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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Las vidas sin fronteras de Bru Rovira

Asisto a la presentación del libro Vidas sin fronteras (editorial Viceversa), en el que el periodista Bru Rovira congrega los recuerdos y reflexiones de históricos de Médicos Sin Fronteras (MSF) como Carlos Ugarte, Paula Farias, Aitor Zabalgogeazkoa y Carlos Haro.

Una obra que no se deja lastrar por el buenismo y la corrección política que tan a menudo hacen naufragar a esta clase de libros. Al contrario, no sólo carece de maniqueísmo sino que exhala honestidad, pasión y hasta cierta irreverencia.

Algo que por otra parte era de esperar si se vislumbra el peso específico de sus protagonistas – gente que ha pasado años en las zonas más conflictivas del planeta – y del propio narrador, infatigable reportero a lo largo de dos décadas y un lustro en el periódico La Vanguardia.

Falta alma

La presentación, que tiene lugar en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, refleja en cierta medida el espíritu del libro. Bru Rovira sostiene que el periodista es un “vividor responsable”. Debe vivir en la calle, en la ruta, con la gente, donde está la noticia. Se lamenta de que hoy prime más la formación que la pasión a la hora de sumarse a este oficio. Algo que considera que sucede también en otros ámbitos de nuestra sociedad.

Paula Farias, presidenta de la junta directiva de MSF España, que está a su lado en la mesa, sonríe al afirmar que los principales responsables de la organización – los históricos que brindan sus voces a la primera parte del libro, ya que luego se abre a gentes más jóvenes, las nuevas generaciones en el terreno – no pasarían en la actualidad los procesos de selección dados los niveles de formación profesional que se exigen.

Un viaje por la historia

A la hora de las preguntas de los periodistas, surgen cuestiones puntuales como la situación en Somalia, la República Democrática del Congo, los conflictos asimétricos o los escenarios bélicos en que los trabajadores humanitarios ya no son observados como actores independientes, neutrales.

El otro gran atractivo del libro es justamente éste: que constituye un viaje a los principales conflictos y catástrofes de las últimas décadas, desde los privilegiados recuerdos de quienes estuvieron allí, en primera fila, con sus tiendas, estetoscopios y medicinas; y de la mano de un narrador como Bru Rovira, que también supo estar durante años donde ocurrían los acontecimientos más destacados de la agenda internacional.

Se hablan y debaten de muchas otras cuestiones, pero aquella sobre la ausencia de pasión es la que reverbera en mí a medida que me alejo del Círculo de Bellas Artes.

Hasta qué punto nos hemos encorsetado como sociedad bajo consignas muy válidas en ciertos momentos, como la corrección en el discurso o la necesidad de ser profesionales y metódicos en lo que hacemos, pero que parecen que se han sobredimensionado hasta convertirse en un lastre similar al de esos libros sin alma que mencionaba al principio de esta entrada del blog.

Como ejemplo no puedo más que destacar la estridente mediocridad de los líderes de esta Europa sin rumbo, sin ideas propias, que pierde de manera vertiginosa cada día peso específico. Líderes que, no debemos engañarnos, salen de nuestras sociedades y son reflejos de sus crecientes falencias: falta de pujanza, movilidad, creatividad… Vidas con fronteras muy acotadas, muy timoratas, que nos hemos impuesto.

De servilismos y otras mendicidades

Quizás otro ejemplo paradigmático sea el del propio Bru Rovira. Brillante reportero que se ha pateado los continentes como pocos compañeros en este país. Ya no está en La Vanguardia, periódico que hace años valía la pena leer por su sección de noticias internacionales y por ese espacio rompedor que era La contra. Al igual que otros, el diario catalán prescinde de sus grandes reporteros con la excusa de la falta de recursos.

Sin embargo, al mismo tiempo se gasta fortunas en pagar a firmas pobres moral e intelectualmente como la de Pilar Rahola, que tanto se apunta a gritar en la mesa de ese programa execrable que era Crónicas Marcianas como a defender a capa y espada – pero sin estar nunca en el lugar donde suceden las cosas, sin escuchar ni preguntar a los protagonistas, del perverso modo en que ya demostró hace años con respecto a la familia Galia en la franja de Gaza – los intereses de los grupos de presión más rancios y reaccionarios de nuestro tiempo.

En este caso ni siquiera hablamos de fronteras reducidas, carentes de horizontes, sino de muros con alambres de espino.

Foto: Presentación «Vidas sin fronteras» (HZ)

Libros en guerra: el mercenario amigo de James Brabazon

Un hombre cuelga desnudo de un gancho de carnicería. Sus pies están atados y su boca abierta, gritando una confesión. Se encuentra rodeado por media docena de soldados en raídos uniformes. Los puños empastados de sangre. Insatisfechos con las respuestas, lo azuzan en un lenguaje que él desconoce y le dan golpes con la culata de sus rifles en los testículos. Nueve días después del arresto, las sesiones más extremas de castigo acaban de comenzar…

El hombre al que torturan en la prisión de Black Beach, en Guinea Ecuatorial, es el mercenario sudafricano Nick du Toit. Lo detuvieron durante el intento de golpe de estado contra el dictador Teodoro Obiang.

Quien describe la acción es su amigo: el reportero James Brabazon, ganador entre otros premios del Rory Peck Impact Award en 2003.

Lo hace en los primeros párrafos del libro My friend de Mercenary, que acaba de ser publicado Inglaterra y al que Sebastian Junguer calificó de “clásico”.

