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Hallados los coronavirus más parecidos a la COVID-19: se estrecha el cerco en torno al origen del virus

Muchas veces ocurre que lo deseable no coincide con lo razonablemente esperable. Lo cual no es siempre malo, porque nos llevamos una alegría si finalmente, contra todo pronóstico, ocurre lo no esperable. Por ejemplo, ojalá algún día lleguemos a conocer el origen del coronavirus SARS-CoV-2 causante de la COVID-19. Pero personalmente y si tuviera que apostar, pondría mis fichas en la casilla más prudente del «nunca lo sabremos».

No conocemos el origen de la inmensa mayoría de los virus. Circulan ideas erróneas según las cuales los orígenes del SARS-1 (el Síndrome Respiratorio Agudo Grave de 2002, el original) y del MERS (Síndrome Respiratorio de Oriente Medio de 2012) se descubrieron rápidamente, y también según las cuales conocemos el origen del VIH. Pero como he explicado aquí repetidamente, todo esto no es exactamente así.

Sí pudo reconstruirse el origen del SARS-1 en murciélagos, pero esto ocurrió 15 años después de su aparición, aunque previamente ya se sabía que probablemente había saltado a los humanos desde las civetas. En cuanto al MERS, se encontraron anticuerpos en los camellos y virus parecidos en murciélagos; finalmente se encontró el MERS en murciélagos. Y respecto al VIH, podría decirse que estamos más o menos en el mismo nivel de conocimiento que ahora con el SARS-2: después de 18 años de investigación se concluyó que el probable ancestro del VIH estaba en los chimpancés, y era una cepa concreta del Virus de Inmunodeficiencia de los Simios (VIS). Con el SARS-CoV-2, se han hallado virus muy similares en los murciélagos. Pero en ninguno de los dos casos se ha encontrado aún una forma ancestral del virus en los animales —un eslabón perdido, en lenguaje popular—, ni se ha podido trazar la zoonosis, o cómo se produjo el salto de animal a humano.

Con respecto al origen del virus de la cóvid, resumiendo lo que sabemos hasta ahora: surgió en la naturaleza —esta hipótesis es la más probable y verosímil, y no hay ningún indicio que sugiera lo contrario—, pero no sabemos si saltó a los humanos también en la naturaleza o si pudo ser en un accidente de laboratorio, algo de lo que no hay pruebas pero que no es descartable; a finales de 2020 se descubrieron virus emparentados con el de la cóvid en muestras de murciélagos congeladas en laboratorios de Camboya y Japón, y en los laboratorios de vigilancia de enfermedades infecciosas emergentes muestras como estas pueden esperar durante años en los congeladores. Por último, se sabe que el origen del SARS-CoV-2 probablemente se encuentre en los murciélagos, aunque se cree que no saltó desde esta especie a los humanos (nunca ha ocurrido esto, que se sepa), y posiblemente se produjo una recombinación (intercambio de fragmentos) entre distintos coronavirus.

Un murciélago Rhinolophus. Imagen de Susan Ellis, Bugwood.org / Wikipedia.

Un murciélago Rhinolophus. Imagen de Susan Ellis, Bugwood.org / Wikipedia.

Acaba de publicarse ahora en Nature un estudio que llevábamos meses esperando y que nos acerca un paso más al origen del virus. Lo esperábamos, porque en septiembre pasado se colgó en internet el preprint aún sin revisar, y ya entonces se comentó. Pero dado que yo no lo hice aquí, aprovecho para rescatarlo ahora que el estudio ya se ha publicado.

Investigadores del Instituto Pasteur y de la Universidad Nacional de Laos han encontrado en tres especies de murciélagos de aquel país los tres coronavirus más parecidos al de la cóvid que se han hallado hasta ahora. Recordemos que al comienzo de la pandemia se identificó un virus llamado RaTG13, hallado originalmente en 2013 en murciélagos de herradura de la especie Rhinolophus affinis en la provincia china de Yunán, como el más similar al nuevo SARS-CoV-2, idéntico en un 96,2% de su genoma. También se hallaron coronavirus del pangolín que, si bien no eran tan similares en su genoma total, sí eran más parecidos que el RaTG13 en la parte que el virus usa para invadir las células. Ahora uno de los tres nuevos virus, denominado BANAL-52, es idéntico al de la cóvid en un 96,8% de su genoma, y más similar también al SARS-CoV-2 que los de pangolín en esa región concreta.

