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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Un día más con vida: abusos sexuales y miseria en Johannesburgo

Tercer capítulo de Un día más con vida. Como escenario: Johannesburgo, con siete millones de habitantes, la tercera ciudad más grande de África. Sin dudas, una de las urbes con mayores índices de robos, asesinatos y violaciones del planeta.

Como eje narrativo, una historia que ya narré en este blog: el drama de Cristina, una joven una joven de 18 años, madre de un niño pequeño, que cada noche es abusada sexualmente por hombres que se acercan a ella aprovechándose de la impunidad que les da de la noche.

Una historia que creo que importante contar porque nos permite descubrir uno de los aspectos más sórdidos de la miseria: la vulnerabilidad de las mujeres que están atrapadas en la indigencia, y que carecen de recursos para protegerse de la violencia. Un estigma por partida doble: ser pobre y ser mujer.

Pero el vídeo tiene también un aspecto positivo, ya que nos permite seguir a Cristina en su lucha por abandonar las calles. Gracias a la labor de una de las tantas mujeres extraordinarias que han pasado por este blog, en este caso Milred Mahlangu, la joven sin hogar accede a la posibilidad de un nuevo comienzo en su vida.

En este sentido me parecía interesante que este capítulo de Un día más con vida se emitiera justamente hoy, que se celebra el Día Mundial para la Erradicación de la Pobreza, pues el ejemplo de Milred nos recuerda que está en nuestras manos construir un mundo más justo.

Abandonar la vida en las calles, una oportunidad para Cristina

Tras esperar durante varias horas en el refugio para niñas de la calle en el que Nelly trabaja, finalmente Cristina aparece en la puerta. Lo ha estado pensando. Y ha decidido tratar de dar un giro a su vida. Abandonar la dura realidad de las aceras: las drogas, los abusos, el frío, la exclusión.

Cuando la vemos entrar por la puerta sonreímos aliviados. La situación en que encontramos a Cristina esta mañana nos había resultado, tanto a Jerry como a mí, desgarradora, imposible de soslayar. Una y otra vez comentamos cuán terrible había sido su testimonio, la crónica que nos había hecho de su sino cotidiano.

Sorprendida ante la pulcritud y tranquilidad del centro de acogida, Cristina recorre sus pasillos hasta llegar al despacho de la mujer que es la artífice de esta iniciativa: Milred Mahlanga, una trabajadora social, de origen xhosa, que lleva años luchando por arrancar a las jóvenes de la sórdida vida en la calles. Conocido como Thembalethu Centre, el suyo es el único proyecto de Sudáfrica destinado a niñas sin hogar.

Oscilando entre el afecto y la determinación, Milred le habla a Cristina al tiempo en que Nelly le pasa el jabón y el shampoo. Le dice que esta es una gran oportunidad, que no la puede dejar pasar, y que ellas estarán allí para ayudarla.

Más tarde, hablando con Milred, me explicará que a muchas niñas les cuesta dejar las aceras porque han recibido golpes tan terribles de la vida que han perdido la confianza en los demás. «Cuesta entenderlo – me dirá -, pero bien o mal conocen y forman parte del universo de la calle. Es lo único que tienen».

Nelly le muestra a Cristina la ropa que tienen disponible para las recién llegadas. Me mira y se queja de que se les han acabado los zapatos, ya que el proyecto está pasando por un momento financiero muy complicado. «Si tuviéramos más fondos podríamos ayudar a muchas más jóvenes», afirma. «Sólo estamos Milred y yo». Cristina elige una sudadera y unos pantalones que se pondrá después de la ducha. El primer baño con agua caliente que se dará en meses.

Después llega el momento de la comida. Nelly y Milred siguen cada paso de Cristina, alentándola, preocupándose porque se sienta cómoda, integrada en el centro de acogida, en estos instantes iniciáticos. El compromiso de ambas mujeres, su silenciosa y abnegada labor, que parece ser capaz de paliar la falta de recursos, me despierta una profunda admiración.

A partir de hoy, Cristina comenzará a asistir cada mañana para recibir formación profesional. «Es demasiado mayor para retomar la escuela«, me dice Milred. «Sin embargo, en los talleres de costura, cocina e informática podrá aprender un oficio que esperamos que la ayude a dejar las drogas y la calle. Un oficio con el que poder ofrecer a su hijo un futuro mejor».

A pesar de los esfuerzos de Milred y Nelly, la historia de Thibekili, la otra joven que conocimos esta mañana y que lloraba desconsoladamente en las aceras de Johannesburgo, tendrá un final muy distinto.

El despertar de la ciudad más violenta del mundo

La vida comienza en esta ciudad caótica y de enormes contrastes que es Johannesburgo, la tercera más poblada de África, después de El Cairo y Lagos, con siete millones de habitantes. Lentamente sus calles se van poblando de coches, de transeúntes. En las zonas marginales del centro las personas sin hogar abandonan los cartones y mantas en los que han pasado la noche.

