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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Reencuentro con víctimas de la violencia sexual en Congo (2)

A pesar de la discapacidad que sufre, Jeanette continúa enfrentándose cada día las empinadas y serpenteantes cuestas de Kadutu, uno de los barrios de chabolas más vastos y multitudinarios de la República Democrática del Congo.

Progresa hacia el centro de la ciudad de Bukavu en busca de trabajo. “Nadie quiere contratar a una mujer a la que le falta una pierna”, se lamenta mientras avanza lentamente sobre el suelo de tierra.

Desde que conocimos a Jeanette Mabango hace un año, su situación económica ha empeorado. Explica que se le ha terminado la ayuda que le brindaba la ONG Women for Women, para la que confeccionaba no sin poco esmero y talento pequeñas muñecas de tela, alambre, lana y cartón.

Jeanette, que vive en una escueta chabola de paredes de adobe en Kadutu, ausente de luz y agua corriente, dice que lleva tres meses de retraso en el pago del alquiler. Una deuda que asciende a treinta dólares (20,68 euros) y que ha llevado al casero a ponerse en campaña para echarla, lo que genera a Jeanette no pocas tensiones con los vecinos.

“Ahora, cuando vean que unos hombres blancos han pasado a visitarme, pensarán que tengo muchísimo dinero y me vendrán a molestar”, afirma.

Bienvenida Noelle

El otro problema acuciante que tiene es el comienzo de las clases. Debe pagar la matriculación de sus cuatro hijas en la escuela y de la nueva integrante de la familia: Noelle. Una niña de nueve años que nos mira con timidez desde un rincón. La hija de una prima lejana que murió en la guerra, que acaba de llegar y que ha sido acogida sin quejas, quizás por aquello de que en África son las familias las que actúan como red de seguridad social.

No importan cuán lejanos y tenues sean los vínculos, parece haber siempre un plato más en la mesa, un espacio más en el suelo para dormir («Por más pobre que sea, un africano nunca rechaza al que viene de fuera. Es algo que tenemos en nuestro ADN», explica Selemani, que nos hace de guía y traductor).

“Lo que sufrí me ha arruinado la vida para siempre. No sólo en lo físico por la violación de los soldados hutus, también tuve que dejar mi casa, la tierra que cultivaba y con la que me ganaba la vida”, dice Jeanette. “El gobierno no hace nada para ayudarnos a las víctimas de la guerra”.

El cámara y el productor que me acompañan desde España se sienten profundamente conmovidos ante el relato de Jeanette. Le compran todas las muñecas que le han sobrado del pasado año. Una bolsa llena de pequeñas mujeres de labios prominentes y cabello rizado, que llevan cestas sobre la cabeza, que cargan a sus hijos a las espaldas.

(Fotografía: HZ)

Continúa…

La violación como arma de guerra: masacre japonesa en Nanking

La violación como arma de guerra es una triste realidad de nuestro tiempo. Aún tiene lugar en el Congo, Darfur, la República Centroafricana, Uganda y Somalia, más allá del compromiso esgrimido por la comunidad internacional para ponerle fin tras las agresiones sufridas por cientos de miles de mujeres en el genocidio de Ruanda y en el conflicto de Bosnia.

Publicados en este blog los testimonios de víctimas en el Congo y Uganda que padecen estos actos barbáricos – que van desde las violaciones en grupo y la mutilación, hasta la esclavitud – intentamos ahora ponerlas en su contexto histórico, como una forma de comprender la dimensión del sufrimiento que los enfrentamientos armados han causado en particular a las mujeres.

Atrocidades de Japón

Hay un hecho del siglo XX que surge constantemente en los textos dedicados a estudiar esta cuestión: la masacre de Nanking, uno de los más atroces crímenes contra la humanidad jamás registrados.

Tuvo lugar en 1937, durante la segunda guerra entre China y Japón. Frustrado por la resistencia de las fuerzas chinas, el Ejército del emperador Hiroito se dirigió a la ciudad de Nanking, en ese momento capital del país y refugio para miles de desplazados.

Lo que sucedió a partir del día 13 de diciembre, y durante las siguientes seis semanas, fue el asesinato sistemático de la población, empleando métodos terriblemente crueles. Más de 300 mil personas perdieron la vida. Y se estima que unas 80 mil mujeres fueron violadas.

