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Los móviles, la amenaza creciente para el clima de la que nadie habla

Nunca se ha visto en nuestro país tal volumen de información sobre el cambio climático como durante la pasada COP25 de Chile celebrada en Madrid. Y es bueno que fuera así, dado que en nuestra época nos ha tocado enfrentarnos con un problema tan urgente que ya no es posible pasar la pelota a las generaciones venideras, como llevaba demasiado tiempo haciéndose.

Sin embargo, no todas las informaciones publicadas durante esos días estaban bien enfocadas. Se insistió demasiado en temas como la contaminación plástica, la reforestación o las medidas personales que cada uno puede adoptar desde su pequeña parcela. Pero como ya he contado aquí y según los estudios científicos, ni la contaminación plástica tiene mucho que ver con el cambio climático, ni la reforestación o las conductas personales pueden aportar gran cosa en la lucha contra el cambio climático.

Por supuesto que todo esfuerzo es bueno para promover e inculcar modos de vida más compatibles con la salud de la biosfera. Pero la regla de oro que nunca debe perderse de vista en la lucha contra el cambio climático es escuchar a los científicos, como repite la activista Greta Thunberg. Y los científicos dicen que el cambio climático y la contaminación plástica son dos problemas diferentes, pero el que nos está llevando hoy al desastre es el primero, por lo que incluso expertos en conservación y biología marina están recomendando aligerar el tono del discurso sobre la contaminación plástica para no distraer del objetivo más urgente (y para que se comprenda que las medidas pregonadas por ciertas industrias de cara a la reducción del plástico en realidad no tienen efecto sobre el cambio climático).

Durante la COP25 se insistió también en las principales fuentes de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI). Tampoco siempre con el foco bien puesto: el transporte, la industria y la producción de energía son los mayores contribuyentes de emisiones, pero no tanto la ganadería, cuyos efectos se han exagerado.

A un nivel actual casi similar al de la ganadería, pero en peligroso crecimiento, existe una importante fuente de emisiones de la que nadie habla, a pesar de que los científicos, a quienes se debe escuchar, nos están advirtiendo. Para adivinar cuál es no hay más que mirar a nuestro alrededor en cualquier lugar en el que nos encontremos: ¿qué es aquello que todos utilizamos, sin lo cual parece que ya no podemos vivir, cuyo uso no hace sino crecer, y que requiere una demanda de energía constante e intensa?

Evidentemente, el título de más arriba es un puro spoiler. La respuesta: el teléfono móvil. Y de forma más general, el universo digital, las tecnologías de la información y las comunicaciones.

 

Imagen de rawpixel.com.

Imagen de rawpixel.com.

Los móviles no tienen chimenea. Pero pensar que por ello no están contribuyendo a agravar el cambio climático es autoengañarse, porque sí las tienen las industrias responsables de los propios dispositivos y de su funcionamiento: las que extraen las materias primas, las que los fabrican, las centrales energéticas que cargan nuestros aparatos y mantienen operativas todas las infraestructuras, redes y centros de datos. Y cuando cada vez son más los usuarios de las tecnologías digitales, y cuando la industria seduce a los consumidores con un chorreo constante de nuevos modelos para que desechen su viejo móvil cada dos años, los científicos están alertando de que el problema va a crecer de forma alarmante en las próximas décadas.

El problema no ha sorprendido de repente a los científicos. De hecho, hace ya años que se publican estudios valorando el impacto de estas tecnologías sobre el clima. Como ejemplo, en 2011 un estudio europeo ya analizaba la huella global de carbono de las comunicaciones móviles. Los autores estimaban, solo para la telefonía móvil, unas emisiones de 86 millones de toneladas equivalentes de CO2 en 2007 (MtCO2e), y pronosticaban un aumento del triple para 2020, hasta 235 MtCO2e.

Para comprender el significado de las cifras, hay que ponerlas en perspectiva. Traduzcámoslo a vuelos de avión, y tomemos como ejemplo el cálculo publicado por la revista de la BBC Science Focus: un Boeing 747, en un vuelo de Londres a Edimburgo (530 kilómetros), produce unas 33 toneladas de CO2. Así que, de acuerdo al estudio mencionado, las emisiones debidas a la telefonía móvil previstas para 2020 en todo el mundo equivalen a más de 7 millones de vuelos; o, también según los cálculos de Science Focus, a casi 2.400 millones de viajes en coche desde Londres a Edimburgo.

