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Marconi, el pionero de la radio que escapó de morir en el Titanic (y en el Lusitania)

Hace unos días les contaba aquí cómo una mala casualidad llevó al químico francés René Jacques Lévy a perder la vida en el Titanic, un barco en el que no debería haber viajado. Pero la suerte viene en dos sabores, y a algunos les toca la versión dulce. Este fue el caso del inventor y empresario italo-británico Guglielmo Marconi, uno de los pioneros de la radio y premio Nobel de Física en 1909 por su aportación al desarrollo de la telegrafía sin hilos (hoy más conocida como wireless).

Debido a dos casualidades afortunadas, Marconi y su mujer se libraron de viajar en la funesta travesía del Titanic. Pero además, y para los fans de esa divertidamente gore saga de películas titulada Destino final, el italiano burlaría una segunda vez a la muerte que le esperaba en el mar, para finalmente fallecer en su cama de un prosaico ataque cardíaco.

Guglielmo Marconi con sus equipos en 1901. Imagen de Wikipedia.

Guglielmo Marconi con sus equipos en 1901. Imagen de Wikipedia.

En su libro My Father, Marconi, su hija Degna contaba que su familia tenía alquilada una propiedad cerca de Southampton (Inglaterra), en cuyo extremo se erguía una torre de tres pisos a la orilla del mar. En la mañana del 10 de abril de 1912, Degna y su madre ascendieron a la torre para ver pasar al Titanic, que acababa de zarpar con rumbo a América.

La niña solo tenía entonces tres años y medio, pero recordaba bien la escena: «juntas saludamos al barco, inmenso y resplandeciente al sol de primavera, y docenas de pañuelos y bufandas nos saludaron de vuelta. Mientras el Titanic desaparecía de nuestra vista sobre las aguas calmadas, descendimos lentamente los escalones». Sin embargo, Degna recordaba también cómo entonces su madre le apretaba la mano con tristeza. Años después supo por qué: «ella deseaba estar a bordo».

Marconi y su esposa, Beatrice, habían sido invitados por la White Star Line para viajar en la travesía inaugural del Titanic por cuenta de la naviera (algunos relatos de la historia se refieren a la familia entera, pero lo cierto es que el libro de Degna solo menciona a sus padres). Según contaba Degna, su padre tenía mucho trabajo pendiente que resolver y para ello necesitaba la ayuda de un taquígrafo. Marconi disponía del suyo propio, un tal Magrini, pero «era inservible a bordo de un barco; pasaba el viaje mareado de costa a costa». Así que debía recurrir al taquígrafo del propio buque. Pero, casualidad afortunada número uno, Marconi sabía que el taquígrafo del Lusitania era más rápido y competente, por lo que cambió su pasaje a este barco, que zarpaba tres días antes.

El Titanic, el 2 de abril de 1912. Imagen de Wikipedia.

El Titanic, el 2 de abril de 1912. Imagen de Wikipedia.

Así, la idea era que Beatrice tomara el Titanic y se reuniera con su marido en Nueva York. Pero, casualidad afortunada número dos, el pequeño de los Marconi enfermó. «Entonces Giulio lo arruinó todo cayendo presa de una de esas alarmantes fiebres de bebé que pueden ser el preludio de algo o de nada», escribía Degna. «Ella cableó que debía posponer su viaje y quedarse a cuidar a su pequeño, y afrontar otra de esas separaciones interminables que tanto afectaban a su matrimonio».

A su llegada a Nueva York en el Lusitania, Marconi supo que un mensaje recibido por una de sus estaciones traía noticias de un desastre en el mar. La mañana del 15 de abril el diario The New York Times publicaba la información: «a las 10:25 de anoche, el barco de la White Star Titanic emitió un CQD [de Come Quick, Danger, la señal de auxilio anterior al SOS] a la estación inalámbrica Marconi local informando de que había colisionado con un iceberg. El barco dijo necesitar ayuda inmediata». El periódico había tratado de contactar telegráficamente con el capitán, sin éxito.

