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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Un muro para las favelas de Río de Janeiro

En este blog hemos dedicado varias entradas a reflexionar sobre los numerosos muros que durante los últimos años han ido surgiendo en el planeta y también hemos conocido de primera mano la vida detrás de la barrera racial y de ocupación en Cisjordania y en algunas de las favelas más violentas de Río de Janeiro. Es en estas últimas es donde ahora se ha anunciado que se levantarán nuevas paredes de ladrillo y cemento para la división y la exclusión.

Tras la desaparición del Muro de Berlín, muchos de los obstáculos comerciales y políticos que dividían al mundo fueron cayendo rápidamente. La llamada “aldea global” comenzaba a percibirse más unida e integrada que nunca, también gracias a la revolución en los medios de comunicación de masas. Paradójicamente, al tiempo en que la globalización extendía sus efectos, sobre todo financieros y comerciales, un rosario de muros fue surgiendo a modo de respuesta.

El escritor uruguayo Eduardo Galeano describe así esta realidad:

El Muro de Berlín era la noticia de cada día. De la mañana a la noche leíamos, veíamos, escuchábamos: el Muro de la Vergüenza, el Muro de la Infamia, la Cortina de Hierro… Por fin, ese muro, que merecía caer, cayó. Pero otros muros han brotado, siguen brotando, en el mundo, y aunque son mucho más grandes que el de Berlín, de ellos se habla poco o nada.

En la historia no faltan antecedentes de barreras artificiales. La Gran Muralla China, construida sobre todo a partir del siglo XIV para mantener apartadas a las tribus del norte hasta la conquista de los manchúes en el siglo XVII. El muro de Adriano, de 4,50 metros de alto y 117 kms. de longitud, evitó que las tribus escocesas sembraran el caos en la Britania romana desde el año 122 hasta el 367. El infame muro que rodeaba a los 400 mil judíos hacinados en el gueto de Varsovia. El muro de Leda Street, que apartaba a grecochipriotas de turcochipriotas en el corazón de Nicosia.

Pero lo que llama la atención y debería mover a una honda reflexión son las barreras que han surgido en las fronteras de este mundo que se dice «globalizado»: entre EEUU y México, Marruecos y Argelia, Zimbabue, Sudáfrica y Botsuana, Arabia Saudí y Yemen, Arabia Saudí e Irak, Turquía y Siria, India y Paquistán, Brasil y Paraguay, España y Marruecos. Y dentro de territorios no limítrofes en Cisjordania, Brasil, Irak…

Muros, vallas y barreras de toda índole que nos dividen, que hablan tanto de las hirientes diferencias sociales de este mundo en el que mil millones de personas viven con menos de un euro al día y 2.800 millones lo hacen con menos de 2 euros, como de la falta de solidaridad, de tolerancia, de empatía, de ver con los ojos abiertos los desafíos de nuestro tiempo, y del racismo y la intolerancia. El muro como negación del otro y sus circunstancias, como postergación de problemas políticos.

Como escribe Charles Bowden en National Geographic:

“En cualquier lugar del mundo las fronteras generan violencia, la violencia fomenta la aparición de vallas y, ocasionalmente, las vallas se convierten en muros. Es entonces cuando la gente reacciona, porque un muro transforma una distinción social en un puñetazo en plena cara… porque dicen cosas negativas sobre nuestros vecinos, y sobre nosotros mismos. Se construyen por dos motivos: el miedo y el afán de control” .

En la próxima entrada del blog conoceremos más en profundidad los detalles del muro destinado a las favelas, y reflexionaremos sobre sus posibles repercusiones…

El español está «maluco» (despedida de Río de Janeiro)

Tras un par de buenas vitaminas mistas en lo de Joao, retornaba al hotel, donde me solía sentar en la recepción para descargar las fotos de la cámara y luego escribir el blog o editar los vídeos. Casi siempre trato de buscar lugares concurridos a la hora de plasmar las impresiones de lo vivido – cafés, restaurantes, recepciones – para mitigar así la sensación de soledad.

Como comenté antes, la mayoría de los empleados del hotel eran moradores de la favela Rocinha: Eduardo, Israel, Domingo. Mientras trabajaba allí, sentado en un sofá, se acercaban para ver las fotos y los vídeos a medida que iba dando forma al blog. Me interesaba saber su opinión sobre lo que estaba haciendo. Contrastar mi impresiones con ellos para comprobar si no estaba demasiado desorientado.

Curiosamente, cuando veían las imágenes de los tiroteos en el complexo do Alemao o de las armas en Acarí, se sorprendían. Israel siempre llamaba emocionado a sus compañeros: «Venid a ver lo que ha hecho el español maluco«. Maluco, que quiere decir «loco», era el cariñoso sobrenombre con el que me habían bautizado.

También solían estar pendientes cuando partía cada mañana, me preguntaban a dónde iba. Y, cuando regresaba, siempre querían saber qué tal me había ido. De algún modo esto me hacía sentir protegido. Si me pasaba algo, si no volvía, alguien al menos lo habría notado.

No entendía bien por qué les costaba comprender que yo quisiera ir a las favelas, ya que para ellos es la realidad habitual, el día a día en el que han nacido, se han criado y al que regresan cuando terminan el horario en el hotel. Supongo que les llamaba la atención que alguien deseara sumergirse de forma voluntaria en ese mundo.

Aunque la perspectiva de las favelas que he brindado a lo largo de estas semanas ha sido la del narcotráfico y las armas, lo cierto es que la realidad de estos barrios marginales es gente como Eduardo, Israel, Domingo o Joao, que bajan cada día a trabajar a la ciudad, que luchan con ahínco y honestidad por sacar adelante a los suyos. Ellos son la favela, humildes asalariados que intentan estar lo más cerca posible de las fuentes de empleo, y que sufren más que nadie la violencia tanto de los traficantes como de la policía.

El único empleado que no parecía alarmarse porque cada día fuera a estos barrios marginales era Franklin, el recepcionista que durante las tardes estaba al frente del mostrador de este modesto hotel de tres estrellas. No se preocupaba como el resto y observaba los vídeos y las fotografías con interés pero sin atisbo alguno de sorpresa.

