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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Estreno de «Caminando sobre las bombas» en Canal Plus

Esta vida nómada, un mes aquí, otro mes en el otro extremo del mundo, hace que nunca te aburras pero también que te pierdas situaciones ciertamente estimulantes. El estreno hoy en Canal Plus de «Caminando sobre las bombas», el cuarto reportaje en el que he tenido la posibilidad de trabajar junto a Jon Sistiaga, es una de ellas. A las 21:45, hora en que se emite, estaré volando sobre el Atlántico de regreso a Madrid.

Rodaje el pasado viernes en la provincia del Chaco, Argentina, para TVE.

De hecho, escribo estas palabras desde el mismo aeropuerto bonaerense de Ezeiza, al que hemos llegado casi arrastrándonos, polvorientos y con las maletas armadas con prisa pues acabamos de concluir una grabación extenuante, que nos ha llevado de una punta a otra de Argentina por segunda vez este año.

Más de 6.000 kilómetros recorridos en 20 días para visitar a los mismos personajes que habíamos rodado ya en el mes de junio. Protagonistas de un nuevo documental que dirijo para TVE y que esperamos que se emita a principios de 2013.

Pero la verdad, para rodajes duros y extenuantes nada como el de «Caminando sobre las bombas». Algunos de sus momentos más complicados ya los narré en estas páginas. Así como algunos de los más lúdicos. La Carretera Número 1 de Afganistán. El trabajo de los desactivadores de bombas. Los testimonios de las víctimas… esta noche. Y quien no tenga Canal Plus, lo puede ver en la web de la cadena.

¡Buen viaje!

Kabul Rock

A Kabul le faltan muchas cosas, pero tiene algo de lo que carece Madrid: una gran radio de rock las 24 horas del día. La ya mítica Kabul Rock.

Sí, aunque sorprenda, Kabul – la ciudad del atasco perpetuo y los muros de hormigón, acosada por las bombas de los talibanes, desgarrada por la corrupción y el clientelismo de los señores de la guerra reconvertidos en parlamentarios, la miseria de los niños que rebuscan en la basura y el machismo aberrante que somete a las mujeres bajo los burkas – tiene un espacio en sus ondas en el que te puedes encontrar desde un clásico del maestro Hendrix, pasando por la desgarrada voz de Chris Cornell al frente de Audioslave, para terminar con los hermanos Robinson, cada día más impredecibles, fuera de tempo y volados en The Black Crowes.

Una radio que, lamentablemente, como el poder del propio gobierno de Karsai, tiene un campo de influencia limitado que apenas supera los confines del área metropolitana de la capital. Así que, cuando abandonas Kabul, otra vez te encuentras destinado a la música pastún, que sorprende y realza el paisaje durante un rato, pero que después de unas horas se vuelve soporífera para que los que no sabemos apreciar sus matices o entender sus letras.

Es entonces cuando DJ Sistiaga aprovecha para poner Barricada, banda que suena demasiado encorsetada y predecible para mi gusto, pero que viene bien sin dudas para hacer un poco el tonto y olvidarse al menos unos instantes de todo en un rodaje tan complejo como el de «Caminando sobre las bombas» que, por cierto, se estrena este miércoles 24 de octubre, a las 21:45, en Canal Plus… dicho queda.

Una carretera al infierno en Afganistán (2)

El enorme camión que yacía varado en medio de la carretera obligó al convoy en que viajábamos a detenerse. Durante unos minutos, el oficial al mando de los cuatro blindados MRAP en que nos desplazábamos habló a través del sistema de comunicación con sus subalternos para evaluar la situación.

Soldados de EEUU, Rumania y Afganistán cortan la Carretera Número 1, que une Kabul con Kandahar por la amenaza de una bomba casera. Los vehículos particulares aguardan durante horas bajo el sol (Foto: Hernán Zin).

Tras los cristales tintados, sumidos en el constante resoplar del aire acondicionado, todos observábamos al conductor de aquel transporte de mercancía, que se encontraba con medio cuerpo metido en el motor, sudado, manchado de grasa, tratando de arreglar el mecanismo averiado. Podría tratarse de un infortunado transportista o de un terrorista talibán esperando a nuestro paso para activar la carga explosiva y mandarnos a todos al carajo.

