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Otro legado de la pandemia: el mayor estudio de campo de la historia sobre la desinformación científica

Como nostálgico musical (y como alguien que no suele pasar un día de su vida sin escuchar música), suelo hacer excavaciones arqueológicas en mi propia casa para rescatar y cargar en una vieja minicadena las cassettes que grababa allá por los 80, directamente de la radio o de discos prestados por los amigos; en fin, las playlists de entonces, cuando lo más parecido a un móvil era un walkman. De repente se ha abierto paso hasta mis oídos el Don’t Believe What you Read (1978) de los Boomtown Rats. Hace 44 años Bob Geldof cantaba cómo se levantaba por la mañana y leía los periódicos sabiendo, decía, que la mayoría de lo que publicaban era un montón de mentiras, y cómo tenía que aprender a leer entre líneas.

Aunque creamos que las fake news y las teorías conspiranoicas son un problema reciente y solo actual, recuerdo que hace unos años el sociólogo de la Universidad Rutgers Ted Goertzel me contaba cómo en tiempos de la Revolución Americana cuajó la idea de que los británicos querían esclavizar a los americanos y suprimir los cultos protestantes que habían llegado a América con los emigrantes no ingleses. Y que esta creencia extendida, viralizada diríamos hoy, fue un factor influyente en el levantamiento de la población de las colonias para reivindicar su independencia.

Tampoco suele haber nada radicalmente nuevo en el contenido de los bulos que se propagan; la historiadora de la ciencia Paula Larsson contaba que ya hace 135 años los antivacunas contra la viruela utilizaban los mismos argumentos falsos que los actuales contra la COVID-19: que la epidemia no existía, que las autoridades y el estamento médico sembraban el miedo para enriquecerse, que las vacunas eran más peligrosas que la propia enfermedad y que eran un método de control de la población. Nada nuevo bajo el sol.

Pintada negacionista en Miranda de Ebro. Imagen de Zarateman / Wikipedia.

Sí, es cierto que los medios de comunicación publican noticias falsas; unos pocos, con regularidad y sin el menor pudor. A veces, por arriesgar el rigor a cambio de un sensacionalismo rentable. Muchos, por desconocimiento o falta de criterio y de especialización, como ha ocurrido a menudo durante la pandemia en medios que se declararían contrarios a las fake news, pero que rebotan «noticias» que no saben valorar, y dan voz y difusión a autoproclamados expertos que no lo son y que no están promoviendo la ciencia, sino solo a sí mismos (creo que no hace falta nombrar a algún famoso todólogo que está en la mente de todos).

Recuerdo que allá por el 2006 llegué al periodismo de ciencia desde la ciencia, conociendo bien el mundo de la ciencia pero casi nada el del periodismo (salvo por una experiencia previa con el de viajes), y una de las primeras cosas que no entendí fue por qué los redactores de ciencia no solían entrevistar directamente a las fuentes originales, sino al presidente, vocal o tesorero de la Sociedad Española de nosecuántos. Esta extraña costumbre que solo parece afectar a las noticias de ciencia en los medios no especializados —para valorar las noticias sobre la guerra de Ucrania se pregunta a expertos avalados por su trabajo y sus publicaciones, no al vicepresidente de nosequé organización gremial— se ha exacerbado durante la pandemia, y ha contribuido muchas veces a la confusión.

Las noticias falsas y la desinformación esparcen sobre los medios una mancha general que es difícil de limpiar. Hacen caer en la trampa de la generalización, que lleva a despreciar medios que son referentes informativos de la prensa en español en todo el mundo. Conozco a personas jóvenes, de la generación millennial, que dicen no leer jamás lo que llaman medios tradicionales o mainstream por creer que siempre mienten.

El problema es que si, como cantaban los Boomtown Rats y piensan algunos o muchos millennials, los medios que ellos llaman tradicionales no son fuentes fiables, ¿cuál es la alternativa?

Tomemos como ejemplo especialmente inexplicable el de la publicidad: no suele cuestionarse de forma muy llamativa en el debate público, cuando es, por definición, interesada. El caso típico es el de una conocida marca de yogures líquidos que lleva décadas promocionándose bajo el supuesto argumento de que refuerza las defensas. En algún país ha llegado a prohibirse esta publicidad, ante los estudios científicos que la han desmontado. Pero el mensaje sigue dándose por válido hasta tal punto que incluso en los colegios, donde se supone que debería haber algún o alguna nutricionista con conocimiento científico al mando, se recomiendan estos alimentos para los niños frente a los yogures normales. Que la publicidad pagada llegue a considerarse una fuente más fiable que la ciencia reafirma la idea de algunos expertos de que la desinformación científica ha alcanzado proporciones de crisis.

