Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Instagrameando Buenos Aires

Dicen que no hay mejor cámara que la que se tiene en el momento de sacar la foto. Y lo cierto es que desde hace años llevamos siempre una cámara con nosotros gracias a los teléfonos móviles. Recurso que quien escribe estas palabras no había comenzado a valorar hasta la aparición primero de Hipstamatic, y después de la aplicación que revolucionaría la fotografía en nuestros tiempos de una manera muy similar a lo que supuso Polaroid hace unas décadas: Instagram.

Imágenes de las playas de la provincia de Buenos Aires tomadas con Iphone 4 y editadas y compartidas con Instagram. Fotos: Hernán Zin

Soy consciente de que se abusa de la palabra «revolución» pero juro que en este caso es cierto. Al menos a mí, que llevo más de 20 años capturando imágenes y grabando vídeos por buena parte del planeta, me ha devuelto la pasión por la fotografía. En especial la más próxima, cotidiana, costumbrista, gracias a la inmediatez que ofrece el móvil.

Estética propia y red social

Inmediatez a la que Instagram le suma dos valores añadidos más: una forma muy peculiar de retocar las imágenes, que genera un lenguaje propio, fácilmente reconocible – y que mucha veces permite mejorar, tunear y potencias fotos bastante planas, sin sustancia, como las que suelen hacer por defecto los teléfonos -, y una red social en las que se publican las fotos y son valoradas y comentadas por otros integrantes.

Algunas de las mejores parrillas de Buenos Aires. En Instagram. Fotos: HZ

A tal punto ha llegado esta pasión que voy a hacer algo que muy pocas veces he hecho en estos casi seis años de blog: no hablar de guerra ni de armas ni de violaciones a derechos humanos.

Mejores parrillas, librerías…

Voy a publicar las fotos de Instagram que he hecho a lo largo de los últimos dos meses aquí en Buenos Aires, ciudad en la que me suelo refugiar durante los veranos australes para hacer un alto en el camino antes de volver a la ruta. Una ruta que en 2012 nos llevará muy probablemente a Afganistán, India, Venezuela, Honduras y la República Democrática del Congo.

Casualmente, las otras ocasiones en las que no hablé de la razón de ser de este blog fue también aquí en Buenos Aires, en aquellas entradas de 2007 que dediqué sus librerías. Si hay algo que me gusta hacer en esta ciudad – a la que, todo sea dicho, también dedicamos en los últimos años varios reportajes sobre la violencia en sus barriadas marginales, en sus cárceles y en sus hinchadas de fúbtol – es salir a caminar. Escuchar música, repasar lo vivido a lo largo del año, pensar ideas para nuevos proyectos y, desde hace poco, tomar fotos de manera compulsiva para Instagram.

En la próxima entrada, un catálogo muy personal que he ido haciendo con las fotos de mis lugares favoritos de Buenos Aires: parrillas, librerías, edificios… si alguien quiere venir, o volver a esta maravillosa ciudad, tome nota… en su teléfono, si es posible.

Proteger a los trabajadores honestos de Fuerte Apache

En ambientes de acusada violencia urbana, los reclamos más sonoros a las autoridades pidiendo que aumente de la seguridad suelen venir de las clases pudientes, que son las que cuentan con mayores medios para hacer oír su voz.

Esto no quiere decir que sean las más afectadas por la violencia. Como hemos comprobado a lo largo de los años en este blog al conocer diversos escenarios donde prima la inseguridad, son los pobres que viven en zonas marginales los que de forma sostenida sufren las consecuencias de la ausencia de paz social.

Nuestro desembarco hace tres años en las favelas de Brasil coincidió con el asesinato del pequeño João Hélio Fernandes. Un crimen horrendo, que con razón movilizó a la sociedad carioca. Sin embargo, nos llamó mucho la atención que los niños de las propias favelas que morían por balas perdidas en el fuego cruzado entre la BOPE, la policía y los narcos apenas encontraban eco en los medios de comunicación.

Los trabajadores pobres y sus familias, que muchas veces terminan en estas barriadas para poder acceder a puestos laborales en las ciudades, son los más afectados por la falta de seguridad debido a que conviven con los elementos violentos de estos espacios. Día a día se los cruzan en las calles, sufren sus atropellos, sus leyes arbitrarias, sus impuestos irregulares. Se encuentran en medio de las trifulcas que protagonizan los delincuentes entre ellos y con la policía.