Historia de un golpe

Debo confesar que desde que Brabazon hiciera público hace algunos años en The Independent que Nick du Toit lo había invitado a sumarse a la trama articulada en 2004 por el mercenario británico Simon Mann para tomar el poder en Guinea Ecuatorial y controlar así sus fuentes de petróleo, tenía muchas ganas de conocer en profundidad su historia (intentona golpista a la que algunos medios, como ya vimos en este blog, vincularon al gobierno de José María Aznar, y en la que participó Mark Thatcher, el hijo de la «Dama de hierro»).

Una historia que comienza en 2001 en Sierra Leona cuando Brabazon llegó para cubrir la guerra y se alojó por azar en la casa de otro mercenario, Cobus Claassens. Este antiguo comando del ejército sudafricano había desembarcado en el país en los años noventa, pues el gobierno de Freetown había contratado a la empresa militar privada “Executive Outcomes” para luchar contra los rebeldes que amenazaban la capital.

Como también vimos en la sección “Mercenarios” de este blog, Executive Outcomes era propiedad de Simon Mann, el hombre de buena cuna formado en el prestigioso Eton College, y Tim Spicer, hoy playboy multimillonario gracias al negocio de la guerra, por más que su más reciente compañía, Aegis, fuera acusada de crímenes en Irak como el que muestra el siguiente vídeo (en su precoz autobiografía An Unorthodox Soldier, intenta justificar otro escándalo, de tráfico de armas a Sierra Leona, que salpicó a Robin Cook, ministro británico de Asuntos Exteriores).

Invitación inusual

En 2003 Brabazon decide que quiere meterse en otra guerra vecina, la de Liberia, que casi nadie ha contado. Entonces se pone en contacto con Claassens y le pide que le recomiende a alguien que le organice la seguridad durante el viaje. Éste le presenta en Johannesburgo a Nick du Toit.

Cierran un acuerdo y viajan juntos a Liberia. Gracias a la gestión de fuerzas especiales de EEUU desplegadas en la región, entra en contacto con los rebeldes que luchan contra Charles Taylor desde Conakry. Brabazon consigue un material por el que recibe numerosos premios. Según confiesa, en más de una ocasión Nick du Toit le salvó la vida, lo que gestó una profunda amistad entre ambos (más aún porque al quedarse Brabazon sin fondos para seguir rodando, el mercenario decide seguir adelante y trabajar gratis).

En 2004, cuando Simon Mann empieza a gestar el golpe con el que pretende derribar a Teodoro Obiang para poner en su lugar a Severo Moto, líder de la oposición exilado en España, y sacar una buena tajada del petróleo del país, contrata a Nick du Toit con la intención de que lidere parte del ataque de los mercenarios contra Guinea Ecuatorial.

Y éste se pone a su vez en contacto con Brabazon, al que le ofrece la exclusiva de filmar el golpe. El reportero duda. Tiempo después toma conciencia de que de haber aceptado, él también habría sido encarcelado y torturado en la infame prisión guineana de Black Beach.

Mirada honesta

Sobre estos hechos hemos escrito al menos una docena de entradas en este blog, de allí el interés por leer el testimonio en primera persona de alguien que lo vivió tan de cerca como Brabazon. Y lo cierto es que el libro – cuya publicación seguramente esperó a que Nick du Toit fuera perdonado por Obiang y mandado de regreso a Sudáfrica – no decepciona.

Resulta evidente que Brabazon no es escritor, ya que se demora en algunas reflexiones y explicaciones innecesarias. Pero esta falencia es contrarrestada por la rapidez de la narración y, sobre todo, por la honestidad con la que cuenta todo lo sucedido. No hay pruritos morales ni falsas disculpas. Considera a Nick du Toit su amigo, al que le debe la vida, y en cierta medida es esa lealtad la que lo lleva a contar las cosas como las recuerda, sin valoraciones.

A diferencia de lo que hace Robert Young Pelton en el famoso License to Kill, que también describe la aventura frustrada que llevó a Simon Mann a caer en manos de Robert Mugabe, Brabazon se sitúa como narrador en una perspectiva que nos permite sumergirnos hasta lo más profundo y cotidiano del universo de las empresas militares privadas y de los mercenarios. A partir de allí podemos sacar nuestras propias conclusiones.

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¿Contribuye la ayuda humanitaria a prolongar las guerras?

Debo confesar que desde que leí hace ya algunos años el libro We Did Nothing, siento una honda admiración por la periodista holandesa Linda Polman, acerca de la cual hablamos en estas páginas tras las muerte de la defensora de los derechos humanos Alison Des Forges.

El capítulo final de la obra, en el que describe el sitio por parte de militares tutsis de un campo de refugiados hutus tras el genocidio de Ruanda de 1994, es a mi entender una de las mejores pieza de no ficción que se han escrito en los últimos años (con perdón de la legión de admiradores de Ryszard Kapuscinsky, parte de cuya obra se acerca a mi humilde entender más a la literatura que al periodismo, y de otros cronistas a los que tengo en tan alta estima como Patrick Cockburn, Wojciech Jagielski, Dexter Filkins, Anthony Loyd, Rajiv Chandrasekaran, John Lee Anderson, Tim Butcher y Robert Fisk).

Una narración de formas tan eficientes como impecables que provoca sensaciones de angustia y desazón equiparables a las de Ensayo sobre la ceguera, pero con el añadido de indignación que deviene de saber que aquel cruel acto de venganza no fue fruto de la imaginación sino real.

En De brazos cruzados, título que lleva la edición en castellano, Linda Polman recuerda sus experiencias como corresponsal especializada en misiones de paz de la ONU a principios de los años noventa, cuando estas iniciativas empezaron a proliferar tras la caída del muro de Berlín y el arribo de Bill Clinton a la Casa Blanca.