Deduzco que esto se debe en primer lugar a que el hijo de Franklin, que reside en Barcelona, es periodista, así que comprende cómo es esta profesión (bueno, también algún colega me llamó español maluco en las favelas, pero esa es otra historia). En segundo lugar, al hecho de que este hombre corpulento, imponente tras el mostrador del hotel, fue soldado durante su juventud, por lo que un tiroteo no lo conmueve demasiado.

Cuando era adolescente, Franklin, que es judío, abandonó Brasil y se fue a Israel con el sueño de comenzar una nueva vida. Estuvo allí diez años. Luchó en la Guerra de los Seis Días y en la de Yom Kippur. Con él mantuve larguísimas conversaciones sobre Israel y Palestina. Le conté que estuve en Gaza el año pasado y que escribí un libro que saldrá a finales de mayo.

Todo un privilegio escuchar hablar a Franklin, un testigo privilegiado de la historia reciente de Oriente Próximo, uno de sus protagonistas. Me contó con lujo de detalle cómo habían sido las operaciones militares, y cómo las había vivido.

Su visión de Israel es muy crítica. Cree que la ocupación de los Territorios Palestinos, en la que él participó, fue un grave error. Y no tiene buenos recuerdos de aquellos años. «Di lo mejor de mi vida, mi juventud, por una causa errónea», me dijo. Volvió una vacaciones a Río de Janeiro, se enamoró y decidió que se quedaba en Brasil.

Franklin, que es un apasionado de la cultura judía, me narró cómo los primeros inmigrantes llegaron a Brasil. Me dijo que en Río de Janeiro hay 30 mil y que en Sao Paulo hay 160 mil. Y me habló de sus tradiciones. Otra de las piezas que, junto a la aportación árabe de la que escribía ayer, y sumada a los elementos europeos, africanos y aborígenes, conforman el colorido y diverso mosaico de la cultura brasilera.

Este país vasto y apasionante que desde el Amazonas del caucho y los indígenas, pasando por la Bahía negra y sincrética de Jorge Amado, avanza espléndido, con infinidad de caras y matices hasta el sur gaucho de los inmigrantes italianos y alemanes rubios de ojos celestes.

Editar vídeos en un ordenador portátil suele ser una tarea infructuosa. La cantidad de información que maneja hace que se cuelgue y que una y otra vez lo tenga que volver a encender. También locutar sin micrófono, usando una grabadora digital, y subtitular sin un programa específico hacen que el proceso sea lento, además del tiempo que la información tarda en subir a Internet. Por eso, los días que tocaba vídeo sabía que me esperaba una larga noche de trabajo.

Pero cuando se trataba de texto y fotos terminaba relativamente temprano. Feliz, entraba al estacionamiento del hotel, cogía mi bicicleta y salía a pedalear por Ipanema, Leblón, Copabacana, Leme y Botabogo, de punta a punta, escuchando música, disfrutando del atardecer en el Atlántico y de los últimos reflejos del sol sobre los morros.

En las playas, que están iluminadas por potentes reflectores, la gente jugaba al baloncesto, al fútbol. Tras otro día de trabajo, una escapatoria a la tensión y el ajetreo bajo la mirada de ese Cristo Redentor de abrazo eterno y generoso, como el que esta ciudad regala a cada uno de sus visitantes.

Ha sido uno de los aspectos más gratificantes de la estadía en Río de Janeiro: estos paseos vespertinos en los que yo también podía olvidarme un poco de todo. A la hora de tomar la decisión de partir me costaba renunciar a estos momentos que sólo puedo describir como extraordinarios y que no tuve en lugares como Gaza, Líbano o Sudán.

Un zumo para Hernández (despedida de Río de Janeiro)

Ante la inminencia de la partida, continúo con la crónica de mi vida cotidiana en esta apasionante ciudad. Sigo adelante con la descripción de las personas y lugares que fueron durante estas semanas mis referentes, mis asideros, el conjuro para enfrentar la soledad, para hacerme sentir que de algún modo he formado parte de esta realidad, en la estimulante y aleccionadora labor que ha sido la inmersión en el universo de las favelas cariocas.

Cícero me dejaba cada tarde en el hotel de Copacabana con su habitual «Patrón, ¿mañana a qué hora?». Yo subía a la habitación, tomaba una ducha, me cambiaba, ponía en marcha el ordenador y, tras un breve repaso a los correos electrónicos, me dirigía siempre a la misma tienda de zumos, situada a media manzana.

Es una de las características de Río de Janeiro que más extrañaré: la profusión de locales que te ofrecen zumos y batidos recién hechos con las frutas más diversas. En cada esquina parece haber uno. En el que yo iba cada tarde trabajaba Joao, un joven de 32 años, padre de dos hijos, también nordestino. Apenas me sentaba en uno de los taburetes, Joao, que conocía mis preferencias, levantaba el pulgar. Yo le hacía un gesto afirmativo con la cabeza. Y él se daba vuelta para ordenar a viva voz :»Uma vitamina mista sem açúcar para Hernández!».

Aprovechaba aquella suerte de merienda para releer los periódicos y para conversar con Joao. Al igual que buena parte de los empleados del hotel, vivía en la favela Rocinha. Interesante escuchar sus crónicas sobre la existencia cotidiana en este barrio del que se sentía muy orgulloso de formar parte. Siempre me hablaba de lo vibrante que era la convivencia allí, de la calidez de la gente, de la solidaridad. Relaciones que consideraba de una lógica distinta a la del resto de la ciudad.

Al igual que Cícero, Joao parecía portar una sonrisa indeleble, perpetua, a prueba de adversidades. Estaba de constante buen humor, en un rasgo que creo que es el que mejor define a los brasileros – con lo poco riguroso que resulta generalizar – que ya desde la forma en que te saludan, Oi, tudo bem?, dan la impresión de estar movidos por un optimismo invencible. Y eso que el trabajo de Joao no era sencillo de sobrellevar. Lo encontraba allí, detrás del mostrador, desde primera hora de la mañana hasta entrada la noche, sin pausas, de lunes a sábado.