Naturalmente, sabemos que son las redes sociales las que suplen esa función informativa para muchas personas, sobre todo jóvenes. No puede negarse que las redes sociales han tenido su lado luminoso durante la pandemia. Muchos investigadores expertos de prestigio han aprovechado la vía de Twitter para comunicar al gran público con enorme eficacia, a través de hilos que han explicado a millones de personas la ciencia más actual y relevante sobre la COVID-19. Como contaba Science hace unos días, algunos de estos investigadores apenas tenían un par de miles de seguidores antes de la pandemia, que se han convertido en cientos de miles gracias a su magnífica labor como fuentes de información relevante y veraz. Por desgracia, también esto ha convertido a muchos de ellos en víctimas de campañas de odio y ataques por parte de los negacionistas.

Dentro de la propia ciencia, Twitter también ha sido una herramienta enormemente valiosa durante la pandemia. Ha facilitado el intercambio de datos e información en la comunidad científica con una extensión e inmediatez inalcanzables por medios más habituales como los foros especializados, o no digamos los congresos. Ha conseguido que se retracten estudios falsos o defectuosos con una rapidez nunca antes lograda por los canales convencionales.

Pero en el reverso está el lado oscuro. Quizá uno de los ejemplos más extremos de la voracidad de Twitter por la desinformación y las fake news haya surgido a raíz del lamentable comportamiento de Will Smith en la ceremonia de los Óscar. Después de su agresión al pretendidamente gracioso presentador Chris Rock, en Twitter circuló un mosaico de rostros con, supuestamente, las reacciones de muchos de los presentes, y esta composición se ha hecho viral debido a los comentarios de los tuiteros. Pero ha resultado que al menos algunas de las fotos son falsas, ya que corresponden a galas de años anteriores. Más allá de la motivación que haya tenido la persona que ha creado ese falso montaje, que a saber, el ejemplo es extremo porque en este caso ni siquiera hay un interés ideológico o político en el fake. Sirve como experimento para mostrar lo fácil que es engañar en las redes sociales: se da por hecho que los medios mienten, pero cualquier cosa que circula en Twitter se toma automáticamente como cierta.

El daño que han hecho las redes sociales al conocimiento veraz sobre la pandemia ha sido inmenso. Si Goertzel señalaba que las conspiranoias y los bulos no son un fenómeno nuevo, también admitía que los medios actuales tienen una capacidad de amplificación nunca vista antes en la historia. Como contaba a Science el psicólogo de la Universidad de Bristol Stephan Lewandowsky, en el mundo físico es casi imposible que una persona que piensa que la Tierra es plana se encuentre casualmente con otra que cree lo mismo. Pero online, esa persona puede conectar con «el otro 0,000001% de gente que sostiene esa creencia, y puede llevarse la (falsa) impresión de que está muy extendida».

En el mismo reportaje de Science el biólogo evolutivo de la Universidad de Washington Carl Bergstrom, que se ha especializado en el ecosistema de la desinformación, cuenta cómo a comienzos de este siglo trabajaba en planes de preparación de EEUU contra una posible pandemia, y que por entonces él y sus colaboradores pensaban que, cuando las vacunas estuvieran por fin disponibles, sería necesario proteger los camiones que las transportaran para evitar que la gente los asaltara para llevárselas. La película Contagio de Steven Soderbergh, la que más se ha acercado a la realidad de una pandemia, mostraba algo parecido cuando una epidemióloga de la Organización Mundial de la Salud era secuestrada como rehén para que las vacunas llegaran a una aldea. A favor de Soderbergh hay que decir que también retrató el problema de la desinformación a través del personaje magníficamente interpretado por Jude Law, el bloguero conspiranoico reclutado por la industria homeopática para promocionar su falso remedio.

A lo largo de la pandemia han sido innumerables los estudios y artículos de expertos, en revistas científicas o medios explicativos independientes como The Conversation, que han tratado el problema de la desinformación. Y el tono general es que nadie encuentra paliativos al enorme daño que ha causado. Un estudio experimental en Reino Unido y EEUU encontró que la simple exposición a algún bulo sobre las vacunas publicado en Twitter reducía en un 6% la proporción de personas dispuestas a vacunarse. Escalado a una población como la española, esto supondría que casi tres millones de personas rechazarían la vacuna solo porque han leído un tuit.

Algunas plataformas, como Twitter, Facebook, Instagram o YouTube, han implantado supuestas políticas destinadas a eliminar la desinformación y los bulos sobre la COVID-19 y las vacunas en general. Pero como escribían hace unos días en Nature Medicine tres investigadores de la London School of Hygiene and Tropical Medicine, la plaga es casi incontrolable; en julio de 2020 había en las redes sociales en inglés un volumen de cuentas antivacunas que acumulaban 58 millones de seguidores, con un valor publicitario conjunto de 1.000 millones de dólares al año. La desinformación también es un gran negocio para las plataformas, como demuestra la reciente resistencia de Spotify a retirar un popular podcast antivacunas ante la denuncia de Neil Young.

