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Este es un lugar donde es más fácil el contagio, y esta simple medida lo reduciría (y no, no es la mascarilla)

Visto en un telediario: un joven emerge de la sala de llegadas de un aeropuerto, con una mascarilla sobre su nariz y boca. Su novia o esposa corre a su encuentro. El tipo alza su mano, se baja la mascarilla justo por debajo del labio inferior, y se funde en un intercambio de fluidos con la mujer.

Está claro que de poco ha servido que las autoridades sanitarias se desgañiten a gritar que las mascarillas NO GARANTIZAN LA PROTECCIÓN DEL CONTAGIO A QUIEN LAS LLEVA Y QUE SOLO DEBEN LLEVARLAS QUIENES YA ESTÉN CONTAGIADOS PARA PROTEGER A LOS DEMÁS, y que algunos nos hayamos preocupado de explicarlo largo y tendido, con datos y estudios, sin la restricción de los 30 segundos de un informativo de televisión o radio.

Pero quizá, con el tiempo, esta novedad que vivimos ahora termine consolidándose en un nuevo código de etiqueta social, por el cual consideremos ciudadanos informados, responsables y solidarios a aquellos que sufren una enfermedad transmisible por el aire, sea el nuevo coronavirus, la gripe u otra, y llevan una mascarilla para no contagiar a otros, y en cambio consideremos lo contrario a aquellos que no están contagiados pero que llevan una mascarilla que no les garantiza seguridad y que además posiblemente esté privando de esa exigua protección a aquellos para quienes toda precaución es poca, como personas con problemas de salud y personal sanitario.

Que cada uno se retrate: los del «sálvese quien pueda» son siempre los malos de la película. Va por los que han robado cientos o miles de mascarillas en los hospitales: que piensen un momento en los niños de la planta de oncología. Y si les afecta lo más mínimo eso de ser los malos, que las devuelvan.

En el caso del tipo del telediario, si realmente la mascarilla que llevaba hubiera demostrado la razón de su uso, es decir, si el sujeto en cuestión hubiera estado expuesto a un entorno de dispersión del virus y su mascarilla estuviera contaminada en su parte exterior, pensar que puede hacer cruz y raya con el virus para darle un beso en la boca a su mujer con la mascarilla arrugada por debajo de los labios de ambos… en fin, dejémoslo ahí.

Esta es sin duda una de las lecciones que dejará la actual epidemia del coronavirus SARS-CoV2, causante de la enfermedad COVID-19: cuáles son los mitos, qué medidas son ineficaces. Mientras las alcachofas de los informativos sacaban a relucir la indignación de algunos viajeros porque no les han tomado la temperatura al llegar a un aeropuerto español, la decisión de nuestras autoridades de no aplicar esta medida cosmética, alarmista y de más que dudosa utilidad es digna de aplauso: tenemos la suerte de contar al frente de esta crisis con el epidemiólogo Fernando Simón, un experto de gran talla profesional que se guía por criterios científicos, y no por el cine de catástrofes.

El personal de la estación de ferrocarril de Wuhan controla en los monitores la temperatura de los viajeros. Imagen de China News Service / Wikipedia.

El personal de la estación de ferrocarril de Wuhan controla en los monitores la temperatura de los viajeros. Imagen de China News Service / Wikipedia.

Pero también debería servirnos para aprender qué medidas sí son eficaces. Y del mismo modo que sucesos como el 11-S o el atentado del vuelo 9525 de Germanwings sirvieron para introducir nuevos requisitos de seguridad destinados a evitar casos similares, sería de agradecer que esta epidemia también se tradujera en nuevas medidas largamente necesitadas.

Una de las principales, que no es ninguna novedad, es esta: higiene en aeropuertos y aviones. Estos son algunos de los lugares donde generalmente estamos más expuestos a contraer un contagio.

