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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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El despegue económico de África desde Kibera, la barriada más grande del continente

La multitud de grúas que hasta cinco años poblaban los cielos de España parecen haber migrado hacia el sur, en dirección contraria a las pateras, para recalar en algunas capitales de África. O al menos esa es la sensación que tengo al recorrer Nairobi y descubrir la cantidad de carreteras y urbanizaciones que se están construyendo.

Los primeros edificios se levantan en el centro de Kibera, el que fuera durante décadas el barrio de chabolas más grande del mundo. Enero 2013. Foto: Hernán Zin.

Los primeros edificios se levantan en el centro de Kibera, el que fuera durante décadas el barrio de chabolas más populoso de África, con más de un millón de habitantes. Foto: Hernán Zin. Enero 2013

En estas páginas ya he escrito en numerosas ocasiones sobre el nuevo mundo en el que estamos viviendo. Un mundo muchos más polifónico, compartido, donde el hombre blanco ha perdido el liderazgo tras varios siglos de ejercerlo con tantas luces como sombras.

Un nuevo orden mundial al que bauticé de los “7.000 millones” porque este es el número de habitantes del planeta que marca el cambio de ciclo. Por supuesto que no se trata de un movimiento lineal, pues está hecho de avances y retrocesos, pero sin dudas nos encontramos ante un punto de inflexión en la historia.

China como referente

Y como muestra de los tiempos de vertiginoso cambio, nada mejor que el continente africano, que crece a ritmos extraordinarios mientras que esta Europa envejecida, falta de reflejos, languidece.

Siete de los diez países que más crecen en el planeta se encuentran allí. En ningún otro lugar aumentan tanto las ventas de móviles o la creación de nuevas rutas aéreas.

Africa Confidential publica esta semana un exhaustivo análisis sobre el boom económico en algunas regiones del continente y compara lo que está ocurriendo con el despegue experimentado por China en los años 80, al tiempo en que advierte de los desafíos que aún debe afrontar.

Una China que le ha robado a Europa y EEUU el papel de referente en el África subsahariana. Lo vimos en este blog en la República Democrática del Congo, en Uganda, y por supuesto, lo he visto una vez más estos días en Nairobi.

Turistas indios

Las carreteras de la capital keniana las están haciendo mayoritariamente los chinos. Y allí se los ve, a pie de obra, junto a los obreros. Escuelas de negocios, bancos. Pero también, otro fenómeno, aún más novedoso: el turismo.

Un buen amigo, guía en Masai Mara, me decía que ya más del 50% de sus clientes eran indios o chinos. Algo que también he descubierto en los centros comerciales y en las discotecas de Nairobi, donde antes la mayoría de los expatriados eran occidentales y hoy son chinos.

Pero de todo este proceso, lo que más me ha fascinado es lo que está ocurriendo en Kibera, el barrio de chabolas más grande de África. Desde sus callejuelas escribí las primeras entradas de este blog hace casi siete años. Esas mismas arterias que hoy, finalmente, están siendo convertidas en avenidas como contaré en la próxima entrada…

El placer de volar a Somalia

Hace tres semanas me dirigí a una agencia de viaje en Nairobi con la intención de comprar un pasaje rumbo a Hargeysa, capital de Somalilandia. Sabía, porque un colega de The Independent lo había tomado no hace demasiado tiempo, que había un vuelo que hacía la ruta parando en Mogadiscio. Sí, Mogadiscio.

“Paras en Mogadiscio unos minutos. Se baja gente, sube gente y despega”, me comentó con respecto al que debe ser en estos momentos el aeropuerto más peligroso del mundo. “Cuando yo lo tomé se bajó un europeo y todos lo miramos pensando que se había equivocado o que se había vuelto loco”.

El vuelo en cuestión es de la prestigiosa compañía African Express Airways. Tan «prestigiosa» que Rinu, la encargada de la agencia de viaje del hotel Fairview nunca ha oído hablar de ella. Ignorancia que la obliga a hace un par de llamadas de teléfono y buscar en Internet hasta que da con el número adecuado. “Sale los domingos y vuelve los lunes”, me explica tapando el auricular.

– O te quedas un día o una semana – reflexiono en voz alta dando cuenta de agilidad mental y de asombrosa familiaridad con las matemáticas y la física cuántica.

– La ruta exacta es Nairobi, Mogadiscio, Berberá, Adén y Sharjah. A la vuelta hace el mismo recorrido pero con una parada en Wajir – continúa Rinu, que es keniana de ascendencia india y que tiene la cara salpicada de lunares-. ¿Te interesa?

– Te diría que me interesa, pero sacando Nairobi y Mogadiscio no tengo ni idea de dónde quedan los otros sitios.

Vuelo directo

Dos o tres horas de posterior investigación en Internet bastarán para poner a cada lugar en el mapa. El aeropuerto de Hargeysa, mi destino, resulta demasiado pequeño para el McDonnell Douglas DC-9 de African Express Airways, así que debe volar a la vecina Berberá.

La pista de aterrizaje y despegue de esta ciudad portuaria fue construida por los soviéticos y es una de las más grandes de África, hasta el punto de que entre 1970 y 1991 funcionó como alternativa de emergencia para el Transbordador Espacial (durante la guerra de Ogaden la URSS pasaría a apoyar a Etiopía y los EEUU a Somalia).

Cuando le comenté a mi amigo periodista acerca de Berberá su respuesta fue: «Sí, está muy bien, te permitirá ver cómo es la vida de los pescadores somalíes sin piratería, no como en Bossaso. A Hargeysa se tarda tres horas en coche. Si no te secuestran, la ruta es alucinante. El día que yo la tomé se levantó viento y aquello parecía el fin del mundo”.