Evitar que se vayan

Al menos esto es lo que viene a mi mente cuando un suboficial de la Gendarmería al que acompaño en el barrio bonaerense conocido como Fuerte Apache me dice: “Cada vez que intentamos sacar una de las garitas a los dos minutos tenemos a cincuenta personas protestando frente al cuartel. Los vecinos honestos no quieren que nos vayamos”.

Si bien al recorrer las calles de Fuerte Apache escucho quejas con respecto a los cacheos, detenciones y demás medidas de control que ejerce la Gendarmería, lo cierto es que una parte importante de quienes viven en este complejo de torres decrépitas y de tan mala fama son trabajadores de a pie, que se acercan cada amanecer a las industrias del conurbano bonaerense o que bajan a la ciudad de Buenos Aires para realizar toda clase de labores poco cualificadas y poco remuneradas.

Me vuelve a la memoria asimismo el testimonio de Fernando, un humilde maestro de escuela que vivía en la favela Sapucaí, situada en la Ilha do Governador de Río de Janeiro. La descripción que nos hizo sobre cómo los miembros del Comando Vermelho habían descuartizado a su mejor amigo sólo como una forma de imponer su poder en la zona.

Cada robo, cada asesinato fuera de este ámbito, causa una consternación social que de ningún modo intento minimizar. Pero es importante comprender que los que más sufren de la inseguridad son los propios habitantes honestos de estas regiones marginales, que no tienen solaz alguno ni protección tanto por la impunidad de los delincuentes como por la corrupción endémica de fuerzas de seguridad como la policía bonaerense.

No cuentan con guardias de seguridad, verjas, muros o barrios privados detrás de los que refugiarse.

Fotos: HZ

El cauce de la miseria en Argentina

No esperaba encontrar semejantes niveles de violencia y pobreza en los barrios de chabolas de Buenos Aires. No imaginaba que el proceso de “favelización” de los asentamientos marginales estaría tan avanzado.

No asociaba a la realidad de la periferia porteña con adolescentes armados, con explotación de menores, con jóvenes embarazadas, con tráfico de drogas, con territorios en los que el Estado casi no está presente para velar por los ciudadanos.

Es lo que pienso mientras recorro Villa Lamadrid, en el partido de Lomas de Zamora. Casas hechas con chapas. Calles sin asfaltar. Ausencia de cloacas, de agua corriente, de electricidad.

Y las voces de frustración que reverberan en las paredes de chapa y cartón, y que escucho en cada una de las viviendas en las que soy bienvenido con un mate o un vaso de refresco, con una silla rota y maltrecha en la que me siento a tomar notas.

Una casa de cerillas

Testimonios como el de María, una joven amable, de pocas palabras, que tiene la piel cubierta de erupciones debido a las malas condiciones sanitarias de la zona. Y que vive junto a su marido y sus hijos en una caseta angosta como una caja de cerillas.

Cuando era una niña llegó desde el interior del país con sus padres a Buenos Aires. Querían mejorar económicamente, pero se encontraron, como tantos millones que fueron arribando para crear los sucesivos círculos de pobreza que rodean a la capital, atrapados en un espacio marginal, asfixiante.

Me llama la atención el orden que hay en esta casa, en la que cada cosa parece tener su lugar: las fotos en la pared, la cortina verde que separa la habitación de la cocina y el comedor, los bártulos de la cocina en fila, sobre una repisa de madera.

La historia de María no es tan desgarradora como la de Eva, o la de tantas otras personas que he escuchado en el barrio. No me dice que tiene familiares metidos en la droga o en la delincuencia. No me habla de abusos, de violaciones, de muertes, como las otras familias que he visitado. Su marido trabaja en la construcción y logran subsistir decentemente.

El problema que tiene María, su queja, es el canal de agua putrefacta y hedionda que pasa junto a la vivienda, y que cada vez que llueve se desborda obligándolos a tener que partir para luego volver y limpiarlo todo. Quizás por eso mantiene la casa tan ordenada e impoluta en los días de sol.

Un balneario español

Deseosa de que alguien la escuche, de que quizás las autoridades puedan responder a su pedido, María me muestra el canal. Me explica que a pocas manzanas de allí funcionaba antes un exclusivo balneario de agua salada creado por inmigrantes españoles y que ahora ha desaparecido y está rodeado de montañas de basura y fétidas corrientes de desperdicios.