Ninguna joven o mujer que se pudiera considerar atractiva dejaba de estar en riesgo. Ninguna mujer estaba a salvo de una violenta violación o la explotación sexual – algunos de estos fueron filmados como «souvenirs» – y el probable asesinato posterior.

Grupos de tres o cuatro soldados merodeadores comenzaban viajando alrededor de la ciudad y robando todo lo que consideraban de valor.

Continuaban violando a las mujeres y niñas y matando a cualquiera que intentara resistirse, huir, o simplemente a los que se encontraban en el lugar y momento equivocado. Había niñas menores de ocho años y ancianas mayores de 70 que fueron violadas en la forma más brutal posible, golpeándolas bestialmente.

Es el testimonio de John Rabe, un alemán adscrito al partido nazi que creó una zona de seguridad en la ciudad, como aparece en el libro The Rape of Nanking.

Esclavas sexuales

Según se registró en el Tribunal de Crímenes de Guerra de Tokio (1947), las violaciones tenían lugar en público. Varios soldados abusaban de las víctimas, muchas veces para matarlas a continuación o para mutilarlas (clavándoles bayonetas, varas de bambú y cuchillos en la vagina, o cortándoles los senos). Asimismo, como sucede aún hoy en el Congo, obligaban a los familiares masculinos también a violarlas. Padres y hermanos a madres e hijas.

No sé por dónde empezar ni dónde terminar. Nunca tuve que escuchar algo de tamaña brutalidad. Violada, violada, violada. Estimábamos al menos mil casos por noche y muchos en el día. La gente estaba histérica… Las mujeres eran traídas mañana tarde y noche. Parece que todo el ejército japonés era libre de ir donde quisiera y de hacer lo que quisiera».

Palabras del reverendo James Mc Allun, en su declaración frente al tribunal de Tokio, en el que se juzgó a 28 militares japoneses. Aunque fueron condenados a morir en la horca, en 1956 se los dejó en libertad. Japón nunca pidió perdón por estos crímenes.

Sí lo hizo – aunque en 2007 el primer ministro Shinzo Abe se retractaría – por otra conducta de opresión en base al género que comenzó en 1932 y que se extendió hasta el final de la segunda guerra mundial: el reclutamiento forzoso de unas 400 mil mujeres como esclavas sexuales para los soldados, la mayoría de las cuales eran chinas o coreanas.

Decenas de supervivientes de aquella barbarie aún luchan por conseguir indemnizaciones del gobierno de Tokio.

Pasado y presente de la violación como arma de guerra

Desde tiempos pretéritos, las mujeres han sido consideradas como un mero botín de guerra: violadas y raptadas de forma sistemática, obligadas a casarse no en pocas ocasiones con sus captores para sobrevivir.

En el Antiguo Testamento no faltan alusiones a los abusos sexuales perpetrados por las tribus conquistadoras:

«Mujeres violadas en Zion; vírgenes en Judea”, Lamentaciones 5:11.

“Yo (Dios) voy a congregar a todas las naciones para combatir contra Jerusalén, y la ciudad será tomada y las casas saqueadas y las mujeres violadas; la mitad de la ciudad se irá al exilio, pero el resto de la gente no lo hará”, Zacarías 14:2

Tanto los antiguos griegos como romanos tenían la costumbre de violar y raptar a las mujeres cada vez que conquistaban una ciudad.

Cambio de perspectiva

Como veíamos en la entrada de ayer, hace muy poco tiempo que la humanidad ha comenzado a comprender, y a tratar de actuar en consecuencia, que la violación no puede ser tolerada en los conflictos armados.

Tan postergada estaba la condición de la mujer en el pasado, que el abuso sexual se entendía principalmente como una ofensa a los hombres de la familia, sin contemplar siquiera el sufrimiento de las propias víctimas.

La resolución 1820 del Consejo de la ONU, aprobada en junio de este año, significa un importante avance en la lucha contra la impunidad. Dos aspectos del texto deben ser resaltados: la petición de que los crímenes de violencia sexual queden al margen de las amnistías, y el recordatorio a los Estados miembros de su obligación de enjuiciar a los responsables de tales actos.