Con respecto a Adén, se trata de una ciudad yemení. La última etapa del viaje, Sharjah, es uno de los siete Emiratos Árabes Unidos, que al no tener extravagancias inmobiliarias o cadena de televisión internacional moraba en la vasta y sombría geografía de mi ignorancia. Wajir, por su parte, es un alto obligado por el gobierno de Kenia, al regresar a Nairobi, para que la aeronave sea inspeccionada en prevención de los posibles atentados terroristas con los que Al Shabab se dedica a amenazar.

– Cuesta ochocientos cincuenta dólares – sigue Rinu, vinculada aún a través del teléfono a las oficinas de African Express.

– ¡Lo mismo que ir a España! -, exclamo indignado.

– Impuestos no incluidos-, agrega.

Lo cierto es que mi “indignación” es un poco forzada, de orgasmo de línea erótica, para ver si provoca un descuento. De algún modo lo veía venir, pues la historia se repite con asombrosa precisión: mientras menos te apetece subirte a un determinado avión, mientras más piensas que deberían pagarte una fortuna para hacerlo, mayor es el precio. Una paradoja que se da en general en las zonas de conflicto – donde hoteles, coches y traductores suelen costar auténticos dinerales -, y que te duele tanto en el bolsillo como en la autoestima. Te hace sentir el Airbus A-380 de los gilipollas.

Entre morteros y secuestros

Hablando de aviones, African Express tiene entrada en la Wikipedia. Allí se afirma que es la línea aérea privada más antigua de Kenia, algo que no desmiente el aspecto de sus aviones ni el modernísimo diseño del logo que ostentan.

Se supone que su flota suma seis aeronaves, pero lo cierto es que cinco son compartidas o tienen alguna historia con otras líneas aéreas, por lo que el único avión de uso exclusivo es el DC-9 que vuela a Somalia y que según los registros era propiedad de Iberia, por lo que es posible que hasta tenga los carteles y folletos en español. Noticia no demasiado ilusionante en sí misma pero que podría constituir una ventaja competititva para quien escribe estas palabras en caso de accidente.

Por lo que demuestra la página web, African Express no tiene nada que envidiar a otra compañía mítica, que el año pasado tomamos rumbo a Kabul: Pamir Airways. Aquella en la que el piloto ruso – estómago sobredimensionado, camisa blanca apenas abotonada, cadena de oro sobre el pecho desnudo – le daba patadas a los neumáticos para comprobar si estaban bien hinchados.

Finalmente le pedí a Rinu que me reservara el pasaje a la espera de que llegase el visado que había pedido a Hargeysa. Mientras aguardaba decidí investigar un poco sobre las demás compañías que vuelan a Somalia. Lo que descubrí es que el tráfico aéreo de este país constituye un fiel reflejo de su anárquica realidad.

Las próximas entradas estarán dedicadas a describir de qué manera está articulado – o desarticulado – este tráfico. Como adelanto comentar que desde aquel día en que fui a la oficina de Rinu, Daallo Airways, principal competidora de African Express, recibió un ataque con morteros y sufrió un intento de secuestro que fue reprimido por los propios pasajeros. El precio de los pasajes es similar en ambas compañías. Por la tercera opción posible, tomar un avión de tráfico de qhat desde el aeropuerto Wilson, suelen pedir que se pague el equivalente a la cantidad de droga que se va a dejar de transportar para que uno pueda subir al avión.

Continúa…

El dinero de los piratas en Nairobi

No sabría decir cuántas veces he escuchado hablar en los viajes de los últimos cuatro meses a Nairobi sobre el dinero de los piratas, pero puedo asegurar que no han sido pocas. Para algunos habitantes de la capital keniana, cada nuevo edificio que se construye, cada gran negocio que se abre, lleva detrás inversiones conseguidas gracias al secuestro de barcos.

“Ves a hombres de negocios somalíes por todas partes, por sitios donde nunca antes los habías visto”, me comenta un amigo que lleva años en Nairobi y que sigue de cerca la realidad en la vecina Somalia.

Escuchar sus palabras te sugestiona, te hace formar parte de esa suerte obsesión colectiva, y ya si ves a un grupo de jóvenes somalíes en la puerta del Black Diamond mascando mirá a bordo de un Mercedes Benz, te dices que están relacionados con la piratería. Lo mismo si te cruzas con un grupo de somalíes en la quinta planta del hotel Stanley.

Algunos periodistas han investigado esta vertiente del dinero de la piratería que en buena medida es natural por la cercanía entre ambos países, por los porosa que es la frontera (aunque las autoridades kenianas la hayan cerrado), por la presencia de una vasta comunidad de emigrantes somalíes y por la corrupción que impera en Kenia, donde todo parece tener precio.

Eastleigh y la prensa

Shashank Bengali, en The Seatle Times, entrevista a un supuesto pirata retirado en el caótico barrio de Eastleigh, conocido también La pequeña Mogadiscio porque vive allí buena parte de la diáspora somalí.

Ali Abdinur Samo es el nombre del pirata que se habría escapado a Kenia desde Bosaso siguiendo el consejo de sus padres. Ahora comparte piso con otros ex piratas y está pensando en qué invertir lo que le quedó, tras entregar parte a su consternada familia, de los 116 mil dólares que ganó en dos secuestros.

En su reportaje, Bengali cita la opinión de un experto, Stig Jarle Hansen, que confirma que el dinero de los piratas se está invirtiendo en Kenia. Después se desplaza a una oficina de hawala, cuyo empleado le dice que a lo largo de los últimos meses ha recibido diez millones dólares. Es más, el pasado viernes un cliente se fue con medio millón en los bolsillos.

En Pirates, su último libro, Ross Kemp describe cómo funciona el hawala, y habla de que se podría haber empleado para pagar rescates, así como para comprar armas:

Es un sistema sencillo, que se basa enteramente en la confianza. Si el que envía el dinero pierde el dinero no tiene documento legal que lo avale. Es más, hawala funciona completamente fuera del sistema bancario internacional. Y es enorme. Según la ONU, mueve entre 100 mil y 300 mil millones de dólares cada al año. De estos, 15 mil millones se dirigen a la India, siete millones a Pakistán y menos de mil millones a Somalia.

