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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Sumon, discapacitado y sin hogar en Calcuta

Hace dos semanas contábamos en este blog la historia de Nepal Sarnakar, un adolescente discapacitado que vive en un barrio de chabolas situado al sur de Calcuta. Hoy, gracias a la labor de David Earp, está recibiendo ayuda médica especializada.

Esto permitirá a sus padres saber al menos qué mal lo aqueja, y quizás dé la oportunidad al joven de comenzar a recorrer el camino hacia una existencia menos dura y terrible de la que padece en estos momentos.

Sumon fue uno de los primeros integrantes del hogar que David Earp creó en Calcuta hace diez años y que al que le puso de nombre Shuktara, que en bengalí quiere decir estrella de felicidad.

“Nos llamó una organización para decirnos que había un niño en la estación de tren de Howrah”, recuerda. “Fuimos a verlo. Nos explicó que su familia le había sacado la ropa, lo había cubierto de suciedad y le había atado diez rupias en un pañuelo antes de abandonarlo”.

Sumon es un adolescente sonriente, alegre, que, a pesar de la parálisis cerebral, cada día coge su mochila y parte hacia la escuela. “Al principio estaba tan traumatizado que nadie se le podía acercar. Con el tiempo se fue abriendo. No puedo juzgar a sus padres, la vida en la pobreza es muy difícil”.

“En Sumon verás una gran mejoría en la certeza de quién es, en el sentido de su independencia”, continúa David. “Está mucho más convencido de lo que quiere. Y creo que esa es una de las cosas más importantes de Shuktara, que les damos a los niños una sensación de apreció hacía sí mismos”.

Una familia

De los 16 integrantes que tiene Shuktara, algunos son sordomudos y otros sufren parálisis cerebral. Todos han sido niños de la calle, huérfanos o ignorados por sus familias.

Si hay algo que sorprende de Shuktara es que no parece una institución, sino una casa normal, en la que los niños juegan, ven la televisión, andan en bicicleta, van al cine. “Esa era una cosa muy específica que yo quería, que fuera una familia para los niños, que esta fuera su casa”, afirma David.

Los domingos por la tarde, la terraza del hogar se llena de jóvenes que compiten con sus cometas. Además de los integrantes del hogar, hay compañeros de escuela y vecinos del barrio.

“Existe una gran discriminación. Si se paran en una esquina y gesticulan con la mano, hay gente que se burla de ellos. Muchos piensan que los sordomudos son tontos. Este es un lugar seguro, donde se siente aceptados cómo son”, afirma David, que tiene 51 años.

Animarse a cambiar

Cuando mira hacia el pasado, David se siente satisfecho. “Lo más importante para mí es cuando recorro la ciudad a diario y veo a gente cómo mis niños que está en la calle. Cuando veo a tíos locos en la calle, gritando, con cosas atadas a sus cuellos. No comen nada, permanecen sentados en la calle sin hacer nada. Me digo que ese podría haber sido Sunnil o Anna”.

“Su seguridad lo es todo para mí, que siempre tiene este lugar para estar, siempre tiene este lugar para encontrarse seguros. Son gente joven indefensa. Aunque ahora se vean bien, son aún muy vulnerables”.

Con respecto al cambio de vida, sostiene que dejar su negocio de tienda en Portobelo y mudarse a Calcuta ha sido más fácil de lo que pensaba. “Desde Occidente parece muy difícil dejarlo todo, pero si hay algo que puedo decir a la gente es que se anime a hacer sus sueños realidad, que vale la pena”.

Vivir junto a los trenes de Calcuta

En los barrios de chabolas que en Calcuta han surgido junto a las vías de los trenes, el ritmo de vida lo marca el constante trajín de locomotoras y vagones que arranca al alba y que no termina hasta pasada la medianoche.

Apenas un nuevo tren se perfila en la distancia, los habitantes del asentamiento del puente de Tollygunge se avisan mutuamente. Los niños dejan de jugar y se apartan a un costado; las mujeres recogen la ropa que están lavando o sacan del fuego los cazos renegridos y las sartenes para meterlos en sus casas.

Segundos después se escucha un estruendo ensordecedor, el suelo tiembla, y los vagones se suceden con ese sonido acompasado, inconfundible, de su traqueteo sobre los durmientes. No en pocas ocasiones, alguno de los pasajeros les regala a los habitantes del barrio un escupitajo de rojo de nuez de betel o algo de basura que arroja por la ventanilla.

