Entradas etiquetadas como ‘mortalidad’

¿Cuántas muertes por COVID-19 serán aceptables después de la pandemia?

La pregunta que titula este artículo podrá sorprender a algunos, que naturalmente saltarán con una respuesta: ninguna. Pero esto, ni es posible, ni es tampoco lo que los ciudadanos opinan cuando se les pregunta de otro modo más indirecto y sutil.

Antes de esta pandemia, había una causa de gran mortalidad anual ignorada por la mayor parte de la población. La gripe causa miles de muertes cada año: en España, 15.000 en la temporada 2017-18, 6.300 en la 2018-19 y 3.900 en la 2019-20. Recordemos que los accidentes de tráfico se cobran algo más de 1.000 víctimas mortales al año (en 2020 los confinamientos redujeron por primera vez esta cifra por debajo del millar). Las muertes por gripe son entre cuatro veces más –en un año bueno– y casi 15 veces más –en uno malo– que las de la carretera.

Estas muertes causadas por la gripe (para ser precisos, suele hablarse de «enfermedades similares a la gripe») nunca han importado a nadie, entendiendo por «nadie» los medios y el público en general. Han pasado inadvertidas durante años y años. Por supuesto que preocupan a las autoridades sanitarias, los médicos y los científicos. Por supuesto también que cada muerte individual importa a los afectados por ella. Pero mientras que existe en la sociedad una gran preocupación por el cáncer o el alzhéimer, y hasta por la obesidad, en cambio generalmente la gripe se contempla como una molestia menor, un resfriadillo. Muchos de quienes así lo creen probablemente no sabrán, y quizá sea mejor así, que su familiar de edad avanzada y salud delicada no murió porque llegó su hora, sino porque tal vez ellos mismos le contagiaron la gripe que acabó con su vida.

Banco de Sangre del Hospital de Sant Pau, en Barcelona. Imagen de Jordi Play / Wikipedia.

Banco de Sangre del Hospital de Sant Pau, en Barcelona. Imagen de Jordi Play / Wikipedia.

Es así que, cuando al comienzo de la pandemia de COVID-19 algunos científicos –y quienes los escuchan– mantenían una actitud de prudente espera hasta poder determinar si la nueva enfermedad era comparable a la gripe o no, otros –y quienes no escuchan a los científicos– se escandalizaban y ridiculizaban a los primeros. Era simple ignorancia atrevida, porque estas personas no tenían la menor noticia sobre los miles de muertes que causa la gripe cada año. Finalmente resultó que la COVID-19 es más letal que la gripe, pero solo (porque algunos lo vaticinaban mucho peor) entre tres y cinco veces más, según un par de estudios que ya conté aquí.

Como se puede deducir de las cifras citadas, la mortalidad por gripe en cada temporada es muy variable, ya que depende de la agresividad de las cepas dominantes y del éxito de las campañas de vacunación. Pero quedándonos con una franja amplia, podemos decir que, promediando a lo largo de todo el año, cada día mueren de gripe en España entre 10 y 40 personas. Aunque en realidad y teniendo en cuenta que el pico de la temporada de gripe suele abarcar de diciembre a febrero, unos tres meses, durante este periodo mueren por gripe entre 40 y 170 personas al día, muertes a las que jamás se les dedica ni una sola línea en los medios generalistas, salvando el resumen final de la temporada de gripe que apenas ocupa algún titular efímero; jamás hemos visto a ningún medio destacar que ayer fallecieron de gripe 50, o 60, o 100 personas.

Ahora sí se entenderá la pregunta: una vez que podamos dar por terminada esta pandemia, seguirá enfermando y muriendo gente por COVID-19. Como he explicado aquí anteriormente, la idea difundida por las autoridades según la cual el umbral de la inmunidad grupal, si es que es posible alcanzarla, hará desaparecer la COVID-19 por arte de magia, es falsa (sería de esperar que a estas alturas los repuntes de contagios en Reino Unido hubieran servido ya para comprender que se ha difundido una idea equivocada sobre la inmunidad grupal; no parece ser así, a juzgar por los titulares: «¿¿¿Pero qué está pasando en Reino Unido???». Como ya he explicado aquí, la epidemia solo llegará a su verdadero fin cuando la práctica totalidad de la población esté completamente inmunizada, por vacuna o contagio).

Así que volvamos a la pregunta inicial: ¿cuántas muertes por COVID-19 serán aceptables en la era post-pandemia? ¿Aceptaremos un nivel de mortalidad similar al de la gripe, ya que este último nunca ha preocupado lo más mínimo a «nadie», o será hora por fin de dar a las muertes por gripe la importancia que merecen y de concienciar a la sociedad de que las enfermedades infecciosas son una amenaza real, y que no puede hacerse la vista gorda ante miles de muertes al año por enfermedades evitables, ya sea gripe o COVID-19?

La pregunta de cuántas muertes serán aceptables motivaba precisamente un reportaje en Nature el mes pasado. Según su autora, Smriti Mallapaty, los científicos y las autoridades sanitarias están comenzando a discutir sobre cuál será el nivel de riesgo asumible. Y por supuesto, dado que este es un asunto opinable, no todos los expertos están de acuerdo. En países que han actuado de manera muy drástica contra la COVID-19, como Australia –910 muertes– o Nueva Zelanda –26 muertes–, y a los que les ha ido mucho mejor incluso económicamente –ya que han podido volver pronto a la normalidad–, este nivel será más exigente.

Pero dejando de lado un argumento citado en el reportaje que parece evidente, y es que ese nivel aceptable siempre deberá estar por debajo de lo que imponga una saturación a los sistemas de salud, hay dos posturas diferentes: una, esa cifra aceptable de muertes sería aquella similar a la asociada a la gripe, dado que la mortalidad por gripe no causa alarma social, por lo que parece tolerable para la sociedad; dos, debería aprovecharse la lección aprendida de esta pandemia para sensibilizar a la sociedad sobre el problema de la gripe y reducir drásticamente esta mortalidad que hasta ahora a nadie había importado.

