Llegué al escritor y dramaturgo Nando López buscando referentes literarios para chavales que contemplaran la diversidad sexual, una búsqueda vinculada con un reportaje cuyo anticipo fue: . Y de aquel hallazgo llegó también su columna Literatura y visibilidad.
Llegué así a su novela La edad de la ira (Espasa, 2011), que fue finalista del Nadal en el 2010. Una novela que el pasado año cobró vida sobre los escenarios. La primera imagen que aparece acompañando este texto corresponde a esa función.
La historia arranca con aires de A sangre fría. Un chaval de 16 años, guapo y popular, es acusado de un crimen horrendo en su entorno familiar. Un crimen incomprensible para todos aquellos que le conocían. Ese chaval, Marcos, estudiaba en el mismo instituto al que acudió un periodista en la treintena que se empeña en desentrañar lo que realmente pasó hablando con algunos alumnos y, sobre todo, con sus profesores. Un periodista que es un hilo conductor desdibujado a propósito para poner el foco en el repertorio coral de voces. Un narrador dubitativo que tendrá que vadear entre culpas, secretos, prejuicios y lealtades adolescentes, para llegar a puerto. A un puerto con las certezas justas.
No sé bien qué esperaba al empezar a leerla, pero sí sé lo que he encontrado al cerrarla y despedirme de Marcos, un protagonista que solo en el arranque del libro nos habla directamente y lleno de rabia, que en ningún otro momento pasa de ser una sombra, aunque una sombra más que presente, casi tangible y que duele paulatinamente más sentir según pasamos páginas.
En La edad de la ira he encontrado un libro que no es perfecto, pero que probablemente resulte necesario. En él se ven (se denuncian) las dificultades de un adolescente que descubre que es gay y que tiene que lidiar con ello en un entorno familiar que considera eso como una ofensa a dios y una enfermedad a curar.
Pero eso no llega hasta muy avanzada la historia. Por eso, al menos para mí, este libro es otra cosa muy distinta. Se trata de un viaje al interior de los claroscuros de la docencia. Un libro muy crítico con nuestro sistema educativo, con los pocos recursos (de cualquier tipo) que hay para dedicar a nuestros jóvenes, a nuestro futuro.
La edad de la ira comienza siendo un grito desgarrado de un chaval mecanografiado a golpes en una vieja Olivetti. Al terminarlo compruebas que todas las páginas son otro grito, una sucesión de gritos que conforman una llamada de atención a la situación de la educación en este país por parte de un escritor que sabe bien de lo que habla.
Nando López fue profesor. Y escribo sin saber si estoy usando el tiempo verbal correcto, porque aunque un maestro no ejerza como tal, no creo que pueda jamás dejar de serlo del todo. Así que diré que Nando López es profesor y que conoce perfectamente ese mundo de aulas, patios, claustros y cafeterías escolares repletas de jóvenes en esa edad de la ira y del despertar, del buscarse a uno mismo. Lo conoce mejor de lo que conoce ese otro oficio también plagado de sombras y luces que es el periodismo.
Por eso es un libro que muestra un microcosmos de seres humanos dedicados a la enseñanza también imperfectos, y también necesarios. Personas que se esfuerzan por los chicos, recibiendo poco o nada a cambio, otras que solo cubren el expediente en mayor o menor medida y unas cuantas que ojalá hubieran escogido cualquier otro oficio porque yo jamás los querría enseñando a nuestros niños. Y un profesor-monstruo que aporta a la historia algunas pinceladas sobre el ciberacoso y la pedofilia desde redes sociales, igual que aparecen también pinceladas sobre racismo y prejuicios.
Un libro en el que se recogen los muchos armarios cerrados en nuestros centros de enseñanza y la necesidad que hay de airearlos.
Es un libro en el que a los padres solo se nos vislumbra, perdidas ya las riendas de nuestros hijos, en esa edad de la ira. Padres desconcertados, padres decentes, padres superados y el otro monstruo que despierta la ira adolescente: un padre-monstruo que confunde el orgullo mal entendido con el amor hacia sus hijos, que los quiere rectos antes que felices. Otra sombra, más translúcida, pero también presente en todo momento, ganando a cada página una consistencia viscosa y afilada.
Llegué a La edad de la ira sin saber qué iba a encontrar, pero sí sé que iba buscando libros amables, positivos, cuyos protagonistas fueran un ejemplo que visibilizara y normalizara la diversidad sexual, esos referentes culturales que tan necesarios son y tanto faltan.
La edad de la ira no es así; es un grito, es oscuridad, es violencia, es incomprensión y no tiene respuestas. No es luminoso y romántico, no es aventura y risas. Es un desgarro. Es un reflejo de la realidad.
Es, como ya os dije, un libro necesario.