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¿Qué le falta a esta música generada por Inteligencia Artificial?

No, no es una adivinanza, ni una pregunta retórica. Realmente me pregunto qué es lo que le falta a la música generada por Inteligencia Artificial (IA) para igualar a la compuesta por humanos. Sé que ante esta cuestión es fácil desenvainar argumentos tecnoescépticos, una máquina no puede crear belleza, nunca igualará a la sensibilidad artística humana, etcétera, etcétera.

Pero en realidad todo esto no es cierto: las máquinas pintan, escriben, componen, y los algoritmos GAN (Generative Adversarial Network, o Red Antagónica Generativa) ya las están dotando de algo muy parecido a la imaginación. Además, y dado que las mismas máquinas también pueden analizar nuestros gustos y saber qué es lo que los humanos adoran, no tienen que dar palos de ciego como los editores o productores humanos: en breve serán capaces de escribir best sellers, componer hits y guionizar blockbusters.

El salto probablemente llegará cuando los consumidores de estos productos no sepamos (no «no notemos», sino «no sepamos») que esa canción, ese libro o esa película o serie en realidad han sido creados por un algoritmo y no por una persona. De hecho, la frontera es cada vez más difusa. Desde hace décadas la música y el cine emplean tanta tecnología digital que hoy serían inconcebibles sin ella. Y aunque siempre habrá humanos detrás de cualquier producción, la parcela de terreno que se cede a las máquinas es cada vez mayor.

Pero en concreto, en lo que se refiere a la música, algo aún falla cuando uno escucha esas obras creadas por IA. El último ejemplo viene de Relentless Doppelganger. Así se llama un streaming de música que funciona en YouTube 24 horas al día desde el pasado 24 de marzo (el vídeo, al pie de esta página), generando música technical death metal inspirada en el estilo de la banda canadiense Archspire, y en concreto en su último álbum Relentless Mutation (Doppelganger hace referencia a un «doble»).

Este inacabable streaming es obra de Dadabots, el nombre bajo el que se ocultan CJ Carr y Zack Zukowski, que han empleado un tipo de red neural llamado SampleRNN –originalmente concebida para convertir textos en voz– para generar hasta ahora diez álbumes de géneros metal y punk inspirados en materiales de grupos reales, incluyendo el diseño de las portadas y los títulos de los temas. Por ejemplo, uno de ellos, titulado Bot Prownies, está inspirado en Punk in Drublic, uno de los álbumes más míticos de la historia del punk, de los californianos NOFX.

Imagen de Dadabots.

Imagen de Dadabots.

Y, desde luego, cuando uno lo escucha, el sonido recuerda poderosamente a la banda original. En el estudio en el que Carr y Zukowski explicaban su sistema, publicado a finales del año pasado en la web de prepublicaciones arXiv, ambos autores explicaban que su propósito era inédito en la generación de música por IA: tratar de captar y reproducir las «distinciones estilísticas sutiles» propias de subgéneros muy concretos como el death metal, el math rock o el skate punk, que «pueden ser difíciles de describir para oyentes humanos no entrenados y están mal representadas por las transcripciones tradicionales de música».

En otras palabras: cuando escuchamos death metal o skate punk, sabemos que estamos escuchando death metal o skate punk. Pero ¿qué hace que lo sean para nuestros oídos? El reto para los investigadores de Dadabots consistía en que la red neural aprendiera a discernir estos rasgos propios de dichos subgéneros y a aplicarlos para generar música. Carr y Zukowski descubrieron que tanto el carácter caótico y distorsionado como los ritmos rápidos de estos géneros se adaptan especialmente bien a las capacidades de la red neural, lo que no sucede para otros estilos musicales.

Y sin duda, en este sentido el resultado es impresionante (obviamente, para oídos que comprenden y disfrutan de este tipo de música; a otros les parecerá simple ruido como el de las bandas originales). Pero insisto, aparte del hecho anecdótico de que las letras son simples concatenaciones de sílabas sin sentido, ya que no se ha entrenado a la red en el lenguaje natural, la música de Dadabots deja la sensación de que aún hay un paso crucial que avanzar. ¿Cuál es?

No lo sé. Pero tengo una impresión personal. Carr y Zukowski cuentan en su estudio que la red neural crea a partir de lo ya creado, lo cual es fundamental en toda composición musical: «Dado lo que ha ocurrido previamente en una secuencia, ¿qué ocurrirá después?», escriben Carr y Zukowski. «La música puede modelizarse como una secuencia de eventos a lo largo del tiempo. Así, la música puede generarse prediciendo ¿y entonces qué ocurre? una y otra vez».

Pero esto ocurre solo un sampleado tras otro, mientras que un tema escrito por un compositor humano tiene un sentido general, un propósito que abarca toda la composición desde el primer segundo hasta el último. Toda canción de cualquier género tiene una tensión interna que va mucho más allá de, por ejemplo, la resolución de los acordes menores en acordes mayores. Es algo más, difícil de explicar; pero al escuchar cualquier tema uno percibe un propósito general de que la música se dirige hacia un lugar concreto. Y da la sensación de que esto aún le falta a la música automática, dado que la máquina solo se interesa por un «después» a corto plazo, y no por lo que habrá más allá. Se echa de menos algo así como una tensión creciente que conduzca hacia un destino final.

Sin embargo, creo que ya pueden quedar pocas dudas de que la música generada por IA terminará también superando estos obstáculos. Ya tenemos muchos ejemplos y muy variados de composiciones cien por cien digitales. Y si hasta ahora ninguna de ellas ha conseguido instalarse como un hit, ya sea entre el público mayoritario o entre los aficionados a estilos musicales más marginales, se da la circunstancia de que tampoco ninguna de ellas ha cruzado la barrera de lo etiquetado como «diferente» porque su autor no es de carne y hueso. Probablemente llegará el momento en que un tema se convierta en un éxito o en un clásico sin que el público sepa que el nombre que figura en sus créditos no es el de la persona que lo compuso, sino el de quien programó el sistema para crearla.

