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Cómo es ir a comer a un restaurante con mi hijo con autismo

Entrar en un restaurante con Jaime no es tan sencillo como con Julia. Jaime, por su autismo, hace que tengamos que valorar mucho en qué establecimientos entramos y que vayamos poco. Cuando estamos de vacaciones buscamos con frecuencia planes de alimentación alternativos o que si, en casa, surgen planes con amigos que incluyen restaurantes nuestra familia tenga que dividirse, buscar canguros para él, llegar tarde o irnos antes.

Y no nos podemos quejar. Conozco otras familias con hijos con autismo que jamás pisan un restaurante con ellos.

También hay personas dentro del espectro autista que están como peces en el agua servidos por camareros, la variedad de manifestaciones del autismo es enorme y cada individuo (con o sin autismo) es diferente, incluso extremadamente distinto.

Pero tenéis que tener presente que mi hijo, con once años, está muy afectado, que apenas tiene unas pocas aproximaciones a palabras y pocos intereses. Yo hablo sobre todo de lo que conozco, de nuestra experiencia y de la de otros en situaciones similares.

¿Por qué es más difícil ir con Jaime a un restaurante?

Un problema es que muchos de nuestros niños tienen poca paciencia y escasas formas de entretenimiento. No entienden que haya que esperar a la comida, a la cuenta… ellos están acostumbrados a comer rápido y pasar a otra cosa. Y carecen con frecuencia de modos para distraerse. De hecho es algo que se busca y trabaja con ellos.

Otro es que se comportan raro: pueden chillar, tal vez de puro contento, aletear las manos, querer jugar con los cubiertos, romper las servilletas, hacer ruidos extraños… comportamientos tal vez similares a los de un bebé, pero teniendo el aspecto de un niño (o un adolescente o un adulto) normal. Encontramos con frecuencia miradas de censura, de reproche, cuando es algo que se disculparía en un bebé o en un niño con una discapacidad visible. De hecho sé bien que en chavales con Down o parálisis cerebral lo que despiertan esos comportamientos disruptivos es miradas de lástima o se evita directamente mirarles de ninguna manera, aunque eso da para otro tema. Los padres de niños con algún tipo de discapacidad tenemos que aprender a bregar con ello. Igual que los mismos niños. Jaime no es consciente, pero muchos otros sí. Ojalá textos como este ayuden a que la gente se lo piense dos veces antes de juzgar a la ligera.

Uno más. Los ambientes con mucho ruido, con muchos estímulos, pueden saturarlos, provocar en ellos rechazo o sobreestimularlos. Jaime aquí tampoco tiene demasiado problema, mucho barullo tiene que haber para que le sature.

Sigamos con otro. Este es un problema que Jaime no tiene, porque come de todo y le gusta probar lo que ve en otros platos, pero hay niños que tienen dietas muy restrictivas, que comen muy pocas cosas y se niegan a probar cualquier otra.

En fin, que no es fácil, que mucha gente se queda en casa y no sale con sus hijos con autismo (o con otros tipos de discapacidad).

Nosotros intentamos hacer una vida de familia normal y acudimos en ocasiones a restaurantes, sobre todo en las vacaciones de verano, pero tienen que cumplirse una serie de condiciones.

Lo primero es elegir bien. Los sitios de comida rápida, hamburgueserías, pizzerías y demás lugares en los que tú te sirves rapidito, no hay que esperar por la cuenta y no son precisamente lugares de etiqueta en los que el grito de un niño haga que todo el mundo se gire a mirarte. Son los más fáciles. En nuestro caso basta con buscar un sitio en el que podamos encajonar a Jaime (entre nosotros y la pared por ejemplo), para que no decida levantarse y le podamos ayudar a comer y limpiarse.