Respecto a la segunda postura, en todo el mundo se ha señalado ya cómo las medidas adoptadas contra la COVID-19 han reducido también la mortalidad por gripe y otros virus respiratorios como el sincitial o los coronavirus del resfriado (que también pueden causar neumonías graves en pacientes de riesgo). Pero naturalmente, esto se ha conseguido con medidas que la población quiere quitarse de encima lo antes posible: cierres, confinamientos, limitaciones, mascarillas…

De hecho, las actitudes de la sociedad hacia estas medidas revelan que ya existe una tolerancia a un mayor nivel de riesgo. Al comienzo de la pandemia, en la primavera de 2020, en muchos países se adoptaron medidas muy drásticas con unos niveles de contagio que luego se repitieron en el otoño-invierno de 2020-21, pero a partir de esta segunda oleada ya las restricciones en ciertos países, por ejemplo el nuestro, fueron mucho menos exigentes; había una «fatiga cóvid», y la población ya no deseaba nuevos confinamientos ni otras privaciones. Y esto tuvo su precio. En vidas. Pero el lanzamiento de cadáveres como arma política cesó cuando ambas trincheras ya tenían los suyos propios.

La cuestión es: ¿qué ocurrirá en el futuro? Aunque esta hipótesis aún no cuenta con suficiente aval científico, va pareciendo bastante sugerente que existe una cierta estacionalidad del virus, y que el descenso de los contagios en estos meses no se debe solo a las vacunaciones, sino también a la llegada del buen tiempo, con los factores meteorológicos que afectan a la infectividad viral (temperaturas altas, humedad, radiación UV) y los sociales (más vida al aire libre, menos en interiores), junto quizá con un posible comportamiento estacional de la inmunidad humana que ya comenté aquí el año pasado y que aún no se conoce bien.

Pero es posible que, sin una población inmunizada en su totalidad, los contagios vuelvan a repuntar en otoño, aunque muy probablemente a niveles mucho menores que los del otoño pasado: si desaparecen los posibles beneficios de la estacionalidad y el nivel de riesgo se reduce, por ejemplo, en un factor de 10 por la expansión de la inmunidad, pero a la vez se multiplica por 10 debido al aumento de la interacción social y la desaparición de las restricciones que aún quedan, se comprende que volveremos a la casilla de salida. Y surgirá de nuevo el titular: ¿¿¿Pero qué está pasando??? Y surgirá la pregunta: ¿qué hacemos? Y la respuesta será aún más complicada, porque entonces ya nadie querrá retroceder a lo de antes.

Sería de esperar que entonces se escuchara a la ciencia. Que se impusieran los criterios avalados por la ciencia: que la desinfección de superficies es entre inútil y nociva, que las mascarillas son útiles en interiores pero generalmente prescindibles al aire libre (¿acaso no habría una mejor predisposición a utilizarlas en interiores si se eliminara su inútil uso en exteriores?), que los contagios en exteriores son raros incluso en concentraciones de gente al aire libre y que en estos casos basta con mantener distancias (esto último está llegando ahora como sorpresa para muchos, cuando en realidad es lo que apuntaban los estudios científicos desde los primeros meses de la pandemia, como ya conté aquí).

Pero, por desgracia, esta no ha sido la tónica a lo largo de la pandemia, como las principales revistas científicas han lamentado. Una prueba más de cómo la pandemia ha agrandado la brecha entre ciencia y sociedad, y cómo las ideas pseudocientíficas se imponen sobre las científicas, es la creencia cada vez más extendida en la fantasía de que el virus fue modificado artificialmente en un laboratorio, una corriente que la revista Nature ha calificado de «tóxica» y que, dicen varios expertos, no solo no ayudará a esclarecer el origen del virus, sino que va a dificultarlo debido al enfrentamiento entre los bloques geopolíticos. La ciencia no puede parar esta caza de brujas, porque la ciencia no tiene aparatos de propaganda; es solo un método.

Diversos expertos han apuntado ya las medidas que sí deberían mantenerse una vez que esta crisis se haya aplacado, no solo para reducir al mínimo las futuras muertes por COVID-19, sino también por otras infecciones respiratorias. Ventilar. Controlar la calidad del aire mediante la medición de los niveles de CO2. Quedarnos en casa si tenemos síntomas de gripe o cóvid, evitando todo contacto con otras personas. Y si existe la obligación inevitable de salir de casa cuando tenemos estos síntomas, utilizar mascarilla para no contagiar a otros, ya que esta siempre ha sido y continuará siendo la principal utilidad de las mascarillas.

Como ya se preveía, lo que nos está sacando de esto es la ciencia, esa increíble invención del ser humano que es capaz de crear vacunas en solo unos meses. ¿Por qué ni siquiera esto es suficiente para convencer a todos de que la ciencia debería imponerse a los lastres que no han hecho absolutamente nada por nosotros, la inercia de la sociedad, la pseudociencia y los negacionismos, pero también un abuso estéril y hasta perjudicial del llamado principio de precaución?

Ideas muy extendidas sobre el coronavirus, pero incorrectas (6): la COVID-19 es como la gripe / es miles de veces más letal que la gripe

Cuando comenzó el brote del coronavirus de la COVID-19, quienes seguíamos lo que la ciencia decía al respecto nos equivocamos. Nos equivocamos al decir que debíamos preocuparnos más por la gripe que por el nuevo virus. El argumento no era que el entonces llamado provisionalmente 2019-nCoV, después SARS-CoV-2, fuese «una simple gripe» –esto también se oyó por ahí, pero no era lo que la ciencia decía–, sino que por entonces parecía improbable que el brote fuese a extenderse con una magnitud comparable a la gripe.

