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El monstruo del lago Ness es, posiblemente, esto

La pasada madrugada regresábamos a casa en coche cuando algo extraño cruzó la carretera ante nuestros faros. Eran más de las tres, vivimos en la punta norte del Parque Regional del Guadarrama Medio, y por allí estamos acostumbrados a convivir con jabalíes, zorros, musarañas, culebras de escalera, ratas, ratones y otras criaturas variadas. Pero lo que cruzó delante del coche parecía una enorme tarántula como las que se encuentran en América y en las regiones tropicales.

Dado que las arañas de ese aspecto en España, como la lobo o la negra del alcornocal, no llegan ni de lejos a semejante tamaño, concluí que habría sido alguna ilusión provocada por el sueño o por los numerosos botellines de Mahou que me pareció conveniente enviar a reciclar (no, no conducía yo). Claro que, si yo hubiera vivido hace unos cientos de años y tuviera como amigo a algún monje iluminador de manuscritos, podría haberle visitado para narrarle mi avistamiento de la araña monstruosa del Guadarrama y que la incluyera en su bestiario junto a las mantícoras y catoblepas.

Y así es como suelen nacer las leyendas. Alguien ve algo, lo interpreta a su modo, lo cuenta a otros, de alguna manera acaba difundiéndose, e inevitablemente otros acabarán viendo lo mismo; inevitablemente, porque estas presuntas confirmaciones independientes ocurren incluso cuando lo avistado originalmente no es tal. Un caso especialmente llamativo es el de los platillos volantes: como he contado anteriormente aquí y en otros medios, el protagonista del primer avistamiento divulgado por la prensa en 1947 no dijo haber visto platillos volantes, sino objetos con forma de media luna que se movían en el aire como platillos saltando sobre el agua. El periodista lo entendió mal y publicó que aquel hombre había visto platillos volantes, y desde entonces empezaron a surgir infinidad de avistamientos de platillos volantes.

Así es también como surgió la leyenda del monstruo del lago Ness: un relato medieval de veracidad muy dudosa, presuntos avistamientos en siglos posteriores, y la imaginación popular acaba dando forma a una leyenda que se convierte en un fenómeno sociológico. Como conté recientemente en otro medio, la popularización de los hallazgos de fósiles en el siglo XIX hizo que los monstruos con forma de serpiente presentes en los relatos antiguos y medievales comenzaran a transformarse en animales parecidos a los plesiosaurios. Luego, con el tiempo, alguien decide fabricar pruebas fotográficas falsas, ya sea con ánimo de lucro o notoriedad, o como simple broma. Y entonces ya poco importan los desmentidos: una vez que hemos decidido lo que queremos creer, ni la propia confesión de labios del falsificador servirá para apearnos del burro.

Y pese a todo, estos no son fenómenos a los cuales la ciencia deba permanecer ajena. Más bien al contrario, uno de los poderes de la ciencia es resolver los misterios, y el estudio de leyendas como la de Nessie puede revelarnos mucho; no solo sobre nosotros mismos y nuestros mecanismos mentales, sino también sobre el mundo que nos rodea. Es altamente improbable que exista un animal prehistórico en el lago Ness, pero si la gente dice haber visto algo, ¿cuáles son los fenómenos reales que se han interpretado como avistamientos del monstruo?

Un equipo internacional de investigadores, dirigido por la Universidad de Otago en Nueva Zelanda, ha analizado las aguas del lago Ness en busca de la huella de ADN de las criaturas allí presentes. Las técnicas actuales permiten hacer un tipo de análisis llamado metabarcoding de ADN ambiental (eDNA), consistente en leer todo el revoltillo de ADN presente en una muestra heterogénea tomada de la naturaleza y buscar ciertas etiquetas genéticas que identifican a las especies presentes, actuando como una especie de códigos de barras.

Según publican los investigadores en la web de su proyecto (los resultados aún no se han publicado formalmente), entre los 500 millones de secuencias de ADN pescadas en el loch ha aparecido de todo, desde bacterias hasta humanos, pasando por varios tipos de mamíferos terrestres, domésticos y salvajes. Los científicos han identificado 19 especies de mamíferos, 22 aves, tres anfibios y 11 peces. La mayoría son animales cuya presencia en el lago ya era conocida.

