El año pasado, durante el 15º aniversario de la masacre de Srebrenica, coincidimos con Gervasio Sánchez en Bosnia Herzegovina. Aquí podéis ver el vídeo de la entrevista que mantuvimos, en la que nos anticipaba el extraordinario trabajo que meses más tarde haría público sobre los desaparecidos.
Gervasio es en cierta medida la antítesis de algunos de esos periodistas que la semana pasada, en las tertulias de radio y televisión, lanzaron especulación infundada tras especulación precipitada, sobre la muerte de Bin Laden (la lista resulta extenuante: incluye desde las teorías más peregrinas sobre el helicóptero Blackhawk MH-60, sobre la actuación de los Navy Seals, sobre la supuesta diálisis del terrorista; pasando por la notable ausencia de conocimientos de Pakistán y su historia: el doble juego de Islamabad por su rivalidad con India y la búsqueda de influencia como contrapeso en Afganistán, la participación del ISI en este juego y en la gestación de los talibán en tiempos de Benazir Bhutto, los ataques de los Predator ordenados por Obama en Waziristán en los últimos años…).
El show debe continuar
Para estos periodistas parece que lo importante es decir algo, lo que sea, sentenciar, pontificar, aunque no se tengan datos contrastados, aunque apenas se sepa de los que se está hablando, aunque las versiones que dio Leon Panetta fueran todo menos diáfanas y coherentes. Nunca he escuchado decir a ninguno: “Perdón, por ahora de esto prefiero no opinar porque no tengo suficiente información”.
La cultura del ruido, del show mediático, de Belén Esteban y Mourinho, con la paradoja de que es mucho más reconocida y está mejor pagada que la labor de fondo de gente como Gervasio. No digo que sean así todos los llamados “tertulianos”, pues los hay que son comedidos en sus opiniones, que se documentan, pero lo que prima en general es la pasión por estar allí, frente a la cámara, al micrófono, antes que el contenido.
Una forma de entender el periodismo que queda especialmente en evidencia cuando se habla de política internacional. Un modelo generado no tanto por los propios periodistas sino por la desidia de los directivos de los medios. ¿Tanto cuesta coger el teléfono y llamar a expertos, como se hace la mayoría de los países desarrollados? ¿Tanto cuesta armar una mesa de debate especial para ciertos temas, con gente que realmente sabe?
Lo triste es que, ante el desconocimiento que se tiene de las cuestiones internacionales, lo que muchos hacen es cogerse de la ideología de bandera, de izquierdas o derechas, progresista o conservadora, aquella por la que los eligen para equilibrar la mesa de debate, y correr al monte.
La realidad global del siglo XXI es más compleja, dinámica, y escapa a estas categorías aunque muchos oyentes, televidentes o seguidores de Twitter caigan en la trampa de sentirse identificados, de jalear estas teorías partidistas, precipitadas, sesgadas, que quizás tengan sentido cuando se habla de política local pero no cuando se mira a nuestro cambiante mundo.
Volver para tomar perspectiva
Gervasio, en contrapartida, realiza un periodismo de fondo, pausado, donde la responsabilidad es la guía. Una responsabilidad que seguramente deviene de la dimensión humana de las historias que cuenta, del vínculo que ha establecido con sus protagonistas, del hecho de que está en el terreno, con la gente, y no en la mesa de una radio a miles de kilómetros de distancia de donde suceden las cosas.
Uno de esos reporteros que, además, no se contentan con contar una historia y seguir adelante sin mirar atrás, respondiendo a la demanda de inmediatez del show mediático, sino que suele volver pasado cierto tiempo para situar a los protagonistas de sus relatos fotográficos en perspectiva. Estrategia narrativa que nos aleja del furor de las noticias y que nos permite reflexionar y sacar conclusiones con fundamento.
Lo hizo con sus famosas Vidas minadas, y lo estaba haciendo también el pasado año cuando nos encontramos en Sarajevo. Su trabajo sobre Bosnia, a través de los años, lo encontramos en el libro Sarajevo 1992-2008, de la editorial Blume.
En este blog también hemos tenido la posibilidad de volver sobre ciertas historias. Lo hicimos en Kenia tras las matanzas de 2008, en la India y en Uganda, pero sobre todo a lo largo de los últimos cuatro años con las víctimas de la violencia sexual en la República Democrática del Congo: Vumilia, Jane, Janette, Emerance…
De los trabajos de esta clase, sin dudas el más famoso es el de Steve McCurry con la foto de la niña afgana, Sharbat Gula, que en 2002 regresó a la portada de National Geographic siendo ya una mujer.
El legado de Chris Hondros
Hoy, destacar uno que al menos a mí me ha resultado profundamente conmovedor. Una descripción del horror de la guerra difícil de superar, en la que se da ese extraño cambio de roles del que ya hablamos en alguna ocasión: cuando uno de los que se dedica a dar voz a las víctimas supera el muro, pasa al otro lado y se convierte a su vez en víctima.
Se trata del fotógrafo Chris Hondros, que murió recientemente en Libia junto a Tim Hetherington, director de Restrepo. Se trata de una de sus fotografías más famosas, que muestra a una niña ensangrentada segundos después de que soldados de EEUU matasen por error a sus padres.
Tim Arango, del New York Times, viaja a Mosul para encontrarse con esta niña, convertida ahora en adolescente. No había visto nunca la imagen. Su nombre es Samar Hassan. La suya es una de esas historias que nos alecciona y nos dan perspectiva a través del ruido, el sinsentido y la furia de la guerra (y, lamentablemente, de tantos medios de comunicación).
Foto: Chris Hondros/Getty