Lo que siguió fue, según Degna, un «pandemonio» de confusión y rumores, hasta tal punto que el diario Evening Sun de Nueva York informó aquella tarde de que todos los ocupantes del Titanic habían sido rescatados y que el buque estaba siendo remolcado con destino a Halifax, en Canadá. A última hora de la tarde se conoció una realidad muy diferente, que unos 700 supervivientes viajaban en el Carpathia hacia Nueva York, y que el resto hasta los más de 2.200, junto con el barco, habían quedado en el mar.

Cuando el 18 de abril el Carpathia atracó en el puerto neoyorquino, Marconi fue uno de los primeros en abordarlo, y por una buena razón. En medio de la consternación provocada por la tragedia del Titanic, el día anterior Marconi había recibido un entusiasta homenaje en la Sociedad Eléctrica de Nueva York. Según relataba el Times, el motivo lo había resumido en aquel acto el inventor estadounidense Frank Sprague: «Cuando mañana por la noche 700 u 800 personas pisen tierra en Nueva York, podrán mirarle a usted como su salvador».

El primer sistema práctico y comercial de telegrafía inalámbrica, desarrollado por Marconi, había sido clave para que el Carpathia supiera del naufragio del Titanic y acudiera a rescatar a los supervivientes. De hecho, los dos radiotelegrafistas del barco siniestrado no eran empleados de la naviera White Star, sino de la compañía Marconi. El primer oficial, Jack Phillips, había perecido en el desastre; el segundo, Harold Bride, viajaba en el Carpathia.

Réplica de la sala de radiotelegrafía Marconi del Titanic. Imagen de Cliff1066 / W. Rebel / Wikipedia.

Réplica de la sala de radiotelegrafía Marconi del Titanic. Imagen de Cliff1066 / W. Rebel / Wikipedia.

Cuando Marconi subió al barco apenas tocó puerto, fue para entrevistarse con Bride y el telegrafista del Carpathia. Ambos operadores, junto con el fallecido Phillips, habían sido los artífices del rescate de más de 700 personas, gracias a la tecnología de Marconi. Unos días después, relataba Degna, los supervivientes se congregaron en el hotel donde se alojaba Marconi para expresarle su gratitud con una medalla de oro.

Según narraba Degna, paradójicamente el desastre del Titanic propició el ascenso de su padre a la cumbre de su carrera: el mundo entero fue consciente del inmenso poder de la telegrafía inalámbrica para salvar vidas, y desde entonces los equipos de Marconi se convirtieron en una herramienta imprescindible en la navegación marítima. Anecdóticamente, también el accidente cambió el estándar internacional de socorro: además de la señal usada hasta entonces, CQD, el Titanic emitió también el nuevo código propuesto, SOS, más fácil de marcar en Morse. Según Degna, aquella fue la primera vez que se lanzó al aire un SOS.

Llegamos así al “destino final” que Marconi logró evitar: tres años después del desastre del Titanic, en abril de 1915, el inventor embarcó de nuevo en Inglaterra en el Lusitania rumbo a Nueva York para testificar en un juicio por una patente. La Primera Guerra Mundial había comenzado, y Alemania había declarado las aguas británicas como zona de guerra. Cuando el trasatlántico regresaba de vuelta a Liverpool, la tarde del 7 de mayo, fue torpedeado y hundido por un submarino alemán cerca de la costa de Irlanda. Casi 1.200 personas perdieron la vida, mientras Marconi estaba sano y salvo en América.

Ilustración del hundimiento del Lusitania por Norman Wilkinson. Imagen de Circumscriptor / Wikipedia.

Ilustración del hundimiento del Lusitania por Norman Wilkinson. Imagen de Circumscriptor / Wikipedia.

Quien sí viajaba aquel día en el Lusitania y se hundió con él fue el millonario estadounidense Alfred Gwynne Vanderbilt. Cuenta la historia de su familia que Vanderbilt estuvo a punto de viajar tres años antes en el Titanic. Lo cierto es que hay cierta neblina al respecto: una investigación histórica determinó que el Vanderbilt que había comprado pasaje en el Titanic y finalmente decidió no viajar fue en realidad el tío de Alfred, George Washington Vanderbilt (que no murió en el Lusitania). Sin embargo, un descendiente de la saga escribía en una web sobre el Lusitania que, de acuerdo a la tradición de su familia, “Alfred también había considerado seriamente viajar en el Titanic”. Fuera cual fuese la realidad, la conclusión es la misma; no hay destinos finales, pero la suerte viene en dos sabores, y a algunos les toca la versión amarga.

