción promocional de una marca de cerveza cambiando las consumiciones por botellas de tercios y realizando sorteos de entradas dobles para un festival.

MARA MARIÑO

MARA MARIÑO

Por la puerta entra todo tipo de gente: rebotados de la Oktoberfest del Palacio de los Deportes, guiris, cuarentañeros, amantes de la música indie… y en ocasiones, todo junto.

Encontramos gente en todos y cada uno de los estados de ebriedad posibles: desde los más amigables hasta los que se nos quedan mirando con cara de pez mientras se tambalean. No nos queda otra que echarle paciencia y ganas, que se note la proactividad de la que presumimos tanto en los currículos.

En una de estas, me habla una de mis compañeras (cuando digo «hablar» me refiero a hablar a voz en grito, la única forma de comunicarse en una discoteca). Uno de los clientes de la discoteca le ha soltado que si trabajamos de azafatas de imagen es porque solo valemos para eso. Me mira dolida y reconozco en ella la cara que he puesto alguna vez cuando me han dejado caer comentarios del estilo trabajando en otras ocasiones.

Le pregunto qué le ha respondido y me dice que se rió y lo dejó pasar. Me duele pero la entiendo. No queda otra, estamos trabajando, no nos representamos a nosotras, sino que representamos a la marca que haya pagado a la agencia esa noche y no podemos tomarnos la libertad de reaccionar como lo haríamos fuera y dejar mal a nuestros jefes con los clientes.

«Para otra dile que estamos trabajando y que si te faltan al respeto tendrás que llamar a seguridad» le digo mientras la cojo del hombro para reconfortarla. Asiente y se va algo cabizbaja mientras me hierve la sangre por dentro no solo por ella sino solo por el hecho de que tengamos que aguantar este y otro tipo de improperios sin perder la sonrisa. Como cuando trabajando nos piden el teléfono y si dices que no lo das es, según algunos, «porque te estás haciendo la interesante con eso de que estás en horario laboral». Parece que a estas alturas, muchos siguen sin comprender que un «No» es un «No». E incluso sacan el teléfono y te dicen que disimuladamente les vayas dictando los números. No, no y no.

Otro se me acerca y me pregunta qué hago además de trabajar de azafata. «Soy periodista» afirmo convencida. Trabajo de azafata pero no es lo que me define, porque decir que solo servimos para estar de imagen en una discoteca es como decir que un basurero solo sirve para limpiar mierda.

De todos los años que llevo trabajando de esto no he conocido a ninguna azafata que no tuviera claro que era un trabajo temporal. Algo que te apaña por unos años por lo fácil que es compatibilizarlo con la vida universitaria. Pero si tenemos algo claro es que no es una profesión de la que puedas vivir a largo plazo. Al menos no mucho tiempo a no ser que termines en una compañía de transporte, por lo que todas tenemos unos estudios u otros trabajos al tiempo que trabajamos de azafatas.

Quitando que es algo que hacemos en un momento concreto de nuestras vidas, he conocido mujeres preciosas, pero preciosas de verdad. Pero no solo preciosas por fuera, sino por dentro y además, algunas de ellas, brillantes. Una de mis amigas más queridas, a la que conocí trabajando de azafata para un equipo de fútbol, estuvo seis meses en Nueva York en un voluntariado levantando casas, la misma que, además de arquitecta sobresaliente, tiene de lectura ligera los libros de Stephen Hawking. Y es solo un ejemplo.

He compartido uniforme con futuras doctoras, ingenieras, publicistas, maestras, diseñadoras, activistas… Mujeres fuertes, amables, educadas, alegres, y todas y cada una de ellas me han parecido que valían para algo más que para hacer un pase de micrófonos o entregar regalos en un evento.

Quiero pensar que muchos todavía se dejan llevar por los tópicos fáciles, por el «las guapas son tontas» y «si lleva gafas es lista», porque juzgar una apariencia es y será más fácil y rápido que molestarnos en conocer a la persona que tenemos delante.

