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Ideas muy extendidas sobre el coronavirus, pero incorrectas (3): el botellón

Quien piense que las medidas adoptadas por las autoridades contra la pandemia son intrínsecamente contradictorias, tiene motivos sobrados para pensarlo:

  • Se prohíben las reuniones de más de seis personas no convivientes, pero en la práctica esto solo se aplica al ocio: en los transportes, las aulas y los centros de trabajo apenas hay límites en la práctica, y en todos estos casos existen contactos prolongados y estrechos con riesgo de transmisión.
  • Se obliga a llevar mascarilla en todo momento y lugar, incluso paseando al perro de noche en una calle solitaria, y se prohíbe fumar en las terrazas, pero se permite que los clientes se quiten la mascarilla para consumir en locales interiores cerrados.
  • Se prohíbe la presencia de público en espectáculos deportivos al aire libre, pero se abren cines y teatros.
  • Se persigue el botellón, pero no solo se abren los locales nocturnos hasta cierta hora, sino que además se les permite incluso servir comidas.
  • Se prohíbe caminar solo al aire libre por la noche, pero se permite que en ese mismo horario duerman (o lo que sea) en la misma habitación seis personas no convivientes. Que tal vez vivan todas en domicilios distintos, mientras que una familia de seis está condenada a no reunirse jamás con nadie (en Alemania, por ejemplo, la restricción se hace por unidades familiares).
  • En los colegios tienen a los niños enterrados en gel hidroalcohólico, siguiendo la normativa. Mi hijo pequeño vuelve a casa con las manos perfectamente hidroalcoholizadas, pero negras como el guardapolvos de un carbonero, porque nadie le ha dicho que lo primero y fundamental es lavarse las manos a conciencia con agua y jabón.

No faltan razones para pensar en el pollo corriendo sin cabeza. Debemos tener claro que no hay experiencia previa de una situación como la actual con la ciencia de hoy, y que por lo tanto muchas de las medidas adoptadas no dejan de ser tiros a ciegas, experimentos sin una validación basada en una experiencia científicamente documentada.

Pero hay algo que deberíamos entender. Desde que comenzó la pandemia hay suficiente recorrido como para que se hayan publicado ya infinidad de estudios epidemiológicos que analizan el impacto de las diversas medidas en la propagación del virus, tanto con modelos predictivos como con datos retrospectivos del mundo real. Y aunque pueda haber diferencias en los resultados, si del conjunto de los estudios puede extraerse una conclusión general, es esta: cualquier restricción es más beneficiosa que ninguna restricción.

Por ejemplo, y por citar un caso reciente, véase este estudio publicado el mes pasado en The Lancet por la Usher Network for COVID-19 Evidence Reviews (UNCOVER) de la Universidad de Edimburgo, que estudia el efecto en la pandemia de las medidas adoptadas en 131 países y su levantamiento posterior.

Por lo tanto, sorprende que a algunos les sorprenda el hecho de que ciertas medidas suaves y parciales de restricción de la movilidad, como las adoptadas en Madrid, estén influyendo positivamente en la evolución de la epidemia; lo sorprendente, lo que iría en contra de los estudios, sería precisamente lo contrario, que no tuvieran ningún impacto beneficioso (hay consideraciones importantes respecto a la influencia de las estrategias de testado en las cifras, pero ahora es mejor no desviarnos). Es absurdo tratar de negar que las medidas de Madrid a la fuerza tienen que reducir la carga de contagios.

Ahora bien, es muy importante subrayar el poderoso motivo por el cual en otros lugares no se han tomado medidas similares. También The Lancet ha publicado el Memorándum John Snow, una declaración firmada por más de 6.900 investigadores y profesionales de la salud de todo el mundo, y que recoge el consenso científico actual sobre la COVID-19. Y uno de dichos consensos es este:

El aislamiento prolongado de grandes porciones de la población es prácticamente imposible y altamente contrario a la ética. La evidencia empírica de muchos países muestra que no es viable restringir brotes incontrolados a secciones particulares de la sociedad. Esta estrategia además incurre en el riesgo de exacerbar aún más las desigualdades socioeconómicas y la discriminación estructural que la pandemia ya ha dejado de manifiesto. Los esfuerzos especiales para proteger a los más vulnerables son esenciales, pero deben ir de la mano de estrategias en varios frentes a nivel de toda la población.

Dicho de otro modo: los casi 7.000 expertos firmantes no apoyan las medidas discriminatorias (que aquí se disfrazan bajo el eufemismo de «quirúrgicas»). Por lo tanto, es de suponer que quienes asesoran técnicamente las decisiones políticas adoptadas en la Comunidad de Madrid no son firmantes del Memorándum John  Snow.

Pero sobre todo, hay algo que tampoco puede ocultarse, y es que, sin menoscabar lo conseguido con estas medidas, debemos subrayar lo que se está dejando de conseguir por no imponer medidas más estrictas. Cualquier triunfalismo es insultante y engañoso: no podemos conformarnos con reducir el número de muertes.

Y si hay otra cosa que se desprende de los estudios, es que hay una correlación general (lo cual no implica necesariamente causalidad, pero es lo único que tenemos para agarrarnos) entre la dureza de las medidas y la evolución de los contagios. Y que lo que mejor funciona es, por mucho que cueste aceptarlo, lo que se hizo en primavera. Ha quedado claro que ahora las autoridades no quieren repetir aquello. Pero no se puede engañar a la población pretendiendo que cualquiera de esas pequeñas medidas parciales va a lograr el mismo nivel de éxito que un confinamiento drástico y total. No hay ningún estudio científico que diga esto.

Sí, pero hay que salvar la economía, se dice, y de ahí las medidas parciales. Pero debemos tener claro esto: quienes aconsejan son los científicos, y quienes deciden son los políticos. Salvar la economía es tarea de los políticos. No pueden pretender que los científicos, cuyo objetivo es salvar vidas, aconsejen otras medidas que no sean aquellas que más vidas salvan. Ningún médico recomendará a un paciente que fume un poco, siempre que no sea demasiado. Ningún científico experto real, basándose en la ciencia actual (y no en opiniones personales o en consideraciones políticas que no forman parte de su competencia), puede recomendar otra cosa que no sea un confinamiento total.

Y en cuanto a salvar la economía, obviamente no voy a entrar aquí en cuestiones de las que reconozco mi ignorancia absoluta. Pero para ello confío en el criterio de nuestros compañeros, científicos sociales, economistas investigadores y académicos. Y lo que muchos de ellos están diciendo es que lo mejor para salvar la economía no es ir capeando más o menos este temporal con una agonía prolongada durante años, sino librarnos del virus lo antes posible. Y así volvemos a la idea del confinamiento.

Ocurre que, mientras las autoridades de trincheras políticas contrarias tratan de convencer al público de que sus medidas son las que funcionan, están transmitiendo, y haciendo calar entre sus adeptos, ideas erróneas sobre la propagación de la pandemia. Por ejemplo:

Toda la culpa es del botellón (y, en general, de los jóvenes): sesgo interesado

Son muchos los jóvenes que declaran estar bastante hartos de que se cargue sobre ellos toda la culpa de los brotes de contagios. Y tienen motivos para estar hartos. Culpar al botellón de ser el gran responsable de los contagios es un mensaje políticamente muy cómodo, ya que permite tomar medidas sin perjudicar a la hostelería.

Botellón en Roma, 2006. Imagen de Giovanni Prestige / Wikipedia.

Botellón en Roma, 2006. Imagen de Giovanni Prestige / Wikipedia.

Desde luego, aclaremos algo esencial: el botellón, un grupo de personas reunidas sin mascarillas ni distancias, implica un alto riesgo de contagio, esto es innegable. Sobre todo cuando hoy sí tenemos confirmación de algo que muchos daban por hecho desde el comienzo de la pandemia pero de lo que no había evidencias científicas, y es que el intercambio de fluidos, sea directa o indirectamente (por ejemplo, compartiendo vasos, botellas o cigarrillos) es una vía de transmisión del virus.

Esta vía de transmisión no podía darse por hecha sin pruebas científicas, ya que el SARS-CoV-2 es un virus de transmisión respiratoria, que se contagia por inhalación. Y aunque tanto la infección intestinal del virus como su presencia en la saliva se conocen desde el comienzo de la pandemia, en cambio apenas había datos relativos a la posible vía digestiva de infección; es decir, si el virus tragado en lugar de inhalado podía desembocar en una infección productiva, o si su eliminación por los jugos gástricos anulaba esta vía antes de que el virus encontrara una población celular portadora de su receptor en la que pudiera multiplicarse para después expandirse a otros tejidos y órganos.

Solo muy recientemente hemos tenido confirmación de que sí, el virus tragado en lugar de inhalado también puede contagiar. Según un nuevo estudio aún sin publicar (preprint), tanto la mucosa oral como las glándulas salivales son susceptibles a la infección por el coronavirus, lo que abre una vía de infección por el canal digestivo anterior al estómago y sin necesidad de incubarse previamente en el sistema respiratorio. Así que tanto besar como beber del mismo recipiente pueden ser fuentes de contagio, ya sea en un botellón o en cualquier otra circunstancia. Por ello, sería conveniente insistir en que no deben compartirse recipientes, bebidas, comidas, cubiertos ni cigarrillos.

Pero dicho esto, tomar medidas que impiden el botellón solo logra eliminar los contagios debidos al botellón. Así que la pregunta es: ¿cuál es la cuota de contagios debida al botellón?

El problema es que en España no se publican datos detallados de escenarios de contagio. Solo se nos sueltan ciertos datos concretos que apoyan las medidas que las autoridades quieren justificar. Se nos ha dicho que la tercera parte de los contagios se produce entre los jóvenes. Y aunque sin duda esta cuota de contagios supera en mucho la representatividad demográfica de este sector de población, en cambio se evita contar el resto de la historia: la gran mayoría de los contagios se produce entre los mayores de 30.

Incluso si los botellones fueran la causa de cientos de contagios, aún habría muchos miles de contagios que no tienen nada que ver con estas actividades. Es lógico suponer que los brotes radicados en estas reuniones estarán mayoritariamente incluidos en el 12% de los contagios con origen conocido, una pequeña minoría. Y por mucho que interese a todos salvar la hostelería, no puede dejarse de lado que un grupo de personas reunidas y consumiendo sin mascarillas ni distancias tiene mayor probabilidad de contagiarse en un recinto interior, sobre todo si la ventilación es mala, que en una plaza o en un parque.

Por suerte, en otros países sí se divulgan datos detallados y completos sobre el rastreo de contagios. La revista Science ha publicado una nueva revisión titulada «los motores de la propagación del SARS-CoV-2», en la que un grupo de investigadores de la Johns Hopkins repasa de forma magistral y enormemente clarificadora todo el conocimiento actual sobre la epidemiología del virus. Y recogiendo estos datos, los autores de la revisión nos cuentan dónde se están produciendo la gran mayoría de los contagios en todo el mundo:

En los hogares.

Y en otros enclaves residenciales, como prisiones, dormitorios de trabajadores o residencias de ancianos.

Según los autores, es seis veces más probable infectarse en casa o en residencias que en cualquier otro lugar. Hasta dos terceras partes de los contagios ocurren allí.

Ahora bien, cuando el virus entra en casa, ¿dónde se ha contraído? ¿En los botellones?

La respuesta del estudio: en cualquier otro lugar. Dado que, subrayan los autores, la gran mayoría de los contagios proceden de eventos de supercontagio, es decir, personas que por motivos todavía desconocidos son capaces de transmitir el virus a docenas, mientras que la gran mayoría no contagian a nadie, el riesgo depende más de la presencia de un supercontagiador que del lugar concreto: tiendas, bares y restaurantes, centros de trabajo, transportes… Incluso al aire libre un supercontagiador puede hacer estragos (como sucedió en un evento organizado por Donald Trump en los jardines de la Casa Blanca), aunque es importante recordar que el aire libre y la mascarilla reducen las posibilidades de contagio o, como mínimo, la dosis de virus recibida, lo que puede marcar la diferencia entre una infección leve y otra grave.

En resumen, sin duda es necesario controlar todos los escenarios de riesgo, incluyendo por supuesto el botellón; quien haya entendido lo contrario es que no ha leído nada de lo anterior. Pero cualquier intento de centrar la atención exclusivamente en el botellón es un intento de desviarla de otros escenarios de riesgo. Que probablemente no den tanta y tan buena visibilidad política.

Siete meses después, ¿sigue habiendo esperanza en la inmunidad de grupo?

El pasado 1 de abril publicaba aquí un artículo en el que traía los datos de un estudio del Imperial College de Londres (ICL), el cual estimaba la proporción de la población que por entonces ya se habría contagiado de coronavirus en 11 países de Europa. En plena primera ola de la pandemia, en nuestro estricto confinamiento y con las cifras de muertes disparándose día a día, parecía que había un motivo para la esperanza: mientras que en Alemania se calculaba un 0,7% de población contagiada, en España la cifra subía hasta el 15%. Siempre según la estimación del modelo epidemiológico del ICL (no con datos serológicos reales), el nuestro era el país del estudio con un mayor porcentaje de infección, por delante de Italia con casi un 10%.