En 2018, un estudio de la Universidad McMaster de Canadá estimaba que, en el 2020 que estamos a punto de estrenar, las tecnologías digitales serán responsables del 3,5% de las emisiones globales antropogénicas de GEI –como comparación, las emisiones directas de la ganadería suponen un 5%, según la FAO–, y que para 2040 crecerán hasta representar el 14%, la mitad de toda la contribución actual del sector global del transporte.

El estudio apunta que el principal causante de estas emisiones de las tecnologías digitales son los teléfonos móviles, muy por encima de los ordenadores de sobremesa, portátiles y pantallas. Las emisiones debidas a los móviles estimadas para 2020 se cifran en 125 MtCO2e, una cifra menor que la prevista por el estudio de 2011, pero que todavía equivale a casi 3.800.000 vuelos nacionales de un Jumbo.

Una gran parte de este peso medioambiental de los teléfonos móviles recae en esa desenfrenada carrera por cambiar de dispositivo cada dos años. Según el estudio de McMaster, el 85% de las emisiones debidas a los móviles se producen en la fabricación; la producción de un teléfono nuevo emite tantos GEI como diez años de uso. Un reciente estudio de la Oficina Medioambiental Europea calculaba que prolongar la vida útil de los smartphones durante un solo año ahorraría tantas emisiones como retirar dos millones de coches de las carreteras cada año, y que cada terminal debería utilizarse durante más de dos siglos para compensar las emisiones generadas en su fabricación.

Pero esto no implica que todo se arregle con conservar cada terminal durante más tiempo, dado que su uso también tiene un alto coste ambiental. Según calculaba el investigador experto en GEI y huella de carbono Mike Berners-Lee –hermano del creador de la World Wide Web– en su libro How Bad are Bananas? The Carbon Footprint of Everything, usar un móvil durante dos minutos al día produce al año 47 kilos de CO2, o 1,25 toneladas si se utiliza una hora al día; calculen para un uso más habitual de varias horas al día. Según el estudio canadiense, en 2020 las redes y centros de datos que nos permitirán llamar, whatsappear, tuitear e instagramear generarán 764 MtCO2e, el equivalente a más de 23 millones de vuelos nacionales de un Jumbo, o más de 7.700 millones de viajes en coche.

Con todos estos datos, se entiende que el problema no es menor y que no puede seguir ignorándose. Pero para algunos, la primera pregunta que les asaltará será precisamente esa: ¿por qué lo ignoraba? ¿Por qué nadie me ha contado esto?

Bueno, dado que los científicos sí están hablando de esto, la pregunta habría que trasladársela a quienes no están hablando de esto. Cuesta pensar en un sector con influencia pública al que hoy pueda interesarle recomendar un menor uso de los móviles y la tecnología, ya que la tendencia es precisamente la contraria. Y en cuanto a los grupos activistas, ¿qué sería hoy de cualquier activismo sin el inmenso poder de difusión, coordinación y convocatoria de los teléfonos móviles y las redes sociales?

Claro que, si estamos de acuerdo en que la respuesta a todo lo anterior no debería ser apagar los móviles, ni convertirlos de nuevo, como lo fueron en su día, en un lujo solo para los más pudientes, ¿no parece lógico aplicar el mismo criterio a otras fuentes emisoras de GEI? Mañana, más sobre esto.

Por qué padres y madres de Silicon Valley restringen el uso de móviles a sus hijos

Soy de la opinión de que la tecnología debe servir para resolvernos necesidades, y no para creárnoslas. Por ejemplo, la razón de ser de los fármacos es curarnos enfermedades. No tendría sentido que su fin fuera satisfacer la necesidad de consumirlos, como ocurre en las adicciones.

Es evidente que las necesidades van cambiando con los tiempos, y que su relación con el desarrollo de la tecnología es de doble sentido. Por ejemplo, el trabajo periodístico de hoy sería imposible sin un uso intensivo de la tecnología. Los dispositivos y las herramientas, internet, el correo electrónico o las redes sociales nos permiten cubrir el mundo entero al instante. Hoy el periodismo no podría volver a ser lo que era hace un siglo, pero si quizá las crecientes necesidades de información y comunicación han contribuido a la creación de las herramientas, también la aparición de estas se ha aprovechado para crear una necesidad de la que hoy ya no se puede prescindir.