El ejemplo más conocido fue el famoso «como mucho algún caso» que tanto se le ha criticado a Fernando Simón. Quienes ignoran la ciencia relevante no lo entienden, pero es fácilmente explicable: cuando Simón dijo aquello, se creía que el nuevo virus se comportaría de forma similar a otros coronavirus epidémicos. El SARS y el MERS son mucho más letales, pero pudieron controlarse con relativa facilidad porque solo las personas enfermas contagiaban a otras. La COVID-19 se descontroló debido a los contagios silenciosos causados por las personas sin síntomas, que no saben que están infectadas. Esto explica también otro segundo error, el de no haber recomendado desde el principio las mascarillas, que con los coronavirus epidémicos anteriores solo se consideraban útiles para que las personas enfermas no contagiaran a otras.

Esto explica los errores de Simón, aunque no aminora su gravedad, ya que un responsable público debe medir sus palabras con extremo cuidado en un asunto de tanta trascendencia. No se trata de disculpar a Simón, porque explicar los errores no es disculparlos. Serían disculpables si hubiese añadido una salvedad: …siempre que este nuevo virus se comporte del mismo modo que los coronavirus similares ya conocidos. Pero no lo dijo, y resultó que este nuevo virus no se comporta del mismo modo que los coronavirus similares ya conocidos. Fueron suposiciones erróneas de una ciencia por entonces aún sin datos concretos y específicos, y que en nuestro país se materializaron por obra y boca de Fernando Simón.

Ahora bien, si Simón incurrió en una infravaloración del riesgo de la pandemia, en el extremo opuesto ha circulado una percepción exagerada e igualmente errónea sobre la letalidad del virus. Desde el comienzo, los indicios sugerían que la nueva enfermedad mataba más que la gripe. Pero ¿cuánto más? Esta es una pregunta de la que el público esperaba una respuesta pronta y concreta, pero era difícil para los investigadores llegar a una cifra específica, sobre todo cuando el virus comenzaba a extenderse y aún no había suficientes datos.

Sin embargo, el gran alcance de las noticias sobre la pandemia, con cifras de decenas de miles de muertes en nuestro país, junto con la escasa difusión habitual de las estadísticas sobre mortalidad por gripe, ha hecho prender en muchas personas la idea de que la COVID-19 es más letal en términos de órdenes de magnitud, cientos o miles de veces.

Una enfermera en una UCI durante la pandemia de COVID-19. Imagen de US Navy Mass Communication Specialist 2nd Class Sara Eshleman / Wikipedia.

Una enfermera en una UCI durante la pandemia de COVID-19. Imagen de US Navy Mass Communication Specialist 2nd Class Sara Eshleman / Wikipedia.

Lo cierto es que todavía no parece existir una cifra única y consensuada respecto a la letalidad de la cóvid, es decir, cuántas de las personas infectadas mueren. Esto es lo que se conoce como Infection Fatality Ratio (IFR), o porcentaje de muertes sobre la seroprevalencia en una población. En noviembre, un estudio en España publicado en la revista BMJ y dirigido por el Instituto de Salud Carlos III, basado en los datos del estudio de seroprevalencia ENE-COVID, estimaba un IFR en nuestro país del 0,8%, cerca del dato del 0,7% calculado por otro informe del Imperial College London. Sin embargo, otros estudios e investigadores han obtenido cifras menores, del 0,16% o del 0,27%. Para la gripe suele manejarse una IFR del 0,1% o algo menor, pero parece que por esta vía de la IFR va a ser complicado obtener una comparación directa entre la letalidad de ambas enfermedades que ponga de acuerdo a los científicos.

Recientemente se han publicado dos estudios que han tratado de establecer esta comparación directa de la mortalidad en los enfermos hospitalizados por gripe y los de COVID-19. En el primero de ellos, dirigido por el Hospital Universitario de Dijon (Francia) y publicado en The Lancet Respiratory Medicine, los autores han analizado sendos grupos de decenas de miles de pacientes ingresados por COVID-19 o gripe, reuniendo en total más de 100.000. Y esta es la conclusión: «Encontramos que la mortalidad hospitalaria por COVID-19 es casi tres veces más alta que por gripe estacional«, escriben los investigadores.

Por otra parte, el segundo estudio, dirigido por la Universidad de Washington en San Luis y  publicado en la revista BMJ, ha comparado también la mortalidad en sendos grupos de miles de enfermos hospitalizados por COVID-19 y gripe, respectivamente. «El riesgo de muerte en pacientes de covid-19 es casi cinco veces mayor que en aquellos del grupo de gripe estacional«, concluyen los autores. El director del estudio, Ziyad Al-Aly, subraya la solidez estadística de su método: «Nuestra investigación representa una comparación de manzanas con manzanas entre las dos enfermedades».

Naturalmente, debe entenderse que estos datos son epidemiológicos, es decir, poblacionales, pero no dicen nada sobre el riesgo de muerte de cada persona concreta, ya que este riesgo se distribuye de forma muy heterogénea entre los distintos perfiles: mucho menor en los jóvenes sanos, mucho mayor en las personas ancianas o con ciertas condiciones o enfermedades crónicas. Además, los autores de los estudios recuerdan también que la cóvid entraña el riesgo de complicaciones a largo plazo para un buen número de personas.

En resumen, sí, la cóvid es más letal que la gripe, entre tres y cinco veces más, según los últimos datos. Si esto es mucho o poco, dependerá de la apreciación de cada cual; posiblemente parecerá mucho a quienes continúan anclados en la idea de «es una simple gripe», pero poco a aquellos a los que la falta de conocimiento sobre la mortalidad de la gripe y la gran extensión de la pandemia les han llevado a la falsa impresión, fomentada por enfoques sensacionalistas, de que esta pandemia es lo peor que podría ocurrirnos.

Evidentemente, para las personas fallecidas ha sido el fin del mundo. Pero aunque ahora resulte duro leer esto, no deberíamos perder de vista que esta pandemia podría ser solo un aviso de algo mucho peor, un virus tan contagioso como el sarampión y que mate a la mayoría de los infectados, no a millones en todo el mundo, sino a cientos de millones, y no a decenas de miles en España, sino a millones. Y si llega ese día, esperemos haber aprendido de la experiencia.