El headbanging puede dañar el cerebro, y otros riesgos del heavy metal y el punk

Sin duda conocen ustedes el codo de tenista, esa avería de los tendones causada por esfuerzos repetitivos del brazo que no solo afecta a quienes le dan a la raqueta, sino además a los carpinteros y otros trabajadores manuales. También la música tiene una parte de actividad física extenuante que acarrea sus propias dolencias. Un caso típico es la distonia focal, más conocida como distonia del músico, que causa movimientos involuntarios en algún músculo sobreexplotado por el intérprete.

La distonia es un serio problema que puede arruinar una carrera musical. Una revisión de 2015 encontró que afecta a entre el 1 y el 2% de los músicos profesionales, lo cual suma una cifra enorme si se escala a la población mundial. Pero lo curioso de la distonia del músico es que no es una enfermedad del brazo, sino del cerebro. Algunos estudios han revelado que la intensa práctica de los músicos hace que el control cerebral de las extremidades implicadas se desborde hacia otras regiones del cerebro, causando conexiones anómalas entre las neuronas; los músculos están reclutando neuronas que no les corresponden y que no saben hacer lo que se pide de ellas, y así aparecen los movimientos descontrolados.

Headbanging y black metal. Imagen de Wikipedia / Vassil.

Headbanging y black metal. Imagen de Wikipedia / Vassil.

Aunque son más conocidos los casos de pianistas que la sufren en las manos, la distonia puede afectar a intérpretes de cualquier instrumento y de cualquier género. En 2014 se describió en Alemania el caso de un batería de heavy metal de 28 años que había comenzado a sufrirla en su muslo derecho, poco después de haber comenzado a utilizar un pedal doble para el bombo. Este tipo de pedal permite ritmos más rápidos y da una base de percusión más llena también a velocidades más lentas. A costa de un esfuerzo mayor, claro.

Pero respecto a las enfermedades profesionales del heavy metal, si son aficionados al género tal vez se hayan hecho la misma pregunta que yo: si los cantantes, los profesores y otras personas que fuerzan la voz regularmente pueden sufrir problemas de garganta, ¿qué hay de los cantantes de death metal? Si no están familiarizados, les explico que en este subgénero (y en otros relacionados) los vocalistas cantan con lo que se conoce como death growls o death grunts, un gruñido gutural que sale de lo más profundo del ser y que a veces suena parecido a un eructo vocalizado. Es una especie de versión extrema de una forma de cantar utilizada desde mucho antes por músicos como Louis Armstrong, Joe Cocker, Tom Waits y otros.

En fin, es una manera poco natural de emplear la voz, y entre ensayos y bolos, los cantantes de estos grupos pueden estar torturándose la garganta si no recurren a un consejo profesional sobre cómo hacerlo sin dañarse. De hecho, la versión inglesa de la Wikipedia apunta: «El Centro Médico de Nijmegen de la Universidad de Radboud, en Holanda, informó en junio de 2007 de que, debido al aumento de la popularidad del gruñido en la región [por el death metal, se entiende], estaba tratando a varios pacientes que utilizaban la técnica incorrectamente por edemas y pólipos en las cuerdas vocales».

Lo cual debería alarmar a los cantantes de death metal… si fuera cierto. El problema es que no parece haber manera de confirmar estos datos. La fuente de la Wikipedia es un artículo en el diario Nederlands Dagblad en el que el logopeda Piet Kooijman decía estar tratando a varios vocalistas de estos grupos, pero hasta donde he podido encontrar, Kooijman no ha publicado ningún estudio científico al respecto.

De hecho, otros expertos desmienten categóricamente esta afirmación de Kooijman. El laringólogo de la Universidad de Nottingham (Reino Unido) Julian McGlashan ha estudiado la fisiología y la mecánica de la distorsión de la voz en situaciones reales de distintas modalidades de canto, incluido el death metal. Según sus resultados, presentados en varios congresos científicos, los death growls «pueden hacerse de forma segura», siempre que se emplee la técnica correcta con apoyo profesional.

La banda sueca de death metal melódico Amon Amarth, en Alemania en 2017. Imagen de Wikipedia / Markus Felix | PushingPixels.

La banda sueca de death metal melódico Amon Amarth, en Alemania en 2017. Imagen de Wikipedia / Markus Felix | PushingPixels.

Los resultados de McGlashan están en consonancia con un estudio de la Universidad de Santiago de Chile publicado en 2013. Los investigadores examinaron a un grupo de 21 cantantes de rock que utilizaban gruñidos y falsetes, en comparación con un grupo de control de 18 cantantes de pop. Según el estudio, estas modalidades de canto «no parecen contribuir a la presencia de ningún trastorno en las cuerdas vocales» en los sujetos del estudio. Sin embargo, los autores advierten de que su trabajo no cubre los posibles efectos a un plazo mayor con una dedicación intensa, ya que los cantantes examinados tenían una media de edad de 26 años y pertenecían a bandas amateurs.

Pero los musculares y los vocales no son los únicos posibles riesgos que pueden amenazar a metalheads y punks. Un gran clásico también estudiado por la ciencia es el headbanging, el movimiento violento de cabeza. Aunque algunos le suponen un origen más o menos reciente, fuentes bien informadas sitúan sus comienzos en los conciertos de Led Zeppelin allá por finales de los 60.

Por inofensivo que pueda parecer el headbanging, lo cierto es que hay varios estudios científicos que describen casos de daños ocasionados por esta práctica (para quien le interese, ver por ejemplo la lista de referencias en este caso reciente en Japón). El daño suele ser del mismo tipo, un hematoma subdural, o lesión en las meninges cerebrales. En algunos casos el resultado es fatal, como publicó la revista The Lancet en 1991. Hay al menos un par de casos descritos de rotura de la arteria carótida cerebral debida al headbanging, uno de ellos mortal. En 2005 se dijo que el ictus sufrido por el entonces guitarrista de Evanescence, Terry Balsamo, también fue debido al headbanging. Otro riesgo adicional son los daños en las vértebras cervicales.

Por suerte, en nuestra ayuda vienen Declan Patton y Andrew McIntosh, de la Universidad de Nueva Gales del Sur, en Sídney (Australia). En 2008, estos dos investigadores analizaron la biomecánica del headbanging para la edición de Navidad de la revista British Medical Journal, bajo los criterios estandarizados de riesgo de lesiones en la cabeza y la espina dorsal. Patton y McIntosh encontraron que, para evitar daños, a un tempo musical medio de 146 pulsaciones por minuto el ángulo de giro de la cabeza nunca debe superar los 75º. Con ritmos más rápidos, el movimiento debe ser más limitado.