Marcado a perpetuidad

Una vez que el convoy ferroviario ha pasado, las mujeres, hombres y niños vuelven a sus actividades cotidianas que van desde hacer la colada, bañarse, cocinar, jugar a las cartas, remontar cometas o simplemente conversar.

Las vías del tren, a las que desembocan sus paupérrimas casetas, conforman una suerte de patio común en el que manera intermitente, constantemente interrumpida, intentan llevar una existencia lo más normal posible.

La vida de Krishna quizás esté más condicionada que ninguna otra por el lugar en el que se encuentra su barrio. Vecino de Nepal, el niño discapacitado cuya historia conocimos la semana pasada, perdió la mano cuando jugaba a pocos metros de su vivienda.

“Como siempre sucede, al oír que venía un tren, nos apartamos”, explica Mongol, padre de Nepal y tío de Krishna. “De repente vi que el pequeño no se movía. Era muy pequeño, tenía tres años y la mano se le había quedado atrapada en las vías. Corrí hacia él, traté de liberarlo pero no pude hacer nada”.

A pesar de todo, en cada ocasión en la que visito el barrio de chabolas de Tollygunge encuentro a Krishna jugando junto a sus amigos en el único espacio que tienen a su alcance, en los raíles del trazado interurbano que recorre el sur de Calcuta.

Ser discapacitado en un barrio de chabolas indio

Los barrios de chabolas surgen por doquier en Calcuta. Se asoman por debajo de los puentes, se ciñen a las márgenes de los canales que transportan los desperdicios cloacales, se escinden de las vías de los trenes. Quienes llegan huyendo de la pobreza de las zonas rurales, terminan en ellos, sufriendo sus terribles condiciones de vida.

Nepal Sarnakar pasa las horas justamente en el asentamiento que corre pegado al puente de Tollygunge.

La chabola en la que vive junto a sus padres y sus dos hermanos se encuentra a pocos metros de las vías de un tren interurbano. Cada pocos minutos se siente un estruendo ensordecedor, y todo tiembla, debido al paso de los vagones.

Nepal acaba de cumplir 13 años. Hasta hace relativamente poco no tenía problemas de salud. “Un día, volviendo de la escuela, se desmayó”, explica Mongol, su padre. “Desde entonces ha ido a peor. Míralo ahora, no se puede tener en pie”.

Como consecuencia de la enfermedad de su hijo, al que debe alimentar, bañar y cuidar durante el día, Mangal no puede trabajar. Se dedicaba a pedalear al frente de un cycle-rickshaw. El único sustento de la familia lo consigue su esposa, Sima, que se desempeña como empleada doméstica en la casa de una familia pudiente. Gana 4000 rupias al mes. Unos 59 euros.

Lo más terrible de la historia de Nepal no es sólo la discapacidad que sufre, que lo mantiene anclado en la chabola, inmerso en el insoslayable bochorno bengalí, sino que sus padres no saben qué lo ha dejado en semejante estado.

“Vendimos todo lo que teníamos de valor para llevarlo al hospital, pero los médicos no nos han dado una respuesta y no tenemos más dinero. Ni siquiera puedo comprarle un ventilador para que no pase tanto calor”, explica Mangal. «Los vecinos han hecho una colecta, pero no es suficiente, somos gente pobre».

Ante la falta de recursos de su padre, las posibilidades de que Nepal pueda someterse a los estudios necesarios para diganosticar la enfermedad que lo ha dejado postrado, son escasas. Y mucho menos aún, que posteriormente reciba el tratamiento correspondiente.

Millones de habitantes de chabolas en Calcuta, pero también en todo el mundo, carecen de acceso a la asistencia sanitaria. Esto no hace más que agravar la situación de vulnerabilidad ante el ambiente insalubre y hostil en el que viven, con falta de agua corriente, de basuras, al margen de cualquier protección estatal.

Paradójicamente, ellos sí brindan un servicio a la comunidad, ya que se desempeñan en labores de escasa cualificación como conductores, obreros, asistentes de hogar.

El perro de Giacometti

No sé si Alberto Giacometti, el magnífico artista suizo, estuvo o no en la India. Pero para mí, los perros de sus famosas esculturas han sido siempre perros indios.

Me encuentro con uno de estos animales en las puertas del New Market de Calcuta. Un perro de ojos húmedos y legañosos, de piel apolillada y desteñida, que avanzan con dificultad, arrastrando una pierna, temblando por el esfuerzo.