El científico que sobrevivió al Titanic y escribió el primer testimonio

Anoche se cumplió un nuevo aniversario del desastre que por algún motivo continúa excitando hoy un morbo tan potente como el primer día. Es lógico que entonces, cuando aún no existía acceso global e inmediato a la información en cualquier parte del mundo, causara un enorme horror una tragedia en tiempos de paz que se llevó de un plumazo la vida de más de 1.500 personas.

Pero incluso más de un siglo después, con dos guerras mundiales a nuestras espaldas y otras locales incontables, y cuando todos los días los telediarios nos presentan un amplio desfile de cifras de víctimas de todo tipo, la fascinación por el hundimiento del Titanic sigue tan viva como siempre, sobre todo después de que en 1997 James Cameron convirtiera el episodio en una de las superproducciones más exitosas de la historia del cine.

El hundimiento del 'Titanic'. Dibujo de Willy Stöwer / Wikipedia.

El hundimiento del ‘Titanic’. Dibujo de Willy Stöwer / Wikipedia.

Como soy un tipo curioso, un devorador de conocimientos y de historias, me ha dado por preguntarme: ¿había científicos a bordo del Titanic? Sabemos, en parte gracias a Cameron, que aquel buque era un microcosmos representativo de la sociedad de entonces donde viajaban desde magnates a obreros, compartiendo el mismo casco pero sin jamás mezclarse. Parecería lógico que entre sus pasajeros hubiese también al menos algún investigador científico, pero esto es algo que no suele encontrarse en los relatos al uso.

Por suerte, cuento con la ayuda de la Encyclopedia Titanica, un recurso que contiene una inconcebible cantidad de datos sobre el buque y su primera y única travesía, incluyendo biografías más o menos extensas de todos sus ocupantes. Allí descubro que en el barco viajaban varios ingenieros, profesores, académicos y seis médicos, dos de ellos pertenecientes a la tripulación. Pero ninguno parece haber destacado por una labor investigadora sobresaliente.

Entre los pasajeros había un químico industrial, el francés René Jacques Lévy, de 36 años. El de Lévy fue un caso desafortunado, ya que el suyo no era un viaje de placer, ni debía haber estado aquella noche a bordo del Titanic. Su especialidad era la producción de tintes textiles, un trabajo que había ejercido en Inglaterra antes de regresar a París para casarse. En 1910 emigró con su mujer y sus tres hijas pequeñas a Montreal.

Posiblemente Lévy habría vivido una larga existencia en Canadá, de no haber sido por la circunstancia casual de la muerte de un familiar, que le llevó a viajar a Francia en marzo de 1912. Una vez cumplida aquella desagradable obligación, el químico debía regresar a América el 20 de abril a bordo del France. Pero cuando supo que otro barco le llevaría de vuelta con su familia 10 días antes, cambió su pasaje por uno de segunda clase en el Titanic.

Durante la travesía, Lévy comentó que los cabos para arriar los botes salvavidas le parecían demasiado cortos, y que en caso de accidente preferiría hundirse con el barco que sentarse en uno de ellos. La noche del 14 al 15 de abril, tras la colisión con el iceberg y cuando comenzó la evacuación del Titanic, el químico y sus dos compañeros de camarote se aseguraron de encontrarle una plaza en uno de los botes a una mujer con la que habían coincidido durante el viaje. Desde la cubierta la despidieron con un «au revoir!«, y ese fue el fin de la historia de Lévy. En 2012 la Real Sociedad de Química de Reino Unido concedió a Lévy su premio Presidencial a título póstumo por su «sobresaliente acto de cortesía».

Lawrence Beesley y otra pasajera en el gimnasio del 'Titanic'. Imagen de Central News And Illustrations Bureau / Wikipedia.

Lawrence Beesley y otra pasajera en el gimnasio del ‘Titanic’. Imagen de Central News And Illustrations Bureau / Wikipedia.

