Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Venta libre de medicamentos, alcohol y violencia en Argentina

Hay entrevistas con expertos en determinadas materias que el periodista realiza con la intención – no siempre consciente – de que lo reafirme en sus tesis y convicciones, de que le brinde el marco teórico, académico, que sirva para poner en contexto las historias que ha recogido en la calle.

El doctor Carlos Damin, profesor de la Cátedra de Toxicología de la Universidad de Buenos Aires, no es la persona adecuada para alcanzar este fin. Cada respuesta que da parece destinada a derribar un lugar común. Lo peor del asunto es que sus argumentos se muestran incontestables y solventes, como es de esperar de una de las mayores autoridades sobre drogas en Argentina.

“Es cierto que se relaciona al paco con la violencia, que los medios lo hacen, pero la verdad es que el chico que fuma paco le roba una maceta a la vecina. Roba en su ámbito más próximo. Le saca la ropa a su madre, el televisor, y va y los vende a los transas para pagarse la próxima dosis. No suele estar en condiciones para subirse a una moto y salir a robar”.

Lo que sí cree que genera violencia son los psicotrópicos mezclados con alcohol. “Se los conoce como pastas. Producen una gran euforia que es la que hace que haya ahora casos en que el ladrón mate a su víctima sin mediar provocación. Unos chicos que van a robar a unos ancianos y los matan sin razón”.

Según explica, la normativa que permitía el dispendio de medicamentos de venta libre fuera de las farmacias no ayudaba a controlar el acceso a los psicotrópicos. En concreto, los artículos 14 y 15 del decreto 2284/91, herencia del gobierno neoliberal y desregulador hasta el paroxismo de Carlos Menem.

Ahora tiene esperanzas de que la ley que se aprobó el pasado 25 de noviembre, y que sí exige la intermediación del farmacéutico, pueda ayudar a poner cierto orden. «Al haber perdido parte del negocio de los medicamentos, que se vendían en supermercados y kioscos, algunas farmacias no pedían recetas en drogas que sí las requerían», afirma. «También había kioscos que se aprovechaban del descontrol y vendían Rivotril o Valium por unidades, sin prospecto y, por supuesto, sin receta».

Carlos Damin nos recibe en su despacho de la Universidad de Buenos Aires, trabajo que conjuga con el de jefe de Toxicología del porteño Hospital Fernández. Le explicamos que dentro de la investigación que estamos realizando sobre la violencia en Argentina hemos entrevistado a adictos al paco y a madres que luchan por terminar con esta droga.

Es entonces cuando nos hace el primer regate dialéctico: “En la guardia de hospital en que trabajo, si en un mes atendemos a mil intoxicados, 20 lo son por paco y 980 por el alcohol. El gran problema que tienen los jóvenes es la bebida, aunque sea legal y no se tenga mucha conciencia de ello”.

Continúa… Foto: HZ

Fumar pasta base debajo de un puente en Buenos Aires

Seguimos adelante con la investigación sobre la violencia en Argentina que emprendimos hace ya dos meses y que nos ha llevado a entrevistar a víctimas, policías, jóvenes armados, médicos, sociólogos, en escenarios tan diversos como barriadas marginales, cárceles, hospitales, mercados, talleres clandestinos.

Llega el momento de abordar una cuestión que muchos han señalado como clave: las drogas. No han sido pocos los que han dicho que el aumento exponencial de la violencia responde al consumo de estupefacientes, en especial de la pasta base de coca, a la que aquí se conoce como «paco», y sobre la que ya realizamos varias entrevistas y reportajes hace dos años en este blog.

Me cito con dos jóvenes consumidores de paco con un largo historial de delitos a sus espaldas. Vienen del barrio de chabolas conocido como 1-11-14, por el nombre de las tres “villas miseria” que al juntarse le dieron forma.

Esta barriada, la más grande y populosa de la ciudad de Buenos Aires – residen en ella 6.020 familias, el 21,66 por ciento del total de personas que viven en asentamientos en la capital – se encuentra en la avenida Perito Moreno, frente a la ciudad deportiva del club de fútbol San Lorenzo de Almagro, en el Bajo Flores. Una y otra vez escucho decir que es también la “villa más peligrosa», como consecuencia de los grupos de narcos peruanos que actúan en su interior. Casi la mitad de sus habitantes son extranjeros.

Espera y encuentro

Espero a los jóvenes debajo de un puente. Sé que se llaman Nicolás y Héctor. Sé que Nicolás, el más joven de los dos, acaba de salir de prisión por asalto con arma de guerra. Tiene 19 años. Antonio ha pasado por cuanto penal hay en la provincia de Buenos Aires.

El periodismo de a pie, en la calle, es ante todo esperar. Esperar a que te den una entrevista, una acreditación, un visado; a que te permitan entrar a determinado sitio, a que pase algo digno de mención. Paciencia infinita. Pero hay esperas y esperas. En esta zona de la ciudad, de pie debajo del puente y con la mochila y la cámara al hombro, paso igual de desapercibido que si me hubiese venido vestido de vaquero o de astronauta.