Responsables que no sólo son los soldados, sino principalmente los hombres al mando de los ejércitos, aquellos que ordenan que los abusos tengan lugar como una forma de humillar al enemigo, de limpieza étnica. Porque es cuando se ejecuta de forma sistemática que la violación se convierte en una arma de guerra, en un crimen contra la humanidad.

Historia reciente

En la última mitad del pasado siglo, la violación se ha empleado en casi todos los conflictos. Desde Vietnam, Bangladesh y Camboya, pasando por Chipre, Perú, Liberia, Somalia, Uganda, Haití, Cachemira, Liberia y Afganistán, hasta Ruanda, Bosnia y Kosovo.

Durante la segunda guerra mundial, los nazis la articularon también en su expansión por Europa, y los soviéticos en su conquista de Berlín. Hechos que tienen un antecedente terrible, que narraré mañana: la conocida como masacre de Nanking, perpetrada por los japoneses en China a lo largo de seis semanas, en la que más de 80 mil mujeres fueron violadas.

Hoy, más allá de los esfuerzos de la comunidad internacional, el abuso sexual sigue siendo parte integral de la estrategia militar en Darfur, República Centroafricana, Uganda, Somalia y, por supuesto, en el peor de todos los escenarios: la República Democrática del Congo (el testimonio de cuyas víctimas hemos podido conocer recientemente en este blog).

De forma aislada, se han dado casos de violaciones en Irak, como el cometido por soldados de EEUU contra la adolescente Abeer Qasim Hamza.

La violación como arma de guerra y el fracaso de la comunidad internacional

A lo largo de la historia, el cuerpo de las mujeres ha sido empleado como campo de batalla por los hombres. Una forma de humillar al adversario, de cambiar el equilibro étnico de una región o de permitir meramente a los soldados emplearlas como esclavas sexuales.

En los años noventa tuvieron lugar dos conflictos que llamaron la atención del mundo sobre estos actos barbáricos e inhumanos:

* Durante el genocidio de Ruanda, más de medio millón de mujeres fueron violadas.

* En la guerra de Bosnia, unas 40 mil mujeres sufrieron abusos sexuales.

A partir de entonces, la comunidad internacional se propuso acabar de una vez por todas con esta práctica, que viola tantos los principios elementales del Derecho Humanitario como la Convención de los Derechos Humanos. Había terminado la guerra fría y estaba en pleno auge la globalización

Iniciativa y fracaso

En el año 2000, el Consejo de Seguridad de la ONU adoptó la resolución 1325 sobre las “Mujeres, la paz y la seguridad”. Elemento jurídico aplaudido por el mundo, visto como el comienzo de una nueva era de esfuerzo y compromiso para cambiar el curso de la historia.

Sin embargo, desde entonces, 64 mil mujeres padecieron violaciones en el conflicto por los diamantes de Sierra Leona. Y los abusos siguen al orden del día en Darfur, Somalia, la República Centroafricana, Uganda y el Congo.

Según afirmó Jan Egeland, Subsecretario General de la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU, en 2005: “La cuestión de la violencia sexual es uno de los peores retos en la protección global debido a su escala, su prevalencia y su profundo impacto”. Un año más tarde admitió sentirse devastado ante su “completa incapacidad para enfrentare a esa lacra”.

En 2007, Ban Ki-moon, Secretario General de la ONU, sostuvo que “en ninguna otra área nuestro fracaso para defender a los civiles parece más evidente… que en las masas de mujeres y niñas, pero también de niños y hombres, cuyas vidas son destruidas cada año por la violencia sexual que se perpetra en los conflictos armados”.

Un nuevo intento

El 19 de junio de este año, el Consejo de Seguridad aprobó una nueva resolución, la 1820, que pretende potenciar las propuestas de la 1325.

Este nuevo intento de la comunidad internacional de detener la violación como arma de guerra, cuenta con agenda más precisa de acciones y con una campaña Stop Rape Now, destinada a la sensibilización.

Se estima que en el conflicto de la República Democrática del Congo, del que en recientes entradas del blog hemos conocido el testimonio de sus víctimas, 40 mujeres son violadas cada día. Los especialistas coinciden en que es el peor escenario del mundo para las mujeres.

