“Estamos preparando nuevos proyectos para que los afar puedan prosperar. Pero esta emergencia nos obliga a centrarnos en la ayuda humanitaria más que en el desarrollo”, me dice Valerie Browning, a quien le pregunto también por la infibulación, la peor forma de mutilación genital femenina, que implica coser los labios de la vagina de las jóvenes. “En algunos años hemos conseguido que disminuya notablemente. Son los líderes religiosos los que nos están ayudando a educar a la gente, los que explican que el Corán se opone a esta práctica. Con su apoyo esperamos que dentro de poco desaparezca por completo de nuestra comunidad”, me responde.
Tras acompañar durante varios días a Valerie a través del desierto, en una labor que me despierta honda admiración, parto por mi cuenta, con el todoterreno que he alquilado en Addis Abeba, para descubrir la realidad de los afar.
Junto a Million, el chófer, y un guía que nos asigna Valery, Mohamed, recorremos la planicie sedienta, paupérrima, asolada por las tormentas de arena, por temperaturas que alcanzan los cincuenta grados, y a través de la cual las familias nómadas se desplazan en procura de alimento para su ganado. El vasto territorio que conforma la frontera que separa a Etiopía, Eritrea y Djibuti.
Me sorprendo al encontrar una fauna de los más variada: perdices, gacelas, monos. Pero lo que más perplejidad me produce es la aridez de cuanto territorio fatigamos. Y me hace preguntarme cómo es que los afar sobreviven desde hace siglos en esta tierra pedregosa y estéril.
Damos con algunas familias que parecen salidas de relatos bíblicos. Llevan semanas caminando por el desierto en busca de fuentes de agua, pues la sequía que asola esta región como consecuencia del cambio climático ha cambiado la lógica por la que antes se guiaban y lograban subsistir.
Los veo amontonarse en torno a los pocos pozos que aún tienen algo de agua. Observo cómo las familias dejan a sus espaldas a los animales muertos, y luchan por levantar a los que aún quedan con vida, por empujarlos para que sigan adelante, incluidos los camellos, que son la base de su supervivencia, ya que les brindan la leche, base de su alimentación.
Hasta ahora he escrito de todos los chóferes y guías con los que he trabajado para dar vida a Viaje a la guerra, con afecto y gratitud. Ya fuera Kayed en Gaza, Fadhi en Líbano o Cícero en las favelas de Brasil. Lamentablemente, Million es la excepción. Tenía deshinchada la llanta de repuesto, un descuido que nos obligó a pasar buena parte de la noche en el desierto, a merced de cuánto grupo armado pudiera haber en la zona.
Después, el Toyota Landcruiser, que se suponía que estaba en buenas condiciones, según me aseguró en Addis Abeba antes de salir hacia la tierra de los afar, no hacía más que romperse. Primero el sistema eléctrico, después la dirección. Esto nos obligó a perder valiosas horas de trabajo, a pernoctar en pueblos olvidados, a buscar una y otra vez talleres mecánicos.
Cuando estábamos en la carretera principal no había demasiados problemas. El tráfico fronterizo de camiones que viajan desde las tierras altas de Etiopía hacia el Mar Rojo, cargados de contenedores, ha dado vida a un rosario de asentamientos donde podíamos encontrar ayuda, más allá de que se trataba de lugares en los que predominaban los burdeles de mala muerte y las tiendas de contrabando.
Pero fuera de allí nuestras constantes averías resultaban penosas y extenuantes. Algo positivo del tedio de tener que empujar a todas horas el coche, de no saber si íbamos a llegar al próximo destino, fue que dormí en los lugares más insólitos. En algunas ocasiones con los nómadas afar. En otras, en pueblos apenas habitados, junto a la puerta de un restaurante o dentro del coche.
Oportunidades que aproveché para conversar con Mohamed, un joven de 28 años, refugiado, que había escapado del gobierno dictatorial de Eritrea para acabar en Logya, trabajando junto a Valery Browning como maestro en APDA.
Bajo las estrellas, Mohamed me explicó en profundidad cómo es la cultura afar, tan desconocida para los occidentales. El por qué de la infibulación, el mito de la castración de los enemigos, sus rituales guerreros, el valor del ganado, la concepción que tienen del islam. Una cultura fascinante que espero que logre sobrevivir al momento crítico, de marginación y olvido, en el que se encuentra.
El final de viaje fue agónico, parecía que no íbamos a llegar más a la capital de Etiopía, donde me esperaba el vuelo de regreso a España. Por una parte me sentía deseoso de dejar atrás el calor extremo del desierto, la dieta a base de enyera, pan y leche, los improvisados lechos polvorientos, en los que se dedicaban a recorrerme por el cuerpo toda clase de insectos.
Pero también sentía deseos de conocer mejor a los afar. Y experimentaba cierta culpa, como ya me ocurrió en Gaza, en Sudán y Uganda, de dejar a mis espaldas a una gente me había recibido de forma generosa, hospitalaria, y que estaba atrapada en una situación extremadamente dolorosa e injusta.