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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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India no es país para mujeres

Finalmente estrenamos el reportaje «No es país para mujeres», cuya génesis y rodaje fui compartiendo con vosotros hace unos meses en este blog. Después de Tanzania, Somalia, Argentina, Afganistán, Uganda y EEUU, el séptimo trabajo en el que he tenido la suerte de sumar fuerzas con Jon Sistiaga para Canal Plus, con la India y la situación de la mujer como epicentro de la narración.

No es un tema nuevo. En estas páginas he escrito mucho sobre la India, país en el que viví durante tres años y al que dediqué dos libros, «Un voluntario en Calcuta» y «La libertad del compromiso«, y unos cuantos documentales entre los que destaca «Villas Miseria«.

Dista de ser mi lugar favorito del mundo, para qué os voy a mentir. Entre las montañas de basura, los barrios de chabolas, el lacerante racismo que todo lo contamina, la gente que se muere sin atención en la puerta de los hospitales, nunca he conseguido siquiera vislumbrar la tan cacareada espiritualidad que tantos otorgan a la India. Al contrario, creo que es el lugar menos espiritual que he conocido, donde la vida, sobre todo la de los débiles, se trata con implacable desdén.

Lo que hemos hecho con Jon Sistiaga es tratar de retratar lo que una mujer padece en la India desde que nace hasta que se muere. Desde que es marginada antes de nacer por los llamados feticidios hasta que es expulsada de su familia al enviudar, pues su vida carece de sentido si no es en función del hombre.

Quizás uno de los pocos momentos gratos del reportaje sea la aparición de Urmi Basu, protagonista de «La libertad del compromiso», que casi 14 años después de nuestro primer encuentro sigue haciendo una magnífica labor por las prostitutas de Calcuta.

El estreno de «No es país para mujeres» es el próximo miércoles 19 de febrero en Canal Plus.

Un nacimiento en Calcuta

Cada vez que vengo a Calcuta me pregunto quién tuvo la brillante idea de fundar en medio de un pantano henchido de malaria y disentería la que sería hasta 1911 la capital del Imperio Británico en la India.

Junto a niña recién nacida en un hospital de Calcuta. Septiembre 2013.

Junto a niña recién nacida en un hospital de Calcuta. Septiembre 2013.

Se llamaba Job Charnok, llevaba el cabello largo y en tirabuzones, y trabajaba como administrador en la Compañía Británica de las Indias Orientales.

En 1686 llegó a Sutanuti, una de las tres paupérrimas aldeas en las que se basaría la ahora conocida como Kolkata, huyendo de un ataque de las fuerzas del nawab de Bengala.

Años más tarde, propondría a Calcuta como cuartel en Bengala de la Compañía Británica de las Indias Orientales justamente por su “posición defensiva y la profundidad de sus aguas”. Ni la ciénaga en las que se levantaban aquellas miserables chozas ni los mosquitos pletóricos de enfermedades parecían importarle.

Además de ser el responsable del nacimiento de Calcuta, en su biografía destaca que salvó a una joven de la pira funeraria. Según una antigua tradición india conocida como sati, las viudas debían quemarse con el marido cuando este fallecía, pues la vida de la mujer no tiene sentido si no es función del hombre. Con esa joven de 15 años, de la que dicen que tenía una belleza extraordinaria, terminaría casándose. Le cambiaría el nombre a María.

Madre de cien varones

De vez en cuando se da en la India algún caso de sati – el libro May yo be the mother of a hundred sons de Elizabeth Bumiller narra algunos incidentes – pero ya no es costumbre.

Ahora, las mujeres son quemadas o desfiguradas con ácido por enfrentamientos generados por el pago de la dote. Y las viudas no terminan en la pira funeraria, pero sí son expulsadas de sus casas y van a parar a lugares como Vrindaban, donde malviven de la caridad de los peregrinos.

Estas y otras tantas barbaridades contra la mujer hemos estado documentando a lo largo de los últimos diez días con Jon Sistiaga en Calcuta, para Canal Plus. Trabajo que nos llevó también a un hospital para sumergirnos en el problema de los abortos selectivos, que ha dejado al subcontinente con un enorme desequilibrio entre el número de hombres y mujeres. Se estima que faltan más de 50 millones de niñas.