¿Y qué hay de Nessie? Según escriben los investigadores, “una de las teorías más populares es que podría existir en el lago Ness un reptil del Jurásico o una población de reptiles del Jurásico, como los plesiosaurios”. “Desafortunadamente, no podemos encontrar ninguna prueba de una criatura ni remotamente parecida a eso en los datos de secuencias de nuestro ADN ambiental. Así que, basándonos en nuestros datos, no creemos que la idea del plesiosaurio se sostenga”, añaden.

Asimismo, los investigadores tampoco han encontrado ADN de otras especies que algunas hipótesis han asociado a los avistamientos, como tiburones, esturiones o siluros. Y sin embargo, otra criatura aparece de forma dominante y repetida en las muestras: “Hemos encontrado una gran cantidad de ADN de anguila. Las anguilas son muy abundantes en el lago Ness, y hemos encontrado su ADN en prácticamente todas las ubicaciones estudiadas; hay montones de ellas”, escriben.

Imagen de SuperNatural History.

Imagen de SuperNatural History.

Estos datos han llevado a los investigadores a rescatar una vieja hipótesis casi olvidada. La idea de que Nessie podría ser en realidad una anguila ya se había propuesto en los años 30, cuando la historia del monstruo comenzó a causar furor, pero se abandonó cuando se impuso la imagen del plesiosaurio que ha perdurado en la imaginación hasta nuestros días. Los científicos del proyecto, bajo la dirección del biólogo Neil Gemmell, creen que la anguila podría ser la respuesta: “La teoría restante que no podemos refutar basándonos en el ADN ambiental obtenido es que lo que la gente está viendo es una anguila muy grande”.

Naturalmente, el análisis de ADN no permite determinar el tamaño de los animales detectados, pero los investigadores mencionan que existen informes de grandes anguilas observadas en el lago. La anguila europea raramente crece más de un metro, aunque los científicos no descartan que en el lago pudiera haberse desarrollado una comunidad de ejemplares de gran tamaño.

Una anguila europea (Anguilla anguilla). Imagen de Lex 1 / Wikipedia.

Una anguila europea (Anguilla anguilla). Imagen de Lex 1 / Wikipedia.

Por supuesto, los resultados no pueden zanjar por completo la leyenda del monstruo, ni lo harán. Los propios investigadores reconocen que un monstruo totalmente desconocido hasta ahora pasaría inadvertido en el metabarcoding si su ADN no se ha catalogado previamente. “Sin embargo, tenemos una teoría más para testar, la de la anguila gigante, y puede merecer la pena explorarla con más detalle”, concluyen.

Y el animal más largo del océano es… (pista: ni ballena ni calamar)

Mi hijo RJ viene del colegio con el encargo de buscar una leyenda para llevar a clase. Entre los dos elegimos la del Kraken. Los animales míticos y fantásticos siempre tienen un gancho irresistible para un biólogo, desde los bestiarios medievales que mezclaban observación y ficción hasta el reino de la criptozoología con sus monstruos ocultos. Desde el punto de vista científico, imagino que la posibilidad de la existencia de criaturas imposibles sazona la realidad con un poco de picante, haciendo la naturaleza un poco menos previsible y burocrática. Supongo que es un caso parecido al de Stephen Hawking cuando confiaba en que el bosón de Higgs jamás fuera encontrado; cuando la realidad contradice las predicciones, el problema adquiere un cariz más interesante, ya que obliga a regresar a la pizarra y rehacer los esquemas.

En biología se ha producido alguno de estos casos, como el descubrimiento del celacanto en 1938, un pez que se creía extinguido desde el Mesozoico. Sin embargo, todos los intentos de demostrar la existencia del monstruo del lago Ness o del yeti han fracasado; una pena, ya que la prueba de tales criaturas revolucionaría muchas de las cosas que ahora creemos saber sobre evolución y ecología de poblaciones, y la ciencia necesita revoluciones de cuando en cuando.