Además de apasionado por el fútbol, a Joao le gustaban mucho las mujeres, y, al menos delante de mí, no hacía esfuerzo alguno en disimularlo. Eso sí, nuestros parámetros estéticos no coincidían. A él le encantaban las mujeres corpulentas, exuberantes, bien entradas en carne.

Sobre todo los fines de semana, cuando el desfile de personas hacia la playa era constante, sus ojos se alejaban de las frutas y los bocadillos para clavarse en los cuerpos de las bañistas que caminaban hacia la arena. «Míra esa, mírala, qué belleza Hernández», me decía con la mandíbula inferior sutilmente desencajada, mientras seguía el cadencioso andar de una mulata de curvas generosísimas que, ataviada con plataformas y minifalda, avanzaba candenciosamente sacudiendo los baldosones negros y blancos que tapizan las aceras de Copacabana.

Un aspecto extraordinario de Brasil, y del que quizás deberíamos aprender, es lo cómoda que la gente parece estar con sus cuerpos. No importa la edad, el peso, la formas, hombres y mujeres lucen despreocupados diminutos trajes de baño.

Joao colocaba la vitamina mista sobre el mostrador. Con deferencia quitaba el papel a una pajita y me la entregaba. Como conocía mi adicción a los zumos, acto seguido me preguntaba: «Mais uma Hernández?» Y yo le decía que sí mientras me entregaba a esa fantástica combinación de frutas tropicales con leche y sin azúcar.

De acompañamiento solía ponerme una efiha de carne, que es una empanadilla de origen árabe, legado de la presencia de tantos millones de inmigrantes libaneses en esta vasta nación. Si hay algo que también define la cultura de un país es su acervo culinario. Y el mostrador del local en el que estaba empleado Joao presentaba una variedad de aromas, colores y sabores que hablan de la riqueza de tradiciones y costumbres sobre las que se ha forjado Brasil.

Tras media hora en el local, volvía al hotel para ponerme a escribir. “Adiós Hernández, hasta mañana”, me decía Joao sonriente. En cuarenta días no logré que pronunciara bien mi nombre. Algunos días me llamaba «Hernández» otros «Hernando» o “Fernando”. Como a otros brasileros, Hernán se le quedaba atravesado, quizás por una cuestión fonética o de falta de costumbre. “Adiós amigo Joao”.

Cícero, un conductor entrañable y despistado (despedida de Río de Janeiro)

Este blog nació con la vocación de dar voz a las víctimas de la violencia en algunos de los lugares más convulsos y caóticos del planeta. Pero también como una suerte bitácora personal, de diario de viaje. Quizás sea por deformación profesional, pero me ha costado centrar la mirada en mi universo más próximo, y la mayor parte de las entradas han seguido la forma clásica del reportaje o la crónica. Eso sí, con un narrador situado en un primer plano.

Ya que la cuenta atrás se ha puesto en marcha y estoy a punto de partir de Río de Janeiro, he decidido que voy a describir a todas aquellas personas y lugares que construyeron mi realidad cotidiana a lo largo de los cuarenta días que llevo en esta ciudad. Una suerte de homenaje a esta urbe tan maravillosa y a su habitantes que me acogieron con enorme calidez y generosidad.

Vivir en la ruta es una experiencia apasionante. No hay dos días iguales. Y cada rincón, cada encuentro, alberga la promesa latente de un descubrimiento, de una lección que aprender.

Lo que sí resulta complicado de sobrellevar en esta existencia nómada y errática es la soledad. Por eso apenas llego a un nuevo destino busco rutinas, caras y lugares que me hagan sentir que de algún modo estoy acompañado, que formo parte del mundo en la que me acabo de sumergir. Y lo cierto es que, cuando llega la hora de la partida, como sucede en este mismo momento, experimento cierta tristeza.

Empiezo por Cícero, el hombre que me llevó en su coche a hacer cada uno de los reportajes. De los conductores con los que he trabajado en los últimos tiempos, sin dudas, uno de los más curiosos y entrañables. Todo un personaje. Esta foto, que forma parte de mi álbum personal de Río de Janeiro, la tomé en la favela Acarí, mientras filmaba a los niños jugando al basket da rua. A pesar de que estábamos rodeados de traficantes armados, Cícero permanecía tranquilo, impasible. Una leve sonrisa dibujada en el rostro.

Cícero acaba de cumplir 60 años de edad, al igual que mi padre. Vive en el barrio da Pena, junto al complexo do Alemao. Está casado y tienes dos hijos. El varón es recepcionista en el hotel Sheraton. Su hija es secretaria.

Lo conocí por casualidad. Cuando encendí la televisión y vi que la Policía Federal había entrado el complexo do Alemao con varios carros blindados, bajé a la calle y detuve al primer taxi que pasaba. Coincidencias de la vida, Cícero conocía la zona a la perfección, por lo que me sentí seguro en sus manos.

Aquel día me esperó a pocas manzanas de donde tenían lugar los tiroteos. Recuerdo que en un momento bajé para coger un paquete de pilas que había dejado en el coche y lo encontré allí, de rodillas frente a su viejo Volkswagen amarillo, arreglándole los faros delanteros. Tan concentrado estaba en su labor que permanecía indiferente a la balacera.

Supongo que era su forma de matar el tiempo, de hacer frente a las horas de espera, ya que cada vez que lo iba a buscar lo encontraba comprometido en alguna tarea relacionada con su coche. Una vez puliendo los paragolpes; otra con el capó levantado, cambiando los fusibles.

No es que el Volkswagen funcionara de maravillas. Al contrario, las ventanillas traseras se trababan todo el tiempo, la radio se apagaba sola justo cuando iban a pasar una noticia importante. Cícero, que llevaba más de quince años trabajando con aquel mismo taxi, parecía estar tratando de evitar un naufragio. Eso sí, lo hacía con parsimonia y dedicación, con su característica media sonrisa dibujada en el rostro, como quien se dedica a lavar el coche una tarde de domingo.