Hawala es popular por una serie de razones. Es más barato que emplear un banco, pues los agentes del hawala cobran menos que los banqueros. Pero lo más importante es que estos hombres no hacen preguntas. Además no guardan registros de las operaciones realizadas por individuos, sino los montos generales que deben a otros corredores de hawala… Así es cómo fue empleado para financiar acciones terroristas y otras actividades ilegales, y los EEUU pidieron mayores regulaciones después del 11S.

Entre mito y realidad

Por su parte, Amos Kareithi, periodista de The Standart, realiza una investigación sobre la forma en que el capital somalí se está invirtiendo. Da cuenta de la fiebre de construcciones que están teniendo lugar en Eastleigh, y que salta a la vista para quien recorre el barrio con asiduidad. Lo mismo afirma con respecto a la ciudad de Mombasa.

Lo único que parece fallar en todas estas teorías es la cantidad de dinero que genera la piratería. Se estima que el año pasado los rescates alcanzaron entre 100 y 150 millones de dólares. O los piratas saben invertir muy bien su dinero y multiplicarlo rápidamente, o no parece que sea una suma suficiente para tener el impacto que muchos vislumbran en la economía de la capital keniana, que tiene un PIB de 57 mil millones de dólares. Más aún si se tiene en cuenta que en las negociaciones de los rescates también participan intermediarios en Londres y Dubai.

Por otra parte, aunque Somalia lleve 17 años en guerra, los clanes han sabido conservar viento en popa algunos negocios como el tráfico de qhat y la armas, según da cuenta Peter D. Little en su obra Somalia: Economy Without State. Así que resulta difícil saber cuál es la verdadera procedencia de las inversiones somalíes.

Sí es de suponer que los ingresos de la piratería hayan revolucionado la fisonomía de la ciudad de Eyl, como ya hace meses comentamos en este blog, donde ha generado una industria de la que viven centenares de personas. También que los piratas de a pie, los “soldados” o “mano de obra”, que dividen entre sí un 30% de lo ganado, huyan a Nairobi y lo inviertan. Qué hacen con su dinero quienes financian los ataques, resultan difícil de saber.

Lo que parece ser cierto es que las teorías sobre Nairobi responden a ese halo de fascinación que genera la piratería, que nos lleva a dedicarle montañas de textos, mientras que el verdadero drama, la guerra en Somalia, apenas recibe atención.

Non-smoking guerra

En Nairobi continúa vigente la ley que prohíbe fumar en las calles. El país se encuentra al borde del colapso energético como consecuencia de la sequía, con cortes de luz cuatro días a la semana en algunas regiones, con cientos de vacas raquíticas que los masai conducen por las calles de la capital en busca de agua, pero la legislación antitabaco se sigue aplicando de forma inquebrantable. Tal vez por eso de que resulta más fácil prohibir que construir.

También siguen los embotellamientos monumentales y los matatus que se deslizan como bólidos por las avenidas desprendiendo su habitual humo acre. Pervive Kibera, la barriada más grande de África, ausente de cloacas, agua corriente, recogida de basura o saneamientos.

Lo único que ha cambiado es la “smoking zone” del centro de la ciudad: antes un cartel en una plazoleta bajo el cual los hombres se aglomeraban para apurar sus cigarrillos, ahora una jaula de metal en la que sólo falta que le tiren galletas a los fumadores.

Quizás el momento en que la severa legislación antitabaco de la capital keniana pareció más absurda fue durante los meses de violencia postelectoral (que cubrimos desde el terreno en este blog). Entonces todo estaba permitido, alentado por los grupos políticos rivales: asesinar, violar, robar, incendiar.

EEUU vs China

Un buen amigo se queja de la ley. Dice que sólo sirve para que los policías arranquen unos chelines a los infractores despistados. Este amigo lleva en el coche una guía editada por Transparency International (TI) que informa a los conductores sobre sus derechos a la hora de enfrentarse a los agentes de tráfico. “Cada día están peor, te paran por cualquier cosa y se inventan cualquier excusa para sacarte dinero”, me explica.

El último informe de TI sitúa a la policía keniana como la institución más corrupta de África oriental. Dentro de la región, Kenia tiene un índice de corrupción del 45%, Uganda del 34% y Tanzania del 17,8%.

En su reciente viaje por África, Hilary Clinton, que perdió los nervios con un estudiante congoleño que le preguntó acerca de su marido, criticó al gobierno de Kenia por la creciente corrupción. El primer ministro Raila Odinga la criticó a ella por haber firmado convenios con Angola y Nigeria, países aún más corruptos.

Quizás uno de los pocos legados positivos de la administración Bush fuera una mayor relación de EEUU con África, aunque esta se ciñese a la lucha contra el sida y al desarrollo del Africom. Ahora Obama busca ahondar los vínculos, sobre todo en lo comercial, aunque China parece haberle ganado ya la partida. El comercio de EEUU con África el pasado año fue de 104 mil millones de dólares, mientras que el de Beijing alcanzó los 107 mil millones.

Como sucede en Birmania, a los chinos no les preocupan la corrupción o los derechos humanos. Invierten para llevarse las materias primas que luego emplean en las industrias con las que inundan el planeta con sus productos. Sea de la mano de Robert Mugabe en Zimbabue, o de al Bashir en Sudán, lo importante es el dinero.

Entre el cáncer y el terrorismo

En Irak se acaba de enviar al parlamento una ley que prohibiría fumar en edificios públicos. The Economist señala con ironía el riesgo que correrían los funcionarios al bajar de sus oficinas a echar un pitillo: morir en un atentado con coche bomba (más ahora que Al Qaeda ha multiplicado los ataques terroristas con la intención de provocar nuevos enfrentamientos civiles que desestabilicen al país de cara a las elecciones del mes de enero y la retirada de las tropas de EEUU).

