Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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El cambio climático castiga a los nómadas afar (3)

“Estamos preparando nuevos proyectos para que los afar puedan prosperar. Pero esta emergencia nos obliga a centrarnos en la ayuda humanitaria más que en el desarrollo”, me dice Valerie Browning, a quien le pregunto también por la infibulación, la peor forma de mutilación genital femenina, que implica coser los labios de la vagina de las jóvenes. “En algunos años hemos conseguido que disminuya notablemente. Son los líderes religiosos los que nos están ayudando a educar a la gente, los que explican que el Corán se opone a esta práctica. Con su apoyo esperamos que dentro de poco desaparezca por completo de nuestra comunidad”, me responde.

Tras acompañar durante varios días a Valerie a través del desierto, en una labor que me despierta honda admiración, parto por mi cuenta, con el todoterreno que he alquilado en Addis Abeba, para descubrir la realidad de los afar.

Junto a Million, el chófer, y un guía que nos asigna Valery, Mohamed, recorremos la planicie sedienta, paupérrima, asolada por las tormentas de arena, por temperaturas que alcanzan los cincuenta grados, y a través de la cual las familias nómadas se desplazan en procura de alimento para su ganado. El vasto territorio que conforma la frontera que separa a Etiopía, Eritrea y Djibuti.

Me sorprendo al encontrar una fauna de los más variada: perdices, gacelas, monos. Pero lo que más perplejidad me produce es la aridez de cuanto territorio fatigamos. Y me hace preguntarme cómo es que los afar sobreviven desde hace siglos en esta tierra pedregosa y estéril.

Damos con algunas familias que parecen salidas de relatos bíblicos. Llevan semanas caminando por el desierto en busca de fuentes de agua, pues la sequía que asola esta región como consecuencia del cambio climático ha cambiado la lógica por la que antes se guiaban y lograban subsistir.

Los veo amontonarse en torno a los pocos pozos que aún tienen algo de agua. Observo cómo las familias dejan a sus espaldas a los animales muertos, y luchan por levantar a los que aún quedan con vida, por empujarlos para que sigan adelante, incluidos los camellos, que son la base de su supervivencia, ya que les brindan la leche, base de su alimentación.

Hasta ahora he escrito de todos los chóferes y guías con los que he trabajado para dar vida a Viaje a la guerra, con afecto y gratitud. Ya fuera Kayed en Gaza, Fadhi en Líbano o Cícero en las favelas de Brasil. Lamentablemente, Million es la excepción. Tenía deshinchada la llanta de repuesto, un descuido que nos obligó a pasar buena parte de la noche en el desierto, a merced de cuánto grupo armado pudiera haber en la zona.

Después, el Toyota Landcruiser, que se suponía que estaba en buenas condiciones, según me aseguró en Addis Abeba antes de salir hacia la tierra de los afar, no hacía más que romperse. Primero el sistema eléctrico, después la dirección. Esto nos obligó a perder valiosas horas de trabajo, a pernoctar en pueblos olvidados, a buscar una y otra vez talleres mecánicos.

Cuando estábamos en la carretera principal no había demasiados problemas. El tráfico fronterizo de camiones que viajan desde las tierras altas de Etiopía hacia el Mar Rojo, cargados de contenedores, ha dado vida a un rosario de asentamientos donde podíamos encontrar ayuda, más allá de que se trataba de lugares en los que predominaban los burdeles de mala muerte y las tiendas de contrabando.

Pero fuera de allí nuestras constantes averías resultaban penosas y extenuantes. Algo positivo del tedio de tener que empujar a todas horas el coche, de no saber si íbamos a llegar al próximo destino, fue que dormí en los lugares más insólitos. En algunas ocasiones con los nómadas afar. En otras, en pueblos apenas habitados, junto a la puerta de un restaurante o dentro del coche.

Oportunidades que aproveché para conversar con Mohamed, un joven de 28 años, refugiado, que había escapado del gobierno dictatorial de Eritrea para acabar en Logya, trabajando junto a Valery Browning como maestro en APDA.