Como alternativas, y ya en un tono más mordaz adecuado a la edición navideña del BMJ, los australianos aconsejaban mover la cabeza solo en un golpe de batería de cada dos, utilizar un collarín, sustituir el heavy metal por Michael Bolton, Celine Dion, Enya y Richard Clayderman, sugerir a bandas como AC/DC que toquen Moon River en lugar de Highway to Hell, y etiquetar los discos de heavy metal con advertencias contra el headbanging.

Los riesgos para los aficionados al metal o al punk aumentan aún más para quienes gustan de sumergirse en esa masa frenética llamada mosh pit, donde se practica el moshing, básicamente empujarse, golpearse y patearse unos a otros en un «estado desordenado similar al de un gas», según un equipo de físicos que lo describió matemáticamente en 2013. Y no necesariamente es una cuestión generacional: en mis tiempos su versión en el punk se conocía como pogo, pero dado que nunca he disfrutado de que me agredan o me escupan, ni de hacérselo yo a otros, cuando la banda actuante era de las que invitaban a ello solía retirarme a un rincón discreto.

Y aún más viendo los adornos que se gastan algunas bandas, como esas muñequeras con clavos afilados que llevan los músicos de black metal. En 2006, dos médicos del Hospital Príncipe de Gales de Sídney (Australia) describieron el caso de un joven de 19 años que había sido empujado, con tan mala suerte que se clavó en el hombro una tachuela de 5 centímetros que llevaba otro tipo en la espalda de su chupa de cuero. Al parecer, en el momento el afectado estaba tan borracho que apenas se enteró, pero a la mañana siguiente tuvo que hacer una visita a Urgencias. La herida le había causado un enfisema subcutáneo, una acumulación de aire bajo la piel. Todo quedó en un susto.

Moshing. Imagen de Wikipedia / Harald S. Klungtveit.

Moshing. Imagen de Wikipedia / Harald S. Klungtveit.

Este mismo mes, tres médicos de urgencias de la Universidad de Massachusetts (EEUU) acaban de publicar una recopilación de lesiones causadas por el moshing. Los autores han reunido los casos de atención médica durante ocho grandes conciertos celebrados en un mismo recinto entre 2011 y 2014, con una asistencia total de más de 50.000 personas. Los resultados del estudio no son sorprendentes: la mayoría de los afectados, en el orden de varios cientos, eran varones con una edad media de 20 años, y que en el 64% de los casos llegaban con lesiones en la cabeza. El 28% de los heridos eran menores de 18 años; el más joven tenía 13. Y aunque el moshing era la causa más común de lesiones, un 20% de los casos se debía al crowd surfing, eso de pasar a alguien sobre las cabezas.

De todo lo anterior, tal vez les haya quedado la idea de que el heavy metal y el punk pueden ser nocivos para la salud. Pero no crean que otros géneros musicales son necesariamente más inocuos. Para la próxima entrega les reservo una sorpresa: ¿qué tipo de conciertos dirían que origina más casos de atención médica? Ni se lo imaginan.

¿Hay relación entre violencia y ciertos tipos de música?

Mi afición a la música y mi trabajo en esto de la información científica me llevan a curiosear en todo aquello que los estudios tienen que decir sobre el fenómeno musical. Uno de los avances más interesantes del conocimiento en las últimas décadas es el encuentro entre ciencias y humanidades, tradicionalmente separadas por esa frontera artificial y artificiosa del ser de letras o de ciencias. Fíjense en las tertulias radio/televisivas: ¿verdad que en alguna ocasión han escuchado a alguno de sus participantes decir «yo no sé nada de ciencia?» ¿Y alguna vez han escuchado a uno de sus participantes decir «yo no sé nada de historia/arte/literatura/música/filosofía»?

Hoy cada vez es más habitual encontrar estudios firmados al unísono por filólogos y científicos computacionales, historiadores y químicos, o arqueólogos y físicos, porque las ciencias experimentales están aportando enfoques y técnicas que permiten profundizar en las investigaciones humanísticas de una forma antes inaccesible. La frontera se ha derribado; hoy el conocimiento es multidisciplinar. Ya no es posible saber mucho sin saber algo de ciencia. Y por cierto, este es precisamente el motivo que da a este blog el título de Ciencias Mixtas.

El grupo de Black Metal Gorgoroth, cuyo exlíder Gaahl (en el centro) fue encarcelado dos veces por agresión y ha alentado a la quema de iglesias. Imagen de Wikipedia / Alina Sofia.

El grupo de Black Metal Gorgoroth, cuyo exlíder Gaahl (en el centro) fue encarcelado dos veces por agresión y ha alentado a la quema de iglesias. Imagen de Wikipedia / Alina Sofia.

En lo referente a la música, tengo amplias tragaderas. Digamos que desde Mozart a System of a Down, me cabe mucho (aunque desde luego no todo, ni muchísimo menos). Pero como he contado aquí regularmente y sabrá cualquier visitante asiduo de este blog, tengo una especial preferencia por ciertos estilos de música que convencionalmente suelen considerarse extremos, como el punk o el metal. Mis raíces estuvieron en lo primero, y lo segundo me lo aportó la otra mitad con la que comparto mi vida desde hace ya décadas.

De hecho, creo que mi caso no es nada original: en el mundo de la ciencia es frecuente encontrar gustos parecidos, y algunos científicos han llegado incluso a triunfar en estos géneros musicales; aquí conté tres casos, los de Greg Graffin (Bad Religion), Dexter Holland (The Offspring) y Milo Aukerman (Descendents). Sí, sí, también está Brian May (Queen), pero ya en otro estilo musical, alejado de los extremos y mucho más mayoritario.

El líder de Bad Religion, Greg Graffin (en el centro), es doctor en biología evolutiva. Imagen de Wikipedia / Cecil.

El líder de Bad Religion, Greg Graffin (en el centro), es doctor en biología evolutiva. Imagen de Wikipedia / Cecil.