La descripción que hace de la indefensión de los cascos azules paquistaníes en Mogadiscio, aunque no alcanza la sensación de primera-línea-de-guerra de los relatos en Somalia del extraordinario fotoperiodista Paul Watson, le sirve para denunciar las contradicciones y mezquindades de las grandes potencias y sus esfuerzos multilaterales por terminar con la violencia.

Denuncia que sostiene a lo largo de la obra, en la que también revive sus experiencias en Haití y Bosnia, y que alcanza su punto culminante en 1994 cuando la administración Clinton, tras el fracaso de la misión en Somalia, realizó indecorosos malabarismos de negación dialéctica para evitar emplear la palabra «genocidio» en relación a Ruanda (cuyo reconocimiento explícito hubiese significado la obligación de tener que intervenir según lo exige el derecho internacional). Falta de acción que permitió la matanza en el campo de desplazados de Kibeho que Linda Polman narra en el capítulo final del libro y que publicó originalmente en la famosa revista Granta.

Polman acaba de sacar un nuevo libro, War Games: the Story of Aid and War in Modern Times, en el que critica ferozmente a las organizaciones de ayuda humanitaria. Las acusa de favorecer los intereses de los poderosos, de ser parte de la industria de la guerra y de perpetuar los conflictos armados. Opiniones no poco controvertidas que presentaremos para el debate y la reflexión en próximas entradas de este blog.

Foto: «Niño desplazado Congo», HZ

Libros en guerra: Los hombres mojados de Oriente Medio

No resulta sencillo vislumbrar la dimensión humana de las cifras sobre la guerra, la miseria o la marginación que a diario recibimos a través de la prensa. Números tan vastos que escapan a nuestra capacidad de empatía, de comprensión en toda su magnitud. ¿Cómo tomar plena conciencia de lo que significa que hay mil millones de personas que en el mundo pasan hambre?

Poner voz, rostro y sentimiento a los datos que nos llegan desde una región tan castigada como Oriente Próximo, parece ser uno de los objetivos fundamentales que persigue la periodista Olga Rodríguez en su estimulante libro El hombre mojado no teme la lluvia (ed. Debate).

Una sucesión de relatos estremecedores, escritos con prosa ágil y contenida, de personas que viven en Irak, Palestina, Líbano, Siria, Israel, Egipto y Afganistán. Voces que se suman hasta conformar un coro desolador de existencias truncadas por la violencia, por los intereses económicos y la mezquindad política, quizás en reflejo de aquella máxima esgrimida por Federico García Lorca que sostiene que “debajo las multiplicaciones hay una gota de sangre”.

Como Yamila Abbas, que fue torturada y vejada sin cargos por soldados estadounidenses en la prisión de Abu Ghraib, y cuyo testimonio humaniza parte de esas estadísticas que manejamos sobre las consecuencias de estos seis años de ocupación del país del Tigris y el Éufrates: 92.500 mil civiles muertos, 2,6 millones de desplazados, 136 periodistas y 2.200 médicos asesinados.

“Irak es un país al que la ocupación ha dejado sin tejido social, sin infraestructuras, sin profesionales, sin identidad, que está viviendo un proceso de islamización de la mano de Irán y en el que las mujeres tienen cada día menos derechos. Las multinacionales se están repartiendo el botín del petróleo”, me explica Olga Rodríguez, que fue madre de una niña hace unos meses y que conjugó la escritura del libro con su trabajo en la cadena Cuatro y con su embarazo.

Perspectiva temporal

Otra carencia que hay en la prensa de hoy en día es la falta de contexto histórico. El «show de las noticias» resulta tan frenético y superficial que parece como si los conflictos hubiesen comenzado ayer mismo y por mera generación espontánea. Olga, ganadora entre otros permios del Ortega y Gasset en 2003, que estuvo junto a José Couso en el hotel Palestina de Bagdad cuando lo mataron, hace gala de su buen quehacer profesional y de su exhaustivo conocimiento de la zona al sintetizar momentos claves del pasado reciente de cada uno de estos países.

Pone en contexto temporal situaciones que parecen una constante en la región, como en Irak, donde los británicos prometieron paz y prosperidad cuando lo invadieron en 1917. En la página 29 del libro recoge una proclama distribuida en inglés y árabe a la población local:

Nuestro ejércitos no han entrado en vuestras ciudades y tierras como conquistadores o enemigos, sino como liberadores… Vosotros, pueblo de Bagdad, no debéis interpretar que el deseo del Gobierno británico sea imponeros unas instituciones ajenas…

Como bien señala a continuación, en un antecedente que nos puede ayudar a comprender la idiosincrasia del pueblo iraquí, las promesas no se cumplieron:

Pero aquella proclama eran solo palabras. Los hechos demostraron enseguida que, a pesar de lo que dijera el general Maude, Londres no tenía intención alguna de abandonar el control de Irak ni de otros territorios conquistados en la región. En 1916, Reino Unido había firmado con Francia el acuerdo secreto Sykes-Picot, por el que ambas potencias se repartían el control de la región en caso de una victoria militar: Francia ejercería su control sobre las actuales Siria y Líbano, y Reino Unido sobre Transjordania, Palestina e Irak… Parte de la población iraquí reaccionó con indignación: la proclama de Maude había sido una sarta de mentiras.

“Para entender lo que ocurre hoy hay que escarbar en el pasado de la región. Un pasado marcado por el colonialismo que ha dado lugar a un presente marcado por el neocolonialismo. La injerencia extranjera ha hecho mucho daño”, explica Olga. “Oriente Medio es un espejo en el que Occidente se tendría que mirar. Y te aseguro que no vería nada bueno de sí mismo”.