Y esto, lejos de ser una razón para el desánimo, parecía justamente lo contrario, por lo siguiente: muchos creyeron entonces que el objetivo del confinamiento era parar el virus (incluso un desafortunado mensaje del gobierno español propagaba esta falsa idea), y que un par de meses de reclusión domiciliaria bastarían para extinguir la epidemia y volver a la vida de antes. La propaganda de personajes como Donald Trump sostenía esta ficción de que el virus se iría por sí solo, e incluso la máxima responsable de la política madrileña dijo en una conversación de pasillo con el presidente del gobierno que había creído en esta idea.

Pero no. Desde el comienzo de la pandemia, infinidad de expertos se habían desgañitado explicando, para quien quisiese escuchar, que los confinamientos no podían parar ni eliminar el virus. Que su propósito era aplanar la curva; o sea, repartir los contagios a lo largo del tiempo para que el sistema de salud pudiese absorber el flujo de enfermos y así proporcionarles la mejor atención posible. Y con ello, de paso, comprar tiempo a la espera de que llegasen mejores tratamientos o, quizá, la vacuna. Pero que nada podía impedir que el virus siguiera avanzando. Nada, excepto la inmunidad. Una inmunidad lo suficientemente extendida entre la población como para minimizar la probabilidad de contacto entre una persona infectada y una persona susceptible, de modo que la primera se recupere de la infección sin llegar a encontrarse con la segunda.

Banco de Sangre del Hospital de Sant Pau, en Barcelona. Imagen de Jordi Play / Wikipedia.

Banco de Sangre del Hospital de Sant Pau, en Barcelona. Imagen de Jordi Play / Wikipedia.

Esto es lo que se llama inmunidad de grupo (originalmente, de rebaño, por traducción literal del inglés herd). En principio, puede alcanzarse por dos vías: por infección natural o por vacunación. Dado que las vacunas contra el SARS-CoV-2 aún tardarán –en abril se veían mucho más lejanas que ahora–, había un intenso debate en torno a la posibilidad de alcanzar la inmunidad de grupo por infección natural.

Algunos científicos han defendido expresamente esta estrategia, y dirigentes como Boris Johnson o el propio Trump han coqueteado con esa idea, aunque el primero después renunció a ella. Suecia ha seguido implícitamente este camino, si bien con una evidente contradicción, ya que sus tasas de infección eran relativamente moderadas; cuando han comenzado a dispararse, han llegado las restricciones.

Por el contrario, muchos científicos han advertido de que dejar al virus correr libremente para perseguir la inmunidad grupal costaría infinidad de vidas y un enorme sufrimiento. A veces el debate científico ha llegado a teñirse de cierto radicalismo moral, olvidando que la gripe estacional causa más de medio millón de muertes al año y la sociedad siempre ha vuelto la espalda a este problema sin el menor reparo. En cualquier caso, debe quedar claro que la inmunidad de grupo es un concepto habitual en las estrategias de vacunación, pero que jamás antes se ha planteado explícitamente como objetivo a lograr para detener una epidemia.

Sin embargo, una cosa es que defender la inmunidad de grupo por infección natural como objetivo a procurar sea algo indudablemente peligroso y éticamente objetable, y otra cosa diferente es que, incluso luchando con todas nuestras armas contra el virus, podamos alcanzarla sin pretenderlo y beneficiarnos de ella. Esta era la razón para la esperanza en la España del mes de abril: suponiendo un umbral de inmunidad de grupo del 60% de la población, un 15% ya infectado significaba que habíamos recorrido ya la cuarta parte de ese doloroso camino, mientras que Alemania, con solo un 0,7%, aún estaba infinitamente más lejos que nosotros.

Pues bien, siete meses después de aquello, en plena nueva oleada de contagios, es un buen momento para regresar a aquellas ideas, actualizar los datos y ver qué quedó de todo ello.

Y la conclusión general puede resultar chocante. Porque con todo el conocimiento científico acumulado a lo largo de estos meses sobre el virus y la pandemia, teniendo en cuenta todo lo que ahora sabemos que antes desconocíamos, hay más incertidumbres que entonces sobre la inmunidad de grupo. Hoy lo único que puede afirmarse es que aún no sabemos lo cerca o lejos que estamos de esta inmunidad colectiva, que por otra parte puede no ser como la habíamos imaginado, y que quizá ni siquiera llegue a existir. Resumo los puntos principales:

Primero: hay menos población contagiada de la que se pensaba

El 15% de población contagiada estimado por el ICL era una predicción elaborada por un modelo matemático proyectando los datos disponibles, pero por entonces aún no había estudios reales sobre la extensión de la pandemia en España. Posteriormente el Instituto de Salud Carlos III emprendió un gran estudio de seroprevalencia llamado ENE-COVID-19 –por cierto, publicado en la revista The Lancet y ampliamente elogiado por otros estudios como un modelo a seguir, y del cual acaba de presentarse el próximo inicio de una cuarta ronda– que rebajaba la cifra de contagiados a poco más de un 5%, lo que nos aleja más de una posible inmunidad de grupo. Sin embargo, hay notables diferencias por provincias: Madrid supera el 10%.

Segundo: se desconoce la duración de la inmunidad

Para que exista inmunidad de grupo, tiene que haber una inmunidad individual eficaz y duradera. El problema es que aún no se sabe hasta qué punto esto es así en todas las personas que han superado la infección; es mucho lo que falta por conocer sobre la inmunidad al coronavirus. Distintos estudios han llegado a diferentes resultados sobre la presencia de anticuerpos neutralizantes y su duración en distintos tipos de pacientes (asintomáticos, leves, moderados o graves).

Aunque un estudio reciente apunta que la producción de anticuerpos contra el virus puede permanecer elevada hasta cinco meses después de pasar la enfermedad, la experiencia con otros coronavirus sugiere que la inmunidad efectiva quizá no dure más de un año, lo que podría dificultar la posibilidad de alcanzar una inmunidad de grupo si muchas personas recuperadas acaban siendo de nuevo susceptibles a la infección. De hecho, el estudio ENE-COVID-19 encontró que el 14% de quienes tenían anticuerpos en la primera ronda de análisis los habían perdido menos de dos meses después, sobre todo personas asintomáticas.

Tercero: no se sabe cuál es el umbral de la inmunidad de grupo

El porcentaje de población inmune que se necesita para alcanzar la inmunidad de grupo se conoce como HIT, siglas en inglés de Umbral de Inmunidad de Grupo. Los epidemiólogos calculan este HIT por una sencilla fórmula que depende de un solo parámetro, la R, tasa de reproducción del virus, o a cuántas personas como media contagia cada persona infectada.

El problema es que no existe un valor de R único y definitivo, ni por tanto del HIT. Algunos expertos manejan valores del 60-70%, pero hay un posible rango muy amplio; tanto que hay quienes sitúan el HIT en valores mucho más bajos, del 40% o incluso del 10-20%. La razón de estas discrepancias es que todo se complica cuando se introduce otra variable, y es que la susceptibilidad de la población al virus va cambiando a lo largo del tiempo, ya que primero se infectan las personas más expuestas y más susceptibles, por lo que las personas que van quedando sin infectar son cada vez las menos susceptibles. Como ya conté aquí, la directora de un estudio aún sin publicar que rebajaba el HIT al 10-20% decía que Madrid podría estar cerca de la inmunidad de grupo, si bien otros expertos han cuestionado estos resultados.

Cuarto: la inmunidad de grupo no detendría en seco los contagios

Por último, conviene subrayar que parece haber calado una idea errónea sobre la inmunidad de grupo, y es que, si pudiera alcanzarse esa situación, de repente los contagios cesarían de la noche a la mañana. No es así. Lo que la inmunidad de grupo consigue es reducir la R por debajo de 1, de modo que generalmente las posibles cadenas de contagios iniciadas se cortan y no llegan a prosperar. Así, la curva va descendiendo hasta que finalmente puede llegar a extinguirse, pero lentamente; los contagios continuarían durante un tiempo. ¿Durante cuánto tiempo, y cuánta gente más resultaría infectada hasta que la epidemia se extinguiera? Estas preguntas aún no tienen respuesta, pero un estudio aún sin publicar arrojaba un cálculo escalofriante: con un HIT del 66%, la pandemia solo se acabaría por completo una vez se hubiera infectado un 94% de la población.

Todo lo anterior nos lleva a una misma conclusión, y es que la inmunidad de grupo por infección natural no es algo en lo que debamos depositar demasiadas esperanzas. Ciertos estudios han aventurado que lugares como la ciudad brasileña de Manaos o algunas regiones de India podrían haber alcanzado la inmunidad grupal, pero estas afirmaciones han sido cuestionadas por otros expertos. Incluso si la del SARS-CoV-2 es ya la epidemia más estudiada de la historia, que quizá lo sea, la ciencia no sabe y reconoce que no sabe, y a pesar de ello es la única fuente fiable, mucho más que aquellas que tampoco saben sin reconocer que no saben.

Y si algo sabemos, es esto: un gráfico que el ICL publicó en primavera y que también traje aquí el 1 de abril. Este era entonces, y a grandes rasgos continúa siendo ahora, la predicción del panorama que nos espera al menos en el próximo año, salvo vacuna: un paisaje de picos de sierra, de confinamientos y desconfinamientos (en azul) con las subidas y bajadas de la epidemia (en naranja, casos de UCI). Por suerte, ya hemos superado aquellos meses del verano en que los medios hablaban erróneamente de la pandemia en pasado, como creyendo entonces que todo había acabado. Y reconocer el problema es el primer paso hacia la solución.

Gráfico del ICL de las oleadas previstas de casos de UCI de la COVID-19 con ciclos de intervenciones.

Gráfico del ICL de las oleadas previstas de casos de UCI de la COVID-19 con ciclos de intervenciones.

No son los horarios, es el aire: no todos los locales son iguales ante el coronavirus

Nos encontramos ahora, una vez más, en otra encrucijada de incertidumbres, en la que proliferan las propuestas dispares. En algunas zonas del país se han impuesto o recomendado distintos grados y modalidades de confinamiento. O se han cerrado todos los bares y restaurantes. En otras se pide ahora un toque de queda. ¿Por qué? Porque en Francia lo han hecho. Pero ¿sirve o no sirve? ¿Ayuda o no ayuda? ¿Funciona o no funciona?

Es que… en Francia lo han hecho.

Si todo esto les da la sensación de que las medidas contra el coronavirus forman ahora un menú variado del que cada autoridad local o regional elige lo que le parece, siempre diciendo ampararse en criterios científicos, pero sin que parezca haber ninguna correspondencia consistente entre el nivel de contagios y las medidas adoptadas en cada lugar… Creo que no es necesario terminar la frase.

Un bar cerrado en Barcelona. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Un bar cerrado en Barcelona. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Por la presente, declaro solemnemente carecer del conocimiento suficiente para saber cómo se gestiona una pandemia, para saber qué debe hacerse ahora y para saber si sería mejor o peor si pudiéramos rebobinar el tiempo y hacer las cosas de otro modo; no contamos con un multiverso en el que podamos conocer otras trayectorias paralelas. Pero declaro también que esta falta de conocimiento adorna asimismo a casi el 100% de las personas que a diario opinan sobre qué debe hacerse creyendo que sí saben cómo debe gestionarse una pandemia. Incluidos muchos de aquellos que aparecen como expertos en diversos medios y que, incluso con titulaciones aparentes o importantes cargos en sociedades médicas, hace un año ni ellos mismos hubieran creído que alguien pudiera consultarlos como expertos en pandemias.

En su lugar, escuchemos a los verdaderos expertos, los que ya sabían de esto antes. Y según nos dicen estos, parece claro que hay ciertas lacras que están incidiendo en nuestros malos resultados. El grupo de los 20 (ignoro si van por algún otro nombre concreto), un equipo de especialistas de primera línea que ha publicado un par de cartas en The Lancet pidiendo una evaluación independiente de la gestión (por cierto, ¿sería mucho pedir que ellos mismos se constituyeran en ese comité de evaluación independiente con o sin la aprobación de los gobiernos, o sea, verdaderamente independiente?), resumía de este modo ciertos problemas y errores cometidos:

Sistemas débiles de vigilancia, baja capacidad de test PCR y escasez de equipos de protección personal y de cuidados críticos, una reacción tardía de las autoridades centrales y regionales, procesos de decisión lentos, altos niveles de migración y movilidad de la población, mala coordinación entre las autoridades centrales y regionales, baja confianza en la asesoría científica, una población envejecida, grupos vulnerables sujetos a desigualdades sociales y sanitarias, y una falta de preparación en las residencias.