Aquí, en Bukavu, República Democrática del Congo, donde llegamos hace unas horas tras un breve paso por Ruanda, hay de todo y para todos los gustos. Corrupción policial, escasez de luz, libertad para fumar, caos, guerra. Faltan hoteles, los tres que hay son carísimos. Para peor, nadie trabaja con tarjetas de crédito ni existen cajeros. Dinero contante y sonante parece ser la única premisa en esta parte del mundo.

Lo mejor de la maratónica gira de Hilary Clinton, que describió como un mensaje de «amor duro», fue la promesa que hizo de de ayudas económicas para luchar contra la violación como arma de guerra. También propuso la creación de un relator especial de la ONU para tratar de poner fin a esta práctica que tantas veces denunciamos en este blog. Veremos qué opinan sobre estas iniciativas quienes trabajan en el terreno para ayudar a las víctimas.

Non-smoking Nairobi

Nairobi me recibe con lluvia y frío. Esperaba el agua, ya que esta es la temporada, pero no el clima gélido que me encuentra sin abrigo mientras aguardo a que llegue la hora de partir hacia el Congo.

Tras mi última visita, durante las semanas de violencia post electoral, la situación parece haber vuelto a la normalidad. Los turistas abarrotan nuevamente los pasillos del aeropuerto de Jomo Kenyatta. Y la ciudad ha recuperado el ritmo y la pasión que la caracterizan.

Una vez más me he detenido ante el espacio destinado en pleno centro de la urbe a los fumadores. El “smoking point”, como reza el cartel que se alza sobre la cabeza de los transeúntes que se han detenido a apurar un cigarrillo bajo la llovizna.

Quizás fuera porque en enero el país estaba conmocionado, sin gobierno, con más de mil muertos y 300 mil desplazados, pero nadie respetaba la nueva normativa que prohíbe fumar en los espacios públicos.

Ahora sí está en vigor. Apenas salí del aeropuerto – y justo en el momento en que levantaba el mechero para librarme de las 16 horas de forzada abstinencia -, un taxista me informó con alarma que me podría caer una multa de 100 mil chelines o tres meses de cárcel en su defecto.

Hasta en Kibera, donde he estado esta tarde, y que es el barrio de chabolas más grande de África, nadie disfruta los cigarrillos abiertamente.

Allí me encontré una vez más con la miseria extrema de este asentamiento donde el 30% de la gente tiene sida, donde no hay saneamientos, ni sistema de recolección de basura ni electricidad o corriente eléctrica.

Eso sí, por el estúpido espíritu mimético que lleva a tantos países a imitar sólo algunos aspectos de las tendencias que vienen desde el norte, ya pocos de sus habitantes morirán por cáncer de pulmón.

Lo seguirán haciendo cada día, especialmente los niños, por la diarrea, la malnutrición o la falta de acceso a atención médica, pero no lo hará por el humo del tabaco. Ni ellos, ni ninguna de las millones de personas que viven en los barrios de chabolas, hogar del 60% de los habitantes de la capital de Kenia.

Hambre, desesperación y miedo en Kenia

Los jardines de Moi se encuentran junto al centro de la ciudad de Karicho. Sin embargo, es tal el miedo de los desplazados, que no se animan a salir, que permanecen allí a pesar de la lluvia, de la falta de recursos. Temen a los que fueron sus antiguos vecinos. Temen a esos jóvenes kalenjin que se pasean por las inmediaciones, amenazantes.

“Vinieron por la noche y nos echaron. Después quemaron nuestra casa”, me dice Isack Nidchu, que es ingeniero y pertenece a la etnia kikuyu.

– “Yo nací aquí, soy de aquí, pero me tengo que ir”.

– ¿Y qué vas a hacer?

– Tengo parientes en Nakuru. Iré con ellos y buscaré trabajo como ingeniero.

– ¿Y qué sientes hacia esos vecinos que te echaron de tu casa?

– No los odio, pero sí les tengo miedo. Nos queremos ir de aquí en cuanto sea posible.

Estos días, los periódicos recogen numerosas historias de familias que, al recibir a los desplazados, se están viendo sometidas a una enorme presión. Familias que, de diez o veinte integrantes, pasaron a tener cincuenta, sesenta. Carecen de espacio suficiente para dormir. Han tenido que sacar los cubiertos que usan para las bodas y las ocasiones especiales. Sufren escasez de comida.

Observo al hermano de Isack, que ordena la ropa que han podido rescatar, bajo el calor insoportable, en medio de polvo y el gentío. Acomoda los calcetines, las camisas en una caja de metal. Han creado una suerte de cerco con las maderas que rescataron de su vivienda, y han colocado las cosas de valor en el medio. Por las noches hacen guardia para que no les roben nada.

Sigo con mi cámara al hijo menor de Isack, que juega con un coche hecho de lata entre la gente, entre las tiendas. Según el periódico Daily Nation, más de 100 mil niños aún permanecen en los campos de desplazados. Expuestos a enfermedades, abusos. Sujetos a una gran presión emocional, por esa incertidumbre y ese miedo que perciben en sus padres.

Después me acerco a la mujer de Isack, que cocina para todos con la ración de maíz que les han dado en la Cruz Roja. La tienda que han armado está atiborrada de cosas. Cuadros, fotos de familia, adornos. Lo poco que han podido salvar del naufragio.

Junto a los jardines de Moi se encuentra la iglesia AC Karicho, desde la que la Cruz Roja organiza y distribuye la ayuda humanitaria para las 5.213 personas que aquí se han congregado.