Cuando el comandante dio la orden de avanzar, lo hicimos a una velocidad sumamente lenta. Nos superaban las tortugas, con holgura. O al menos a mí me lo pareció así. No en vano, en un momento me descubrí apretando inconscientemente el suelo del blindado con las botas, como si fuera mi propio coche en Madrid y quisiera acelerar.

Paradójicamente, en otras zonas peligrosas, como lo cráteres dejados por previas bombas caseras (y que los terroristas suelen utilizar para colocar nuevos explosivos), el convoy apretaba más el paso y avanzábamos a la máxima velocidad. Mientras más rápido, mayor la posibilidad de que quien active el explosivo no logre reaccionar a tiempo.

Paciencia, mucha paciencia

Así viajan los militares del ISAF por la Carretera Número de Afganistán, que une las dos principales ciudades del país: Kandahar y Kabul. Como veíamos en la entrada anterior, todo un símbolo de lo que ha salido mal desde la invasión de 2001. La que se suponía que debía ser la espina dorsal de la prosperidad se ha convertido en una gran fosa a cielo abierto, en una ruleta rusa de pavimento, que sólo en 2012 ha engullido más de 200 vidas.

Si es complicado para los militares, con sus coches blindados, y el apoyo de zepelines de vigilancia, aviones no tripulados y helicópteros, para los civiles recorrer esta carretera es un infierno.

Cada bomba encontrada en el camino los obliga a pasar horas detenidos, bajo el implacable sol, esperando a que los desactivadores terminen su trabajo. Las filas de Toyotas Corolla de segunda mano – que al igual que en África es el coche más extendido en Afganistán – y de camiones pintados de colores se extienden a lo largo de kilómetros.

Durante los diversos recorridos que realizamos con Jon Sistiaga por esta carretera hace unas semanas, no en pocas ocasiones hemos visto a conductores enfadados, desesperados, que mandan todo a la mierda y se saltan los controles militares para detener el tráfico o que optan por ir por la banquina, levantando nubes de polvo, incluso a riesgo de llevarse por delante otra bomba.

Un día a día tan tedioso, absurdo y peligroso como la propia guerra que los condena a no poder desplazarse con normalidad.

Una carretera al infierno en Afganistán (1)

Como bien señalaba recientemente The Telegraph, es una carretera que representa todo lo que ha salido mal en Afganistán en la última década. A menos de dos años de la retirada de las tropas occidentales, la ruta que une Kabul con Kandahar representa una herida abierta en la estrategia de ISAF. Una vasta y multitudinaria tumba a cielo abierto que no pasa un solo día sin que reciba nuevas víctimas.

En la Autopista Número Uno de Afganistán, que une Kandahar con Kabul, esperando la desactivación de una bomba situada junto a la carretera (Foto: Jon Sistiaga)

Tras la invasión de noviembre de 2001, provocada por aquellos atentados del 11S de los que hoy cumplimos otro aniversario, se invirtieron millones de dólares para poner en condiciones a esta carretera conocida como la Autopista Número Uno.

¿Por qué tanta importancia? Porque une las dos principales urbes de Afganistán: Kabul y Kandahar. Vertebrarlas, comunicarlas, con su posterior conexión a Pakistán, tiene vital importancia para el despegue económico del país del Hindu Kush.

Además, Kandahar, la antigua Alejandría de Aracosia, es uno de los epicentros de la cultura pashtún y la cuna de los talibanes. Integrarla, abrirla a la capital, al resto del estado y al mundo, nunca fue un objetivo menor en la lucha contra la insurgencia.

Historia de un fracaso

Finalmente, a bombo y platillo, se inauguró renovada 2003. 480 kilómetros de pavimento recién estrenado que resonaban en aquellos tiempos a promesas de democracia, justicia y prosperidad. Y que hoy suenan invequívocamente a muerte y frustración.

Solo en lo que va de año, hubo 190 ataques con bombas improvisadas a lo largo de la Autopista Número Uno. Los ataques con fusiles y lanzagranadas han sido más aún: 284. Un ataque cada poco menos de dos kilómetros de pavimento.

