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Don’t Look Up (No mires arriba): la distopía negacionista que no gusta porque vivimos en ella

Dado que este no es un blog de cine, sino de ciencia, y que yo no soy un crítico cinematográfico cualificado, sería ridículo por mi parte tratar de pontificar aquí sobre las virtudes o los defectos que hacen o dejan de hacer a Don’t Look Up (No mires arriba) una candidata adecuada a ganar el Óscar a la mejor película, al que ha sido nominada (junto con otras tres categorías, creo). Supongo que es poco probable que llegue a alzarse con el premio, dado que parece haber otras claras favoritas, según quienes entienden de esto.

Pero no creo que nadie discuta el hecho de que en muchas ocasiones una película es mucho más que una película; El retorno del rey no necesitó nada más que lo que era para convertirse en la mejor película de su año —aunque para mi humilde gusto no fuese la mejor de la trilogía—, pero si Green Book fuese una historia sobre un músico rechazado por llevar deportivas y calcetines blancos, o Platoon narrara la guerra entre los fraxmis y los bloxnos del planeta Auris, pues quizá ninguna de las dos habría llegado a donde llegó. Y si la nominación de Don’t Look Up, película que no ha gustado a todo el mundo, es un guiño a la ciencia en un momento en que es necesario, pues bienvenido sea, aunque los puristas del cine se indignen. Y sobre todo, si quienes se indignan no son los puristas del cine, sino quienes rechazan la película precisamente por su contenido.

Don't Look Up. Imagen de Netflix.

Don’t Look Up. Imagen de Netflix.

Es bien sabido que Don’t Look Up es una sátira sobre la indiferencia del mundo hacia el cambio climático; esto no es una libre interpretación, dado que la película fue concebida precisamente bajo esa premisa. Para quien aún no la haya visto y si queda alguien que no sepa de qué trata, contaré brevemente, sin spoilers, que dos astrónomos (Leonardo DiCaprio y Jennifer Lawrence) descubren que un cometa de tamaño similar al que provocó la extinción de los dinosaurios va a colisionar con la Tierra; en seis meses se acabará el mundo. Pero en lugar de desatarse el terror y el caos, como es lo típico en otras versiones de esta misma trama, lo que ocurre es que nadie cree a los científicos, incluyendo al gobierno de EEUU y a los medios, mientras el público los ridiculiza y los convierte en objeto de memes.

Al parecer la idea nació de una conversación entre el director y guionista, Adam McKay, y el periodista y escritor David Sirota, en la que ambos se lamentaban de la poca repercusión de las advertencias de los científicos sobre el cambio climático en los medios y entre el público. Sirota lo comparó a un cometa acercándose a la Tierra que todo el mundo ignora, y McKay decidió que aquello era exactamente lo que quería contar.

Pero no hace falta un salto muy grande para extender el mensaje de Don’t Look Up al negacionismo de la ciencia en general; el cual, como ya conté aquí, ha tenido su propio recorrido histórico independiente (no posterior) del negacionismo histórico del Holocausto y otros. La película se ha rodado en plena pandemia, por lo que ha sido una triste y trágica casualidad que la realidad de estos dos últimos años se haya convertido en otro reflejo de la parodia retratada por McKay.

La película ha gustado a los científicos, y es lógico. Lo más evidente es que algunos, sobre todo los climáticos, se han sentido reivindicados. Pero hay otros motivos no tan obvios. A pesar del tono paródico, los científicos de la película son personas normales, no caricaturas; ni malvados villanos dispuestos a destruir el mundo, ni almas puras y benditas, ni ridículos nerds sin habilidades sociales y que no han echado un polvo en su vida. Y aunque retratar a los científicos normales como personas normales debería ser lo esperable y habitual, el cine tiene tradición de encontrar más fácil lo contrario; de hecho, algunas de las películas sobre ciencia que han llegado a los Óscar se basaban precisamente en científicos caracterizados por lo contrario, como Una mente maravillosa o La teoría del todo.

Pero además, los científicos normales de la película se ven en situaciones normales de los científicos que el público en general no advertirá, pero que los científicos reales verán como guiños: la publicación con revisión por pares (mal traducido en la versión española como revisión paritaria, un término que nadie utiliza), el conflicto de atribución del trabajo entre la estudiante predoctoral y su jefe, o la eterna lacra de que la ciencia se perciba como creíble solo si, y toda la que, proviene de una fuente prestigiosa (una pista: cuando un científico lee «la prestigiosa revista Nature» o «la prestigiosa Universidad de Harvard», piensa lo mismo que cualquier otra persona si leyera «el prestigioso club Real Madrid» o «la prestigiosa cantante Miley Cyrus»).