Es decir, un plato digno de esas Crónicas carnívoras en las que un cocinero de Minnesota echa todo lo que tiene en la despensa entre dos trozos de pan. Tan variada y prolija es la ensalada de factores que nos han llevado a donde estamos, que los editorialistas de The Lancet Public Health han calificado la situación de la pandemia en España como «una tormenta predecible».

Pero eso sí, estos editorialistas advierten de que «las razones detrás de estos malos resultados aún no se comprenden en su totalidad». Y es bastante probable que estos editorialistas de The Lancet Public Health sean bastante más expertos en salud pública y en gestión de pandemias que los cientos de miles de sujetos que a diario dicen comprender en su totalidad las razones detrás de estos malos resultados.

Con todo, los editorialistas no se limitan a rascarse la cabeza, sino que señalan algunos ingredientes de esa ensalada. «Una década de austeridad que siguió a la crisis financiera de 2008 ha reducido el personal sanitario y la capacidad del sistema. Los servicios de salud no tienen suficiente personal ni recursos y están sobrecargados». «El tríptico testar-rastrear-aislar, que es la piedra angular de la respuesta a la pandemia, sigue siendo débil». «Cuando el confinamiento nacional se levantó en junio, algunas autoridades regionales reabrieron probablemente demasiado rápido, y fueron lentas en implantar un sistema eficaz de trazado y rastreo. En algunas regiones, la infraestructura local de control epidemiológico era insuficiente para controlar futuros brotes y limitar la transmisión comunitaria. La polarización política y la descentralización gubernamental en España también han obstaculizado la rapidez y eficiencia de la respuesta de salud pública».

Lo único que tenemos para guiarnos de verdad por un camino medianamente racional y eficaz es lo que dice la ciencia que ya tenemos, incluso con todas sus incertidumbres. Los palos de ciego, como los toques de queda, las limitaciones de horarios o del número de personas en las reuniones, son simplemente palos de ciego; muchas de estas medidas no cuentan con una experiencia histórica suficiente para proporcionar evidencias científicas que apoyen o refuten su eficacia. Lo que sí dice la ciencia es que las mascarillas ayudan, pero que la medida más probadamente eficaz es el distanciamiento, que por tanto debería ser la norma más importante y más respetada a rajatabla, en toda situación y circunstancia. Y es evidente que en casi ningún lugar se está respetando, ni en la calle, ni en el transporte público, ni en los comercios, ni en los locales donde la gente se quita la mascarilla para consumir.

Claro que también la ciencia dice que el distanciamiento no sirve en locales cerrados y mal ventilados; un cine, un restaurante o un bar podrán quizá ser seguros. Pero otros no lo serán. Y lo cierto es que nosotros, clientes, no podemos tener la menor idea de cuáles lo son y cuáles no. El mes pasado, la directora de cine Isabel Coixet recibía un importante premio con una mascarilla en la que podía leerse «el cine es un lugar seguro», como si todos lo fueran por alguna clase de privilegio epidemiológico debido específicamente al hecho de proyectar una película sobre una pantalla. Mientras no exista una regulación de la calidad del aire adaptada a la pandemia, que obligue a todos los locales a ventilar y/o filtrar de acuerdo a unos requisitos y parámetros concretos que puedan vigilarse mediante sistemas como la monitorización del CO2 en el aire, y de modo que el cumplimiento de esta normativa esté públicamente expuesto a la vista de los clientes, como suelen estarlo ciertas licencias obligatorias, no podremos saber en qué recintos interiores estaremos seguros y cuáles debemos evitar.

Por mucho que el mensaje público insista en que toda la culpa del contagio es de los botellones y otras actividades no reguladas, lo cierto es que los cines, los bares, los restaurantes o los medios de transporte no son lugares seguros de por sí, por naturaleza infusa. De hecho, algunos de los casos de supercontagios más conocidos y estudiados a lo largo de la pandemia han tenido lugar en sitios como restaurantes, gimnasios o autobuses, en países donde estos datos se detallan (que no es el caso del nuestro). Y en cambio, grandes concentraciones de personas al aire libre como las manifestaciones contra el racismo en EEUU no tuvieron la menor incidencia en los contagios.

Como dice el profesor de la Universidad de Columbia Jeffrey Shaman, un verdadero experto de referencia en epidemiología ambiental, el mayor riesgo de las concentraciones de personas al aire libre ocurre precisamente cuando esas personas comparten instalaciones interiores, como baños, bares o tiendas. Con independencia de que a cada cual le guste o no la práctica del botellón, hay más riesgo en un grupo de personas consumiendo sin mascarilla en un local cerrado con mala ventilación, incluso con distancias, que en un grupo de personas consumiendo sin mascarilla al aire libre si se respetaran las distancias y no se intercambiasen fluidos o materiales potencialmente contaminados (son estas dos últimas circunstancias las que inciden en el riesgo, no el hecho de reunirse en la calle a beber).

Los consumidores dependemos de la información y la voluntad que posea el propietario de un negocio para hacer de su local un sitio seguro. Resulta del todo incomprensible que las autoridades solo contemplen dos posibilidades, abrir TODOS los bares y restaurantes o cerrar TODOS los bares y restaurantes. En estos días los medios han contado que la propietaria de un restaurante de Barcelona ha instalado en su local un sistema de filtración del aire de alta calidad. Esta mujer ha demostrado no solo estar perfectamente al corriente respecto a la ciencia actual sobre los factores de riesgo de contagio, sino también un alto nivel de responsabilidad hacia sus clientes afrontando una inversión cuantiosa. Y sin embargo, las autoridades también la han obligado a cerrar, aplicando a su negocio el mismo criterio que a otro donde los clientes aún están respirando la gripe de 1918.

Sí, todos queremos que las restricciones destinadas a frenar la pandemia sean compatibles en la medida de lo posible con el desarrollo de las actividades, sobre todo las que sostienen la economía. Pero ¿cuánto tardarán las autoridades en escuchar el consejo de los científicos para llegar a comprender que no todos los recintos cerrados son iguales ante el contagio, ya sean las tres de la tarde o las tres de la mañana, y que urge establecer una normativa de ventilación y filtración del aire para mantener abiertos los locales seguros y cerrar solo aquellos que no lo son?

Termino dejándoles este vídeo recientemente difundido por José Luis Jiménez, experto en aerosoles de la Universidad de Colorado que, por suerte para nosotros, es español. Jiménez ha ofrecido repetidamente su colaboración a las autoridades de nuestro país para ayudar a hacer nuestros espacios interiores más seguros. Hasta ahora, ha sido ignorado.

Sin un rastreo eficaz, el virus corre más que nosotros: un ejemplo concreto

Me ha reconfortado leer que la Organización Mundial de la Salud confiesa desconocer por qué España es el pozo negro en Europa de la pandemia de COVID-19, dado que había comenzado a pensar que yo era la única persona de este país que lo ignora. En este blog de un inmunólogo que lleva desde el comienzo de la pandemia siguiendo a diario toda la ciencia que se publica (y la que no) y escribiendo docenas de artículos y reportajes sobre ello, ya he admitido en varias ocasiones que no lo sé.

En cambio, tanto en la calle como en los medios, todos los demás dicen saberlo. Es culpa de Sánchez. Es culpa de Simón. Es culpa de Ayuso. Es culpa de Barajas. Es culpa de los jóvenes y sus botellones. Es culpa de las familias irresponsables. Es culpa de quienes no llevan mascarilla. En cualquier caso, la única ley universal inquebrantable es que siempre, siempre, es culpa de otros. Sobre todo cuando esos otros son «los otros».

María Neira, médica española que ostenta un alto cargo en la OMS, dijo el viernes en un encuentro que este organismo ha estudiado el caso de España y que aún no sabe qué es lo que está pasando y lo que está fallando en nuestro país. A Neira le honra haber recurrido a las dos palabras más importantes en el vocabulario de todo científico: no sé. Y aunque Neira no lo dijo, esto resume para qué sirven todos esos artículos en los medios (españoles y extranjeros; no, el Financial Times tampoco es una revista científica) con titulares al estilo «este es el motivo por el que la pandemia se ceba con España», y todas esas declaraciones de presuntos expertos que, recurriendo a un meme muy de moda, han dicho eso de: sujétame el cubata, que yo lo explico.

Un centro de salud en Fuenlabrada. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Un centro de salud en Fuenlabrada. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Así que esto que sigue tampoco es un intento de explicar la razón de esa penosa situación de la pandemia en España. Pero sí un dato más que puede ayudar. Y para comenzar, vayámonos a Nueva Zelanda.

El país de nuestras antípodas ha sido uno de los que han tenido mayor éxito en el control de la pandemia (para más información, analicé el caso en detalle en este reportaje). Bajo el liderazgo de su primera ministra, Jacinda Ardern, ampliamente respaldada por la población, y bajo las directrices basadas en ciencia real de su principal epidemiólogo, Michael Baker, el país de los kiwis optó por una estrategia de eliminación y no de contención, es decir, no aplanar la curva como se ha intentado en la mayoría de los países, sino sencillamente (es un decir) borrar el virus del mapa.

Aunque no recuerdo haber leído opiniones de científicos que hayan criticado abiertamente la estrategia neozelandesa –para qué, si ahí están los datos; sí la han censurado otras voces por los efectos de las medidas drásticas sobre la economía, sobre todo el turismo, tan esencial allí como lo es aquí–, sí es cierto que se ha discutido si el objetivo de eliminación es alcanzable –incluso con fronteras cerradas, Nueva Zelanda ha experimentado algún pequeño rebrote y sigue viendo un lento goteo de casos– y, sobre todo, si es exportable a otros países –al fin y al cabo, se trata de un país con cinco veces más ovejas que personas y con una densidad de población muy baja.

La clave del modelo neozelandés se ha basado en «ir pronto y rápido» contra el virus: medidas drásticas y radicales desde el primer momento, reimpuestas al menor signo de rebrote; la ciudad de Auckland regresó al confinamiento con solo cuatro casos de cóvid. Pero desde el principio, Baker tuvo una iluminación que él ha destacado repetidamente como una de las claves de la estrategia de eliminación: mediante el rastreo, era posible correr más que el virus.

Baker observó que, según los estudios científicos, el coronavirus SARS-CoV-2 tenía un periodo de incubación de entre cinco días y una semana, aproximadamente el doble que la gripe. Así, el epidemiólogo vio que ese margen de tiempo daba la oportunidad de detectar rápidamente los contagios, aislar a esas personas, rastrear sus contactos y ponerlos en cuarentena, antes de que estos desarrollaran síntomas –lo que suele coincidir con el comienzo de su ventana de infectividad– y pudieran continuar transmitiendo el virus. A diferencia de lo que ocurre con la gripe, decía Baker, el periodo de incubación relativamente largo del SARS-CoV-2 permitía cortar así las cadenas de transmisión. Para ello era imprescindible construir todo un amplio y robusto sistema de rastreo y respuesta que funcionara sin fallas.

La idea de Baker tiene sus peros. La más importante, la transmisión asintomática y presintomática, que de hecho ha sido, a juicio de los expertos, el principal problema que ha permitido al virus extenderse por todo el mundo. Pero las cifras dicen que, incluso con esto, la estrategia neozelandesa, incluyendo su sistema de rastreo y respuesta, ha funcionado de un modo que ya quisiéramos para nosotros.

Ahora, regresemos a España, y para ello traigo aquí un caso concreto cuya protagonista lo ha contado en primera persona: hace unos días Patricia Fernández de Lis, redactora jefa de Materia, la sección de ciencia de El País (y antigua y querida compañera), relataba en aquel diario su propia experiencia al haber contraído el coronavirus. Y dicha experiencia se resume para mí en una palabra: desoladora.

Según relata Patricia, comenzó a notar síntomas leves un lunes por la tarde. En la mañana del martes, al ver que no remitían, decidió autoconfinarse, avisar a sus contactos y llamar a su centro de salud para pedir una cita. A pesar de sus llamadas insistentes, no consiguió que nadie la atendiera. La app de Salud Madrid no le daba cita antes del 10 de octubre.

Llegados a este punto, cualquier ciudadano medio habría optado por una de tres posibilidades. Uno, acudir a saturar las Urgencias sin tener realmente una urgencia, para simplemente ser enviado de vuelta a casa. Dos, quienes puedan pagárselo, pedir una PCR en uno de los centros privados que están cobrando los test a casi diez veces su coste real (aunque no puede descartarse que parte de esa inflación de precios resida en proveedores que también estén exprimiendo la gallina de los huevos de oro). O tres, simplemente confiar en que pasara por sí solo, como sucede en la inmensa mayoría de los casos de cóvid, sin tratar de buscar asistencia mientras los síntomas no empeoraran.

Patricia no es una ciudadana media en lo que se refiere a la cóvid, dado que por su trabajo está inmensamente más informada que la mayoría. Y por su responsabilidad, decidió proseguir con la que se supone es la forma correcta de actuar.