Los investigadores, dirigidos por el virólogo y especialista en patógenos emergentes Marc Eloit, visitaron un complejo de cuevas de caliza en el norte de Laos, donde capturaron 645 murciélagos de 46 especies de los que recogieron más de 1.500 muestras de sangre, heces, saliva y orina. Lo normal en estos casos es descubrir numerosos virus, incluso nuevos; la base de datos de virus de murciélagos recoge ya más de 13.000 secuencias genéticas de virus, de las que más de 5.500 son de distintos coronavirus.

Los investigadores encontraron siete sarbecovirus (un subgénero o grupo de los betacoronavirus que incluye los SARS y sus parientes cercanos), todos ellos en especies de murciélagos de herradura del género Rhinolophus. Secuenciaron el genoma completo de cinco de ellos, a los que han denominado BANAL-52, -103, -116, -236 y -247; BANAL viene de Bat Anal, porque fueron las muestras anales las que se procesaron y de las que se obtuvieron.

De estos cinco, el 52, 103 y 236 son extremadamente parecidos al virus de la COVID-19, tanto que han destronado a los virus de pangolín y al RaTG13 como los más similares al SARS-CoV-2 que se conocen. Aún más, estos virus, de los cuales el BANAL-52 es idéntico al de la cóvid en un 96,8%, tienen regiones de unión al receptor (RBD) que se parecen más al SARS-CoV-2 que ningún otro virus conocido. Recordemos que la proteína S, la llave que el virus utiliza para invadir las células humanas (esos pinchos que se ven en los dibujos y las fotos del virus), lo hace uniéndose a su receptor en las células humanas (llamado ACE2) por una zona concreta, como la parte de la llave que se mete en la cerradura. Esa es la región de unión al receptor o RBD (de Receptor Binding Domain).

Comparando esas secuencias del RBD de unos y otros virus, los autores del estudio han construido este árbol filogenético de los virus más estrechamente emparentados con el de la cóvid. Como expliqué, este tipo de gráficos son árboles evolutivos que muestran cómo las especies (en este caso virus) han ido evolucionando a partir de sus ancestros. Los dos linajes originales del virus de la cóvid aparecen arriba —junto a la figura del hombre— y los más próximos a ellos ahora son los tres nuevos virus BANAL:

Árbol filogenético de la región de unión al receptor de la proteína S de sarbecovirus humanos, de murciélago y pangolín. Imagen de Temmam et al, Nature 2022.

Árbol filogenético de la región de unión al receptor de la proteína S de sarbecovirus humanos, de murciélago y pangolín. Imagen de Temmam et al, Nature 2022.

Pero aún más: los autores han comprobado que estos virus, en efecto, son capaces de unirse al receptor ACE2 humano —de hecho, mejor que el propio SARS-CoV-2 original de Wuhan— y utilizarlo para infectar células humanas en cultivo y multiplicarse dentro de ellas (algo que no hace el RaTG13). Y que esta infección puede impedirse utilizando anticuerpos neutralizantes contra la cóvid.

Es decir, que estos virus son infecciosos para los humanos. Pero ¿podrían provocar una enfermedad similar a la COVID-19? Como ya dije ayer respecto al virus de Lloviu, esto no puede saberse hasta que se compruebe directamente. Quizá algún día los sistemas de Inteligencia Artificial sean capaces de predecir esto, pero con las herramientas actuales es imposible saber a priori con certeza si un virus capaz de infectar a los humanos va a causar una enfermedad leve, grave, mortal o ninguna en absoluto. Los experimentos con animales pueden ofrecer pistas, pero no una respuesta definitiva. Como decía Eloit a Science, esto podría ser el SARS-CoV-3 o lo contrario, una vacuna viva contra el SARS-CoV-2, si el virus no provocara enfermedad pero disparara una respuesta inmune capaz de actuar contra la cóvid.