Pero como decía, la película no ha gustado a todos. Y por supuesto, habrá quienes simplemente la hayan encontrado aburrida, deshilachada, demasiado histriónica o lo que a cada uno le parezca. Que lo del bronteroc me parezca a mí una de las ocurrencias surrealistas más geniales que he visto en pantalla desde los tiempos de los Monty Python es algo que nadie más tiene por qué compartir.

Pero hay colectivos concretos a quienes la película podría no gustarles por razones específicas. Podría no gustar a los negacionistas del cambio climático o de la ciencia en general, dado que la película presenta una realidad nunca suficientemente bien comprendida, y es que las únicas conspiraciones son las de los propios negacionistas (algo que hasta ahora solo había visto retratado en otra película, Contagio de Steven Soderbergh).

Podría no gustar a los políticos. La inspiración de Donald Trump en la presidenta interpretada por Meryl Streep es algo que ya ha sido muy comentado, pero hay mucha más carne que sacar de este hueso. Sin entrar en otras facetas que escapan al prisma científico, el negacionismo no es únicamente el que dice «esto no está pasando»; en el personaje de la presidenta hay después una transición hacia otra forma de negacionismo, el de «esto sí está pasando, pero la economía». Y de esto hemos tenido por aquí algún que otro caso.

Podría no gustar a los periodistas, dado que el retrato de los medios es brutal: el desprecio por la información veraz, la ambición desmedida por las audiencias y los clics a costa de lo que sea necesario. Aquí es donde quizá pueda verse un inesperado parangón con lo que ha sucedido durante esta pandemia. Una cadena de TV nacional le da un programa sobre COVID-19 en prime time a un experto en… fenómenos paranormales. Su principal competidora tiene, en el mismo horario, a un presentador muy divertido lanzando a diario opiniones de barra de bar sobre epidemiología, gestión de pandemias y lo que haga falta. En los medios en general se rebotan a botepronto informaciones de cualquier procedencia sin la menor contrastación, contexto ni conocimiento de fondo, siempre que sean sensacionales. Columnistas y opinadores de primera fila difunden bulos y desinformaciones. Ciertos personajes del ámbito sanitario se convierten en referencias mediáticas sin ser epidemiólogos, inmunólogos ni virólogos.

Y en fin, podría no gustar al público en general, porque el público tampoco sale bien parado en esta sátira: frente al recurso habitual, seguramente más rentable en taquilla, de defender que la gente es maravillosa, pero que está mal gobernada y secuestrada por unos medios manipulados y manipuladores, la película presenta un dibujo mucho más nihilista; la idiocracia de los likes, los followers y los memes, donde entretenerse es informarse y reírse es pensar. The Daily Rip es un programa que se hace a diario también en las cadenas de TV de nuestro país a distintos horarios y bajo diversos nombres, y que todos los días marca tendencias en Twitter. Lo que viene a decir Don’t Look Up es que la sociedad tiene lo que pide, y obtiene lo que se merece.

Por todo ello, Don’t Look Up es una distopía. Pero con un twist. No es que las distopías clásicas como 1984, Un mundo feliz, Nosotros, Fahrenheit 451, La naranja mecánica, Blade Runner, THX1138, Gattaca, Soylent Green, etcétera, etcétera, ya no tengan cabida hoy. La tienen y mucha, pero precisamente porque las vemos como distopías, demasiado lejanas e imaginarias; son exageraciones extremas, tan excesivamente metafóricas que incluso cada cual puede escoger lo que le apetezca de ellas para defender tanto una postura política como la contraria. En cambio, Don’t Look Up no inventa una distopía lejana e imaginaria; lo que hace es retratar el mundo real de hoy mismo para a continuación decirnos: esto, damas y caballeros, es una distopía. Y eso, claro, es normal que no guste a casi nadie.