Sin embargo, si en algo coinciden generalmente los expertos es en que el problema es mucho más complejo que simplemente información versus desinformación. «Aumentar el suministro de información precisa no curará por sí solo este problema si no se abordan las motivaciones subyacentes de la renuencia [a las vacunas]», escriben los autores de este último artículo. Hay otros muchos factores implicados, como también hay toda una taxonomía de la renuencia a las vacunas, desde los que solo dudan hasta los activistas antivacunas ideológicos. Los primeros pueden ser muy sensibles a cualquier bulo que puedan encontrar accidentalmente, y por lo tanto en ellos puede ser mayor el beneficio de la información veraz; mientras que, en el caso de los segundos, son ellos quienes buscan conectarse entre sí y compartir esas desinformaciones que refuerzan sus convicciones.

Esos muchos factores incluyen los emocionales y los racionales, los miedos y ansiedades profundas en tiempos de incertidumbre, la desconfianza en la clase política, en las élites de poder y en los estamentos de los expertos, todo ello avivado por populismos políticos extremistas, armados con discursos simples dirigidos a las tripas más que a la razón. La desinformación es un síntoma, pero la verdadera enfermedad es un sistema político y un clima social que la recompensan, dice el experto en comunicación de la ciencia Dietram Scheufele, de la Universidad de Wisconsin. En The Conversation, las historiadoras de la ciencia y la salud Caitjan Gainty y Agnes Arnold-Forster recuerdan que originalmente los movimientos antivacunas se situaban en la izquierda política y que solo recientemente se han desplazado a la extrema derecha, pero que siempre se han envuelto en la bandera retórica de la «libertad» para embellecer una gran variedad de motivaciones.

En resumen, los expertos básicamente coinciden en los análisis y los diagnósticos, y en los mensajes de que se debe construir confianza a través de mensajes positivos respaldados por figuras respetadas por la comunidad, de que debe fomentarse el pensamiento crítico y razonado, educar en el reconocimiento y el rechazo de la desinformación…

Pero, en el fondo, no puede evitarse la sensación de que realmente nadie sabe cuál es la cura. En un preprint reciente, investigadores noruegos han revisado los mejores de entre los estudios previos sobre la desinformación relativa a las vacunas en las redes sociales, y su principal conclusión es que… hacen falta más y mejores estudios. La pandemia de COVID-19, cuyo alcance ninguna predicción científica acertó a prever en los primeros momentos, ha desatado una pandemia paralela de anticiencia cuya magnitud también ha sorprendido incluso a quienes ya estudiaban este fenómeno antes. Si acaso, los científicos sociales y los estudiosos académicos de la comunicación se han encontrado de repente y sin esperarlo con el mayor estudio de campo de la historia, que ha generado suficientes datos como para darles trabajo durante muchos años.

En cuanto a los demás, y mientras esperamos sus conclusiones, al menos podríamos entender que el Don’t Believe What You Read de los Boomtown Rats hoy debería sustituir los periódicos por Twitter. Y quizá hasta el propio Bob Geldof estaría de acuerdo, ya que es un firme partidario de la vacunación.

Los científicos también son creíbles cuando dicen sandeces (y a veces las dicen)

La pandemia de COVID-19 no solo ha dado toneladas de trabajo y de datos a virólogos, epidemiólogos e inmunólogos, sino también a los científicos sociales, que han seguido muy de cerca la batalla librada en los medios y en las redes entre la información y la desinformación, entre verdades y bulos. Y algunos de quienes no somos científicos sociales hemos seguido sus estudios con mucho interés, ya que nos han ayudado a aprender mucho sobre el mundo del negacionismo y la conspiranoia, sobre los mecanismos psicológicos y sociológicos de quienes creen antes la verdad revelada que la empírica, como en aquella cita atribuida a Groucho Marx (pero que en realidad decía su hermano Chico disfrazado de Groucho): «¿A quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?«

Ambos campos están muy bien diferenciados en los extremos; por ejemplo, el negacionismo de la existencia del virus o de la efectividad de las vacunas. Pero la frontera está más borrosa en otros casos, lo que ha llevado a muchos medios supuestamente serios a caer en la trampa de la desinformación, y ha propiciado que algunos políticos se aprovechen de ella. Creyendo, o al menos intentando hacer creer a otros, que estaban transmitiendo lo que dice la ciencia.

"El troll de la pseudociencia". Imagen de Durova / Wikipedia.

«El troll de la pseudociencia». Imagen de Durova / Wikipedia.

Un equipo internacional de investigadores, dirigido por la psicóloga de la Universidad de Ámsterdam Suzanne Hoogeveen, ha analizado cuál es la credibilidad de las, ejem, gilipolleces, cuando las dice un científico, en comparación con la situación en que quien las dice es un gurú espiritual. Las gilipolleces en cuestión (para los lectores del otro lado del charco, quizá podrían ser huevadas, huevonadas, pendejadas o boludeces, discúlpenme si no doy con el término correcto) han sido obtenidas de una web de la que ya he hablado aquí un par de veces, el New Age Bullshit Generator (generador de gilipolleces New Age), una web que genera automáticamente frases al estilo de las pregonadas por el famoso gurú Deepak Chopra y otros, y que en la literatura científica últimamente han dado en llamarse pseudo-profound bullshit, o gilipolleces pseudoprofundas.