Se le ocurrió entonces una posibilidad que, confieso, yo ni siquiera sabía que existía para estos casos: pedir cita con enfermería en lugar de con la consulta médica. Al día siguiente, miércoles, la llamaron, y le dieron cita para el jueves con el fin de tomarle muestras para una PCR. Así se hizo. Al lunes siguiente, una semana después del comienzo de los síntomas, recibió una llamada de la enfermera notificándole el resultado positivo de la PCR. Patricia ya lo sabía, puesto que una amiga (no el centro de salud) le había informado de que en internet podía consultar su historial médico. El dato del resultado positivo estaba disponible en la web el sábado. Al menos hasta el momento en que escribió su crónica, nadie la había llamado para rastrear sus contactos. Ella trató de utilizar la app Radar COVID, pero no funcionó.

Según lo publicado en los estudios científicos, posiblemente Patricia podía contagiar el virus desde el fin de semana anterior al lunes en que comenzaron sus síntomas. En ese momento su infectividad sería máxima. Y dado que la ventana de infectividad para casos leves suele durar un máximo de 8 a 10 días desde la presentación de los síntomas, es de suponer que su posibilidad de contagiar a otras personas prácticamente había desaparecido el miércoles, dos días después de recibir la llamada confirmando su PCR positiva.

Todo lo cual resulta enormemente esclarecedor. Durante la mayor parte de su ventana infectiva, consiguió un test casi de milagro, no tuvo confirmación de su contagio y no recibió información sobre cómo proceder, ni nadie la llamó a ella ni a sus contactos. Ella decidió autoconfinarse, pero muchos otros habrían continuado con su trabajo normal y con su vida social habitual, creyendo quizá que era una simple gripe, ya que sus síntomas eran leves.

Su artículo se publicó en El País el día 28, miércoles. Si después de aquello alguien la llamó para rastrearla, que no lo sé, para ese momento probablemente ella ya no era infectiva. Pero las personas a las que hubiera podido contagiar en sus primeros días de máxima infectividad, que esperemos no las haya, llevarían ya más de una semana con el virus en su organismo, por lo que ya habrían desarrollado síntomas y, por lo tanto, a su vez ya habrían podido pasar el virus a otras personas en una tercera generación. Es decir, y confiemos en que no haya sido así (la mayoría de los casos leves o asintomáticos no llegan a infectar a nadie más), incluso si con posterioridad hubo un rastreo, que no lo sé, para entonces la cadena de transmisión potencialmente iniciada por Patricia ya estaba fuera de control; el número de contactos en la tercera generación ya se habría vuelto inmanejable.

Y así es imposible correr más que el virus.

Ignoro si la experiencia de Patricia refleja el caso más común o si para otras personas el sistema ha funcionado mejor. Pero cuando esta semana se veía en los telediarios toda una vistosa parafernalia montada para los testeos en Vallecas, y donde uno de los sanitarios informaba a la periodista y a los espectadores de un operativo enormemente potente y preciso en el que todo parecía estar bajo control, uno se llevaba una impresión completamente opuesta a la que narra Patricia en su artículo.

Si el caso de Patricia, que no sale en los telediarios, es el más común, esto podría llegar a explicar en gran medida la diferencia entre España, con confinamientos, cierres y mascarillas, y Nueva Zelanda, con confinamientos, cierres, mascarillas y un sistema de rastreo rápido y eficiente que consigue correr más que el virus para cortarle el paso. Y si este no es uno de los principales factores que están agravando la pandemia en España, al menos podemos decir aquello de Giordano Bruno: se non è vero, è ben trovato.

Así se vive la pandemia en Suecia, un país sin confinamientos ni mascarillas que logra mantener el coronavirus a raya

En mi último artículo antes de las vacaciones traje aquí el contraste entre dos países muy diferentes en su respuesta a la pandemia de COVID-19: España, donde las medidas adoptadas se cuentan entre las más restrictivas y exigentes del mundo, y Suecia, cuyo epidemiólogo jefe optó por una gestión alternativa a la de la gran mayoría de los países, sin imponer cierres, confinamientos o ni siquiera el uso de mascarillas. Y pese a ello, España registra las peores cifras de la UE en contagios, mientras que Suecia, aun con un desempeño peor que sus vecinos nórdicos, se encuentra ahora en una situación incluso más favorable que otros países de Europa occidental.

Con motivo de aquel artículo, recibí alguna crítica en Twitter; al parecer, algunos lectores esperaban una explicación de esta disparidad. Pero no la tengo, porque aún no la hay. Y si en algún momento llega, desde luego no será a través de ninguna elucubración en un artículo de prensa, sino de los estudios científicos rigurosos que ahonden en los misterios del coronavirus y su dinámica de propagación.

Hoy quiero traer aquí algunas observaciones personales. Que, obviamente, tampoco van a aportar ninguna solución al enigma, pero que enfatizan lo inexplicable del relativo éxito sueco y, en comparación, el fracaso de las medidas adoptadas en España, más allá de los posibles sesgos derivados de las diferencias de recuento y testeo en unos y otros países –la sanidad sueca no se ha visto desbordada ni parece existir allí un exceso de mortalidad bajo el radar.

El caso es que, no exclusivamente debido al coronavirus, pero tampoco de forma totalmente casual –no hay muchos países en el mundo donde a los españoles se nos permita viajar sin restricciones–, he pasado las casi tres últimas semanas en Suecia, y creo interesante traer aquí cómo se está viviendo allí la crisis actual y cómo puede relacionarse con la evolución de la pandemia en aquel país.

Quizá haya quien piense que, dadas las circunstancias, es poco prudente viajar a otros países; de hecho, se han cancelado innumerables viajes al extranjero a causa de la pandemia. Pero hay lugares y lugares, y repito lo que en una ocasión me dijo un epidemiólogo: si hay una pandemia, el lugar más seguro es allí donde no haya gente. Al contrario de lo manifestado por la máxima responsable política de la Comunidad de Madrid, no, el virus no está “en todas partes”, sino solo donde hay humanos. Los virus no circulan por la calle. Somos nosotros quienes los incubamos y los propagamos. Y por ello hay ahora pocos lugares más seguros que la Laponia sueca, posiblemente el mayor espacio natural aún salvaje de Europa occidental.

Según la Rough Guide to Sweden, la guía que he utilizado en mi viaje, si Estocolmo tuviera una densidad de población similar a la del norte del país, solo vivirían en la capital cincuenta personas. Paseando por las calles vacías de la ciudad minera de Kiruna, la urbe más septentrional del país y la quinta de mayor población del mundo al norte del Círculo Polar Ártico, una chica se acercó a preguntarnos de dónde éramos. Su siguiente pregunta fue qué hacíamos allí. Lo cierto es que Kiruna no es para quienes buscan las atracciones turísticas y las muchedumbres que atraen. Incluso para los propios suecos, Kiruna es un lugar remoto donde muchos jamás han puesto el pie. Pero por lo mismo, es irresistible para quienes disfrutamos de esas fronteras que parecen más allá de los límites de la realidad humana. Y desde luego, es un refugio perfecto en caso de pandemia, en comparación con las atestadas ciudades y poblaciones españolas durante este verano, según me cuentan algunos amigos.

Calles vacías en la ciudad sueca de Kiruna, 145 km al norte del Círculo Polar Ártico. Al fondo, las explotaciones mineras que dieron origen al asentamiento. Imagen de Javier Yanes.

Calles vacías en la ciudad sueca de Kiruna, 145 km al norte del Círculo Polar Ártico. Al fondo, las explotaciones mineras que dieron origen al asentamiento. Imagen de Javier Yanes.

Obviamente, es inmediato pensar que esa baja densidad de población del gélido norte sueco, donde a punto estuvo de nevarnos en pleno verano, puede explicar en parte las diferencias entre el nivel de acumulación de casos de cóvid en España y Suecia. Nuestro país es solo algo más extenso que la patria de Pippi Calzaslargas, pero nuestra población casi quintuplica la sueca. Nueva Zelanda, un país con una densidad poblacional muy baja, ha conseguido mantener el virus bastante a raya con medidas drásticas; sin embargo, el máximo responsable de la pandemia allí dijo que la baja población era un factor poco relevante, algo difícil de creer viendo que las medidas adoptadas en Nueva Zelanda y en España no han sido muy diferentes durante la primera oleada, salvo quizá por el rastreo de casos.

Número de casos notificados por 100.000 habitantes en los últimos 14 días a fecha 3 de septiembre en las distintas regiones de la UE y Reino Unido. Imagen de eCDC.

Número de casos notificados por 100.000 habitantes en los últimos 14 días a fecha 3 de septiembre en las distintas regiones de la UE y Reino Unido. Imagen de eCDC.

Pero incluso con las peculiaridades del norte sueco, este no es el caso de Estocolmo, una ciudad de un millón de habitantes, tan atestada como cualquier otra, con sus calles comerciales y donde multitudes de ciclistas llenan los carriles bici y se agolpan en los semáforos. Y tampoco la región de Estocolmo registra cifras de contagios mayores que otros lugares de Europa. Es más, si se tratara solo de densidad de población, otros países europeos notablemente más superpoblados que el nuestro deberían hallarse en situación similar a la de España, o peor.

Stortorget, el núcleo del centro histórico de Estocolmo, suele bullir de visitantes en verano. Imagen de Javier Yanes.

Stortorget, el núcleo del centro histórico de Estocolmo, suele bullir de visitantes en verano. Imagen de Javier Yanes.

Más chocante resulta el hecho de que en Suecia absolutamente nadie lleva mascarilla. Nadie; en un recorrido desde Estocolmo hasta el lejano norte, y exceptuando el aeropuerto, solo en la capital encontramos a dos personas que la llevaban. Al cruzarnos con ellas, descubrimos que eran españolas. En el aeropuerto de Estocolmo no había ninguna clase de control de entrada, ni los consabidos y demostradamente inútiles controles de temperatura, ni formulario alguno que rellenar, ni mucho menos la obligación de someterse a un test o a una cuarentena. Eso sí, todos los establecimientos cuentan con botes de gel desinfectante, carteles y marcas para delimitar las distancias de seguridad, y mamparas para separar a los empleados de los clientes.

Pero aunque unas vacaciones en Suecia casi lleguen a hacer olvidar la pandemia, una mirada más detenida revela los detalles. Ausencia total de turismo extranjero, incluso en el centro histórico de Estocolmo. Los alojamientos, bares y restaurantes, casi vacíos, una impresión que nos confirmaron los responsables. Comercios y cafés cerrados por decisión de sus dueños. Y aunque el nivel de actividad en cuanto al ocio no sea comparable al de España, también en esto se percibe un bajón. En los tiempos más duros, hasta una tercera parte de la población se confinó de manera voluntaria. Hoy muchas personas siguen llevando allí una vida de semirreclusión, y se observa un estricto respeto de la distancia de seguridad: en el supermercado, mientras elegíamos comida de un estante, quienes querían coger algún producto de la misma sección esperaban hasta que nosotros la dejábamos libre; nadie se abalanzaba invadiendo la burbuja de seguridad de uno. Y nosotros hacíamos lo propio.

Una calle desierta en Gamla Stan, el centro histórico de Estocolmo. Imagen de Javier Yanes.

Una calle desierta en Gamla Stan, el centro histórico de Estocolmo. Imagen de Javier Yanes.

Quiero insistir en que esto no tiene más relevancia que la de unas cuantas observaciones anecdóticas y una conclusión personal. Pero como resumen, podría decirse que, al parecer, en Suecia al menos una parte de la población ha optado voluntariamente por cambiar sus hábitos y llevar una vida de pandemia, incluso sin mascarillas, mientras que el mensaje que parece haber calado en España es el de mascarilla y vida normal; a estas alturas, ¿queda alguien aquí que haya modificado sus costumbres y prescindido de ciertas actividades, salvo en lo obligado por las autoridades? ¿Se evitan las salidas, reuniones y aglomeraciones, se respetan las distancias?

Vaya por delante que no se trata aquí de minimizar la importancia de las mascarillas. Pero tampoco debemos olvidar que no son la panacea. Sí, las mascarillas protegen, pero solo parcialmente. Una y otra vez, los científicos revisan los estudios disponibles, pero del repaso de los mismos trabajos solo puede llegarse a la misma conclusión: tras el reciente metaestudio en The Lancet que ya comenté aquí, una nueva revisión de la Universidad de Oxford (aún pendiente de revisión) vuelve a lo mismo: en el amplio rango de observaciones, tanto los estudios que apenas detectan la menor eficacia como los que encuentran una protección relativamente efectiva tienen sus peros y limitaciones. Y aunque, en su nota de prensa, los investigadores destacan que las mascarillas funcionan, debe entenderse que este es un mensaje cuyo público objetivo son quienes creen lo contrario, algo que ahora parece obsesionar a una parte de la comunidad científica. Por el contrario, hay otro mensaje que se está olvidando, y es uno que sin embargo lleva repitiéndose desde el comienzo de la pandemia: las mascarillas no son una garantía y pueden conducir a una falsa sensación de seguridad. Y tan importante como convencer a los escépticos de que las mascarillas no son inútiles es informar sobre su limitada eficacia a quienes han asumido el dogma de que, con una mascarilla en la cara, puede hacerse vida normal.