Una experiencia extraordinaria

En los veinte años que llevo viajando por el mundo para contar historias he presenciado amputaciones, operaciones de fístula, cirugías mayores, ejecuciones, mutilaciones… pero es la primera vez que soy testigo de un nacimiento. Debo confesar que ha sido una de las experiencias más extraordinarias de mi vida.

En el fondo, siempre he sospechado que esta clase de trabajo como el que yo hago, aunque se base en el dolor, la pérdida y la muerte, parte del amor por la vida. Y más aún de la vida que es capaz de abrirse paso a pleno llanto en arrabales atestados de mosquitos con malaria.

Un tigre blanco en Calcuta

Sí, regreso a Calcuta cuando se cumplen veinte años desde que pusiera los pies en este ciudad en la que escribí mi primer libro y rodé de mi primer documental. Urbe caótica, intolerablemente violenta – pues la pobreza en sí es una forma sostenida de violencia – en la que pasé tres de los años más aleccionadores y desafiantes de mi vida.

Niño de la calle junto al Ganges a su paso por Calcuta. Septiembre 2013. Foto: Hernán Zin.

Niño de la calle junto al Ganges a su paso por Calcuta. Septiembre 2013. Foto: Hernán Zin.

Gracias a un encargo de Canal Plus vuelvo ahora a Calcuta con Jon Sistiaga. Nos alojamos en el hotel Fairlawan, donde tantas veces he pernoctado a lo largo del tiempo. Establecimiento de decoración minimalista donde los haya – los que habéis estado aquí no podéis más que darme la razón -, regenteado desde 1922 por una familia de refugiados armenios que llegaron a la región huyendo del genocidio turco.

Por las noches me siento en el jardín de este hotel, donde se rodó la película La ciudad de la alegría, para leer Tigre blanco de Aravind Adiga. Obra extraordinaria que refleja como ninguna otra de las tantas que he leído sobre este país, su realidad como al menos yo la conozco. Una India oscura, clasista, machista, violenta, materialista hasta el paroxismo, en las antípodas de esa tierra de paz y espiritualidad que muchos dicen encontrar aquí y de la que en dos décadas nada he sabido.

En Tigre blanco, libro ganador del Man Booker Prize en 2008, Adiga descubre cuán poco vale la vida del pobre, a través justamente de un relato narrado en primera persona por un pobre muy particular. Los constantes abusos que sufre como criado. Su lucha para librarse del yugo ya no solo de sus amos sino de sus pares, de su familia. Un libro que tiene frases extraordinarias como «No hay odio comparable al que el segundo sirviente siente por el primer sirviente».

Hasta ahora, en lo alto de mi altar de autores indios estaba Vikram Seth, seguido por Amitav Gosh o R.K. Narayan. Sin embargo, la obra de Adiga desprende una verdad tan profunda, tan brutal, que me maravilla no solo como creación artística sino como reafirmación de que la India que yo siempre he creído conocer, existe, y se lee y se huele y palpa en cada página de este libro de Miscelánea editorial.

Y lo más prodigioso es que lo hace con un tono liviano, como el que usó Edward Foster en Pasaje a la India, que de algún extraño modo potencia aún más la desgarradora denuncia que subyace bajo la voz del narrador, Balram Halwai, el Tigre Blanco que asesina a su señor.

Regreso a Calcuta… veinte años después

Se cumplen veinte años de la primera vez que puse pie en esta ciudad, Calcuta, tan determinante en mi vida. Aquí escribí mi primer libro, rodé mi primer documental, y conocí de cerca a lo largo de tres años la pobreza extrema, la marginación, la esclavitud. Lo considero uno de los períodos más plenos y aleccionadores de mi vida, a pesar de las malarias y lo complicado que es subsistir en un lugar como este.

Hernán Zin en Calcuta, veinte años más tarde, rodando para Canal Plus.

Hernán Zin en Calcuta, veinte años más tarde, rodando para Canal Plus.

Así que este regreso, de la mano ahora de Canal Plus y centrado en la situación de la mujer, está lleno de emociones, de recuerdos. Una suerte de viaje al pasado que poco a poco os iré comentando en estas páginas, en las que ya en otras ocasiones pasamos también por esta urbe.

Recuperaré historias. Me reencontraré con personas a las que descubriré con la perspectiva de estas dos décadas. Y reflexionaré sobre los extraordinarios cambios experimentados por la India en este tiempo.

PD: Este regreso a Calcuta, donde tantos documentales he rodado, lo hago con equipos de filmación nuevos, de los que ya hablaré en una entrada futura: Canon Mark III, grabadora Zoom H4. También con un par de botas que me tiene subyugado, las «Reporter» de Panama Jack.