En nuestro reciente paso por Afganistán recorrimos con Jon Sistiaga una parte significativa de la Autopista Número Uno. Como conté aquí hace unas semanas, lo hicimos en un vehículo blindado MRAP para acompañar a los artificieros del Ejército de EEUU que dedican sus días a tratar de desactivar las bombas que cada mañana amanecen a los costados de esta autopista acechando a nuevas víctimas. Un medio de transporte convencional, en la carretera más peligrosa del país, hubiese resultado una locura para dos extranjeros.

En la próxima entrada, algunas pinceladas del recorrido por esta auténtica Highway to Hell

Once años de guerra y un millón de niños hambrientos en Afganistán

“Los EEUU anuncian a bombo y platillo que han invertido 300 mil millones de dólares en Afganistán”, nos dice el legendario periodista británico Peter Jouvenal, que entre otros muchos méritos puede decir que fundó Frontline y entrevistó junto a Peter Bergen a Bin Laden para la CNN. “Ese dinero se ha ido principalmente a mantener la infraestructura de los americanos, a bases como la que ustedes han estado, Kandahar. No ha llegado a la gente”, sostiene.

Niño afgano que se encuentra con patrulla a pie de soldados de la 82 Aerotransportada en el valle del Tagab (Foto: Hernán Zin).

Es cierto que apenas dos días antes de volver a Kabul y alojarnos en la Gandamack Lodge, propiedad del mismo Jouvenal, habíamos estado en la base de Kandahar, llamada oficialmente Kandahar Air Field, y conocida, por esa costumbre castrense de hablar más en siglas y acrónimos que en cristiano, como KAF.

Al caminar por KAF durante la noche, mientras no dejan de despegar los F16, los drones y los helicópteros Chinook, Black Hawk, Apache – y tú te preguntas cómo consigue alguien dormir con semejante estruendo que no para hasta la madrugada – se tiene la impresión de que lo que allí de ningún modo ha faltado es dinero.

Se trata de una ciudad estadounidense, no en su versión más impoluta y prístina sino en lo que podríamos llamar un modelo Mad Max, pero una ciudad estadounidense al fin y al cabo, allí en medio de Kandahar, de la antigua Alejandría de Aracosia, y lo que es más extraordinario aún, en medio del desierto.

Niños víctimas de explotación laboral que fabrican ladrillos en el sur de Afganistán (Foto: Hernán Zin)

En versión Mad Max porque las grandes camionetas Ford F150 no llevan matrícula, aunque sí se detienen en los pasos de cebra para dejar pasar a los soldados y contratistas que desde que cae el sol deben llevar una cinta reflectante alrededor de la cintura o el pecho (a medida que pasan los días y que se multiplican los casos de soldados afganos que matan a sus pares occidentales, en lo que se conoce como en la jerga como green on blue, aumenta el nivel de alarma en KAF y más militares salen a pasear, cenar o hacer deporte, con sus fusiles y pistolas a cuesta).

Apaga el aire

Casas, iglesias, supermercados, comedores, gimnasio, tiendas, que se encuentran no en edificios con estructuras de hormigón sino en conjuntos de contenedores con ventanas y puertas y en casas prefabricadas. Todos, siempre y a cada instante, enfriados por un ejército de aires acondicionados cuyo estruendoso funcionar logra opacar por momentos el ruido procedente de la pista de aterrizaje de KAF.

Aquí y allá, por toda la base, y por todas las bases de EEUU en Afganistán, grandes pilas de botellas de agua, que yacen sin coste alguno, para que quien quiera pueda coger una y beberla. Montañas de líquido y plástico que te sorprenden en cada esquina y que garantizan de que en tu misión en e Hindu Kush podrás morir de cualquier cosa menos de sed.

A esas horas, decenas de hombres y mujeres se dirigen al centro de la base, al que llaman Boardwalk. Un paseo que tiene librerías, peluquerías y restaurantes tan célebres como Friday’s, y en cuyo centro hay campos de fútbol, hockey y baloncesto, y mesas de madera para cenar bajo la luz de las estrellas (que, por cierto, resplandecen en el cielo del desierto con absoluta rotundidad).

Robots vs burros

Más surrealista parece KAF cuando finalmente sales en patrulla con las fuerzas de EEUU y descubres que en los pueblos de Kandahar la gente sigue viviendo en casas de adobe, sin electricidad ni agua corriente.