El compromiso

El tercer elemento fundamental de este libro que atrapa y que se lee rápidamente tanto por sus testimonios personales como la exposición de los hechos cronológicos que forjaron a estas naciones a lo largo de los últimos años, es el compromiso de la autora con la verdad de la que ha sido testigo, con la empatía hacia el sufrimiento ajeno, sin concesión alguna hacia la corrección política y los lugares comunes predominantes en parte de la prensa.

“La cuestión no es de cristianos y musulmanes. Es una cuestión de opresores y oprimidos, de explotadores y explotados”, sentencia Olga, que en relación a la desigualdad de poder entre Israel y Palestina recuerda la teoría de la “violencia de la abundancia” perfilada por la periodista judía Amira Hass.

Esta postura ética queda patente ante todo en el contundente epílogo de la obra, que quizás debería haber sido un prólogo, y en el que se lee en la página 343:

Vivimos en un mundo en el que impera el disimulo. Aparentemente estamos regidos por leyes que prohíben invadir un país, explotar sus riquezas, matar a civiles, torturar. Y sin embargo esas acciones prohibidas suceden a diario sin que sean juzgadas o castigadas.

Destaca entre todos los testimonios el de Yaser Alí, que dice la frase que da título al libro. Un «hombre mojado» que pasó del laicismo, de una vida convencional de clase media profesional centrada en la familia, a la resistencia armada y a orar cada viernes en la mezquita en buena medida empujado por la violencia, la arbitrariedad y la miseria generadas por la ocupación (en este sentido, es una de las pocas obras escritas desde la perspectiva de los iraquíes de a pie que atacan a las fuerzas extranjeras).

En la página 57 se lee: «La religión se convirtió para Yaser en un instrumento inseparable de la política y de la vida. En un modo de defender su amenazada identidad. Llegó a jurarse que si lograba salir de allí, no faltaría nunca a la mezquita«. El sitio en el que estaba era la cárcel, cuyas condiciones resultaban apabullantes. Al salir en libertad se reencontró con sus hijos: «Los cuatro niños rodearon a Yaser con sus pequeños brazos y besaron sus lágrimas”. Veinticuatro horas más tarde partirían hacia el exilio en Siria.

“Toda indiferencia es criminal”, sostiene Olga. “Creo en el compromiso, que puede ser a muchos niveles. Mirar hacia otra parte supone hacer que la injusticia se perpetúe”.

Libros en guerra: tres visiones del caos en Irak

A pesar de la crisis, ya despuntan en el horizonte nuestros próximos destinos. Momento para empezar a documentarse, buscar contactos y armar una mínima agenda. Repasamos tres libros que desde perspectivas distintas descubren la historia reciente de este Irak que, con la inminente salida de las tropas de EEUU de las ciudades, está sufriendo un repunte de la violencia.

VIDA EN LA CIUDAD ESMERALDA. Rajiv Chandrasekaran.

La perspectiva de este libro es la del ocupante estadounidense, la de su soberbia e incapacidad para comprender la lógica del lugar en el que se encuentra. Una narración que descubre la sucesión de errores que tras la invasión llevarían a Irak a la guerra civil: no detener los saqueos, desarmar las estructuras del Estado, del ejército y del partido Baath, marginar a la población suní, vital para el mantenimiento de los servicios básicos.

El escenario de la obra Chandrasekaran, redactor jefe de The Washington Post, es la Zona Verde de Bagdad, a la que algunos llaman la Disneylandia de Bagdad o la Ciudad Esmeralda. Todo un símbolo de la creciente alienación de los ocupantes.

En el jardín posterior del Palacio Republicano, en pleno corazón de la Zona Verde, un grupo de jóvenes bronceados, musculosos y con los antebrazos tatuados se bañan en una piscina grande como la de un balneario… Una enorme radio emitía a todo volumen música hip hop. De vez en cuando, una docena de iraquíes desgarbados, todos ellos idénticamente vestidos con camisas y pantalones de color azul, pasaban por allí para ir a barrer la terraza, podar los arbustos o regar las plantas. Se movían en fila india detrás de un corpulento y bigotudo capataz norteamericano. Desde cierta distancia, parecían una cadena de presos.

La Zona Verde parece una ciudad sureña estadounidense, en la que todo, hasta “el agua con que se hierven los tomates”, se importa desde el extranjero. La encargada del abastecimiento, para las 1.500 personas que allí trabajan, es la empresa Halliburton.

LA CAÍDA DE BAGDAD. Jon Lee Anderson.

El trabajo del legendario Anderson resulta el menos sorprendente, pues es una suerte de diario en el que narra el día a día de un periodista a lo largo de los meses que antecedieron a la invasión de 2003.

Anécdotas sobre los cambios de hotel, las provisiones de comida, agua y los trajes contra las armas químicas, sobre los compañeros (incluido un comentario poco halagador sobre Robert Fisk) y los escudos humanos, que si resultan interesantes es por la innegable calidad narrativa de Anderson, por la fluidez de su prosa.

Destacable el repaso que realiza a la historia de la nación del Tigris y el Éufrates, en especial el sitio de Kut, que en 1915 constituyó la mayor derrota del imperio británico. A través de su amistad con Ala Bashir, médico personal de Sadam Husein y arquitecto de algunos de sus monumentos, Anderson ofrece asimismo la posibilidad de vislumbrar el entorno del dictador en sus últimos días.

MUQTADA AL-SADR AND THE FALL OF IRAQ. Patrick Cokburn.

Sin lugar a dudas, este es el libro más extraordinario de los tres, que destaca a Patrick Cockburn, corresponsal de The Independent, como uno de los periodistas más lúcidos y constantes de las últimas generaciones.