El gran teatro de la guerra

Unos frenos que chillan, que se desgarran. Un golpe seco. Y los transeúntes, vendedores ambulantes y vecinos que se agolpan en una de las esquinas de NSC Bose Road. En el suelo, frente al descascarado autobús de línea, el cuerpo de una niña que no debe tener más de siete años. El hombro descolocado. La sangre que le mana de la nariz. Los ojos abiertos.

Ensayos del espectáculo «Eta bihar… zer?». Foto de 2012 Euskadi.

El ruido y la furia de Calcuta han desaparecido abruptamente. O al menos esa es la impresión que dan los rostros de las personas que se amontonan para ver a la niña. Parecen observar en silencio, abducidos de todo lo que las rodea.

El conductor baja del vehículo con expresión ausente, sin resistirse o tratar de evadirse del destino que ya vislumbra. Llegan varios familiares de la niña, descompuestos por las prisas, por el dolor. Una mujer grita. Un hombre levanta a la pequeña, que no reacciona, que está muerta.

La multitud no deja de crecer a nuestro alrededor. Moradores de las aceras, humildes tiradores de rickshaws, coolies, ataviados con lunguis, descalzos. Comerciantes, oficinistas, con sus habituales camisas, sus pantalones pinzados y sus bigotes recortados al milímetro. Niños de la calle en harapos, o que vienen de la escuela, en primera fila. Y mujeres, que van a la compra, que estaban lavando la ropa, machacándola contra el suelo, en una tubería rota de la esquina contraria.

El conductor recibe el primer golpe por la espalda. Y entonces sí parece sacudirse el aturdimiento. Se retuerce, retrocede, intenta huir hacia el interior del vehículo, pero la multitud enfurecida lo alcanza. El vendedor de los boletos del autobús ha desaparecido. Solo un hombre mayor, de barba blanca, trata de proteger al conductor, pero un impacto, con la mano abierta, en pleno rostro, lo aparta.

La condición humana en su forma más vil, cobarde. La manada sorda y anónima que aprovecha para sacar su rabia, su resentimiento, sus miedos. Pero también, como tan a menudo sucede en los países pobres, donde los poderes son corruptos, ineficientes y clientelares, una forma de justicia.

El cuerpo del conductor terminó desfigurado por los golpes. Apenas respiraba cuando llegó la policía con sus lathis de bambú para tratar de poner orden. Un joven cogió las sandalias del conductor y se las llevó.

Era la primera vez que veía algo así pero no sería la última. La primera vez porque Calcuta, ciudad a la que me fui a vivir de joven, resultó ser la responsable de una parte fundamental de mi educación ética, emocional y cultural. Veinte años más tarde, aún la sigo tomando como medida para tratar de comprender la realidad que me rodea.

En Calcuta aprendí que las situaciones extremas tienden a hacer emerger lo mejor y lo peor de la condición humana. Descubrí, la violencia. Sin matices, filtros o atenuantes. La violencia en estado puro.

Si me preguntan qué es la guerra, les diría que es aquel linchamiento de un conductor de autobús del que fui testigo una destemplada mañana en una avenida de Calcuta, pero sostenido en el tiempo. Aquella locura colectiva en la que todo parecía posible perpetuada a lo largo de días, semanas o meses. Latente, sobre la cabeza de los civiles. Aturdidos, mansos, asustados. Exhilarante y brutal para muchos de los combatientes. Espacios de silencio contenido. Y luego furia sin límite…

* * *

El mes pasado en Afganistán. Ahora en Argentina. Y el fin de semana en Bilbao para el espectáculo teatral “Y mañana… ¿qué?”, en el que varios reporteros nos hemos juntado con gente del arte para reflexionar sobre la guerra pues se cumplen 75 años del bombardeo de Guernica.

Para el texto de mi parte de la obra estuve jugando con varias ideas. Una de ellas es la que escribí ahora, en el comienzo de este post… pero al final me decanté por otra que el próximo viernes y sábado se podrá descubrir en el escenario del Bilbao Arena. Estaré junto a Jon Sistiaga, Mayte Carrasco y Mikel Ayestaran.

El circo de los niños de la India

Ya que las últimas entradas del blog las he dedicado a compartir con vosotros proyectos narrativos que nunca salieron del papel, o que se frustraron a medio camino, aprovecho la inercia y sigo en la misma dirección.