Una joven, cuyo nombre es Mercy, recoge del suelo los granos de maíz que se ha caído de las bolsas de la Cruz Roja. Una imagen desgarradora, que habla de la desesperación y vulnerabilidad de esta gente, que en cuestión de horas perdió lo que había conseguido en toda una vida.

Al verme retratar a Mercy, uno de los pastores de la iglesia viene a regañarla indignado. Traje cruzado, zapatos de cuero. Manos en los bolsilos. Le dice que está dando una mala imagen del país, como si nadie la estuviera ayudando. Ella se disculpa y se va.

Sin hogar en Kenia

Más de 300 mil personas han tenido que abandonar sus hogares en Kenia desde el comienzo de la crisis post electoral que ya ha terminado con la vida de mil kenianos.

En los accesos a Nairobi se ven familias con carros de los que sobresalen camas de madera, mantas, botes de plástico, bártulos para cocinar. Algunas permanecen a un lado de la carretera, exhaustas, sentadas sobre los pocos muebles que han podido salvar del naufragio. Otras avanzan lentamente, con gran esfuerzo. Se dirigen hacia Jamuhuru Park, el lugar en el que Gobierno está albergando a los desplazados en la capital.

Jamuhuru Park es una suerte de IFEMA, con pabellones para eventos agrícolas y un gran estadio. Las miles y miles de familias que han venido aquí en busca de refugio pasan las noches en las cuadras donde regularmente se exponen caballos y vacos. El lugar, tapizado de plásticos de UNICEF, desprende un insoslayable olor animal.

El resto del día los desplazados esperan a que les den la noticia de que ya se pueden marchar, de que el gobierno o la Cruz Roja han puesto a su disposición los medios de transporte que tanto ansían. Para ello se agrupan según el lugar de procedencia y anotan sus nombres en una lista.

Un colega keniano me dice que Jamuhuru Park se encuentra en calma en comparación con otros campos de desplazados que ha visitado. Allí ha recogido denuncias de abusos sexuales, de enfrentamientos. Lo paradójico de la situación es que desplazados kikuyus y lúos terminan en los mismos sitios.

No me sorprende descubrir que para matar el tiempo los niños juegan en todas partes, corren, gritan. Tanto es así que se han montando improvisados toboganes con tablas de madera sobre un montículo de tierra. La misma clase de escapatoria lúdica, de abstracción en el universo de la infancia, he descubierto en los campos de Uganda, de Sudán o Gaza.

Tampoco me llama la atención ver que las mujeres lavan la ropa, rebelándose así mismo contra la decadente realidad que las rodea. Tratan de dar cierta normalidad a una situación tan traumática.

Anne Atieno es oriunda de Kisumu, donde la mayoría de la población es lúo. Pero hace años se mudó a Tikha, una región predominantemente kikuyu. Con esfuerzo trabajó para progresar. Tenía un puesto de venta de pescado.

Cuando comenzaron los enfrentamientos, los kikuyus quemaron su casa, destruyeron su negocio, y la obligaron a marcharse junto a sus cuatro hijos. Ahora, Anne vuelve a su tierra ancestral con las manos vacías. Tiene 34 años y se verá obligada a empezar de cero.

Marta Auvino es un poco mayor, cumplió 40 años hace poco tiempo. Su historia se parece a la de Anne. Entre golpes e insultos cogió lo poco que pudo y dejó atrás su casa, que rápidamente fue incendiada por la multitud.

“Tenía tanto miedo que no me importaban la cosas. Lo único que quería era escapar con mis hijos. Pensaba que íbamos a morir”, afirma. Y, a continuación, cuando le pregunto qué siente hacia los kikuyus, me responde: “No tengo odio, sólo tristeza, una gran tristeza”.

Comienza a anochecer en Jamuhuru Park. La gente hace cola en el estadio para recibir una ración de alubias. Se empuja, se impacienta. Los jóvenes voluntarios mantienen a la multitud a raya empleando palos de madera.

Con resignación, la gente vuelve a las cuadras recubiertas de plásticos o se sienta en el césped del estadio a comer con las manos.

Las elecciones democráticas que pensaban que los iba a acercar a la prosperidad de la que goza otra parte del país, a través del gobierno de Raila Odinga, los han sumergido aún más en miseria. Los han dejado sin nada.

Marcados para morir en Nairobi

Primera mañana en Nairobi. Me dirijo a Kibera, el barrio de chabolas más grande del mundo, y uno de los epicentros de las luchas tribales en Kenia.

Desde las negociaciones del pasado viernes entre Kofi Annan, el presidente Kibaki y el líder de la oposición Odinga, la violencia parece haberse moderado en la capital. Sin embargo, los enfrentamientos continúan en el resto del país. Durante el sábado y el domingo, setenta personas fueron asesinadas.

Mi buen amigo Patrick Kimawachi – al que podéis conocer mejor en este vídeo -me conduce por las zonas de Kibera que a lo largo del pasado mes se convirtieron en un campo de batalla. Casas quemadas, terrenos baldíos. “Hasta hace dos días usaban machetes, tiraban con arcos y flechas que compraban a los masai”, me comenta.

La tensión se hace tangible en el ambiente, en las familias que aprovechan esta precaria paz para recoger sus pertenencias y partir, en las miradas que se cruzan, en algunos comentarios que nos hacen al caminar.

La última noticia, que nos dan en la puerta de un garito de mala muerte llamado “Ghettos Bar”, es que esta mañana varias casas han amanecido marcadas. Dicen que son en represalia por una serie de hurtos que tuvieron lugar ayer. Y que los habitantes de estas moradas, o se marchan inmediatamente, o está noche “serán colgados”.

Seguimos las indicaciones hasta el grupo de casas marcadas, que se encuentran en lo alto de Soweto, uno de los tantos barrios que conforman este asentamiento de techos oxidados y paredes de chapa y madera, que es Kibera.