Por qué es importante llamar al negacionismo por su nombre

Hace unos días un famoso periodista de radio, conductor de uno de los programas de mayor audiencia de la mañana, criticaba con sarcasmo el término del uso «negacionismo» aplicado a quienes no creen en la existencia del virus de la cóvid o en la eficacia de las vacunas. El periodista en cuestión no pertenece a estos grupos, pero venía a decir que el único «negacionismo» admisible es el original del término, relativo al Holocausto, y ridiculizaba el uso de la palabra que según él se ha puesto de moda ahora en referencia a la pandemia y, por extensión, a casi cualquier otra cosa. Para el periodista, esto venía a ser una frivolización del término que daña el que él creía el único uso válido.

El nombre del periodista es lo de menos, ya que no se trata aquí de rebatir una opinión personal; cada uno es muy libre de decidir qué usos del término «negacionismo» le gustan y cuáles no, tanto como cada cual tiene perfecto derecho a odiar que se llame sujetador al sostén o sostén al sujetador. Pero sí se trata aquí de desmentir una idea equivocada, y es que ese término ha saltado desde el Holocausto a la cóvid por alguna especie de capricho, moda o jerga política.

El negacionismo, la idea, tiene una larguísima historia detrás en el campo de la ciencia. El negacionismo, el término, tiene una historia detrás en el campo de la ciencia, no tan larga, pero sí muy analizada, discutida y publicada. Aplicarlo a la cóvid es solo una extensión natural de su aplicación histórica a otros casos de negacionismo de la ciencia.

Pintada negacionista de la COVID-19. Imagen de Urci dream / Wikipedia.

Pintada negacionista de la COVID-19. Imagen de Urci dream / Wikipedia.

Es cierto que algunas fuentes citan el primer uso de la palabra «negacionismo» como referido al Holocausto en el libro de 1987 El síndrome de Vichy, del historiador francés Henry Rousso, quien definía el négationnisme como una negación del Holocausto políticamente motivada, a diferencia del revisionismo histórico legítimo basado en el estudio de los hechos. Este tipo de negacionismo histórico se ha aplicado a otros muchos casos, y suele citarse el libro de 2001 del sociólogo Stanley Cohen States of Denial como la fuente académica de referencia en la psicología de la negación referida al sufrimiento humano, la opresión y la injusticia (aunque Cohen empleaba el término «negación», no «negacionismo»).

Pero, en la ciencia empírica, el negacionismo ha seguido su propio camino. Es difícil saber cuándo se utilizó por primera vez y quién lo hizo; ni siquiera expertos como el sociólogo Keith Kahn-Harris han sido capaces de clavar una chincheta en su origen concreto. La versión inglesa del término, denialism, se imprimió por primera vez en el diccionario Merriam-Webster en 1874, casi 70 años antes del genocidio nazi, con la siguiente definición: «La práctica de negar la existencia, verdad o validez de algo a pesar de las pruebas o fuertes evidencias de que es real, verdadero o válido«. Los ejemplos que recoge este diccionario sobre el uso de la palabra son todos relativos al negacionismo de la ciencia.

La negación de la ciencia es casi tan antigua como la propia ciencia. El caso de Galileo es un ejemplo temprano y paradigmático, como repasaba el astrofísico Mario Livio en su libro Galileo: And the Science Deniers. Después se han sucedido infinidad de casos: la sepsis, la teoría microbiana de la enfermedad, la evolución biológica, los efectos del DDT, del plomo en la gasolina o del tabaco, las vacunas en general, el VIH/sida, el cambio climático o, el último, la COVID-19.

Todos estos casos se han analizado y estudiado en el mundo de la ciencia durante décadas, aunque el desarrollo del concepto de negacionismo de la ciencia comenzó sobre todo con los trabajos de Mark y Chris Hoofnagle y con el libro de 2009 de Michael Specter Denialism: How Irrational Thinking Hinders Scientific Progress, Harms the Planet, and Threatens Our Lives (Negacionismo: Cómo el pensamiento irracional obstaculiza el progreso científico, daña el planeta y amenaza nuestras vidas).

Es cierto que no a todo el mundo tiene por qué gustarle el uso del negacionismo aplicado a la ciencia, pero a menudo se cometen errores cuando se juzga el negacionismo de la ciencia desde fuera de la ciencia. Por ejemplo, a Cohen no le gustaba; como refería el criminólogo Willem de Haan en el libro Denialism and Human Rights, para Cohen no era lo mismo una realidad histórica como el Holocausto que el cambio climático, «una predicción científica de lo que probablemente ocurrirá en el futuro«, escribía De Haan, añadiendo que «en el caso del cambio climático, hay y debería haber espacio para un respetable escepticismo científico«.