Ya comenté en alguna ocasión que también me sorprendía lo informado que estaba. No sé si se debe a que solía conversar con la gente del barrio mientras me esperaba, o por la crónicas que escuchaban en la tan poco fiable radio, pero cada vez que volvía a su lado parecía tener datos más precisos que yo (que había estado dentro de la favela con los policías y con el resto de los periodistas). A pesar de su aspecto despistado, de su aire perdulario, Cícero sabía en todo momento qué estaba ocurriendo.

– Cuatro heridos, patrón – me dijo una vez.

– Pensé que eran tren heridos. Y no me diga patrón Cícero, que podría ser mi padre.

– Sí, sí patrón, cuatro heridos: un motociclista, una maestra, un comerciante y un niño.

Después volvía al hotel y, en Internet, confirmaba que lo que me había dicho era correcto.

Otro rasgo característico de Cícero era su pésima orientación. Cuando íbamos al complexo do Alemao no había problema, pues se trataba de su zona. Pero si nos dirigíamos a cualquier otra favela estaba escrito que en algún lugar del trayecto nos íbamos a perder.

Sucedió la primera vez que fuimos a Acarí. Le pasé el móvil para que hablara con nuestro contacto, que le dio las indicaciones: “Avenida Brasil, pasarela número 24”. No era difícil de encontrar. Sin embargo, llegamos una hora tarde, pues estuvo dando vueltas despistado por otras favelas vecinas.

Me llamaba la atención que a lo largo del trayecto me había estado hablando de lo peligroso que era lugar. Y ahora, que vagábamos sin rumbo, no parecía tener miedo. Bajaba la ventanilla, preguntaba a la gente: “¿Dónde está la pasarela número 24?”. En el asiento trasero yo intentaba hacerme invisible. El bolso con la cámara de fotos escondido entre las piernas. Cuando finalmente dimos con la entrada de la favela Acarí, y los traficantes salieron a darnos una cálida bienvenida con sus fusiles 762 apuntando hacia nosotros, Cícero se mantuvo tranquilo. También nos perdimos cuando fuimos a Maré y Ciudad de Dios.

A Cícero le gustaba hablar. De cada favela a la que íbamos me contaba mil historias. Ninguna de ellas demasiado tranquilizadora. Para conjurar el temor, yo tomaba apuntes de todo lo que me decía. Aunque a veces, con su cerrado acento nordestino, la radio a todo volumen y el tránsito, me costaba entenderle.

– Patrón, en esta favela manda el traficante Fernandinho, que cuando necesita dinero manda a sus hombres a que corten la carretera y secuestren coches.

– Ah, eso me deja muy tranquilo. Y no me diga patrón Cícero.

– No se preocupe patrón, hace unas semanas que no bajan a robar.

Supongo que será consecuencia del paso de los años, pero la verdad es que últimamente me suelo quedar dormido en cualquier parte, especialmente tras un largo día de trabajo. Tanto en Gaza como en Líbano y aquí mismo en Brasil, he seguido la costumbre de tumbarme en el asiento trasero y entregarme a una fugaz siesta antes de llegar al hotel y ponerme a escribir el blog. El coche de Munir, una descascarada limusina Mercedes Benz, ha sido hasta el momento la mejor de las camas que he tenido. Toda una suite de las ruinosas carreteras palestinas.

Cícero que, a pesar de su aire perdulario es muy observador, me decía cuando terminábamos de trabajar:

– Usted no se preocupe patrón, tírese atrás y descanse, que yo lo llevo al hotel sano y salvo.

– Cícero, ya le dije que no me diga patrón.

– No se preocupe patrón, usted descanse, que tenemos un largo viaje.

Cuando llegábamos a la puerta del hotel me despertaba con suaves golpes en el hombro. “Patrón, ¿mañana a qué hora comenzamos?”, me preguntaba sonriente.

Continúa…

Morir para contar: encuentro con el hijo de Tim Lopes

Tras haber estado en dos ocasiones en la favela en que perdió la vida el periodista Tim Lopes, y tras haber recogido numerosos testimonios sobre los trágicos acontecimientos que lo llevaron a la muerte, finalmente me dirijo a ver a su hijo, Bruno Quintella.

Nos encontramos en el restaurante Garota da Gávea, donde solía comer con su padre cada domingo. Bruno es un joven de estatura mediana, fornido, con los brazos tatuados. El rostro es calcado al de Tim, ancho, cordial, aunque con unos grandes ojos verdes, heredados seguramente de su madre.

Por momentos me habla de forma atropellada, abusando de la jerga local, lo que me obliga a pedirle que me repita las respuestas. Eso sí, se expresa con generosidad, sin eludir ni una sola de las preguntas aunque se trata indudablemente de un tema doloroso.

«Tenía 18 años cuando mi padre desapareció. Acababa de regresar de EEUU, donde había estado estudiando durante un año, y me estaba preparando para dar el examen de entrada a la universidad de periodismo», me explica. «Trabajaba en una tienda de ropa para ganar dinero. Cuando salía, los domingos, me encontraba aquí para comer con él».

Recuerda que el viernes que precedió a la muerte de Tim conversaron sobre el reportaje que estaba filmando, también en una mesa de Garota da Gávea. Le dijo que tenía que volver a la favela porque necesitaba captar una imagen más para poder terminar.

“Era conciente del riesgo que corría, pero quería denunciar los abusos a menores en los bailes funkies y la ausencia del estado en las favelas. Los propios moradores, preocupados por sus hijos, lo habían llamado”. Según la TV Globo, Tim ya había estado allí en cuatro oportunidades. Dos de ellas con la cámara oculta.

Al día siguiente, sábado 2 de junio de 2002, se volvieron a encontrar. Su padre le llevó el cheque para que pagara la cuota de la academia en la que preparaba el examen a la universidad. Fue la última vez que se vieron.

Horas después Tim Lopes se subió a un coche de la TV Globo que lo llevó a la favela Vila Cruzeiro para asistir al baile organizado por los narcotraficantes. Vestía unas bermudas, una vieja camisa amarilla y sandalias. Llevaba el equipo de filmación escondido en una riñonera. Entró pasadas las ocho de la tarde. Se suponía que debía salir dos horas más tarde. El conductor lo aguardaba en la entrada a la favela.