Temas para compartir no me faltan. En veinte años de profesión, son muchas más las ideas que no llevé a cabo que las que sí se hicieron realidad. Debo tener una decena de cuadernos llenos de apuntes para documentales, libros y reportajes que en su mayoría no han logrado ser más que eso: meros vislumbres de creaciones que no lograron ocurrir.

Niña se gana la vida en circo callejero de la India. Foto: C. V. Subrahmanyam

Llegué a Calcuta con 22 años, con hambre de contar historias y me encontré con una ciudad en la que cada baldosa, desde el Maidan hasta Tollygunge, parece tener algo importante que decir. Quizás por eso, ningún otro lugar del planeta ha abarcado tantas páginas de mis cuadernos.

El caos de la estación ferroviaria de Howrah, con sus plataformas atiborradas de familias, de enfermos, de mendigos, los describí en el guión del documental «Calcuta, vida en la estación de la muerte», que emitiría TVE y al que le pondría voz Rosa María Mateo. El drama de las mujeres quemadas por sus maridos a causa de la dote, una práctica conocida como sari burning, la retraté en un extenso reportaje fotográfico, en blanco y negro, al que dediqué semanas de fatigas guardias de hospitales, juzgados y cárceles.

La existencia en los famosos barrios de chabolas de la ciudad, finalmente la plasmaría en el documental «Villas miseria». La llegada de las lluvias en junio, que anegan la ciudad, en la exposición fotográfica «Calcuta bajo el monzón».

Y el día a día de los moradores de las calles de esa urbe famosa por la miseria, protagoniza mi primer libro, «Un voluntario en Calcuta». Título que aborrezco pero que me vino impuesto y no tuve capacidad de negociar. Cierto que es la mirada de alguien joven, idealista, sobre la pobreza en la India, pero nada más.

Sobre fuegos y alambres

De todos los temas que en algún momento en la India soñé con contar, hubo uno en especial que me molestó no haber logrado: los niños del circo. Aún recuerdo la mañana en que vi uno por primera vez. Estaba sentado en una esquina de la calle Sudder, seguramente tomando chai, cuando aparecieron varios adultos andrajosos tocando tambores y gritando para llamar la atención, a los que sucedían niños igual de andrajosos.

Una vez desplegadas telas y cañas de bambú en la calle, las pruebas que los hombros hacían con los pequeños eran difíciles de ver por el grado de crueldad y de peligro para los pequeños, a los que no dudaban a levantar a más de 20 metros de altura para que hicieran equilibrio entre la habitual maraña de cables salpicados de cuervos que se elevan sobre las aceras indias, entre tantas otras barbaridades como obligarlos a hacer malabarismos con elementos en llamas.

Me costaba creer que semejante espectáculo tuviera lugar adelante nuestro, y fue aceptado con normalidad y hasta aplaudido. Una perplejidad que en Calcuta experimentaba a menudo, por no decir casi a diario, con miles de cuestiones. Y eso seguramente fue lo que me llevó a querer entender el fenómeno en profundidad y retratarlo. Corría el año 1995.

Prohibidos, finalmente

Disculpad que hable tanto en primera persona cuando los niños del circo deberían ser los protagonistas, pero lo cierto es que nunca llegué hacer aquel documental. No llegué a conocerlos para poder deciros ahora quiénes eran, por qué lo hacían, con qué consecuencias. Lo intenté en varias ocasiones, pero o los perdía el rastro, o surgía algún problema logístico, pues se trata de compañías itinerantes.

Sí puede decir que me alegró enormemente leer en el mes de abril que la Corte Suprema india había prohibido usar a niños en los circos. Algo que seguramente ayudará a evitar el tráfico de menores desde Nepal para usarlos en esta forma de explotación tan paradójicamente pública y poco disimulada, que Al Yazira muestra en el siguiente documental.

Otro más de los tantos y extraordinarios cambios, impensables cuando yo vivía allí, que está experimentando la India. Cambios que no han generado los voluntarios ni el pensamiento mágico, coordenadas por las que tan a menudo nos relacionamos con este subcontinente, sino sus propias gentes a través de la educación, las ansias de progreso, las oportunidades y el trabajo duro.

Sobre la muerte de Nepal Sarnakar

Hoy podría escribir folio tras folio tras folio sobre la noticia que acabo de recibir desde Calcuta.