Respecto al otro tipo de restaurantes, los de mantel y camarero, lo cierto es que no nos atrevemos a ir a los de alto o mediano postín. Tampoco a aquellos que notamos bucólicos y románticos. Somos los primeros que no queremos molestar y que no creemos que sean lugar para nosotros. Además de que comemos a la carrera con frecuencia y no es plan pagar más para hacer tocata y fuga.

Nuestros favoritos son los establecimientos del tipo que tienen menú del día, sobre todo aquellos que son pequeños, negocios familiares. Si hay terraza y el tiempo lo permite, preferimos estar fuera. Buscamos de nuevo mesas apartadas, si podemos, y elegimos para Jaime un sitio en el que le podamos tener controlado y ayudarle. Hemos desarrollado buen ojo con el tiempo para escanear rápidamente las opciones y elegir la mejor.

Los momentos críticos son los tiempos de espera. La tablet con música puede ayudar, pero solo hasta cierto punto. También es verdad que con los años, como es un niño que disfruta con la comida, espera pacientemente que nos tomen nota y vayan llegando los platos. La paciencia se le acaba cuando ya ha comido. No existe para nosotros la sobremesa con el café. Es frecuente que uno de nosotros tenga que salir a la calle con él una vez ha terminado mientras el otro espera para pagar.

De hecho, Jaime come bien y disfruta con la comida, pero no suele tomar postre. El postre es algo que también uno de los dos se pierde con frecuencia. Normalmente su padre que es menos goloso.

Cuando nos sentamos bromeamos diciendo que venimos acompañados de una bomba de relojería. Una de la que desconocemos el tiempo que nos dará de margen para comer. Yo era de las que comía despacio, ahora soy como una bala por si acaso.

A veces explico a la persona que nos atiende, una vez que estamos en la mesa, que Jaime tiene autismo y puede tener comportamientos peculiares. No lo hago siempre, depende de si le veo más nervioso, de si me da la impresión de que camarero lo entenderá, de si tenemos muchos otros comensales cerca… mi experiencia es que hablar claro aumenta la comprensión de los demás y evita problemas.

No, no es especialmente fácil, pero como hace muchos años escuché a una madre que llevaba mucho más camino andado que yo, hay que intentarlo. Esos intentos no sólo mantienen unida a la familia, realizando actividades juntos, también son una terapia para ellos, un aprendizaje. Y también para nosotros, podemos llegar a alcanzar más dosis de paciencia, calma en situaciones difíciles y asertividad de la que creemos si nos ponemos a ello.

Habla una monitora de un comedor escolar (que está dispuesta a responder vuestras preguntas)

EUROPA PRESS/JCCM

EUROPA PRESS/JCCM

Ayer la portada de 20minutos estaba llena de comedores escolares, por un lado teníamos el reportaje de mi compañera Lolita Belenguer, por otro una encuesta y, por último, el post que publiqué ayer. Todo eso animó a una persona que fue monitora de un comedor escolar a escribir en Menéame ofreciéndose a responder las preguntas «las dudas que podáis tener acerca del funcionamiento de este tipo de comedor, de la manera de servir o recoger los platos, de si se les obliga a comer o se respetan sus gustos, de las instalaciones o de cualquier cosa que creáis oportuna».

Os animo a plantear vuestras preguntas y os recomiendo su lectura, a mí me ha resultado muy interesante. Es de agradecer que se haya prestado a algo así.

Por ejemplo, no sabía que muchos niños que se quedan a comedor no se lavan los dientes porque en el comedor de Jaime sí que lo hacen.

Donde yo estuve pregunté por el tema y la directora me dijo que se había intentado implementar, pero que habría hecho falta más personal porque realmente al menos al principio es más difícil controlar a 20 niños cada uno con su cepillo y dentífrico que en el comedor. Pienso que debe ser por la falta de costumbre de los niños, pero donde yo estaba me dijeron que se tuvo que dejar porque no les daba tiempo, derramaban dentífrico sobre ellos y sobre todo lo que les rodeaba y era un caos, así que supongo que la empresa no debe estar dispuesta a contratar personal extra para controlar que los niños se laven los dientes y después limpiar todo.