Respecto a esta relación entre ciencia y punk (que es bastante profunda), lo que era solo mi impresión personal quedó curiosamente refrendado por un estudio que conté aquí hace algo más de un par de años, y que descubría una asociación entre los perfiles de personalidad más analíticos y el gusto por géneros musicales como el hard rock, el punk o el heavy metal; y dentro de otros géneros menos extremos, con sus versiones más duras; por ejemplo, John Coltrane y otros intérpretes de jazz de tendencia más vanguardista.

Y sin embargo, suele circular perennemente esa idea que asocia este tipo de géneros, digamos, no aptos para el hilo musical del dentista, con tendencias violentas y criminales, delincuencia, conductas antisociales y vidas desestructuradas.

No vamos a negar que el rock en general tiene su cuota de existencias problemáticas. Pero si hay adolescentes que se suicidan después de escuchar a Judas Priest, a My Chemical Romance o a Ozzy Osbourne (o a Iggy Pop, como hizo Ian Curtis de Joy Division), o desequilibrados que matan inspirándose en Slayer o en Slipknot, en ninguno de estos casos pudo sostenerse responsabilidad alguna de la música o de sus creadores. Si existe un desequilibrio ya prexistente, puede buscar un molde en el que encajarse. Y esos moldes pueden ser muy diversos: el asesino de John Lennon, Mark Chapman, que venía tarado de casa, encontró su misión precisamente en la música del propio Lennon.

Slipknot. Imagen de Wikipedia / Krash44.

Slipknot. Imagen de Wikipedia / Krash44.

Un caso particular es el del Black Metal, asociado a cultos satánicos y en algunos casos a grupos neonazis. En los años 90 esta corriente acumuló en Noruega, su cuna de origen, un macabro historial de suicidios, asesinatos, torturas y quema de iglesias; no por parte de los fans, sino de los propios músicos. Pero es evidente que la inmensa mayoría de la comunidad del Black Metal, músicos y fans, no ha hecho daño a una mosca ni piensa hacerlo, por mucho que alguno de sus líderes les anime a ello. No hay más que darse una vuelta por los comentarios de los foros para comprobar que los fans condenan la peligrosa estupidez de algunos de estos personajes, quienes simplemente han encontrado un outlet a su perversidad; parece concebible que, para quien ya viene malo de fábrica, el Black Metal tenga más glamour que la jardinería o el macramé.

Indudablemente, para algunos fans el Black Metal será solo música. Y quien piense que no es posible admirar la creación sin admirar a su creador, debería abstenerse de disfrutar de las obras de los antisemitas Degas, Renoir o T. S. Eliot, los racistas Lovecraft y Patricia Highsmith, el fascista Céline, los pedófilos Gauguin y Flaubert, el machista Picasso, el maltratador y homófobo Norman Mailer, el incestuoso Byron o incluso la madre negligente y cruel Enid Blyton (autora de Los cinco). Y por supuesto, jamás escuchar a Wagner, el antisemita favorito de Hitler. Esto, solo por citar algunos casos; con demasiada frecuencia, una gran obra no esconde detrás a una gran persona.

Una seguidora del Black Metal. Imagen de Flickr / Robert Bejil / CC.

Una seguidora del Black Metal. Imagen de Flickr / Robert Bejil / CC.

También sin duda, habrá en la comunidad del Black Metal quienes se sumerjan en ese culto sectario (no puedo evitar que me venga a la memoria aquel momento genial de El día de la bestia de Álex de la Iglesia, cuando Álex Angulo le pregunta a Santiago Segura: «tú eres satánico, ¿verdad?». Y él responde: «Sí, señor. Y de Carabanchel»). Pero nos guste o no el oscurantismo malvado, mientras mantengan a Hitler y a Satán dentro de sus cabezas, y sus cabezas dentro de la ley, quienes defendemos la luz de la razón rechazamos el delito de pensamiento. Y no olvidemos: ¿cuántos crímenes se han perpetrado enarbolando la Biblia? Culpar a la música es como culpar a la religión musulmana en general de las atrocidades cometidas en su nombre (sí, algunos lo hacen).

Pero en fin, en realidad yo no venía a hablarles del Black Metal, aunque por lo que he podido ver, o más bien por lo que no he podido ver, sobre este género aún hay mucho campo para la investigación; abundan los estudios culturales, antropológicos y etnográficos, pero parece que aún faltan algo de psicología experimental y de sociología cuantitativa que sí se han aplicado a otros géneros.

A lo que iba: últimamente he reunido algún que otro estudio científico-musical que creo merece la pena comentar. Uno de ellos habla sobre esto de los presuntos comportamientos alterados y antisociales en los seguidores del heavy metal. ¿Quieren saber lo que dice? El próximo día se lo cuento. No se lo pierdan, que hay miga.

«Un descubrimiento científico produce un subidón como tocar música punk»

Al hilo de mi artículo anterior sobre Milo Aukerman, he recordado que hace algo más de dos años le hice una breve entrevista de la que saqué un par de extractos para un reportaje sobre la relación entre ciencia y punk. Por entonces Aukerman aún trabajaba en DuPont. Creo que merece la pena traer aquí aquella pequeña entrevista, porque el líder de Descendents destacaba la visión recíproca de la que he tratado en esta miniserie: si el rock parece atraer especialmente a los científicos, la ciencia también puede atraer a los aficionados al rock; o en este caso, el punk. Así lo cuenta el líder de Descendents:

Milo Aukerman. Imagen de Twitter.

Milo Aukerman. Imagen de Twitter.

Uno de los lemas del punk era «No Future». ¿Su caso demuestra que sí lo había?

La idea de los punks como escoria tiene que cambiar, porque no refleja la realidad. Siempre he considerado el punk más como una música que como un estilo de vida, así que en este sentido es fácil moverse más allá de la caricatura estándar del «idiota inmaduro y drogadicto» ejemplificado por Sid Vicious, por poner un caso.

Entonces, ¿qué opina de la corriente más callejera y antisocial del punk?