En el caso del yeti, recientemente nos hemos llevado la última decepción. En 2014, un equipo dirigido por el científico de la Universidad de Oxford (Reino Unido) Bryan Sykes determinó que el material genético de unos pelos atribuidos al yeti era similar al de un oso polar del Paleolítico que vivió en el archipiélago ártico de Svalbard. El estudio, publicado en la revista Proceedings of the Royal Society B, proponía la apasionante hipótesis de que el yeti era en realidad una nueva especie de oso, un híbrido del polar o una variedad coloreada de este. La posibilidad de que en el Himalaya se ocultara un tipo de oso desconocido de origen ártico era un bombón biológico. Pero el yeti se nos ha vuelto a escapar: el próximo febrero, la misma revista publicará una réplica de otros dos investigadores –uno de ellos también de la Universidad de Oxford– que refuta las conclusiones de Sykes y sus colaboradores, proponiendo que en realidad las muestras corresponden simplemente a un oso pardo del Himalaya, una subespecie rara pero conocida. Y que, por cierto, se ha asociado tradicionalmente al mito del yeti.

En el caso del Kraken, cuyo origen más probable es el avistamiento de calamares gigantes por los marinos, a la aureola terrorífica y misteriosa del monstruo se unen sus referencias culturales, ideales para el territorio de las Ciencias Mixtas que me gusta abordar aquí: Alfred Tennyson le dedicó un poema, Poe lo mencionó en su Manuscrito hallado en una botella, y Verne lo consagró en sus 20.000 leguas de viaje submarino. Todo ello sin olvidar que Aviador Dro le dedicó un tema en su mítico Alas sobre el mundo, ni que el monstruo hace una aparición estelar en la saga cinematográfica Piratas del Caribe, lo que resulta ideal para un trabajo escolar.

El Kraken ataca la 'Perla Negra' en 'Piratas del Caribe: El cofre del hombre muerto'. Imagen de Walt Disney Pictures.

El Kraken ataca la ‘Perla Negra’ en ‘Piratas del Caribe: El cofre del hombre muerto’. Imagen de Walt Disney Pictures.

Todo lo anterior, en el fondo, no es más que una digresión de lo que vengo a comentar hoy. Un nuevo estudio publicado ayer en la revista online PeerJ ha comparado los tamaños de las 25 mayores bestias oceánicas, identificando los ejemplares más grandes avistados para cada una de las especies y analizando sus variaciones de talla. Los investigadores dirigidos por el biólogo marino y bloguero de la Universidad de Duke Craig McClain repasan las especies más grandes de cada grupo animal, como la esponja gigante de barril (Xestospongia muta), un porífero caribeño que alcanza los 2,5 metros de diámetro en su base; el isópodo gigante (Bathynomus giganteus), un crustáceo con el aspecto de un bicho bola alienígena de medio metro; el cangrejo gigante japonés (Macrocheira kaempferi), con sus casi cuatro metros de extremo a extremo de las patas; o la almeja gigante (Tridacna gigas), cuyas valvas sobrepasan holgadamente el metro de diámetro. En el palmarés no puede faltar el depredador más temido de los mares, el tiburón blanco (Carcharodon carcharias) con sus siete metros, y uno de cuyos mayores ejemplares conocidos fue capturado en 1969 cerca de la costa de Mallorca.

Gráfico comparativo de las mayores especies marinas de cada grupo. Imagen de McClain et al, PeerJ (2015).

Gráfico comparativo de las mayores especies marinas de cada grupo. Imagen de McClain et al, PeerJ (2015). Versión original aquí.

Por supuesto, el estudio incluye los parientes reales del Kraken: el pulpo gigante del Pacífico (Enteroctopus dofleini), cuyo ejemplar récord alcanzó los 9,8 metros, y el famoso calamar gigante (Architeuthis dux), con una marca histórica de 17,37 metros de longitud, que en el caso de ejemplares verificados científicamente se reduce a unos considerables 12 metros. Por encima de este gigantesco cefalópodo están los colosos de los mares: el tiburón peregrino (Cetorhinus maximus), con 12,27 metros, el tiburón ballena (Rhincodon typus), el mayor de los peces con 18,8 metros, y los dos mayores mamíferos: el cachalote (Physeter macrocephalus), con 24 metros, y el ganador del mayor número de óscars, al mayor misticeto (cetáceos con barbas), mayor cetáceo, mayor mamífero y mayor animal que ha existido jamás en la Tierra, la ballena azul (o rorcual azul, Balaenoptera musculus), con 33 metros y más de 190 toneladas de peso.

Una medusa melena de león (Cyanea capillata) capturando un ctenóforo (Pleurobrachia pileus). Imagen de USGS / Wikipedia.