Bajo las estrellas, Mohamed me explicó en profundidad cómo es la cultura afar, tan desconocida para los occidentales. El por qué de la infibulación, el mito de la castración de los enemigos, sus rituales guerreros, el valor del ganado, la concepción que tienen del islam. Una cultura fascinante que espero que logre sobrevivir al momento crítico, de marginación y olvido, en el que se encuentra.

El final de viaje fue agónico, parecía que no íbamos a llegar más a la capital de Etiopía, donde me esperaba el vuelo de regreso a España. Por una parte me sentía deseoso de dejar atrás el calor extremo del desierto, la dieta a base de enyera, pan y leche, los improvisados lechos polvorientos, en los que se dedicaban a recorrerme por el cuerpo toda clase de insectos.

Pero también sentía deseos de conocer mejor a los afar. Y experimentaba cierta culpa, como ya me ocurrió en Gaza, en Sudán y Uganda, de dejar a mis espaldas a una gente me había recibido de forma generosa, hospitalaria, y que estaba atrapada en una situación extremadamente dolorosa e injusta.

El cambio climático castiga a los nómadas afar (2)

Los afar viven desde hace siglos en el desierto de Danakil y en las márgenes del río Awash. Su principal fuente de subsistencia es el ganado, que mueven por las llanuras en busca de alimento. Algunos también se dedican al comercio de sal, ya que en la región existen vastos recursos de este mineral.

Las lluvias, fundamentales para su subsistencia, han venido fallando de forma continuada desde 1999, según me comenta Julien Chambaud, de la oficina de Acción contra el hambre en Addis Abeba. Esto ha hecho que los afar estén padeciendo una crisis sin precedentes.

Durante varios días acompaño a Valery Browning, la responsable de APDA, a repartir ayuda humanitaria. Se levanta al alba y parte con su ambulancia hacia aquellas comunidades en que la situación es más desesperante. Encontramos casos de malnutrición, de cólera. Valery no da abasto. Entrega alimentos, herramientas para que se excaven pozos. Cada vez que regresa a su oficina recibe una nueva llamada y vuelve a partir.

«A esta gente, que es la que sabe vivir en armonía con su medio, en vez de escucharla, de aprender de ella, el mundo se obstina en ignorarla y condenarla a la desaparición», me dice Valery, malika para los afar, que a cada momento me despierta mayor admiración por su capacidad de trabajo, su compromiso y su fuerza.

En un paupérrimo centro de asistencia sanitaria del gobierno etíope encontramos a docenas de personas, en su mayoría mujeres y niños. El nivel de malnutrición que padecen me recuerda a esos retratos de la hambruna en el norte de Etiopía en 1984. Pómulos prominentes, mejillas hundidas, brazos lánguidos, de piel reseca. Mientras sostengo la cámara de vídeo y grabo las imágenes con las que haré un capítulo de la serie Un día más con vida que saldrá en septiembre, siento una profunda e insoslayable tristeza.

Sin perder un instante, Valery descarga la camioneta. Me dice: «Al gobierno etíope tampoco le importa esta gente. Mira la asistencia que les brinda, las condiciones en que los tienen. Lo único que quieren de los afar son sus tierras».

Como si la labor de Valery no fuera ya de por sí complicada, en partes del trayecto nos quedamos varados en la arena. Al lado de los hombres de su organización, ella se coloca detrás del guardabarros, cuenta hasta tres y empuja. Manda, dirige, pero también trabaja, tira hacia adelante, junto al resto de su equipo.

Aunque grupos armados afar secuestraron a turistas italianos en 1995, y hace unos meses a varios británicos, lo cierto es que me siento seguro viajando con ellos. A estos grupos se los relaciona con el Afar Revolucionario Democratic Union Front (ARDUF), frente que busca la creación de una región independiente en Etiopía y Eritrea y cuyo lema es “el mar Rojo pertenece a los afar”.