Por ejemplo, en una visita a dicha web ahora mismo me ha salido esto: «La consciencia consiste en partículas subatómicas de energía cuántica. El cuanto significa un despertar del infinito. Crecemos, crecemos, renacemos. La belleza es el motor de la gratitud«. Y así.

Los investigadores han reunido a un extenso grupo de más de 10.000 participantes de 24 países, y les han presentado gilipolleces de este tipo acompañadas por el presunto autor de la cita, que en unos casos era un científico ficticio y en otros un gurú espiritual también inventado. Por ejemplo, esta es una de las tarjetas presentadas a los participantes (la foto es una imagen real del físico Enrico Fermi):

Imagen de Hoogeveen et al, Nature Human Behaviour 2022.

Imagen de Hoogeveen et al, Nature Human Behaviour 2022.

Los resultados del estudio, publicado en Nature Human Behaviour, indican que los sujetos otorgan mayor credibilidad a la chorrada en cuestión cuando quien la dice es un científico; es lo que los autores denominan el «efecto Einstein». Curiosamente, este resultado es consistente en todos los países, occidentales y orientales, del norte y del sur, y tanto en personas religiosas como ateas. Aunque hay diferencias entre países, en casi todos los casos la credibilidad de los científicos supera a la de los gurús, y solo en algunos países las personas más religiosas conceden ligeramente más credibilidad a los gurús; no en España (aunque, todo hay que decirlo y los propios autores lo reconocen, las gilipolleces en cuestión entroncan con el discurso de ciertos gurús orientales, pero no tanto con el de los líderes religiosos occidentales). «Estos resultados sugieren que, con independencia de la visión religiosa, a través de las culturas la ciencia es un heurístico poderoso y universal que marca la fiabilidad de la información«, escriben los autores.

La investigación no se ha aplicado en concreto a la pandemia de COVID-19, pero los autores incluyen una referencia al respecto. En el estudio, dicen que durante esta epidemia global «todos los ojos se han vuelto hacia los expertos científicos en busca de consejo, directrices y remedios; desde los alarmistas de la COVID-19 a los escépticos, la apelación a la autoridad científica ha sido una estrategia prevalente en ambos lados del espectro político«.

En la información suplementaria al estudio, añaden referencias a otras investigaciones previas según las cuales la confianza en la ciencia y en los científicos se ha mantenido o incluso ha aumentado durante la pandemia. En concreto en Países Bajos, dicen, los datos indican que el público sigue depositando una mayor confianza en las autoridades sanitarias y en los científicos que en los medios, las redes sociales o algunos autoproclamados expertos sobrevenidos (en la mente de todos surgirán nombres de ciertos caballeros equivalentes aquí). Y, añado yo, esto a pesar de cómo las imágenes en los medios se han encargado de mostrarnos protestas negacionistas en Países Bajos y otros lugares como si fueran un clamor mayoritario; pero ya sabemos que solo los mil que salen a la calle aparecen en las noticias, y no el millón que se queda en casa.

Pero, claro, cabe preguntarse: ¿cómo pueden los autores estirar la cuerda a la credibilidad de los científicos en la pandemia de COVID-19, si precisamente su estudio no mide la confianza en la información veraz, sino en gilipolleces pseudoprofundas? Es más, y mientras que un pilar de la comunicación científica —perfectamente ejemplificado en los auténticos expertos que sí han sido referencias esenciales en la pandemia— es la claridad de comprensión para que el público profano en la materia no tenga que creer, sino solo entender y ver, en cambio el estudio se basa en todo lo contrario, presentar frases deliberadamente oscuras y retorcidas que parecen decir algo, pero que nadie entiende y que en el fondo no significan absolutamente nada.

Sin embargo, esto es de por sí interesante, porque nos lleva a una interpretación que no es otra sino exactamente la contemplada en el estudio: cuando los científicos dicen gilipolleces, también se les cree. Y sí, los científicos también dicen gilipolleces.

Hay algo sobre lo que he elaborado repetidamente en este blog: cuidado con caer en la trampa de creer que lo que dice un científico siempre es palabra de Ciencia. Si le preguntamos la hora a un científico, y a no ser que conozcamos a esa persona en particular, no deberíamos caer en el error de pensar que su respuesta va a ser necesariamente más veraz que si le preguntamos a un cerrajero o a un lampista. Por supuesto que la opinión de un científico experto sobre su área de experiencia merece más consideración que la de quien no lo es. Pero la opinión no es ciencia. Y por lo tanto, la voz del experto solo tiene valor realmente científico si transmite lo que dice la ciencia, no sus opiniones o intuiciones. La ciencia no son personas. Con acceso a una verdad revelada. La ciencia es un método. Que sirve para conocer la realidad.