Al conocer la noticia, Verónica Aoko, de 61 años de edad, ha venido corriendo, pues tres de las viviendas señaladas son de su propiedad. “Ahorré toda la vida para construirlas, y ahora las alquilo a tres familias. Si esta noche las queman, me quedaré sin nada”.

No sabe quiénes han sido los que la han sentenciado, ni por qué razón. Tampoco entiende por dónde se colaron para dibujar con tiza esa suerte de “v” ominosa. “La verja estaba cerrada, la han tenido que saltar”, explica.

Mary, su inquilina, recoge ya sus cosas, como tantos otros kenianos lo han hecho en estas semanas. Su marido, que había vuelto a la aldea de la que son originarios, ahora no puede regresar. “Pasaré la noche en una iglesia, y después veré qué puedo hacer”, afirma.

No sé si las amenazas se llevarán a cabo o no. Patrick me dice que es la primera vez que sabe de un incidente de esta clase, pero está convencido de que si no parten, esta noche colgarán a los habitantes de las casas. Lo que sí resulta evidente es que la estrategia del miedo, del horror, continúa latente, aunque de forma más silenciosa, subterránea. Mañana volveré a Kibera para ver qué ha sucedido.

Nos despedimos de Mary y Verónica en la puerta de su casa. “Ojalá todo esto termine pronto, no podemos vivir de esta manera”, señala esta última.

Las casas de sus vecinos también están marcadas. Muchas con una “v”, pero algunas con la letra “o”. Los habitantes de estas últimas parecen tranquilos.

“Son kikuyus”, me explica Patrick, “mientras que Mary y Verónica pertenecen a los lúo”.

Desembarco en la tensa calma de Nairobi

El aeropuerto de Heathrow parece haber estado haciendo méritos últimamente para salir de ese Tercer Mundo caótico y poco agradable en el que llevaba ya casi dos años sumergidos.

Han cambiado parte de las señales, que ahora son de color burdeos, y han terminado con la absurda política de una maleta por pasajero que tantos contratiempos creaba.

Sólo falta que vuelvan los carritos de toda la vida para que el mayor de los aeropuertos ingleses regrese a la normalidad y deje de ser un lugar de paso hostil, que no pocos viajeros intentan evitar.

En la terminal Cuatro encuentro el habitual panorama de coloridos trajes africanos, turbantes, saris. Escucho frases en bengalí, en swahili, en árabe, de quienes esperan a tomar los vuelos que desde aquí parten hacia las latitudes más recónditas.

La versión de bolsillo de Blood River me llama desde los aparadores de la librería H.W. Smith. Su autor, Tim Butcher, fue durante años el corresponsal del Daily Telegraph en África, aunque ahora está afincado en Jerusalén.

Un libro fascinante, elogiado por John Simpson, William Boyd y John Lecarré. Este último escribió que se trata de una “obra maestra”. Como coincido plenamente con la valoración, me tiento y lo compro para releerlo durante el viaje.

Un avión sin pasajeros

Los vuelos van vacíos y vuelven llenos”, me dice el sobrecargo de British Airways señalando con la mano a su alrededor. Y no miente: la mayoría de los asientos están desocupados, por lo que cojo tres para mí.

Una mala señal para la economía de Kenia, que vive en parte de los turistas que viajan para internarse en Masai Mara o para descansar en las playas de Mombasa. Un duro revés para el que era hasta hace un mes el país más próspero, estable y prometedor del África Oriental.

Como, duermo, leo. Sucesivamente. A golpe de las corrientes de aire que sacuden a la aeronave y que nos obligan a abrocharnos en cinturón de seguridad. Recorro las páginas de Blood River, que espero que algún editor publique en castellano.

Su autor, Tim Butcher, que hace un par de años se jugó la vida al repetir el trayecto que el periodista galés Henry Stanley – que paso a la fama por su frase: “Doctor Livingstone, supongo” – realizó a finales del siglo XIX para cartografiar el trazado del río Congo, explica a la perfección la realidad de este vasto país en el que cinco millones de personas han perdido la vida a lo largo de la última década y en que aún hoy mueren 45 mil al mes.

Muestra el cáncer que ha sido para la República Democrática del Congo la presencia de cobre, oro y coltán en sus tierras. Enseña la corrupción e ineficiencia de sus gobernantes, desde el sátrapa Mobutu Sese Seko, apoyado por Washington, hasta Laurent Kabila.

Describe la multitud de grupos armados como los mai mai, con sus niños soldados y sus violaciones sistemáticas como arma de guerra, y la nefasta influencita militar que Ruanda, el pequeño país gobernado por los tutsis, ejerce sobre la vasta, compleja e impenetrable ex colonia belga.

El odio tribal en segundo plano

Repaso algunos artículos sobre la situación de Kenia desde las elecciones del 27 de diciembre. Los reportes diarios de seguridad de la Embajada de EEUU.

Un exhaustivo análisis del Council on Foreign Relations señala que la violencia que hasta el momento ha causado 900 muertos, no responde tanto odios tribales, como a la rabia acumulada ante la corrupción, la mala gestión del Estado, la injusta distribución de la riqueza y la miseria.

Kenia ha sido reconocida como la cuna de la humanidad. Gracias a las excavaciones arqueológicas de la familia Leakey, se descubrió que del lago Turkana y el Valle del Rift salieron hace dos millones de años los primeros seres humanos que migraron hacia el resto del planeta.

Pero Kenia ha sido también un lugar de paso de flujos migratorios. En su territorio se hablan las principales lenguas africanas, incluso hay representantes del khoisan, la lengua con chasquidos hablada por los xhosas, a los que pertenece Mandela, y los bosquimanos en Sudáfrica.

Esto hace que Kenia sea un lugar diverso, formado por 42 grupos tribales y étnicos, en el que no ha habido una dualidad tribal como en la Ruanda de la que habla Butcher.