Una pregunta que yo también le hubiera hecho. ¿Llevaría a sus propios hijos a comedor o los llevaría a comer a casa?.

Si no me quedara más remedio si, les llevaría sin problema. Personalmente pienso que como en casa no van a comer jamás en un comedor, y respecto a la calidad te puedo decir que era mejorable, en el caso de embutidos, fruta… Se notaba que eran de los más baratos y personalmente en casa por muy poco dinero más podría comprar cosas mejores. Otras cosas, como la tortilla francesa que estaba hecha en microondas con huevo pasteurizado no estaban todo lo buenas que podrían estar siendo caseras, pero no tendría problema en que mis hijos comieran esa comida ya que en términos de seguridad alimentaria era perfectamente segura y al menos donde yo estuve la proporción entre nutrientes era muy equilibrada, casi no les ponían fritos ni cosas con grasa, traían ensalada o verduras a diario, alternaban bastante la carne y el pescado y casi siempre había un plato de cuchara. El hecho de tener primer y segundo plato con guarnición hacía muy difícil que los niños comieran poca cantidad, y respecto a los postres, uno o dos días por semana había lácteos, el resto fruta y ocasionalmente algún pastel. Como cosas mejorables respecto a la comida como te digo la calidad, que sin llegar a ser incomestible podría ser mejor y quizás que en verano alteraran los menús para no comer tanto cocido o estofado de patatas, que apetecen menos con el calor aquí en el sur.

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En los comedores escolares también deberían respetar los gustos y diferentes apetitos de los niños

EUROPA PRESS

(EUROPA PRESS)

Os recomiendo la lectura del reportaje que ha publicado hoy mi compañera y madre reciente (más que yo) Lolita Belenguer sobre comedores escolares, en el que habla de cómo la línea fría de catering se va extendiendo (el 61% de los centros lo usan), de cómo cada vez más voces defienden la tradicional cocina en el colegio y piden el uso de productos locales y ecológicos. Ha hablado con colegios a los que cocinando les salen las cuentas, con las empresas que los elaboran y con una nutricionista.

En serio que merece la pena dedicarle unos minutos, Aquí podéis leerlo entero.

Ya os comenté hace tiempo que para mí el comedor escolar era un mal necesario, que prefiero que mis hijos coman en casa. Como tengo a mi hija en un colegio y a mi hijo en otro, especializado en niños con autismo, solo ha podido ser en uno de los casos.

Jaime come en el colegio con una de esas líneas de catering de las que habla Lolita. Comida que se calienta en el colegio y que mi hijo devora encantado. Menús que han pasado por un nutricionista y que mi hijo que es de buen saque devora encantado.

Puede que no sea la comida más apetecible del mundo para un adulto, tampoco para algunos niños, pero merienda y cena en casa. Ahí ya soy yo la que cocina, procurando dar cancha a su amor por las judías verdes, la coliflor y el pescado.

Os confieso que el principal motivo por el que a mí no me gusta el comedor y lo veo como un mal necesario es porque comiendo también se educa. Me tomo muy en serio no insistir en que tomen una cucharada más, en respetar el apetito y los gustos de cada niño, igual que los adultos hacemos respetar los nuestros. Si mi madre tiene derecho a negarse a comer cualquier cosa que tenga cebolla o judías verdes y mi santo y mi amigo Miguel consideran la coliflor algo poco menos que demoníaco, ¿por qué empeñarnos en que los niños coman de todo y en la cantidad que nosotros decidimos?

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¿Criar a tus hijos en el vegetarianismo o dejar que ellos decidan más adelante?

a00767482 097He descubierto hace poco a Dr.Papá, que se describe como «padre de una hermosa princesa. Científico, geek, animalista y flexitariano». Lo he descubierto hace poco porque no lleva mucho tiempo en la blogosfera maternal, que cada vez es más paternal. Es una gozada ver el auge de padres blogueros, comprometidos en la crianza de sus hijos y rompiendo tópicos y prejuicios. Pero ese es otro tema.

