Con un pie en el avión de regreso a Madrid escribo estas líneas para cerrar los tres meses de investigación que hemos llevado a cabo sobre la violencia en Argentina.
Investigación que nos ha conducido en varias ocasiones a barrios marginales como Fuerte Apache, Isla Maciel y Ciudad Oculta, donde pudimos conocer de cerca la realidad de los jóvenes armados que viven de la delincuencia. También estuvimos en penales de máxima seguridad, acompañamos a las fuerzas de seguridad en sus labores cotidianas, y nos acercamos al sórdido universo de los estupefacientes, en especial “el paco”, al que muchos vinculan al aumento de la inseguridad.
Las entrevistas con expertos como Jorge Tasín y Carlos Damín nos sirvieron para poner en contexto estas realidades. Asimismo descubrimos fenómenos nuevos en Argentina, que dicen mucho de la brutal transformación social que sufrió este país a lo largo de las últimas tres décadas: el mercado de La Salada y el taller clandestino de falsificaciones de Óscar.
Empezamos este periplo hablando con los familiares del futbolista Fernando Cáceres en el hospital, y creo que es correcto terminarlo de la misma manera, con el testimonio de otra víctima, que hasta ahora sólo habíamos publicado en la versión impresa de este periódico.
Porque de todas las conclusiones que podamos sacar de estos tres meses ésta es sin dudas la que muestra de forma más descarnada e insoslayable las consecuencias del declive sufrido por la Argentina: cómo los manejos de los políticos, sus miserias y ansias de poder se llevan por delante la vida de la gente de a pie.
Una madre y su hija
Nos acercamos al domicilio de la bioquímica Julia Rapazzini, ubicado en la localidad de Tigre. Allí, el pasado mes de octubre, varios jóvenes entraron a robar durante la noche. La retuvieron a ella y a sus dos hijos mientras se llevaban los objetos de valor. Antes de partir, y sin mediar palabra, le pegaron un tiro a Santiago Urbani, de 18 años.
“Uno puede estar preparado para la muerte de sus padres, pero nunca para la de los hijos. A mí no me mataron a otra persona, me mataron a mí”, afirma Julia, que tiene el rostro demacrado y fuma un cigarrillo tras otro. No es la primera vez que padece las consecuencias de la violencia. Hace dos años, tras sufrir un robo, su marido murió de un infarto. En la sala de la casa también está Flor, su hija.
Ambas mujeres se encuentran ahora solas en el mundo. Y lo que es peor aún, ante la inminencia del comienzo del juicio contra los presuntos autores del crimen, tendrán que mudarse de casa, para no sufrir presiones, para estar protegidas.
“Quizás yo atendí a alguno de los chicos que mataron a Santiago”, continúa Julia, que fue directora del hospital de Tigre. “¿Qué les pasa que matan de esta manera, sin sentido? ¿Qué le pasa a este país? Así no podemos seguir, queremos irnos de Argentina”.
Foto: HZ