Antes de la actual crisis, en agosto de 2018, un estudio publicado en la revista BMC Infectious Diseases analizó y encontró la presencia de virus patógenos respiratorios en varias superficies de los aeropuertos: un perro de juguete en un parque de niños, los botones de la terminal de pago de la farmacia, los pasamanos de las escaleras, el cristal del control de pasaportes y las bandejas de los escáneres de rayos en las que ponemos las cosas que llevamos en los bolsillos.

Este fue el resultado: una de cada diez de esas superficies contenía algún virus patógeno, ya fuera gripe A, adenovirus, rinovirus o uno de los cuatro coronavirus humanos ya conocidos entonces, 229E, HKU1, NL63 y OC43. En concreto, la mayor contaminación se encontró en las bandejas de las máquinas de rayos: una de cada dos llevaba algún virus patógeno.

Una bandeja de plástico en el escáner de un aeropuerto. Imagen de Mattes / Wikipedia.

Una bandeja de plástico en el escáner de un aeropuerto. Imagen de Mattes / Wikipedia.

Hay que decir que el estudio analizó una muestra pequeña en un solo aeropuerto, el de Helsinki en Finlandia. Pero no hay motivos para pensar que una muestra mayor y en otras localizaciones, sobre todo aeropuertos con mucho más tráfico, fuera a presentar contaminaciones menores. Tampoco se trata de recomendar que paseemos por los aeropuertos con guantes de látex. Más bien se trataría de que los protocolos de limpieza de los aeropuertos –ojalá me equivoque, pero apostaría a que las bandejas de los rayos no se limpian jamás– trataran todas las superficies de uso de los pasajeros como potenciales fuentes de contaminación vírica y bacteriana y como potenciales propagadores de contagios.

Pero sí hay algo que podemos hacer cada uno de nosotros. Y es algo en lo que también las autoridades sanitarias están insistiendo hasta desgañitarse: EL LAVADO DE MANOS ES LA PRINCIPAL MEDIDA PARA EVITAR EL CONTAGIO.

Para ilustrar hasta qué punto el lavado de manos en los aeropuertos podría contener la expansión de brotes epidémicos, en lugar de tanta parafernalia de mascarillas, cámaras térmicas y termómetros sin contacto, un equipo de investigadores de cuatro países, con participación de la Universidad Politécnica de Madrid, ha creado un modelo matemático de simulación que analiza cómo una adecuada higiene de manos de los usuarios de los aeropuertos contribuiría a contener la expansión de epidemias.

Los resultados, publicados en la revista Risk Analysis, son demoledores: solo con que pudiera aumentarse el nivel de limpieza de las manos de los viajeros del 20% al 30%, los contagios se reducirían en un 24%. Y si este grado de limpieza creciera hasta el 60%, la reducción de los contagios sería del 69%. Incluso si la higiene de manos mejorara solo en los 10 principales aeropuertos del mundo, podría reducirse la expansión de un brote en un 37%.

Claramente, aquí hay un enorme potencial de mejora. Por nuestra parte, la de todos los usuarios, ser más limpios: los autores estiman, basándose en datos previos, que en cualquier momento solo el 20% de las personas presentes en un aeropuerto llevan las manos correctamente lavadas para prevenir contagios. Pero si se trata de exigir algo a nuestras autoridades, no estaría mal que se facilitara el lavado y la desinfección de manos en los aeropuertos colocando más instalaciones destinadas a ello sin necesidad de entrar en los servicios, junto con carteles y otros materiales informativos destacando la importancia de la higiene de manos como medida de salud pública.

Claro que se podría ir aún más allá: en un reciente artículo en The Conversation, dos expertos en salud pública proponen que quizá sería el momento de empezar a pensar en negar el embarque en los aviones a las personas que no estén vacunadas contra ciertas enfermedades transmisibles de posible contagio dentro de un cilindro de metal donde decenas o cientos de personas comparten el mismo aire y los mismos servicios durante horas. Los autores aseguran que, al menos en EEUU, este tipo de regulación no entraría en conflicto con los derechos constitucionales. Lo que parece claro es que tarde o temprano, y ojalá fuera temprano, llegará el momento de empezar a poner en práctica las lecciones aprendidas del coronavirus.

