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¿No hay sexismo cuando te escogen como azafata por estar buena?

Me hace gracia que salgan a decir que «por culpa de las feministas» un montón de pobres mujeres se han quedado en paro a raíz de la medida de prescindir de ellas en la parrilla de Fórmula 1. Más que nada porque yo he trabajado de azafata en un circuito de carreras y no es oro todo lo que brilla por mucho que se pinte el trabajo de color rosa.

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Para empezar tienes que pasar un corte respecto a la imagen física bastante importante cumpliendo requisitos como talla de ropa, altura y por supuesto una cara que acompañe. No te eligen por la carrera que hayas estudiado (que la mayoría de nosotras estábamos en ello), los idiomas, nuestros talentos, principios… Te escogían por ser guapa y estar buena. Punto (perdonad la franqueza, pero es hora de dejarnos de ser políticamente correctos y hablar de las cosas como son).

Te escogían por guapa y por estar buena porque si no no te quedaba bien el conjunto de minifalda y chaqueta ajustada en el que tenías que meterte. Y sí, sabíamos cómo era el uniforme y también en qué consistía el trabajo. Fue una elección que hice libremente la de cobrar una cantidad de dinero a cambio de pasearme durante unos días con poquita ropa y taconeando el circuito arriba y abajo (no voy a entrar en los motivos porque no creo que tenga que justificarme por ganarme la vida de una manera o de otra ya que todos los trabajos son igual de respetables, pero no todos exigen la misma disponibilidad).

Trabajar me empodera, me hace sentir independiente, soy libre de elegir mi trabajo, pero la cosa fea de la que nadie habla es que es un trabajo en el que solo sirves si estás buena. Trabajar con poca ropa solo porque mi cuerpo entra en unos requisitos de belleza no sé hasta que punto me libera y hasta que punto me hace presa de una sociedad machista que considera que solo sirvo para hacer bonita la foto final de la carrera.

Los pilotos, por lo que he visto, van a su rollo. Les va a dar igual que pongan una mujer que cincuenta porque en lo que piensan es en la carrera. Pero la gente que asiste, los espectadores que lo ven por la tele, los mirones que te COMEN con los ojos de arriba a abajo (porque la palabra es comer), son cosas que tienes que aguantar (a los que digáis que exagero os invito a mirar a partir del minuto 1:10 de este vídeo, que ya con el nombre lo dice todo).

Lo aguantas porque asumes que no existe el trabajo perfecto, y que como azafata te puede tocar apechugar con eso al igual que como periodista me toca apechugar con que se me resistan a la hora de contestarme unas preguntas para un artículo. Tampoco creo que tú, que lees esto, estés absolutamente feliz con todos los aspectos de tu trabajo (y si es así, pues felicidades).

Pero el hecho de que lo sepas no hace que te sientas menos cosificada, no hace que pase menos veces por tu cabeza la frase «mis ojos están aquí arriba, cretino».

Obviamente me da pena pensar que compañeras se hayan quedado sin trabajo, pero pena porque hayan visto en «Muerto el perro se acabó la rabia» la solución.

¿Queremos terminar con el sexismo en las carreras? Perfecto, pon mujeres y hombres de todas las tallas, edades y etnias (porque esa es otra cosa de la que no se habla, que como no seas joven y, en la mayoría de las ocasiones, blanca, ‘chao pescao’). Ponles al lado de los vehículos bien vestidos, con un traje de pantalón o unos vaqueros y calzado cómodo, que ocho horas de pie, si ya son bastante malas, con tacones, un infierno.

Dejemos trabajar a las azafatas, claro que sí, yo no digo que las dejemos a todas sin trabajo, pero que no se conviertan en objeto de exposición, que me consta que hay agencias (la que lleva la Feria de Madrid, más concretamente), que le prestan atención a los buenos modales, la educación, el saber estar y el protocolo y no a si la profesional entra o no en una talla 36.

«Si trabajas de imagen es porque solo vales para eso»

[Lugar: una conocida discoteca madrileña. Hora: entre las dos y las tres de la madrugada.]

Llevo dos horas subida a unos tacones de 10 centímetros dentro de un vestido que escandalizaría a todas y cada una de las monjas de mi colegio junto a tres compañeras. Trabajamos como azafatas de imagen en una acción promocional de una marca de cerveza cambiando las consumiciones por botellas de tercios y realizando sorteos de entradas dobles para un festival.

MARA MARIÑO

MARA MARIÑO

Por la puerta entra todo tipo de gente: rebotados de la Oktoberfest del Palacio de los Deportes, guiris, cuarentañeros, amantes de la música indie… y en ocasiones, todo junto.