Es más: tantas gilipolleces han dicho científicos incluso de primerísima fila que hace ya años se acuñó algo llamado la enfermedad del Nobel. En este caso se trata de científicos que en su día ganaron un Nobel por un gran descubrimiento, y que posteriormente han abrazado y defendido proclamas pseudocientíficas, generalmente en campos distintos al suyo. Hace tiempo escribí un articulillo sobre algunos casos destacados, no necesariamente premios Nobel: Newton y la alquimia —la alquimia en tiempos de Newton ya era un poco como los libros de caballerías en El Quijote—, Schrödinger y el misticismo cuántico, Pauling y la medicina ortomolecular y la vitamina C milagrosa, Crick y la panspermia dirigida, Watson y el racismo pseudocientífico, Vogel y la energía mental de los cristales, Montagnier y la homeopatía y los bulos vacunales, Mullis y… casi toda la pseudociencia en general.

De hecho, los casos son casi incontables, con Nobel o sin Nobel, pero en científicos inmensamente célebres. El misticismo cuántico ha sido abrazado por Schrödinger, Yukawa, Wigner, Josephson o Eccles, todos ellos premios Nobel. Los fantasmas, lo paranormal y esotérico, por tantos que cuesta contarlos, desde los Curie (sobre todo Pierre; al parecer Marie lo aguantaba más bien por su marido) a Edison, Pauli, Wallace —coautor de la teoría de la evolución—, Thomson —descubridor del electrón—, Rayleigh —argón, dinámica de fluidos—, Richet —pionero de la inmunología, pero inventor del término «ectoplasma»—, pasando por un flirteo del mismísimo Einstein. Ernst Boris Chain, uno de los descubridores de la penicilina (no, no lo hizo Fleming él solito), negaba la evolución biológica, lo mismo que el Nobel de Química Richard Smalley o el astrónomo Fred Hoyle. También el cambio climático ha sido negado por ganadores del Nobel como Ivar Giaever o Kary Mullis, el inventor de la PCR.

Mullis merece un aparte, porque su lista es casi infinita: astrología, espíritus, abducciones alienígenas, antiguos astronautas, negacionismo del sida, teorías conspiranoicas, negacionismo del cambio climático, del agujero de ozono… En su autobiografía describió su encuentro con un mapache alienígena fluorescente. Aseguraba que aquel día no iba puesto de LSD, una droga que se administraba generosamente. Todo esto, en un científico cuyo descubrimiento ha tenido una repercusión en la ciencia como pocos; el público conoce la PCR como un test de diagnóstico de COVID-19, pero en realidad esto representa solo un uso concreto y extremadamente infinitesimal de la inmensa potencia que ha tenido la PCR en investigación, biotecnología y biomedicina desde que Mullis la inventara en los años 80.

Kary Mullis en 2009. Imagen de Erik Charlton from Menlo Park, USA / Wikipedia.

Kary Mullis en 2009. Imagen de Erik Charlton from Menlo Park, USA / Wikipedia.

Pero debe entenderse que todo esto aparece cuando los científicos se meten en charcos que no son los suyos, cuando creen que un Nobel u otro reconocimiento importante les da patente de corso para tener autoridad sobre cualquier otra cosa. Es decir, ninguno suele ser negacionista de su propia área de especialización. Y cuando esto ocurre, como en el caso del bioquímico antivacunas Robert Malone, suele ser porque hay una larga historia detrás.

Y aquí llegamos a la aplicación más directa a la COVID-19 del estudio mencionado arriba. El negacionismo ha ensalzado a figuras como Malone o como el recientemente fallecido Luc Montagnier, codescubridor del VIH, como gurús científicos de autoridad creíble aunque dijeran sandeces. Pero hacía años que Montagnier había perdido toda su reputación entre la comunidad científica, desde que a comienzos de este siglo se convirtiera en un paladín de la homeopatía y la memoria del agua, con teorías como que los remedios homeopáticos podían enviarse por correo electrónico; no las recetas (si existieran), sino los propios remedios, como adjuntar un paracetamol a un email. Montagnier fue un gran científico en su día; por desgracia, quiso dejar de serlo, quién sabe por qué. No pudo probar ninguna de sus disparatadas teorías, y ha fallecido tristemente en un total descrédito profesional, sin siquiera un obituario en las principales revistas de ciencia.

En el caso de Malone, el bioquímico antivacunas que en los círculos negacionistas se ha convertido en figura de culto porque, según él mismo, inventó las vacunas de ARN, basta decir que es un caso de despecho (y de arrogancia, dicen) cuando fue excluido de la que él creía su invención —en realidad no inventó las vacunas de ARN, aunque sí sentó bases importantes para ello—, y desde entonces se ha dedicado a vilipendiarla; ha encontrado en el negacionismo el crédito que nunca logró obtener en la propia ciencia (para quien esté interesado en una historia detallada, aquí o aquí).