La perspectiva narrativa no es la del ocupante ni la del entorno suní de Sadam Husein, sino la de esa mayoría silenciosa, empobrecida, marginada y reprimida durante décadas: los chiíes.

Así como la obra anterior de Cockburn, The Occupation, que mezclaba la crónica personal con la descripción de los sinsentidos de los ocupantes estadounidenses, daba la impresión de haberse enviado con cierta precipitación a la imprenta, Muqtada Al-Sadr and the Fall of Iraq es un portento intelectual, narrativamente subyugante y documentado a lo largo de décadas, desde que Cockburn pusiera pie por primera vez en el país en los años setenta, pasando por el libro que escribió junto a su hermano Andrew en 1999, Out of the Ashes: The Resurrection of Saddam Hussein, que llevó al régimen a prohibir su entrada al país, y las entrevistas que sostuvo con líderes chiíes a lo largo de los últimos años, más allá de la violencia que mantuvo a tantos corresponsales a distancia.

Empieza con la muerte del imán Husein en el campo de batalla de Kerbala en el año 680, momento en que se forja la identidad de los chiíes como minoría sufriente, rebelde, oprimida a manos de la mayoría suní, apegada a la takiyya para subsistir.

Describe con lujo de detalle la rebelión chií de 1991, traicionada por George Bush padre, que terminó con el asesinato de 150 mil personas. Y profundiza en la vida de Sadiq al Sáder (Sáder II), que intenta crear un movimiento de masas, político, entre los chiíes más pobres de Irak, hasta que Sadam Husein lo asesina en 1999 junto a dos de sus hijos. El superviviente, que hereda el legado político de su padre y de su nuero, es Múqtada al Sáder.

Este es “el” libro para entender el Irak actual, pues describe las trifulcas, alianzas y pugnas entre la comunidad chií – la progresión de Nuri al Maliki hacia el poder, la pasividad del gran ayatolá Al Sistani, el asesinato de Mohamed Baqir al-Hakim, la influencia de la Asamblea Suprema Islámica de Irak (ASII), del partido Dawa e Irán – que, una vez desaparecido Sadam Husein, ha tomado las riendas como mayoría natural del país.

Un libro que echa por tierra muchos de los lugares comunes que la prensa emplea para referirse a Múqtada al Sáder. No el “líder radical” que siempre se menciona, sino un estratega político pragmático y calculador, que abandera los reclamos de la población chií más postergada en Kut, Nayaf y Ciudad Sáder.

El Cáucaso, un buen lugar para morir (o sobre cómo escribir un gran libro)

“Magnífico libro. No os arrepentiréis de empezarlo. Se lee de un tirón”, escribió Ryszard Kakuscinski sobre la segunda obra publicada en español de Wojciech Jagielski, reportero también polaco acerca de cuyo trabajo en Afganistán ya hemos escrito en este blog.

Es cierto, se lee de un tirón. Cualidad que no deja de resultar meritoria si se tiene en cuenta que narra hechos que tuvieron lugar principalmente en los años noventa y en una región del mundo – el Cáucaso Sur o Transcaucasia – que, opacada por Irak, Somalia, los Balcanes o Ruanda, se situó en un segundo plano de la agenda de los medios de comunicación.

¿Cómo consigue Jagielski que “Un buen lugar para morir” resulte ágil y atrapante a pesar describir situaciones, geografías y nombres que a la mayoría nos resultan poco conocidos más allá de los ecos del conflicto del verano pasado entre Georgia, Osetia del Sur y Rusia?

En primer lugar, porque con gran inteligencia narrativa selecciona personajes tan trágicos como sorprendentes en sus reacciones y peripecias, que no por ello dejan de servir para descubrirnos el universo en el que se mueven.

En segundo lugar, porque para recrear ese universo emplea una técnica muy eficiente: elige un elemento y lo repite, lo plasma desde diversas perspectivas (Truman Capote aconsejaba que para describir una habitación se eligiera un solo objeto que resultase representativo del todo que lo rodeaba).

De esta manera, además de conseguir cierto aliento literario, Jagielski aborda el horror y la muerte pero sigue de largo y alcanza otro aspecto fundamental de la guerra: el caos, el absurdo y el sinsentido que suelen imperar. Y más aún, según se infiere de sus páginas, en un lugar peculiar como el Cáucaso Sur, asolado por la violencia propia y ajena desde tiempos inmemoriales, parcelado en pequeñas comunidades enfrentadas a perpetuidad, amenazado por la sombra de las grandes potencias que lo rodean: Rusia, Turquía e Irán.

Los personajes anónimos

Ninguno de los personajes de a pie que pueblan “Un buen lugar para morir” (editorial Debate) deja indiferente al lector. Destaca Tariel Targulia, un anciano de 72 años que dos días antes de encontrarse con el autor había logrado huir de Sujumi, la capital de Abjasia.

Llevaba puesto un uniforme militar nuevo, unas botas altas también nuevas y un gorro de lana negra. Su barba y sus largos cabellos eran blancos como la cal. Tenía algún problema en los ojos, enrojecidos, llorosos. Continuamente se secaba con el dorso de la mano hilitos de lágrimas que le caían de la mejilla (pag 133).

Viudo, Targulia había perdido primero a su nuera en uno de los bombardeos de los milicianos abjasios sobre Sujumi. Se encontraba de compras en el mercado.

Gocha, su único nieto, se había alistado en el Ejército georgiano. Falleció en una emboscada de los combatientes que desde Rusia y otros lugares del Cáucaso habían llegado a luchar por la independencia de Abjasia (y su botín de guerra). El último en perecer fue su único hijo, Anatol, que también se había sumado a la lucha armada que amenazaba con desmembrar a Georgia a principios de los años noventa.