Una medusa melena de león (Cyanea capillata) capturando un ctenóforo (Pleurobrachia pileus). Imagen de USGS / Wikipedia.

Sin embargo, ninguno de estos llega al récord de longitud de todos los océanos, que no pertenece a una ballena o un calamar gigante, sino a una medusa: Cyanea capillata, la medusa melena de león gigante. Los autores citan un documento histórico de 1865 que recoge un ejemplar de 2,3 metros de diámetro cuyos tentáculos alcanzaban los 36,6 metros. Según los autores, no existen otras mediciones documentadas de estos cnidarios, que viven en aguas frías y profundas del hemisferio norte, con posibles parientes en las latitudes antárticas.

Como otros monstruos marinos, la medusa cuyos tentáculos semejan la melena de un león también ha inspirado la imaginación humana. En 1926, Arthur Conan Doyle publicó un relato titulado La melena del león en el que su inmortal Sherlock Holmes resolvía un caso de asesinato que finalmente no era tal, sino una muerte accidental causada por la picadura de una de estas medusas. No es necesario ser biólogo para sentir esa fascinación por las criaturas fantásticas. Y aunque la ciencia nos las reviente, seguiremos imaginándolas. En el estudio, los autores citan las palabras de John Steinbeck en su libro Por el mar de Cortez: «Hay alguna cualidad en el hombre que le hace poblar el océano con monstruos, y uno se pregunta si están ahí o no. En un sentido están, ya que continuamos viéndolos… Los hombres realmente necesitan monstruos marinos en sus océanos personales».

…Y el Bigfoot, de momento, sigue sin existir

Teniendo en cuenta la escasa propensión actual del cine comercial a salirse de los raíles de la secuela, la precuela o el remake, siempre es de agradecer que las producciones de género, esas de palomitas y respingo en la butaca, aborden nuevos temas, aunque sean más viejos que el propio cine. Y más en el caso que vengo a contar hoy, ya que hasta ahora pocas películas de terror (que yo recuerde) se habían acercado al mito del Bigfoot o Sasquatch, la versión norteamericana del Yeti. Ignoro si Willow Creek (2013), estrenada el pasado 6 de junio en EE. UU., llegará a España, o siquiera si llegará a subtitularse o doblarse en castellano. Y es cierto que la fórmula narrativa elegida, la del metraje encontrado, ya ha pasado el cénit de gloria que experimentó en años pasados, y que el tráiler de esta película recuerda demasiado a El proyecto de la bruja de Blair, la cinta que puso de moda el subgénero. Pero dado que, como mínimo, esta producción independiente ha recibido críticas que tienden a lo favorable, cabe pensar que al menos sus artífices han logrado espeluznar al público tomando como premisa el ataque de un fiero Chewbacca de peluche, lo cual tiene suficiente mérito como para que tal vez la película merezca un vistazo.

Como en el caso de Nessie, del que hablé aquí ayer, el de Bigfoot es uno de esos mitos que nunca morirán, no importa cuántas veces las presuntas pruebas de su existencia sean sucesivamente desacreditadas. No importa que algún presunto cadáver de Bigfoot fuera, en realidad, un disfraz de gorila congelado. La más famosa de las criaturas legendarias de Norteamérica no solo vuelve a la vida en esta reciente producción cinematográfica, sino que también ha protagonizado un reciente y descacharrante episodio de pseudociencia con pretensiones de perder el prefijo. Y una vez más, sin cansarme de ello, debo insistir en que la obligación de la ciencia no es desmarcarse de estos asuntos ni llamar crédulos idiotas a sus devotos, sino proporcionar el juicio justo al que toda proclama extraordinaria tiene derecho. Esto es lo que diferencia el pensamiento científico del dogma popular, sea a favor o en contra de estos fenómenos. Y el caso que explico aquí es un brillante ejemplo de ello.