Y si no quieren conocerla, bien. Están en su derecho, pero para otra, que no falten al respeto, que a fin de cuentas mientras ellos están disfrutando de su tiempo de ocio nosotras estamos en nuestro horario de trabajo.

No confundas mi sonrisa falsa y mi lenguaje corporal profesiona. Te golparía en la garganta si no fuera porque sé que perdería mi trabajo. SOMEECARDS

«No confundas mi sonrisa falsa y mi lenguaje corporal profesional. Te golpearía en la garganta si supiera que no perdería mi trabajo». SOMEECARDS

‘Instagram husband’, alquiler de maridos para la Semana de la Moda

Desde que el mundo es mundo, el ser humano trata de relegar las tareas que no quiere hacer a otros, ya sea haciendo la ‘táctica de la comadreja’, es decir, mirando a otro lado y dejando que los proyectos de tecnología los haga el resto del grupo mientras tú solo compras los palillos de dientes para la maqueta, o pagando por ello.

Esto último va desde cuando le ofreces unos céntimos a tu hermano pequeño por que haga algo que te da mucha pereza hasta a pagar grandes sumas como cuando necesitas que te monten ese mueble de Ikea o que te instalen la caldera.

Un 'marido' de Instagram con las manos en la cámara. TASKRABBIT

Un ‘marido’ de Instagram con las manos en la cámara. TASKRABBIT

Uno de los nuevos empleos que podíamos encontrar en la web TaskRabbit era el de Instagram husband, es decir, un ‘marido’ (o mujer) que te hace fotos en la Fashion Week de Nueva York.

¿Y por qué iba alguien a necesitar eso? Os explico. ¿Sabéis cuando vais de viaje y empezáis a pedir a los amigos que os hagan una foto en cualquier lado y acaban mandándote a paseo a la milésima foto? Y eso si vas con gente, que cuando viajas solo no queda otra que pedírsela a los desconocidos que van tranquilamente por la calle, lo que resulta en unas fotos que nunca, nunca, NUNCA, salen bien.

Pero claro, todos somos educados (en mayor o menor medida), y ya que ha hecho el esfuerzo de pararse y disparar no te vas a poner con exquisiteces cuando ves que sales medio bizca o que tendrás un trozo del dedo de tu fotógrafo improvisado de recuerdo. Al final acabas recurriendo al selfie y tu álbum es una sucesión continua de primeros planos de tu cara ojerosa.

Por 45 dólares la hora la web te permitía contratar a un profesional que además del servicio de fotografía, se encargara de las bolsas. Algo que puede parecer una tontería, pero cuando vas a una semana de la moda, entre revistas que gorroneas, muestras y regalos aleatorios que pueden ir desde una caja de pañuelos hasta una botella de agua de edición especial, acabas más cargada que unos padres primerizos en el primer día de playa.

Para aquellos que tienen una pareja que les suele echar una mano (y mucha paciencia para hacerles fotos hasta que salga una que les guste) puede parecer una tontería de trabajo. Para todos los demás, y hablo también en mi caso, no me parece una mala idea.

Perdí un trabajo por tener poco pecho

La semana pasada se revolucionaban los medios al conocer que una recepcionista británica fue despedida por negarse a llevar tacones en su puesto de recepcionista. Un despido que parecía absurdo y de tintes claramente machistas ya que ese calzado no aporta ningún beneficio para las trabajadoras.

No pude evitar acordarme de una situación parecida que viví hace unos años. Los que me conocéis sabéis que al poco de empezar la carrera compaginé los estudios con trabajos de imagen.

En uno de ellos formaba parte de la plantilla de azafatas VIP del estadio de fútbol de un conocido equipo madrileño, lo que equivalía a cobrar unos 10 euros la hora. “¡Qué chollo!” pensaréis. A las cuatro horas de estar inmóvil sobre unos tacones de aguja de 14 centímetros las piernas duelen como si te estrujaran los gemelos entre dos rodillos industriales. Al día siguiente del partido, a muchas incluso nos costaba andar.