Cuando te dicen que no puedes ir en determinado blindado porque en su interior hay ingenios tecnológicos de millones de dólares que cuya fisonomía no puede ser de conocimiento público pues eso beneficiaría al enemigo. Ese blindado que observas desde la ventanilla del tuyo del mismo modo en que los niños harapientos, con la cara llena de mocos y despeinados, lo observan al pasar desde sus casas, ya sin saludar como sí hacían una década.

Cuando vuelves a Madrid y descubres un informe respaldado por la ONU que sostiene que más de un millón de niños en Afganistán pasa hambre. Y que la mayoría de esos niños se encuentra en la provincias del sur de Afganistán: Helmand y Kandahar.

Final de partida en Afganistán (vídeo)

Aquí un adelanto del trabajo que acabamos de terminar con Jon Sistiaga en Afganistán para el espacio documental que dirige en Canal Plus.

Un intento por tratar de mostrar lo absurdo del momento que se está viviendo en el país del Hindu Kush: si la guerra tiene ya fecha de caducidad, si las fuerzas internacionales terminará la retirada en 2014, si pocas dudan caben de que los talibanes moderados pasarán a formar parte del gobierno central en Kabul, ¿qué sentido tienen todas estas muertes de civiles y de soldados en tiempo de descuento?

Si la guerra es ya de por sí terriblemente absurda, más lo es aún en estas circunstancias, en este auténtico Catch 22.

¿La perspectiva narrativa para reflejar esta realidad? La de los hombres y mujeres que cada día se juegan la vida para desactivar bombas caseras. Esas bombas que son responsable del 80% de las bajas del ISAF. En Canal Plus, en octubre…

Los ojos de la guerra en Afganistán

Son muchas las transformaciones que han tenido lugar en la nación del Hindu Kush desde nuestra última visita. Una de las más evidentes es que el cielo de buena parte de las zonas conflictivas del país se ha poblado de zepelines de vigilancia. Según me cuenta Mónica Bernabé, con quien cenamos en la mítica Gandamack Lodge, un fenómeno que empezó a tener lugar en los meses previos a las elecciones de 2009.

Zepelín en base de EEUU a espaldas del antiguo Palacio Real de Kabul (Foto: Hernán Zin)

En la capital, destaca un dirigible que se encuentra detrás del Darul Aman, el antiguo y ruinoso palacio real de Kabul. Presencia esta que no evitó que en 2010 tuviera lugar allí un atentado con Toyota-bomba – el 90% de los coches en Afganistán son Toyoya de segunda mano, en su mayoría Corolla, al igual que en África oriental – que terminó con la vida de 19 personas entre las que se contaban seis soldados del ISAF.

Sin embargo, la descripción que los propios militares hacen del funcionamiento de estos artilugios es positiva. Avanzábamos con Jon Sistiaga – en una producción que podrán ver en octubre en su espacio de reportajes en Canal Plus – por la carretera que une las bases Lagman y Bullard en la provincia de Zabul, cuando el convoy militar en el que íbamos se detuvo debido a una bomba casera colocada junto a la carretera.

Nos sorprendió enormemente escuchar de unos de los oficiales rumanos que nos acompañaban que sabían de aquella bomba porque durante la noche las cámaras del zepelín habían seguido al vecino de un pueblo cercano que la había colocado esperando causar bajas entre las fuerzas de la Coalición.

– ¿Por qué no lo arrestan? – fue nuestra pregunta.

– Porque es un terrorista previsible y chapucero. Preferimos convivir con él por el momento a arrestarlo y que los talibanes y Al Qaeda manden a uno más eficiente en su lugar desde Pakistán.

Fue su respuesta, decididamente en la lógica Catch 22, o Gila si preferimos un símil más autóctono. Lo que deja claro que uno de los elementos más notables de la guerra, el absurdo, sigue vivo también en esta nueva clase de conflicto que predomina en el siglo XXI. El conflicto asimétrico, que ya no tiene lugar entre Estados sino entre grupos irregulares y fuerzas gubernamentales.