Pero la anormalidad debe ser tolerable a largo plazo, y en esto Suecia parece haber encontrado un mejor equilibrio que España. El epidemiólogo jefe de aquel país, Anders Tegnell, ha basado su estrategia en la acertada premisa de que una pandemia no es un esprint, sino una maratón, y por tanto el esfuerzo debe dosificarse para poder llegar al final. La contención de la pandemia se ha confiado a la responsabilidad voluntaria de la población, y no les va del todo mal. En Nueva Zelanda, en cambio, se habla de “fatiga cóvid”; tan drásticas fueron las medidas iniciales que la población ya apenas respeta ninguna precaución, lo que está llevando a un nuevo aumento de casos.

La aldea-iglesia de Gammelstad, Patrimonio de la Humanidad, sin visitantes. Imagen de Javier Yanes.

La aldea-iglesia de Gammelstad, Patrimonio de la Humanidad, sin visitantes. Imagen de Javier Yanes.

En cuanto a España, nadie sabe por qué somos el pozo negro de la pandemia en Europa, pero el caso de Suecia demuestra que ya no basta con seguir atribuyendo los contagios al uso deficiente de las mascarillas. Ni los más adeptos pueden ya defender que la estrategia española esté funcionando; y cuanto más se empeñen las autoridades en seguir superponiéndonos más restricciones e imposiciones, más insostenibles serán las medidas a largo plazo. Tal vez la respuesta esté en no continuar culpando de todo a los gobiernos y mirar un poco más hacia nuestros propios ombligos, a cómo estamos llevando nuestra vida cotidiana; al hecho de que solo hacemos lo que no nos gusta cuando se nos obliga, y solo dejamos de hacer lo que nos gusta cuando se nos prohíbe.

Pero también quizá sea hora de empezar a comprender que, por convenientes que puedan ser ahora otras medidas, la clave para la futura contención de la pandemia puede estar en otro lugar, el más evidente, pero que hasta ahora las autoridades han pasado por alto: el aire que respiramos. Mañana, más detalles.

¿Por qué España, con confinamiento y mascarillas, sufre más la pandemia que Suecia, sin confinamiento ni mascarillas?

Hace unos días, con ocasión de un análisis encargado por otro medio sobre la respuesta de Suecia al coronavirus, tuve la oportunidad de estudiar más en detalle este caso, que solo conocía muy a grandes rasgos. Como sabrá quien haya seguido las noticias relativas a la pandemia, Suecia ha sido una excepción en el marco europeo por no haber impuesto confinamientos en ningún momento. Según los expertos en leyes, no era posible porque la Constitución allí impide restringir el libre movimiento de los ciudadanos en tiempos de paz; para confinar a la gente habría que decretar un estado de emergencia, y esto solo puede hacerse si el país está en guerra.

Pero el argumento legal parece más un pretexto que un impedimento, porque las medidas restrictivas obligatorias no estaban en la mente del hombre que dirige la respuesta sueca a la pandemia, el epidemiólogo jefe del estado, Anders Tegnell. Y no, no es correcto decir que es el Fernando Simón sueco; aquí no es Simón quien toma las decisiones, sino el gobierno. Simón es un científico con un papel científico que no forma parte del gobierno. Por ello, y le pese a quien le pese, cumple su papel al desaconsejar la entrada de turistas en España. Si cierto sector del empresariado turístico ha pedido su dimisión por ello es porque en este país no existe costumbre de escuchar a los científicos ni se comprende qué es la ciencia y cuál es su papel. Simón debería dimitir si precisamente hubiera dicho lo contrario, poniendo los criterios económicos por encima de lo que la ciencia aconseja para controlar la epidemia. Pero en último término, él no es quien decreta, impone ni manda.

(Nota al margen: aunque esto de comprender qué es la ciencia y saber separarlo de la política y de la economía no debería ir asociado a ideologías ni a bandos políticos, tristemente durante la pandemia se ha revelado una brecha alarmante. Me consta que científicos de ideas conservadoras quedaron profundamente decepcionados cuando el líder de la derecha acusó al gobierno de «parapetarse en la ciencia», y es evidente que el gobierno de la Comunidad de Madrid ignora los criterios científicos con decisiones como la de la famosa «cartilla cóvid»).

Pues bien, en Suecia, Tegnell es quien manda, hace y deshace, sin que en principio sus decisiones sean objetables ni rectificables por el gobierno. Tegnell decidió mantener abiertas las fronteras y los bares y restaurantes, y confiar la contención del brote en Suecia a la responsabilidad y la colaboración voluntaria de los ciudadanos. Dicen los expertos en ello que en aquel país existe una conciencia colectiva de protección nacional forjada en la Segunda Guerra Mundial. Y debe de ser así, porque los estudios muestran que un tercio de la población se confinó voluntariamente sin que nadie se lo impusiera.

Confinamiento voluntario: una calle de Estocolmo durante la pandemia de COVID-19. Imagen de I99pema / Wikipedia.

Confinamiento voluntario: una calle de Estocolmo durante la pandemia de COVID-19. Imagen de I99pema / Wikipedia.

La opción sueca no fue bien recibida entre los expertos, siempre dentro de la prudencia con la que suelen expresarse los científicos. Dentro del propio país hubo fuertes críticas, e incluso decenas de investigadores y médicos suecos se manifestaron de forma colectiva en contra de la estrategia de Tegnell a través de los medios.

Pero con el tiempo ya transcurrido, ¿qué dicen los números? Desde luego, no cabe duda de que los resultados hasta ahora son peores en Suecia que en otros países escandinavos, donde también se ha contemplado con mucho recelo la postura de su vecino rebelde.

Pero pese a ello, los datos de Suecia, siendo relativamente malos, son mejores que los de España. Aquí hemos tenido uno de los confinamientos más drásticos del mundo, una medida que logró doblegar la curva de contagios, pero que no evitó una de las peores cifras de muertes del planeta en esta primera fase, a fecha actual (más sobre esto en un rato). Hasta hace unos días, Suecia superaba a España en nuevos contagios por 100.000 habitantes. Pero cuando escribo estas líneas, las tornas se han invertido: hoy Suecia tiene (en los últimos 14 días) 31 casos por 100.000, España, 54. ¿Por qué tenemos más nuevos contagios incluso que un país donde casi todo ha seguido en todo momento funcionando con relativa normalidad y donde ni siquiera se aconseja el uso de mascarillas a la población?

Es cierto que la respuesta del gobierno español ha sido muy criticada aquí, pero también que, como he contado anteriormente, los estudios científicos internacionales que han emprendido análisis rigurosos comparativos con otros países nos han dejado en un lugar más mediocre tirando a malo que desastroso, como políticamente se ha intentado vender. Y también es cierto que, aun incluso si la actuación del gobierno hubiera sido tan catastrófica como algunos pretenden, ¿por qué ahora, que el control de la epidemia está mayoritariamente en manos de otros gobiernos distintos al del estado, las cifras no solo no mejoran, sino que empeoran? En los últimos días hemos escalado puestos en la lista europea de contagios por 100.000 habitantes. A fecha de hoy, solo Luxemburgo nos supera.

Lo cual nos lleva a una conclusión: algo está agravando la incidencia de la pandemia en España con respecto a otros países. Y hasta ahora, nadie parece tener una idea clara sobre qué puede ser. Es más, y como inmunólogo, hay algo que me atrevería a apostar (es solo una especulación, pero razonable por diversos motivos), y es que podemos darnos por afortunados por la ayuda del efecto verano, porque posiblemente las cifras que ahora tenemos serían mucho peores si hubiéramos entrado ya en el otoño.

Pero sí, además de culpar de todo al gobierno, lo segundo más fácil es culpar a la irresponsabilidad de la gente. Y probablemente la haya; quizá estemos aún más lejos de los suecos de lo que la mera distancia geográfica sugiere. Pero aunque medidas como la obligatoriedad de las mascarillas en toda circunstancia estén transmitiendo a los ciudadanos la idea de que esta es la clave necesaria y suficiente para acabar con el coronavirus, es necesario recordar una vez más que no es así.

Aquí he venido comentando lo más relevante que se ha ido publicando en las revistas científicas sobre la eficacia de las mascarillas. La mayor y más reciente aportación probablemente sea una gran revisión y meta-análisis (estudio de estudios) aparecido en junio en The Lancet. Otras revisiones anteriores debían basarse en estudios con otros virus. El nuevo trabajo ha repasado 172 estudios observacionales en 16 países y relativos en exclusiva al virus de la COVID-19 o a otros coronavirus, los del SARS y el MERS.

Conclusiones: la diferencia de riesgo entre usar mascarilla y no usarla es del 14%. La diferencia de riesgo entre dejar un metro de distancia y no dejarlo es del 10%. Y la diferencia de riesgo entre usar protección ocular y no usarla es también del 10% (y por cierto, ninguna autoridad parece haber reparado en esta medida de protección). Es decir, que ninguna de las medidas de por sí es la panacea. Según los autores, «incluso correctamente usadas y combinadas, ninguna de estas intervenciones ofrece protección completa, y otras medidas protectoras básicas (como la higiene de manos) son esenciales para reducir la transmisión».

Pero entonces, ¿qué hay de aquel estudio publicado en PNAS que identificaba el uso de mascarillas como la medida clave para acabar con el virus? Pues por el momento, una carta firmada por más de 40 expertos de primera fila ha pedido su retractación por metodología defectuosa y conclusiones insostenibles. Y, un momento, ¿qué hay de aquel otro publicado en Proceedings of the Royal Society A y muy divulgado, según el cual, se dijo, si todo el mundo utilizara mascarillas la pandemia acabaría rápidamente? La respuesta es que aquel estudio no calculaba la eficacia de las mascarillas; se limitaba a describir un modelo según el cual la epidemia se extinguiría si todo el mundo llevara mascarilla, suponiéndole a la mascarilla al menos un 75% de efectividad. Cosa que no parece ocurrir para la transmisión aérea del virus.

Aun así, algo es mejor que nada, ¿no? Por supuesto que lo es; siempre que se entienda que es solo eso: algo. Pero no este el mensaje que se transmite cuando se impone la obligatoriedad de llevar mascarilla también al aire libre y sin otras personas alrededor. Incluso con la transmisión aérea del coronavirus, una hipótesis que ha ganado fuerza en la comunidad científica, el epidemiólogo de Harvard Bill Hanage, defensor del uso de las mascarillas, advertía al New York Times que la gente «piensa y habla de la transmisión por el aire de una forma profundamente estúpida. Tenemos esta idea de que la transmisión aérea significa que hay gotitas viajando por el aire capaces de infectarte muchas horas después, flotando por las calles, a través de los buzones y colándose en los hogares por todas partes».

Y no funciona así, decía Hanage: incluso por el aire, el virus se transmite cuando existe una estrecha cercanía por tiempo prolongado y sobre todo en interiores. Hasta los expertos que han sido más ardientes defensores del uso universal de las mascarillas han abogado por su uso «en todos los lugares públicos, tales como comercios, transportes y edificios públicos». No en la calle.

Si algo conseguirá la obligatoriedad de su uso en todas partes, incluso al aire libre, será, si acaso, transmitir una falsa sensación de seguridad que lleve a la gente a asumir más riesgos, como ya han advertido algunos expertos: «Cuando la gente se siente más segura con una mascarilla, relaja otras formas de prevención, como el lavado de manos o la distancia social. En el peor de los casos, el riesgo de infección podría de hecho aumentar», escriben Alex Horenstein y Konrad Grabiszewski en The Conversation. Las mascarillas pueden ayudar, utilizadas hasta cierto punto; más allá de ese punto, son inútiles, o hasta perjudiciales, según Horenstein y Grabiszewski. Repito algo ya dicho aquí: no son las mascarillas lo que nos sacará de esto, sino la inmunidad.

Pero volvamos al caso sueco: más arriba he señalado que, tanto para Suecia como para España o cualquier otro lugar, hablamos de las cifras y los datos hasta ahora. Pero si precisamente algo tenía claro Tegnell cuando diseñó su estrategia es algo que todos los expertos también asumen, aunque quizá aún no haya calado en la calle y en los medios, donde aún se discute si rebrotes o si segunda oleada: el epidemiólogo sueco dijo en su día que la lucha contra el virus no es un esprint, sino una maratón. Y que por lo tanto, las medidas adoptadas debían ser sostenibles a muy largo plazo.