Mi gran preocupación, como la de todos con los que recorro el desierto para repartir ayuda humanitaria, son los isa, enemigos acérrimos de los afar. Ni en una sola ocasión he salido a la carretera sin estar acompañado por algún hombre armado con AK-47. Los momentos de mayor tensión son cuando nos sumergimos en la arena y no podemos continuar, lo que nos convierte, como me explican, en un blanco fácil para los isa, que tienen origen somalí.

La sequía que se ha cebado de forma tan brutal con esta región del mundo, ha llevado a numerosas familias afar a desplazarse hacia las zonas altas de Etiopía. Esto ha provocado enfrentamientos con los oromos, ya que los animales de los afar dañan sus cultivos. Uno de los primeros conflictos como consecuencia del cambio climático, aunque todo permite preveer que no será el último.

Paradójicamente, África, el continente que menos contamina, es el que se está llevando la peor parte de esta historia. Más de 300 millones de personas ya están viendo amenazados sus medios de subsistencia debido al recalentamiento del planeta. O, mejor dicho, al estado de negación colectiva que ha hecho que nuestra reacción ante el que es el mayor desafío que debemos enfrentar, haya sido hasta el momento lenta e ineficiente.

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El cambio climático castiga a los nómadas afar (1)

“Primero se mueren las vacas, después las cabras y los últimos son los camellos”, me dice Ibrahim, líder de una comunidad nómada afar. “Y ahora se nos están muriendo los camellos. Nunca hemos estado tan mal”. Minutos después lo veo junto a los hombres, mujeres y niños de su familia luchando por levantar a uno de los últimos animales que le quedan con vida.

Los afar son desde hace más de mil años los orgullosos habitantes de la franja de desierto que se extiende tanto en la zona oriental de Etiopía como en Eritrea y Djibuti. Pastores nómadas, comenzaron a convertirse al islam tras el primer contacto con comerciantes árabes en el siglo X. Se los distingue a simple vista por su cabello en tirabuzones y sus grandes cuchillos curvos. Su prenda principal es el «sanafil», una suerte de falda que tradicionalmente variaba de color según el sexo.

En Djibuti, donde alcanzan un tercio de la población, protagonizaron en 1991 un violento alzamiento contra el gobierno central del país, en manos de los somalíes, que dejó miles de muertos y que concluyó en 1994 con un acuerdo de paz y una redistribución del poder que reconoció el peso de los afar en la ex colonia francesa.

En Etiopía suman un millón y medio de personas. Hacen sus chozas, llamadas «ari», con ramas y telas, que mueven regularmente en busca de fuentes de agua para sus animales, en especial durante la temporada seca. El conjunto de chozas, núcleo de cada comunidad, recibe el nombre de «burra».

Otro rasgo peculiar de esta gente, sobre la que tan poco se ha escrito e investigado desde Occidente, son los dientes, que se afilan desde que son pequeños empleando cuchillos para que parezcan colmillos. Una característica que quizás haya impresionado a los viajeros europeos del siglo XIX y XX, ya que la imagen predominante que daban de ellos era la de un pueblo violento y guerrero, que entre otras costumbre tenía la de cortar los genitales a sus enemigos.

Pero lo cierto es que los afar, como me había garantizado Valerie Browning, me reciben con suma cordialidad, sin privarme en un instante de la ilimitada hospitalidad de quienes viven en el desierto. Una cualidad que me hace más difícil aceptar aún la durísima situación en que se encuentran debido a las sequías cíclicas que están afectando a la región, según algunos expertos, como consecuencia del cambio climático.