Volviendo a lo que iba, os contaba que he descubierto hace poco Dr.Papá y me ha conquistado. Más allá de las afinidades que tengamos (amor por los animales y la ciencia y una visión respetuosa de la crianza), su blog es divulgativo, bien escrito y ameno. Os lo recomiendo de corazón. las entradas con pata científica, como en las que explica la sonrisa o la base necrológica de las rabietas son especialmente interesantes. Ojalá publicara con mayor frecuencia.

Acompañando a esa recomendación, os traigo hoy parte de uno de sus posts más recientes. Se llama Veggie Baby, sí se puede, en el que explica su decisión de que su hija crezca en el vegetarianismo y cómo la están llevando a cabo con toda seguridad. Os dejo solo parte, pero os animo a leerlo entero.

Cuando nos quedamos embarazados lo tuvimos claro. Nos informaríamos sobre la posibilidad de criar a la peque en el vegetarianismo. Así que una vez nacida, al tiempo de empezar con la alimentación complementaria, hablamos con nuestra pediatra y con una nutricionista infantil (no sectaria).

Empiezo por el final, mi hija no ha probado carne o pescado aún, con dos años de edad, y está perfecta. Siempre en el 1er percentil de crecimiento, etc. Su actitud y actividad es normal, está sana como un roble y le hacemos analíticas regularmente para saber que nada se desequilibra. Así que #síesposible criar a un niño en esta filosofía.

En definitiva, se puede hacer una dieta vegetariana en los niños siempre y cuando sea estudiada, meditada y se lleven a cabo controles regulares para asegurarnos de que no exista ninguna deficiencia. Evidentemente no somos talibanes de la alimentación y cuando mi hija pida carne o pescado, se lo daremos encantados. Una vez le intentamos dar por ver su reacción y no lo quiso ni en pintura. Así que mientras esté sana, sus análisis de sangre y su crecimiento y capacidad intelectual estén intactas, y dependa más de nosotros que de su propia decisión, seguirá con esta alimentación que tan buenos resultados nos ha dado con ella, seguiremos manteniendo dicha alimentación (está sana como un roble, hasta que no empezó en la guarde con año y medio no estuvo enferma ni una sola vez, y ahora ya en la guardería se pone malita de vez en cuando pero todo muy leve. No digo que sea por la alimentación, pero nos ayuda a estar tranquilos de que está fuerte y su sistema inmune bien potente).

Que conste que con esta entrada no pretendo dar lecciones a nadie, ni insinuar que nuestra forma de alimentar a la peque es mejor que la de nadie. Sólo comparto con vosotros/as una experiencia más de mi paternidad, y de mi visión de ella a través de éste humilde blog personal.

Concluye el post recomendando «un libro que nos ayudó mucho y que le encantó a mi santa»: “Niños veganos, felices y sanos: una guía para madres y padres” de David Román.

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El camuflaje de alimentos

madgalenascalabacinSi hay algo en lo que son expertas las madres es en el camuflaje de alimentos. Unas más que otras, eso es cierto. Por poner un ejemplo, mi suegra es una maestra en esa labor. Normalmente el objeto a camuflar son verduras y frutas, sobre todo lo primero.  Pero no es así siempre; volviendo a mi suegra, no hace muchos años que sus hijos descubrieron que sus riquísimos canelones estaban llenos de higadito.

La pasta y las pizzas son unos disfraces excelentes para todo tipo de niños reacios a comer determinados alimentos. Les encantan y pueden encerrar casi de todo si se sabe hacer bien. La bechamel, el queso fundido o gratinado y el chocolate también son camuflajes habituales.

He conocido niños con autismo y dietas extremadamente restringidas por su negativa a probar cosas nuevas que han comido durante años pasta con diferentes ingredientes más o menos triturados, desde pescado hasta berenjenas o plátano.