Evidentemente, los confinamientos no son sostenibles a largo plazo, ni los cierres de fronteras o de establecimientos. Ni llevar una mascarilla en todo momento, siempre que estemos fuera de casa, todos los días de nuestra vida durante los años que dure esta pandemia. Entre el cero y el infinito suele haber opciones intermedias bastante razonables y prácticas.

Y teniendo en cuenta que esto va para largo, para muy, muy largo, hablar ahora de los datos de unos países u otros con la foto fija actual, o la de hace dos meses, o la de dentro de dos meses, como si fueran cifras finales, sencillamente no tiene sentido. Solo el tiempo, con el fin de la pandemia, probablemente a años vista, dirá si Tegnell acertó o cometió un error histórico. Y si a la larga las cifras españolas continuarán siendo tan comparativamente malas. Y quizá, esperemos, nos revele por qué el coronavirus parece ensañarse especialmente con nuestro país.

Según un próximo estudio, Madrid podría estar cerca de la inmunidad grupal (pero otros expertos no están de acuerdo)

La pandemia de la enfermedad del coronavirus (cóvid, COronaVIrus Disease) ha llevado a muchas personas a familiarizarse con conceptos científicos que habrían preferido seguir ignorando, ya que evidentemente no es esta la manera que ninguno quisiéramos de aprender ciencia. Pero también es evidente que muchos de los recién llegados a sus primeros pasos en alfabetización científica aún no comprenden, porque quizá nadie se lo ha explicado y quizá ellos tampoco han buscado esta explicación, que la ciencia no solo no lo sabe todo, sino que avanza por ensayo y error, equivocándose y corrigiéndose.

La falta de conocimiento sobre esta naturaleza de la ciencia se ha manifestado infinidad de veces a lo largo de estos meses, con las diatribas hacia Fernando Simón por responder «no sé» –una expresión que para los científicos es, más que habitual, el principio motor de su trabajo– o con las críticas a los científicos por las frecuentes dudas y equivocaciones / rectificaciones sobre los pormenores del virus y su enfermedad, algo que está en la propia esencia de la ciencia.

Así, si algo debería quedar claro para quienes tratan de seguir la información científica sobre la evolución de la pandemia, es que esto no son unas elecciones; no es un proceso humano cuyas reglas las marcamos nosotros, sino un fenómeno natural cuyas reglas tienen que desentrañarse. Y que por lo tanto, cuando algo se divulga en los medios como sabido, es necesario preguntarse: ¿cómo de sabido es?

No todo lo que dicen los científicos alcanza el mismo nivel de certidumbre: en una escala de menos a más, lo que menos credibilidad tiene es la voz del experto, ya que puede tratarse de una simple opinión informada, pero opinión al fin y al cabo. Y a partir de ahí, el grado de confianza crece a lo largo de la escala: informe o documento de trabajo — estudio científico — estudio científico publicado — varios estudios científicos publicados — metaestudio — varios metaestudios — consenso científico.

Por ejemplo, un concepto al que popularmente se le ha supuesto un mayor nivel de certeza del que realmente tiene es el de la inmunidad grupal, o mal llamada inmunidad de rebaño (por traducción literal del inglés «herd»; aunque inicialmente se describió en ratones, «herd» se aplica también a una multitud humana, mientras que en castellano el término «rebaño» solo se utiliza para los humanos en sentido peyorativo).

Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Muchos han aprendido que existe un porcentaje de inmunidad en la población, ya sea por vacunación o por haber pasado la infección, que protege a la comunidad en su conjunto. Esto es cierto. Pero hay dos errores comunes relativos a la inmunidad grupal. El primero es pensar que cada uno de nosotros, individuos, estaremos protegidos contra el contagio una vez que se alcance ese listón. No es así; cuando se llega a la inmunidad grupal, el virus continúa extendiéndose, y aún infectará a a una buena parte adicional de la población. La inmunidad grupal no es un concepto clínico, sino epidemiológico; solo significa que a partir de entonces la curva de contagios descenderá en lugar de ascender.

El segundo error es pensar que se conoce cuál es el porcentaje necesario para alcanzar inmunidad grupal al coronavirus SARS-CoV-2. En los medios se ha repetido una cifra que ha calado: 60%. Este número no lo ha inventado alguien mirando el vuelo de los vencejos, sino que se obtiene de una sencilla fórmula cuya única variable es la tasa de reproducción general básica del virus en una población que se enfrenta a él por primera vez; lo que se llama R0.

Para el virus SARS-CoV-2 se ha estimado un R0 de entre 2,5 y 3. Esto significa que, en la población general al comienzo del brote, cada contagiado infecta a entre 2,5 y 3 personas. La fórmula para calcular el porcentaje necesario para la inmunidad grupal es:

Umbral de Inmunidad Grupal = 1 − 1/R0

Es decir, que para un R0 de 2,5, el resultado es claro: 0,6, o un 60%.

Solo que la fórmula no sirve. Ni siquiera la R0 sirve. Debemos tener en cuenta que la epidemiología, como ciencia que es, funciona a base de predicciones. Pero las predicciones no necesariamente aciertan; deben contrastarse con los resultados reales para saber si el modelo es correcto o si –ensayo y error– debe rectificarse y mejorarse. Y a pesar de que las grandes epidemias no son algo en absoluto desconocido para la ciencia moderna, lo que sí es nuevo es el nivel de atención científica que se está dedicando a esta pandemia. Y los estudios están revelando que ciertas predicciones se basaban en modelos incompletos o mejorables.

Para empezar, la R0. Este numerito ha llegado a difundirse tanto en los medios que los expertos han tenido que salir a derribarlo del pedestal: primero, el «0» de la R0 se refiere al tiempo cero de la infección. Es obvio que ese momento ya lo dejamos atrás hace meses, por lo que no tiene sentido seguir hablando de R0; para momentos posteriores se habla de Rt, siendo t el tiempo de la infección en una población. Pero los expertos están también aclarando que en realidad la Rt puede variar enormemente de unos lugares a otros, de unas poblaciones a otras, de unas situaciones a otras, por lo que hablar de una Rt general para la pandemia puede tener valor científico, pero su valor predictivo práctico es nulo. Hay que tener en cuenta que conceptos como la Rt y la R0 se definieron en estudios experimentales con infecciones en animales en un laboratorio; los epidemiólogos llevan meses insistiendo en que una infección natural en las complejas poblaciones humanas es algo completamente diferente.

Uno de los factores que tira por los suelos las estimaciones de un Rt y, en consecuencia, los cálculos del porcentaje de inmunidad poblacional, es algo que los expertos están discutiendo intensamente en los medios científicos: la heterogeneidad de susceptibilidad en la población. Es decir, que no todos somos igualmente susceptibles a la infección por el virus, algo que lleva observándose consistentemente a lo largo de la pandemia: los niños son mucho menos susceptibles que los adultos (en torno a la mitad, según algunos estudios), y hay parejas o familias en las que solo uno de sus miembros resulta contagiado, a pesar de que todos han convivido sin aislarse.

La heterogeneidad de susceptibilidad es clave a la hora de entender cómo va a progresar la pandemia en los próximos meses y años, porque es razonable pensar que la primera oleada ha infectado sobre todo a las personas más susceptibles; dos personas pueden haber estado expuestas en idénticas condiciones a un mismo foco de contagio, y sin embargo solo una de ellas ha contraído el virus. Esto no es necesariamente una resistencia, ya que quizá se trate solo de que la otra persona necesita una exposición más prolongada o una mayor dosis del virus para infectarse. Pero si caen primero los más susceptibles, está claro que en posteriores oleadas y rebrotes el ritmo de propagación descenderá.

Y por lo tanto, esto influirá también en la inmunidad grupal, ya que si con el tiempo las personas que van quedando sin infectar son las menos susceptibles, entonces el porcentaje necesario para alcanzar esa inmunidad grupal será menor de ese 60%, incluso mucho menor. Por ejemplo, un reciente estudio en la revista Science que incluía la heterogeneidad en sus modelos llegaba a una estimación del 43% para la inmunidad grupal. Sin embargo, los autores advertían: «Nuestra estimación debería interpretarse como una ilustración de cómo la heterogeneidad de la población afecta a la inmunidad grupal, más que como un valor exacto o siquiera una buena estimación».

Pero podría ser aún menor. Otro estudio aún sin publicar, dirigido por la matemática epidemióloga de la Universidad de Strathclyde (Reino Unido) Gabriela Gomes, ha tomado el valor de R0 de entre 2,5 y 3, según lo publicado, pero ha introducido un coeficiente de variación de heterogeneidad de entre 0 y 4. En su valor más alto, con una heterogeneidad de 4, el umbral de la inmunidad grupal desciende a menos del 10%. Sin embargo, Gomes y sus colaboradores advierten: en realidad, aún no se sabe cuán variable es la población humana a la susceptibilidad al coronavirus.

Para su estudio, los autores tomaban como ejemplo la evolución de la epidemia en Italia y Austria. Pero en un reportaje en la revista de ciencia popular Quanta Magazine, Gomes cuenta que actualmente su equipo está actualizando su preprint (estudio aún no publicado) con datos de España, Portugal, Bélgica e Inglaterra. Y esto es lo que comenta Gomes a la revista: «Estamos llegando a la conclusión de que las regiones más afectadas, como Madrid, podrían estar cerca de llegar a la inmunidad grupal». Recordemos que Madrid supera el 11% de seroprevalencia, según el estudio ENE-COVID del Instituto de Salud Carlos III.

Para conocer datos más concretos, tendremos que esperar a la actualización del estudio. Y para que este alcance un nivel de credibilidad adecuado, tendremos que esperar a que se publique después de la necesaria revisión por pares. Pero incluso en este caso, toda la explicación anterior debería servir para que se comprenda bien que este es un terreno en el que aún no hay absolutamente ninguna certeza. En el mismo reportaje de Quanta, otros expertos discrepan de las conclusiones de Gomes. Jeffrey Shaman, de la Universidad de Columbia, dice que el bajo umbral sugerido por Gomes «no es consistente con otros virus respiratorios. No es consistente con la gripe. ¿Por qué iba a comportarse [la inmunidad grupal] de forma diferente con un virus respiratorio y con otro?».

De hecho, tanto es lo que aún no se sabe sobre esta cuestión que el director de la revista Science, H. Holden Thorp, decía en su blog que entre los responsables de la publicación se discutió mucho si era conveniente publicar el estudio que rebajaba la inmunidad grupal del 60 al 43%, ya que pensaron que la divulgación de este dato a través de los medios y al público en general podría llevar a muchas personas a interpretarlo erróneamente como una certeza, y a que se despreciaran las medidas de seguridad en la falsa creencia de que estamos más cerca de la inmunidad grupal. Por el momento, y mientras la ciencia continúa con su proceso natural de ensayo y error, lo único que va a protegernos del contagio es lo que ya sabemos: mascarillas, distancia, higiene de manos…

Así es como un test de anticuerpos de COVID-19 fiable al 98% puede dar más de una cuarta parte de falsos positivos

En esta pandemia, pocas son las voces que públicamente se han acordado de lanzar alguna palabra de agradecimiento y de ánimo a los únicos que nos sacarán de esto, y que también han trabajado sin descanso durante jornadas interminables, semanas de confinamiento y meses de epidemia: los científicos.

Desde antes incluso de que la cóvid comenzara a extenderse por el mundo, infectólogos, virólogos, microbiólogos, epidemiólogos, inmunólogos, farmacólogos, bioinformáticos y otros especialistas dejaron lo que estaban haciendo hasta entonces para dedicarse en cuerpo y alma al SARS-CoV-2 y sus misterios. Pero cuando el brote se convirtió en un problema global, incluso innumerables investigadores en áreas no relacionadas pusieron sus conocimientos al servicio del problema que nos ha tocado vivir: entre otros que ahora probablemente me dejo fuera, neurobiólogos, matemáticos, científicos computacionales, físicos, psicólogos, sociólogos, economistas académicos y otros científicos sociales. Los dos cofundadores españoles de una red internacional de científicos que prestan su apoyo desinteresado a numerosos proyectos de investigación contra la pandemia son expertos en conducta animal; nada que ver con los virus.

Vaya esta introducción para resaltar que, cuando hasta ahora hemos visto, y cuando a partir de ahora veamos, un nuevo avance contra el virus o su enfermedad, nada de ello será producto de un “eureka” que a alguien le sobrevino ayer por la noche durante un sueño de borrachera, sino de meses de trabajo, trabajo, trabajo y trabajo de científicos, durante noches, fines de semana y festivos, no solo sin recibir ningún tipo de aplauso de nadie, sino además a menudo siendo el objeto de ese gran mantra del cuñadismo universal según el cual los científicos “no tienen ni idea”.