Con respecto al Congo, cabe señalar, quizás como un contrasentido, el limitado mandato que el Consejo de Seguridad ha dado a las fuerzas de paz de la MONUC, que les impide frenar cualquier ataque contra civiles, y, por otra parte, el interés de las grandes potencias en los recursos naturales del país, una de las raíces del conflicto.

El médico que lucha por las mujeres violadas del Congo

“Algunos meten cuchillos y palos afilados en las vaginas de las mujeres después de violarlas, otros emplean pistolas”, afirma el doctor Denis Mukwege, en su despacho del hospital Panzi. “Los que hacen esto no son seres humanos, son depredadores”.

Comenzó a descubrir los primeros actos de violencia sexual en 1999, durante la Segunda Guerra del Congo. Al año siguiente vio cómo el número de víctimas se multiplicaba, superando el centenar. Un patrón se repetía en cada una de ellas. “No eran sólo violaciones, sino actos barbáricos”, explica.

Esclavitud, tortura y sida

Según hemos conocido en este blog a través del testimonio de seis víctimas, las principales características de estos actos contra las mujeres del Congo son:

1. Se las viola frente a sus maridos, hijos y vecinos. No en pocas ocasiones estos son también abusados y asesinados. Las violaciones suelen ser perpetradas por grupos de hombres armados.

2. En otros casos, estos actos tienen lugar en sitios públicos, frente a la comunidad. El objetivo podría ser propagar el miedo entre los moradores de la aldea, mandarles un mensaje claro para que abandonen sus casas y terrenos.

3. Sintiéndose deshonrados, suele suceder que los maridos que presencian o tienen noticia de las vejaciones, abandonen a sus esposas. Además de los traumas que han padecido, luego ellas se encuentran solas. De este modo, el tejido social se fragmenta.

4. Asimismo ocurre que los soldados se llevan a las mujeres a sus campamentos, donde las convierten en esclavas sexuales. Allí las obligan a cocinar, a lavar la ropa, además de violarlas de forma sistemática (como en el caso de Nsimire). Se calcula que el 40% de las víctimas, de entre 8 y 18 años, pasan por esta situación.

5. A los niños y adultos los emplean para transportar el botín hasta el cuartel. En el camino, o al llegar, los asesinan. De este modo, intentan mantener oculto el lugar en el que se esconden. Solo preservan con vida a las mujeres que desean convertir en esclavas.

6. Un patrón que se repite en infinidad de ocasiones: después de violarlas usan palos, botellas rotas, machetes y cuchillos para destruirles los genitales. Una forma, en este conflicto en el que el control de la tierra y los recursos naturales parece tan importante, de acabar de lleno con la comunidad local, a través de la destrucción de su base, de su pilar fundamental: las mujeres. Según Human Rights Watch, el 30% de las víctimas sufre esta clase tortura (como le ocurrió a Vumilia).

7. En otras circunstancias, la violencia se vuelve aún más extrema, si es que cabe. Se les dispara, se la quema, se les corta los brazos. Se han registrado numerosos casos, asimismo, de mujeres que se han contagiado el VIH como consecuencia de las violaciones. El 30% de las pacientes que pasan por el hospital Panzi, tienen sida (como le sucede a Mungere).

8. También respondiendo a este deseo de control étnico, tribal, de las zonas en disputa, los soldados dejan embarazadas a las jóvenes. Dando lugar así a la terrible paradoja: el niño que la mujer tendrá que criar a lo largo de su vida, es hijo del hombre que la violó y que asesinó a su familia (realidad también de Nsimire).

Salvar a las mujeres

La fístula obstétrica, como ya hemos visto en anteriores entradas, es una fisura entre el recto, la vagina y la vejiga que provoca incontinencia en las mujeres, que las condena a la marginación social y el dolor crónico.

La mayoría de estas lesiones son consecuencia de la malnutrición, de la falta de atención médica y de los embarazos prematuros. Los cuerpos de las jóvenes no están aún listos para dar a luz. Y, durante el parto, el bebé les causa un daño que, normalmente, se puede subsanar con una simple operación. En Etiopía, el país de África con mayor número de casos, son más de cien mil las mujeres que la padecen.