Las magdalenas que veis en la foto tienen cuarto de kilo de calabacín rallado, que no se nota y que las deja de lo más esponjosas.

Pero os confieso que a mí no me gusta demasiado esa filosofía del camuflaje. Está muy bien hacer de la forma más apetecible alimentos saludables, me parece preferible tener paciencia, no insistir y predicar con el ejemplo.

Ya os he contado que yo fui muy mala comedora y acabé comiendo de todo, era cuestión de tiempo y de enterrar el hacha de guerra. Julia devora fruta, los tomates son una de sus chuches favoritas, pero la verdura la tiene atravesada.  Jaime entra más a la verdura, menos a la fruta. Todo se andará.

Ya os conté mi filosofía en un post de hace casi un año: Respeta el apetito de los niños, respeta el “no quiero más” y el “tengo hambre.

 

Los comedores escolares: ¿Vuestra primera opción o un mal necesario?

132529-362-550Hace ya bastantes semanas mi compañero Juan Revenga escribió un post titulado ¿Estás al corriente de la “verdadera” calidad nutricional del menú escolar de tus hijos?. En su momento os recomendé su lectura y lo sigo haciendo. No va precisamente a tranquilizar a muchos padres que dejan a sus hijos a comer en los colegios.

Tampoco es tranquilizador otros dos posts de los blogs Dime qué comes y Educando la alimentación que Juan Revenga recomendaba. Los posts se titulan Menus escolares en Baleares, suspenso general y A revisión la revisión de los menús escolares. Una crítica para el cambio.

Resumiendo mucho, y aunque se reconoce que estamos mejor que en otros sitios, lo que le dan de comer en los comedores escolares a los niños deja bastante que desear: demasiados fritos, demasiados lacteos comparados con frutas, muchísima proteína, más sal de la cuenta… Claro que es muy probable que en los hogares de esos niños pase exactamente lo mismo o que se coma aún peor (desde un punto de vista saludable).

Pero yo no soy nutricionista, y por eso no quiero hablar de los comedores del cole desde ese punto de vista (para eso está Revenga y los blogs que os enlazo).

Jaime come en el colegio. Afortunadamente Julia come en casa, pero tal vez llegue el día en el que le toque también comer en el comedor. Y me preocupa que se tope con alguien que pretenda obligar a comer, que insista en que coman más, que no respeten su hambre.

He escuchado a muchos padres loar las virtudes del comedor como un lugar en el que al fin enseñaron a sus hijos a comer de todo, en el que se les acabaron los remilgos. Miedo me da en mi caso. No tengo especial interés en que un desconocido les enseñe a comer.

Tal vez soy un caso raro porque no me preocupa si aparentemente comen poco o si hay determinados alimentos que no quieren probar. Esos listados en los que se dice si un niño ha comido bien mal o regular con un código de colores o de caritas sonrientes me preocupa. ¿Están comiendo bien o mal según quién y basándonse en qué criterios?

Para mí el comedor es un mal necesario, algo que toca aceptar cuando no queda más remedio. La primera opción es siempre comer en casa, si es posible.

¿Y para vosotros?

Respeta el apetito de los niños, respeta el «no quiero más» y el «tengo hambre»

la foto(8)Hace mucho tiempo que quería escribir este post. Por unas cosas y por otras se ha ido retrasando. Hoy al fin puedo recomendaros la lectura de Se me hace bola, de Julio Basulto. Se trata de un libro ameno, riguroso y fácil de leer, repleto de sentido común y de respeto hacia los niños. Todos los padres lo deberían leer, no solo aquellos que creen que sus hijos son malos comedores.