Doble error: por un lado, aplicar a la predicción científica el concepto popular de la predicción. En la calle, una predicción es algo que uno cree que va a ocurrir o puede ocurrir en el futuro, basándose en lo que a cada uno le apetezca basarse. En ciencia, una predicción es algo muy diferente: es el resultado de uno o varios modelos matemáticos bajo unas determinadas condiciones, de modo que el resultado no tiene por qué estar restringido a un marco temporal concreto, ni mucho menos futuro; por ejemplo, un modelo científico predice cómo los cuerpos caen siempre; otro modelo científico predice el nivel de oxígeno en la atmósfera hace 200 millones de años. En el caso del cambio climático, los modelos predicen cómo ha evolucionado el clima desde la Revolución Industrial, en el pasado, en el presente y en el futuro. No es lo que dice De Haan.

El segundo error, muy común, es confundir escepticismo con negacionismo. Como contaba en 2011 en el Bulletin of the Atomic Scientists (los del reloj del apocalipsis) el historiador de la física Spencer Weart, cuando en 1896 (sí, en el siglo XIX) se advirtió por primera vez sobre el cambio climático, durante décadas hubo muchos científicos expertos en el clima que se mostraron escépticos; querían más pruebas para creer que aquello era real.

El escepticismo es una cualidad esencial en cualquier científico. Un científico debe mostrarse escéptico incluso ante sus propias hipótesis y sus propios resultados. Solo cuando el volumen de pruebas es abrumador es cuando se llega a un consenso. Pero como con la predicción, tampoco el consenso en ciencia significa lo mismo que en la calle: como escribía en la revista digital de la Universidad de Auckland The Big Q la psicóloga Fiona Crichton, experta en negacionismo de la ciencia, «es desafortunado que en el lenguaje común el consenso se use también para referirse a un acuerdo político, un compromiso o una llamada a la opinión popular, lo que puede llevar a confusión sobre el rigor que subyace a un consenso científico. Los científicos no están negociando una postura o alcanzando un compromiso para llegar a un acuerdo«. «Es importante que, cuando pensamos en el consenso, consideramos la posición de los expertos relevantes, no lo que el público en general piensa o ni siquiera lo que cada científico cree; se refiere a las conclusiones a las que han llegado los científicos en el campo relevante«. En el caso del clima, este consenso científico se alcanzó en 1989, según Weart.

Así, desde el momento en que existe un consenso científico, se acaba el recorrido del escepticismo y empieza el del negacionismo. «En un momento ya no hay escépticos, quienes tratan de ver todos los ángulos del caso, sino negadores, cuyo único interés es sembrar la duda sobre lo que otros científicos han acordado que es cierto«, escribía Weart. Los negacionistas a menudo se llaman a sí mismos escépticos, pero están jugando con cartas trucadas; no hay espacio para el escepticismo cuando existe un consenso científico. El negacionismo se define precisamente por su diferencia con el escepticismo. Como escribía Specter en el libro citado arriba, «los negacionistas reemplazan el riguroso escepticismo de la ciencia, de mantener la mente abierta, con la inflexible certeza de un compromiso ideológico«. Según Kahn-Harris, «donde la negación es el rechazo a mirar a la verdad a la cara, el negacionismo es una estrategia sistemática de desinformación. El ‘ismo’ indica el intento consciente de engañar al público para que crea que hay un debate científico, cuando no existe«.

A menudo ocurre que a quienes no les gusta el término «negacionismo» es a los propios negacionistas. Ocurre lo mismo con la pseudociencia. Como escribía el historiador de la ciencia Michael Gordin en su libro de 2012 The Pseudoscience Wars, «nadie en toda la historia del mundo se ha identificado jamás a sí mismo como un pseudocientífico. No existe una persona que se levante por la mañana y piense, voy a mi pseudolaboratorio a hacer algunos pseudoexperimentos para tratar de confirmar mis pseudoteorías con pseudodatos«.

Del mismo modo, la periodista Celia Farber no se autoidentificaba como negacionista a pesar de que en 2006 escribía un artículo en la revista Harper’s Magazine en el que daba pábulo a las teorías negacionistas del VIH/sida del biólogo molecular Peter Duesberg, del expresidente de Sudáfrica Thabo Mbeki y otros. Farber criticaba el uso del término «negacionismo», alegando que equivalía a comparar moralmente el escepticismo sobre el VIH/sida con la negación de la masacre de seis millones de judíos por los nazis.