No pretendo menospreciar el estilo de vida del punk callejero, pero eso es todo lo que es, un estilo de vida. Uno puede disfrutar de la música punk y aun así llevar una vida normal, estudiar, conseguir un trabajo, y todo ello sin modificaciones corporales ni maltratarse a uno mismo. Simplemente, los punks proceden de diferentes ambientes económicos, culturales y educativos, y todos deberían considerarse legítimos, y todos han contribuido a la democratización del punk como hoy lo conocemos.

¿En qué quedó entonces la rebeldía que ha sido el sello del punk?

Por supuesto, en el corazón del punk está la rebelión, pero uno puede rebelarse de muchas maneras. Rechazar las normas de la sociedad es una de ellas, pero el punk también consiste en la aceptación de la individualidad, y si un punk puede encontrar la felicidad en un trabajo y una familia, mejor para él. También me gustaría destacar que el punk es una salida creativa y una manera para los punks de sentirnos jóvenes, y si no hubiera sitio en ello para los casados con hijos y un empleo, bueno, probablemente yo ya me habría suicidado.

¿Qué tienen en común ciencia y punk?

Realmente es extraño cómo el punk tiende a atraer a los científicos…  Están Greg Graffin y Dexter Holland, por ejemplo, y yo mismo. Probablemente tengamos distintas visiones de los paralelismos entre ambos; sé que Greg los ha comparado refiriéndose al cuestionamiento de lo establecido inherente a la ciencia y el punk.

¿Y usted?

Yo veo los paralelismos en la creatividad y el aspecto del «hazlo tú mismo».

Pero toda la música es creativa. ¿Qué tiene de especial el punk?

Obviamente, toda música requiere creatividad, pero el punk en particular pone a la persona de la calle en el asiento del conductor, debido a esa naturaleza del «hazlo tú mismo». Esta capacidad del punk de crear algo de la nada, y de hacerlo sin una tonelada de infraestructura, me atrae del mismo modo que la ciencia, al menos el tipo de ciencia aguerrida que me interesa (en oposición a la Gran Ciencia). El otro aspecto que puedo apuntar es la naturaleza visceral del punk, la euforia total que provoca la música. Cuando descubro algo en el laboratorio, siento algo muy similar. El subidón que uno puede sentir con el punk se parece al del descubrimiento científico. Y aunque no sea exactamente lo mismo en ambos casos, la intensidad de esa sensación puede ser adictiva. En resumen, en cuanto a la naturaleza cuestionadora de ambos, y en su capacidad para emocionar e inspirar, pienso que la ciencia es un buen encaje para los punks.

Dexter Holland (The Offspring), investigador del VIH

Según esa maldita efigie popular y estereotipada, el científico es un tipo/a físicamente mal acabado como un Lada de los 70, incapaz de conjuntar los calcetines y con una inteligencia social tan ínfima como elevado es su genio intelectual. Y que posiblemente cantaría de memoria todas las Lieder de Schubert, pero que no tiene la menor idea de quién era Lou Reed.

Este absurdo tótem ya no solo se perpetúa en películas y series de televisión, sino que llega hasta Clan, el canal infantil de TVE: un personaje llamado Doctor Einstein, por otra parte muy simpático, deja clara la elección a los niños desde que son pequeñitos: o eres guay, o eres científico.

Nombres como el de Brian May, cuyo caso conté ayer, suelen adornar listas de curiosidades sobre celebrities o estrellas del rock. Por algún motivo, parece que al presentar estos casos como rarezas se declara explícitamente que el rock y el trabajo intelectual de la ciencia se contemplan como mundos incapaces de encontrarse.

Todo lo cual, como sabe cualquiera que haya habitado el ecosistema de la investigación, es un mito sin ningún fundamento en la realidad. De hecho, incluso podría decirse que entre los científicos existe una especial inclinación a hacer ruido con instrumentos; es decir, a los géneros musicales más decibélicos, como el heavy o el punk en todas sus formas y variaciones. Aunque por supuesto, no todos convierten ese ruido en algo que merezca la pena escuchar, y solo a unos pocos les lleva a alcanzar una fama impensable desde el laboratorio.

Y en concreto, biología y punk parecen entrelazarse misteriosamente en un buen número de casos; pero sobre todo en un trío de ases, los tres californianos de nacimiento o de adopción, y cuyo primer representante traigo hoy:

Dexter Holland (The Offspring)

Dexter Holland y The Offspring tocando en 2009 en Budapest (Hungría). Imagen de Wikipedia.

Dexter Holland con The Offspring tocando en 2009 en Budapest (Hungría). Imagen de Wikipedia.

Bryan Keith Holland sí que parece todo un estereotipo, pero de su ambiente de crianza: el condado californiano de Orange (O. C.), hogar de los descapotables, el surf y las mansiones de estilo hispano con criados hispanos. Pero también de los chicos rebeldes atizando una batería y aserrando las cuerdas de una guitarra en el garaje de sus padres. Con su pelo rubio pollito, sus ojos azules y su porte un poco a lo Biff Tannen de Regreso al futuro, Dexter Holland (su nombre de guerra) pasaría por el típico quarterback de High School, de no ser porque tiene una buena cabeza sobre los hombros: fue el mejor de su clase, destacando sobre todo en matemáticas.

El mismo año de su graduación en el instituto, 1984, Holland cofundó Manic Subsidal, un grupo que dos años después se transformaría en The Offspring. El nombre ya revelaba las inclinaciones de Holland: «offspring» significa «progenie» y es un término muy utilizado en biología, sobre todo en genética.

La banda ascendió al éxito internacional a mediados de los 90, llegando a convertirse en uno de los grupos punk más populares de todos los tiempos. Otra cosa sería discutir si pueden calificarse como «punk». Sus raíces y sus influencias originales lo son. Algunos tal vez los etiquetarían como pop punk o skate punk, y los más estrictos les despegarían incluso estas etiquetas. En mi sola opinión, y purismos aparte, la música y las letras de The Offspring llevan impreso el sello característico del punk californiano, que no es el neoyorquino ni el londinense; O. C. imprime carácter.

Probablemente porque el grupo tardó un decenio en ganarse la fama, a Holland le dio tiempo a terminar la carrera de biología en la Universidad del Sur de California y apuntarse a un doctorado en biología molecular. Pero hasta ahí; en 1994 llegó Smash, un disco muy apropiadamente titulado: fue un smash, un bombazo, y smasheó la carrera científica de Holland. Como a Brian May, el tirón del éxito comercial le apartó de la ciencia.