En ese libro Julio, dietista nutricionista de profesión, habla de la importancia de comprender que el apetito de los niños es errático e impredecible, que nadie mejor que ellos saben qué necesitan, que lo más importante que podemos hacer los padres comer sano nosotros y no tener en casa alimentos pocos recomendables (hay una lista negra al poco de arrancar la lectura de su libro que os va a dejar tiritando) y que jamás, bajo ningún concepto, hay que obligar a un niño a comer o animarle a hacerlo cuando no tiene hambre, es una de las mejores vías de conducirle a la obesidad o al sobrepeso.

Me encanta porque coincide con la visión que tengo y que os he contado en el pasado en este blog de nunca forzar a comer a los niños, de predicar con el ejemplo alimentándonos nosotros de manera sana. Alguna vez os conté que yo crecí siendo considerada muy mala comedora, pasando largos ratos frente a un plato frío, padeciendo amenazas («o te lo cenas o no hay 1,2,3»), escuchando mentiras («si no te lo comes te quedaras pequeñita») o chantaje emocional («lo he cocinado solo por ti»), todo por parte de una madre a la que adoro que tenía la mejor intención del mundo y que, aún hoy, sigue cayendo en esas prácticas con sus nietos.

Es cierto que comía muy poca variedad de alimentos, que rechazaba comidas por las texturas incluso más que por el sabor, pero también es verdad que al entrar en la adolescencia la cosa fue cambiando por si sola y a día de hoy como mucho y variado (y quiero creer que saludable).

Tal vez por las muchas batallas que sufrí de niña tengo clarísimo que no voy a guerrear con mis hijos. Que coman cuanto y cuando quieran, dentro de una oferta razonable. Y si hay algo que no quieren comer, no hay problema. Julia adora el tomate y todas las frutas pero no soporta la verdura. No pasa nada. Jaime ahora va entrando con la fruta, pero hasta hace no mucho apenas la probaba. Tampoco pasa nada.

Todo llegará. Y lo que no llegue, tampoco es tan importante. ¿O todos los adultos comemos de todo? No quiero lágrimas en la mesa, quiero una relación sana con la comida y que sea un momento agradable para todos.

El libro de Julio tiene además mucha información concreta e interesante sobre cómo tratar la obesidad en niños, la lactancia, la introducción de nuevos alimentos o la excesiva ingesta de proteínas en la infancia, por poner algunos ejemplos.

Os dejo un cuadro que hay en su libro con aquello que los adultos jamás  deberíamos decir a los niños en la mesa. Si os reconocéis leyéndolo, por favor, leed Se me hace bola o Mi niño no me come de Carlos González.

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Los niños y las legumbres

litoralProductosEn casa somos unos enamorados de las legumbres. Mi santo menos, qué se le va a hacer. Pero a mis padres, mis abuelos, mis hijos y a mí nos encantan. Cocido, garbanzos con bacalao, lentejas con o sin arroz, ensaladas con legumbres y fabada, claro. Con raíces asturianas, fabes no pueden faltar.

Me encanta que Julia y Jaime hayan heredado esta inclinación que es tan saludable. Da mucha tranquilidad que sean «niños de cuchara» (también les gustan los guisos, menestras y «patatas con»). Y aún me recuerdo a mí misma salir embarazada de Julia y echando chispas de la consulta de la ginecóloga que me dijo que «las legumbres eran malísimas en el embarazo, que engordaban muchísimo y que no servían para nada».  Menudo consejo para dar a mujeres embarazadas. Me gustaría soltarla con Juan Revenga en un ring lleno de barro. Y  sé por quién apostaría. Ese mal consejo es un ejemplo de porqué los nutricionistas deberían estar mucho más presentes en el sistema sanitario español, aunque esa ya es otra historia.

Precisamente Juan, en un post reciente, se dedicaba a loar (merecidamente) a las legumbres y comentaba que, por lo visto, aumenta el consumo de latas de legumbres preparadas en verano (lentejas, fabada, cocido..). La empresa que vive en parte de ese fenómeno lo achaca al fenómeno de los Rodríguez: los hombres que se quedan solos en casa sin conocimientos culinarios y ganas de comer medianamente bien.