Johannesburgo, conocida familiarmente como Joburg, es famosa a nivel mundial por su alta tasa de asesinatos, robos y agresiones sexuales. Aunque el gobierno de Thabo Mbeki está realizando esfuerzos por detener esta plaga de crímenes, en buena medida porque amenazan la celebración del Mundial de Fútbol 2010, lo cierto es que los índices de hurtos se han duplicado en los últimos once años en esta urbe. Cincuenta personas son asesinadas y más de 150 mujeres padecen violaciones cada día.

Todavía no he visto hecho violento alguno, pero todos estos datos condicionan mi mirada sobre el desapacible y paupérrimo universo que me rodea. También las historias de secuestros y muertes que me han contado los amigos blancos que viven en el norte de la ciudad, en urbanizaciones privadas rodeadas por altos muros y precedidas por puestos de seguridad con hombres armados, me hacen ver esta realidad a la defensiva, con desconfianza (y me hacen pensar, asimismo, sobre el fabuloso negocio que late debajo del injusto orden que hemos creado).

Mientras aguardamos a que venga Nelly, la trabajadora social a la que acompañaremos por su recorrido habitual por las calles del centro, le pido a Jerry que me lleve a dar una vuelta en el coche. Ya he sacado las fotografías, ya he entrevistado a la gente, y creo que nos exponemos inútilmente al permanecer aquí de pie, con las cámaras en la mano.

En mis visitas a Soweto he tenido la posibilidad de ver la otra cara de la moneda: barrios miserables como Meadowlands y Kliptown de los que bajan cada día jóvenes a robar a las zonas más adineradas de la ciudad. El problema, sin dudas, es la diferencia en la distribución de la renta. Mientras en algunos lugares se vive sin luz ni agua, en los distritos adinerados los gigantescos centros comerciales y los restaurantes de lujo se suceden a cada paso. Otra cuestión importante es el exceso de armas. Si bien se han implementado varios programas de desarme voluntario, lo cierto es que aún el 8% de la población cuenta con pistolas, revólveres y fusiles en su poder.

Aunque también hay una teoría que he escuchado a menudo aquí en Sudáfrica. Habla de cierta pérdida de valores después de 1994. “Parece que hemos pervertido nuestra libertad”, dijo recientemente el premio Nobel Desmond Tutu en una conferencia. “Quizás no nos dimos cuenta de cuánto nos afectó el apartheid, de que nos hizo perder la conciencia de qué está bien o está mal”.

Finalmente nos encontramos con Nelly. Habla primero con Cristina. Ahora sabemos que, además de vivir en las calles, tiene un hijo que está junto a su abuela en el barrio de chabolas del que es originaria. Nelly intenta convencerla de que se acerque al centro de acogida en el que trabaja. Trata de ganarse su confianza. Es una mujer joven, de 24 años, sumamente amable, que parece profundamente involucrada en su labor.

Después se dirige a Thibekili, la adolescente adicta al crack que lloraba desconsoladamente cuando me acerqué a ella a primera hora. Le dice lo mismo: “No puedes seguir viviendo así, en la calle, con los abusos, las drogas y el sida. Debes pensar en tu futuro. Debes empezar una nueva vida”.

Acto seguido nos dirigimos al proyecto del que Nelly forma parte, situado a unas pocas manzanas. Vamos a esperar a que las jóvenes vengan. Ambas se han comprometido a hacerlo.

Cristina: abusos, drogas y muerte en las aceras de Johannesburgo

En las calles hay hombres envueltos en mantas, rodeados de cartones, de basura; coches destartalados, en los huesos. Avanzamos lentamente por esta suerte de gran habitación al aire libre en la que confluyen la miseria y la desesperación. Jerry, con sus dos metros de altura y su brazo ortopédico, que siempre se lo coge con el otro brazo, como si tuviera un niño en el regazo, mira hacia todas partes.

Estamos en el distrito más marginal y postergado de la que es considerada como la ciudad con mayor índice de asesinatos, violaciones y robos del planeta: Johannesburgo. De algún modo, me hace sentir seguro que sea tan temprano. Los primeros rayos de sol empiezan a despuntar tras la fachada de los decadentes edificios que nos rodean. Creo que no tendría el valor de venir aquí de noche.

Pero las preocupaciones y miedos me abandonan cuando me sitúo frente a Cristina, una joven que permanece somnolienta en el precario refugio que se ha hecho con cartones. Su testimonio resulta tan desgarrador que, apenas la escucho, todo lo demás desaparece y ya nada me importa. Ni los hombres que fuman crack a pocos metros y que nos miran con desconfianza. Ni el recuerdo del hotel de mala muerte en que desayunamos, con su cartel en la puerta que decía, al modo de las tabernas del Lejano Oeste: «Prohibido entrar con armas».

Cristina parece encontrarse escindida de la realidad. Las drogas, el cansancio, el dolor, la soledad. Habla de forma cadenciosa, dubitativa, dando la impresión de tener dificultades para encontrar las palabras precisas. «Tengo 18 años. Vivía en Soweto. Mi madre murió de sida y mi padre me pegaba. Por eso me escapé a la calle», nos explica.