Y como May, ha regresado recientemente a ella cuando puede permitírselo: con unos 40 millones de discos vendidos, su propia marca de salsa picante (Gringo Bandito) y tres aviones, incluyendo un antiguo caza soviético y un jet privado con el símbolo anarquista en el plano de cola. Ya con la vida más que resuelta, Holland trabaja ahora en su tesis doctoral en el Laboratorio de Oncología Viral e Investigación Proteómica de la Escuela de Medicina Keck de la Universidad del Sur de California, bajo la dirección de la profesora de Patología Suraiya Rasheed.

Ya sea debido al síndrome de popularidad o por otra causa, es difícil saber cuál es el tema de la tesis doctoral de Holland: no hay ninguna información disponible (o al menos yo no he podido encontrarla) sobre su línea de investigación, con la sola excepción del único fruto de ella aparecido hasta la fecha: su primer estudio, publicado en 2013 en la revista PLOS One, tuiteado por el propio Holland, y que también está disponible en la web oficial de Offspring aquí.

Resumiendo en un titular, el estudio propone lo que podría ser un mecanismo utilizado por el VIH, el virus del sida, para combatir el sistema inmunitario de los humanos. Pero atención a la cursiva: de momento es solo una especulación.

Para explicarlo a todo fan de los Offspring ajeno a la biología, empiezo por el principio, el ADN de la célula. Como suelo decir, los genes no producen el pelo rubio pollito de Holland o esa nariz del abuelo; los genes solo producen proteínas, los actores funcionales mayoritarios de la célula. Y son las funciones de esas proteínas y sus interacciones en redes muy complejas las que llevan al rubio pollito o a la nariz.

Para que este proceso tenga lugar, la información del ADN, que es el archivo máster, debe antes reproducirse en una copia de trabajo, del mismo modo que se saca de la caja fuerte un manuscrito muy valioso para fotografiarlo o escanearlo, y poder trabajar así sobre un duplicado sin dañar el original. En la célula, esa copia desechable de un gen se llama ARN mensajero. El ARN lleva exactamente la misma información que su ADN original, pero desde el punto de vista químico es ligeramente distinto. Posteriormente, una maquinaria celular llamada ribosoma se encarga de leer ese ARN y traducirlo para crear una proteína.

En los años 90 se descubrió que muchos organismos tienen un mecanismo de regulación de la traducción del ARN mensajero a través de pequeñas moléculas también de ARN. Estas son complementarias a una parte del mensajero y se unen a él, bloqueando la traducción y por tanto impidiendo la creación de su proteína correspondiente. Podemos pensar en una memoria USB con su enchufe de conexión; cuando la tapa está puesta, la información que contiene el pincho es inaccesible. Los llamados microARN, o miRNA, actúan como esa tapa.

Los miRNA participan en infinidad de procesos de regulación de la actividad de los genes en la célula, y los fallos en estos sistemas de control se han relacionado con multitud de enfermedades, desde la sordera al cáncer. En la pasada década comenzó a descubrirse que algunos virus también tienen miRNAs, y que tanto estos como los de la propia célula participan en el proceso de infección, aunque cómo lo hacen y cuál es el resultado de ello (a quién beneficia, si al virus o a quien lo sufre) todavía es materia de investigación.

En el caso del VIH, hace pocos años se descubrió que las células infectadas por el virus tienen alteradas algunas de sus proteínas que se regulan por miRNAs, que ciertos miRNAs de la célula podrían actuar sobre las funciones del virus, y que el genoma del VIH también podría contener sus propios miRNAs, que a su vez podrían actuar sobre el propio virus o sobre la célula. De todo esto se desprende que probablemente los miRNAs de la célula y del virus desempeñan papeles importantes durante la infección, pero aún no se sabe cuáles son esos papeles.

Y así llegamos al estudio de Holland. El trabajo es una investigación in silico, o en ordenador. Es decir, que el cantante de Offspring no se ha calzado ninguna bata de laboratorio, sino que ha empleado herramientas informáticas para analizar la secuencia del genoma del VIH, compararla con la de la célula y sacar conclusiones al respecto.

Lo que el trabajo propone es que el genoma del VIH contiene ocho posibles miRNAs que tienen dos peculiaridades: por un lado, son muy similares a miRNAs de la célula a la que infecta. Y por otra parte, están insertados en lo que se llama secuencias codificantes del virus, es decir, en partes del genoma que se utilizan para producir proteínas.

¿Qué significado tiene esto? En cuatro palabras: aún no se sabe. Todavía no existe la seguridad de que esos ocho fragmentos funcionen realmente como miRNAs, ni mucho menos se conoce para qué sirven. Los estudios in silico permiten hacer predicciones, pero para comprobarlas hay que recurrir a la experimentación.

En cuanto a las predicciones, y dado que los miRNAs del VIH son parecidos a otros de la célula, la hipótesis es que podrían servir al virus para inutilizar algunas defensas celulares; actuarían como infiltrados, ladrones con uniforme de policía. El ordenador predice que esos miRNAs virales serían capaces de bloquear la producción de algunas proteínas celulares que de hecho sí aparecen anuladas en las células infectadas por el VIH.

El hecho de que los miRNAs del virus estén incrustados en partes de sus genes que son críticas para la infección sugiere que posiblemente el genoma viral ha evolucionado a lo largo de millones de años para aprender a disfrazar sus armas de ataque con piezas que la célula interpreta como propias y que consiguen inutilizar su defensa: si hay más ladrones disfrazados de policías que polis auténticos, vencen los malos.

En resumen, el trabajo es bonito, pero muy especulativo: hay más preguntas que respuestas. Es un buen comienzo para una tesis, pero solo un comienzo. Para confirmar la importancia de esos posibles miRNAs virales, habría que comprobar cómo actúan en células infectadas por el VIH. En una entrevista, Holland dijo que su pretensión es «rajarle las ruedas al sida», y que el trabajo es prometedor. Y ciertamente lo es: You’re gonna go far, kid; pero eso sí, hay que ponerse a ello.