La mortalidad por COVID-19 en España podría llegar a ser la cuarta mayor del mundo, según un estudio

«Echando la vista atrás a esta pandemia que hemos sufrido…». Este mensaje, fraseado con estas u otras palabras, lleva semanas propagándose a través de numerosos medios y en boca o pluma de infinidad de comunicadores. Se habla en pasado. Se tratan las cifras (reales, supuestas o inventadas) como si fueran las definitivas y cerradas; como si se hablara de un terremoto o un atentado terrorista. Se valora la gestión de la pandemia, no solo según criterios que ignoran la ciencia, sino además dando por hecho que lo ocurrido hasta ahora es todo lo que va a ocurrir, salvando algún fleco de poca importancia (rebrotes aislados) que pueda caer por el borde de una carpeta, por lo demás, ya cerrada.

Esto es más alarmante que la alarma del estado de alarma: la epidemia crece a marchas forzadas en muchos países de un mundo globalizado. España tuvo un inicio explosivo del brote y entonces muchos elogiaron la respuesta de Portugal, que “se había librado” del virus. Ahora Portugal tiene entre cuatro y cinco veces más nuevos casos por 100.000 habitantes que España. En EEUU y Latinoamérica, donde la expansión aún era escasa cuando aquí estábamos en pleno crecimiento, ahora la epidemia es rampante. En marzo los extranjeros se marchaban de España creyendo que en sus países estarían a salvo; muchos de esos países ahora están en la fase más virulenta.

Como conté aquí, un investigador de la Clínica Mayo de EEUU que dirige ensayos de tratamientos contra la cóvid ha dicho que, una vez superada la primera oleada del virus, probablemente aún quede por delante un número de muertes similar al que ya se ha producido. Que esto cale: según un experto, si hasta ahora la pandemia ha dejado en un país x muertes, al final de la pandemia habrá 2x.

Una pandemia es un proceso largo y en constante evolución. Su ciclo completo se mide en años, no en meses. Los países que lograron inicialmente contener la infección tienen ahora más porcentaje de población susceptible que aquellos que tuvieron un comienzo más explosivo, y por lo tanto es probable que sufran más contagios en el futuro mientras no existan vacunas capaces de detener la propagación.

Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Imagen de Efe / 20Minutos.es.

La histeria nuestra de cada semana ha sido, en esta última, la de los controles en el aeropuerto de Barajas. Pero la única manera de contener la entrada de un virus por el aeropuerto es cerrar el aeropuerto: parece que, pese a toda la información difundida en los pasados meses, aún no acaba de entenderse que una gran proporción de los contagios proceden de infectados que nunca desarrollan síntomas o que aún no los han desarrollado. No tienen fiebre. Los controles de temperatura son inútiles.

Pensar en hacer un test por PCR a cada viajero que llega no solo es de risa, sino además un agravio contra los ciudadanos del país que no viajan en avión. Exigir que los propios pasajeros lleguen con sus propios resultados bajo el brazo es lo que les faltaba a aquellos que apenas han podido llegar a pagarse el billete de avión. Y la posibilidad de falsificar un informe es infinitamente más atractiva que la de hacerse un test real.

Y no: aunque perder virulencia es una posibilidad en la evolución de los virus, hasta ahora no hay ninguna evidencia científica de que esto haya sucedido. De hecho, los virólogos dicen que con las medidas de confinamiento hemos congelado la evolución natural del virus. Y que solo existe una única cepa del SARS-CoV-2.

De lo anterior hay una conclusión inmediata, y es algo también repetido: que no debe bajarse la guardia. Aunque aún no hay pruebas científicas sólidas e inequívocas de que el verano pueda reducir la expansión de la pandemia, a estas teclas hay un inmunólogo que ha defendido que los estudios virológicos no tienen en cuenta la inmunidad estacional, y que si esta podría explicar aquello que se escapa sobre la estacionalidad de otras enfermedades infecciosas, también podría ser un factor no considerado en las predicciones del comportamiento de la epidemia en verano. Pero si este fuera el caso, después del verano llegará el otoño.

Sin embargo, hay otra conclusión menos inmediata, y es que no puede permitirse que ciertos intereses ideológicos, de un bando o del otro, construyan un relato basado en datos parciales, manipulados o falsos. La verdad está en los estudios científicos revisados por pares y publicados. Un segundo nivel menos fiable está en los estudios científicos divulgados antes de su revisión por pares o preprints, que han proliferado por la urgencia de la pandemia (aunque muchos han malignizado estos estudios, también los datos hablan: se han retractado más estudios publicados sobre la cóvid que preprints); aún no han sido revisados, pero se hacen con el propósito de ir a revisión, por lo que tampoco son comparables a un reportaje o unos gráficos del Economist o del Wall Street Journal. Estos podrán llevar detrás un trabajo serio y solvente, nadie lo duda. Pero no son estudios científicos. Los estudios científicos se publican en las revistas científicas.

Lo que se cuenta en este blog, salvo cuando se indica lo contrario, son los estudios científicos. Y guste o duela, esta es la verdad: como conté aquí, un amplio y riguroso estudio internacional firmado por 58 expertos, y que ha comparado los datos de 11 países europeos en esta primera fase de la pandemia, revela que la gestión en España (sin distinguir entre todas las administraciones implicadas) ha sido mediocre; ni excelente, como algunos defienden, ni desastrosa, como aseguran otros.

Una amiga me preguntaba si no temía que me miraran mal este verano por ser español, si viajo al extranjero. No entendí la pregunta. Cuando me lo explicó, temí que ella se hubiera dejado seducir por cierta narrativa ideológica de consumo interno que achaca a España la peor respuesta a la pandemia en todo el mundo. Sorpresa: fuera de España, nadie con credenciales científicas ha dicho esto. En general, los reportajes publicados en revistas como Science o Nature sobre la gestión de la pandemia en el mundo apenas prestan atención al caso de España. Como mucho, se limitan a mencionarlo equiparándolo a otro caso que sí se ha analizado más en profundidad, el de Italia; países que reaccionaron tarde y donde el crecimiento inicial del brote fue muy rápido. La pregunta de mi amiga me recordó a la crítica que un antiguo amigo argentino hacía de sus propios compatriotas, quienes, según él, solían preguntar en sus países de acogida qué pensaban allí de los argentinos, como si todo el mundo tuviera que pensar en los argentinos.