Mientras avanzo hacia aquel sitio mítico, conocido como La Salada, observo el decadente panorama que me rodea y me pregunto cómo se ha despeñado tan rápidamente de la prosperidad a la miseria este país que un día supo ser rico.

¿Cómo es que se ha poblado de «pibes chorros», de cartoneros, de mendigos, de personas desesperada, sin nada que perder, sin futuro? ¿En qué se equivocó su gente? ¿Qué han hecho mal, como nación, como conjunto?

Y también observo con cierta distancia los vaivenes de la prosperidad, del poder, cómo cambia de latitudes, de geografías; cómo aumenta su caudal, se desborda, se seca, se pudre. Pienso en la paradoja que se ha dado: al tiempo en que Argentina se hundía en el caos, España ascendía hasta alcanzar la cima de una bonanza sin precedentes.

¿Qué conclusión alcanzo? Supongo que cierta humildad ante los designios de los tiempos históricos. Una mirada relativa, desapegada, sobre los éxitos y los fracasos, individuales y colectivos, tan caprichosos, tan impredecibles, tan efímeros…

«Tuve mi primera pistola a los 12 años»

Conozco a Carlos en un centro de rehabilitación para drogadictos de Buenos Aires al que llegó por orden judicial. Tiene el cabello corto, le faltan varios dientes. Le digo que se parece a Mike Tyson. Se ríe.

Primero me muestra la habitación en la que duerme, el locker con su nombre en el que guarda sus pertenencias. Después salimos al jardín. Conversamos bajo los árboles.

– Le puse un cuchillo en el cuello al tipo que manejaba un auto. Yo no sabía, pero el tipo era un policía. Me llevé el auto y la pistola del tipo. Lo dejé en pelotas. Y conseguí mi primer “fierro” (arma) – me dice.

– ¿Qué edad tenías?

Doce años.

Cuando empecé a entrevistarlo, desconocía su historia. Marcelo, uno de los coordinadores del centro de rehabilitación, me dijo que había pedido voluntarios entre los internos para que hablaran conmigo, y que Carlos se había ofrecido.

“Está entusiasmado, lo primero que hizo al levantarse fue afeitarse”, me explicó, aunque luego vi que Carlos es tan joven, que el paso de la máquina de afeitar no debe haber causado demasiada diferencia. «Es un pibe que necesita mucho cariño y contención, pero que también está comenzando a dar mucho cariño ahora que todo va cambiando en su vida».

Carlos tiene 18 años. Hace un mes llegó al centro en una camioneta de la policía, a la que él llama “lancha”, por una orden judicial. Me comenta Marcelo que le gritaba a su madre, que lo acompañó en el viaje: “Te voy a matar hija de puta, te voy a matar”.

– ¿Usaste alguna vez la pistola? – quiero saber

– No, la cambié por un 38, a mí me gustan los revólveres-, me explica.

– ¿Usaste alguna vez el 38?

– Un día un chabón me robó. Cuando lo agarré iba en un auto. Le disparé a las piernas. Quedó en silla de ruedas. Ese hijo de puta no va a volver a robar a nadie

– ¿Y en alguna otra ocasión?

– Si tenía que disparar lo hacía por debajo de la cintura. Casi siempre la usaba para pegarle a la gente en la cabeza con la culata, cuando iba a robar autos – me dice haciendo un gesto en el aire con la mano, de arriba hacia abajo.

Pibes chorros, chicos del paco

Uno de los objetivos de este blog es tratar de comprender los orígenes de la violencia en el mundo, y dar voz a las personas que la padecen. En Buenos Aires, la violencia está íntimamente ligada a la miseria, a la falta de oportunidades, y, en los últimos años, a la droga conocida como «paco».

Paco es el nombre con que se denomina habitualmente a la pasta base de cocaína. Un estupefaciente sumamente barato y de efecto breve, de apenas unos segundos, que mata a miles de jóvenes cada años en Argentina, y que es consumido, según un reciente estudio del Gobierno de la Provincia de Buenos Aires, por cerca del 50% de los varones de entre 14 y 30 años que viven en barrios marginales.