El viejo le reprochaba a la muerte que se burlara de él tan cruelmente, arrebatándole a su hijo y su nieto y dejándolo vivo a él. Su vida se había vuelto al revés y se negaba a aceptar esta situación. El mundo no había sido concebido para esto, decía (pag 137).

Había logrado evitar que los abjasios lo hicieran prisionero y, a pesar de su edad, se había enrolado en el Ejército. Buscaba un buen lugar para morir luchando contra el enemigo.“Sentía un gran respeto por sí mismo y quería dejar este mundo del modo correcto, deseaba que su muerte tuviese algún sentido” (pag 137).

A Tenguiz Kabukaba la guerra lo había privado de su padre y de su hermano, además de la mujer y los hijos de este último, cuando una bomba cayó en su casa.

Desde entonces, al lugar donde huía en el Cáucaso junto a su esposa, su madre ciega, el conflicto allí lo encontraba. Llegaba a Gali, y los abjasios la ocupaban. Se desplazaba a Mingrelia, y estallaba una rebelión. Entonces se iba a Samtredia, y los rebeldes empezaban a luchar contra las tropas del gobierno georgiano en las afueras de la ciudad.

Sus amigos bromeaban. “Oye, Tenguiz – decían -, deberías irte del país, a Japón o Argentina, y llevarte de aquí a esta maldita guerra (pag 109).

Al mismo tiempo en que migraba de ciudad en ciudad con los suyos, Tenguiz escribía artículos para periódicos extranjeros y buscaba la forma de conseguir dinero para pagar el rescate de su hermano, Revaz, soldado georgiano secuestrado por los abjasios.

Personajes célebres

Los personajes políticos más relevantes de esta historia resultan sorprendentes más por su propia naturaleza que por elección del autor.

El padre de Zviad Gamsajurdia era un famoso escritor georgiano que siempre decía que su hijo llegaría a ser presidente de Georgia. Para ello lo había preparado, desde niño. Y así sucedió, fue el primer presidente del país. Sólo que, de un joven culto y taciturno, pasó a ser un dirigente vanidoso y desorientado que poco duró en el poder.

Eduard Shevardnadze había nacido en una aldea perdida en el oeste de Georgia. “Mamati no había dado al mundo ni generales ni políticos. Shevardnadze, hijo de un maestro local, tampoco parecía destinado a ser alguien destacado” (pag 85).

Sin embargo, en una progresión fascinante, llegaría a ser Ministro de Asuntos Exteriores de Gobarchov. Viajaría por el mundo, codeándose con sus principales líderes durante los últimos años de existencia de la Unión Soviética. Alcanzaría la presidencia de Georgia sucediendo a Gamsajurdia. Y se encontraría con un país asolado por guerras fratricidas.

Continúa…

De vacaciones en la guerra

Sé que hay jóvenes reporteros que se preguntan cómo pueden empezar a ejercer el periodismo desde conflictos armados. Paul Watson, ganador de un premio Pulitzer y autor del libro Where war lives, describe sus primeras incursiones en este ámbito como “vacaciones en zona de guerra”.

Durante la mayor parte del año trabajaba para el periódico canadiense Toronto Star escribiendo crónicas policiales y obituarios, pero cuando le llegaba el tiempo de descanso, cogía el dinero que había ahorrado y partía en viaje a la guerra.

Su destino inicial de “turista en combate”, como también se describe no sin cierta ironía, fue Eritrea. Los contactos con el Frente para la Liberación del Pueblo Eritreo (FLPE) los hizo a través de inmigrantes que vivían en Toronto.

Sus crónicas, que publicó al volver, casi no tuvieron repercusión. Hablaba con admiración de los milicianos eritreos, hambrientos y mal equipados, tanto hombres como mujeres, que llevaban treinta años luchando contra el ejército etíope por alcanzar una independencia que finalmente conseguirían en 1993.

Su estrategia no era provocar el enfrentamiento, conseguir que la televisión cubriera las víctimas civiles, y exigir una intervención extranjera para ganar la guerra. Entendían la libertad como un derecho que les había sido quitado, y no como un regalo. Estaban allí para triunfar.

Escuchando su historia desde un abarrotado puesto de observación, fue la primera vez que oí a una persona ordinaria hablar de entregarse a algo mayor que ella misma, un poder que no era el dios en el que yo me negaba a creer. “Si muero, es el precio que pagaré por la independencia”, dijo simplemente. “Sé que el resto seguirá hacia la victoria”.

En aquellas crónicas denunciaba también los oscuros manejos de las grandes potencias durante la guerra fría, que tanto perjudicaron a los eritreos, del mismo modo en que lo hizo Michaela Wrong en su extraordinario libro I Didn’t Do It For You, que recomiendo encarecidamente a todo el que quiera entender la actual situación del Cuerno de África.

El precio a pagar

Angola ocupó sus siguientes vacaciones. El apoyo de Washington a UNITA le facilitó el acceso a los cuarteles de Jonás Savimbi. Pero sería Somalia, destino que vendría después, el que lo convertiría a los 34 años en un periodista mundialmente famoso, alejado de forma definitiva de los solitarios turnos nocturnos del periódico.

Pagaría un precio, como sus admirados combatientes eritreos en pos de la independencia. El fantasma del soldado Cleveland, al que retrataría en 1993 mientras lo arrastraban por las calles de Mogadiscio, lo perseguiría durante diez años, hasta que reuniría el valor para ir a ver a su familia.

También le diagnosticarían estrés postraumático, y caería en el abuso de las drogas y el alcohol, así como en una sucesión de fobias que lo llevarían a aislarse en sí mismo, y de las que sólo conseguiría escapar si volvía al terreno.