Según un estudio del año 2003 del Afrobarómetro, el 70% de los habitantes del país preferiría ser keniano antes que pertenecer a una tribu en caso de tener que elegir (el 28% de la población se considera keniana a secas).

La miseria y el “kitu kidogo”

Con respecto a la pobreza, Kenia es uno de los lugares del mundo con mayores diferencias entre ricos y pobres: ocupa el puesto número 148 de los 177 países estudiados por Naciones Unidas en 2007.

En lo referido a la corrupción, se sitúa en el puesto número 150 de los 180 estados evaluados por Transparency International. El pago de sobornos, que se duplicó en 2006, y que a los que llaman aquí en swahili “kitu kidogo” (algo pequeño), están a la orden del día en todos los niveles de la sociedad.

Lo que también tiene Kenia, y serviría asimismo para explicar el brote violencia, es un sistema sumamente centralizado y presidencialista, en el que el parlamento no es más que un elemento ornamental.

Es el presidente de turno el que elige a los jueces, el que controla las comisiones electorales y los presupuestos federales, el que puede disolver al parlamento. Por eso ganar las elecciones resulta tan importante. Es todo o nada para la oposición.

Y los presidentes han usado el poder para beneficiar a su propia tribu, principalmente a los kikuyus, que constituyen el 22% de la población. Según Bloomberg, las cabezas de la Bolsa, del Banco Central y de la Compañía Estatal de Energía Eléctrica, son kikuyus.

Dentro de las prácticas tribales, los candidatos también arman y financian a grupos de jóvenes leales como fuerza de choque, lo que explicaría la violencia desatada en cada una de las elecciones anteriores: 1992, 1997 y 2002.

En un artículo aparecido hoy en La Nación, escrito por Luis Rosales, un buen amigo que trabajó como asesor para el candidato opositor Raila Odinga durante la campaña, señala sin lugar a dudas que las elecciones fueron “robadas” por el actual presidente, Mwai Kibaki.

Kibaki podría haber usado su poder, del que goza desde que ganó en 2002, para presionar a la comisión electoral a que lo declarara vencedor a pesar de que Raila Odinga tenía más votos.

Y ahí empezó todo. Los lúo, que esperaban que Odinga cambiara la ecuación de poder para poder así huir de la miseria opresiva e irrespirable de barrios como Kibera, tomaron los machetes y salieron a vengarse de los kikuyus de Kibaki.

Tierra quemada

En la pantalla del avión observo que estamos sobrevolando Juba, en el sur de Sudán, donde comencé a escribir este blog en junio de 2006. Un rato más tarde, me asomo por la ventanilla y descubro en medio de la noche un vasto y lóbrego territorio en el que resplandecen diversos incendios.

De la reunión del viernes entre Kofi Annan, Mwai Kibaki y Raila Odinga, salió el compromiso de terminar con los enfrentamientos en quince días. Nairobi ha pasado los últimos días en paz, pero las muertes se han sucedido en el Valle del Rift.

Me pregunto si esos fuegos que veo desde las ventanillas serán de las casas de kikuyus, lúos, kalenjins, quemadas por sus adversarios en Eldoret, en Nakura, para sumar así más desplazados a los 300 mil que han tenido que dejarlo todo y partir en busca de refugio.

Le transmito mi duda al sobrecargo. Lo único que me responde es que no le hace gracia tener que pasar la noche en Nairobi, que si fuera por él se volvería inmediatamente a Londres.

La versión del conductor

Me viene a buscar un coche al aeropuerto Jommo Kenyatta. La conversación que mantengo con Kenneth, el conductor, me sirve para comprender mejor la situación que cualquier artículo o informe que haya podido encontrar.

“La noche de las elecciones nos fuimos a dormir pensando que había ganado Raila Odinga. Todo el mundo lo creía así. La gente había votado por él. Por eso, cuando al día siguiente nos levantamos y vimos que Kibaki se había proclamado vencedor, que un millón de votos a su favor había salido de ninguna parte, pasó lo que pasó”.

“Para peor, los kikuyus habían salido a celebrar, y eso le pareció un insulto a los que sentían que les habían robado las elecciones”. -Pero ¿por qué reaccionaron con semejante violencia?

-Porque es una forma que tiene la gente para hacer notar su rabia por lo que les sucedió.

– ¿Y el odio tribal tuvo tanto que ver?

-Cuando las cosas van bien, aquí somos todos kenianos. Pero cuando hay problemas cada uno vuelve a su tribu.

– Entonces, ¿la culpa de todo sería de Kibaki?

– En Kenia siempre los presidentes han robado las elecciones. Moi lo hacía, pero no de esta manera tan descarada.

El 680, un tugurio desierto

En el mítico y desvencijado hotel 680 noto que apenas hay tres llaves en el panel de la recepción. El botones que me lleva la maleta dice que sólo han dejado un piso abierto, de los diez que tienen, ya que casi no ha quedado nadie por la violencia.

Al bajar al bar en busca de algo de comer, descubro que, si bien no hay turistas, siguen allí las prostitutas, tan tristes como siempre, más solas que nunca. “Mzungun, mzungu”, me dicen al verme pasar con la cena.

En el pasillo de la décima planta, el guardia de uniforme azul, y biblia en la mano, duerme en su silla. En la habitación la televisión no funciona, el ventilador hace un ruido infernal. De Internet, ni hablar. Las calles se encuentran en silencio, desiertas.

Preparo los números de teléfono de las entrevistas que mañana lunes comenzaré a hacer a primera hora. Cojo la magnífica obra de Tim Butcher y me tiro en la cama de esta mustia y desabrida habitación.

Resuenan en mí una de las últimas frases que me dijo Kenneth antes de despedirse: “Basta que un político diga una palabra para que haya otro baño de sangre”.

