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Por qué he dejado de seguir a los que buscan popularidad en Instagram usando a sus hijos

En mi anterior post os hablaba de cómo somos la primera generación de adultos que necesita aprender a gestionar la exposición de sus hijos a redes sociales. Hemos pasado en muy poco tiempo de llevar una foto en la cartera que mostrar con orgullo a conocidos, familiares y amigos, a hacer fotos y vídeos a miles gracias a llevar smartphones siempre encima y subir esas imágenes a redes sociales.

Todos tenemos que aprender a ser prudentes, a contar con los niños, a pensar en las repercusiones que pueden tener nuestras acciones y a dar ejemplo a nuestros niños haciendo nosotros en primer lugar un uso responsable de las redes sociales. Ayer hablábamos de eso.

Pero hoy me quiero centrar en otro aspecto de esta realidad, uno más concreto. Hoy quiero hablar de los influencers, o de aquellas personas que aspiran a serlo, gente cuyo mayor activo son los seguidores que tienen en redes sociales.

Conmigo que no cuenten para presumir ante las marcas, para sacar pecho admirando lo nutridos que están sus instagrams, si están utilizando a sus propios hijos como munición para lograr ese objetivo.

Llevo ya un tiempo que no doy ‘me gustas’ ni entrego corazoncitos virtuales a nadie que busca activamente la popularidad en redes sociales, menos aún si son ya parte de su medio de vida, subiendo constantemente fotos de sus niños.

No hablo de gente bienintencionada, influencers o no, que ocasionalmente muestran a sus hijos y lo hacen con prudencia o algún buen motivo. Hablo de los que no paran de emplearlos como andamiaje de su popularidad con imágenes del estilo de las de los bancos de imágenes que usamos en los medios de comunicación, fotos muy bonitas y del todo vacías como las que ilustran este post.

Sucede sobre todo en Instagram, esa red social que tiene muchas maravillas pero que favorece lo superficial sobre la profundidad al impedir enlaces y limitar la cantidad de texto que admite. Y sucede sobre todo (no siempre, es verdad) con cuentas en las que todo parece perfecto, casas maravillosas, familias siempre felices, niños que parecen listos para salir en una revista incluso recién levantados, que si en alguna foto están llorando, algo sucios o despeinados parece también algo cuidadosamente estudiado.

Esas cuentas con cientos de miles de seguidores, con fotos y familias impolutas, sonrisas de anuncio de dentífrico o de anuncio de Coca Cola, no han tenido nunca ningún valor para mí. Pero es que últimamente miro a esos niños disfrazados de perfección y no dejo de hacerme preguntas sobre su futuro, qué pensarán cuando cumplan años de esa exposición, si siempre se prestan a esas sesiones de fotos con gusto, si se ha hablado con ellos a fondo para contar con su consentimiento.

También sobre cómo invitan a que muchos de esos cientos de miles de seguidores intenten imitar a esos influencers y suban fotos de sus hijos sin reflexionar en profundidad sobre las consecuencias.

Es mi decisión personal y no pretendo tener la razón ni convencer a nadie. También sé que tener de escaparate a los niños en Instagram no implica no quererlos mucho, no pretender protegerlos. Pero no puedo evitarlo. No me gusta.

Insisto. Que no cuenten conmigo.

GTRES

Termino recordando una noticia reciente: en diciembre un tribunal italiano multó a una madre con este perfil de influencer con 10.000 euros por subir imágenes de su hijo en Facebook. El periodista Lillo Montalto hacía un repaso en Euronews a raíz de esta sentencia repasando cómo está el patio en diferentes países y concluyendo:

Según el experto en ética y derecho Eric Delcroix en Le Figaro,»en pocos años, los niños de hoy en día podrán llevar fácilmente a sus madres y padres, culpables de haber publicado sus fotos en Internet, ante un juez». «Criticamos a los adolescentes por su comportamiento en las redes, pero los padres no se comportan mejor», señala.

La página web Wired advierte de los peligros de asistir a la gran feria de la vanidad, tratando a los recién nacidos como «tristes conejillos de indias». «Un niño no es un pedazo de tarta para compartir, un velero para presumir o un perro de exposición: es un individuo que depende de nosotros de la misma manera que, viniendo al mundo, se separa de nosotros y comienza su propio camino de autonomía. Incluso con pocos días o años de vida. Es nuestra tarea guiarlo, no traicionarlo».