Podría escribir que este mundo es una mierda de medalla de oro de campeonato intergaláctico y que hay días en los que a uno le dan ganas de decir basta, ya tuve suficiente de esta charada, esto no vale la pena, me bajo en la próxima esquina, que os den a todos y que lo hagan sin miramientos ni caricias ni vacelinas.

Podría decir que al menos ya se murió, que ha dejado de sufrir como un perro, de vivir como un perro y de arrastrarse como un perro, y que su familia no tendrá que seguir cuidándolo y llorándolo en medio de las cloacas y la inmundicia del barrio de chabolas de Tollygunge.

Sí, en ese país, la India, mi antiguo hogar, desgarrado por el clasismo y el racismo, que tiene de espiritual lo que yo tengo de modelo de Playboy.

Podría invitaros a conocer de cerca la historia de Nepal Sarnakar, con quien nos encontramos hace tres años en estas páginas. Y también podría recordar otra vida despreciada, ignorada, mermada, a la que se llevó por delante la pobreza, no muy lejos de allí, en el barrio de Kalighat: la de Dipti Porchás. Entre tantas otras, decenas, centenares, que llevo 18 años contando sin saber bien aún para qué ni por qué.

Podría reflexionar sobre las razones que hacen que diez millones de niños mueran cada año por enfermedades fácilmente evitables. Podría rescatar y compilar más datos sobre la guerra que cada día luchan contra la exclusión esas mil millones de personas que están atrapadas en los barrios de chabolas del mundo. Y asimismo podría hablaros sobre la violencia y la brutalidad que algunas de estas personas ejercen sobre otras.

Podría afirmar y defender al mismo tiempo que así de absurda y puñetera es la vida, y que lo mejor que se puede hacer es no darle demasiadas vueltas y tirar para adelante y disfrutar, follar, viajar, amar, mientras se tenga salud, lucidez y libertad.

Podría cagarme en todos los corruptos, hijos de puta, mediocres y papanatas que detentan poder. Podría hacer una larga lista: presidentes, ministros, banqueros, empresarios, directivos de clubes de fútbol, de medios de comunicación, obispos, pastores, estrellas de cine, músicos famosos. Y en todos los salidos, mendicantes, besamanos, cobardes y soplapollas que los amparan, que los aplauden y celebran en sus casas, en las calles, en los bares y en las plazas.

Podría quejarme de ver cómo tantas veces nos extraviamos en discusiones nimias, sinsentido, infantiles, egoístas hasta el paroxismo de la estupidez congénita. Esa maravillosa inclinación que tenemos por regodearnos en nuestras propias miserias y las ajenas. Esa pasión por los grises y por el fango.

Pero lo mejor es que controle esta riada de emociones, reflexiones baratas y demás subproductos y que dé las gracias a mi buen amigo David Earp, que tras conocer la historia de Nepal decidió llevarlo al hospital y cuidarlo. Vislumbro que habrá hecho que estos tres últimos años de vida del joven fueran un poco mejor, como aquel diwali que compartió con otros niños en la terraza de su hogar.

Y que me despida de Nepal con el respeto que merece.

Alarma ante la creciente ofensiva armada naxalita en la India

Aunque algunos intenten ver a la India como la meca de la espiritualidad y la no violencia, y no dejen de deslumbrarse en cada visita por ese “brillo en los ojos” que dicen que tienen sus gentes – afirmaciones que siempre hemos discutido en este blog –, lo cierto es que se trata de un país sacudido a perpetuidad desde su sangrienta y traumática Independencia por no pocas tensiones sociales, religiosas, étnicas y territoriales.

La semana pasada, uno de estos frentes, el de los rebeldes naxalitas, ha puesto en jaque al gobierno de Nueva Delhi como no lo había hecho a lo largo de cuatro décadas de conflicto armado. Frente al que el primer ministro Manmohan Singh calificó en 2006 como la “peor amenaza para la seguridad interna” de la India, aunque su mensaje provocase escasas reacciones efectivas por parte del gobierno.

Frente que la guerrilla maoísta – que cuenta con 14 mil combatientes y el apoyo de numerosos grupos tribales – extiende principalmente por seis estados del este y centro del país: Bihar, Bengala Occidental, Orissa, Andra Pradesh, Chhattisgarh y Jharkhand (estos dos últimos se crearon en noviembre 2000 como escisiones de Madhya Pradesh y Bihar).