Para terminar, si todo lo anterior tiene una moraleja, es esta: no hagan caso a los científicos. No, en serio: hagan caso a la ciencia, no necesariamente a los científicos. Cuando un científico diga cualquier cosa, pregúntenle cuáles son las fuentes, los datos, los estudios. Pregúntense si opina o informa; si habla en nombre del conocimiento científico o solo en su propio nombre. Si habla como científico experto o como gurú, coach o analisto todólogo. Cuestionar a los científicos es sano escepticismo; negar la ciencia es negacionismo (es decir, no hagan como eso tan oído del «yo no soy antivacunas, sino que cuestiono», en boca de quien carece del menor conocimiento, formación, información ni cualificación para cuestionar).

Y esto se refiere a los auténticos científicos expertos que hablan de lo suyo. En cuanto a los que ni siquiera lo son, cuando salgan en la tele, mejor pónganse una de Netflix.

Ozono, desinfección de calles, cámaras térmicas… Ha nacido una nueva pseudociencia: la seguridad anti-covid

Tres de la tarde, telediario de cadena pública nacional. El responsable de un centro comercial de una ciudad española invita a todos sus clientes a regresar a su establecimiento con total seguridad, ya que se ha implantado un sistema de desinfección por luz ultravioleta que «impide que el virus se adhiera a las superficies».

Diario digital de uno de los mayores conglomerados privados de medios del país. Se cuenta cómo un restaurante de otra ciudad española ha dispuesto a su entrada un «túnel» que somete a toda persona que entra a «una desinfección a base de agua con ozono y luz ultravioleta para matar bacterias y virus». El mismísimo titular de la noticia lo describe como «el restaurante más seguro contra el covid-19″. Así, por sus santos –páralo ahí.

Otro reportaje en un telediario. Los clientes de un supermercado pasan a la entrada frente a un empleado que les mide la temperatura mediante un termómetro sin contacto. En otro han instalado cámaras térmicas que «detectan el coronavirus a distancia». En otro se nos muestra cómo se están desinfectando las superficies exteriores cercanas a grandes museos para garantizar la seguridad de los visitantes. Sí, se está desinfectando la calle (en realidad y como veremos, haciendo creer que se desinfecta). De hecho, es algo que hemos visto en distintos lugares desde el comienzo de la pandemia.

Y todo esto aparece en los principales medios del país sin abrir la menor opción a un comentario crítico por parte de una fuente científica acreditada. En los informativos, hasta para decidir si realmente fue penalty o no se presenta un contraste de pareceres. Y en cambio, en algo tan crucial como la salud pública de cara a la contención del coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19, y donde existe ciencia sobrada al respecto, se está dando una acogida totalmente acrítica, desorientada y desorientadora, a proclamas de lo más variopinto que están inaugurando una nueva pseudociencia, la de la seguridad anti-covid.

Desinfección de calles en Rumanía. Imagen de Eugen Simion 14 / Wikipedia.

Desinfección de calles en Rumanía. Imagen de Eugen Simion 14 / Wikipedia.

Hemos pasado más de dos meses de confinamiento que han provocado un serio quebranto económico a infinidad de empresas y a sus trabajadores. Es comprensible que ahora exista, más que un interés, una ansiedad por parte de los responsables de estas empresas de convencer a sus clientes de que pueden regresar con total tranquilidad y sin miedo al contagio.

Pero esto no puede hacerse a costa de engañar al público. Como tampoco ciertas empresas de limpieza, desinfección y seguridad pueden ahora pretender hacer su agosto engañando a los responsables de los comercios para que estos a su vez engañen al público, quizá sin que los propios responsables lo sepan, pues siempre hay propaganda disfrazada de ciencia, que no lo es pero se presenta como tal, para avalar cualquier proclama (esta es precisamente la definición de pseudociencia).

En respuesta a la noticia del túnel de ozono, una amiga me llama la atención sobre un tuit del ministro de Consumo del gobierno de España, Alberto Garzón, quien tuiteaba pidiendo «por favor, más responsabilidad». El gobierno pide «por favor» más responsabilidad. Por favor, gobierno, más regulación, porque esa es vuestra responsabilidad. Regulación basada en lo único que puede certificar cuáles son los métodos eficaces contra el virus e inocuos para la gente: la ciencia. Repasemos una a una estas nuevas panaceas contra el virus.

Luz ultravioleta germicida

La luz ultravioleta (UV) de onda corta, la más penetrante y energética, llamada UVC, se ha utilizado como luz germicida desde hace más de un siglo. Es un método clásico y suficientemente probado para eliminar microorganismos, que se emplea de forma habitual en laboratorios y hospitales. Por ejemplo, en muchos laboratorios de investigación existen estas lámparas de luz germicida que se encienden por la noche durante horas para desinfectar ciertas instalaciones cuando todo el personal se ha marchado.