Un trémulo hilo con cuatro patas, un rabo oculto entre las piernas, y dos orejas tristes, vencidas, dobladas sobre sí mismas, como las alas de un sombrero mojado. Un esbozo de perro.

Observo cómo lo echan a patadas de la puerta de una tienda, cómo camina lentamente a través del tráfico, cómo termina buscando algo de comer en un basural entre niños, cuervos y cerdos.

Llevo 15 años recorriendo la India sin encontrar atisbo alguno de su tan cacareada espiritualidad. Al contrario, me parece uno de los lugares más despiadados del planeta. Las familias que malviven en las calles, los pobres que no encuentran atención en los hospitales, el racismo que enturbia hasta la asfixia las relaciones sociales.

Por si estas observaciones pudieran ser consecuencia de un rapto de subjetividad desmedida por mi parte, basta con repasar las estadísticas sobre tráfico de personas, violencia contra las mujeres, trabajo infantil. Contrastar los índices de distribución de la riqueza.

Ser pobre, de casta baja y provenir del campo en cualquier gran ciudad de la India significa estar abocado a la explotación, el maltrato sistemático y la exclusión. Ser un perro de Giacometti resulta igual de terrible.

Ni santidad ni estigma en la miseria

En la entrada al barrio de chabolas, entre decenas de bártulos, sobresale un bidón de plástico blanco. En su interior se vislumbra la lóbrega silueta de una gallina que, a pesar de la asfixia, no deja de moverse. Picotea nerviosa las paredes de la estrecha prisión en la que está atrapada.

A primera vista podría parecer un acto de inmensa crueldad encerrar a un animal de esa forma, sin dejarle espacio para que respire, si no fuera porque las vidas de sus dueños resultan igual de sofocantes.

Pocos lugares más denigrantes he conocido en esta ciudad que no se caracteriza justamente por el civismo y el respeto a la dignidad humana. Debajo del puente que flanquea el crematorio de Kalighat, y que cruza uno de los tantos cursos de agua hedionda que corren en paralelo al río Hoogly, decenas de familias han construido sus casas con chapas, cartones y telas raídas.

Demás está decir que el sitio se encuentra sitiado a perpetuidad por la penumbra, que cuando las aguas crecen se anega de materias fecales, que el constante paso de coches, autobuses y camiones genera un ruido ensordecer.

Los niños presentan un aspecto sombrío, poco sano, ajenos a la luz y rodeados de ratas y basura. Las madres, a pesar de los esfuerzos que realizan por llevar una existencia lo más normal posible, tienen los saris harapientos, sucios.

En busca de Dipti

Pregunto por Dipti Porchás, a quien conocí hace un año y cuya historia rodé para este periódico. Sé que murió hace cuatro meses. Una mujer, con el rostro quemado, me mira indiferente. «Dame dinero», musita en bengalí.

Otra, que encuentro en el sombrío interior de una chabola, empieza a contar una historia deshilvanada, que no tiene sentido. A nuestras espaldas, rompe una pelea. Dos vecinas se insultan a gritos.

Finalmente, Baby Mondol, una joven de 20 años y madre de tres hijos, cuyo marido trabaja conduciendo un rickshaw, me habla de Dipti Porchás mientras cocina.

No escucho un relato cándido, de esos que algunos autores suelen escribir acerca del supuesto virtuosismo de los pobres. Al contrario, es una narración de brutal indiferencia.

Pensar que la miseria entraña cierto halo de santidad resulta tan equivocado como considerar que la India – donde la gente muere en las puertas de los hospitales sin recibir ayuda, donde los cadáveres quedan durante días tirados en la acera sin que nadie los levante, donde el racismo es el pan de cada día -, pudiese llegar a ser la meca de la espiritualidad.

Claro que hay gente que, a pesar de la pobreza, sorprende por su generosidad, por su entereza. Pero se trata de algo anecdótico. No creo que debamos observar a la miseria ni como estigma ni como bendición. Quienes están atrapados en ella hacen lo que pueden por subsistir. Admirable y reprobable. Bueno y malo. Sólo debemos verla como el vergonzoso resultado de nuestro fracaso colectivo.

Morir bajo un puente en Calcuta

¿A cuántas personas puede entrevistar a lo largo de un año un reportero, como el que escribe estas palabras, al que le gusta bastante dar la lata? ¿Cien? ¿Doscientas? ¿Trescientas?