Uno de esos productos del intenso y callado trabajo en la sombra de muchos científicos lo hemos conocido en estos días: el CSIC ha desarrollado un test serológico para detectar anticuerpos contra el SARS-CoV-2, que podrá adaptarse tanto para un ensayo de laboratorio más preciso –lo que se conoce como un ELISA o EIA, una prueba que comenzó a utilizarse en los años 70 y se popularizó en los 80 por su aplicación al VIH/sida– o en los test directos al consumidor que la prensa ha dado en llamar test rápidos, esos que vienen en cartuchos de plástico como los de embarazo.

Es una magnífica noticia, tanto para el mundo en general, que ahora dispondrá de una alternativa más y de calidad para el diagnóstico serológico, como para la ciencia española. Pero creo que merece la pena puntualizar aquí un aspecto de la información tal y como se ha difundido. El CSIC ha explicado que el test tiene al menos “un 98% de fiabilidad”, y esto es estupendo, ya que supera a algunos de los test disponibles que se han venido utilizando en ciertos países.

Pero en algunos medios se ha dicho que la fiabilidad del test es casi del 100%. Y esto no es cierto. Si se dijera (dato que me invento como ejemplo) que al 98% de las personas les gusta el chocolate, podríamos decir que casi al 100% de las personas les gusta el chocolate. Pero en el caso que nos ocupa, no puede decirse que la fiabilidad del test es casi del 100%, ya que entre el 98% y el 100% hay una diferencia mucho mayor de lo que podría parecer; como paso a explicar, un test fiable al 98% puede dar más de una cuarta parte de falsos positivos.

Imagen de pixabay.

Imagen de pixabay.

Los test como estos se rigen por dos parámetros: especificidad y sensibilidad. La primera consiste en que detecte lo que debe detectar y no otra cosa; es decir, que no dé falsos positivos. La segunda significa que detecte lo que debe detectar siempre que esto esté presente; es decir, que no dé falsos negativos.

El test ideal deberá tener una especificidad y una sensibilidad superiores al 99%, lo más próximas que sea posible al 100%. Y el motivo por el que esto es tan importante es algo que diversos expertos se han preocupado de explicar a lo largo de esta pandemia. Por ejemplo, tomo el esquema de esta explicación de lo expuesto por el biólogo matemático Christian Yates, autor del libro The Maths of Life and Death.

Hasta donde sé, el CSIC no ha explicado concretamente si el 98% de la fiabilidad de su test se aplica tanto a la especificidad como a la sensibilidad. Pero supongamos que es así (entiéndase bien que esto no trata de valorar el test del CSIC de otro modo que como el magnífico logro que es; trata sobre ese «casi 100%» que algunos medios se han tomado la libertad de interpretar por su cuenta). La clave de lo que sigue es que la inmensa mayoría de la población no ha sido infectada por el virus SARS-CoV-2, y son los falsos positivos (detección de otros anticuerpos diferentes, por ejemplo frente a otros coronavirus) en esta gran población que no ha pasado la enfermedad los que crean el problema.

Según el estudio de seroprevalencia en España ENE-COVID del Instituto de Salud Carlos III, que acaba de hacer pública su tercera oleada (y, por cierto, cuyo buen hacer ha merecido la publicación de su estudio en la revista The Lancet, el máximo nivel de la ciencia médica en el mundo), en España existe aproximadamente un 5% de población que ha pasado la infección por el SARS-CoV-2.

Tomemos este dato como punto de partida, es decir, como reflejo de la realidad (sin contar con que este propio testado viene afectado por el error que vamos a describir). Así, suponiendo una población de 10.000 personas, tendríamos 500 que han pasado la infección, y 9.500 que no lo habrían hecho. Pero veamos que nos diría un test: si a todas ellas les aplicáramos una prueba serológica con un 98% de especificidad y sensibilidad, obtendríamos un test positivo en 490 de los 500 (98%) que han pasado la infección; los 10 restantes darían un falso negativo. En cuanto a los 9.500 que no han pasado la infección, obtendríamos un test negativo en 9.310 casos; para los 190 restantes obtendríamos un falso positivo.

Es decir, que de un total de 490 + 190 = 680 test positivos, ¿qué proporción realmente serían positivos de verdad, es decir, que han pasado la enfermedad y han seroconvertido (tienen anticuerpos)? Respuesta: el 72%. O, al revés, ¿cuántos serían falsos positivos? Respuesta: el 28%. Es decir, que más de una de cada cuatro personas diagnosticadas como seroconvertidas en realidad jamás habría tenido el virus. Si la fiabilidad del test mejorara hasta al menos un 99%, el porcentaje de falsos positivos se reduciría al 16%; en este caso, solo un 1% de mejora supone una gran diferencia.

Naturalmente, un segundo test ayudaría a disminuir este voluminoso error, pero siempre que el segundo test fuera independiente y distinto; si el error estuviera en un falso positivo porque el antígeno del test detectara anticuerpos contra otros coronavirus distintos del SARS-CoV-2, el mismo error se arrastraría en un segundo test.

Este es uno de los varios motivos por los que numerosos expertos han venido criticando la nefasta idea de crear los llamados “pasaportes de inmunidad”, un papel que certifique a una persona como inmune al virus. Por supuesto, la primera objeción es que la inmunidad al virus aún no se conoce: no se sabe si las personas seroconvertidas tienen anticuerpos capaces de neutralizar el virus, cuánto ni por cuánto tiempo, ni si las personas con anticuerpos no neutralizantes podrían estar inmunizadas, cuánto ni por cuánto tiempo, ni si otros mecanismos inmunitarios no dependientes de anticuerpos podrían ofrecer inmunidad, cuánto y por cuánto tiempo; todavía no existe un correlato de protección inmunitaria para el SARS-CoV-2, un estándar que permita afirmar quiénes están inmunizados y quiénes no.

Pero es que, además, una de cada cuatro personas portadoras de ese papel en realidad sería tan susceptible a contraer la enfermedad como cualquier otra, y por lo tanto también una potencial fuente de contagio para los demás, sobre todo si su falsa creencia de ser inmune la llevara a abandonar las precauciones debidas para contener la infección, como la distancia social o el uso de mascarillas.

La mortalidad por COVID-19 en España podría llegar a ser la cuarta mayor del mundo, según un estudio

«Echando la vista atrás a esta pandemia que hemos sufrido…». Este mensaje, fraseado con estas u otras palabras, lleva semanas propagándose a través de numerosos medios y en boca o pluma de infinidad de comunicadores. Se habla en pasado. Se tratan las cifras (reales, supuestas o inventadas) como si fueran las definitivas y cerradas; como si se hablara de un terremoto o un atentado terrorista. Se valora la gestión de la pandemia, no solo según criterios que ignoran la ciencia, sino además dando por hecho que lo ocurrido hasta ahora es todo lo que va a ocurrir, salvando algún fleco de poca importancia (rebrotes aislados) que pueda caer por el borde de una carpeta, por lo demás, ya cerrada.

Esto es más alarmante que la alarma del estado de alarma: la epidemia crece a marchas forzadas en muchos países de un mundo globalizado. España tuvo un inicio explosivo del brote y entonces muchos elogiaron la respuesta de Portugal, que “se había librado” del virus. Ahora Portugal tiene entre cuatro y cinco veces más nuevos casos por 100.000 habitantes que España. En EEUU y Latinoamérica, donde la expansión aún era escasa cuando aquí estábamos en pleno crecimiento, ahora la epidemia es rampante. En marzo los extranjeros se marchaban de España creyendo que en sus países estarían a salvo; muchos de esos países ahora están en la fase más virulenta.

Como conté aquí, un investigador de la Clínica Mayo de EEUU que dirige ensayos de tratamientos contra la cóvid ha dicho que, una vez superada la primera oleada del virus, probablemente aún quede por delante un número de muertes similar al que ya se ha producido. Que esto cale: según un experto, si hasta ahora la pandemia ha dejado en un país x muertes, al final de la pandemia habrá 2x.

Una pandemia es un proceso largo y en constante evolución. Su ciclo completo se mide en años, no en meses. Los países que lograron inicialmente contener la infección tienen ahora más porcentaje de población susceptible que aquellos que tuvieron un comienzo más explosivo, y por lo tanto es probable que sufran más contagios en el futuro mientras no existan vacunas capaces de detener la propagación.

Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Imagen de Efe / 20Minutos.es.

La histeria nuestra de cada semana ha sido, en esta última, la de los controles en el aeropuerto de Barajas. Pero la única manera de contener la entrada de un virus por el aeropuerto es cerrar el aeropuerto: parece que, pese a toda la información difundida en los pasados meses, aún no acaba de entenderse que una gran proporción de los contagios proceden de infectados que nunca desarrollan síntomas o que aún no los han desarrollado. No tienen fiebre. Los controles de temperatura son inútiles.

Pensar en hacer un test por PCR a cada viajero que llega no solo es de risa, sino además un agravio contra los ciudadanos del país que no viajan en avión. Exigir que los propios pasajeros lleguen con sus propios resultados bajo el brazo es lo que les faltaba a aquellos que apenas han podido llegar a pagarse el billete de avión. Y la posibilidad de falsificar un informe es infinitamente más atractiva que la de hacerse un test real.

Y no: aunque perder virulencia es una posibilidad en la evolución de los virus, hasta ahora no hay ninguna evidencia científica de que esto haya sucedido. De hecho, los virólogos dicen que con las medidas de confinamiento hemos congelado la evolución natural del virus. Y que solo existe una única cepa del SARS-CoV-2.

De lo anterior hay una conclusión inmediata, y es algo también repetido: que no debe bajarse la guardia. Aunque aún no hay pruebas científicas sólidas e inequívocas de que el verano pueda reducir la expansión de la pandemia, a estas teclas hay un inmunólogo que ha defendido que los estudios virológicos no tienen en cuenta la inmunidad estacional, y que si esta podría explicar aquello que se escapa sobre la estacionalidad de otras enfermedades infecciosas, también podría ser un factor no considerado en las predicciones del comportamiento de la epidemia en verano. Pero si este fuera el caso, después del verano llegará el otoño.

Sin embargo, hay otra conclusión menos inmediata, y es que no puede permitirse que ciertos intereses ideológicos, de un bando o del otro, construyan un relato basado en datos parciales, manipulados o falsos. La verdad está en los estudios científicos revisados por pares y publicados. Un segundo nivel menos fiable está en los estudios científicos divulgados antes de su revisión por pares o preprints, que han proliferado por la urgencia de la pandemia (aunque muchos han malignizado estos estudios, también los datos hablan: se han retractado más estudios publicados sobre la cóvid que preprints); aún no han sido revisados, pero se hacen con el propósito de ir a revisión, por lo que tampoco son comparables a un reportaje o unos gráficos del Economist o del Wall Street Journal. Estos podrán llevar detrás un trabajo serio y solvente, nadie lo duda. Pero no son estudios científicos. Los estudios científicos se publican en las revistas científicas.

Lo que se cuenta en este blog, salvo cuando se indica lo contrario, son los estudios científicos. Y guste o duela, esta es la verdad: como conté aquí, un amplio y riguroso estudio internacional firmado por 58 expertos, y que ha comparado los datos de 11 países europeos en esta primera fase de la pandemia, revela que la gestión en España (sin distinguir entre todas las administraciones implicadas) ha sido mediocre; ni excelente, como algunos defienden, ni desastrosa, como aseguran otros.

Una amiga me preguntaba si no temía que me miraran mal este verano por ser español, si viajo al extranjero. No entendí la pregunta. Cuando me lo explicó, temí que ella se hubiera dejado seducir por cierta narrativa ideológica de consumo interno que achaca a España la peor respuesta a la pandemia en todo el mundo. Sorpresa: fuera de España, nadie con credenciales científicas ha dicho esto. En general, los reportajes publicados en revistas como Science o Nature sobre la gestión de la pandemia en el mundo apenas prestan atención al caso de España. Como mucho, se limitan a mencionarlo equiparándolo a otro caso que sí se ha analizado más en profundidad, el de Italia; países que reaccionaron tarde y donde el crecimiento inicial del brote fue muy rápido. La pregunta de mi amiga me recordó a la crítica que un antiguo amigo argentino hacía de sus propios compatriotas, quienes, según él, solían preguntar en sus países de acogida qué pensaban allí de los argentinos, como si todo el mundo tuviera que pensar en los argentinos.

También es falso que la mortalidad de la epidemia en España sea la mayor del mundo, como ha llegado a escucharse y hasta a publicarse. Los datos científicos no dicen esto. En el estudio citado más arriba que comparaba varios países europeos, España figura en quinto lugar de 11 en cuanto a letalidad del virus entre el total de infectados. Curiosamente, Alemania, un país con tasas de contagio hasta ahora mucho menores que las nuestras, en cambio tiene un porcentaje de mortalidad casi dos décimas superior. Un preprint de la Universidad de Stanford sitúa a España en el puesto 23 del mundo en cuanto a mortalidad del virus. Un informe (no estudio publicado) de la Universidad de Oxford coloca a España en el noveno puesto de mortalidad entre los enfermos (en este caso, no el total de infectados). Otro informe del Center for Global Development y la Universidad de Estocolmo sitúa la mortalidad en España a la par con la de otros países europeos.