Dirigible sobre la base Lagman, en la provincia de Zabul (Foto: Hernán Zin)

Un escenario al que hace unos años bautizamos como el «Paradigma Gaza», pues fue en la paupérrima franja palestina en que se estrenaron, ensayaron y desarrollaron las estrategias e ingenios tecnológicos que hoy son la norma en casi toda trifulca armada: la presencia de aviones no tripulados de ataque, los dirigibles y las incursiones puntuales de fuerzas especiales.

Elementos estos que, además de ser cada día más habituales en buena parte del planeta, seguirán presenten en Afganistán cuando las tropas internacionales terminen la retirada en 2014.

El tirachinas de Emanuel contra los talibanes

Antes de partir hacia Afganistán escribí en estas páginas que sería interesante retratar la guerra a través de los amuletos que usan los soldados. Una forma indirecta – aprovechando la libertad narrativa que da un blog – de hablar de un elemento siempre presente cuando es la violencia la que prevalece: el miedo.

Gabriel, en la torreta del MRAP del 33 Batallón de Montaña Posada del Ejército de Rumanía, mientras patrulla el sur de Afganistán (Foto: Hernan Zin)

En la semana que llevamos aquí en el sur de Afganistán he retratado a numerosos militares junto a los objetos que emplean para tratar de mantener la templanza en los momentos difíciles. Objetos que, en la mayoría de los casos, están relacionados con gente a la que quieren.

Un resabio de ese pensamiento mágico que pervive en cada uno de nosotros, pero también una manera de tratar de hacer aflorar la propia entereza a través del recuerdo de aquellas personas para que las sabemos que somos importantes.

Los buenos soldados

Un amuleto destaca sobre todos los que he conocido en estos días: el que Gabriel lleva consigo en la torreta situada en lo alto de un vehículo blindado MRAP, junto a la ametralladora con la que espera enfrentarse a los talibanes de ser necesario.

Grabriel, de 32 años, pertenece al 33 Batallón de Montaña Posada, del ejército de Rumanía, que estuvo ya desplegado en Irak y en Afganistán en diversas misiones.

(Foto: Hernan Zin)

Un batallón de tipos duros, curtidos, disciplinados, que acompañan a los desactivadores de explosivos del Ejército de EEUU como escolta y protección en la zona norte de la provincia de Zabul, desde la base Bullard.

Amuleto compartido

Es la segunda jornada en la que salimos a rodar la desactivación de explosivos caseros. Pero hoy, a diferencia de ayer, me siento francamente mal.

No sé si es la falta de sueño, el frío polar con el que a los soldados estadounidenses les gusta programar el aire acondicionado de la tienda, el desayuno de prisa y corriendo en el comedor de campaña, la presión del chaleco antibalas sobre el pecho, el calor asfixiante del desierto… lo que sé es que apenas se cierra a mis espaldas la puerta del vehículo blindado MRAP, comienzo a sentir nauseas.

Como detener un convoy compuesto por medio centenar de soldados de EEUU, Rumanía y Afganistán que se dirige raudamente para tratar de neutralizar un explosivo colocado junto a la ruta – que podría matar a civiles -, no parece la mejor idea posible, el comandante me da la opción de subir a la torreta de la ametralladora y tomar un poco de aire hasta que me sienta mejor.

Es allí arriba, en ese momento tan lamentable de claudicación ante el malestar físico, donde conozco a Gabriel, que, para ser sincero, no me recibió con gesto compasivo, con un «uy, te sientes mal, qué putada, ponte aquí que te va a hacer bien». No, me miró con evidente indiferencia, que podría rayar en cierto velado y comprensible desprecio. Después de todo, si tenía que entrar en combate yo iba a ser un incordio.

En el nombre del hijo

Para no extenderme demasiado, sólo puedo decir que la misión sí se extendió demasiado, más de seis horas, pues después de desactivar el primer explosivo apareció otro, que estaba a mayor distancia aún de la base Bullard. Seis horas que se me hicieron eternas y en las que el malestar físico siguió agravándose.

Seis horas en la que Gabriel me terminó por contar, aprovechando las similitudes que hay entre el español y el rumano, que aquel tirachinas pertenece a su hijo, Emanuel, de nueve años de edad.