Las últimas matanzas

Los hechos tuvieron lugar la mañana del 6 de abril. Varios centenares de naxalitas asaltaron un convoy en Chhattisgarh, provocando la muerte a 73 policías paramilitares, que en su mayoría murieron por acción de minas antipersona. Una escalada del conflicto sin precedentes, que es también una forma de despreciar a Palaniappan Chidambaram, ministro del Interior indio, que dos días antes había viajado a Bengala Occidental para ofrecerles conversaciones de paz, como ya lo había hecho en febrero (a la que sí respondió Koteswara Rao, alias Kishenji, líder naxalita).

Aquel mismo mes los guerrilleros habían matado a 12 habitantes de Phulwari, una aldea de Bihar. Dos días antes, en un ataque coordinado, terminaron con la vida de 24 policías bengalíes. The Economist estima que 998 personas murieron en 2009 como consecuencias de acciones de esta guerrilla, lo que llama la atención sobre la indiferencia de la prensa internacional hacia este conflicto.

En el mismo período, la violencia en Cachemira, mucho más difundida en los medios, fue responsable del fallecimiento de 377 personas. The Christian Science Monitor va más allá: sostiene que la guerrilla maoísta controla una tercera parte del territorio de la India.

Los orígenes

El término naxalita deriva del nombre de una pequeña aldea de Bengala Occidental, Naxalbari, donde en mayo de 1967 una facción del Partido Comunista de la India-Marxista (PCI-M) decidió lanzarse a la lucha armada contra los terratenientes locales. Charu Majumdar, ideólogo del movimiento en sus albores, se inspiró en la doctrina de Mao Zedong. El movimiento, de aspiraciones campesinas, gozó de apoyo entre los estudiantes universitarios de Calcuta.

Una de las paradojas de esta historia es que Bengala Occidental fue gobernada durante décadas por los comunistas. Sin embargo, esto demuestra, como sucedió en tantos otros lugares del mundo, la incapacidad de la izquierda para no caer en enfrentamientos internos y divisiones. En los años 80 llegaron a haber más de 30 organizaciones naxalitas.

Resurgimiento y lucha

The Economist esgrime tres razones de este auge de la violencia naxalita, a las que se podrían agregar un par más. La fusión de las dos principales ramas del movimiento en 2004, lo que disminuyó las trifulcas internas. El apoyo de los grupos indígenas de la región, que ven en los naxalitas un vehículo para hacer oír sus reivindicaciones (como los indígenas kora, que participaron en la matanza de Phulwari). Y, por último, el arribo de empresas mineras, que se convierten en blancos fáciles para la extorsión.

Además, se podría esgrimir una suerte de orfandad en relación al movimiento maoísta en Nepal, que en 2008 se presentó a las urnas, mientras que los naxalitas no quieren hacerlo. Por otra parte, según comprobamos en nuestra visita a la región hace dos años, el menor desarrollo económico en comparación con otras zonas del país y la ausencia de la acción del estado.

Como mencionábamos anteriormente, la administración de Nueva Delhi no hizo en su momento los deberes para hacer frente a los naxalitas. Y movimientos populares de resistencia como el Salwa Judum, que surgió en 2005 en Chhattisgarh, han tenido los efectos contrarios a los esperados, empujando a más gente a sumarse a las filas de los guerrilleros.

La vasta operación militar bautizada Green Hunt por la prensa india, que el gobierno lanzó finalmente en noviembre del año pasado para tratar de recuperar las áreas controladas por la guerrilla maoísta, no ha dado los resultados esperados. Tras la masacre del pasado 6 de abril, las voces pidiendo más contundencia no han cesado de crecer. Por ahora, las Fuerzas Aéreas Indias han anunciado que no emplearán cazabombarderos contra los rebeldes, aunque sí aviones no tripulados para conocer sus movimientos.

Fotos: AP

Una teoría sobre el terror en la India

Tengo un buen amigo de los tiempos en que viví en la India, Mohamed Aslam, que cuando lo visito en el barrio bengalí en el que reside me pide insistentemente que lo llame Krishna Das.

Nadie quiere alquilar pisos a musulmanes en esta zona, así que fui al registro y me cambié el nombre”, explica Mohamed, que siempre ha sido indiferente a los avatares de su religión. De más está decir que tanto este joven, que estudia y trabaja, y su novia, viven bajo el constante temor a ser descubiertos.