El artículo fue respondido por otro firmado por un grupo de científicos liderado por el codescubridor del VIH Robert Gallo, que desgranaba todos los errores del texto de Farber. Y escribían Gallo y sus colaboradores: «De forma análoga al negacionismo del Holocausto, el negacionismo del sida es un insulto a la memoria de aquellos que han muerto de sida, así como a la dignidad de sus familias, amigos y supervivientes. Como con el negacionismo del Holocausto, el negacionismo del sida es pseudocientífico y contradice un inmenso cuerpo de investigación«. En su libro, Specter escribía: «Los que niegan el Holocausto y los negacionistas del sida son intensamente destructivos, incluso homicidas«; en 2008 algunos estudios estimaron que la política negacionista del sida de Mbeki en Sudáfrica, que prohibió el uso de antirretrovirales en los hospitales públicos, causó la muerte prematura de más de 330.000 enfermos.

Por todo lo dicho, es importante continuar llamando negacionismo al negacionismo, incluso si, como escribía en The Scientist la investigadora de la Academia de Ciencias de Nueva York Kari Fischer después de la celebración de un congreso sobre negacionismo de la ciencia —sí, incluso hay congresos sobre esto—, etiquetar a alguien como negacionista solo consigue que se atrinchere aún más. Porque dejar de llamar negacionistas a los negacionistas es caer en la trampa que ellos pretenden tender. «Negacionista» no es un insulto, no es una difamación; es simplemente una descripción, de acuerdo a una definición aplicada en el campo de la ciencia. Y no querer llamar a las cosas por su nombre es también, en cierto modo, una forma de negacionismo.

¿De qué pasta está hecha la negación del cambio climático?

Hace unos días conté aquí un nuevo estudio que revela el enorme poder sobre la opinión púbica de los mensajes mediáticos que cuestionan el cambio climático, incluso teniendo en cuenta que alrededor del 97% de los científicos expertos apoyan la existencia de una deriva peligrosa del clima debida a la actividad humana.

Contaminación ambiental en EEUU. Imagen de U.S. National Archives and Records Administration / Wikipedia.

Contaminación ambiental en EEUU. Imagen de U.S. National Archives and Records Administration / Wikipedia.

Naturalmente, quienes no tienen la menor idea fundamentada sobre el asunto, o mejor, fundamentada solo en prejuicios que obligan a deformar la realidad para ajustarla a sus creencias, siempre verán a los escépticos como héroes rebeldes que se atreven a desafiar el pensamiento único. En fin, no hay nada que hacer al respecto; va con la naturaleza humana: entre los rasgos que nos diferencian del resto de los seres vivos de este planeta no solo está una mayor altura intelectual, sino también la capacidad de renunciar voluntariamente a su ejercicio.

Tampoco servirá de mucho a este fin el hecho de que Greenpeace haya destapado ahora las razones por las que algunos de esos «héroes rebeldes» continúan negando la existencia del cambio climático: cobran por ello. Esta semana, la organización ecologista informó de una investigación encubierta que ha delatado la disposición de dos académicos, conocidos por sus posturas escépticas, a escribir estudios científicos o artículos de opinión contrarios al cambio climático antropogénico… a cambio de una buena suma.

Según Greenpeace, miembros de la organización se presentaron ante Frank Clemente, de la Universidad Penn State, y William Happer, de la Universidad de Princeton, fingiendo ser consultores que trabajaban para compañías petroleras o del carbón, y solicitándoles que escribieran artículos minimizando el efecto de las emisiones de los combustibles fósiles. Ambos accedieron, siempre que los términos del acuerdo fueran aceptables: Happer especificó que su tarifa era de 250 dólares la hora, lo que sumaría un total de 8.000 dólares por cuatro días de trabajo; por su parte, Clemente pedía 15.000 dólares por un estudio científico y 8.000 por un artículo de opinión en un periódico.

Para aclarar ciertos detalles que no tienen por qué ser del conocimiento general, conviene recordar que los científicos no se distinguen en general por cobrar salarios astronómicos. La publicación de un estudio científico no les reporta ningún beneficio económico; al contrario, en muchos casos tienen que pagar a la revista que acepta su trabajo. Y en cuanto a las colaboraciones con los medios, en España se pagan en torno a los 100 euros.

