Dicen que la adolescencia es la etapa en que uno deja de hacer preguntas y empieza a dudar de las respuestas

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Un hijo pijo y otro macarra

«¿Has visto qué pijo se está volviendo? Si sólo lleva ropa de marca…», dice mi hijo pequeño dirigiéndose a mí, como si su hermano no le escuchara. «Tú sí que estás hecho un macarra, vaya pinta llevas con ese chándal y esas zapatillas rotas, por no hablar de los pelos», le responde directamente el mayor.

En esas están desde hace unos días.

Es curioso esto de descubrir, de repente, que tengo un hijo pijo y otro macarra, algo así como los Santxez de Vaya semanita, uno policía y otro borroka. ¡Y yo que creía que se parecían tanto!

No es la primera vez que uno de los dos me sorprende con un cambio radical de estilo. Ambos han pasado semanas enteras de total y absoluta dejadez en las que no se ponían otra cosa que un chándal raído y, de repente, quieren reconvertirse en modelos de pasarela.

Tras una larga etapa de pelo largo, uno podía llegar de la peluquería con una minicresta, pelo corto por los laterales y unas colas por detrás (el look Jarrai, como el que luce Fernando Torres en la foto de la izquierda) y correr al armario en busca de sus mejores galas (¿una gran cita?). El otro, que inicialmente lo criticó, terminó copiando ese peinado en pocas semanas. Realmente parecía el uniforme de los adolescentes, todos iban peinados igual. Veías a uno y los habías visto a todos.

Ahora parece que eso ya no se lleva y hemos vuelto al peinado tradicional -demasiado corto para mi gusto- con el que es difícil distinguir quién es el macarra y quién el pijo. Creo que ambos pecan de una cosa o de otra según tengan el día, o las hormonas, si pasan de todo o si quieren impresionar a alguna chica… Además, una cosa es el aspecto que lleven un día determinado y otra, muy diferente, cómo ve un hermano al otro.

Estoy segura de que, mientras sigan buscando su estilo, me quedan aún muchas cosas por ver.

Espejo, espejito…

No hay nada que le guste más a un adolescente que un espejo. No lo admitirán nunca, claro, pero se pasan horas muertas ensayando gestos, guiños, poses, probando ese último gel de peinado que les ha recomendado un amigo, primero con cresta, luego sin ella, con el pelo peinado como para ir de boda y, dos minutos después, con un estudiado despeinado.

Al verles me vienen a la cabeza los tiempos en los que yo hacía lo mismo. Me encerraba en el cuarto de mis padres, donde había uno de esos clásicos tocadores con un enorme espejo. Allí probaba a hacerme la raya a un lado, luego al otro, una trenza, me ponía todos los sombreros que encontraba… Después abría el armario que había a un lado, para enfrentar el espejo de la puerta con el del tocador. Así podía verme por detrás y por delante, no sólo el pelo sino también la ropa -y mi imagen mil veces repetida, eso me encantaba-. Creo que a esa edad nunca salía a la calle con algo nuevo sin antes pasar la prueba del doble espejo.

La situación se repite, pero con una diferencia: ellos rara vez cierran la puerta del cuarto de baño cuando van a probarse algo y, en lugar de esconderse suelen llamarme para que les dé mi opinión. Eso sí, siempre creen que en lugar de una hora han pasado sólo dos minutos desde que empezó su sesión de estilismo.

Lo más curioso de todo es que, después de una de estas sesiones intensivas, al día siguiente parecen haberse olvidado de todo y son capaces de salir a la calle con ese chándal viejo y raído que ya no debería servir ni para andar por casa.