Con este hallazgo los investigadores nos acercan un poco más al origen de la COVID-19, apuntando cuáles han sido los posibles eventos de recombinación entre distintos virus que en el pasado tuvieron lugar hasta originar el SARS-CoV-2. Y, por cierto, este estudio saca a los pangolines de la ecuación. No es que descarte su implicación en la evolución del SARS-2, pero los RBD de los nuevos virus BANAL hacen que ya no sea necesario recurrir al pangolín para encontrar el origen de la proteína S del virus de la cóvid.

Pero ¿significa esto que ya se ha localizado el origen del virus?

No, aún no. Cuando decíamos arriba que se tardó 15 años en establecer el origen del SARS-1, este fue el tiempo que llevó encontrar en murciélagos de un lugar concreto todos los bloques genéticos necesarios para construir el SARS-1. Esta es una aproximación más que razonable al origen del virus, solo superada por encontrar en un animal un virus virtualmente idéntico al de interés en sus formas más tempranas, de modo que pueda colocarse este virus en el camino evolutivo entre esos posibles recombinantes y el virus de interés. El nuevo estudio aporta un RBD prácticamente calcado e igualmente funcional que el del SARS-CoV-2, lo que apoya con más fuerza el origen natural del virus aportando una pieza esencial en ese puzle evolutivo. Pero aún falta al menos una piececita más: el sitio de corte por furina.

Esta es una pequeña región de la proteína S que aumenta la eficiencia de entrada del virus a la célula. El sitio de furina suele relacionarse con la patogenicidad, aunque no es necesario para provocar enfermedad grave. Algunos virus lo tienen, otros no. Por ejemplo, el MERS lo tiene, pero no el SARS-1, que sin embargo es más peligroso que el SARS-2. También lo tiene algún coronavirus humano de los que solo causan resfriados. El sitio de furina se ha hallado en coronavirus humanos y de murciélagos, pero no en los nuevos virus encontrados en Laos y descritos en este estudio.

Por lo tanto, el rompecabezas evolutivo de la COVID-19 no podrá considerarse resuelto hasta que se encuentre un coronavirus próximo al SARS-CoV-2 con un sitio de corte por furina. Pero es posible que nunca se encuentre, porque tampoco es necesario que este fragmento proceda de otro virus y se haya incorporado al ancestro del SARS-CoV-2 por recombinación: estudios anteriores han mostrado que el sitio de furina ha aparecido espontáneamente y de forma independiente muchas veces en otros coronavirus por procesos evolutivos normales (mutación) durante la adaptación de los virus a sus hospedadores.

Y de ahí mi apuesta; claro que habrá miles de cuevas entre el centro y el sur de Asia, con millones de murciélagos de cientos o miles de especies diferentes, todos ellos incubando e intercambiándose infinidad de tipos de coronavirus distintos que recombinan entre sí en el cuerpo de los animales, como las bolas en el bombo de la lotería. Y con los años, no cabe ninguna duda de que continuarán encontrándose nuevos virus, quizá aún más parecidos al SARS-CoV-2 que los BANAL. Pero es encontrar la aguja en el pajar. Y si el sitio de furina no apareció por recombinación, sino por mutación en el ancestro del SARS-CoV-2, esto ya sería encontrar una aguja en un pajar de pajares. Pero ojalá me equivoque.

Por último, aprovecho también para mencionar otros dos estudios recientes relacionados con el tema. En el primero, aún un preprint no publicado, investigadores chinos cuentan que un coronavirus de murciélago llamado NeoCov, encontrado anteriormente en Sudáfrica y que es el virus conocido más parecido al MERS, puede utilizar el receptor ACE2 (el que permite la entrada del SARS-1 y el de la cóvid) para invadir las células. El propio MERS no hace esto, ya que usa otro receptor diferente. Por suerte, el NeoCov es bastante ineficiente en esta vía de entrada utilizando el ACE2 humano, y necesitaría una mutación para aumentar su capacidad invasiva. Pero el estudio nos recuerda que hay otros muchos virus por ahí que en un futuro podrían convertirse en la próxima amenaza.