Las mujeres congoleñas cuyos cuerpos se han convertido en el campo de batalla de las milicias – desde los hutus del FDRL, pasando por los tutsis de Laurent Nkunda, hasta los grupos locales Mai Mai y el propio ejército regular del país -, sufren la fístula debido a los objetos que se les meten en el aparato reproductor. Su reconstrucción, cuando es posible, resulta mucho más compleja.

Hoy, nueve años más tarde, el doctor Mukwge recibe diez nuevas pacientes cada día. Junto a su equipo del hospital Panzi, pionero en el país en esta clase de intervenciones, lucha por intentar recuperarlas, por deshacer el tremendo daño causado por los soldados. Hasta ahora han tratado a 3.500 mujeres.

Continúa…

La guerra contra las mujeres del Congo: Asima, amada por Dios

La esclavitud subsiste aún hoy, en el siglo XXI, aunque poco o nada se hable de ella. Las milicias hutus, conocidas como FDRL, secuestran a jóvenes y las llevan a los campamentos situados en la República Democrática del Congo desde los que dicen luchar para recuperar el poder en Ruanda.

– Había unos 70 soldados y 20 chicas, entre las que estaba yo – explica Nsimire Aimerida, que acaba de cumplir 18 años.

– ¿Cómo pasabas el día?

– Cocinaba, limpiaba. Si lo que hacía no les gustaba, me pegaban.

– ¿Tenías una buena relación con las otras chicas?

– Si no hubiese sido por ellas, me habría suicidado.

– ¿Abusaban de ti los soldados?

– Sólo dos, los que me habían sacado de mi casa.

– ¿Recuerdas sus nombres?

– Uno se llamaba Robert y el otro, Gasone.

– ¿Qué edad tenían?

– Más o menos como él – responde Nsimire, señalando a Selemani, mi traductor, que tiene 48 años.

– ¿Alguna vez te trataban bien?

– Sí, pero yo no confiaba en ellos. No olvidaba que habían sido ellos los que había asesinado a mi padre y a mis hermanos.

Historia de un secuestro

Nsimire no había cumplido los 13 años cuando la arrancaron de su casa durante la noche. Su madre, que también se llama Nsimire, y que tiene 37 años, recuerda lo sucedido: “Vivíamos en Kaniola, en un pueblo llamado Mwirama. Varios hombres entraron a nuestra casa al amanecer. A mí me ataron a un palo, me llevaron fuera y me violaron. Yo escuchaba gritos en el interior de la casa pero no sabía qué estaba pasando”.

Antes de partir hacia la selva con los cuatro niños de la familia, los soldados prendieron fuego a la vivienda. El marido de Nsimire murió calcinado. “Cuando pude soltarme de las ataduras, ya poco quedaba de la casa. Cogí con todas mis fuerzas el cuerpo de mi esposo y lo saqué. Después caminé como pude, porque me habían pegado mucho en las piernas y en la espalda, en busca de ayuda”.

Nsirime vagó por iglesias e instituciones públicas. Lo había perdido todo. Y no sabía si alguno de sus cuatro hijos seguía con vida aún. La respuesta le llegó un año más tarde, cuando el Ejército congoleño atacó el cuarte del FDRL liberando a la veintena de jóvenes que permanecían como esclavas.

“Por una parte estaba feliz de encontrar a mi hija con vida, por otra, me sentía destrozada de saber que mis otros pequeños habían muerto”, explica Nsimire (madre), que también descubrió en ese momento que iba a ser abuela, pues Nsimire (hija) entraba en el quinto mes de embarazo.

“La noche en que nos secuestraron, los soldados primero mataron a mi padre de un disparo, cuando el trató de protegernos. Después, me usaron a mis hermanos y a mí para cargar hacia el cuartel las cosas de nuestra casa. En el camino los fueron matando uno a uno. Sólo yo sobreviví”, recuerda Nsimire (hija).

Dios te ama

Ahora viven en una chabola situada en las afueras de Bukavu. El poco dinero que tienen lo ganan vendiendo lechuga en el mercado de Panzi. Pasan buena parte del día juntas: madre, hija y nieta.

