Dicen que la adolescencia es la etapa en que uno deja de hacer preguntas y empieza a dudar de las respuestas

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Unos pantalones de piba

«Estos pantalones son de piba», grita mi hijo mayor desde su cuarto. Cuando viene a enseñármelos descubro que tiene razón: llega literalmente embutido en uno de mis vaqueros.

_»¿Cómo te has puesto esos pantalones? si no te caben», le digo mientras intento evitar la risa.

_»Estaban en mi armario», es todo lo que se le ocurre decir.

Tiene una pinta realmente curiosa. Él, que siempre lleva los pantalones caídos y de dos o tres tallas más grandes de la que le correspondería, está plantado ante mi con cara de sorpresa y sin dejar de repetir que le quedan estrechos por todas partes.

_»He dicho todas», repite entre risas por si no me he dado cuenta de a qué se refería.

_»Me hago una idea de por dónde te aprietan más. Anda quítatelos antes de que los rompas», le digo.

Pero no hace ni caso. De repente empieza a hacerle gracia llevar mis pantalones. Se pone a dar saltos para conseguir subírselos -lo nunca visto- y tira de ellos hacia arriba cogiendo las trabillas entre los dedos. No para de reirse, se va al espejo del baño y luego busca otro para verse de cuerpo entero. No sólo se ríe, hace un montón de comentarios divertidos sobre su aspecto, especialmente sobre su culo.

Lo cierto es que no le quedan mal aunque él insista en que son incomodísimos, que no puede doblar las piernas y que le aprietan.

Cuando se cansa de hacer el payaso con los míos se prueba todo el repertorio de pantalones de su armario, y del de su hermano. Y nos hace a los dos un pase de modelos. Entre todo lo que se prueba hay unos vaqueros sin estrenar que le parecían estrechos y altísimos de cintura y que ahora, tras haber comprobado lo que es un pantalón estrecho, le parecen los más cómodos del mundo.

¿A que estoy bueno?

Cuando el que te dice eso mientras te guiña un ojo y menea el culo sin parar ante tus ojos no es un ligón de discoteca sino tu hijo adolescente no sabes si reirte o castigarle sin postre.

Tengo que reconocer que la primera vez no pude reprimir la carcajada y, claro, ahora no se cansa de hacerlo, aunque va perfeccionando el espectáculo y ahora suele terminar el show con un calvo, ¿quién dijo pudor?

Lo habitual es que me haga estos numeritos en privado –es capaz de levantarse la camiseta hasta el sobaco y pellizcarse los pezones mientras suelta la lengua en plan Mick Jagger y pone los ojos en blanco­–. Para entonces ya he tenido ganas de asesinarle tres veces, le he dicho que se tape ese culo lleno de granos –no es verdad, pero con algo tengo que contraatacar– y tengo la cara roja de ira, pero intento mantener la calma no vaya a ser que se dé cuenta y la liemos más.

Lo peor es que tampoco se corta un pelo si tiene auditorio. Creo que es lo que realmente le divierte: sabe que no va a dejar indiferente a nadie y que, uno tras otro, van a aplaudirle la gracia. Y lo cierto es que lo consigue.