Y sobre si hay innumerables peligros víricos acechándonos, no hay más que leer un nuevo estudio de investigadores chinos publicado en Cell, que ha analizado la presencia de virus en 1.941 muestras de 18 especies de animales de caza (de los que se venden después en los mercados como delicia culinaria o entran en el mercado negro), de granjas y de zoos de China. Los autores han encontrado en ellos un total de 102 virus, 65 de ellos totalmente nuevos, y 21 considerados de alto riesgo para los humanos. Entre los virus hallados se encuentran también coronavirus, ninguno similar a los SARS, pero sí uno parecido al MERS en un erizo.

Los animales en los que se encontraron más virus peligrosos fueron las civetas, el animal desde el que se piensa que saltó el SARS-1 a los humanos. Además, los investigadores han detectado que algunos de estos virus saltaron de murciélagos a civetas y a erizos, de aves a puerco espines y de perros a perros mapache. Y finalmente, también han encontrado un tipo de gripe aviar en civetas y en tejones asiáticos con síntomas de enfermedad. Estudios como este no suelen aparecer en los medios si no tienen que ver directamente con la COVID-19 (sobre todo, porque las agencias no mandan la noticia por el tubo), pero sería conveniente que se les diera más difusión para que se comprendiera que vivimos en un planeta de virus. Y que lo que realmente deberíamos preguntarnos no es cómo ocurre esto, sino cómo no ocurre con más frecuencia.

¿Por qué España, con confinamiento y mascarillas, sufre más la pandemia que Suecia, sin confinamiento ni mascarillas?

Hace unos días, con ocasión de un análisis encargado por otro medio sobre la respuesta de Suecia al coronavirus, tuve la oportunidad de estudiar más en detalle este caso, que solo conocía muy a grandes rasgos. Como sabrá quien haya seguido las noticias relativas a la pandemia, Suecia ha sido una excepción en el marco europeo por no haber impuesto confinamientos en ningún momento. Según los expertos en leyes, no era posible porque la Constitución allí impide restringir el libre movimiento de los ciudadanos en tiempos de paz; para confinar a la gente habría que decretar un estado de emergencia, y esto solo puede hacerse si el país está en guerra.

Pero el argumento legal parece más un pretexto que un impedimento, porque las medidas restrictivas obligatorias no estaban en la mente del hombre que dirige la respuesta sueca a la pandemia, el epidemiólogo jefe del estado, Anders Tegnell. Y no, no es correcto decir que es el Fernando Simón sueco; aquí no es Simón quien toma las decisiones, sino el gobierno. Simón es un científico con un papel científico que no forma parte del gobierno. Por ello, y le pese a quien le pese, cumple su papel al desaconsejar la entrada de turistas en España. Si cierto sector del empresariado turístico ha pedido su dimisión por ello es porque en este país no existe costumbre de escuchar a los científicos ni se comprende qué es la ciencia y cuál es su papel. Simón debería dimitir si precisamente hubiera dicho lo contrario, poniendo los criterios económicos por encima de lo que la ciencia aconseja para controlar la epidemia. Pero en último término, él no es quien decreta, impone ni manda.

(Nota al margen: aunque esto de comprender qué es la ciencia y saber separarlo de la política y de la economía no debería ir asociado a ideologías ni a bandos políticos, tristemente durante la pandemia se ha revelado una brecha alarmante. Me consta que científicos de ideas conservadoras quedaron profundamente decepcionados cuando el líder de la derecha acusó al gobierno de «parapetarse en la ciencia», y es evidente que el gobierno de la Comunidad de Madrid ignora los criterios científicos con decisiones como la de la famosa «cartilla cóvid»).

Pues bien, en Suecia, Tegnell es quien manda, hace y deshace, sin que en principio sus decisiones sean objetables ni rectificables por el gobierno. Tegnell decidió mantener abiertas las fronteras y los bares y restaurantes, y confiar la contención del brote en Suecia a la responsabilidad y la colaboración voluntaria de los ciudadanos. Dicen los expertos en ello que en aquel país existe una conciencia colectiva de protección nacional forjada en la Segunda Guerra Mundial. Y debe de ser así, porque los estudios muestran que un tercio de la población se confinó voluntariamente sin que nadie se lo impusiera.

Confinamiento voluntario: una calle de Estocolmo durante la pandemia de COVID-19. Imagen de I99pema / Wikipedia.

Confinamiento voluntario: una calle de Estocolmo durante la pandemia de COVID-19. Imagen de I99pema / Wikipedia.