– ¿Alguna vez piensas en quién es el padre de tu hija, en que es uno de los hombres que te causó tanto daño a ti y a tu familia?

– No, yo sólo veo a mi hija, y lo único que quiero es lo mejor para ella. Sacarla de aquí, de la pobreza, darle una vida mejor. No pienso en otra cosa.

La pequeña corre, juega con otros niños en la calle, mientras hacemos la entrevista. En cada ocasión que visito a su madre y a su abuela, se muestra sonriente, cariñosa. Cuando les pregunto qué quiere decir su nombre, Asima, me explican: “Dios te ama”.

La guerra contra las mujeres del Congo: Mungere Arhalimba

“Iba con mi hermana en un autobús cuando nos pararon unos militares. Toda mi vida había ganado dinero como comerciante. Compraba cosas en la ciudad y las vendía en mi pueblo, en la provincia de Uvira, así que viajaba mucho”, se sumerge en sus recuerdos Mungere Arhalimba Zagabe.

“Estábamos en una zona de mucha vegetación, cerca de la frontera con Burundi. Nos ordenaron que bajáramos y nos sacaron todo lo que teníamos. Uno de ellos miró a mi hermana, que es más joven que yo, y dijo «esa es muy guapa»”, continúa con la narración Mungere, que tiene 47 años.

“Se la llevaron hacia la selva. Y, segundos después, también a mí. Eran ocho soldados hutus. A mí me violaron tres. Los dos primeros se pusieron encima de mí. Cuando terminaban me limpiaban los genitales con la ropa para el que venía después. El último me obligó a darme vuelta”.

Pero el drama de Mungere no terminó allí. Al contrario, el brutal acto de aquellos hombres generó sucesivas olas de dolor, de pérdida, que aún hoy, cuatro años más tarde, se siguen extendiendo, se siguen perpetuando.

La enfermedad

Al regresar a lugar en el que aún se encontraba el pasaje del autobús, intentaron disimular. Pero por el aspecto que traían, resultaba evidente que los soldados las habían violado.

Tras salir del hospital, su marido la abandonó. No podía tolerar la supuesta deshonra de que su mujer fuese abusada sexualmente. Mungere se quedó sola al frente de sus cuatro hijos.

Tiempo más tarde, cuando comenzó a percibir que su salud declinaba, fue al hospital. La peor de las hipótesis posibles se hizo realidad: era portadora del VIH. A los pocos días su hermana se hizo el examen, que también le dio positivo.

Hoy Mungere vive junto a sus cuatro hijos en la barriada de Kadutu, situada en la periferia de Bukavu. Coloca sobre la tierra un bote rebosante de harina de mandioca que, al igual que cientos de mujeres que la suceden y anteceden, ofrece a los transeúntes. Con los 100 o 200 francos congoleños que gana al día a duras penas logra alimentar a su familia.

La miseria

Visito en varias ocasiones la escueta chabola, carente de luz o agua, en la que Mungere subsiste junto a sus niños. Aunque, en realidad, los 10 dólares que paga al mes de alquiler, sólo le dan derecho a una de las habitaciones y al salón. El otro cuarto lo ocupa una mujer.

El primer día la invito a almorzar junto al traductor y al chófer a Mama Kindja, un lugar tradicional del centro de Bukavu. Pide carne y fufú (pasta de casava, similar al ugali de Kenia o Uganda).

“Si pudiera comer así siempre en dos días me curo del sida”, comenta con ironía. Acto seguido coge las sobras de los platos y las coloca en una bolsa de plástico que lleva en el bolso.

Entre los extranjeros no resulta extraño quejarse de la comida africana, y de la del Mama Kindja en particular. “Estos pollos parecen que han muerto de inanición”, comentó un día alguien en alusión a la carne huesuda, nerviosa, que suelen servir.

La muerte

Le pregunto a Mungere si sus hijos están al tanto de que tiene sida. “Por supuesto”, me responde. “Ellos me ayudan cuando estoy mal, cuando no tengo fuerzas”. Selemani, el mayor, tiene 16 años. Es el encargado de ir a buscarle los antirretrovirales al dispensario de la sección holandesa de Médicos Sin Fronteras.