También es falso que la mortalidad de la epidemia en España sea la mayor del mundo, como ha llegado a escucharse y hasta a publicarse. Los datos científicos no dicen esto. En el estudio citado más arriba que comparaba varios países europeos, España figura en quinto lugar de 11 en cuanto a letalidad del virus entre el total de infectados. Curiosamente, Alemania, un país con tasas de contagio hasta ahora mucho menores que las nuestras, en cambio tiene un porcentaje de mortalidad casi dos décimas superior. Un preprint de la Universidad de Stanford sitúa a España en el puesto 23 del mundo en cuanto a mortalidad del virus. Un informe (no estudio publicado) de la Universidad de Oxford coloca a España en el noveno puesto de mortalidad entre los enfermos (en este caso, no el total de infectados). Otro informe del Center for Global Development y la Universidad de Estocolmo sitúa la mortalidad en España a la par con la de otros países europeos.

Mapa que muestra los nuevos casos de COVID-19 acumulados en cada país por cada 100.000 habitantes en los últimos 14 días. Imagen de eCDC.

Mapa que muestra los nuevos casos de COVID-19 acumulados en cada país por cada 100.000 habitantes en los últimos 14 días. Imagen de eCDC.

Pero hay otra novedad para alarmarse, y es que España sí corre un riesgo real de convertirse, a lo largo de todo el ciclo de la pandemia, en uno de los países del mundo con mayor mortalidad por la cóvid. Esta es la conclusión de un estudio de la Universidad Autónoma de Barcelona, el Centro de Estudios Demográficos de Cataluña y la Universidad del Sur de Dinamarca, publicado en la revista PNAS. Teniendo en cuenta que las personas de mayor edad son las más vulnerables a sucumbir al virus, los autores han evaluado el riesgo de mortalidad en cada país según dos variables, la estructura de edad de la población y la frecuencia con que generaciones distintas conviven en el mismo hogar.

El resultado: después de Grecia, Italia y Portugal, España es el cuarto país del mundo (empatada con Rumanía) con mayor riesgo de mortalidad por cóvid. En concreto, y suponiendo un 10% de la población contagiada y su posterior transmisión dentro de los hogares, el estudio calcula para España unas 220 muertes por 100.000 habitantes; para el total de 47.000.000 de habitantes, más de 100.000 muertos.

Los autores explican que Asia y África tienen mucha convivencia entre generaciones, pero poblaciones predominantemente jóvenes, mientras que la mayoría de los países occidentales tienen poblaciones envejecidas, pero poca convivencia intergeneracional. El sur de Europa combina ambos factores de riesgo: poblaciones envejecidas y mucha convivencia intergeneracional. Los autores estiman que proteger a las personas mayores de la infección sería más eficaz en países como Francia, donde con más frecuencia estas conviven entre sí, pero los países mediterráneos se enfrentan a un doble reto, porque los ancianos están más expuestos al contagio por miembros más jóvenes de su familia que conviven con ellos.

Al menos, no todo son malas noticias. Otro estudio reciente publicado en The Lancet Global Health por investigadores de la London School of Hygiene & Tropical Medicine y otras instituciones de Reino Unido, China y EEUU ha valorado el porcentaje de población en riesgo grave de cóvid en cada país, pero en este caso atendiendo al criterio de la edad y a la presencia en la población de otras dolencias previas que aumentan la vulnerabilidad al virus, como la diabetes o las enfermedades cardiovasculares, respiratorias o renales.

Según estos criterios, no salimos tan mal parados. En general, Europa y Norteamérica superan netamente a África, Asia y Oceanía en cuanto a porcentaje de población de riesgo. Pero dentro de Europa, España ocupa el puesto 34 de 39 en población de riesgo; solo Suiza, Noruega, Francia, Irlanda e Islandia tienen menos proporción de población con alto riesgo de sufrir cóvid grave que España. Incluso con nuestra población envejecida, nuestros altos niveles de salud, que nos sitúan entre los países más sanos del mundo, consiguen compensar en buena medida el riesgo del virus.

Acierten más o menos las previsiones de estos modelos, la conclusión que no debe perderse de vista es que aún queda mucha pandemia por delante, y que sería conveniente acostumbrarnos a hablar en presente y a mirar hacia el futuro, porque esto es algo de lo que no vamos a librarnos fácilmente. Desde que a los inicialmente más escépticos los datos nos quitaron la razón y nos convencieron de que esto era mucho más grave de lo que creíamos, vengo contando aquí una visión en la que han coincidido muchos epidemiólogos: tarde o temprano, hagamos lo que hagamos, y sin vacunas eficaces mediante, este virus podría llegar a infectar a una gran mayoría de la población mundial. Lo cual, como contaré mañana, no debería incitarnos a tirar la toalla/mascarilla y olvidarnos de las medidas de seguridad, sino todo lo contrario: a aceptar que ahora son parte de nuestra vida.

Así es como realmente lo ha hecho España en esta primera oleada de la pandemia, según la ciencia

Un hermano mío, aficionado a la política, me contaba que había estado escuchando en la misma mañana dos emisoras de radio de trincheras opuestas, y que su sensación fue que hablaban de dos países distintos. En una de ellas solo se hablaba del 8-M, mientras que en la otra el único tema era el de las residencias de ancianos en la Comunidad de Madrid.