Un objeto que logró dar cierta humanidad a aquella situación tan terrible y tan delirante en la que docenas de personas estaban ahora jugándose la vida porque un tarado había colocado la noche anterior una bomba casera. Otra escena absurda de una guerra absurda con fecha de caducidad: 2014.

Un objeto que, si bien no hizo que dejara de sentirme mal físicamente, sí me abstrajo de esa realidad y me dio cierta paz de espíritu. Traté de imaginarme a Emanuel: la relación con su padre, la ausencia, los recuerdos, el instante en el que le dio el tirachinas. Y al menos por un rato, aquel amuleto también fue mío.

Kabul… a pesar de todo, Kabul

Kabul es una ciudad de niños harapientos que rebuscan en la basura; de mujeres atrapadas en burkas que recorren las aceras invisibles y livianas como fantasmas; de mendigos que levantan los brazos en las esquinas reclamando almas.

Niños vuelven de la escuela en la periferia de Kabul, entre tanques abandonados por los soviéticos (Foto: Hernán Zin)

Una urbe caótica, polvorienta, de tráfico crónicamente colapsado, donde el que lleva un arma tiene prioridad sobre el resto, ya sea un policía, un soldado afgano, un soldado de la OTAN, un guardia de seguridad de una embajada o un mercenario de alguna empresa militar privada. Así se estructura la pirámide social en esta parte del mundo, sobre fusiles, revólveres y granadas.

Una capital cada día más amurallada, de calles abruptamente mutiladas por muros de hormigón y alambres de espino, de garitas con somnolientos guardias de seguridad y de humvees del ejército afgano aparcados en las aceras con sus ametralladoras .50 listas para disparar.

Una urbe a la que de vez en cuando bajan algunos tarados adoctrinados en las madrasas de Paquistán y se meten en un hotel, en un restaurante, en un edificio público, para liarse a tiros y tratar de llevarse consigo la mayor cantidad de vidas posibles. Una excursión que suele terminar con estos mismos tarados volando por los aires y rodeados de cuerpos sin vida de inocentes.

Una ciudad por la que, a pesar de todo, quien escribe estas palabras siente un particular afecto. No en vano hace dos horas, al abandonar el nuevo aeropuerto y subirse al desvencijado taxi que lo llevaría al mítico hotel Gandamack, experimentó una cierta emoción. Todo amor es imperfecto, convive con limitaciones y miserias, y esta no iba a ser la excepción.

Ahora, por delante, 24 horas para redescubrir Kabul, para recorrer Chicken Street, el parque de Shahre Now, el antiguo palacio real, y disfrutar las vistas desde la colina de la televisión. Mañana a primera hora partimos hacia Kandahar, que es donde la guerra se manifiesta de forma más terrible e implacable.

A pocas horas del regreso a Afganistán

Finalmente, en un par de horas emprendemos el camino de regreso a Afganistán. Nuestro anterior desembarco en la nación del Hindu Kush tuvo lugar cuando comenzaba a quedar claro que se había prestado demasiada atención a Irak y que la guerra contra los talibanes, cada día más letales en sus incursiones, iría para largo. La desesperación ante la pérdida de soldados de la OTAN llevaba a abusar de los bombardeos con sus enormes cifras de víctimas civiles y el rechazo generalizado de la población local. Un panorama francamente sombrío.

Niños frente a Soldado de la 101 Aerotransportada en el Valle del Tagab. Junio 2008 (Foto: Hernán Zin)

Mañana volvemos en otro momento crucial: después de que Obama anunciara en 2009 la aplicación de una estrategia similar a la aplicada en Irak, basada en la multiplicación del número de soldados en el terreno y la protección de la población civil – una estrategia clásica de lucha contra grupos insurgentes -, el tiempo parece haberse acabado para las potencias occidentales, que están emprendiendo la retirada.

Decisión esta que lleva a una pregunta incómoda: si se sabe que habrá Gobierno compartido con los talibanes moderados, ¿qué sentido tienen todas estas vidas de soldados y civiles que se pierden a diario? ¿Todas estas muertes en tiempo de descuento, cuando ya el resultado de la partida es conocido?

Como novedad en este inminente desembarco en Afganistán, la compañía de Jon Sistiaga, con quien otra vez tengo la suerte de trabajar para Canal Plus.