Encontramos gente en todos y cada uno de los estados de ebriedad posibles: desde los más amigables hasta los que se nos quedan mirando con cara de pez mientras se tambalean. No nos queda otra que echarle paciencia y ganas, que se note la proactividad de la que presumimos tanto en los currículos.

En una de estas, me habla una de mis compañeras (cuando digo «hablar» me refiero a hablar a voz en grito, la única forma de comunicarse en una discoteca). Uno de los clientes de la discoteca le ha soltado que si trabajamos de azafatas de imagen es porque solo valemos para eso. Me mira dolida y reconozco en ella la cara que he puesto alguna vez cuando me han dejado caer comentarios del estilo trabajando en otras ocasiones.

Le pregunto qué le ha respondido y me dice que se rió y lo dejó pasar. Me duele pero la entiendo. No queda otra, estamos trabajando, no nos representamos a nosotras, sino que representamos a la marca que haya pagado a la agencia esa noche y no podemos tomarnos la libertad de reaccionar como lo haríamos fuera y dejar mal a nuestros jefes con los clientes.

«Para otra dile que estamos trabajando y que si te faltan al respeto tendrás que llamar a seguridad» le digo mientras la cojo del hombro para reconfortarla. Asiente y se va algo cabizbaja mientras me hierve la sangre por dentro no solo por ella sino solo por el hecho de que tengamos que aguantar este y otro tipo de improperios sin perder la sonrisa. Como cuando trabajando nos piden el teléfono y si dices que no lo das es, según algunos, «porque te estás haciendo la interesante con eso de que estás en horario laboral». Parece que a estas alturas, muchos siguen sin comprender que un «No» es un «No». E incluso sacan el teléfono y te dicen que disimuladamente les vayas dictando los números. No, no y no.

Otro se me acerca y me pregunta qué hago además de trabajar de azafata. «Soy periodista» afirmo convencida. Trabajo de azafata pero no es lo que me define, porque decir que solo servimos para estar de imagen en una discoteca es como decir que un basurero solo sirve para limpiar mierda.

De todos los años que llevo trabajando de esto no he conocido a ninguna azafata que no tuviera claro que era un trabajo temporal. Algo que te apaña por unos años por lo fácil que es compatibilizarlo con la vida universitaria. Pero si tenemos algo claro es que no es una profesión de la que puedas vivir a largo plazo. Al menos no mucho tiempo a no ser que termines en una compañía de transporte, por lo que todas tenemos unos estudios u otros trabajos al tiempo que trabajamos de azafatas.

Quitando que es algo que hacemos en un momento concreto de nuestras vidas, he conocido mujeres preciosas, pero preciosas de verdad. Pero no solo preciosas por fuera, sino por dentro y además, algunas de ellas, brillantes. Una de mis amigas más queridas, a la que conocí trabajando de azafata para un equipo de fútbol, estuvo seis meses en Nueva York en un voluntariado levantando casas, la misma que, además de arquitecta sobresaliente, tiene de lectura ligera los libros de Stephen Hawking. Y es solo un ejemplo.

He compartido uniforme con futuras doctoras, ingenieras, publicistas, maestras, diseñadoras, activistas… Mujeres fuertes, amables, educadas, alegres, y todas y cada una de ellas me han parecido que valían para algo más que para hacer un pase de micrófonos o entregar regalos en un evento.

Quiero pensar que muchos todavía se dejan llevar por los tópicos fáciles, por el «las guapas son tontas» y «si lleva gafas es lista», porque juzgar una apariencia es y será más fácil y rápido que molestarnos en conocer a la persona que tenemos delante.

Y si no quieren conocerla, bien. Están en su derecho, pero para otra, que no falten al respeto, que a fin de cuentas mientras ellos están disfrutando de su tiempo de ocio nosotras estamos en nuestro horario de trabajo.

No confundas mi sonrisa falsa y mi lenguaje corporal profesiona. Te golparía en la garganta si no fuera porque sé que perdería mi trabajo. SOMEECARDS

«No confundas mi sonrisa falsa y mi lenguaje corporal profesional. Te golpearía en la garganta si supiera que no perdería mi trabajo». SOMEECARDS

Perdí un trabajo por tener poco pecho

La semana pasada se revolucionaban los medios al conocer que una recepcionista británica fue despedida por negarse a llevar tacones en su puesto de recepcionista. Un despido que parecía absurdo y de tintes claramente machistas ya que ese calzado no aporta ningún beneficio para las trabajadoras.