Luz germicida UVC en un laboratorio. Imagen de Karlmumm / Wikipedia.

Luz germicida UVC en un laboratorio. Imagen de Karlmumm / Wikipedia.

Pero la luz germicida solo hace lo que puede hacer. Únicamente desinfecta allí donde llega, debe aplicarse durante cierto tiempo para ejercer su efecto, y la luz es solo luz; no confiere ninguna propiedad mágica duradera a las superficies sobre las que se ha aplicado. La idea de que las superficies previamente iluminadas quedan de algún modo «tratadas» para que los virus ya no puedan adherirse es sencillamente una pamplina. Hacer pasar a los clientes de un local por un túnel de luz germicida es otra pamplina, dado que la exposición dura un mero instante. Es más: si no fuera una pamplina sería aún peor, porque entonces sería un serio riesgo para la salud.

Incluso las famosas cabinas de bronceado que emplean luz UVA, de onda más larga, menos penetrante y menos energética, figuran en el Grupo 1 de los agentes más cancerígenos de la Agencia Internacional de Investigación del Cáncer de la Organización Mundial de la Salud (OMS), al mismo nivel que el tabaco o la radiactividad. La típica luz negra de las discotecas también emplea luz UVA. La UVC de la luz germicida es más potente: provoca más quemaduras, es más dañina y potencialmente más cancerígena. Las personas que manejan este tipo de luz, por ejemplo en los laboratorios para revelar colorantes fluorescentes, llevan protecciones adecuadas contra su exposición. Naturalmente, el riesgo de la luz UVC desaparece cuando se apaga, lo mismo que su efecto germicida.

En resumen, la luz germicida no puede emplearse de ningún modo en lugares con público. Nada impide utilizarlas cuando un local está vacío, pero siempre teniendo en cuenta que la desinfección solo llega a donde llega la luz, y que desaparece de inmediato cuando la luz se apaga.

El ozono

Sería curioso saber de dónde ha surgido de repente en la lucha contra la covid el ozono, del cual solo puede decirse aquello de Miguelito, el personaje del gran Quino: «nunca falta quien sobra». El ozono sobra, no es necesario, no hace falta, nadie lo esperaba ni lo pedía, por lo que solo cabe suponer que es uno de los negocios que tratan de explotar el filón del miedo al virus.

Solo que esta explotación también es a costa de la salud del público: el ozono es un contaminante ambiental, uno de los que se miden en las estaciones de vigilancia de la calidad del aire. Es potencialmente dañino para la salud respiratoria, cardiovascular y neuronal (aclaración: el ozono es bueno solo en las capas altas de la atmósfera, lejos de nosotros y donde nos protege de la radiación solar nociva).

Y respecto a la fabulosa idea de rociar con ozono a la gente que entra a un local, esto es lo que dice la OMS en su guía que comenté ayer sobre «Limpieza y desinfección de superficies ambientales en el contexto de la COVID-19«: «Rociar a personas con desinfectantes (como en un túnel, cabina o cámara) no se recomienda bajo ninguna circunstancia [en negrita en el original, la única en todo el documento]. Esto podría ser física y psicológicamente dañino y no reduciría la posibilidad de que una persona propague el virus a través de gotitas o contacto».

Termómetros sin contacto y cámaras térmicas

Aquí podemos tirar directamente de la página de la OMS contra los bulos del coronavirus: «Los termómetros sin contacto NO detectan la COVID-19 [en mayúsculas en el original]. Los termómetros sin contacto resultan eficaces para detectar a personas con fiebre (es decir, con una temperatura corporal superior a la normal). Sin embargo, no permiten detectar a personas infectadas por el virus de la COVID-19. La fiebre puede tener múltiples causas».

Sobre si el propietario de un establecimiento tiene derecho legal o no a obligar a sus clientes a pasar un control de temperatura para el acceso, no tengo la menor idea; me limito a no acudir a los establecimientos que imponen un control de temperatura para el acceso. Pero conviene divulgar lo que dice la ciencia sobre el uso de termómetros sin contacto y cámaras térmicas como métodos de control de la propagación de infecciones: no sirven.

Escaneo de temperatura con un termómetro sin contacto en Puerto Rico. Imagen de Guardia Nacional de Puerto Rico / Dominio público.

Escaneo de temperatura con un termómetro sin contacto en Puerto Rico. Imagen de Guardia Nacional de Puerto Rico / Dominio público.

Y esto no es nuevo, sino que ya se sabía de anteriores epidemias de gripe o brotes del ébola o del coronavirus del SARS. Un estudio científico: «Confiar en la fiebre solo como medida de entrada es probablemente ineficaz». Otro: «El valor predictivo positivo del escaneo [de temperatura] es esencialmente cero». Otro: «El escaneo [de temperatura] en los aeropuertos fue ineficaz».