Desde el momento mismo de la partición en 1947 de la antigua colonia británica en Pakistán e India, la tensión entre musulmanes e hindúes no ha remitido. Desde aquellos días sangrientos, en que las matanzas terminaron con cientos de miles de vidas en barrios, en trenes, en las calles, el enfrentamiento de estas comunidades ha continuado.

Violencia entre comunidades

En 1993, más de 250 personas fallecieron en Bombay por una serie de coches bombas que se interpretaron en su momento como la respuesta a la demolición por parte de fanáticos hindúes de la mezquita en Ayodhya. En el año 2002, fue el turno de los musulmanes: unos dos mil fueron asesinados en el estado de Gujarat, sin que ninguno de los responsables tuviese que enfrentarse a la justicia.

Con respecto a Bombay, donde la semana pasada tuvo lugar un atentado sin precedentes por la forma en que fue organizado, en el año 2003 más de cincuenta personas perecieron debido a dos atentados simultáneos a las puertas del Hotel Taj, que mira al océano Índico. Y en 2006, más de 180 personas perdieron la vida en una serie de ataques a trenes que recuerda al 11M en Madrid.

La India tiene 150 millones de musulmanes, por lo que se trata del tercer país de mayor población islámica del mundo. Según The Economist, un estudio realizado en 2006 señala que los musulmanes se encuentran peor situados que los hindúes en ingresos, trabajo y vivienda. Se ven a sí mismos postergados, relegados, del espectacular crecimiento experimentado por el país. Deduzco que de esta realidad viene la decisión de mi buen amigo Mohamed de cambiarse el nombre.

En general, la India es un país que trata con desdén a sus minorías. Basta ver la realidad de los sus pueblos indígenas o la guerra de baja intensidad que lleva décadas en los siete estados separatistas del nordeste, donde las violaciones a los derechos humanos son el pan de cada día.

Atentados en Nueva Delhi

Hace dos meses, nos encontrábamos en este blog en la India, cuando tuvo lugar otro atentado, que en el convulso Gaffar Market de Nueva Delhi se llevó por delante la vida de 24 personas (más de 400 han muerto en la ciudad por ataques similares desde 2005). Las cámaras de seguridad mostraban que las bombas se habían colocado en papeleras.

Las críticas de los medios de comunicación a Shivraj Patil, el ministro del Interior que renunció hace unos días a su cargo, resultaban furibundas: lo acusaban, entre otras cosas, de banalidad, de estar más preocupado por su aspecto que por luchar contra el terrorismo.

El BJP, partido conservador hinduista que se encuentra ahora en la oposición, también arremetía contra el gobierno, diciendo que era «demasiado suave» contra el terrorismo que en mayo había matado a 61 personas en Jaipur y en julio a 45 en Gujarat.

Finalmente, se encontró a los supuestos culpables de aquellos atentados y los de Ahmedabad. Estaban en un piso del barrio musulmán de Jamia Nagar. Tenían AK 47. Pertenecían en teoría a los Indian Mujahideen. En el intento de detenerlos murió el oficial Mohan Chand Sharma, condecorado en siete ocasiones por su lucha contra el terrorismo.

Al tiempo en que el país lloraba al policía durante la cremación, los vecinos de Jamia Nagar, un barrio de viviendas hacinadas, refugio de migrantes de zonas rurales, se quejaban frente a las cámaras del constante acoso policial al que son sometidos. Otra muestra de la división entre ambas comunidades.

Especulaciones sobre Pakistán

Mucho se ha especulado en los últimos días sobre la participación del ISI, los servicios de inteligencia paquistaníes, en el último atentado de Bombay. Las diferentes purgas sufridas por esta organización, responsable en buena medida de la creación de los talibán, no muestran indicios claros de que pudiera estar detrás de los ataques.

Inclusive el nuevo presidente de Pakistán, Asif Zardari, ha tomado en los últimos meses nuevas medidas para privarla de toda capacidad de apoyar al terrorismo islamista.

Es cierto que la situación en Cachemira, el único estado con mayoría musulmana del país, vuelve a ser muy tensa. El año pasado, más de 800 personas murieron en el conflicto. Las próximas elecciones, que serán boicoteadas por los musulmanes, han hecho subir la temperatura. Treinta manifestantes fueron asesinados recientemente cuando protestaban contra el gobierno indio.