Para descubrir los efectos del paco he pasado varios días en Lomas de Zamora, uno de los municipios de Buenos Aires con mayores índices de criminalidad del país. De la mano de dos mujeres extraordinarias, Isabel y Alicia, que luchan contra esta droga denunciando a los “tranzas” (camellos) que la venden, he conocido los entresijos de la vida en Villa Lamadrid.

Pero comienzo a contaros lo que he aprendido en Lomas de Zamora por el final, por el encuentro que hace algunas horas tuve con Carlos y con otros jóvenes en Pueblo de Paz (que vivían en la calle, que salían a robar para conseguir la siguiente dosis), un centro público de rehabilitación para drogodependientes que brinda atención a más de 300 pacientes.

La historia del reciente fracaso colectivo de la Argentina, de su inmersión en la miseria y la violencia. De jóvenes como Carlos, cuya vida de abusos y exclusión resulta tan trágica como perturbadora. Y de personas como Alicia, Isabel y Marcelo, que luchan con ahínco y valor para revertir una situación que parece no tener ya vuelta atrás.

Continúa…

Cartonero por un día junto a la extraordinaria «Loca» Elena

“¡Loca Elena!”, le grita un hombre mayor, levantando la mano en el aire, al verla pasar con su carro cargado de basura por las calles de la ciudad de La Plata. “¿Qué tal Loca Elena?”, le pregunta una mujer de rostro moreno que acomoda verduras en un puesto ambulante. Y a todos, Elena, la «Loca» Elena, les responde con una sonrisa entusiasta, sincera y ausente de dentadura.

He venido a la ciudad de La Plata a jugar a ser cartonero por un día. A seguir a esta mujer de 63 años, la Loca Elena, que lleva dos décadas viviendo de la basura. Desde que se ceba unos mates al alba entre las gallinas y los perros, hasta que se pone a clasificar los desperdicios que ha conseguido en el patio trasero de la chabola en que vive.

La he ayudado a descargar las bolsas llenas de desperdicios. He almorzado con ella las facturas (bollos) rancias y caducas que le regalan en una panadería.

A las cuatro de la tarde me he subido a su carro para partir rumbo a la ciudad en busca de papel, cartón, botellas y latas. Y os aseguro que la loca Elena es una mujer extraordinaria, que me ha deslumbrado por su sentido del humor, su generosidad y su pasión por la vida.

La violencia de la miseria

Y no digo esto de forma sesgada, tratando de mitificarla. Desde que hace 14 años vi en Calcuta cómo un hombre de la calle le partía una piedra en la cabeza a otro, tras una discusión a gritos por un trozo de acera en el que dormir, aprendí que no hay romanticismo en la pobreza, que los olvidados, los postergados, no son santos ni mártires como muchos intentan mostrar.

Sí es cierto que no deja de admirarme encontrar a personas que tienen la templanza y la fuerza para sonreír, para seguir adelante en medio de la mierda, y que tantas veces me han abierto las puertas de su casa, y me han ofrecido todo lo que tenían.

Pero las diferencias sociales son intrínsecamente violentas. Nada más agresivo que un coche de lujo que se para en un semáforo junto a un niño harapiento que no ha comido. Por eso la pobreza genera decadencia. Por eso en los barrios de chabolas abundan también las armas, los asesinatos, las drogas, las violaciones.

El mundo desde un carro de basura

Doña Elena Tassís, la Loca Elena como todos la llaman, me ha fascinado porque dice que “da gracias a la vida por lo que tiene”. “Yo tengo suerte, porque me dieron un carro, por eso cuando veo un pibe en bicicleta que está cartoneando sigo unas cuadras y le dejo las bolsas de basura a él. Yo puedo ir más lejos”, me explica.

Cuando le pregunto por qué no pide ayuda a sus hijos en lugar de salir a buscar desperdicios cada tarde a su edad y con el calor, me responde: “Tienen sus nenes, ¿cómo les voy a pedir que me den de comer? Soy yo la que tiene que darles una mano. Apenas regreso por la noche los pibes vienen corriendo. Siempre encuentro un juguete o una ropita. ¿Yo para qué las quiero?”.

También me sorprende su sentido del humor. A una vecina del barrio de chabolas le grita, señalándome, cuando pasamos con el carro: “¡Viste vos que no me querías prestar a tu marido, el novio que me conseguí!”. Y ambas se ríen a carcajadas.