“El domingo jugaba Brasil contra Turquía en el Mundial de Corea y Japón. El partido era a las seis de la mañana. Lo vi con unos amigos y volví a casa a las nueve de la mañana. Todo el mundo celebraba que habíamos ganado”, afirma Bruno. “Me levanté a las siete de la tarde. Salí de la habitación y descubrí que en casa había mucha gente. Durante un instante me alegré de que estos amigos estuvieran allí, pero luego comprendí que algo malo debía haber sucedido. Cuando llegué al salón justo estaban pasando en el telediario la imagen de mi padre, decían que había desaparecido”.

Lo primero que pensaron fue que lo habían secuestrado, o que por alguna razón Tim se había quedado escondido en la favela. Marcelo Moreira, jefe de reportaje de la TV Globo en Río de Janeiro, declaró que cuando el conductor del coche llamó a la redacción para avisar de la ausencia de Tim le dijeron que esperara hasta las doce de la noche. Y fue recién a las cuatro de la mañana, cuando Moreira se dirigió a la emisora para ver el partido, que dio la voz de alarma sobre lo que había sucedido.

La opinión pública brasilera se conmocionó ante la desaparición de Tim. Bruno no quiso dar entrevistas pero sí escribió una carta dirigida a su padre “como si aún estuviera vivo”.

“El presentador del telediario la leyó al aire. Cuando estaba terminando la cámara se abrió y detrás de él estaban todos sus compañeros vestidos de negro, con una foto enorme de mi padre al fondo”, me dice. “Me emocioné más por eso, por ver cómo lo quería la gente, que porque leyeran la carta”.

Tras una semana de intensa búsqueda en la favela, durante la cual las autoridades nacionales y locales se acusaron de ineficiencia, la policía anunció que Tim Lopes había sido asesinado.

Las declaraciones de dos traficantes detenidos, Fernando Sátiro da Silva, alias “Frei”, y Reinaldo Amaral de Jesus, alias “Cabê”, resultaron decisivas. Según ellos, Tim fue identificado como el autor del reportaje “Feirao do Po”, en el que denunciaba con cámara oculta cómo se vendía abiertamente droga en la favela, y por el que varios criminales entraron en prisión.

La coautora del reportaje, que les valió el premio Esso, Cristina Guimaraes, vive ahora escondida. Según ella “el asesinato de Tim Lopes fue una muerte anunciada”. Cristina, que tiene 38 años, pidió la baja en TV Globo alegando que la empresa no le ofreció protección cuando fue amenazada de muerte.

Ângelo Ferreira da Silva, arrestado el día 13 de junio, confesó que estaba en el coche que habría transportado a Tim de Vila Cruzeiro a la favela Grota, donde estaba Elías Maluco. Según dijo, el periodista se encontraba atado y herido de bala cuando fue subido al coche. Relató las escenas de tortura por la cual pasó el periodista, pero dijo que no estaba presente cuando murió.

Por su parte, Elizeu Felício de Souza, alias “Zeu”, detenido el 14 de junio, y considerado uno de los guardias de Elías Malucos, confesó que compró gasolina en una estación de servicio cerca a la entrada de la favela Nova Brasília, que integra el Complexo do Alemão. Zeu declaró haber entendido que un enemigo del Comando Vermelho iba a ser quemado.

“El cuerpo de mi padre tardó diez días en aparecer”, señala Bruno. “Cuando lo encontraron, el 12 de junio, tuve que ir al laboratorio para que me tomaran una muestra de ADN”.

La muerte de Tim Lopes creó una gran controversia en torno a la seguridad de los periodistas en Brasil. Se puso en juicio la decisión de TV Globo de enviarlo sin protección alguna a la favela. (Sus reporteros, con quienes he coincidido en varias ocasiones, ahora tienen prohibido entrar a las favelas).

“El error fue de los dos. Mi padre porque se podría haber negado pero aceptó. La TV Globo por haberlo enviado allí”, sentencia Bruno.

El verdadero nombre de Tim Lopes era Arcanjo Antonino Lopes do Nascimento. Samuel Wainar, propietario de la revista Domingo Ilustrada, donde Tim obtuvo su primer empleo, le cambió el nombre diciendo que lo encontraba parecido al músico Tim Maia.

Nacido en la ciudad de Pelotas, en el Estado de Río Grande do Sul, a los ocho años había venido con su madre a Río de Janeiro, donde vivió de niño en Mangueira, una de las favelas más populosas de esta ciudad. Tenía ocho hermanos.

Con gran esfuerzo consiguió estudiar, salir de la favela y acceder al mundo que tanto lo apasionaba: el periodismo. Trabajó en la revista Placar, en los periódicos Jornal do Brasil y O Dia. En 1996 entró a la TV Globo, donde empezó como reportero del famoso programa “Fantástico”. Su primera pieza la hizo vestido de Papa Noel en navidad.

Mi padre tenía el pasaporte para entrar a la favela. Era mulato, tenía la voz, la forma de hablar. Y se había criado en el morro. También conocía la calle, se movía bien en ambientes marginales”, afirma Bruno. “Cuando había un incidente en la favela, él siempre subía por otro lado, andaba solo, así conseguía su propia información. Después salía por donde estaban todos los periodistas, que siempre le preguntaba: ¿de dónde has salido?”.

El trabajo de Tim deslumbra tanto por la creatividad como por su hondo compromiso social. “Siempre se ponía del lado de los pobres. Una vez fue a hacer una investigación sobre personas sin hogar y durmió dos noches en la calle”, dice su hijo.

Desde hacía algún tiempo Tim deseaba salir del telediario y dedicarse a hacer reportajes de factura más prolongada. Había hablado con los productores de Globo Reporter (el programa de investigación periodística más prestigioso de Brasil, una suerte de Informe Semanal) y le habían aprovado un proyecto que consistía en viajar con camioneros durante un mes por las rutas brasileras para contar su vida. El siguiente paso que tenía en mente era ir a África.

“Mi padre era muy respetado en la profesión. Siempre su reportaje abría o cerraba el telediario, que son las piezas más importantes. La primera, que es la que atrapa a los televidentes, y la última que siempre es más de color, más social”, señala Bruno para matizar a continuación: “Su insatisfacción venía por el lado del dinero. Sentía que no estaba siendo reconocido. A los 51 años no había ganado lo suficiente aún para comprarse su propia casa, tenía que alquilar”.