La secta mungiki decapita a sus adversarios en Kenia

Aprovecho la terrible situación de violencia tribal en Kenia, que tiene como principales protagonistas a los kikuyus y a los luo, para seguir escribiendo sobre los muginki, organización que se hizo famosa por decapitar a sus oponentes, beberse su sangre, y desmembrar a niños.

Tema esquivo y complejo el de las sectas secretas africanas, acerca del cual, siempre que desembarco en Nairobi, mi base en el continente, intento conseguir nueva información.

Como comentaba ayer, Hezekiah Ndura Waruinge, uno de los fundadores del grupo, afirma que surgieron en los años ochenta en forma de milicia popular, o escuadrones de la muerte, para proteger a los agricultores kikuyus en sus disputas territoriales con los masai y contra el gobierno de los kalenjin.

Dice que tomaron su modelo de organización de los guerrilleros mau mau, que lucharon contra el brutal poder colonial británico (sobre este periódico histórico os recomiendo el magnífico libro El mundo incierto de Vikram Lall).

En los años noventa, con el beneplácito del presidente Daniel arap Moi, los mungiki se trasladaron a Nairobi, donde se hicieron cargo por la fuerza del negocio de los matatu (minibuses) que como bólidos recorren la ciudad.

Se organizaron en células de 50 integrantes divididas a su vez en cinco patrullas. Y poco a poco, con el apoyo de políticos locales, se fueron haciendo cargo de otros negocios: la recogida de basura, la venta informal, la construcción ilegal.

En defensa de los «valores africanos»

Un rasgo que caracteriza a muchos de los miembros de la organización, en su mayor parte jóvenes kikuyus sin empleo, es que llevan el pelo a lo rasta. En teoría, su ideario se base en la defensa de los valores africanos y el desdén por toda influencia occidental, incluido el cristianismo. En las zonas bajo su control militan activamente a favor de la mutilación genital femenina, práctica prohibida por ley en Kenia y que se dejó de aplicar entre los kikuyus como consecuencia de la influencia de los misioneros occidentales.

En un artículo publicado en junio del 2007 por el New York Times, la encargada del distrito norte de Nairobi, Charity Bokindo, señala que va armada y lleva guardias de seguridad porque los mungiki la amenazaron con circuncidarla.

Los rituales de iniciación de los mungiki tienen lugar durante la noche, e incluyen el sacrificio de una cabra y la mezcla de su sangre con un brebaje de raíces silvestres que es bebido por todos. El hermetismo que rodea al grupo, y la violencia extrema de sus crímenes, le han hecho ganarse el calificativo de secta.

Según afirma Isabel Coello, corresponsal durante años de la agencia EFE en la región, los mungiki podrían contar con cuatro millones de seguidores, aunque la cifra que manejan las autoridades es de 500 mil integrantes.

Una organización criminal

Lo cierto es que más allá de sus supuestos “ideales africanistas”, y de la brutalidad inexplicable de sus crímenes, esta organización kikuyu actúa ante todo como un grupo criminal en toda regla. En Mathare, el segundo barrio de chabolas más grande de Nairobi, donde tienen su base de operaciones, empezaron a recolectar impuestos por el agua y la luz como si fuera la mafia siciliana. Hecho este que le valió la confrontación con los vecinos, que se organizaron en un grupo conocido como los Talibán (sin relación alguna con el islamismo).

También dominan el negocio de la venta de alcohol ilegal conocido como changaá, que en tantos casos a provocando ceguera a quienes lo beben (y que es más fuerte que el buzaá que bebo en el primer vídeo de Un día más con vida). Todo este entramado mafioso ha hecho que sus líderes amasaran verdaderas fortunas.

Pero su influencia además se extiende a ciertas zonas periféricas, donde aterrorizan a la población, y mantiene su poder a través de asesinatos horrendos. No es poca la gente que en Kenia cree que los mungiki cuentan con el apoyo de algunos políticos, ya que constituyen una importante fuerza de choque. Un apoyo que jugaría en contra a la hora de tratar de desarticular al grupo.

Guerra abierta y miles de muertos

En el año 2002, más de cincuenta personas murieron en enfrentamientos entre los conductores de matatus y los mungiki. Fue entonces cuando la justicia declaró ilegal a la organización. Entre los crímenes que se le achacan, está el asesinato de una familia estadounidense: Jane Kurua y sus dos hijas, que está siendo investigado por el FBI.

A lo largo del 2007 la violencia se ha recrudecido. Según el Washington Post, panfletos de los mungiki llamando a la gente a levantarse contra el poder y a recuperar los valores morales de antaño fueron repartidos por Nairobi.

Se cree que formaba parte de una estrategia de los mungiki para caldear el ambiente antes de las elecciones, ya que el candidato luo Raila Odinga era el favorito para ganar. En junio de 2007, en los distritos de Muranga y Kiambu, a unos cincuenta kilómetros a Nairobi, seis personas fueron decapitadas por los mungiki.

Organizaciones de derechos humanos como Aministía Internacional denuncian las matanzas indiscriminadas de la policía en su lucha contra los mungiki. En noviembre de 2007, la ONG Oscar Foundation Free Legal Aid Clinic-Kenya señaló que ocho mil personas habían sido asesinadas en cinco años, y que otras cuatro mil habían desaparecido.

Un drama africano

Ahora que la violencia tribal se ha apoderado de Kenia, algunos periódicos como el Herald Tribune han informado que los mungiki están encabezando a la respuesta contra los luo, que han matado a centenares de personas en los últimos días.

Aunque invisibles para el ojo del viajero occidental que llega a Kenia, país próspero como pocos en la región, para hacer el safari de rigor en Masai Mara, lo cierto es que las sociedades secretas como los mungiki tienen una larga historia en África, y hablan de la pobreza, la frustración, el tribalismo, la falta de educación y las oscuras tramas de poder político y corrupción que asolan al continente.