Sólo en una ocasión traté de contarlas. Fue al terminar de escribir este blog desde Gaza. Los heridos en hospitales, sus familiares, los médicos, enfermeros, milicianos, militares, portavoces varios, políticos, campesinos, viandantes, miembros de ONG, de organizaciones internacionales, formaban una vasta multitud de decenas de voces, de gestos, de miradas, que trazaban un retrato coral de la ignominia del bloqueo que aún hoy sufre el territorio palestino.

Supongo que se debe a este factor cuantitativo, y no a una suerte de alzhéimer precoz, que al repasar los cuadernos en busca de algún dato, o lo archivos fotográficos, me sorprenda al toparme con ciertas historias, tenga la sensación de que es la primera vez que me enfrento a ellas.

Pero hay entrevistas imposibles de olvidar. Y no me refiero a aquellas que se realizan a personalidades relevantes de la cultura o de la política, sino a las que emocionan profundamente. Aquellas que marcan, que se quedan arraigadas a pesar del paso del tiempo.

Una de ellas es la de Dipti Porchás, que realicé hace ya más de un año en Calcuta y que apareció en el vídeo publicado por este periódico. Di con la anciana por casualidad, en una lóbrega tarde de monzón, mientras trataba de mostrar cómo es la vida en las calles de esta ciudad.

Llovía, el sol se ocultaba y con el agua a la altura de los tobillos apareció Dipti para enseñarme su chabola, para quejarse de la constante inundación, para afirmar que estaba sola, que no tenía hijos. Las manos temblorosas, la voz quebrada.

Justamente por eso de que su testimonio se ha obstinado en vencer al olvido, regreso al barrio de Kalighat para ver cómo le van las cosas. Su vivienda hecha con cartones, plásticos y maderas está cerrada. Las vecinas me dicen que murió hace cuatro meses.

Siento pena, impotencia. Y quizás, por más duro que suene, hasta cierto alivio de que no siga allí, padeciendo unas condiciones de vida que son una afrenta para nuestra dignidad colectiva.

A partir de ese momento, de la noticia que me dan, intento averiguar quién era esa mujer de 62 años.

Insomnio bengalí

No sé si es la edad, pero cada día me cuesta más adaptarme a los cambios de horario. Las primeras noches en Kabul, durante el mes de junio, las pasé insomne. En el Congo no tuve problemas, pues la diferencia con España es mínima.

Pero aquí, en la India, otra vez me encuentro a mí mismo con los ojos abiertos como platos hasta que la luz empieza a clarear en la ventana, los cuervos vuelven a desquiciar al personal con sus graznidos y los niños que trabajan en una lavandería vecina se acuclillan a aporrear acompasadamente la ropa contra el suelo.

Terminado el libro de John Le Carré que algunos de vosotros me habéis recomendado, una forma amena de conocer la realidad de los Kivus, busco alguna lectura que me ayude a matar las horas de este tedioso insomnio bengalí.

Los intelectuales

Mientras que el resto de los huéspedes duerme, camino en la penumbra hasta las estanterías polvorientas del decrépito caserón que da vida al hotel Fairlawn, donde me seduce una obra titulada “An Urban Historical Perspective for the Calcutta Tercentenary”. Se trata de una compilación de ensayos de intelectuales locales sobre la historia de la ciudad.

El debate sobre si se puede contemplar a Job Charnok, el comerciante inglés que llegó aquí en 1690, como el «padre» de la urbe, abarca no pocos folios. ¿No llegó en realidad en 1658? ¿No había aquí aldeas autóctonas cuando arribó? ¿Por qué considerar a otro invasor foráneo, como lo fueron antes los mogoles, fundador de Calcuta?

Pero lo que más sorprende del repaso a los 300 años de vida de esta ciudad de 13 millones de habitantes es que en ningún lugar se hace mención a lo que, al menos a los extranjeros, mayor consternación causa: la miseria. Como tampoco a sus antecedentes más dolorosos: la hambruna bengalí de 1943, por ejemplo, que causó cuatro millones de muertes (en octubre de aquel año se levantaron ocho mil cadáveres de las aceras).

En contrapartida, sí se lanzan interminables loas a su vida cultural. “Lo que Calcuta primero piensa, después lo hace la India”, afirma con orgullo uno de los autores. “Y los intelectuales debemos asegurarnos de que esto siga siendo así”.