Ella tiene muchas esperanzas puestas en él, en que acabe los estudios y se haga cargo de sus hermanos cuando ella fallezca. Responsabilidad que parece superar a Selemani. “Nuestra madre lo es todo para nosotros. No sé qué vamos a hacer si algún día nos falta”, afirma.

La guerra contra las mujeres del Congo: Jeannette Mabango

“Me casé a los 15 años. Mi marido era mayor que yo. Tuvimos tres hijos. Y cuando comenzó la guerra nos fuimos del pueblo porque teníamos miedo”, arranca su relato Jeannette Mabango Mapendo, que tiene la mirada cansada, ausente por momentos, seguramente porque hace apenas unos días que abandonó el hospital en el que estuvo internada como consecuencia de un rebrote de malaria.

“Después de la guerra volvimos al pueblo, Nyamungo, y tuvimos otro hijo”, continúa. “Recuerdo que era domingo por la noche y que mi marido se encontraba ya en la cama cuando golpearon la puerta. Como pensé que se trataba de sus amigos, me acerqué y les dije que estaba durmiendo, pero los golpes continuaron”.

Cuando le explicó a su marido lo que sucedía, éste se escondió debajo de la cama y le dijo que no abriera. Poco tiempo después escucharon que derribaban la puerta. “Ocho hombres, con las caras cubiertas, entraron a nuestra casa”, revive Jeannette, que tiene 31 años.

“Sacaron a mi marido de debajo de la cama y le dijeron que si no les daba cien dólares nos iban a matar. Mi marido les explicó que eso es mucho dinero, que no lo gana trabajando en meses. Pero los hombres insistieron”.

“Uno de ellos le preguntó quién era yo. Y él les dijo que su mujer. Pero el hombre le dijo que yo parecía su hija. Después, ese hombre me violó allí, delante de mi marido, delante de todos”.

“Mi marido discutió con ellos, les dijo que se llevaran lo que quisieran. Hubo una pelea. Le pegaron un disparo en el pecho. El segundo hombre que me estaba violando me dijo que no llorara, que me quedara en silencio, pero yo no lo pude evitar. Entonces se levantó y me disparó en las piernas”.

Después del horror

Lo siguiente que recuerda es que se despertó en un hospital de Bukavu. Había perdido una de las piernas. Le preguntó al doctor por sus cuatro hijos, que también habían estado en la casa aquella terrible noche. El médico organizó para que los fueran a buscar al pueblo.

“Mis hijos vinieron conmigo. Y el doctor me dio el dinero para alquilar una habitación en el barrio de Kadutu. Me daba miedo volver al pueblo. Además, sabía que la gente me iban a mirar mal después de lo que había pasado”.

“De esto hace tres años. Estos hombres no sólo me violaron, me dejaron sin una pierna, sino que me sacaron a mi marido, que era mi sustento y el de mis hijos. Ahora mendigo en el mercado, hago lo que puedo para sacar adelante a los niños, pero no es fácil, me cuesta caminar y no tengo a nadie que me ayude”, termina Jeannette.

Mientras la sigo por el barrio de chabolas, entre casas de chapa y hordas de niños que corren de un lado a otro, luchando contra una escarpada fisonomía tapizada de lodo y basura, me pregunto si esa mirada que tiene vacía, lánguida, más que consecuencia de la malaria lo es del horror que ha vivido.

La guerra contra las mujeres del Congo: Jeanne Mukuninwa

“Seis soldados entraron a nuestra casa. A mi tío le cortaron los brazos y lo pusieron sobre un tronco como si estuviera crucificado. A mis hermanos los dejaron ir. Y a mí me llevaron con ellos”, comienza su relato Jeanne Mukuninwa, que acaba de cumplir 20 años.

“Me dejaban tirada fuera de la choza, a la intemperie, atada de pies y manos. No les importaba que lloviera, que hiciera frío. Me violaban todos los días. Sólo uno de ellos tenía misericordia de mí y a veces me daba de comer un poco de harina de casava”, continúa la descripción del mes que pasó como esclava sexual de las milicias hutus del FDRL en la región de Shabunda.

“Cuando vieron que me estaba por morir me cogieron de los brazos y me arrojaron junto al camino, aunque antes de eso me hicieron mucho daño”, explica Jeanne.