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La fístula, estigma y marginación de las mujeres etíopes

Me despierta un extraño sonido en la noche. Abro los ojos. A mi lado una cabra mordisquea los resortes de la cama en la que he estado durmiendo. La echo dando un manotazo en el aire. Tiempo después, otro sonido me devuelve a la vigilia. Un joven y lánguido avestruz – un ser ciertamente desagradable: un plumero asido a un cuerpo hecho de cartílagos coronado por dos sorprendidos y grandes ojos como bolas de billar – me observa en medio de la penumbra. Doy un salto. El bicho se aleja instintivamente. Desvelado, observo la gente que duerme plácidamente a mi alrededor, los animales que caminan entre las camas puestas a la intemperie para mitigar el calor y la luna llena que resplandece sobre el cielo del desierto. Exhausto tras las doce horas de viaje desde Addis Abeba, desorientado, me pregunto dónde coño estoy.

En el patio de la casa de Valerie Browning, como buen hogar afar, conviven los animales y las personas en igualdad de condiciones, sin barreras ni límites. Se meten en la cocina, en los baños, sin que a nadie parezca importarle. Y como se trata de una mujer con un enorme corazón, la morada de Valerie también sirve de refugio para todas aquellos que vienen en busca de ayuda, ya se trate de ancianos enfermos, de mujeres abandonadas o de niños hambrientos.

Apenas llegamos de la capital etíope, Valerie me dio una habitación para dejara los equipos, y me recomendó que situara la cama fuera, al aire libre, junto al resto de las personas. Lo que no me advirtió fue de la pasión de las cabras por mordisquear los resortes y de los avestruces por observar con curiosidad y descaro a los visitantes extranjeros. Sin contar la multitud de insectos que se dedicaban a caminarme amparados por la oscuridad.

Duermo poco en esta primera noche en Logya, un paupérrimo núcleo urbano de los afar. Aún estoy extenuado tras el largísimo periplo que me condujo por Madrid, Londres, Nairobi y Addis Abeba hasta llegar aquí, al medio de la nada, a esta tierra desértica perdida en la frontera con Djibuti y Eritrea. Después de un breve baño con un cubo de agua de color amarillento y con aroma a orines de camello, me dispongo a desayunar. Pan con leche, el menú típico de los afar. De la nada aparece mi compañero nocturno, el plumero con patas, dispuesto a llevarse un porcentaje de mi dieta. Sólo el auxilio de quienes están a mi lado, que se ríen abiertamente de mi reacción cobarde y poco decidida, logra desalentar al animal.

En esta primera mañana de estadía en casa de Valerie, minutos antes de que partamos hacia el terreno para llevar ayuda humanitaria a las víctimas del cólera, noto la presencia junto a la puerta de mi habitación de una joven callada, de rasgos bellísimos, que evita mirarme a los ojos, y que permanece inmóvil sobre una esterilla de yute.

Con el paso de los días iré descubriendo su historia. Su nombre es Asia. Tiene 17 años de edad. Como muchas otras mujeres afar, al tratar de dar a luz a su hijo, la infibulación que le practicaron cuando aún era una niña dificultó el parto, que fue terriblemente doloroso y extenso. Duró más de un día. Al final, fue tanto lo que cortó la partera tradicional que terminó con provocarle una fístula, por lo que Asia no sólo perdió a su hijo, sino que ahora tiene serios problemas para contener sus esfínteres.

Llegó a casa de Valerie hace unos días y está esperando a que le den turno en el hospital de fístula de Addis Abeba para irse a operar. Cada vez que regreso de filmar en el terreno siento una profunda tristeza al verla en silencio, sola, sentada en la misma posición, sobre esa esterilla manchada y que desprende un acusado hedor. Así que me acerco a ella. Le regalo unas galletas que he traído conmigo desde Nairobi. Le muestro en el ipod los vídeos que he hecho para 20 Minutos. Poco a poco va surgiendo entre nosotros una suerte de relación, no de palabras, porque hablamos idiomas distintos y venimos de mundos distantes, pero sí de cierta complicidad, de gestos. Se ríe cuando el avestruz viene a coger mi desayuno y yo lucho patéticamente por espantarlo (algo que sucede a diario). Con fascinación observa cada cosa que hago, desde limpiar los equipos hasta tomar apuntes en el cuaderno.