Por otro lado, os adelanto que he decidido dejar de seguir a aquellas cuentas que buscan popularidad en redes sociales mostrando sin parar a sus hijos. Pero sobre eso, que está relacionado pero es otro tema, ya me explicaré largo y tendido.

GTRES

Nos preocupan mucho las imágenes que compartan nuestros hijos, ¿y las que compartimos de ellos los adultos?. Ojo con el ‘sharenting’

(ORANGE)

Por lo que he visto a mi alrededor, a los adultos les suele preocupar mucho cómo manejen sus niños sus redes sociales, cuándo darles un móvil, cuándo permitir que creen sus primeras cuentas y en qué redes y qué normas y supervisión imponer pensando en su seguridad. Es algo muy importante de lo que he hablado en el pasado y que volverá a ser tema del blog, sin duda alguna.

Pero hay algo que, aunque me consta que muchísimos padres tienen presente, me da la impresión de que preocupa menos, y es el uso que nosotros, sus padres, tíos y abuelos, damos a nuestras redes sociales en lo que a nuestros niños atañe.

Somos la primera generación de padres que se enfrenta a la necesidad de aprender a gestionar la exposición de nuestros menores a las redes sociales. Y es un reto complejo, por lo novedoso y por sus distintas aristas.

Entre los extremos de compartirlo todo pública y alegremente y no mostrar absolutamente nada, puede que ni tener redes sociales, hay todo un océano de grises dependiendo de qué se comparta, cómo y dónde se haga. Por ese mar de corrientes cambiantes me muevo yo.

Deberíamos también aquí ser ejemplo y ser más que prudentes con las imágenes que compartimos. Es comprensible que nuestros hijos, nietos y sobrinos nos parezcan tan guapos, graciosos y listos que, rebosantes de orgullo y amor, queramos mostrarlo al mundo (o a nuestro pequeño mundo digital), pero tal vez deberíamos pensárnoslo dos veces antes de hacerlo. Ante la mas mínima duda, mejor dejarlo estar en la memoria del móvil.

Lo que subimos a Internet escapa a nuestro control, por mucho que lo compartamos solo con nuestros amigos. Una vez en la red, puede acabar el cualquier parte.

La mayoría de la gente (un problema presente también en medios de comunicación) es muy poco consciente de que las imágenes tienen una autoría que hay que respetar, que no se puede coger alegremente y guardar o reutilizar lo que nos plazca, algo que se hace masivamente.

Nuestros hijos no son nuestra propiedad. Somos sus guardianes, como me gusta decir, y eso es algo muy distinto que implica que hay que pensar en su bienestar y protección por encima de cualquier otra consideración.

Nuestros hijos tienen el derecho a decidir, en cuanto tienen edad de comprender nuestras explicaciones, si quieren que subamos esas imágenes suyas a Internet o no. A partir de los ocho o nueve años ya se puede hablar con ellos, y mostrarles nuestra responsabilidad en este sentido puede ayudarles en el futuro a ser ellos también conscientes de las repercusiones de compartir imágenes.

En este sentido, estos días Orange tiene una campaña dedicada al sharenting que me parece interesante traer a colación. ¿Qué es eso del sharenting? Pues es la unión de los términos ingleses sharing y parenting , compartir y criar, y hace referencia a la práctica de compartir fotos, vídeos e información de nuestros hijos en redes.

Os recomiendo ver este vídeo, cuyo contenido he transcrito más abajo:

Papá, mamá, os tengo que pedir un favor, quiero que dejéis de subir esas fotos mías a las redes sociales. Hay fotos que son muy inocentes y que están muy bien, pero hay fotos que no, hay fotos que pueden ser ridículas o íntimas y que vosotros subís con la mejor intención del mundo, pero cuando tenga 15 o 16 años y vaya al instituto, esas fotos me pueden dejar en ridículo y que todos los chicos o, peor aún, que todas las chicas se rían de mí. Y es que todas las fotos que subes a las redes sociales se quedan ahí para siempre. Por eso, también tenéis que pensar que dentro de 20 o 30 años cuando sea un adulto esas fotos podrían afectar a mi vida personal, incluso laboral. Lo que parecía una foto inocente, puede afectar mucho a mi vida en el futuro.