Ambos científicos, que han prestado testimonio en diversos comités gubernamentales sobre cambio climático en EEUU, discutieron con los falsos consultores cómo enmascarar estas generosas donaciones para que no tener que declararlas a la hora de publicar sus artículos, ya que hoy las revistas científicas obligan a los autores a revelar si están sujetos a posibles conflictos de intereses. Greenpeace cuenta también que ambos ya han recibido anteriormente grandes sumas de compañías como Peabody Energy, un gigante estadounidense del carbón.

Pero los propios científicos eran conscientes de que sus artículos difícilmente pasarían el riguroso filtro de la revisión por pares de una revista. En un email, Happer escribía:

Podría enviar el artículo a una revista revisada por pares, pero eso podría retrasar mucho la publicación, y podría requerir tantos cambios importantes en respuesta a los referees [revisores] y al director de la revista que el artículo ya no justificaría de modo tan contundente como a mí me gustaría, y presumiblemente como también le gustaría a su cliente, que el CO2 es un beneficio y no un contaminante.

Happer añadía que una posibilidad era evitar la publicación del artículo en una revista, y en su lugar someterlo a una «revisión por pares» a manos de revisores escogidos por una organización de la que él forma parte, lo cual permitiría publicitar el artículo en los medios asegurando que había sido rigurosamente revisado por expertos. Happer precisaba que este procedimiento ya había sido empleado en anteriores ocasiones.

Tristemente, el científico definía a estos posibles revisores como «quixotic«, quijotescos. Alguien debería explicarle a Happer que el diccionario de la RAE reserva esta denominación para quien «antepone sus ideales a su provecho o conveniencia y obra de forma desinteresada y comprometida en defensa de causas que considera justas».

Claro que, apartándonos del diccionario, también podríamos señalar como quijotesco a quien se empeña en ver gigantes donde hay molinos de viento; sobre todo si le pagan unas buenas gafas. Ya lo ven: esta es la pasta (nunca mejor dicho) de la que están hechos esos rebeldes heroicos.

La extraña historia de un estudio que niega el cambio climático: política y provocación enfangan la ciencia

En 2002 el modista David Delfín (me importa un ardite lo que diga la RAE: si no hay dentistos ni artistos, ¿por qué modistos?), hasta entonces un completo don nadie para el gran público, saltó a la fama por sacar a sus modelos en la Pasarela Cibeles con sogas al cuello y las caras cubiertas; alguna casi se mata al precipitarse al vacío desde lo alto de sus tacones. Desde entonces, hasta yo sé quién es David Delfín.

En 1989 Almudena Grandes, una escritora hasta entonces desconocida, ganó el premio La Sonrisa Vertical y alcanzó enorme éxito con su novela erótica Las edades de Lulú, en la que exploraba rincones moralmente escabrosos como la corrupción de menores consentida. Una vez conseguida la notoriedad pública, la autora no ha vuelto (que yo sepa) a internarse en el género que le dio la fama. Como tampoco Juan Manuel de Prada ha regresado –literariamente, me refiero– al lugar que en 1994 le alzó al estrellato de las letras con su obra Coños, en la que se recreaba y relamía con una colección selecta de vulvas arquetípicas.

En 1983 las Vulpes, una banda punk femenina de Barakaldo, aparecieron en el programa de televisión Caja de Ritmos de Carlos Tena versionando un tema de Iggy Pop y los Stooges titulado I wanna be your dog bajo el título Me gusta ser una zorra y con una letra extremadamente obscena para los estándares de aquella aún pacata España de entonces. La controversia, alimentada por el diario ABC, suscitó una querella del Fiscal General del Estado –sí, han leído bien– y se saldó con el cierre del programa y el despido de su director. Las Vulpes estuvieron en boca de todo el país, defensores y detractores.

A lo que voy con todo esto es a que la provocación suele ser una magnífica herramienta de márketing. Con independencia del talento real que pueda esconderse tras esas maniobras de exhibicionismo debutante, pero que a la larga determinará la consagración o la defenestración –Grandes y De Prada versus Vulpes; sobre Delfín no tengo criterio–, no cabe duda de que una entrada triunfal en pelotas logra congregar todas las miradas, como el profesor interpretado por Gregory Peck en aquella película de Arabesco, que iniciaba su conferencia así: «Sexo. Y ahora que he captado su atención…».