El nuevo escenario de Al Qaeda

Los sangrientos sucesos de la semana pasada en Bombay podrían tener una explicación que va más allá de Cachemira o de la supuesta participación del ISI. Se trataría del descubrimiento de un nuevo escenario por parte de la Al Qaeda y su red de terrorismo internacional.

La estrategia de atentar contra musulmanes, como hicieron en Irak, finalmente ha jugado en su contra con el cambio de bando de los suníes y el surgimiento de los “hijos de Irak”. El nacionalismo y el sentido común terminaron por prevalecer en el país del Tigris y el Éufrates.

El intento por buscar nichos de jóvenes musulmanes descontentos en España, después del 11M, tampoco les funcionó. En Inglaterra, sí tuvieron más resonancia entre la población musulmana que se siente más relegada, pero al final los atentados no se han sucedido cómo se esperaba.

Tampoco en Indonesia encontraron un caldo de cultivo propicio después de los ataques de Bali de 2002. Ni siquiera en Somalia, donde los clanes enzarzados en su guerra fratricida y en la expulsión de la tropas etíopes han dado pocas muestras de querer acoger masivamente a Al Qaeda.

Pero en la India sí tienen todo a su favor. En primer lugar, se trata de un país aliado con Occidente, lo que justifica su causa. En segundo, existe una vasta población musulmana que se siente descontenta, marginada. Y las tensiones entre comunidades no dejan de crecer. Por estas razones es de esperar que, lamentablemente, la ola de violencia continúe y que India se convierta, si no lo es ya, en el nuevo epicentro del terrorismo internacional.

Nepal Sarnakar y la estupidez de nuestro mundo

Este blog se centra principalmente en presentar reportajes tanto sobre las consecuencias de la guerra como de la miseria. Intenta dar voz a las víctimas de los atropellos del poder.

Pero también tiene otra faceta, la de diario de viaje, la de espejo colocado junto al camino. Por esta razón recupero la historia de Nepal Sarnakar, cuyo testimonio recogimos hace un mes en estas páginas.

Nepal nació y se crió en un barrio de chabolas del sur de Calcuta, situado junto a una vía de tren. Hace tres años, rumbo a la escuela, se cayó en la calle. A partir de ese momento su salud comenzó a declinar.

Su padre, Mongol, conductor de rickshaw, se gastó todos los ahorros en llevarlo al hospital sin poder conseguir diagnóstico acertado alguno.

El desprecio sistemático por los pobres, del que tantas veces he sido testigo en esa meca de la espiritualidad que es la India, tuvo mucho que ver en la indiferencia con la que fue tratado, con las puertas que encontró cerradas al tratar de buscar ayuda para su hijo.

En busca de ayuda

Hace unas semanas, al escuchar la historia de Nepal y ver sus fotografías, David Earp, que dirige en Calcuta un hogar para niños discapacitados, decidió que se haría cargo de conseguirle la mejor atención médica posible.

Esta mañana me escribe: “Lo siento, no son buenas noticias. Se está muriendo y no hay nada que podamos hacer… Lo mejor que podemos hacer es ayudar a su familia y traerlo aquí para que vea el Kali Puja y los fuegos artificiales. Y llevarlo al zoológico y otros lugares para que disfrute. Es un niño adorable. Esto es muy triste…”.

A continuación corta y pega el diagnóstico. Se trata de una infección crónica del sistema nervioso provocada por una forma alterada del virus del sarampión. “Desde el uso extendido de vacunas, el SSPE es muy raro. Sin embargo, hay estudios que señalan que el SSPE continúa teniendo alta incidencia en Oriente Próximo e India”.

Qué mundo maravilloso

Comparto esta historia con vosotros para poner nombre y apellido a esas cifras que tan bien conocemos. Diez millones de niños que mueren al año por enfermedades fácilmente prevenibles. Mil millones de personas atrapadas en barrios de chabolas.

Otra vida, como la de Dipti Porchas y como la de tantos que hemos conocido a lo largo de la ruta, que cae bajo las ruedas de este mundo tan estúpido que hemos construido. Con su infinita banalidad, sus nefastas guerras y sus millonarios gastos en armamentos. Un fracaso colectivo en toda regla cuando miramos al rostro de sus víctimas, por más que los políticos no digan que seamos pacientes, que estamos avanzando.

Este absurdo mundo que sale sin dudarlo al rescate de los especuladores, de los ejecutivos que cobran bonos multimillonarios, de todos aquellos que han estado jugando con la finanzas, pero no de Nepal.