Más allá del descontento con la profesión por el escaso rédito económico que había conseguido, lo cierto es que Tim era un apasionado del periodismo y había insistido para que Bruno siguiera sus pasos. De adolescente, un díaéeste le dijo que quería estudiar derecho. “¿Te has visto la cara?”, le preguntó riendo. “Tú no pareces abogado, tú eres periodista”.

Eso sí, le aconsejó que se preparara a conciencia y que estudiara idiomas para poder llegar más lejos. Tras terminar la carrera, Bruno recibió el ofrecimiento de Marcelo Moreira, antiguo jefe de su padre, para entrar a trabajar en TV Globo. Está en el área de policiales y se dedica a la producción desde los estudios.

“Ahora que yo soy periodista, lamentablemente no está aquí para aconsejarme. Muchas veces me pregunto qué haría mi padre en tal o cual situación”, me dice.

Bruno tiene la ventaja de que conoce la trastienda de la profesión desde niño, ya su padre solía llevarlo a los periódicos en que trabajaba. También aquí mismo, en la Garota da Gavea, fue testigo de innumerables conversaciones de su padre con compañeros de profesión, pues es el lugar en que se suelen reunir los trabajadores de TV Globo. Hacía años que Tim se había separado de la madre de Bruno y se había vuelto a casar.

Mientras nos sirven la cena, le pregunto si la forma tan brutal en que murió su padre lo dejó marcado. “Tuve la suerte de no ver el cuerpo. Hace poco se murió el padre de un amigo y fui al velorio. La última imagen que tiene de su padre es allí, sin vida. Yo, no. Sí es cierto que lo que le pasó fue más duro. Pero mi padre murió haciendo lo que le gustaba, los padres de mis amigos de un infarto. Y la repercusión de la historia y el apoyo de la gente me ayudaron salir adelante”.

Otra reflexión que hace Bruno es que, al menos, la muerte de su padre sirvió para que Brasil pensara por unos días sobre la violencia, justamente lo que Tim buscaba con su trabajo. “Mi padre no fue el único que murió descuartizado y quemado. Mucha otra gente inocente muere y nadie se entera”, dice.

Para terminar la entrevista le pregunto por Elías Maluco. Qué sintió en el 2005 al verlo en la televisión durante el juicio. “Si te digo la verdad, no lo odio”, me responde. “Seguramente no sabía lo buena persona que era mi padre. Además, Elías Maluco no tuvo madre ni padre. No lo puedo juzgar. Yo tuve siempre amor, nunca me drogué, no viví en una favela. Mi única venganza es ser feliz”.

Antes de guardar el cuaderno y la grabadora, le pido que me deje sacarle una foto para el blog. Me dice que por razones de seguridad prefiere que su imagen no sea conocida. Pero sí me promete que la próxima vez que nos veamos me traerá un retrato de cuando era adolescente, junto a su padre. La semana siguiente volvemos a cenar en la Garota da Gavea. Cumple su palabra:

Morir para contar: Tim Lopes, asesinado en las favelas

Era el mejor periodista de investigación de Brasil. No sólo por el ingenio y la valentía que empleaba a la hora de denunciar situaciones injustas, sino por la empatía que mostraba hacia el sufrimiento ajeno, por la calidad humana y la sensibilidad de la mirada con que describía la realidad.

A lo largo del mes que llevo en Río de Janeiro, me han hablado de él en numerosas ocasiones, tanto gente de la calle como colegas que lo conocieron, que lo vieron trabajar.

Siempre me sucede lo mismo. En Gaza fue James Miller. En el Cuerno de África, hace ya un par de años, Dan Eldon. Cada vez que me dirijo a una zona en conflicto no faltan las personas que, para prevenirme sobre los peligros que puede llegar a encontrar, recuerdan a periodistas que han perdido la vida en ese mismo lugar. Y así surgió esta sección en el blog, Morir para Contar, que es un homenaje a esos reporteros que han quedado en el imaginario colectivo y con cuyos recuerdos me encuentro en los viajes.

La primera persona que me habló de Tim fue Sheila Dunaevits, responsable de comunicación de las escuelas de informática de Rodrigo Baggio. Se conocieron cuando estudiaban periodismo en la universidad. En aquellos tiempos eran novios.

«Entró a la TV Globo de mayor. De joven colaboraba en el periódico Movimiento. Era de izquierdas, contestatario, antisistema. Tenía una honda preocupación por la gente más humilde porque él mismo se había criado en una favela y sabía lo que es ser pobre», me dijo Sheila.

«Y siempre fue un fuera de serie en la profesión, con una enorme capacidad para captar la riqueza de los detalles. Hacía un periodismo comprometido, algo que ya casi nadie hace. Ahora tenemos un periodismo de gabinete y teléfono. Él era como un detective, se metía hasta el fondo».

Domingo Peixoto, brillante fotógrafo del periódico O Globo, me contó también acerca de Tim. «Un tipo único, genial. Una navidades se disfrazó de Papá Noel y salió a la calle para hacer un reportaje sobre cómo pasaban las fiestas los niños sin hogar».

Esos eran los dos ejes en que se articulaba la labor de Tim Lopes: la narrativa social, centrada en los colectivos más desfavorecidos, y la capacidad que tenía para camuflarse, para cambiar de aspecto, y sumergirse así en los mundos más sórdidos y desconocidos para sacar a la luz sus denuncias.

En una ocasión se hizo pasar por un adicto y se internó en una clínica de desintoxicación para mostrar la negligencia de los médicos que la dirigían. En otra se transformó en obrero para exponer las precarias condiciones laborales de quienes estaban construyendo el metro. Para mostrar casos de soborno, se disfrazó una vez de policía. Y para seguir a las mafias que operaban en la Estación Central de Brasil, pretendió ser un vendedor de agua.

En el año 2001 recorrió distintas favelas para desvelar la impunidad con que los traficantes ofrecían las drogas en la calle y a plena luz del día. El reportaje, titulado «Feirão do Pó» (mercado del polvo), le valió el premio Esso de periodismo.