Todo arrancó el 24 de noviembre de 2012, cuando una empresa con sede en Texas (EE. UU.) llamada DNA Diagnostics (cuya web, actualmente congelada como el disfraz de gorila, conoció mejores tiempos) anunció al mundo que había logrado secuenciar el genoma completo del Bigfoot. «Un equipo de científicos puede verificar que su estudio de ADN de cinco años, actualmente sometido a revisión por pares, confirma la existencia de una nueva especie de hominino híbrido, comúnmente llamado Bigfoot o Sasquatch, que vive en Norteamérica», afirmaba el comunicado de prensa. «La extensiva secuenciación de ADN realizada por los investigadores sugiere que el legendario Sasquatch es un pariente humano que surgió hace aproximadamente 15.000 años como un cruce híbrido del Homo sapiens moderno con una desconocida especie de primate», proseguía.

Bien. Como acabo de mencionar arriba, semejante afirmación no es simplemente algo para ignorar, sino que para científicos y adláteres es una golosina a la que hincar el diente, incluso aunque sea para escupirla a continuación. El equipo de DNA Diagnostics, dirigido por una forense llamada Melba Ketchum, se negó en aquel momento a facilitar el estudio, algo que por otra parte es obligado si un trabajo se encuentra en proceso de revisión por pares. Así, todos nos mantuvimos dudosamente esperando a que el estudio superara con éxito esa etapa y emergiera a través de alguna publicación científica acreditada. Y entonces llegó. Pero no de la manera como esperábamos (o realmente, sí).

Cuando el estudio por fin se publicó, lo hizo en algo llamado DeNovo Scientific Journal, una autodenominada «revista científica multidisciplinar que ofrece múltiples plataformas de publicación» y de la que nadie tenía conocimiento previo. Se trataba, al parecer, de una nueva revista online que se inauguraba el 13 de febrero de 2013 con un único estudio, el del Bigfoot (y con una web de apariencia claramente amateur). De entrada, se podía apreciar que el trabajo era real, o al menos lo parecía. En el abstract (resumen) públicamente accesible, los investigadores explicaban que habían reunido 111 muestras de sangre, tejido, pelo y otras fuentes de la presunta especie, de las cuales algunas fueron sometidas a varios procedimientos de lectura de ADN, incluyendo secuenciación del genoma nuclear completo (el que se encuentra en los cromosomas del núcleo de la célula) y del mitocondrial (una cadena circular de ADN situada en unos compartimentos de las células llamados mitocondrias y que se transmite exclusivamente por línea materna). Los investigadores obtuvieron 16 haplotipos distintos (grupos de parentesco) de ADN mitocondrial claramente humano, además de secuencias nucleares que apuntaban a un mosaico entre Homo sapiens y alguna otra cosa desconocida. Los autores concluían que el Sasquatch es un híbrido entre hembras humanas y otra especie de hominino no identificado. En otras palabras: no solo postulaban la existencia del Bigfoot, sino de un ancestro del Bigfoot.

Pero lo más interesante del affaire Ketchum no es el análisis de los resultados científicos. A este respecto, y desde su publicación, el estudio ha sido revisados por numerosos expertos que coinciden en una misma conclusión: cualquier análisis ciego de los datos genómicos presentados debería concluir que corresponden simplemente a un desastroso y caótico pastiche de muestras de varias especies, algunas identificables y otras no tanto, mezcladas por contaminación y sin ningún sentido evolutivo ni encaje en ningún árbol de parentesco. Esta, y no las que voy a comentar seguidamente, debería ser la única razón para que el estudio fuera rechazado por un número indeterminado de revistas científicas establecidas antes de que Ketchum decidiera autopublicarse.

Y sin embargo, son probablemente esas otras razones las que afectan en mayor grado a la credibilidad del trabajo y a la de su autora principal. No es estrictamente el hecho de que Ketchum sea una veterinaria y genetista forense sin cualificaciones científicas reconocidas; ni que el estudio se haya llevado a cabo sin el apoyo de instituciones o firmas autorizadas (pero sí con el de conocidos bigfootólogos); ni que la directora del estudio haya jugado al mismo tiempo al alarde y a la ocultación, promoviendo todo un circo mediático a la vez que dificultaba el acceso a sus datos; ni que Ketchum afirme haber avistado personalmente las criaturas objeto de su trabajo; ni que se haya comparado a sí misma con Galileo (un equivalente científico de lo que en la calle viene a ser creerse Napoleón Bonaparte); ni que ciertas opiniones le atribuyan una sospechosa intención de lucrarse a costa de su circo. No es ninguno de estos motivos por separado, aunque sí todos en conjunto.