La opción sueca no fue bien recibida entre los expertos, siempre dentro de la prudencia con la que suelen expresarse los científicos. Dentro del propio país hubo fuertes críticas, e incluso decenas de investigadores y médicos suecos se manifestaron de forma colectiva en contra de la estrategia de Tegnell a través de los medios.

Pero con el tiempo ya transcurrido, ¿qué dicen los números? Desde luego, no cabe duda de que los resultados hasta ahora son peores en Suecia que en otros países escandinavos, donde también se ha contemplado con mucho recelo la postura de su vecino rebelde.

Pero pese a ello, los datos de Suecia, siendo relativamente malos, son mejores que los de España. Aquí hemos tenido uno de los confinamientos más drásticos del mundo, una medida que logró doblegar la curva de contagios, pero que no evitó una de las peores cifras de muertes del planeta en esta primera fase, a fecha actual (más sobre esto en un rato). Hasta hace unos días, Suecia superaba a España en nuevos contagios por 100.000 habitantes. Pero cuando escribo estas líneas, las tornas se han invertido: hoy Suecia tiene (en los últimos 14 días) 31 casos por 100.000, España, 54. ¿Por qué tenemos más nuevos contagios incluso que un país donde casi todo ha seguido en todo momento funcionando con relativa normalidad y donde ni siquiera se aconseja el uso de mascarillas a la población?

Es cierto que la respuesta del gobierno español ha sido muy criticada aquí, pero también que, como he contado anteriormente, los estudios científicos internacionales que han emprendido análisis rigurosos comparativos con otros países nos han dejado en un lugar más mediocre tirando a malo que desastroso, como políticamente se ha intentado vender. Y también es cierto que, aun incluso si la actuación del gobierno hubiera sido tan catastrófica como algunos pretenden, ¿por qué ahora, que el control de la epidemia está mayoritariamente en manos de otros gobiernos distintos al del estado, las cifras no solo no mejoran, sino que empeoran? En los últimos días hemos escalado puestos en la lista europea de contagios por 100.000 habitantes. A fecha de hoy, solo Luxemburgo nos supera.

Lo cual nos lleva a una conclusión: algo está agravando la incidencia de la pandemia en España con respecto a otros países. Y hasta ahora, nadie parece tener una idea clara sobre qué puede ser. Es más, y como inmunólogo, hay algo que me atrevería a apostar (es solo una especulación, pero razonable por diversos motivos), y es que podemos darnos por afortunados por la ayuda del efecto verano, porque posiblemente las cifras que ahora tenemos serían mucho peores si hubiéramos entrado ya en el otoño.

Pero sí, además de culpar de todo al gobierno, lo segundo más fácil es culpar a la irresponsabilidad de la gente. Y probablemente la haya; quizá estemos aún más lejos de los suecos de lo que la mera distancia geográfica sugiere. Pero aunque medidas como la obligatoriedad de las mascarillas en toda circunstancia estén transmitiendo a los ciudadanos la idea de que esta es la clave necesaria y suficiente para acabar con el coronavirus, es necesario recordar una vez más que no es así.

Aquí he venido comentando lo más relevante que se ha ido publicando en las revistas científicas sobre la eficacia de las mascarillas. La mayor y más reciente aportación probablemente sea una gran revisión y meta-análisis (estudio de estudios) aparecido en junio en The Lancet. Otras revisiones anteriores debían basarse en estudios con otros virus. El nuevo trabajo ha repasado 172 estudios observacionales en 16 países y relativos en exclusiva al virus de la COVID-19 o a otros coronavirus, los del SARS y el MERS.

Conclusiones: la diferencia de riesgo entre usar mascarilla y no usarla es del 14%. La diferencia de riesgo entre dejar un metro de distancia y no dejarlo es del 10%. Y la diferencia de riesgo entre usar protección ocular y no usarla es también del 10% (y por cierto, ninguna autoridad parece haber reparado en esta medida de protección). Es decir, que ninguna de las medidas de por sí es la panacea. Según los autores, «incluso correctamente usadas y combinadas, ninguna de estas intervenciones ofrece protección completa, y otras medidas protectoras básicas (como la higiene de manos) son esenciales para reducir la transmisión».