Fue aquel trabajo el que, un año más tarde le costaría la vida. El 2 de junio de 2002, Tim entró a la favela Vila Cruzeiro, que forma parte del complexo do Alemao, para grabar un baile funky, donde sabía que las drogas corrían libremente y en donde los traficantes organizaban orgías en las que muchas veces participaban jóvenes menores de edad. Habían sido algunos vecinos, preocupados por el destino de sus hijos, los que le habían hablado de estas fiestas.

La banda del narco Elías Maluco lo atrapó y, tras torturarlo, lo quemó vivo. Un hecho terrible, brutal, que conmocionó a Brasil provocando manifestaciones en las calles, instalando en la opinión pública nuevamente el debate sobre cómo terminar con la violencia.

En próximas entradas del blog escribiré sobre Elías Maluco, y las terribles circunstancias en las que perdió la vida Tim, que tenía 51 años. También analizaré la polémica que se creó en torno al medio para el que trabaja, la TV Globo: ¿por qué lo dejaron ir sólo sabiendo que estaba amenazado? ¿No podrían haber tomado medidas de seguridad?

Pero lo más importante será la conversación que tuve con su hijo, Bruno, de 23 años, que hoy sigue los pasos de su padre como periodista en TV Globo. Con el tuve la oportunidad de cenar en dos oportunidades. Justamente en el lugar al que solía ir cn su padre, y con el que estuvo conversando sobre los peligros que estaba enfrentando por realizar aquel reportaje con cámara oculta en la favela.

Os dejo ahora un vídeo de la televisión pública en homenaje al gran Tim Lopes. En él lo podéis ver en acción en sus reportajes. El legado de un periodista extraordinario.

Otro día de guerra inútil en las favelas (vídeo)

Tres semanas más tarde, he regresado al complexo do Alemao para volver a ser testigo de los enfrentamientos entre la policía y los traficantes. En esta ocasión me animé a ir más adentro aún para conocer la situación de los habitantes de esta favela del norte de Río de Janeiro.

Malditas balas perdidas en Brasil

El pasado miércoles Brasil se conmovió al conocer la noticia de que una joven de 13 años, Priscila Aprígio Da Silva, había sido alcanzada por una bala perdida durante el asalto a una oficina del banco Itaú, en el sur de San Pablo. Ella se encontraba en la parada del autobús cuando el proyectil impactó contra su cuerpo. En ningún momento perdió la conciencia, por lo que pudo llamar a su madre para decirle que necesitaba ayuda. «Mamá, me han dado un disparo, estoy llena de sangre», llegó a decirle.

Al arribar al hospital los médicos descubrieron que la joven quedaría parapléjica a causa del disparo. Lo que conmovió a la gente fue la entereza de la adolescente, ya que dijo que no se sentía triste, y que estaba preparada «para afrontar lo que tuviera que afrontar».

En aquel mismo intercambio de disparos entre la policía y los asaltantes, un hombre que viajaba en un autobús fue alcanzado por una bala. Como consecuencia, perdió una pierna. Entre el miércoles y jueves de la semana pasada, siete personas sufrieron heridas de bala solamente en San Pablo.

Este lunes, en el acceso a la favela Morro dos Macacos, aquí en Río de Janeiro, una joven de 13 años moría al ser alcanzada por una bala con remitente equivocado. Como todos los días, Alana Ezequiel había salido de la favela para llevar a su hermana pequeña, de dos años, a la guardería. Cuando regresaba se encontró en el fuego cruzado entre la policía, que iba en un caveirão (carro blindado), y los traficantes. Del lado de estos últimos, dos delincuentes, de 16 y 17 años, que tenían en su poder una granada, dos revólveres 38 y una pistola 380, murieron.

Hoy he vuelto al Complexo do Alemao, donde hace dos semanas fui testigo de los enfrentamientos entre traficantes y policía. Como resultado de la acción que tuvo lugar a lo largo de este día, nueve personas resultaron heridas, de las que cuatro lo fueron por balas perdidas: una maestra de escuela, un barrendero, un motociclista que pasaba por la avenida… Esta noche montaré un vídeo para contaros mañana todo lo ocurrido.

Como ya imaginarán, antecedentes no faltan de balas perdidas que han terminado con la vida de niños, en este país en el que los jóvenes son los que se llevan la peor parte de la violencia, pues encabezan las cifras de muertos y heridos.

Uno de los casos más recientes tuvo lugar el pasado mes de noviembre, cuando un niño de nueve años, Adriele Medeiros Nobre, murió en el acceso de la favela do Jacarezinho, cuando jugaba junto a su padre. Un disparó lo alcanzó en la espalda.

Ese mismo mes, otro menor perdió la vida, en este caso una niña de seis años, Jessé Veríssimo Arribadlo, cuando andaba en bicicleta en Vigario Peral. El 1 de octubre, Rennan da Costa Ribeiro, de 3 años, murió en brazos de su abuelo durante un tiroteo entre policías y traficantes en la favela Nova Holanda, perteneciente al complexo Maré, el primer barrio marginal que visité al llegar a Río de Janeiro.

En Nova Holanda, cinco menores perecieron a lo largo de un mes. También en Maré, pero en julio de 2005, Carlos Enrique Ribeiro da Silva, de 11 años, cayó fulminado de un tiro en la cabeza mientras jugaba al fútbol. La policía acaba de entrar a la favela.

Quizás uno de los casos más recordados sea el de Gabriel Barros dos Santos, de 6 años, al que una bala fuera de control alcanzó en la cabeza cuando volvía de la escuela en el Morro do Zinco no Estácio, en agosto del año 2002, también en un intercambio de disparos. Los habitantes de la favela incendiaron dos autobuses movidos por la rabia. Un año después, la investigación confirmó que el proyectil había partido del arma de un miembro de la policía militar.

Las estadísticas señalan que un carioca es alcanzado por una bala perdida cada dos días. El 20% tienen menos de 13 años. Ahora que está saliendo los datos sobre exportaciones españolas de armas, creo que es importante recordar que hay ciertas empresas patrias a las que se les han perdido algunos cientos miles de balas en países pobres.