Una revisión de 114 estudios previos: «Las medidas de escaneo [de temperatura] de salida en los tres países más afectados por el ébola no identificaron ningún caso y mostraron cero sensibilidad y muy baja especificidad. Los porcentajes de casos confirmados identificados del total de pasajeros que pasaron a través de medidas de escaneo a la entrada en varios países durante el ébola y la pandemia de gripe H1N1 fueron cero o extremadamente bajos. Las medidas de escaneo de entrada para el Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS) no detectaron ningún caso confirmado en Australia, Canadá y Singapur».

Ya en tiempos de la covid, un estudio de modelización calcula que, de 100 pasajeros infectados por el coronavirus que tomaran un vuelo, 44 serían detectados en un control de salida, 9 en el control de entrada, y 46 pasarían sin ser detectados por ninguno de los controles. Según los autores, los controles de temperatura solo son eficaces «si la tasa de infecciones asintomáticas es inexistente, la sensibilidad del escaneo es casi perfecta y el periodo de incubación es corto». La revista Science citaba un caso extremo durante la actual pandemia de covid. Ocho ciudadanos chinos que trabajaban en un restaurante en Italia regresaron a su país. Los ocho pasaron sin problemas los controles de cámaras térmicas. Los ocho estaban infectados con el coronavirus.

Según la Unión Europea, los termómetros sin contacto producen entre un 1 y 20-25% de falsos positivos y falsos negativos; personas enfermas que pasarán el control sin problemas (para bajar la fiebre basta con tomar una pastilla, sin contar con que una gran parte de los infectados por el virus de la covid y que pueden contagiar a otros no tienen fiebre) o personas sanas a las que se les negará el acceso a un local o incluso a un avión. En cuanto a las cámaras térmicas, son un desecho, perdón, un dechado de virtudes: resumiendo la lista de sus 11 desventajas según la UE, miden solo la temperatura de la piel y no la interna del cuerpo, las condiciones ambientales afectan a su rendimiento, son imprecisas y tienen baja especificidad, y en realidad ninguna de ellas está aprobada para tal fin ni su uso ha sido evaluado a fondo para el propósito que se pretende.

Desinfectar la calle

También aquí nos lo pone fácil la OMS en su guía para la limpieza y la desinfección de espacios contra la covid: «Rociar o fumigar espacios al aire libre, como calles o mercados, no está recomendado para matar el virus de la COVID-19 o cualquier otro patógeno porque el desinfectante se inactiva por el polvo y los residuos y no es posible limpiar y eliminar la materia orgánica manualmente de tales lugares. Aún más, rociar superficies porosas, como aceras o caminos, sería aún menos eficaz. Incluso en ausencia de materia orgánica, es improbable que el rociado químico cubra todas las superficies durante el tiempo necesario para inactivar los patógenos. Aún más, las calles y las aceras no se consideran reservorios de la infección de la COVID-19. Adicionalmente, rociar desinfectantes, incluso en el exterior, puede ser dañino para la salud humana». Fin de la cita.

O dicho de forma más corta, noticia fresca: la calle es indesinfectable. Y además, es malo para la salud y para el medio ambiente.

Conclusión

Frente a todo lo anterior, más de un lector puede sentirse confuso y desorientado. Si la luz germicida es poco útil para estos casos, el ozono es dañino, los controles de temperatura son inútiles, y la desinfección de las calles es como intentar vaciar el mar con un cubo de playa, ¿por qué estamos viendo todas estas medidas en numerosos lugares y en distintos países?

En un artículo en The Conversation, los expertos en salud ambiental de la Universidad CQ de Australia Lisa Bricknell y Dale Trott se hacen esta misma pregunta, y aportan dos posibles respuestas: «Una es que las autoridades quieren crear un ambiente libre de [el virus de la] COVID-19, pero no están siguiendo la ciencia. Una razón más probable es que ayuda a la gente a sentirse segura porque ven a las autoridades haciendo algo». Y añaden: «Sospechamos que estas actividades se hacen más para que se vea que las autoridades hacen algo que por su capacidad de parar realmente la propagación de la COVID-19». Por cierto, Bricknell y Trott citan como ejemplo más extremo el rociado con lejía en una playa española, lo que al parecer se ha hecho en Zahara de los Atunes (Cádiz).

Como resumen de todo lo anterior, la seguridad la proporcionan la limpieza y desinfección en los lugares donde puede hacerse, en los espacios cerrados y con los productos y métodos avalados por la ciencia, que son los recomendados por la OMS en su guía. Y ¿cuáles son estos métodos y productos revolucionarios prescritos por la OMS? Atentos a las grandes novedades:

Para limpiar: agua y jabón.

Para desinfectar: lejía, alcohol o agua oxigenada.

Por increíble que parezca, esto es lo que funciona. Sin pamplinas. Como también funciona sobre todo esta recomendación de Bricknell y Trott: «Un régimen mucho más efectivo es recomendar una estricta higiene personal. Esto incluye el lavado de manos frecuente con agua y jabón y el uso de geles hidroalcohólicos cuando el lavado de manos no es posible».