Durante esta pandemia del coronavirus SARS-CoV-2, causante de la COVID-19, vivimos una inflamación extrema del enfrentamiento entre esos dos bandos. Cada uno está tratando de escribir su propia historia sobre lo que está ocurriendo, y corremos un serio riesgo de que los relatos que acaben perdurando se limiten a transmitir juicios de valor ideológicos prescindiendo de los hechos. Los juicios de valor son libres, pero los hechos no lo son. Los hechos son el territorio de la ciencia. Y los hechos cuentan una historia objetiva.

Varias personas disfrutan del domingo junto al Lago de la Casa de Campo, en Madrid. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Varias personas disfrutan del domingo junto al Lago de la Casa de Campo, en Madrid. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

La historia objetiva que vengo a contar hoy es esta: un estudio publicado en Nature por 58 científicos del Imperial College London (ICL) y las universidades de Oxford, Sussex y Brown (EEUU) ha utilizado el modelo epidemiológico predictivo desarrollado por el ICL para estimar cuál ha sido el resultado de las intervenciones no farmacológicas adoptadas contra la COVID-19 en 11 países europeos. Es decir, los confinamientos, las cuarentenas, los cierres de centros educativos, etcétera.

El modelo llega a la conclusión de que en todos los países las medidas adoptadas han logrado controlar la epidemia, reduciendo la tasa de reproducción del virus (número de personas a las que contagia cada infectado) por debajo de 1 (desde un valor inicial estimado de 3,8), y evitando en los 11 países analizados un total de 3.100.000 muertes.

El estudio analiza la situación país por país. La primera estimación que arroja el modelo es el porcentaje de población infectada en cada país. Aquí somos los segundos, con un 5,5% (un dato que cuadra con el del estudio de seroprevalencia del Instituto de Salud Carlos III), solo por debajo de Bélgica (8%) y por delante de Reino Unido (5,1%), Italia (4,6%), Suecia (3,7%), Francia (3,4%), Suiza (1,9%), Dinamarca (1,0%), Alemania (0,85%), Austria (0,76%) y Noruega (0,46%).

Estimación del porcentaje de población infectada por el SARS-CoV-2 por países a 4 de mayo. Imagen de Flaxman et el., Nature 2020.

Estimación del porcentaje de población infectada por el SARS-CoV-2 por países a 4 de mayo. Imagen de Flaxman et el., Nature 2020.

El estudio detalla las medidas adoptadas en cada país y cuándo se tomaron, lo que podría relacionarse con la extensión de la infección en cada caso. Como se ve en el gráfico, Suiza y Alemania comenzaron aislando los casos de COVID-19, lo que aparentemente les dio muy buenos resultados. En cambio, Austria llegó mucho más tarde a esta medida, y sin embargo ha mantenido un nivel de contagios muy bajo. España fue el segundo país en decretar el confinamiento después de Italia, y también el segundo en cerrar las escuelas junto con Dinamarca y Noruega, pero en cambio nos retrasamos en la prohibición de actos públicos y fuimos los últimos en el aislamiento de casos.

Calendario de las medidas adoptadas en marzo de 2020 por 11 países europeos contra la pandemia del SARS-CoV-2. Imagen de Flaxman et al., Nature 2020.

Calendario de las medidas adoptadas en marzo de 2020 por 11 países europeos contra la pandemia del SARS-CoV-2. Imagen de Flaxman et al., Nature 2020.

Otra estimación clave del modelo es el número de muertes que las medidas adoptadas han evitado en cada país. Frente a cierta demagogia extendida, la noticia fresca es que no matan los gobiernos: ni el de España, ni el de la Comunidad de Madrid, ni ningún otro; mata el virus. En todos los países, las medidas implantadas para frenar la pandemia han salvado vidas.

Otra cuestión es cuántas muertes se han evitado en cada caso, y aquí también hay diferencias entre países, según se muestra en esta tabla (véase que en todos los casos, incluyendo a España, la cifra de muertes estimadas por el modelo se corresponde bastante bien con las observadas: los autores reconocen que probablemente hay una subestimación del número de muertes, pero que afecta a todos los países por igual):

Muertes observadas, estimadas y evitadas estimadas por el SARS-CoV-2 en 11 países europeos a 4 de mayo. Imagen de Flaxman et al., Nature 2020.

Muertes observadas, estimadas y evitadas estimadas por el SARS-CoV-2 en 11 países europeos a 4 de mayo. Imagen de Flaxman et al., Nature 2020.

Según el estudio, las medidas adoptadas en España han salvado 450.000 vidas. Esto nos sitúa en un discreto quinto puesto en número de muertes evitadas, por debajo de Francia, Italia, Alemania y Reino Unido, y por delante de Bélgica, Austria, Suiza, Dinamarca, Suecia y Noruega.

Pero, lógicamente, para ser justos, esta cifra debería situarse en el contexto del número de muertes ocurridas en cada país, lo que nos daría una idea de la eficiencia de las medidas en unos países y en otros. Los autores no hacen este cálculo, ya que no se trata de un coeficiente riguroso, pero podemos hacerlo nosotros para responder a la pregunta: ¿cuántas vidas más se han salvado de las que se han perdido?

El resultado es que en España se han evitado 18 veces más muertes de las ocurridas, lo cual nos sitúa en una posición más baja, los octavos de 11, por detrás de Austria (con un impresionante resultado de 108 veces más vidas salvadas que perdidas), Alemania (82), Dinamarca (69), Noruega (58), Suiza (35), Francia (27) e Italia (22), y por delante de Reino Unido (16), Bélgica (14) y Suecia (9).

Por último, otro dato interesante del estudio es la letalidad del virus en distintos países en términos de Infection Fatality Rate, o mortalidad entre los infectados, con o sin síntomas. No hay grandes diferencias entre países: Francia, Italia y Alemania tienen tasas de mortalidad ligeramente mayores que el resto, con España en el quinto puesto.