Sería nuestra humilde contribución a un mundo menos violento hacer todo lo posible para que esto no sea así, para que no haya gerentes y directores comerciales que por mejorar la cuenta de resultados, y ganar un par de millones más de euros al año, exporten armas y municiones a países donde corren el riesgo de caer en las manos equivocadas, desoyendo así las recomendaciones, por el momento no vinculantes, de la Unión Europea.

Ciudadanía digital: la informática como instrumento de paz en las favelas

Durante años tuve deseos de conocer a Rodrigo Baggio. Descubrí su obra a través de diversos artículos y de sus apariciones en la CNN. Sabía que era la persona perfecta para la serie de reportajes que cada domingo publicaba en la Voz de Galicia bajo el título “Gente que cambia el mundo”, antes de pasar a formar parte de 20 Minutos, y que también podría haber sido otro de los protagonistas del último libro que escribí, La libertad del compromiso, porque renunció a una vida segura y acomodada para luchar con decisión, coraje y creatividad contra las injusticias sociales de nuestro tiempo.

Finalmente, la semana pasada me di el lujo de entrevistar a Rodrigo. Y debo confesar que el encuentro superó todas las expectativas que tenía. Alto, sonriente, este joven carioca, que ha transformado la realidad de más de medio millón de personas a través de la informática, me dio la impresión de estar hecho de una fibra especial (que lo ha convertido en un referente mundial en todo lo relacionado con el trabajo para reducir la brecha digital, pero que en el futuro lo llevará más lejos aún).

En cierta medida me recordó a Mohamed Yunnus: seductor, optimista, creativo, con un brillo especial en los ojos (una suerte de sonrisa perpetua), con una mente en constante ebullición, capaz no sólo de comprender la situación de las personas más pobres, sino de la levantar la cabeza y ver más allá, de anticipar los cambios del mundo, y de vislumbrar la forma de dirigirlos a favorecer a los sectores postergados de las naciones en desarrollo.

Informático de formación, a muy temprana edad Rodrigo comenzó a trabajar en los barrios olvidados del sur de Río de Janeiro. Durante algún tiempo tuvo su propia empresa de programación hasta que sintió que debía hacer algo más que ganar dinero, que eso no le resultaba suficiente. Fue entonces cuando tuvo la idea de llevar la informática a las favelas. Primero, como medio para fomentar el diálogo y la integración. Luego, como forma para promover una verdadera revolución social.

«Al final de 1993, tuve un sueño en el que la gente pobre utilizaba la tecnología para hablar de sus problemas», me dice Rodrigo. Poco tiempo después creó la campaña «Informática para todos», destinada a recolectar ordenadores para llevarlos a las favelas. Y, en 1994, dio vida a la primera Escuela de Informática y Ciudadanía (EIC), en la favela de Santa Marta, situada en el barrio de Botafogo. La respuesta que recibió fue tan sobrecogedora que inmediatamente puso en marcha la ONG Comité para la Democratización de la Informática (CDI). Decenas de personas se habían puesto en contacto con él para apoyarlo en esta iniciativa.

La idea central era que CDI brindara el conocimiento y los recursos a pequeñas organizaciones locales para que pudieran fomentar la informática en los barrios marginales, para crear oportunidades de empleo, pero también para favorecer el debate dentro de las comunidades sobre la seguridad, la pobreza, el desarrollo, la exclusión, para crear espacios de debate e integración.

El modelo que sigue se basa en el legado del famoso pedagogo brasilero Paulo Freire. No se trata de asistencialismo, sino que la comunidad, una vez que recibe el apoyo del CDI, debe buscar sus propios medios para hacer que la iniciativa sea autosustentable. Ellos, los moradores de las favelas, deben ser sus protagonistas y gestores.

«Usamos la tecnología como medio de integración, pero también para formar personas que sean factores de cambio en sus comunidades», me dice. «Es mucho más que ordenadores e Internet, es cambiar vidas».

En doce años, el CDI ha crecido de forma exponencial. Cuenta con 880 escuelas en nueva países, y con más de 1.550 educadores. Y ya no sólo trabaja en las favelas, sino que ha expandido su actuación a poblaciones indígenas, a presos y discapacitados.

Visito una escuela del CDI en la favela Sapucaí, situada en la Ilha do Governador. La cultura del miedo se hace evidente. Los profesores me piden que no saque fotos en la calle, me hablan de las luchas entre facciones, del terror que genera el narcotráfico. Pero no por ello dejan de trabajar con ahínco.

En el aula se suceden niños, jóvenes y adultos, que pagan una cuota mensual para acceder al mundo de la informática, pero también para encontrarse y debatir sobre sus problemas. Me resulta conmovedor ver a mujeres mayores, con escasa educación formal, aprender a usar Word, Powerpoint, navegar por Internet. Me recuerda a Uddami, el proyecto que una gran amiga, Alison Saracena, está desarrollando en los barrios de chabolas de Calcuta. Le hablo a Rodrigo de ella. Ya se han puesto en contacto, ojalá puedan sumar fuerzas.

Rodrigo, que ha sido ponente en el foro de Davos, y que ha recibido numerosos premios, cuenta con el apoyo de directo de gente como Bill Gates. «Llego a los 37 años sintiéndome realizado», afirma». «Me considero muy afortunado de poder dedicar mi vida a este proceso tan apasionante».

Pero los planes de Rodrigo van más allá. Me habla de varias nuevas iniciativas que está desarrollando para el futuro basadas en la comunicación. Como decía antes: una mente brillante, en constante ebullición, decidida a hacer de este mundo un lugar más justo.

* * *

Os recomiendo la labor en España de May Escobar al frente de la Fundación Bip Bip, que se encarga de llevar ordenadores a los sectores sociales más relegados, y de María Zapata en Ashoka, organización que apoyó a Rodrigo Baggio en sus comienzos, y que ha brindado recursos y asesoría a cientos de talentosos y visionarios emprendedores sociales.

El carnaval como metáfora (vídeo)

El carnaval de Río de Janeiro como metáfora de los contrastes de nuestro mundo. Los que vivimos en la perpetua fiesta de la abundancia material, y los que miran desde fuera…