Pero entonces, ¿qué hay de aquel estudio publicado en PNAS que identificaba el uso de mascarillas como la medida clave para acabar con el virus? Pues por el momento, una carta firmada por más de 40 expertos de primera fila ha pedido su retractación por metodología defectuosa y conclusiones insostenibles. Y, un momento, ¿qué hay de aquel otro publicado en Proceedings of the Royal Society A y muy divulgado, según el cual, se dijo, si todo el mundo utilizara mascarillas la pandemia acabaría rápidamente? La respuesta es que aquel estudio no calculaba la eficacia de las mascarillas; se limitaba a describir un modelo según el cual la epidemia se extinguiría si todo el mundo llevara mascarilla, suponiéndole a la mascarilla al menos un 75% de efectividad. Cosa que no parece ocurrir para la transmisión aérea del virus.

Aun así, algo es mejor que nada, ¿no? Por supuesto que lo es; siempre que se entienda que es solo eso: algo. Pero no este el mensaje que se transmite cuando se impone la obligatoriedad de llevar mascarilla también al aire libre y sin otras personas alrededor. Incluso con la transmisión aérea del coronavirus, una hipótesis que ha ganado fuerza en la comunidad científica, el epidemiólogo de Harvard Bill Hanage, defensor del uso de las mascarillas, advertía al New York Times que la gente «piensa y habla de la transmisión por el aire de una forma profundamente estúpida. Tenemos esta idea de que la transmisión aérea significa que hay gotitas viajando por el aire capaces de infectarte muchas horas después, flotando por las calles, a través de los buzones y colándose en los hogares por todas partes».

Y no funciona así, decía Hanage: incluso por el aire, el virus se transmite cuando existe una estrecha cercanía por tiempo prolongado y sobre todo en interiores. Hasta los expertos que han sido más ardientes defensores del uso universal de las mascarillas han abogado por su uso «en todos los lugares públicos, tales como comercios, transportes y edificios públicos». No en la calle.

Si algo conseguirá la obligatoriedad de su uso en todas partes, incluso al aire libre, será, si acaso, transmitir una falsa sensación de seguridad que lleve a la gente a asumir más riesgos, como ya han advertido algunos expertos: «Cuando la gente se siente más segura con una mascarilla, relaja otras formas de prevención, como el lavado de manos o la distancia social. En el peor de los casos, el riesgo de infección podría de hecho aumentar», escriben Alex Horenstein y Konrad Grabiszewski en The Conversation. Las mascarillas pueden ayudar, utilizadas hasta cierto punto; más allá de ese punto, son inútiles, o hasta perjudiciales, según Horenstein y Grabiszewski. Repito algo ya dicho aquí: no son las mascarillas lo que nos sacará de esto, sino la inmunidad.

Pero volvamos al caso sueco: más arriba he señalado que, tanto para Suecia como para España o cualquier otro lugar, hablamos de las cifras y los datos hasta ahora. Pero si precisamente algo tenía claro Tegnell cuando diseñó su estrategia es algo que todos los expertos también asumen, aunque quizá aún no haya calado en la calle y en los medios, donde aún se discute si rebrotes o si segunda oleada: el epidemiólogo sueco dijo en su día que la lucha contra el virus no es un esprint, sino una maratón. Y que por lo tanto, las medidas adoptadas debían ser sostenibles a muy largo plazo.

Evidentemente, los confinamientos no son sostenibles a largo plazo, ni los cierres de fronteras o de establecimientos. Ni llevar una mascarilla en todo momento, siempre que estemos fuera de casa, todos los días de nuestra vida durante los años que dure esta pandemia. Entre el cero y el infinito suele haber opciones intermedias bastante razonables y prácticas.

Y teniendo en cuenta que esto va para largo, para muy, muy largo, hablar ahora de los datos de unos países u otros con la foto fija actual, o la de hace dos meses, o la de dentro de dos meses, como si fueran cifras finales, sencillamente no tiene sentido. Solo el tiempo, con el fin de la pandemia, probablemente a años vista, dirá si Tegnell acertó o cometió un error histórico. Y si a la larga las cifras españolas continuarán siendo tan comparativamente malas. Y quizá, esperemos, nos revele por qué el coronavirus parece ensañarse especialmente con nuestro país.