Pero eran gajes de mi trabajo y lo tenía asumido. Como también asumía que tenía que pintarme como una puerta cada vez que había fútbol. Yo, ¡que nunca me maquillo! Entre que siempre he disfrutado trabajando de cara al público y que podía ver jugar a mi equipo, estaba contenta con mi trabajo.

Estuve dos temporadas enteras taconeando de tribuna a tribuna, aguantando partidos con un uniforme de lycra que daba más calor que el infierno y otros que, del frío que hacía, no me dolían los tacones porque había perdido la sensibilidad en los pies. Dos temporadas sonriendo a la gente más maleducada, irrespetuosa, babosa y borracha que podáis imaginar. He soportado faltas de respeto que si me hubieran pillado fueran del estadio, se habrían saldado con una bofetada en la cara del sobón de turno.

Pero la peor de todas no vino de los asistentes. Durante un partido me ofrecieron trabajar en uno de los palcos privados (los que pertenecen a empresas o a los jugadores). No era la primera vez que llevaba un palco, por lo que, tras conocer las peculiaridades de aquel, no tuve problema en realizar el trabajo.

Básicamente consiste en estar de pie detrás de la barra sirviendo bebidas a los ocupantes del palco que oscilan entre 10 y 12 personas mientras de vez en cuando pasas las bandejas con canapés, tortilla y embutidos. Dificultad menor una vez controlas cómo manejarte con los tacones en un espacio tan pequeño. Al finalizar el partido, el responsable del palco me dijo que estaba muy contento con mi trabajo y que esperaba que me dejaran fija en aquel.

Después recibí un mensaje del responsable, lo sentía mucho porque le parecía una chica encantadora, pero que en el próximo partido no podría trabajar con ellos. Mi respuesta, amable, como todo lo que a trabajo se refiere, fue de decirle que lo sentía porque me había gustado estar en aquel palco, pero que agradecía la oportunidad de todas formas. No necesitaba más, sus razones tendrían y no era cosa mía preguntarlas, no obstante recibí una explicación.

No podía seguir porque al responsable le habían pedido una chica más exuberante, y mi talla de sujetador, por lo visto, no era suficiente. Recuerdo que el mensaje me sentó como un tortazo y como si me hubieran estrujado las tripas con una apisonadora al mismo tiempo. Contuve las lágrimas y dando las gracias por la sinceridad, me paré un segundo a poner mi cabeza y mi autoestima en orden. He de admitir que en ese momento fue difícil no sentirme más que un par de tetas. De hecho fue algo que me dolió interiormente por la superficialidad del asunto. Porque tener más o menos tetas no hace que seas mejor tirando una cerveza de grifo o pasando una bandeja. Te hace más llamativa, pero no mejor profesional.

“¡Qué hijos de puta!” fue lo que dijo mi novio cuando se lo conté. Esta anécdota se la comenté a mis padres y no sé si a alguien más de lo vergonzoso que me parecía el asunto por parte de la empresa que tenía el palco.

Lo que saqué de positivo fue que en ningún momento sentí que el problema fuera mi cuerpo. Aunque me hubieran echado por no tener mucho pecho, no me sentí acomplejada por mis tetas. Tengo el pecho que tengo. Es el que hay y no lo voy a cambiar. A mí me gusta y quién me quiera me aceptará con él ahora y cuando esté caído por los suelos.

Sé que trabajando en el mundo de la imagen era algo a lo que me exponía a que pudiera pasar, pero me pilló de sorpresa. Mi conclusión fue que quién de verdad me valorara por mi profesionalidad tendría tanto interés por mi talla de pecho como por la cantidad de lunares en mi piel. Que, a fin de cuentas, yo no quería vivir de mi imagen, que por lo que en realidad quería cobrar era por escribir. Y mira… tengo celulitis (ahora menos), una copa B, unos dedos de los pies enanos y un blog de moda en 20 Minutos. Jaque mate, imagen.