Mapa que muestra los nuevos casos de COVID-19 acumulados en cada país por cada 100.000 habitantes en los últimos 14 días. Imagen de eCDC.

Mapa que muestra los nuevos casos de COVID-19 acumulados en cada país por cada 100.000 habitantes en los últimos 14 días. Imagen de eCDC.

Pero hay otra novedad para alarmarse, y es que España sí corre un riesgo real de convertirse, a lo largo de todo el ciclo de la pandemia, en uno de los países del mundo con mayor mortalidad por la cóvid. Esta es la conclusión de un estudio de la Universidad Autónoma de Barcelona, el Centro de Estudios Demográficos de Cataluña y la Universidad del Sur de Dinamarca, publicado en la revista PNAS. Teniendo en cuenta que las personas de mayor edad son las más vulnerables a sucumbir al virus, los autores han evaluado el riesgo de mortalidad en cada país según dos variables, la estructura de edad de la población y la frecuencia con que generaciones distintas conviven en el mismo hogar.

El resultado: después de Grecia, Italia y Portugal, España es el cuarto país del mundo (empatada con Rumanía) con mayor riesgo de mortalidad por cóvid. En concreto, y suponiendo un 10% de la población contagiada y su posterior transmisión dentro de los hogares, el estudio calcula para España unas 220 muertes por 100.000 habitantes; para el total de 47.000.000 de habitantes, más de 100.000 muertos.

Los autores explican que Asia y África tienen mucha convivencia entre generaciones, pero poblaciones predominantemente jóvenes, mientras que la mayoría de los países occidentales tienen poblaciones envejecidas, pero poca convivencia intergeneracional. El sur de Europa combina ambos factores de riesgo: poblaciones envejecidas y mucha convivencia intergeneracional. Los autores estiman que proteger a las personas mayores de la infección sería más eficaz en países como Francia, donde con más frecuencia estas conviven entre sí, pero los países mediterráneos se enfrentan a un doble reto, porque los ancianos están más expuestos al contagio por miembros más jóvenes de su familia que conviven con ellos.

Al menos, no todo son malas noticias. Otro estudio reciente publicado en The Lancet Global Health por investigadores de la London School of Hygiene & Tropical Medicine y otras instituciones de Reino Unido, China y EEUU ha valorado el porcentaje de población en riesgo grave de cóvid en cada país, pero en este caso atendiendo al criterio de la edad y a la presencia en la población de otras dolencias previas que aumentan la vulnerabilidad al virus, como la diabetes o las enfermedades cardiovasculares, respiratorias o renales.

Según estos criterios, no salimos tan mal parados. En general, Europa y Norteamérica superan netamente a África, Asia y Oceanía en cuanto a porcentaje de población de riesgo. Pero dentro de Europa, España ocupa el puesto 34 de 39 en población de riesgo; solo Suiza, Noruega, Francia, Irlanda e Islandia tienen menos proporción de población con alto riesgo de sufrir cóvid grave que España. Incluso con nuestra población envejecida, nuestros altos niveles de salud, que nos sitúan entre los países más sanos del mundo, consiguen compensar en buena medida el riesgo del virus.

Acierten más o menos las previsiones de estos modelos, la conclusión que no debe perderse de vista es que aún queda mucha pandemia por delante, y que sería conveniente acostumbrarnos a hablar en presente y a mirar hacia el futuro, porque esto es algo de lo que no vamos a librarnos fácilmente. Desde que a los inicialmente más escépticos los datos nos quitaron la razón y nos convencieron de que esto era mucho más grave de lo que creíamos, vengo contando aquí una visión en la que han coincidido muchos epidemiólogos: tarde o temprano, hagamos lo que hagamos, y sin vacunas eficaces mediante, este virus podría llegar a infectar a una gran mayoría de la población mundial. Lo cual, como contaré mañana, no debería incitarnos a tirar la toalla/mascarilla y olvidarnos de las medidas de seguridad, sino todo lo contrario: a aceptar que ahora son parte de nuestra vida.

Así es como realmente lo ha hecho España en esta primera oleada de la pandemia, según la ciencia

Un hermano mío, aficionado a la política, me contaba que había estado escuchando en la misma mañana dos emisoras de radio de trincheras opuestas, y que su sensación fue que hablaban de dos países distintos. En una de ellas solo se hablaba del 8-M, mientras que en la otra el único tema era el de las residencias de ancianos en la Comunidad de Madrid.

Durante esta pandemia del coronavirus SARS-CoV-2, causante de la COVID-19, vivimos una inflamación extrema del enfrentamiento entre esos dos bandos. Cada uno está tratando de escribir su propia historia sobre lo que está ocurriendo, y corremos un serio riesgo de que los relatos que acaben perdurando se limiten a transmitir juicios de valor ideológicos prescindiendo de los hechos. Los juicios de valor son libres, pero los hechos no lo son. Los hechos son el territorio de la ciencia. Y los hechos cuentan una historia objetiva.

Varias personas disfrutan del domingo junto al Lago de la Casa de Campo, en Madrid. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Varias personas disfrutan del domingo junto al Lago de la Casa de Campo, en Madrid. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

La historia objetiva que vengo a contar hoy es esta: un estudio publicado en Nature por 58 científicos del Imperial College London (ICL) y las universidades de Oxford, Sussex y Brown (EEUU) ha utilizado el modelo epidemiológico predictivo desarrollado por el ICL para estimar cuál ha sido el resultado de las intervenciones no farmacológicas adoptadas contra la COVID-19 en 11 países europeos. Es decir, los confinamientos, las cuarentenas, los cierres de centros educativos, etcétera.

El modelo llega a la conclusión de que en todos los países las medidas adoptadas han logrado controlar la epidemia, reduciendo la tasa de reproducción del virus (número de personas a las que contagia cada infectado) por debajo de 1 (desde un valor inicial estimado de 3,8), y evitando en los 11 países analizados un total de 3.100.000 muertes.

El estudio analiza la situación país por país. La primera estimación que arroja el modelo es el porcentaje de población infectada en cada país. Aquí somos los segundos, con un 5,5% (un dato que cuadra con el del estudio de seroprevalencia del Instituto de Salud Carlos III), solo por debajo de Bélgica (8%) y por delante de Reino Unido (5,1%), Italia (4,6%), Suecia (3,7%), Francia (3,4%), Suiza (1,9%), Dinamarca (1,0%), Alemania (0,85%), Austria (0,76%) y Noruega (0,46%).

Estimación del porcentaje de población infectada por el SARS-CoV-2 por países a 4 de mayo. Imagen de Flaxman et el., Nature 2020.

Estimación del porcentaje de población infectada por el SARS-CoV-2 por países a 4 de mayo. Imagen de Flaxman et el., Nature 2020.

El estudio detalla las medidas adoptadas en cada país y cuándo se tomaron, lo que podría relacionarse con la extensión de la infección en cada caso. Como se ve en el gráfico, Suiza y Alemania comenzaron aislando los casos de COVID-19, lo que aparentemente les dio muy buenos resultados. En cambio, Austria llegó mucho más tarde a esta medida, y sin embargo ha mantenido un nivel de contagios muy bajo. España fue el segundo país en decretar el confinamiento después de Italia, y también el segundo en cerrar las escuelas junto con Dinamarca y Noruega, pero en cambio nos retrasamos en la prohibición de actos públicos y fuimos los últimos en el aislamiento de casos.

Calendario de las medidas adoptadas en marzo de 2020 por 11 países europeos contra la pandemia del SARS-CoV-2. Imagen de Flaxman et al., Nature 2020.

Calendario de las medidas adoptadas en marzo de 2020 por 11 países europeos contra la pandemia del SARS-CoV-2. Imagen de Flaxman et al., Nature 2020.

Otra estimación clave del modelo es el número de muertes que las medidas adoptadas han evitado en cada país. Frente a cierta demagogia extendida, la noticia fresca es que no matan los gobiernos: ni el de España, ni el de la Comunidad de Madrid, ni ningún otro; mata el virus. En todos los países, las medidas implantadas para frenar la pandemia han salvado vidas.

Otra cuestión es cuántas muertes se han evitado en cada caso, y aquí también hay diferencias entre países, según se muestra en esta tabla (véase que en todos los casos, incluyendo a España, la cifra de muertes estimadas por el modelo se corresponde bastante bien con las observadas: los autores reconocen que probablemente hay una subestimación del número de muertes, pero que afecta a todos los países por igual):

Muertes observadas, estimadas y evitadas estimadas por el SARS-CoV-2 en 11 países europeos a 4 de mayo. Imagen de Flaxman et al., Nature 2020.

Muertes observadas, estimadas y evitadas estimadas por el SARS-CoV-2 en 11 países europeos a 4 de mayo. Imagen de Flaxman et al., Nature 2020.

Según el estudio, las medidas adoptadas en España han salvado 450.000 vidas. Esto nos sitúa en un discreto quinto puesto en número de muertes evitadas, por debajo de Francia, Italia, Alemania y Reino Unido, y por delante de Bélgica, Austria, Suiza, Dinamarca, Suecia y Noruega.

Pero, lógicamente, para ser justos, esta cifra debería situarse en el contexto del número de muertes ocurridas en cada país, lo que nos daría una idea de la eficiencia de las medidas en unos países y en otros. Los autores no hacen este cálculo, ya que no se trata de un coeficiente riguroso, pero podemos hacerlo nosotros para responder a la pregunta: ¿cuántas vidas más se han salvado de las que se han perdido?

El resultado es que en España se han evitado 18 veces más muertes de las ocurridas, lo cual nos sitúa en una posición más baja, los octavos de 11, por detrás de Austria (con un impresionante resultado de 108 veces más vidas salvadas que perdidas), Alemania (82), Dinamarca (69), Noruega (58), Suiza (35), Francia (27) e Italia (22), y por delante de Reino Unido (16), Bélgica (14) y Suecia (9).

Por último, otro dato interesante del estudio es la letalidad del virus en distintos países en términos de Infection Fatality Rate, o mortalidad entre los infectados, con o sin síntomas. No hay grandes diferencias entre países: Francia, Italia y Alemania tienen tasas de mortalidad ligeramente mayores que el resto, con España en el quinto puesto.

  • Francia: 1,26%
  • Italia: 1,24%
  • Alemania: 1,23%
  • Bélgica: 1,10%
  • España: 1,08%
  • Reino Unido: 1,04%
  • Austria: 1,04%
  • Suecia: 1,03%
  • Suiza: 1,02%
  • Dinamarca: 1,02%
  • Noruega: 0,91%

En resumen, y dejando aparte sesgos ideológicos y demagogias, las cifras hablan. Con todo lo anterior, no parece descabellado concluir que la gestión de España en esta primera fase de la pandemia no ha sido ni tan brillante como unos defienden, ni tan desastrosa como otros pretenden. Por supuesto, es de suponer que una adopción más temprana de las medidas habría evitado más muertes. Pero como decía en una entrevista la viróloga Marga del Val, coordinadora de la plataforma del CSIC contra la pandemia Salud Global, si se nos hubiera querido confinar una semana antes de lo que se hizo, no habríamos hecho ni caso.

Si algo nos muestra el estudio, es que la dinámica de una epidemia es algo extremadamente complejo con multitud de incógnitas. El calendario y la intensidad de las medidas adoptadas no bastan para explicar por completo las diferencias entre unos países y otros, como tampoco es fácil entender por qué provincias poco pobladas como Soria, Cuenca, Segovia o Albacete tienen porcentajes de población infectada mayores que Madrid o Barcelona. Y aunque hubiera sido lo más sensato cancelar las manifestaciones del 8-M, la idea de que tuvieron una repercusión importante en la propagación de la epidemia es contraria a la ciencia, como ya he explicado aquí (y no, esto no lo cambia el informe de un forense médico psicoterapeuta especializado en trastornos afectivos y sin conocimientos de epidemiología ni justificación alguna de sus especulaciones sobre estudios científicos).

Pero si hay algo que ahora deberíamos recordar, es que aún no estamos al final. En un reportaje en Nature Biotechnology, el investigador Michael Joyner, director del programa de la Clínica Mayo en EEUU que busca tratar a los enfermos de COVID-19 con anticuerpos del plasma de personas recuperadas, decía: «Es necesario que la gente entienda que, una vez pasada la primera oleada, probablemente solo estemos aún a la mitad de las muertes». Y de acuerdo al último informe del ICL, según el cual España es uno de los únicos tres países de entre 53, junto con Francia y Reino Unido, en los que la reducción de la movilidad ha sido suficiente para contener la epidemia, «un aumento del 20% en la movilidad actual en España podría llevar a un rápido crecimiento de la epidemia».