El daño que le provocaron es el responsable de que lleve tres años en el hospital de Panzi, donde el doctor Mukwege y su equipo le han realizado cinco operaciones para tratar de reconstruirle los órganos genitales.

Antes de dejarla ir, los soldados se enseñaron con ella en una tortura que practican de forma habitual a las mujeres violadas: introducirles objetos punzantes en la vagina y el ano.

“Unos hombres me llevaron a un dispensario. Y de allí me trajeron a Panzi. Vivo en una pensión. Vendo cosas en el mercado para ganar algo de dinero. Mi familia no sabe que estoy viva. Y prefiero que piensen que estoy muerta a que sepan lo que me ha pasado”.

A pesar de todo lo que me cuenta – y que ahora transcribo palabra a palabra -, al encontrarse con sus amigas en el mercado, Jeanne sonríe, hace bromas. Lo mismo cuando vuelve al hospital y conversa con otras mujeres que esperan ser operadas, que han venido de buena parte de las provincias orientales del Congo.

A lo largo de las semanas que llevo en este país he logrado responder a algunas de las preguntas que traía conmigo sobre la violación como arma de guerra. Pero hay una para la que no he podido siquiera atisbar clave o conclusión alguna: ¿cómo hacen estas mujeres para seguir viviendo? ¿De dónde sacan la fuerza, la voluntad?

La guerra contra las mujeres del Congo: Thérèse

Una vez más me dirijo al hospital Panzi, institución de referencia en la atención de víctimas de violencia sexual en el este del Congo, situado en la periferia de Bukavu.

Una vez más me siento frente a la mesa de Cécile Kamwanya Mulolo, la psicóloga del centro, que conoce mejor que nadie las historias de las niñas y mujeres que llegan allí para intentar deshacer al menos parte del terrible daño que les han provocado.

Observo el afiche que en una esquina habla de forma elocuente, sin rodeos, de la realidad que han sufrido más de 200 mil mujeres en esta parte del mundo.

“Si te digo la verdad, últimamente no damos abasto. Cada día recibimos una media de diez nuevas pacientes”, afirma Cécile. Acto seguido coge los registros y me da las cifras exactas: “el viernes 27, el sábado 18, el domingo 19, el lunes 11”.

De anteriores encuentros no he podido olvidar historias como la de Marie, un bebé de 22 meses que en 2007 fue violado por media docena de soldados. “Le hemos podido reconstruir los genitales, pero cuando cumpla 12 o 13 años la niña tendrá que volver a operarse”.

O la de Camille, una joven de 16 años que permaneció como esclava sexual de un grupo de militares hutus durante semanas. “Cuando llegó al hospital se negaba a comer. Sólo decía que se quería morir. Y al final se murió”.

El testimonio de Thérèse

Entra una adolescente menuda, de cabello corto y grandísimos ojos negros al despacho de Cécile. Lleva una camiseta vaquera demasiado grande, que le oculta la forma del cuerpo. Cruza las manos sobre el regazo. No las mueve en toda la conversación. Se llama Thérèse.

– Un soldado me sacó de casa y me violó en el campo -, cuenta con voz casi inaudible -. Mi padre me trajo al hospital. Vivimos en Shabunda.

– ¿Qué edad tienes?

– Tengo doce años .

– Es una chica muy fuerte, dice que después de que nazca el niño volverá a ir a la escuela – me explica Cécile -. Estamos preocupados por su salud. Le tendremos que hacer una cesárea.

Fuera, en el pasillo, se escuchan las voces de otras mujeres que aguardan a ser atendidas. A sus espaldas, la puerta del despacho del doctor Denis Mukwege, el cirujano artífice de esta iniciativa que poco a poco está recibiendo el reconocimiento internacional que merece.

Y más allá del jardín: las salas de pre y post operatorio flanqueando el quirófano donde los médicos luchan por reconstruir los cuerpos de las mujeres que los soldados han mutilado, han vejado, han empleado como campo de batalla.

Todos los elementos de un universo al que me he acercado con toda el respeto que merece, y que ahora, dos semanas más tarde, intentaré describir en las próximas entradas de este blog.