Noticia fresca: el heavy metal y el punk son buenos para nuestra salud emocional

Lo hemos visto y escuchado mil veces: en las películas de acción, el psicópata viaja en una destartalada furgoneta en la que suenan heavy metal o punk, mientras que los buenos escuchan pegadizos éxitos poperos. La música fuerte, el rock duro en todas sus variaciones, potencia nuestras ganas de pisar cabezas y atropellar ancianas, convirtiéndonos en potenciales delincuentes, si es que previamente aún no existía una ficha policial a nuestro nombre.

Paul Simonon destroza su bajo contra el escenario en la portada del álbum de The Clash 'London Calling'. Imagen de Epic Records.

Paul Simonon destroza su bajo contra el escenario en la portada del álbum de The Clash ‘London Calling’. Imagen de Epic Records.

Sin embargo, los que practicamos este culto casi desde nuestra tierna infancia sabemos que no es así; ni las letras provocadoras e incluso agresivas, ni los guitarrazos contundentes –ya sean rasgando las cuerdas o incluso en el sentido más literal, estrellándola contra la tarima del escenario– sacan de nosotros ningún ánimo socialmente nocivo; como me contaba Milo Aukerman, vocalista de Descendents, con ocasión de un reportaje sobre ciencia y punk, lo que provoca la música visceral es “euforia pura”, una capacidad de “inspirar y excitar”.

Ahora, un nuevo estudio viene a darnos la razón. Dos investigadoras australianas han descrito que tanto el punk como el heavy metal u otros estilos de lo que llaman “música extrema”, como el hardcore, emo, death metal o screamo, “resultan en un aumento de las emociones positivas” y ofrecen “una manera saludable de procesar la furia” para quienes disfrutamos de ellos, según escriben en su estudio, publicado en la revista Frontiers in Human Neuroscience.

Leah Sharman y Genevieve Dingle, de la Facultad de Psicología de la Universidad de Queensland, en Brisbane, reclutaron a 39 voluntarios aficionados a estilos de “música extrema” de entre 18 y 34 años. En primer lugar, les pidieron que durante 16 minutos rememorasen experiencias personales desagradables que les causaran furia o estrés. Después de este período de estimulación, debían escuchar música elegida por ellos durante diez minutos, o bien permanecer en silencio durante el mismo período. Las investigadoras monitorizaron el ritmo cardíaco de los participantes y al final del experimento los sometieron a un test estandarizado de emociones positivas y negativas.

Las psicólogas comprobaron que la música amansa a la fiera que llevamos dentro. El recuerdo de las experiencias dolorosas elevaba el ritmo cardíaco, que se mantenía alto mientras los participantes escuchaban música que expresaba su estado de ánimo. “La mitad de las canciones elegidas contenían temas de furia o agresión, mientras que el resto contenían temas como, aunque no limitados a, aislamiento y tristeza”, cuenta Sharman en una nota de prensa. Pero el estado final después del proceso era de calma y sentimientos constructivos: “la música regulaba la tristeza y potenciaba las emociones positivas”, dice la psicóloga. “Los participantes manifestaron que utilizan la música para potenciar su felicidad, sumergirse en sentimientos de amor y fomentar su bienestar”. Así, la música ejerce una función “autorreguladora” más beneficiosa que el silencio.

Lo más destacable del estudio es tal vez que las investigadoras encuentren ese factor de inspiración del que hablaba Aukerman. “El cambio más significativo registrado fue el nivel de inspiración que sentían”, señala Sharman. Con todo, las dos psicólogas son conscientes de que su abordaje experimental es limitado y que no examina en detalle los elementos y motivaciones individuales, como tampoco puede generalizarse a un contexto social real.

Pero sus resultados tampoco son triviales: las investigadoras citan una buena lista de estudios anteriores que han tratado de demostrar una traslación directa de estas formas de música en comportamientos hostiles y violentos, delincuencia, abuso de sustancias, conductas suicidas o violencia contra las mujeres. Incluso la Academia de Psiquiatría de la Infancia y Adolescencia de EE. UU. advierte a los padres para que “ayuden a sus adolescentes prestando atención a los patrones de lo que compran, descargan, escuchan o visualizan, para ayudarles a identificar la música que puede ser destructiva”.

Los tópicos pueden ser erróneos, pero hay que demostrarlo, y el estudio de Sharman y Dingle ofrece un buen cambio de rumbo. Por mi parte, solo puedo añadir que a los fans de algunas de esas formas de “música extrema” lo que verdaderamente podría desatarnos comportamientos violentamente hostiles sería que nos obligaran a escuchar a Beyoncé o a Dani Martín.

Aprovechando la circunstancia, les dejo aquí un vídeo grabado por un servidor (la calidad es la correspondiente a un teléfono móvil de lo más básico) la semana pasada durante el concierto de Kiss en el Palacio de los Deportes de Madrid. Que, por cierto, congregó a una amplísima muestra social, incluyendo a muchos niños con sus caras convenientemente pintadas a lo Gene Simmons o Paul Stanley. Disfruten de Love Gun. Paz, hermanos.

«La ciencia encarna los valores del punk»

Un apunte metaperiodístico (periodismo sobre el periodismo), o del making of de esta profesión: cuando uno trata de comunicarse con una fuente fría –no creo que esto sea terminología estándar, sino mi manera de designar a alguien con quien no he tenido contacto anterior y que no me conoce– cuya única vía de acceso es el correo electrónico, ocurre con frecuencia que la respuesta de esa persona llega una vez que el artículo está entregado y ya no es posible incorporar sus ideas. En la mayoría de los casos, los comentarios de esa fuente se quedan para siempre en el tintero digital. Pero en ocasiones, el interés de esas opiniones merece que se compartan y se difundan, algo que afortunadamente puedo hacer a través de este blog.