Un deseo para 2020: salvar el clima con progreso, no con la vuelta a las cavernas

No es ningún secreto que el problema del cambio climático se ha visto largamente enturbiado por intereses ajenos a la ciencia. Del lado del negacionismo, es evidente que durante años los intereses económicos y sus ideologías políticas asociadas han tratado de negar la realidad mostrada por la ciencia.

Pero no todos los mensajes equívocos o engañosos sobre el cambio climático llegan del bando del negacionismo. También del lado del activismo existen grupos que se amparan en una supuesta defensa del consenso científico sobre el clima para promover ideas que, o bien no se ajustan a esa realidad científica, o bien simplemente responden a una agenda particular no científica. Entre las primeras, el caso típico es la exageración del impacto de la ganadería; entre las segundas, la que motiva estos párrafos y que paso a explicar más abajo.

Esta brecha entre ecologismo y ecología no es una novedad: no todos los grupos ambientalistas han reconocido y defendido en todo momento lo que la ciencia dice. Muchos de ellos hoy continúan empeñándose en negar la avalancha de pruebas acumuladas sobre la inocuidad de los cultivos transgénicos, y siguen resistiéndose también a admitir que la energía nuclear pueda tener cabida en un mix de producción energética más compatible con la salud del clima terrestre. Con todo, hay que decir también que son muchos los científicos ecólogos que militan y trabajan en organizaciones ecologistas, y que tratan de hacer penetrar la ciencia en un universo a menudo permeado por pseudociencias e ideologías contrarias al progreso.

Y dada esta infiltración de las ideologías en el discurso sobre el clima, no es raro que ciertos grupos hayan aprovechado la COP25 de Chile recientemente celebrada en Madrid para difundir toda clase de mensajes ajenos a la ciencia y ni siquiera relacionados lo más mínimo con el clima. Al fin y al cabo, las COP climáticas no son congresos científicos, sino foros de negociación política.

Pero en estos tiempos en que a la amenaza del problema en sí se suma la confusión causada por ciertos mensajes erróneos o interesados, es esencial no perder de vista el único faro que puede guiarnos a través de esta crisis climática: escuchar a los científicos. La tan amada como odiada Greta Thunberg ha hecho de ello su lema. Y solo por ello, con independencia de las críticas razonables, su discurso ya merece más consideración que otras voces a las que se les da un micrófono sin que se entienda muy bien qué pueden aportar.

Imagen de Dcpeopleandeventsof2017 / Wikipedia.

Imagen de Dcpeopleandeventsof2017 / Wikipedia.

Escuchar a los científicos no solamente es obligado por cuanto son ellos quienes tienen la herramienta para medir el estado del clima terrestre. Sino también porque son ellos quienes pueden aportar las mejores soluciones. El progreso científico y tecnológico nos ha traído las energías renovables y los sistemas de producción energética cada vez más limpios y eficientes. Ha conseguido que las emisiones directas de la ganadería se hayan reducido un 11,3% desde 1961, mientras que la producción de carne para consumo se ha duplicado con creces, según datos de la FAO para EEUU.

En contra de esta postura, hay quienes promueven acciones contra el cambio climático que quieren obligarnos a renunciar a los niveles de progreso y avance que la ciencia y la tecnología nos han proporcionado. Por ejemplo, y llego al ejemplo que quería traer aquí hoy: pretenden que dejemos de volar, o que nos avergoncemos y nos sintamos como criminales climáticos cuando lo hacemos.

Este movimiento anti-aviación está cobrando una fuerza preocupante. Existen plataformas organizadas y muy activas que perturban el funcionamiento normal de los aeropuertos, perjudicando a los sufridos viajeros, y que promueven ideas como la de freír a impuestos a la aviación comercial hasta que se convierta, como lo fue en sus orígenes, en un lujo solo accesible para los más pudientes. Y todo lo que fomenta la desigualdad es reaccionario y contrario al progreso.