Lo que vengo a comentar hoy es que no se me ocurre otro motivo sino el explicado para que la revista científica Science Bulletin haya iniciado su nueva andadura publicando un estudio que niega la existencia del cambio climático antropogénico. Me explico: hasta diciembre de 2014 existía una revista titulada Chinese Science Bulletin publicada por Science China Press, órgano de la Academia China de Ciencias, y que en el mercado internacional se edita bajo el paraguas del gigante de publicaciones científicas Springer. Los propietarios de la revista han decidido ahora lavarle la cara, eliminar el Chinese de la cabecera y presentarla al mundo como «el equivalente oriental de Science o Nature«.

Campaña del Instituto Heartland negando el cambio climático. Imagen promocional de Heartland Institute.

Campaña del Instituto Heartland negando el cambio climático. Imagen promocional de Heartland Institute.

En el primer número de la renacida publicación, lanzado este enero, destaca como contenido estelar un estudio que afirma lo siguiente: todos los complejos cálculos realizados hasta ahora por climatólogos y meteorólogos de todo el mundo estaban equivocados; el modelo elaborado por los autores, que según un comunicado es «tan sencillo de utilizar que un profesor de matemáticas de instituto o un estudiante de licenciatura puede obtener resultados creíbles en minutos ejecutándolo en una calculadora científica de bolsillo», revela que «la influencia del hombre en el clima es insignificante».

No voy a comentar aquí el estudio; la noticia ya se ha publicado días atrás en varios medios, y ha obtenido respuesta por parte de físicos, climatólogos y paleoclimatólogos (quien esté interesado en la parte técnica puede consultar las respuestas de los expertos aquí, aquí, aquí o aquí). Lo que me interesa hoy es centrarme en la fanfarria. Empecemos por los cuatro autores del estudio. Tenemos a dos científicos, Willie Soon, físico solar del Centro de Astrofísica Harvard-Smithsonian (EE. UU.), y David Legates, profesor de Geografía de la Universidad de Delaware y antiguo Climatólogo del Estado.

Ambos se han distinguido durante años por sostener posiciones contrarias al consenso científico sobre el cambio climático. En 2011, la organización ecologista Greenpeace obtuvo documentos, liberados a través de la ley estadounidense de libertad de información (FOIA), según los cuales Soon ha recibido más de un millón de dólares de financiación de la industria del carbón y el petróleo desde 2001, y desde 2002 este sector constituye su única fuente de fondos. El científico se defendió entonces alegando que también «habría aceptado dinero de Greenpeace» si se lo hubieran ofrecido, un presunto argumento de descargo que más bien se vuelve en su contra.

En 2003, Soon envió un email con anterioridad a la publicación del cuarto informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático de Naciones Unidas (IPCC), en el que sugería la desacreditación anticipada de los resultados del estudio. Según Greenpeace, uno de los cinco destinatarios de aquel correo, un tal Dave, era probablemente David Legates. Ambos científicos han colaborado en varios estudios destinados a negar el cambio climático. Poco después de la publicación de los papeles de Greenpeace, Legates dimitió como Climatólogo del Estado de Delaware, un título otorgado por el decano de la Facultad de Medio Ambiente, Océanos y Tierra de la universidad. Legates declaró entonces que renunciaba a instancias del decano, pero lo cierto es que en 2007 la gobernadora del estado le había conminado a que dejase de utilizar su título cuando manifestaba sus opiniones, ya que estas no estaban «alineadas» con las de la administración.

El tercero de los autores, William Briggs, posee formación científica; originalmente meteorólogo y físico atmosférico, pero doctorado en estadística y sin filiación investigadora. De hecho, según escribe el mismo Briggs en su blog, en el que se presenta como «estadístico de las estrellas», carece de plaza alguna, por lo que dice ser «enteramente independiente». Briggs se define como «estadístico vagabundo» y como «filósofo de datos, epistemólogo, armador de puzles de probabilidad, desenmascarador de verdades y (autoproclamado) bioeticista». Es consultor del Instituto Heartland, un think-tank conservador radicado en Chicago que sostiene una obstinada postura de negación del calentamiento global y que lanzó una campaña comparando a quienes creen en el cambio climático con asesinos como Charles Manson o Unabomber. Briggs es el último firmante del estudio, un puesto normalmente reservado al director e ideólogo del trabajo.