Más de 150 mil mujeres padecen fístulas en Etiopía. Se las produce principalmente la temprana edad a la que tienen a sus hijos y la malnutrición. Un problema que en Europa se erradicó hace ya dos siglos. Por fortuna, la familia de Asia no la ha desterrado de la aldea, como suele suceder tan a menudo. Estas mujeres están siempre acompañadas de un olor a orines y heces que la gente asocia en Etiopía con una maldición. Como consecuencia, las jóvenes son estigmatizadas y rechazadas en su comunidades, por lo que terminan suicidándose o mendigando en las calles.

Justamente antes de venir a la tierra de los afar, pasé un día con Becky Kiser, otra mujer extraordinaria, que acoge en su hogar a esta jóvenes tan golpeadas por la vida. Les brinda protección, afecto, educación y las acompaña al hospital para que sean operadas.

En la próxima entrada narraré su historia y la de aquellas mujeres solas y marginadas a las que ayuda.

El ángel de los afar

Valerie Browning llegó a Etiopía empujada por el hambre. Se encontraba en Australia, donde había terminado de estudiar enfermería, cuando una amiga le pidió que la acompañara para trabajar en el cuerno de África, donde miles de personas estaba perdiendo la vida como consecuencia de las sequías. Aunque al principio tuvo dudas, finalmente se sumó al viaje con la intención de brindar ayuda a esas gentes cuyas voces apenas encontraban eco en el mundo.

No se trataba de la hambruna que asoló a Etiopía en 1984, y que saltó a la primera plana de las televisiones mundiales debido a las campaña mediática emprendida por Bob Geldorf en el Reino Unido a través de Live Aid. Aquella terrible crisis alimentaria que Robert Kaplan retrata con todas sus paradojas en el fascinante libro “Rendición o hambre” (ediciones B), y que terminó con la vida de más de un millón de personas.

No, el viaje de Valerie tuvo lugar diez años antes, en 1974, otras de las tantas oportunidades del siglo XX en que los pobladores del norte de Etiopía se encontraron al borde de la inanición. Hecho este, descrito por un revelador documental de la BBC, que daría la excusa a un grupo de militares etíopes para levantarse contra la figura despótica y retrógrada del emperador Haile Selassie, que sería depuesto y ejecutado a los 83 años de edad.

Así comenzó la prolongada e intensa relación de Valerie con la realidad del Cuerno de África. Trabajaría en las labores de ayuda humanitaria en Sudán, durante el conflicto entre el norte y el sur. Viajaría de forma ilegal a Addis Abeba, en plena era del terror rojo de Mengistu Haile Mariam – el militar que se situaría al frente del gobierno etíope tras la caída de Haile Selassie – para recavar datos sobre sus amigos que habían desaparecido como consecuencia de la represión. Una información que luego entregaría personalmente a en las oficinas londinenses de Amnistía Internacional, en el año 1978.

Pero sus lazos con la región se hicieron indelebles en 1993, cuando conoció a un líder afar, Ismael Ali Garde, del que se enamoró profundamente y con el que tuvo una hija: Aisha. Tras pasar enormes penurias en Djibuti, durante la guerra civil, sentaron residencia en Etiopía, ya que el régimen pro soviético de Mengitsu había caído en 1991. Juntos crearon una asociación para el desarrollo y el bienestar de los nómadas afar, bajo el nombre de Afar Pastoralism Development Association (APDA). Desde entonces ha luchado con ahínco por la prosperidad de este pueblo. Ha organizado campañas de vacunación, escuelas, centros de atención médica. Los afar la llaman Malika, que en su idioma quiere decir «ángel».

Gracias a su gestión logro sumergirme en las fascinante, y a la vez desgarradora, realidad de los afar. Paso los primeros días en su casa. Y la acompaño en sus misiones al desierto, visitando a las familias nómadas que se enfrentan a la sequía, el hambre y el cólera. Después me dará un guía para que pueda explorar por mi cuenta el desierto.