Obviamente ellos, con sus estudios de mercado, sabrán más que yo. Pero yo tengo la impresión de que las madres y los padres que estamos en pisos de playa con horarios alterados y enseres limitados, somos en parte responsables de ese fenómeno. Yo es la única época del año en la que compro esas latas, no sé vosotros.

Mejor en lata que ausentes de la dieta.

Además, tengo la impresión de que a la mayoría de los niños pequeños les encantan las legumbres. Recuerdo un día en matronatación, con niños de dos años, en el que el profe les preguntó uno a uno por su plato favorito. Las lentejas y el cocido ganaban por goleada.

Me gustaría saber si de mayores seguirán opinando lo mismo o si les parecerá un plato demasiado humilde como para ponerlo en lo alto de la lista.

Desde luego si yo tuviera que elegir alimentarme de un único plato durante el resto de mi vida (menudo castigo divino), se trataría de lentejas con arroz, con toda seguridad.

«Papá que no son peces, son pescados»

8913El otro día íbamos con Julia encaramada en un carrito por un supermercado, al pasar junto  a la zona del pescado y no recuerdo a cuento de qué, a mi santo se le ocurrió decir «debe estar por allí, pasados los peces».

«¡Qué no son peces papá, que son pescados!», saltó Julia riendo.

«Mi amor, los pescados son peces. Son peces a los que pescaron para que la gente se los pueda comer, por eso cuando están muertos en las tiendas pasan a llamarlos pescados».

Podía ver perfectamente cómo su cerebro de cuatro años procesaba el descubrimiento según recibía la explicación.

«¿Son peces que estaban en el mar? Yo no quiero comer peces«.

Y no, no quiere. Salvo el salmón ahumado, que le encanta y no tengo claro que lo relacione ni con pez ni con pescado. Pocos días después, hablando con ella, pude comprobar que le pasaba algo similar con el pollito. No identificaba que el pollito que se come fuera el pollito que hace pío, pío. También se lo expliqué, aunque no tengo claro que esta vez lo procesara igual de bien. O que le interesara procesarlo, porque se lo sigue comiendo divinamente.

Me parece importantísimo no engañarles, que sepan lo que comen, que no crean que las lonchas de pavo crecen como las patatas o que el jamón ibérico se fabrica como las camisetas. Deben saber, adaptado a su edad, lo que son los distintos alimentos que ingerimos. Ayuda a que los valoren más, les ayuda a comprender el mundo en el que viven. Yo crecí en contacto con la Asturias ganadera de mi padre y mis abuelos y, desde muy niña, veía salir las patatas de la tierra, crecer las manzanas en los árboles y criar a mi alrededor animales que acababan luego en el puchero, con algunos jugaba mientras eran crías. Los niños de ciudad, supermercado y nevera abastecida tienen más complicado vivir ese proceso natural, lo que no quita que no se les pueda explicar.

Pero hay un factor extra: yo soy vegetariana. No estricta, eso sí. No como nada de carne, pero puntualmente sí como algo de pescado y marisco. Mis explicaciones a los niños por tanto, si hay testigos cerca que sepan de mi condición, son escrutadas especialmente pese a que no es preciso, por si estoy intentando «convertirles a mi secta».

No voy a desanimar a mis hijos de comer carne, no voy a empujarles a ello con explicaciones del tipo «estáis comiendo cadáveres«, tampoco voy a decirles «qué va a ser el filete un trozo de vaca bebé, tú calla y come para hacerte grande». Ambas cosas las he oído y no van conmigo.  Yo voy a seguir cocinando y ofreciéndoles carne, explicándoles con naturalidad cuando sea procedente de dónde viene, igual que les explico cómo se producen los huevos, de dónde salen los albaricoques o las judías verdes.