  • Francia: 1,26%
  • Italia: 1,24%
  • Alemania: 1,23%
  • Bélgica: 1,10%
  • España: 1,08%
  • Reino Unido: 1,04%
  • Austria: 1,04%
  • Suecia: 1,03%
  • Suiza: 1,02%
  • Dinamarca: 1,02%
  • Noruega: 0,91%

En resumen, y dejando aparte sesgos ideológicos y demagogias, las cifras hablan. Con todo lo anterior, no parece descabellado concluir que la gestión de España en esta primera fase de la pandemia no ha sido ni tan brillante como unos defienden, ni tan desastrosa como otros pretenden. Por supuesto, es de suponer que una adopción más temprana de las medidas habría evitado más muertes. Pero como decía en una entrevista la viróloga Marga del Val, coordinadora de la plataforma del CSIC contra la pandemia Salud Global, si se nos hubiera querido confinar una semana antes de lo que se hizo, no habríamos hecho ni caso.

Si algo nos muestra el estudio, es que la dinámica de una epidemia es algo extremadamente complejo con multitud de incógnitas. El calendario y la intensidad de las medidas adoptadas no bastan para explicar por completo las diferencias entre unos países y otros, como tampoco es fácil entender por qué provincias poco pobladas como Soria, Cuenca, Segovia o Albacete tienen porcentajes de población infectada mayores que Madrid o Barcelona. Y aunque hubiera sido lo más sensato cancelar las manifestaciones del 8-M, la idea de que tuvieron una repercusión importante en la propagación de la epidemia es contraria a la ciencia, como ya he explicado aquí (y no, esto no lo cambia el informe de un forense médico psicoterapeuta especializado en trastornos afectivos y sin conocimientos de epidemiología ni justificación alguna de sus especulaciones sobre estudios científicos).

Pero si hay algo que ahora deberíamos recordar, es que aún no estamos al final. En un reportaje en Nature Biotechnology, el investigador Michael Joyner, director del programa de la Clínica Mayo en EEUU que busca tratar a los enfermos de COVID-19 con anticuerpos del plasma de personas recuperadas, decía: «Es necesario que la gente entienda que, una vez pasada la primera oleada, probablemente solo estemos aún a la mitad de las muertes». Y de acuerdo al último informe del ICL, según el cual España es uno de los únicos tres países de entre 53, junto con Francia y Reino Unido, en los que la reducción de la movilidad ha sido suficiente para contener la epidemia, «un aumento del 20% en la movilidad actual en España podría llevar a un rápido crecimiento de la epidemia».

Por qué el coronavirus debería preocupar mucho menos de lo que preocupa

En la actual epidemia del coronavirus SARS-CoV-2, causante de la COVID-19, a la inmensa mayoría del público le interesan, por encima de todo, dos datos: el número de muertes y el porcentaje que esto representa entre quienes se contagian. Son estas dos cifras las que marcan la diferencia entre un asunto de cuarta fila y otro que es tendencia día tras día en las redes, apertura día tras día en telediarios y periódicos, tema dominante de conversación en cualquier reunión y motivo de la histeria colectiva que estamos viviendo.

En el momento de escribir estas líneas, así son los datos: 3.825 fallecidos entre 110.041 contagiados. Si hacemos una sencilla cuenta, obtenemos un 3,4%. Clavado a la mortalidad actualizada hace unos días por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Tema cerrado. Punto.

Pero ¿realmente es tan simple?

Imagen al microscopio electrónico de partículas del coronavirus 2019-nCoV/SARS-CoV-2/virus de COVID-19 (amarillo) emergiendo de una célula en cultivo (rosa). Imagen de NIAID/RML.

Imagen al microscopio electrónico de partículas del coronavirus 2019-nCoV/SARS-CoV-2/virus de COVID-19 (amarillo) emergiendo de una célula en cultivo (rosa). Imagen de NIAID/RML.

No, no lo es. Hay un primer factor que puede falsear los datos, y que ya hay quienes se han encargado de subrayar. Y es el lag effect, o «efecto retraso». Pensemos, por ejemplo, en el VIH/sida. Imaginemos que nos fijamos en los primeros tiempos del contagio, o en una población en la que el virus acaba de introducirse. Si en un momento determinado se compara la cifra de contagiados con la de fallecidos, el resultado será que la mortalidad del virus es nula, ya que el VIH tarda mucho tiempo en matar (o mejor dicho, tarda mucho tiempo en dejar el organismo mortalmente expuesto a las infecciones oportunistas y tumores). Y sin embargo, sabemos que no es así: la mortalidad del VIH sin tratar excede el 90%.

Es decir, no pueden compararse los enfermos de hoy con los fallecidos de hoy, sino que deben compararse los enfermos de hoy con los fallecidos dentro del tiempo que una enfermedad tarda en matar, una vez que este parámetro sea lo suficientemente conocido. Aunque el aumento del tiempo transcurrido desde el comienzo de un brote va refinando la apreciación de esta medida, solo los resultados globales tras el final de un brote podrán dar datos definitivos.

Si nos atenemos a esto, podríamos tener aún más motivos para alarmarnos, dado que la cifra acumulada de muertes dentro de, digamos, un mes, será aún más abultada que la actual con respecto al número de personas contagiadas en este momento. Pero no nos precipitemos. Existe otro factor que es necesario considerar y cuyo efecto debería ser justamente el opuesto, disipar los temores y reducir el pánico. Y es lo que se conoce como exceso de mortalidad.

Cada día mueren en el mundo unas 150.000 personas, 100.000 de ellas por causas relacionadas con la edad. Muchas de estas personas tenían ya graves problemas de salud y finalmente acaban cayendo víctimas de los efectos, directos o indirectos (como un fallo cardíaco), de alguna infección desafortunada, ya sea la gripe, una neumonía bacteriana o… el coronavirus. Estas personas han tenido la desgracia de contraer una infección circulante cuando su cuerpo estaba indefenso o menos preparado para combatirla. Y esta infección puede ser la gripe, una neumonía bacteriana o… el coronavirus.