Acompañarla me ha permitido asimismo sentir la forma en que muchos la miran cuando va con su carro cargado de basura por la calle. Un hombre nos siguió durante varias manzanas con su moto, hasta que me cansé y terminé por mandarlo al carajo.

Quería comprarme la cámara de vídeo con la que estaba filmando a Elena. “Dale boludo, pará, pará, que te pago en dólares”, me gritaba, tal vez deduciendo que era robada. “Lo que pasa es que con esa barba y ese pelo pareces un cartonero”, me dijo Elena, quitándole hierro al asunto.

El infranqueable muro de la miseria

Ahora he vuelto a casa. Tengo un corte en la mano de haber levantado una caja con papeles. Las uñas negras de suciedad. Y me pica todo el cuerpo. Creo que los bollos, atiborrados de dulce de leche, me han caído mal.

Acaba de comenzar a llover. Lo que me recuerda a los días del monzón en Calcuta, cuando salía con mi cámara a acompañar a la gente que vivía en la calle. Y luego, por la noche, me preguntaba con desazón cómo estarían haciendo para dormir bajo la incesante tromba de agua.

Creo que, a los que nacimos en el lado afortunado del mundo, no resulta imposible imaginar cómo es vivir en la miseria. Nos podemos acercar, podemos escuchar, pero las distancias son tan abismales, que la experiencia no pasa de un superficial vislumbre del horror de la marginación.

En una próxima entrada os contaré más sobre Elena. Pienso en el techo plagado de agujeros de su caseta. Me pregunto cómo estará sobrellevando el agua que se cuela entre las chapas y cae sobre su colchón renegrido, mientras me acuesto en mi plácida y limpia cama. Mientras todo el mundo a mi alrededor, en este acomodado barrio porteño, celebra y agradece que la lluvia se haya llevado el agobiante calor de enero.

La exitosa pugna de una mujer en las chabolas de Argentina

Margarita Barrientos nació en una miserable aldea de los aborígenes toba en el norte de Argentina. Tras la muerte de su madre, y para no ser encerrada en un centro de acogida, huyó en tren a Buenos Aires. No sabía bien a dónde iba, pero sí que quería progresar. Fue un viaje accidentado, alucinante para una adolescente que hasta el momento se había criado en una choza escindida del resto del mundo.

Terminó en un barrio de chabolas de la capital porteña, donde se casó y tuvo diez hijos. Isidro, su marido, quedó lisiado debido a un accidente laboral. Y Margarita, que no sabe leer ni escribir, comenzó a dedicarse a lo que aquí se conoce como “cirujeo”, la recolección de residuos.

El punto de inflexión en la vida de Margarita llegó en 1996, cuando al volver de trabajar con su carro cargado de basura descubrió que los niños de una chabola vecina llevaban días sin comer.

«Yo traía los restos de pan que recogía de una panadería, así que les dije que vinieran a casa y los senté a la mesa con nosotros», explica Margarita. «En la vida siempre hay que dar, por más poco que se tenga, hay que tener compasión por el prójimo. Y esos chicos, Pablo, Rosita, la Chicha, que ahora son adultos y están casados, estaban solos con su abuelo».

Un conocido activista social argentino, Juan Carr, descubrió la labor que en silencio estaba realizando Margarita, que cada día daba de comer a más y más niños de Villa Soldati, y empezó a apoyarla. En doce años, el trabajo de esta infatigable luchadora creció exponencialmente.

En el comedor Los Piletones, situado frente a su casa, hoy da de comer a más de mil niños cada día. El premio que recibió en 1999, como mujer del año en Argentina, le permitió salir a la luz pública, por lo que recibió ayudas con las que ha puesto en marcha guarderías, clínicas, farmacias, proyectos de microcréditos, para la gente de su barrio.

Aquel gesto de solidaridad que tuvo en 1996, aquel acto de amor y generosidad, se ha multiplicado transformando positivamente su propia vida y la de quienes la rodean.

Curiosamente, al frente de la Red Solidaria, la organización creada por Juan Carr que apoyó a Margarita Barrientos, se halla Belén Quelet, una gran amiga, que trabajó con la Madre Teresa en India y Filipinas, que ha dedicado su vida a luchar contra la pobreza, y cuya historia os contaré mañana.