Pero repito, todo eso no es lo más interesante, sino el hecho, y es la lección más importante del caso, de que el asunto Ketchum es un ejemplo modélico de mala ciencia. El método científico no es un ritual arbitrario como las instrucciones para bailar la samba, sino un edificio metodológico esencial para garantizar que toda conclusión científica es objetivable, verificable y rebatible. Cuando un científico evalúa la hipótesis de que ha descubierto una nueva especie no extinguida, parte de la premisa de un espécimen tipo, extrae muestras de él en condiciones controladas y reproducibles, las secuencia, las compara con genomas ya conocidos y, en su caso, asigna una nueva denominación que encaja en la taxonomía previamente avalada por otros miles de estudios. Alternativamente, una muestra de procedencia desconocida puede servir para intentar identificar su parentesco, por ejemplo cuando se trata de una especie probablemente extinta; pero incluso cuando las pruebas son firmes, coherentes y no contradicen paradigmas vigentes, el recorrido hasta la catalogación como nueva especie es largo y arduo. Un ejemplo de esto último es el hominino de Denisova, aún sin nombre formal.

Frente a todo esto, Ketchum y su equipo han procedido quedándose con la parte mollar que les interesa y apartando el resto: parten de la premisa (no hipótesis) de que el Bigfoot existe, para justificar que las muestras recogidas de procedencias variopintas y desconocidas pertenecen evidentemente a esta especie; así, aunque las secuencias obtenidas inviten a concluir otra cosa, se construye un puzle imposible que corresponde al genoma de esa especie. Ergo, dado que la secuencia genómica procede de muestras de Bigfoot, se prueba que el Bigfoot existe, como queríamos demostrar. Desde el punto de vista lógico, el estudio de Ketchum es una tautología, un argumento circular: el Bigfoot existe, luego el Bigfoot existe. Del mismo modo, los investigadores podrían haber probado la existencia de los centauros, con solo recoger y secuenciar muestras de ADN de unas caballerizas. La ciencia no funciona así y, pese al victimismo que exhibe la veterinaria, un estudio con semejante construcción lógica nunca será aceptado por la comunidad científica, con independencia de la calidad de los datos genómicos.

El asunto aún no ha concluido, y es de esperar que en los próximos meses sigamos oyendo hablar de Ketchum y de sus Bigfoot. Si alguien está interesado en seguir el hilo de la historia, tiene una cobertura completa (en inglés) en las actualizaciones publicadas periódicamente por la escritora de ciencia Sharon Hill en su web Doubtful News; no solo del asunto Ketchum, sino de otros casos, porque el de la tejana no es el único proyecto vivo sobre el Sasquatch. Como tampoco Willow Creek es la única producción actual que aborda el tema: Tom Biscardi, el bigfootólogo que compró el cadáver congelado de la criatura para descubrir que había adquirido el disfraz de gorila más caro de la historia, ha emprendido su propio proyecto cinematográfico, Pursuit («Persecución»), un falso documental que… adivinen y pásmense: utiliza la fórmula del metraje encontrado. En su web, Biscardi advierte: «En el estilo de El proyecto de la bruja de Blair«. Temblad, humanos. Temblad, Bigfoots.

El monstruo del lago Ness no existe… otra vez

No me avergüenza confesarlo: me encantaría que alguien aportara pruebas demoledoras de la existencia de algún ser vivo que pulverizara los dogmas, ya fuera vida extraterrestre (hombrecitos verdes) o intraterrestre (eso que suele llamarse criptozoología). Ignoro si la que más se hincha aquí es la vena fantasiosa del escritor o la del biólogo a quien le gustaría asistir a un descubrimiento de esos que los británicos llaman game-changers, que obligan a borrar la pizarra y a replantear todo lo que creíamos saber sobre la evolución de las especies y los límites de la biología. Tanto quienes se dedican a la ciencia como quienes escribimos sobre ella estamos naturalmente comprometidos con un escepticismo necesario para mantener gruesa y bien pintada la línea que separa la ciencia de la pseudociencia; pero nadie que se precie de tener ojos en la cara negaría la evidencia si le presentaran ante los mismos un pterodáctilo vivo, como hacía el profesor Challenger en la novela de Arthur Conan Doyle El mundo perdido.