Pero al menos había conseguido lo que se proponía: pasar de ser un turista ocasional de la guerra a convertirse en un residente a tiempo completo.

La fotografía que cambió el destino de Somalia

Pocas imágenes han tenido tanto ascendiente en nuestra historia más próxima como las que el reportero canadiense Paul Watson hizo en 1993 del cuerpo sin vida del sargento David Cleveland mientras era arrastrado por una multitud enfurecida a través las calles de Mogadiscio. Una imagen, por la que recibiría el premio Pulitzer, que terminaría por provocar la retirada de EEUU de Somalia. País que aún hoy, quince años más tarde, sigue sumido en el caos.

Quizás se podría situar en el mismo nivel de impacto al reportaje realizado por el cámara keniano de origen indio y creador de la agencia Camerapix, Mohamed «Mo» Amin, de la hambruna etíope de 1984, que generó una masiva respuesta humanitaria internacional con el músico Bob Geldorf y el concierto de Live Aid como llamado a las conciencias del mundo.

Aunque, según señala con acierto Robert Kaplan en su obra «Rendición o hambre», nadie pediría cuentas al sangriento régimen comunista de Mengistu Haile Mariam, verdadero responsable de la miseria debido a sus experimentos colectivistas con las comunidades rebeldes de la etnia tigré.

Líder golpista pro soviético de rostro invisible para Occidente que sucedió al supuesto dios hecho dictador Haile Selassie – cuya corte describe brillantemente Ryszard Kapuscinski en «El Emperador»-, que al tiempo en que sus conciudadanos se morían de inanición se gastaba en Addis Abeba millones en celebraciones de su poder.

Una dinámica similar a la que hoy sigue Meles Zenawi, actual presidente del país, empeñado en reprimir y encarcelar a sus opositores políticos. El año pasado invirtió cantidades ingentes de dinero en los fastos del año 2000 etíope, mientras las organizaciones internacionales denunciaban la aparición de nuevas hambrunas. Sin contar, por supuesto, el gasto militar en invadir Somalia en nombre de EEUU y en reprimir a los rebeldes en la región de Ogaden.

Hambre, guerra y conciencias

Ya en «Poverty and Famines», su magnífico estudio de las hambrunas en el siglo XX – desde la de Bengala en 1943, hasta la de Etiopía de 1972 y la de Bangladesh de 1974-, Amartya Sen, premio Nobel de Economía, dejó en claro que todos estos desastres, que terminaron con millones de vidas, han tenido como responsable último al hombre, y no a las catástrofes naturales, como tan a menudo se cree. En cada uno de los casos existían alimentos suficientes para todos. No llegaban a los hambrientos debido al afán de especulación económica y a la falta de voluntad política.

La génesis de la fotografía del soldado arrastrado por las calles de Mogadiscio, que atormentó a Paul Watson hasta que una década más tarde reunió el valor para ponerse el contacto con la familia de David Cleveland, la narra en su libro «Where War Lives».

Biografía íntima, descarnada, de un periodista que como pocos ha estado en primera línea de fuego, y que analizaremos en próximas entradas de este blog. Un adelanto: tras años de investigaciones, Paul Watson concluye que el derribo de los helicópteros Black Hawk fue la “primera victoria de Al Qaeda sobre Estados Unidos”.

Afganistán en negro sobre blanco

Los libros sobre la guerra de Afganistán están teniendo un gran éxito en Gran Bretaña. En cada una de las paradas que este año he realizado en Heathrow, he descubierto alguna nueva obra de esta clase en lo alto de la listas de venta.

Obras escritas por militares y periodistas sobre un conflicto que desde el 2006 no ha hecho más que desbarrancarse hasta superar este año en víctimas castrenses a Irak, como pudimos comprobar en este blog hace unos meses desde el terreno.

Y con perspectivas aún más funestas para el 2009 ante un avance de los talibán que parece imparable.

Fatigados ya los textos de rigor sobre la historia de Afganistán, desde Ahmed Rashid y Wojciech Jagielski hasta la parte proporcional que le toca al maestro Robert Fisk, decidí sumergirme en estas novedades editoriales que están teniendo tanta fortuna entre los lectores británicos.

Modas editoriales

No ha sido una tarea sencilla de encarar, pues casi todas presentan portadas igual de llamativas y ruidosas, en la línea de las que suelen llevar los best seller, aunque los contenidos sean distintos.

Las cubiertas de 3 Para, 3 Commando Brigade, An Ordinary Soldier, A Million Bullets, Into the Killing Zone , Apache y Apache Dawn, dan la impresión de ser el trabajo de un mismo diseñador enloquecido hasta el paroxismo en su afán por recortar las siluetas de soldados en combate que luego coloca sobre el fondo ocre de la arena de Helmand y corona con letras de perfiles incompletos, rotos o carcomidos.

Parece que van quedando pocos editores dispuestos a sacar al mercado productos que muestren cierta coherencia entre apariencia y texto. Supongo que, presionados por cumplir con las cuentas de resultados, se suman desesperadamente a cuanta moda despunta en el horizonte.

Cuando el furor lo causan los códigos Da Vinci o los templarios, inundan entonces las estanterías con obras de desigual factura e intenciones, aunque con portadas y presentaciones muy similares, que no hacen más que confundirnos a los lectores.

Resultados inesperados

De esta oleada de libros sobre Afganistán – algunos de los cuales tiene hasta títulos casi idénticos-, el que parecía más serio resultó ser el menos aconsejable.