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    Niños cantando villancicos, bailando, jugando al baloncesto, haciendo carreras de robots, pequeñas obras de teatro, gimnasia rítmica… en estas fechas, al igual que al final de curso, abundan las actuaciones infantiles en grupo, ya tengan lugar en el centro escolar, el club deportivo o en alguna academia.

    ¿Y qué hacemos con las fotos y los vídeos?

    Porque hay fotos. Muchas. ¡Cómo resistirse a sacar el móvil! Incluso algunos llevan la cámara grande que tenemos cada vez más olvidada en casa y así dejar registrada para nuestra modesta eternidad esa función infantil. Nuestro hijo, nieto o sobrino está monísimo. ¡Mira qué bien lanza el balón! ¡Está para comérselo disfrazado de reno!  La mamá no ha podido acudir, que no pudo cambiar el turno, habrá que enseñárselo. Los abuelos que viven en Granada también tienen derecho a ver a su nieto.

    Y claro. Grabamos y fotografiamos a nuestro niño e, inevitablemente, a niños ajenos que hay alrededor. Lo hacemos sin el permiso sus padres, sin saber si les hace gracia o se oponen a que se tomen esas imágenes, al margen de la legalidad. Lo mismo a nosotros tampoco nos gusta que saquen a los nuestros. Pero oye, ya que todo el mundo lo hace, pues queda libre la veda de retratar menores sin permiso. Grabamos, fotografiamos y a veces incluso se puede identificar en esas imágenes qué colegio o qué instalaciones deportivas son, en que ciudad están.

    Los más prudentes graban y fotografían solo cuando sus hijos salen solos o en compañía de amigos cuyos padres sabemos que están encantados. “En la función no saqué el móvil y disfrute viéndote, pero ponte ahora con tu amigo Héctor frente al árbol de Navidad que os hago una foto”. Eso sería lo correcto.

    Los prudentes a secas graban y fotografían para su uso personal y privado, sin mandar nada a redes sociales. Como mucho lo mandarán a algún amigo o familiar por WhatsApp, que les hará ilusión verlo (o no, pero ese es ya otro tema). Es el mal menor.

    Los menos prudentes los suben orgullosos a redes sociales, permitiendo que potencialmente cualquiera pueda verlo. Dando de paso todo tipo de información sobre dónde encontrar a esos niños en la vida real.

    «Pero yo firmé un papel al inicio del curso permitiendo que se le tomaran fotos al niño», protestan algunos que asumen erróneamente que todos los padres han dado ese mismo permiso y que ese permiso concedido al centro es extensible a todos los familiares de los niños que allí acuden.

    Y, claro, ya hay padres protestando. No quieren exponer a sus hijos a eso y están en todo su derecho. Ya hay colegios, clubs deportivos y academias que, tal vez por haber recibidos esas quejas, tal vez por su propia iniciativa, prohíben que se tomen fotos.

    No resulta una decisión simpática entre muchos adultos. Las discusiones proliferan en los grupos de padres de WhatsApp. Y los habrá que se pasen la prohibición por el forro de las carpetas y saquen la cámara del móvil igualmente a paseo. ¡Queremos recuerdos gráficos! Recuerdos que compartir más que conservar.

    Está la opción de que el colegio, el club deportivo o la academia decidan hacer ellos las fotos y vídeos en formato digital y pasarnos todo luego. Pero claro, si nos lo mandan, estamos en las mismas. ¡A saber qué harán muchos padres con esos archivos! Poca diferencia hay entre que grabe el padre de Pablo o el profe de música.

    Así que también hay otra opción creciente: el colegio, el club deportivo o la academia fotografían y graban y luego nos lo muestran a los padres en la siguiente reunión del trimestre. El que no venga, se lo pierde. El que pestañee también, porque de haber grabado nosotros saldría nuestro niño todo el rato, pero en esos vídeos y fotos no es el caso, y lo mismo Laura estaba todo el rato detrás de Marcos, ese niño tan alto.

    Aunque hay que acatarlo, porque ese centro está intentando hacer bien las cosas, respetando los deseos (y derechos) de los padres que no quieren que se tomen y difundan imágenes de sus hijos. Que el mundo, además, es muy pequeño.

    Un papelón, vamos. Un papelón sobre el que es preciso ir reflexionando y tomando conciencia. ¿No os parece?.

    Escena de la función infantil de Navidad de ‘Love Actually’