Cierto es que se trata de la cuna cultural del premio Nobel de literatura Rabindranath Tagore, o del magnífico cineasta Satyajit Ray, y que no faltan salas de teatro o de música. Pero cuando sales de escuchar un recital en el Kala Mandir, inevitablemente te encuentras con familias harapientas en las aceras que, dando pasos a un lado y otro, debes esquivar.

Economía de mercado

Paradójicamente, en esta ciudad orgullosa de ser comunista, famosa por sus bandth (huelgas generales), ha sido el desembarco de la economía de mercado en los años noventa, de los empredimientos de los Tata y los Birla, la que le ha comenzado a transformar su aspecto, y no la obra de tantos intelectuales marxistas.

Aunque en esencia, nada ha cambiado: la gente pobre continúa muriéndose en la puerta de los hospitales, las familias siguen tapizando las calles, las condiciones de vida en los barrios de chabolas, tan brutales e inhumanas como siempre.

Quizás haya que esperar más tiempo para que la riqueza se filtre a los estratos olvidados. Quizás se trate de una tarea imposible: brindar cobijo a las riadas de miserables que llegan en busca de una oportunidad de progreso.

Por ahora, los pobres siguen naciendo y falleciendo en las aceras, aunque eso sí, de fondo tienen un anuncio a todo color de vacaciones en las Maldivas, un bonito coche japonés con los cristales tintados, o los televisores de plasma de los nuevos centros comerciales que aquí se inauguran casi a diario. Incluido aquel, situado en el barrio de Salt Lake, del que dicen con orgullo que es el “más grande del sur de Asia”.

Entre las míseras chabolas de Calcuta

La falta de oportunidades en el campo ha empujado a millones de personas a migrar hacia Calcuta con la esperanza de progresar. Desplazados de las zonas aledañas, aunque también de estados más distantes como el paupérrimo Bihar. Si bien la India sigue siendo un país rural, es tal el tamaño de su población, que ese éxodo irrefrenable ha sido suficiente para la fisonomía de las urbes receptoras.

Si se cuentan con escasos recursos, encontrar alojamiento en esta ciudad superpoblada, hostil y miserable, no resulta sencillo. La opción más simple, dormir en la acera, del modo en que lo hacen más de 200 mil personas. Sobre un lungui, una manta, unos cartones; bajo unos plásticos; o en la puerta del lugar en el que se trabaja como obrero de la construcción, camarero o porteador.

Otra posibilidad, un escalón por encima de la anterior, es hallar una habitación para alquilar en alguno de los barrios de chabolas que los recién llegados han ido construyendo debajo de puentes; junto a canales de agua, vías de tren, basureros; en callejones, escondidos, entre los edificios nobles de la ciudad.

El 57% de los habitantes de chabolas del mundo están en Asia. Suman 581 millones de personas. Calcuta es, sin dudas, una de sus capitales más destacadas con 2.011 asentamientos marginales registrados y 3.500 que son considerados ilegales. El promedio por habitación es de 13,4 personas, en estos espacios que aquí son conocidos como «bustees».

El peor de todos resultaba sin dudas el infame Canal Slum, construido junto a los desagües del norte de la ciudad. Un lugar hediondo, insalubre como pocos, ya que cada vez que llovía los desechos de las cloacas se metían en las casas.

Para mi sorpresa descubro han erradicado aquel lugar en el que tantas veces me sumergí con mi cámara. De algún modo respiro aliviado. Su mera existencia resultaba una afrenta.

Sin embargo, la satisfacción se ve atenuada cuando encuentro, en las inmediaciones, a muchas de las familias que allí vivían, tiradas ahora en la calle. Según me cuentan, cientos de policías llegaron una mañana secundados por bulldozers. Y allí terminó la historia, sin indemnización ni nuevo destino.

De la calle a la universidad en Calcuta

Rabia llevaba una vida humilde aunque ausente de carencias fundamentales, hasta que su padre sufrió un accidente que lo dejó discapacitado. Trabajaba en el aeropuerto Dum Dum de Calcuta. Y tuvo la desgracia de caerse de una escalera.

Según cuenta, en aquel momento tenía nueve años, y el declive económico y social de la familia resultó tan brutal como inevitable.

Las facturas del hospital, la pérdida del sueldo con el que pagaban el alquiler y compraban la comida, los fue llevando por distintos estadios progresivos de deterioro – en sucesivas casas de parientes que se cansaban de ellos, vendiendo todo lo que tenían de valor -, hasta que terminaron en las aceras del centro de la ciudad.