Un trabajo escrito en ese tono épico tan cansino y rancio que se obstina en mostrar a los militares británicos como extraordinarios héroes, como personajes sin fisuras morales o contradicciones. Basta un mero resplandor de lucidez, un mínimo paso de perspectiva, para vislumbrar que la realidad es mucho más compleja.

Algunas obras ni siquiera me atreví a comprarlas, pues sus nombres y apellidos son lisa y llanamente una broma de mal gusto. Como es el caso de Apache Dawn. Cuyo subtítulo, que traduzco libremente, «Siempre superados, nunca derribados», provoca bastante hilaridad. Del mismo modo en que resulta evidente que el editor intenta imitar al Black Hawk Down de Mark Bowden, periodista del Philadelphia Inquirer.

Paradójicamente, el que tenía la cubierta más altisonante y hortera, atiborrada de letras verde fluorescente y de frases sentenciosas, me ha sorprendido por tratarse de un trabajo de primer nivel. Apache, de Ed Macy, es un libro honesto, didáctico, perfectamente documentado, carente de pretenciones. Apuro las últimas páginas…

Libros en guerra: El Bang Bang Club

Decía el ya desaparecido Norman Mailer que resulta más sencillo escribir no ficción que novela porque “el argumento lo da Dios”. Y lo cierto es que la trama del libro The Bang Bang Club resulta tan compleja, profunda e inesperada en su descripción de la naturaleza humana, que parece más bien la creación de un autor que una obra basada en hechos históricos tan desgraciados como cercanos en el tiempo.

El Bang Bang Club era el nombre bajo el cual se conocía a cuatro jóvenes fotoperiodistas sudafricanos blancos que tomaron enormes riesgos para denunciar al mundo las atrocidades del régimen del apartheid.

Particularmente, a principios de los años noventa, cuando ya se sentían los vientos de cambio y cuando el país se sumió en un violencia sin precedentes. De este grupo formaban parte Joao Silva, Kevin Carter, Greg Marinovich y Ken Oosterbroek. A su alrededor gravitaban otros grandes fotógrafos de guerra como Gary Bernard y James Natchwey (la labor de este último la retrata el documental War Photographer, nominado a un Oscar).

Aunque debido a la censura del gobierno de Partido Nacional su trabajo apenas salía publicado en Sudáfrica, fue un artículo publicado en la revista local Living el que les puso nombre. Los llamó los “Bang Bang Paparazzi”.

Por razones evidentes, el nombre “paparazzi” se cambió por el de “club”, ya que no se puede comparar la labor de estos jóvenes que se jugaban la vida para meterse en los townships con el trabajo de quienes cazan imágenes de Britney Spears o Paris Hilton.

Violencia orquestada

Corrían tiempos duros para Sudáfrica. Cada día se contaban decenas de muertes en los enfrentamientos entre los seguidores del Congreso Nacional Africano de Mandela (ANC), y los zulúes separatistas del Inkatha, dirigidos por Mangosuthu Buthelezi.

Se perpetraban masacres en trenes, en las calles, pero sobre todo en los albergues para trabajadores y estudiantes de los barrios negros. Se mataba a gente al azar.

Con el tiempo se descubrió que los zulúes, más allá de sus disputas ancestrales con los xhosas, estaban siendo alentados por las fuerzas blancas a luchar contra su propia gente con la intención de demostrar al mundo que los negros no se podían gobernar a sí mismos, y que el partido de Mandela no estaba preparado para tomar el poder.

La Comisión Goldstone demostraría más adelante que no pocos de los que asesinaba a la gente en los trenes eran extranjeros a sueldo, llegados desde Angola o Namibia, y que trabajaban a sueldo de grupos extremistas blancos.

Morir para contar

Si el mundo llegó a saber la verdad, como afirma Desmond Tutu en la introducción del libro, fue gracias a la labor de estos cuatro fotógrafos, dos de los cuales acabaron su vida de forma trágica.

Ken Oosterbroek murió durante las luchas en Tokoza, un township situado al sur de Johannesburgo. Tenía 28 años. Y el hecho sucedió el 18 de abril de 1994, apenas unos días antes de esas primeras elecciones democráticas y no racistas que los miembros del Bang bang club habían luchado por que tuvieran lugar.

Kevin Carter, que sufría de adicción a las drogas, se suicidó dos meses más tardes. Había recibido el premio Pullitzer por sus imágenes de una niña y un buitre en Sudán. Fotografía por la que también se puso en duda su integridad moral, en un debate que al menos a quien escribe estas palabras le ha parecido siempre estúpido, y propio de quien no ha estado en nunca en el terreno o de articulistas ociosos sentados a miles de kilómetros en la comodidad de sus redacciones (como sucedió a nivel nacional con Arcadi Espada, cuyas críticas a la obra de Javier Bauluz fueron igual de estúpidas, o quizás más…).

Sacas la foto y acto seguido espantas al buitre. Ganas, a cambio, una imagen que sacudió millones de conciencias. El asunto no tiene más misterio, como sostiene Joao Silva, que estaba allí junto a su amigo y que captó la misma imagen. El niño no estaba abandonado, se encontraba junto su familia a un centro de alimentación de la ONU en el sur de Sudán.

Greg Marinovich ganó también el Pullitzer por su cobertura del asesinato de Lindsaye Tshabalala. Sigue en activo. Y es autor, junto a Joao Silva del libro The Bang Bang Club. Obra de prosa un poco deshilvanada, pero que no quita que estemos ante un documento histórico y humano tan fascinante como aleccionador.

Joao Silva, ganador del World Press Photo, continúa asimismo al pie del cañón. Me crucé con él en Kenia, durante los episodios de violencia post electoral del pasado mes de enero. Sus imágenes, desde conflictos como Irak, muestran su compromiso continuado con la denuncia de la barbarie.