Lo de ser vegetarianos o no es una decisión que ya tomarán ellos si quieren cuando sean mayores, aunque antes o después llegará la pregunta de «¿mamá, por qué tú nunca comes carne?». E intentaré contestar con coherencia, igual que respondo ya a muchos adultos que me lo plantean. Es mi decisión personal, no me importa explicarme, tampoco quiero convencer a nadie.

 

 

La marquesa de la babilla

gtres_a00529812_019Imaginaos una oficina, todos trabajando en sus cosas. De repente, desde el despacho de una de las jefas que está hablando por teléfono comienzan a oirse los siguientes gritos: «¡Le he dicho que a los niños no se les dan los filetes de babilla! ¡Los niños no saben apreciar los filetes de babilla! ¡Qué no vuelva a suceder, los filetes de babilla son para los señores!».

Lo peor sí, ya lo sé. Lo peor por el modo en el que se dirigía a su empleada del hogar. Lo peor también por esa manera de hablar de sus hijos. En justa venganza cósmica, le acompañará toda la vida el mote de «la marquesa de la babilla» por haber dado ese espectáculo.

En otra ocasión pude ver como en una casa se compraban bombones y tabletas de chocolate de cinco estrellas que no se les daban a los niños aunque lo quisieran probar. Para ellos había huevos Kinder, Lacasitos o tabletas de chocolate convencionales.

En su caso lo explicaban con buen tono y de manera comprensible, pero con el mismo argumento de fondo que «la marquesa»: los niños no apreciarían la diferencia, sería tirar el dinero, ellos se quedaban tan contentos con sus chocolates, no tenían necesidad de devorar los Lady Godiva.

Nosotros en casa no nos reservamos alimentos de primera calidad y dejamos para Julia y Jaime otros de inferior categoría. En absoluto. Si a veces no comemos lo mismo es básicamente porque a ellos no les gusta o no les apetece. Pero pueden probarlo todo y pueden comer de todo. Si hay rape para nosotros, a ellos no les damos panga.

Es más, cuando comemos lo mismo solemos reservarles los trozos más limpios, más bonitos, con menos espinas. Hoy mismo he estado seleccionando para comerme yo las fresas más machacaditas y feuchas para dejarle a Julia las que podrían haber salido en el anuncio de un súpermercado. Algo que hacemos muchísimos adultos en casas en las que hay niños.

Pero tampoco pretendo estar en posesión de la verdad absoluta. Hay quien me dice que sí, que hay alimentos de calidad que no tienen sentido dárselos a los niños.

¿Vosotros qué hacéis?

La anécdota que os cuento viene tras leer el post de mi compañero bloguero Juan Revenga en su blog sobre nutrición ¿Cuándo seas padre comerás huevos? Hoy ya no (creo) .

Os dejo un fragmento y su pregunta:

Esta expresión, “cuando seas padre comerás huevos” deriva tal y como explica a la perfección mi vecino Alfred López en su blog “ya está el listo que todo lo sabe” de otras épocas en las que no había ni mucho menos la disponibilidad alimentaria con la que ahora contamos. Afortunadamente, los tiempos han cambiado y ya no hace falta reservar unos recursos alimenticios escasos para mantener mejor nutrido al “cabeza de familia” con el fin de que este pueda asegurar el jornal.

Hoy en realidad lo que quiero es haceros partícipes de una duda, que no es otra que el saber quién en vuestras respectivas casas se lleva “la mejor tajada” de un plato o alimento, quién también se come el último trozo, porción o ración de un alimento concreto. Lo digo porque el otro día mientras comíamos surgió este tema de conversación entre mi mujer y yo.

En principio hay dos posibles escenarios. Por un lado, el de a quién se le sirve en el plato el mejor trozo, el más jugoso, el más “limpio”, en definitiva el más apetecible y; por el otro, quién se come el último trozo de algo que a todos o a varios les apetece.

En nuestro caso, en nuestra casa, en ambas circunstancias son las niñas las que tienen prioridad.