El caso más notable es el del profesor de ciencias de 34 años Lawrence Beesley. Según la Encyclopedia Titanica, Beesley viajaba en segunda clase en el Titanic para tomarse unas vacaciones en EEUU y visitar a su hermano en Toronto tras haber abandonado su trabajo en Inglaterra. Viajaba solo, ya que había enviudado unos años antes. Según las crónicas, Beesley pasó gran parte de la travesía leyendo en la biblioteca. En esta curiosa foto se le puede ver junto a otra pasajera en el gimnasio del barco, haciendo bicicleta estática con un atuendo dudosamente cómodo.

La noche del 14 de abril, Beesley leía en su camarote. De repente notó un tirón en el movimiento del barco, pero ningún impacto. Al salir al pasillo a informarse, un miembro de la tripulación le tranquilizó asegurándole que no ocurría nada anormal. Pero tras comprobar que se estaban preparando los botes salvavidas, regresó a su camarote a buscar algunas pertenencias y se dirigió a cubierta, notando ya una cierta inclinación anómala en las escaleras.

Cuando llegó a cubierta, se estaba organizando el arriado del bote número 13. Al no haber más mujeres ni niños a la vista, Beesley fue invitado a abordar el bote, de donde él y el resto de sus ocupantes fueron rescatados durante la madrugada del 15 de abril por el buque Carpathia.

La evacuación de Beesley fue sorprendentemente tranquila y sencilla. Solo después supo de la magnitud de la tragedia y, sobre todo, de cómo su caso había sido excepcional: pese a que la película de Cameron se centraba en las diferencias entre primera y tercera clase, en realidad el grupo que se llevó la peor parte fue el de los hombres de segunda clase, de los que solo sobrevivió el 8%, la mitad que en tercera. «Los hombres de segunda clase no tenían el prestigio social y la notoriedad para ser favorecidos por el capitán y la tripulación en la primera oleada del rescate, y al mismo tiempo podían no tener la fortaleza física de algunos de los pasajeros de tercera clase para abrirse camino a través del caos», dice el psicólogo Daniel Kruger en este documental del canal Historia.

Beesley narró su experiencia en el libro The Loss of the SS Titanic: its Story and its Lessons, que se publicó solo nueve semanas después del hundimiento. Fue la primera crónica escrita por un superviviente del desastre, y una de las principales fuentes en las que Cameron se inspiró para su película. Pero la obra de Beesley no es un simple relato de una catástrofe, sino que analizaba también los aspectos técnicos, incluyendo una discusión basada en un artículo publicado en la revista Scientific American sobre la tan cacareada insumergibilidad del Titanic. Gracias a su mentalidad científica, Beesley repasaba los errores y las posibles mejoras, con un alcance que habría sido imposible en una persona sin su formación.

A ese espíritu científico de Beesley debemos agradecerle también que se ocupara, ya en aquel relato temprano, de criticar toda la charlatanería sobrenatural de historias de premoniciones que ya entonces comenzó a aflorar, y que ha persistido hasta hoy. «Una cosa más debe señalarse: la prevalencia de creencias supersticiosas referentes al Titanic«, escribió. «Imagino que ningún otro barco zarpó jamás con tanta tontería miserable vertida sobre él».

Beesley volvió a casarse, tuvo tres hijos más –ya tenía uno de su primera esposa– y vivió hasta los 89 años, falleciendo en 1967. Uno de sus nietos es Nicholas Wade, reputado escritor de ciencia en medios como The New York Times y las revistas científicas Science y Nature.

Pero la historia más extraña de su vida, dejando aparte su afortunada huida del Titanic, tuvo lugar en 1958. Suelen decir los psicólogos que a menudo los supervivientes de tragedias se ven afectados por una especie de sentimiento de culpa por continuar vivos. Tal vez fuera esta la razón, o quizá no. Pero aquel año Beesley servía como asesor en el rodaje en Londres de la película La última noche del Titanic, cuando el director, Roy Ward Baker, le descubrió de repente infiltrado entre los actores durante la escena del naufragio. Cuando Baker le preguntó qué hacía allí, Beesley respondió que en aquella ocasión quería hundirse con el barco. Pero por segunda vez fue desalojado antes del hundimiento, ya que las normas del rodaje impedían la participación de actores no sindicados.

Aún me queda en la recámara una historia más que contarles sobre los científicos y el Titanic. Mañana seguiremos.