Christopher Monckton. Imagen de Joanne Nova / Wikipedia.

Christopher Monckton. Imagen de Joanne Nova / Wikipedia.

Dejamos para el final lo mejor, la yema del huevo, el plato más sabroso. El primer autor del estudio, puesto que suele ocupar quien ha llevado el peso del trabajo, es el inglés Christopher Monckton, tercer vizconde Monckton de Brenchley, caballero de la Orden de Malta, antiguo asesor de Margaret Thatcher, autoproclamado miembro de la Cámara de los Lores (no lo es en realidad, ya que una reforma legislativa le impidió heredar el nombramiento de su padre), propietario de una tienda de camisas, creador de un puzle geométrico y de presuntas curas contra la enfermedad de Graves, la esclerosis múltiple, la gripe y el herpes. Formado en estudios clásicos y periodismo (ni por asomo en ciencia), conservador, euroescéptico y candidato del partido populista de derechas UKIP, Monckton se ha destacado a lo largo de los años por propuestas como aislar de la sociedad a los portadores del VIH, o rebautizar a la comunidad LGBT (lesbianas, gays, bisexuales y transexuales) como QWERTYUIOPASDFGHJKLZXCVBNM, para así, según sus palabras, «cubrir cualquier forma de desviación sexual real o imaginaria con la que puedan soñar». Esta joyita de la corona británica ha sostenido opiniones como que los gays llegan a acostarse con 20.000 parejas sexuales en sus «cortas y miserables vidas».

Este es el equipo, y de él difícilmente podía esperarse otra cosa. Por desgracia, el cambio climático se convirtió en un argumento político cuando los sectores conservadores lo interpretaron desde el primer momento como un gran montaje organizado por una conspiración de la izquierda para derrocar el sistema de libre mercado. Pero no toda la culpa cae a la derecha; muchos agentes de la izquierda aceptaron el guante y convirtieron a su vez el cambio climático en un ariete político contra sus oponentes, haciendo así de la paranoia de la derecha una profecía autocumplida. Ya lo he dicho aquí y lo repito: la política no hace sino enfangar y enturbiar la ciencia. Para continuar siendo el juego que practicaron Newton y Galileo, la ciencia no puede ser militante. Los científicos pueden serlo como cualquier otra persona, pero cuando entran en el laboratorio y se enfundan la bata, deben dejar colgada su chaqueta de militancia en el perchero.

Pero en todo este descacharrante affaire, quiero matizar con precisión cuál es mi postura. Los villanos más villanos de esta película no son los Soon, Legates, Briggs, o ni siquiera Monckton. Como cualquiera, ellos están en su derecho de defender sus ideas por equivocadas y tramposas que sean y mientras con ello no cometan ningún delito (hablo solo de cambio climático). Si bien no es imposible que surjan genios demostrando el flagrante error en el que han caído todos sus predecesores, no alcanzo a imaginar que un personaje como Monckton pueda seriamente creer que él ha nacido para ser el Stephen Hawking del cambio climático. Si tal fuera la situación, ya no se trataría de un asunto político, sino psiquiátrico.

El supervillano es la propia revista Science Bulletin. Sobre sus motivos para aceptar el estudio no puedo sino especular. La publicación asegura en su comunicado que el trabajo «sobrevivió a tres rondas de rigurosa revisión por pares, en las que dos de los revisores se habían opuesto inicialmente a su publicación aduciendo que cuestionaba las predicciones del IPCC». Tanto si esto es cierto como si no, la revista cae en el absoluto descrédito. Si lo es, porque su «riguroso» sistema de revisión no llegó a acercarse ni de lejos a los análisis que otros expertos han publicado en internet rápida y gratuitamente y que coinciden en rebatir todos sus resultados y sus conclusiones, llegando, como en el caso de Gavin Schmidt, director del Instituto Goddard de la NASA y una autoridad mundial en cambio climático, a calificar el estudio de «completa basura».

Y si no es cierto, porque entonces solo me queda pensar que la revista ha recurrido, como menciono al comienzo de este artículo, a la estrategia de la provocación para que su relanzamiento suene en los medios. El «equivalente oriental de Science o Nature» tiene actualmente un índice de impacto de 1,4, frente al 42 de Nature y el 31 de Science. El número inaugural de su reencarnación se abre con un editorial titulado Hacia una revista internacional emblemática basada en China. Y para su puesta de largo ha elegido el suicidio.