Pero ahora me hago eco de las palabras de ayer de MM y me pregunto: ¿por qué es la mujer la clave en la lucha contra la pobreza?

Borges, Lorca, Neruda… continúa el recorrido literario por Buenos Aires

… calle Corrientes, el Broadway argentino, con su sucesión de teatros, sus enormes carteles y sus luces de neón. También aquí, una de las mayores concentraciones por metro cuadrado de librerías de viejo del mundo. Decenas de tiendas ofrecen montañas de obras en oferta. Colecciones de los tiempos en que los grandes editores españoles mudaron su producción a Buenos Aires y México para escapar de las garras del franquismo. No por nada Umberto Eco abre El nombre de la rosa con el descubrimiento de un valioso manuscrito en la calle Corrientes.

A pocas manzanas, en la avenida de Mayo, una de las más antiguas y emblemáticas de estas librerías. Se llama Feria de libros, fue creada en 1943 por Abraham Filkenstein y hoy la atienden sus descendientes. Aquí se filmó la película Roma, de Adolfo Aristarain. Entre los libros, el personaje de Juan Diego Botto se encuentra con sus novias.

En la misma acera se encuentra el Café Tortoni, mítico lugar de reunión de los literatos y artistas que pasaron por estas tierras. Hoy está saturado de turistas con bermudas y sandalias, pero en algún momento de calma se puede llegar a atisbar alguna frase perdida de Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Roberto Arlt, Leopoldo Marechal. A principios del siglo pasado, aquí tocó Carlos Gardel para Luigi Pirandello.

Al lado está el edificio del antiguo periódico La Prensa, donde un joven Jorge Luis Borges publicó su primera colaboración en 1927. Por sus páginas también pasaron Juan Carlos Onetti y Ramón Gómez de la Serna. Este último residió durante décadas en Buenos Aires.

Si se sigue recto por la Avenida de Mayo, en dirección opuesta a la Casa Rosada y se cruza la Avenida 9 de Julio, se llega al famoso hotel Castelar, hogar de Federico García Lorca en su paso por Buenos Aires. Llego en octubre de 1933, a bordo del buque Conte Grande. Y fue tal el éxito que tuvo con Bodas de Sangre, que no lo dejaron irse. La visita programada para dos semanas duró seis meses. El lleno en el Teatro Avenida, situado en la acera siguiente, en dirección al Congreso, era absoluto. Y Federico no hacía más que recibir elogios ovaciones. En La Nación, Manuel Mujica Láinez le dedica un Romance para Federico.

En sus fascinantes memorias, Confieso que he vivido, Pablo Neruda recuerda su encuentro con Federico (en aquel tiempo era cónsul de chile en Buenos Aires). Finalmente, en abril de 1934 volvió a España. Lo esperaba su trabajo en La Barraca. Y, dos años más tarde, la muerte en Granada.

Bajando por la avenida Callao está Clásica y Moderna, otra librería con restaurante y escenario. Esta noche actúa una de las cantantes del grupo Gotan Project. Hace versiones de clásicos de tango.

Una botella de champagne en primera plano, una conversación de amigos y, de fondo, la librería, latente de obras que se pueden coger y repasar en la mesa, que se pueden comprar a cualquier hora.

En Palermo Soho, el barrio más alternativo de Buenos Aires, que tiene un aire, con sus pequeñas tiendas de diseño, al barrio gótico de Barcelona, una de mis librerías favoritas: Crack Up, que está abierta hasta altas horas de la noche, que ofrece comida, y que funciona también como editorial para jóvenes autores. Excelentes sus pastas caseras y su selección de libros de fotografía. Calle Costa Rica 4787.

A dos manzanas, la calle Jorge Luis Borges, columna vertebral de este barrio de casas bajas y calles empedradas que los colectivos (autobuses), con sus laterales fileteados, recorren dando tumbos, a ritmo, en mi imaginación, de los afilados violines y el melancólico bandoneón de Astor Piazzola.

Buenos Aires tiene cientos de lugares relacionados con Jorge Luis Borges. Uno de mis favoritos, la antigua biblioteca nacional (calle México 564), que tuvo tres directores ciegos: José Mármol, Paul Groussac y Jorge Luis Borges. En 1955 Borges es nombrado director, fue por esos años cuando supo que su ceguera sería casi total en breve tiempo; Así fue que escribió Poema de los dones:

Nadie rebaje a lágrima o reproche/ esta declaración de la maestría / de dios, que con magnífica ironía/ me dio a la vez los libros y la noche.