Sin embargo, en otros casos la situación parece más simple. Nadie tenía realmente la necesidad de estar en contacto permanente con un amplio grupo de personas distantes durante cada minuto del día, en muchos casos ignorando la realidad más próxima. O de estar continuamente exhibiendo detalles de su vida a un amplio grupo de personas distantes durante cada minuto del día, y de estar cada minuto del día comprobando con ansia a cuántas de esas personas distantes les gusta esa exhibición. Si esto puede llegar a considerarse una adicción, según y en qué casos, y si esta adicción puede ser nociva, según y en qué casos, es algo que corresponde analizar a psiquiatras y psicólogos. Pero tratándose de adultos, allá cada cual.

El problema son los niños. Porque ellos no tienen ni la capacidad ni el derecho legal de elegir sus propias opciones, sino que dependen de las nuestras. Y porque sus cerebros están en desarrollo, y lo que nosotros hagamos hoy con sus mentes va a influir poderosamente en lo que ellos mismos puedan mañana hacer con ellas.

Niños con teléfonos móviles. Imagen de National Park Service.

Niños con teléfonos móviles. Imagen de National Park Service.

Muchos colegios, entre ellos el de mis hijos, están cambiando en gran medida el uso de las herramientas tradicionales por las informáticas: libros y cuadernos por iPads, papel por PDF, tinta por táctil, pizarras por pantallas, el contacto personal por el virtual… Bien, ¿no? Hay que aprovechar las últimas tecnologías, son los utensilios de hoy y del futuro que deben aprender a manejar, son nativos digitales, y blablabla…

Aparentemente todo esto solo resulta problemático para quienes preferimos que todas las afirmaciones categóricas de cualquier clase vengan avaladas por datos científicos. Y por desgracia, cuando pedimos que nos dirijan a los datos que demuestran cómo la enseñanza basada en bits es mejor para los niños que la basada en átomos, nadie parece tenerlos a mano ni saber dónde encontrarlos. Lo cual nos deja con la incómoda sensación de que, en realidad, el cambio no se basa en hechos, sino en tendencias. O sea, que el juicio es apriorístico sin datos reales que lo justifiquen: la enseñanza digital es mejor porque… ¡hombre, por favor, cómo no va a serlo!

Lo peor es que, cuando uno decide buscar por su cuenta esos datos en las revistas científicas, el veredicto tampoco parece cristalino. Es cierto que evaluar el impacto de la tecnología en el desarrollo mental de un niño parece algo mucho más complicado que valorar la eficacia de un medicamento contra una enfermedad. Pero cuando parece aceptado que el uso de la tecnología sustituyendo a las herramientas tradicionales es beneficioso para los niños, uno esperaría una avalancha de datos confirmándolo. Y parece que no es el caso.

Como todos los periodistas, exprimo la tecnología actual hasta hacerla sangre. Mi sustento depende de ello. Si un día no me funciona internet, ese día no puedo trabajar y no cobro. Pero una vez que cierro el portátil, soy bastante selectivo con el uso de la tecnología. No es tanto porque me gusten el papel y el vinilo, que sí, sino porque pretendo no crearme más necesidades innecesarias de las que tengo actualmente. Y por todo ello me pregunto: ¿se las estarán creando a mis hijos sin mi consentimiento ni mi control?

Todo esto viene a cuento de uno de los artículos más interesantes que he leído en los últimos meses, y sin duda el más inquietante. Según publicaba recientemente Chris Weller en Business Insider, algunos padres y madres que trabajan en grandes compañías tecnológicas de Silicon Valley limitan el acceso de sus hijos a la tecnología y los llevan a colegios de libros, pizarra y tiza. ¿El motivo? Según cuenta el artículo, porque ellos conocen perfectamente los enormes esfuerzos que sus compañías invierten en conseguir crear en sus usuarios una dependencia, y quieren proteger a sus hijos de ello.

Este es el sumario que BI hace del artículo:

  • Los padres de Silicon Valley pueden ver de primera mano, viviendo o trabajando en el área de la Bahía, que la tecnología es potencialmente dañina para los niños.
  • Muchos padres están restringiendo, o directamente prohibiendo, el uso de pantallas a sus hijos.
  • La tendencia sigue una extendida práctica entre los ejecutivos tecnológicos de alto nivel que durante años han establecido límites a sus propios hijos.
Sede de Google en Silicon Valley. Imagen de pxhere.

Sede de Google en Silicon Valley. Imagen de pxhere.

Destaco alguna cita más del artículo:

Una encuesta de 2017 elaborada por la Fundación de la Comunidad de Silicon Valley descubrió entre 907 padres/madres de Silicon Valley que, pese a una alta confianza en los beneficios de la tecnología, muchos padres/madres ahora albergan serias preocupaciones sobre el impacto de la tecnología en el desarrollo psicológico y social de los niños.