No pude evitar acordarme de una situación parecida que viví hace unos años. Los que me conocéis sabéis que al poco de empezar la carrera compaginé los estudios con trabajos de imagen.

En uno de ellos formaba parte de la plantilla de azafatas VIP del estadio de fútbol de un conocido equipo madrileño, lo que equivalía a cobrar unos 10 euros la hora. “¡Qué chollo!” pensaréis. A las cuatro horas de estar inmóvil sobre unos tacones de aguja de 14 centímetros las piernas duelen como si te estrujaran los gemelos entre dos rodillos industriales. Al día siguiente del partido, a muchas incluso nos costaba andar.

Pero eran gajes de mi trabajo y lo tenía asumido. Como también asumía que tenía que pintarme como una puerta cada vez que había fútbol. Yo, ¡que nunca me maquillo! Entre que siempre he disfrutado trabajando de cara al público y que podía ver jugar a mi equipo, estaba contenta con mi trabajo.

Estuve dos temporadas enteras taconeando de tribuna a tribuna, aguantando partidos con un uniforme de lycra que daba más calor que el infierno y otros que, del frío que hacía, no me dolían los tacones porque había perdido la sensibilidad en los pies. Dos temporadas sonriendo a la gente más maleducada, irrespetuosa, babosa y borracha que podáis imaginar. He soportado faltas de respeto que si me hubieran pillado fueran del estadio, se habrían saldado con una bofetada en la cara del sobón de turno.

Pero la peor de todas no vino de los asistentes. Durante un partido me ofrecieron trabajar en uno de los palcos privados (los que pertenecen a empresas o a los jugadores). No era la primera vez que llevaba un palco, por lo que, tras conocer las peculiaridades de aquel, no tuve problema en realizar el trabajo.

Básicamente consiste en estar de pie detrás de la barra sirviendo bebidas a los ocupantes del palco que oscilan entre 10 y 12 personas mientras de vez en cuando pasas las bandejas con canapés, tortilla y embutidos. Dificultad menor una vez controlas cómo manejarte con los tacones en un espacio tan pequeño. Al finalizar el partido, el responsable del palco me dijo que estaba muy contento con mi trabajo y que esperaba que me dejaran fija en aquel.

Después recibí un mensaje del responsable, lo sentía mucho porque le parecía una chica encantadora, pero que en el próximo partido no podría trabajar con ellos. Mi respuesta, amable, como todo lo que a trabajo se refiere, fue de decirle que lo sentía porque me había gustado estar en aquel palco, pero que agradecía la oportunidad de todas formas. No necesitaba más, sus razones tendrían y no era cosa mía preguntarlas, no obstante recibí una explicación.

No podía seguir porque al responsable le habían pedido una chica más exuberante, y mi talla de sujetador, por lo visto, no era suficiente. Recuerdo que el mensaje me sentó como un tortazo y como si me hubieran estrujado las tripas con una apisonadora al mismo tiempo. Contuve las lágrimas y dando las gracias por la sinceridad, me paré un segundo a poner mi cabeza y mi autoestima en orden. He de admitir que en ese momento fue difícil no sentirme más que un par de tetas. De hecho fue algo que me dolió interiormente por la superficialidad del asunto. Porque tener más o menos tetas no hace que seas mejor tirando una cerveza de grifo o pasando una bandeja. Te hace más llamativa, pero no mejor profesional.

“¡Qué hijos de puta!” fue lo que dijo mi novio cuando se lo conté. Esta anécdota se la comenté a mis padres y no sé si a alguien más de lo vergonzoso que me parecía el asunto por parte de la empresa que tenía el palco.

Lo que saqué de positivo fue que en ningún momento sentí que el problema fuera mi cuerpo. Aunque me hubieran echado por no tener mucho pecho, no me sentí acomplejada por mis tetas. Tengo el pecho que tengo. Es el que hay y no lo voy a cambiar. A mí me gusta y quién me quiera me aceptará con él ahora y cuando esté caído por los suelos.

Sé que trabajando en el mundo de la imagen era algo a lo que me exponía a que pudiera pasar, pero me pilló de sorpresa. Mi conclusión fue que quién de verdad me valorara por mi profesionalidad tendría tanto interés por mi talla de pecho como por la cantidad de lunares en mi piel. Que, a fin de cuentas, yo no quería vivir de mi imagen, que por lo que en realidad quería cobrar era por escribir. Y mira… tengo celulitis (ahora menos), una copa B, unos dedos de los pies enanos y un blog de moda en 20 Minutos. Jaque mate, imagen.