Dibujos de Nessie realizados por Peter Scott basándose en la presunta imagen de una aleta del monstruo (ver más abajo). Peter Scott vía NHM.

Dibujos de Nessie realizados por Peter Scott basándose en la presunta imagen de una aleta del monstruo (ver más abajo). Peter Scott vía NHM.

Sin embargo, hasta ahora algo semejante no ha ocurrido, y eso a pesar de que ha estado muy cerca. Un ejemplo conocido sucedió hace casi cuarenta años con la entrada del monstruo del lago Ness en los anales científicos por la puerta grande, la de la revista británica Nature. En 1975, el inventor y abogado estadounidense Robert Rines y el naturalista inglés Sir Peter Scott, hijo del explorador antártico Robert Falcon Scott, consiguieron colocar en la publicación científica más exclusiva y prestigiosa del mundo (siempre en rivalidad con Science) un artículo que otorgaba a Nessie la categoría de criatura real con nombre y apellido científicos: Nessiteras rhombopteryx, que en griego viene a significar algo así como “la maravilla de Ness con aletas romboidales”.

Y aun así, es evidente que desde entonces ninguno de los negocios de la región del lago ha llegado a ofrecer paseos en barco para dar de comer al monstruo, y que ninguno de los ejemplares de esta especie se ha exhibido jamás ante el público, vivo o muerto. Y cualquiera que conozca la zona sabe que sus habitantes son especialistas en explotar casi lo inexplotable en relación a Nessie. Siendo así, ¿cómo fue que un animal que nunca ha dejado de ser ficticio consiguió abrirse un hueco en una revista en la que, como puede atestiguar cualquier investigador, publicar un resultado científico legítimo es un logro casi inalcanzable para muchos? ¿Y cómo lo hizo rompiendo la norma de que toda nueva especie descrita en la literatura científica debe acompañarse con un espécimen tipo que esté a disposición de los investigadores?

La historia del artículo que se publicó en diciembre de 1975 bajo el título Naming the loch Ness monster (“Nombrando al monstruo del lago Ness”) se remonta a tres años antes, cuando Rines se encontraba de luna de miel en Escocia con su segunda mujer. Ambos visitaban a unos amigos en su propiedad con vistas al lago Ness, famoso desde antiguo por su gran profundidad y sus aguas oscuras y turbias, cuando observaron algo que se elevó sobre la superficie y que describieron como el lomo de un animal con una piel parecida a la del elefante. «No me importa lo que piense nadie; tienes que investigar qué era eso», fue lo que al parecer dijo a Rines su nueva esposa, y el norteamericano hizo de ello la misión de su vida a partir de entonces.

Para lograr sus fines, Rines se alió con Scott, un reconocido ornitólogo, pintor, naturalista y aventurero que años antes había fundado una institución dedicada a la búsqueda de Nessie. Juntos emprendieron un proyecto cuyos resultados fueron unas fotografías subacuáticas que parecían mostrar la aleta romboidal de un animal en movimiento. Los dos investigadores escribieron su artículo y lo enviaron a una revista cuyo editor más histórico y carismático, John Maddox, había hecho notar en alguna ocasión que Nature podría publicar un artículo sobre el monstruo del lago Ness sin perder su autoridad. Aunque Maddox no era el editor en 1975, probablemente la huella de su estilo y la influencia de Scott, una conocida figura del conservacionismo británico, fueron esenciales para que la revista admitiera la publicación de un artículo en el que se catalogaba a Nessie como especie, amparándose en la presunción de que, en caso de existir, podía sufrir un riesgo crítico de extinción. «[Los autores] apuntan que la reciente legislación británica provee que se otorgue protección a las especies amenazadas; para recibir protección, sin embargo, un animal debería recibir primero un nombre científico formal. Es mejor, argumentan, prevenir que curar; un nombre para una especie cuya existencia es aún materia de controversia entre muchos científicos es preferible a ninguno si debe asegurarse su protección», escribían los autores en Nature.

Imágenes tomadas por Rines en el lago Ness. Abajo, la foto original que muestra el fondo del lago. Arriba, imagen retocada que parece revelar una aleta. 1972 Academy of Applied Science / Loch Ness Investigation Bureau.

Imágenes tomadas por Rines en el lago Ness. Abajo, la foto original que muestra el fondo del lago. Arriba, imagen retocada que parece revelar una aleta. 1972 Academy of Applied Science / Loch Ness Investigation Bureau.