Miro sin mirar demasiado en todas direcciones para ver si aparecen de una vez. Vislumbro a dos muchachos que caminan por la acera de enfrente. Uno lleva una camiseta del futbolista Lionel Messi de la selección argentina y otro del jugador de balocensto Emanuel «Manu» Ginóbili. No asocio el atuendo deportivo con el consumo de paco, así que no les presto atención.

Sigo buscando, sigo aguardando. Pasa un carro tirado por caballos perteneciente a unos cartoneros. Pasa un patrullero rayado en las puertas y con un gran choque en la parte trasera. Ginóbili y Messi se plantan frente a mí. «¿Sos el periodista?», me pregunta uno de ellos. Asiento. «Somos Nico y Héctor». Me dan la mano. Brazos escuálidos, cubiertos de cortes. Mejillas hundidas. Ojos pletóricos de humo.

Los sigo a través un solar atiborrado de basura. Avanzan torpemente, dando tumbos. Los nombres de Messi y Ginóbili, estampados con grandes letras blancas, se arquean sobre sus encorvadas osamentas.

Foto: HZ

«Tuve mi primera pistola a los 12 años»

Conozco a Carlos en un centro de rehabilitación para drogadictos de Buenos Aires al que llegó por orden judicial. Tiene el cabello corto, le faltan varios dientes. Le digo que se parece a Mike Tyson. Se ríe.

Primero me muestra la habitación en la que duerme, el locker con su nombre en el que guarda sus pertenencias. Después salimos al jardín. Conversamos bajo los árboles.

– Le puse un cuchillo en el cuello al tipo que manejaba un auto. Yo no sabía, pero el tipo era un policía. Me llevé el auto y la pistola del tipo. Lo dejé en pelotas. Y conseguí mi primer “fierro” (arma) – me dice.

– ¿Qué edad tenías?

Doce años.

Cuando empecé a entrevistarlo, desconocía su historia. Marcelo, uno de los coordinadores del centro de rehabilitación, me dijo que había pedido voluntarios entre los internos para que hablaran conmigo, y que Carlos se había ofrecido.

“Está entusiasmado, lo primero que hizo al levantarse fue afeitarse”, me explicó, aunque luego vi que Carlos es tan joven, que el paso de la máquina de afeitar no debe haber causado demasiada diferencia. «Es un pibe que necesita mucho cariño y contención, pero que también está comenzando a dar mucho cariño ahora que todo va cambiando en su vida».

Carlos tiene 18 años. Hace un mes llegó al centro en una camioneta de la policía, a la que él llama “lancha”, por una orden judicial. Me comenta Marcelo que le gritaba a su madre, que lo acompañó en el viaje: “Te voy a matar hija de puta, te voy a matar”.

– ¿Usaste alguna vez la pistola? – quiero saber

– No, la cambié por un 38, a mí me gustan los revólveres-, me explica.

– ¿Usaste alguna vez el 38?

– Un día un chabón me robó. Cuando lo agarré iba en un auto. Le disparé a las piernas. Quedó en silla de ruedas. Ese hijo de puta no va a volver a robar a nadie

– ¿Y en alguna otra ocasión?

– Si tenía que disparar lo hacía por debajo de la cintura. Casi siempre la usaba para pegarle a la gente en la cabeza con la culata, cuando iba a robar autos – me dice haciendo un gesto en el aire con la mano, de arriba hacia abajo.

Pibes chorros, chicos del paco

Uno de los objetivos de este blog es tratar de comprender los orígenes de la violencia en el mundo, y dar voz a las personas que la padecen. En Buenos Aires, la violencia está íntimamente ligada a la miseria, a la falta de oportunidades, y, en los últimos años, a la droga conocida como «paco».

Paco es el nombre con que se denomina habitualmente a la pasta base de cocaína. Un estupefaciente sumamente barato y de efecto breve, de apenas unos segundos, que mata a miles de jóvenes cada años en Argentina, y que es consumido, según un reciente estudio del Gobierno de la Provincia de Buenos Aires, por cerca del 50% de los varones de entre 14 y 30 años que viven en barrios marginales.

Para descubrir los efectos del paco he pasado varios días en Lomas de Zamora, uno de los municipios de Buenos Aires con mayores índices de criminalidad del país. De la mano de dos mujeres extraordinarias, Isabel y Alicia, que luchan contra esta droga denunciando a los “tranzas” (camellos) que la venden, he conocido los entresijos de la vida en Villa Lamadrid.

Pero comienzo a contaros lo que he aprendido en Lomas de Zamora por el final, por el encuentro que hace algunas horas tuve con Carlos y con otros jóvenes en Pueblo de Paz (que vivían en la calle, que salían a robar para conseguir la siguiente dosis), un centro público de rehabilitación para drogodependientes que brinda atención a más de 300 pacientes.

La historia del reciente fracaso colectivo de la Argentina, de su inmersión en la miseria y la violencia. De jóvenes como Carlos, cuya vida de abusos y exclusión resulta tan trágica como perturbadora. Y de personas como Alicia, Isabel y Marcelo, que luchan con ahínco y valor para revertir una situación que parece no tener ya vuelta atrás.

Continúa…