Por lo tanto, el dato más importante de cara al interés del público en general, o al menos el de quienes siguen las cifras de muertes con angustia, no es cuántas personas fallecen con coronavirus, sino cuántas de estas personas habrían continuado viviendo si el coronavirus no se hubiera cruzado en sus vidas. Esto es el exceso de mortalidad: cuánto aumenta el coronavirus la mortalidad en la población respecto a la mortalidad básica habitual. Y esto no lo da la cifra neta de fallecidos ni el porcentaje respecto a los contagiados.

Naturalmente, este es un dato que aún no puede conocerse con precisión y que va construyéndose poco a poco a base de registros y estudios. Pero quizá no estaría de más que organizaciones y autoridades como la OMS explicaran un poco este tipo de cosas cuando se presentan ante las cámaras arrojando a los medios hambrientos la carnaza del 3,4% de mortalidad.

Traigo aquí una referencia de las pocas aún disponibles, y por supuesto no en un medio generalista, que se han preocupado de indagar en esto. Es un artículo en la revista Slate escrito por Jeremy Samuel Faust, médico de emergencias en el Brigham and Women’s Hospital de Boston y profesor de salud pública y políticas de salud en la Facultad de Medicina de Harvard.

«Probablemente estos números aterradores no se sostengan», escribe Faust, en referencia a las cifras oficiales de mortalidad que se están difundiendo. «La verdadera tasa de letalidad de este virus es probablemente mucho menor de lo que sugieren los actuales informes. Incluso algunas estimaciones bajas, como el 1% mencionado por los directores de los Institutos Nacionales de la Salud [de EEUU] y el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades, probablemente sobreestiman el caso sustancialmente». «Lo que necesitamos saber es cuántas muertes en exceso causa este virus», resume el experto (cursivas suyas).

Faust utiliza un ejemplo enormemente ilustrativo: el barco Diamond Princess, que estuvo sometido a cuarentena en la costa de Japón después de que se detectara la irrupción del coronavirus. «Un barco en cuarentena es el laboratorio natural ideal –si bien infortunado– para estudiar un virus», escribe el experto. En un caso como este, prosigue, es posible controlar muchas variables que están fuera de control en la expansión de un brote entre la población general. En este último caso, «¿cuántas personas ya estaban hospitalizadas por otra enfermedad amenazante y después contrayeron el virus? ¿Cuántas estaban completamente sanas, contrayeron el virus, y desarrollaron una enfermedad crítica? En el mundo real, no lo sabemos».

Faust apunta, por ejemplo, que la provincia china de Hubei tiene tasas de enfermedades respiratorias superiores a la media nacional en China, «un país donde la mitad de los hombres fuman. ¿Cómo se supone que los médicos podrían determinar cuáles de esas 25 muertes diarias de entre 25.000 se debieron solamente al coronavirus, y cuáles eran más complicadas?».

Faust pone en claro las cifras del Diamond Princess: de las 3.711 personas a bordo, al menos 705 han testado positivas para el virus, «lo cual, considerando el confinamiento, las condiciones y lo contagioso que este virus parece, es sorprendentemente bajo», dice. De ellos, más de la mitad son asintomáticos. «Solo esto sugiere que la verdadera tasa de letalidad del virus es la mitad» de lo que se dice. Hubo seis muertes (hoy ya siete). De lo cual se obtiene una tasa de letalidad del 0,85%. «Podemos asumir que esto es un exceso de mortalidad; no habría ocurrido sin el SARS-CoV-2».

El barco Diamond Princess en 2008. Imagen de Bernard Spragg NZ / Flickr / Dominio público.

El barco Diamond Princess en 2008. Imagen de Bernard Spragg NZ / Flickr / Dominio público.

Pero Faust añade: todas estas muertes ocurrieron en pacientes mayores de 70 años. «Si los números reportados en China se sostuvieran, deberíamos haber esperado [en el barco] unas cuatro muertes de personas menores de 70 años». Es más, el número de fallecidos por encima de 70 años reduce en ocho veces las cifras de mortalidad que se han manejado en China.

Y hay más motivos para continuar disipando pánicos y temores: «Los pacientes [del barco] probablemente estuvieron expuestos repetidamente a cargas virales concentradas». «Algunos tratamientos se retrasaron». Y no hay por qué asumir que todos los pasajeros del barco viajaban libres de enfermedades crónicas. Faust no menciona, pero también es información relevante, que los cruceros son focos habituales de contagios: cada año hay al menos una decena de brotes víricos en cruceros, sobre todo norovirus, que justamente se conoce como el «virus de los cruceros».

Así, concluye Faust, «todo esto sugiere que la COVID-19 es una enfermedad relativamente benigna para la mayoría de la gente joven, y potencialmente devastadora para los ancianos y los enfermos crónicos, aunque ni de lejos tan peligrosa como se ha dicho». Ni Faust ni nadie trata de desdeñar lo que indudablemente es una nueva amenaza para la salud que antes no existía. Pero sí insiste en que las personas sanas que están acumulando mascarillas, alimentos y geles desinfectantes simplemente padecen una «ansiedad mal dirigida», y que estos esfuerzos deben concentrarse en proteger a los ancianos y enfermos, para quienes se deben reservar estos «recursos preciosos y limitados».

En resumen, solo las personas pertenecientes a los grupos más vulnerables deberían preocuparse por este nuevo coronavirus, pero tampoco de cero a cien, sino simplemente como una dosis extra de preocupación añadida a la que ya tienen, o deberían tener, por otras infecciones amenazantes endémicas que circulan habitualmente y contra las que deberían protegerse; por ejemplo, vacunándose contra la gripe. Y por supuesto, lavándose las manos con frecuencia.

De lo contrario, ¿qué ocurrirá cuando nos llegue la próxima epidemia realmente preocupante, como una gripe aviar H5N1, con un 60% de víctimas mortales, o una gripe pandémica como las de 1918 y 2009, mucho menos letales pero que afectaron sobre todo a niños y adultos jóvenes y sanos? ¿Se habrán agotado ya para entonces los cartuchos del apocalipsis?