La publicación del artículo fue tan sonada que incluso llegó a motivar una presentación en el Parlamento británico. Pero una vez se fueron apagando los ecos de aquella pequeña revolución, Nessie acabó saliendo del ámbito científico tan fácilmente como había entrado. Nunca hubo más pruebas. Poco después, un político escocés descubrió que el nombre científico del presunto animal era un anagrama de la frase «Monster hoax by Sir Peter S«, o “broma del monstruo de Sir Peter S”, una afirmación a la que Rines contraatacó con otro anagrama: «Yes, both pix are monsters, R«, o “sí, ambas imágenes son monstruos, R”. Posteriormente se demostró que las fotografías tomadas por la expedición de Rines y Scott habían sido retocadas hasta revelar algo que en las imágenes originales era prácticamente indistinguible y que correspondía simplemente al lecho del lago. Pero con todo ello, algunas opiniones sugieren que ambos investigadores estuvieron demasiado convencidos de la existencia del monstruo e implicados en su búsqueda como para haber organizado un montaje burlesco tan fácil de destapar: el anagrama era, probablemente, una curiosa coincidencia. Por su parte, Rines falleció en 2009 convencido de que la criatura era real, pero que se había extinguido con posterioridad a sus primeras investigaciones.

Después de aquel frustrado acontecimiento científico, no ha aparecido ninguna nueva prueba irrebatible apoyando la existencia del monstruo, aunque el goteo no ha cesado, incluyendo un pretendido fósil. En 2003, una exhaustiva búsqueda auspiciada por la BBC que rastreó cada gota de agua del lago no encontró signos de ningún animal de gran tamaño, en lo que para la mayoría fue la refutación definitiva del mito de Nessie. Y sin embargo, la leyenda continúa resurgiendo periódicamente de sus aguas. La última vez hasta la fecha, el pasado abril, cuando los medios británicos publicaron unas fotografías rescatadas de la aplicación Apple Maps por un usuario y que mostraban lo que sin duda aparentaba la forma de un animal desconocido nadando bajo la superficie del lago Ness:

Presunta imagen de Nessie nadando bajo la superficie del lago Ness. Fotos de Apple Maps.

Presunta imagen de Nessie nadando bajo la superficie del lago Ness. Fotos de Apple Maps.

No es la primera vez que las imágenes de satélite de las aplicaciones de mapas descubren bombazos científicos, como sucedió en su día con la presunta imagen de la Atlántida sumergida en Google Maps. En aquel caso como en este, la explicación es la misma: las imágenes son mosaicos de fotografías que solapan, por lo que en algunos casos pueden observarse líneas de sutura (como en el caso de la falsa Atlántida) u objetos fantasmales que se desvanecen… como el barco que imprimió la estela de la foto de Apple Maps, según revela este análisis elaborado por Mick West, editor de la web metabunk.org dedicada a desacreditar las afirmaciones pseudocientíficas:

Comparación de la presunta imagen de Nessie con la estela de un barco. Debunk.org.

Comparación de la presunta imagen de Nessie con la estela de un barco. Debunk.org.

Imagen del presunto avistamiento de Nessie en Apple Maps, retocada (a la derecha) para mostrar el barco que causó la estela. Debunk.org.

Imagen del presunto avistamiento de Nessie en Apple Maps, retocada (a la derecha) para mostrar el barco que causó la estela. Debunk.org.

Un último dato curioso: la casa de apuestas William Hill mantiene un acuerdo con el Museo de Historia Natural de Londres por el que esta institución es la encargada de verificar cualquier prueba de la existencia del monstruo que pretenda zanjar la apuesta abierta al respecto. Con motivo del último avistamiento en Apple Maps, el corredor de William Hill, Rupert Adam, manifestó: «Es la mejor prueba que hemos visto en un par de años. Ahora hemos pasado desde 250 a 1 hasta 100 a 1 a que se encontrará a Nessie (confirmado por el museo) antes del fin de 2014. Nos podría costar una suma de seis cifras, y esperemos que Nessie no aparezca para arruinarnos la Navidad». Así que ya saben: con una modesta apuesta pueden multiplicar su inversión por cien. Pero no confíen en ello.