Million, el conductor que contraté en Addis Abeba, un amhara, se muestra tan deslumbrado como yo ante la vitalidad y el compromiso de Valerie. “Parece la Madre Teresa”, me dijo un día durante el desayuno. Y es cierto, con su rostro de mejillas hundidas, ya que ha perdido varios dientes debido a las duras condiciones en las que vive, su ojos rodeados de arrugas y su infatigable voluntad de sacrificio, tiene un aire a la monja albana que tras la hambruna bengalí de 1943 comenzó a recoger a moribundos de las calles de Calcuta.

Eso sí, Valerie carece de vocación mística alguna. Se muestra como una persona de un humor fino, por momentos afilado, bastante iconoclasta y enfrentada al poder, ya sea terrenal o celestial. Una y otra vez me repite que lo que único que desea es justicia para los afar, que el mundo los deje de considerar como un pueblo violento y atrasado, y que el gobierno central etíope termine su política de indiferencia y expolio. “Esta gente, que vive aquí desde hace cientos de años, se merece una vida mejor”, me repitió en varias ocasiones.

Agónica despedida del desierto

Me despierto sobresaltado. Veo a mi lado al conductor que maniobra bruscamente. Las luces de nuestro todoterreno iluminan a los coches que vienen en el sentido contrario, a las acacias que flanquean la carretera. Progresivamente perdemos velocidad. Nos sigue una suerte de traqueteo: el caucho del neumático reventado que una y otra vez se estampa contra el pavimento.

Parece como si algo tirase de mí y no me dejase salir de la tierra de los afar. Esta mañana el motor del coche que se negaba a arrancar, lo que demoró la partida hasta bien entrada la tarde. Después, un problema con el sistema eléctrico. Y ahora la rueda que, seguramente extenuada tras esta semana de travesías por el desierto, ha decidido dar por terminar su labor.

El conductor hace autostop y parte en un camión que viene de Djibuti en busca de ayuda. No sabemos bien dónde estamos. Sólo que nos encotramos en medio del desierto, y que aún varias horas de viaje nos separan del destino final: Addis Abeba.

Espero sentado junto al todoterreno, en esta tierra asolada por la miseria y la violencia. Escucho el susurro del viento que, seco y abrasador, corre por la arena. Me pego al coche para no llamar demasiado la atención de los eventuales conductores que pasan por la carretera.

Recuerdo lo vivido a lo largo de estos días de viajes por el desierto junto a los pastores afar. Esos hombres de dientes afilados, cabello en tirabuzones, que caminan orgullosos con sus enormes cuchillos en la cintura y sus fusiles AK47 colgando del hombro. A pesar de lo que se ha escrito sobre la beligerancia de este pueblo, lo cierto es que me recibieron con calidez y generosidad. Y que descubrí en ellos a una gente sufrida, acosada por el hambre, por el cambio climático, por el cólera y por la indiferencia del gobierno central etíope.

Una vida dura, a la intemperie, en un desierto en que las temperaturas pueden alcanzar los cincuenta grados, sin más alimentos que leche, pan y un poco de carne. Después de haber compartido su realidad durante apenas una semana me siento exhausto, deseoso de volver a un lugar limpio, acogedor, aunque sea Addis Abeba, que en mi imaginación vislumbro como la meca de la civilización, y no como la ruinosa capital del quinto país más pobre del mundo, así como el rancio y desvencijado hotel Imperial que saboreo como si se tratase del mismísimo Raffles de Singapur.

Cuatro horas de espera. El chofer aparece en una camioneta. Nos cambian la rueda. Los problemas con las luces, al igual que la lluvia, demorarán nuestra llegada a Addis Abeba, que tendrá lugar al alba. Una agónica despedida del desierto.

Escribo estas palabras en el hotel mientras me preparo para tomar el vuelo que me llevará a Kenia y luego a España. Una vez de regreso en Madrid comenzaré a escribir sobre estos días con los afar. Una experiencia fascinante, dura y aleccionadora.