Los activistas anti-aviación han manifestado que sus proclamas no van dirigidas contra quienes volamos una vez al año por vacaciones, sino contra quienes lo hacen regularmente y con mucha frecuencia por motivos de trabajo. Pero si se les supone la buena fe de quien no pretende engañar a los que les escuchan, entonces no queda más remedio que atribuirles la torpeza de quien se engaña a sí mismo: si alguien como un servidor puede coger un vuelo en sus vacaciones a un precio que un escritor y periodista pueda pagar, es gracias a que muchos otros vuelan mucho, sosteniendo una alta oferta que abarata los pasajes, obligando a las aerolíneas a competir. Reducir la oferta de vuelos y aumentar los impuestos nos devolverá a la época en que volar era el privilegio de unos pocos.

No es discutible que el transporte aéreo es uno de los grandes emisores de gases de efecto invernadero (GEI) responsables del cambio climático. Pero menos de lo que algunos creen. Pongamos las cifras en claro: los aviones generan el 2,4% de las emisiones globales de GEI, una cifra que crecerá en las próximas décadas incluso por encima de las previsiones de la ONU, según un estudio reciente. Pero que sigue siendo menor que las emisiones de otras fuentes, incluso algunas que han pasado ignoradas: como conté ayer, las emisiones debidas a las tecnologías digitales sumarán en 2020 el 3,5% del total global.

Que esta idea cale bien:

(Pausa valorativa)

El sector global de la aviación emite menos GEI que las tecnologías digitales, cuya mayor fuente de emisiones son los teléfonos móviles.

Así que, obviamente, es de suponer que quienes pretenden bloquear los aeropuertos antes habrán renunciado al uso del teléfono móvil, sobre todo teniendo en cuenta que para 2040 las tecnologías digitales crecerán hasta copar el 14% de las emisiones globales.

El avión es uno de los grandes inventos de la historia de la humanidad. Nos ha abierto la grandeza del mundo de un modo que nuestros ancestros no podían ni soñar. Somos afortunados de vivir en esta época y poder disfrutar de este nivel de progreso. Y algunos no estamos dispuestos a que nos cierren el mundo para devolvernos a otros tiempos ya superados, a la reclusión en la caverna de la tribu, la pequeñez y la ignorancia.

Pero no, del mismo modo que la solución contra las emisiones de las tecnologías digitales no es volver al tamtam y las señales de humo, tampoco la solución contra las emisiones de la aviación es regresar a las cuádrigas. La respuesta está, una vez más, en la ciencia y la tecnología, que trabajan para mejorar la eficiencia energética y reducir la huella ambiental. Los últimos modelos de aviones han mejorado la eficiencia en un 15% respecto a las versiones anteriores; una aeronave actual emite un 80% menos de CO2 que los primeros reactores de pasajeros. Científicos e ingenieros continúan trabajando en el diseño de nuevos aviones menos contaminantes. Hoy más que nunca, seguimos necesitando más ciencia y más tecnología.

Un nuevo modelo de avión más eficiente, en desarrollo por la aerolínea holandesa KLM. Imagen de KLM.

Un nuevo modelo de avión más eficiente, en desarrollo por la aerolínea holandesa KLM. Imagen de KLM.

En resumen, y frente a los nostálgicos que anhelan devolvernos a las cavernas, a ponernos plumas en la cabeza y a ofrecer sacrificios a los dioses que viven en los árboles del bosque sagrado, aquí hay uno, como muchos otros en muchos otros lugares, que cree firmemente en más ciencia, más tecnología, más innovación y más progreso como pilares de la lucha contra el cambio climático. La barbarie, el temor y la ignorancia no nos han llevado a ninguna parte. Ha sido la audacia del ingenio humano la que nos ha sacado de muchas antes, y la única que puede sacarnos también de esta.