En Belgrano, el barrio en que me crié, merece una visita la iglesia de la Inmaculada Concepción, que hoy está saturada de mendigos y cartoneros, algo imposible de imaginar durante mi infancia. Aquí, el personaje central de Sobre héroes y tumbas, Fernando Vidal Olmos, que vivía obsesionado por los ciegos, sitúa algunos fragmentos de la tercera parte del libro escrito por Ernesto Sábato, muchas veces publicada de forma autónoma como nouvelle, el escalofriante Informe sobre ciegos.

Para terminar este recorrido, que podría ser eterno, una visita a la plaza Mafalda, ya que Arsenio Escolar escribía hace poco acerca de las recolección de firmas para inmortalizar el lugar en el que estuvo sentada en la calle Defensa del barrio de San Telmo. Y una frase que en buena medida refleja el espíritu de este blog que, al menos por hoy, se ha apartado de la guerra y la política internacional para sumergirse en los ecos de la literatura que se vivió y se fraguó en esta maravillosa ciudad que es Buenos Aires:

Fotos: Hernán Zin

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Un recorrido literario por Buenos Aires

En pocas horas más parto rumbo a Río de Janeiro y sus favelas. Antes de dejar Buenos Aires, a la que describí en el blog desde la perspectiva de sus niños de la calle, sus cartoneros y piqueteros, de su constante guerra contra la miseria, me gustaría también mostrarla bajo otra luz. A pesar de sus problemas, esta sigue siendo una ciudad extraordinaria, bellísima, pletórica de poesía, reverberante de literatura, de magia.

Si hay algo que me fascina de esta urbe son sus librerías. A diferencia de Madrid, aquí la mayoría siguen siendo gestionadas por hombres y mujeres que aman los libros, y que están siempre dispuestos a darte un buen consejo o con los puedes conversar de literatura.

Aún el libro como mero producto comercial, equiparado a fuerza de mercado a un chandal en oferta de Carrefour, no ha desplazado al libro como obra creativa, artística, valioso vehículo para perpetuarse en el tiempo, para compartir experiencias, para aprender.

Quizás todo llegue, y en poco tiempo más aquí también la empleada que coge el libro y lo coloca debajo del lector de código de barras sea la misma que el mes pasado despachaba camisetas en el Territorio Vaquero de la planta joven.

Pero lo más atractivo de muchas librerías de Buenos Aires es que cumplen una función social, aglutinadora, que va mucho más allá de la venta de obras literarias. Organizan recitales de música, lecturas de poesía. En ellas se puede tomar café, cenar. Una idea fantástica: el libro como epicentro de la cultura, como el eje en torno al que gira la vida social.

Comienzo por el gran templo, la meca, la pirámide de Keops, el partenón, de las librerías: el antiguo cine Splendid transformado en la librería El Ateneo, ubicada al 1860 de la avenida Santa Fé.

Tres plantas. Un fantástico fresco en la cúpula. En el escenario, un café en el que sirven maravillosas masas y tartas. Al fondo, un piano de cola. No son pocas las tardes en las que tocan grupos de jazz o solistas de música clásica.

La gente coge los libros y se sienta a leer en los palcos, en las sillas y sillones dispuestos para este fin. El mismo concepto se puede encontrar en las dos librerías Ateneo que hay en la calle Florida, y que también merecen ser visitadas.

Sábado, once de la noche, salgo de ver la película Babel. Resulta complicado abrirse paso por los pasillos de la librería Cúspide. Maravilloso plan: una peli, sentarse luego a escuchar música y tomar café. Comprar algún libro, llevarlo a casa.

Cúspide está en la primera planta de los Cines Village, en el barrio de la Recoleta. Dirección exacta: calle Vicente López 2050. Conversando con una amiga que trabaja en Casa del Libro me dijo que la nueva tienda que iban a abrir en Madrid, en la calle Fuencarral, iba a tener un estilo similar. Aún no la he visto.

Ahora me dirijo a la calle Corrientes, donde se venden los libros antiguos y las colecciones en oferta… (Continúa)

Fotos: Hernán Zin

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