En el caso que me ocupa, estuve trabajando en una historia sobre la relación entre punk y ciencia que se publicó ayer sábado en el Huffington Post. Recibí, ya fuera de plazo, las respuestas a mis preguntas de una de esas fuentes frías. Bill Cuevas es investigador del sector bioquímico, director musical de la emisora de radio de la Universidad de Stanford KZSU, y guitarrista de la banda de hardcore punk Conflict, de Tucson (Arizona). Cuevas presta voz a esa tendencia de quienes compartimos interés por la ciencia y el punk, algo que de ninguna manera podría denominarse colectivo, al menos por dos razones: primero, porque el punk nació empapado de la filosofía individualista del posmodernismo. Lo que no significa narcisismo ni egocentrismo, sino una visión menos alienadora de la colaboración social frente al asociacionismo uniformador que domina el siglo XXI (esta es solo mi humilde opinión). Segundo, porque probablemente existen tantas interpretaciones de la relación entre punk y ciencia como del propio punk, según las opiniones que he podido recoger de cara a la elaboración del reportaje del Huff.

La banda estadounidense de 'hardcore' Conflict, tocando en Tucson el 27 de febrero de 1984. Bill Cuevas aparece a la izquierda. Imagen de Ed Arnaud, reproducida con permiso de www.shavedneck.com.

La banda estadounidense de ‘hardcore’ Conflict, tocando en Tucson el 27 de febrero de 1984. Bill Cuevas aparece a la izquierda. Imagen de Ed Arnaud, reproducida con permiso de www.shavedneck.com.

El propio Cuevas subraya esta visión multicéntrica del punk: «El término punk ya era amplio incluso hace 32 años», dice. «A menudo se asociaba con el nihilismo y el anti-intelectualismo; por ejemplo, los Sex Pistols vomitando sobre los ejecutivos de las discográficas. Pero esos eran elementos de choque para cementar la implicación de los valores contrarios al establishment«. Se ha citado a menudo que uno de los posibles desencadenantes de que el punk estallara precisamente cuando estalló, dejando aparte que todos los movimientos sociales reaccionen contra los anteriores y al mismo tiempo sean consecuencia de evoluciones naturales, fue el hecho de que en la década de 1980 la política mundial estuviera dominada por el eje conservador que sostenían Margaret Thatcher en Reino Unido y Ronald Reagan en EE. UU. (aunque es justo decir que el nacimiento del punk británico en los 70 coincidió con un período de gobiernos laboristas). A este respecto, Cuevas señala: «Lo que llevó a muchos a ese género, a la escena, incluyéndome a mí, era el intelectualismo, la política y el activismo, las ideologías puras y la música intensa e implacable, que en realidad era musicalmente bastante técnica».

En el caso de Bill Cuevas, su experiencia nace del semillero estadounidense del punk, a partir de bandas como la Velvet Underground, New York Dolls, The Stooges, Television, Ramones, Talking Heads, Blondie, Minutemen, Descendents, Dead Kennedys o Bad Religion, por citar un espectro amplio de estilos. A menudo se subestima la contribución norteamericana en la explosión inicial del punk, pero de hecho allí nació el look que seduciría a millones de jóvenes: cuentan que Malcolm McLaren, el cerebro que inventó los Sex Pistols, diseñó la imagen de su banda copiando la de Richard Hell, por entonces en Television antes de fundar The Heartbreakers y luego The Voidoids.

En aquella escena norteamericana, el punk nació de un sustrato diferente al de su versión británica, más incubada en los barrios obreros. «El hardcore fue engendrado desde las clases medias, chicos de buenas familias (léase: disfuncionales), con padres que se aferraban al Sueño Americano nacido en los 50″, relata Cuevas. «Éramos como los beats y los hippies en su día, cuestionando el sentimiento de superioridad de los estadounidenses y el clima socio-político que Reagan y sus ideologías conservadoras habían vomitado por el mundo». Para Cuevas y su generación, como para sus coetáneos al otro lado del Atlántico, el punk era una esperanza de escape del No future: «Nosotros queríamos familias no disfuncionales y trabajos que amáramos y que armonizaran con nuestras ideologías. Si otros no nos veían así y pensaban que no había lugar para nosotros en la sociedad, fue porque el punk y el hardcore fueron incomprendidos por las masas».

Y fue en esa búsqueda de un trabajo ético y coherente con la filosofía punk como varios de ellos acabaron en la ciencia, como Dexter Holland (The Offspring), Greg Graffin (Bad Religion) o Milo Aukerman (Descendents). Sin embargo, Bill Cuevas advierte de que el camino no está libre de trampas. «Todo el que tenga una moral elevada e ideales éticos, los valores punks, debería tener cuidado a la hora de elegir la ciencia como carrera en 2014. Hoy la ciencia se ha difuminado por la ingeniería, y lo que un día motivó a la gente para descubrir e iluminar se ha utilizado para crear productos cuestionables en la medicina y la agricultura, bajo una falsa bandera de salvar a la humanidad». Ni siquiera la llamada investigación básica se libra de esto, según el investigador y guitarrista: «Incluso el escenario universitario de la ciencia pura sirve como incubadora para la industria y la propiedad intelectual. Elegir una carrera siempre ha sido difícil para los idealistas, pero hoy la ciencia presenta desafíos particulares».

Con todo, Cuevas reivindica la pureza que la ciencia y el punk tienen en común. «Estudiar ciencia, física, biología, observar el mundo a tu alrededor de forma global con espíritu de curiosidad y descubrimiento, eso es la encarnación de los valores del punk». Para él, como para otros de sus colegas que han elegido la ciencia como carrera, la intersección entre ambos mundos se centra en la actitud díscola y rebelde hacia los mayores y sus normas, algo que difícilmente encaja en profesiones de cuello blanco como el derecho, las finanzas o la política (o si me apuran, incluso el periodismo). «El punk trataba sobre ignorar las reglas y no crearlas de forma inadvertida, ignorar el juicio de otros», expone Cuevas, detallando qué significa esto: «En su día, la música ignoró las estructuras obligatorias de entonces, como la guitarra solista o el solo de batería, o los tempos y voces comprensibles, mientras aprendía, pero no copiaba, los ejemplos de otras grandes bandas». En el caso de la ciencia, prosigue Cuevas, «la buena ciencia depende de prestar atención al trabajo de otros sin aceptarlo ciegamente como un evangelio. Escribir tus propias conclusiones basadas en tu propia realidad, tus propias observaciones reales, siempre asumiendo que todo lo que se considera dogma es de hecho cuestionable. De eso es de lo que trata el punk».