“Es la realidad de los países pobres como la India: no hay seguridad social, no hay red de contención. Una enfermedad o un accidente te puede empujar al precipicio de la miseria, te puede dejar sin nada. La clase media vive en constante peligro”, explica Alison Saracena, que vive en Calcuta y que conoce a Rabia desde hace diez años.

La madre de Rabia solía llevar un sari gastado, blanco – en señal de luto por su marido, que murió a los pocos años de cáncer, en la puerta de un hospital público que se negó a acogerlo -, y pasaba los días en la Park Avenue.

Mendigaba a los viandantes sentada sobre los viejos baldosones coloniales en compañía de sus tres hijos. “Era una vida muy dura. Las ratas, la suciedad, el desprecio con el que te trataba la gente”, explica Rabia, que hoy tiene 24 años.

Una oportunidad

La suerte de Rabia cambió cuando una organización local la llevó a un centro de acogida. Su hermano menor la acompañó también, pero su conducta hizo que al poco tiempo lo enviaran de regreso a las aceras. Allí ella retomó los estudios y poco a poco comenzó a destacar en base a no pocos esfuerzos.

Alison Saracena, que tiene en Calcuta una escuela de informática para jóvenes de escasos recursos llamada Uddami, le dio una beca y la comenzó a formar. “En el hogar no querían que Rabia diera el examen nacional de clase diez. Ella se los pedía, pero le decían que eso era para los chicos”, explica. “Finalmente accedieron y lo aprobó a la primera oportunidad, cosa que no había hecho ninguno de los varones”.

Tras terminar el curso de formación, Alison la contrató como maestra en su escuela. Hoy, seis años más tarde, Rabia es la directora del centro. Con lo que gana ha alquilado una casa en la que ha sacado a su madre y hermanos de la mendicidad en Park Avenue.

“Era su gran preocupación, el bienestar de su familia. Y lo ha logrado. Eso sí, su madre le trae muchos problemas. Después de todo lo que vivió no ha quedado bien de la cabeza. Cuando sale a la calle insulta a la gente. Imagínate, son musulmanes y están en un barrio hindú. Pero Rabia, a pesar de todo, sigue luchando. Y, como están las cosas ahora en la India, podrá llegar a dónde quiera”.

El futuro

La lucha de Rabia pasa por la universidad de Sikkim, donde asiste a primer año de la Licenciatura en Informática. Se levanta al alba para estudiar, asiste a clase y al mediodía parte rauda hacia Uddami.

Las otras maestras del centro ya piensan en casarse, pero ella dice que no, que es algo para cuando sea mayor y haya podido asegurarse el bienestar de los suyos. “Entonces quizás tenga mi propia familia”, afirma.

Bajo las aguas del monzón

Después de haber pasado los últimos meses entre Afganistán y el Congo, un breve desembarco obligado en la India para luego ya volver a Madrid y comenzar a preparar próximos viajes.

Pongo los pies en esta India húmeda, calurosa, cuyo crecimiento del 7,9% en el PIB se vislumbra en algunas nuevas infraestructuras, en los carteles que junto a la carretera desde el aeropuerto anuncian urbanizaciones de lujo, con piscina y gimnasio.

Pero que nulo impacto parece tener en la vida de las familias que bajo plásticos y entre bártulos viejos siguen tapizando las calles del centro de la ciudad de Calcuta al tiempo en que los primeros rayos del sol despuntan en el cielo.

En la televisión de la habitación número ocho del hotel Fairlawn aún pasan las imágenes de los desplazados provocados por las lluvias al norte de aquí, en Bihar, el estado con mayor pobreza de la India, y el que desde hace décadas provee a esta urbe de sus moradores más postergados, que llegan en busca de una oportunidad de progreso.

En la recepción protagonizo un nuevo reencuentro con la dueña del hotel, Mrs Violet, armenia de origen, que lleva décadas en la India. Y que a sus 87 años aún se muestra en forma, bromista, coqueta, con fuerzas para continuar al frente del viejo negocio familiar.

Y en las calles: los mismos mendigos de siempre, el mismo tráfico desquiciado, las mismas bocinas que encrespan los nervios, el mismo olor acusado a mierda, flores y especias, que caracterizan a esta urbe que fuera mi hogar.

Mientras preparo todo antes de salir a rodar retomo la tarea de reencontrar a los dos restantes protagonistas de esa foto que tomé hace ya 14 años, y que me ha acompañado en libros, reportajes, exposiciones, como una suerte de talismán. Saber qué fue de ellos, dónde están.