«No puedes meter la cara en un dispositivo y esperar desarrollar una capacidad de atención a largo plazo», cuenta a Business Insider Taewoo Kim, jefe de ingeniería en Inteligencia Artificial en la start-up One Smart Lab.

Antiguos empleados en grandes compañías tecnológicas, algunos de ellos ejecutivos de alto nivel, se han pronunciado públicamente condenando el intenso foco de las compañías en fabricar productos tecnológicos adictivos. Las discusiones han motivado nuevas investigaciones de la comunidad de psicólogos, todo lo cual gradualmente ha convencido a muchos padres/madres de que la mano de un niño no es lugar para dispositivos tan potentes.

«Las compañías tecnológicas saben que cuanto antes logres acostumbrar a los niños y adolescentes a utilizar tu plataforma, más fácil será que se convierta en un hábito de por vida», cuenta Koduri [Vijay Koduri, exempleado de Google y emprendedor tecnológico] a Business Insider. No es coincidencia, dice, que Google se haya introducido en las escuelas con Google Docs, Google Sheets y la plataforma de gestión del aprendizaje Google Classroom.

En 2007 [Bill] Gates, antiguo CEO de Microsoft, impuso un límite de tiempo de pantalla cuando su hija comenzó a desarrollar una dependencia peligrosa de un videojuego. Más tarde la familia adoptó la política de no permitir a sus hijos que tuvieran sus propios móviles hasta los 14 años. Hoy el niño estadounidense medio tiene su primer móvil a los 10 años.

[Steve] Jobs, el CEO de Apple hasta su muerte en 2012, reveló en una entrevista para el New York Times en 2011 que prohibió a sus hijos que utilizaran el nuevo iPad lanzado entonces. «En casa limitamos el uso de la tecnología a nuestros niños», contó Jobs al periodista Nick Bilton.

Incluso [Tim] Cook, el actual CEO de Apple, dijo en enero que no permite a su sobrino unirse a redes sociales. El comentario siguió a los de otras figuras destacadas de la tecnología, que han condenado las redes sociales como perjudiciales para la sociedad.

Estos padres/madres esperan enseñar a sus hijos/hijas a entrar en la edad adulta con un saludable conjunto de criterios sobre cómo utilizar –y, en ciertos casos, evitar– la tecnología.

Finalmente, me quedo con dos ideas. La primera: una de las entrevistadas en el artículo habla de la «enfermedad del scrolling«, una epidemia que puede observarse simplemente subiendo a cualquier autobús. La entrevistada añadía que raramente se ve a alguna de estas personas leyendo un Kindle. Y, añado yo, tampoco simplemente pensando mientras mira por la ventanilla; pensar es un gran ejercicio mental. Precisamente en estos días hay en televisión un anuncio de una compañía de telefonía móvil en la que un dedo gordo se pone en forma a base de escrollear. El formato del anuncio en dibujos animados está indudablemente llamado a captar la atención de niños y adolescentes. La publicidad tampoco es inocente.

La "enfermedad del scrolling". Imagen de jseliger2 / Flickr / CC.

La «enfermedad del scrolling». Imagen de jseliger2 / Flickr / CC.

La segunda idea viene implícita en el artículo, pero no se menciona expresamente: somos ejemplo y modelo para nuestros hijos. Aunque los adultos somos soberanos y responsables de nuestros actos, debemos tener en cuenta que nuestros hijos tenderán a imitarnos, y tanto sus comportamientos como su escala de valores se forjarán en gran medida en función de los nuestros. Difícilmente los niños desarrollarán una relación saludable con la tecnología si observan, algo que he podido ver en numerosas ocasiones, cómo su padre y su madre se pasan toda la cena familiar escrolleando como zombis.

Les invito a leer el artículo completo; y si no dominan el inglés, esta traducción de Google es casi perfecta. Es increíble cómo los algoritmos de traducción automática están progresando desde aquellas primeras versiones macarrónicas hasta las de hoy, casi indistinguibles de una traducción humana. ¿Ven? La tecnología sirve si nos resuelve necesidades, como la de estar advertidos de sus riesgos.

Por mi parte y ante quienes me cantan las maravillas de la tecnología en la educación, pero me las cantan de oído, sin ser capaces de detallarme ninguna referencia concreta, desde ahora yo sí tendré una para ellos.