«Desde que estoy aquí me hice adicta al crack. Comencé a fumar para poder dormir por las noches y ahora fumo a todas horas», continúa Cristina, en cuyo rostro se vislumbra un rictus de profunda soledad y dolor. «Cuando mi novio duerme conmigo me siento segura. Pero si él no está la gente me saca las mantas. A veces paran coches con hombres que se bajan y me tocan, y me violan. Yo no sé que hacer«.

Una hora más tarde volveremos a buscar a Cristina junto a una trabajadora social del Johannesburg Child Welfare Society, una ONG que tiene centros de acogida para jóvenes de la calle. Durante varios días seguiremos el progreso de Cristina, y de otra adolescente, Thibekili, que padece una situación similar. Veremos su lucha para salir de las drogas, por abandonar la aceras. Una pugna compleja, con resultados desiguales.

Fotos: Hernán Zin

Emily Sowarne: una abuela ciega al frente de sus siete nietos como consecuencia del sida

Me despido de la abuela Elizabeth con cierta tristeza. Su compañía me ha resultado sumamente inspiradora. Siento que he sido testigo de lo más sublime de la condición humana: la capacidad de entregarse sin límites ni condiciones, de resistir, de seguir adelante, con fuerza, estoicismo y serenidad, a pesar de la injusticia y la adversidad.

Continúo recorriendo las calles de Kliptown, la barriada más pobres de Soweto, en busca de historias del sida. Los recuerdos de la abuela Elizabeth vuelven una y otra vez. Sus gestos delicados, su parsimonia. La palabra justa para hacer sentir segura a su familia.

Kliptown, con sus techos de chapa, sus arterias sin pavimentar y sus endebles viviendas, fue el lugar desde donde Nelson Mandela lanzó su lucha contra el apartheid hace 52 años. Aquí firmó en 1955, durante el Congreso del Pueblo, un documento clave en la campaña de resistencia popular a la opresión de los blancos: la Carta por la Libertad.

Paradójicamente, aunque su nombre se encuentra en todos los libros de historia, Kliptown es hoy una de las zonas más postergadas de Soweto. Mientras que en otros barrios de este antiguo township para negros, desde el que bajaban cada día para trabajar para los blancos en la ciudad, se han edificado grandes casas y la vivida ha prosperado, aquí sigue imperando la miseria y la exclusión. Poco ha cambiado en medio siglo.

Es una de las quejas que recojo una y otra vez en las entrevistas que realizo. La fractura social entre la población negra: aquella que ha progresado materialmente y la que sigue viviendo de manera igual de paupérrima que cuando el poder hegemónico lo ejercía el Partido Nacional a través de sus políticas racistas y de exclusión.

Eunice Mahlangu me lleva a visitar a otra abuela del sida, cuya historia resulta igual o más desgarradora aún que la de la abuela Elizabeth, ya que esta mujer, que también perdió a sus hijas a causa del VIH, no sólo está al frente de sus siete nietos, sino que, además, es ciega.

Otra vez me sumerjo en el universo desgarrador de estas vidas mutiladas por la enfermedad y la pobreza. Y nuevamente me siento fascinado por la capacidad de lucha de esta gente. Desde el primer momento Emily Sowarne despierta mi más profunda admiración…

Continúa…

Nozuko y la situación de las jóvenes en Soweto

Tras seguir durante varios días a la abuela Elizabeth y sus nietos y bisnietos en la precaria chabola en la que subsisten en la barriada de Kliptown, ha llegado la hora de sacar la cámara y sentarme a hablar con cada uno de ellos para tratar de descubrir cómo se ven a sí mismos en esa situación tan precaria, brutalmente marcada por el sida y la pobreza.

Lo primero de todo: un retrato familiar en la puerta de la vivienda. Con irreprimible algarabía, eufóricos ante esta visita que los ha arrancado del tedio y la frustración de ese universo rodeado de muros infranqueables que es la miseria, los niños se lavan empleando un cubo de agua y una gastada barra de jabón. Carecen de privacidad alguna, por lo que se turnan en una esquina y dan la espalda al resto para tratar de mantener cierta intimidad a pesar de la falta de espacio. Después buscan y rebuscan debajo de las camas, en cajas, sus mejores ropas para salir en la fotografía.

Nozuko, la mayor de las nietas de granny Elizabeth, viste a una de las niñas en la habitación. Es la que más ayuda a la abuela con las tareas de la casa. Es su mano derecha al frente de la familia. Una joven de 23 años, que me sorprende por su lucidez, honestidad y entusiasmo. Cuando está lista sale al patio, al igual que el resto. Y durante unos minutos, con la ayuda de mi querido Jerry, los acomodo frente a la casa hasta que están listo para que los fotografíe. «Es para España», les digo sonriente. Y todos me devuelven la sonrisa de forma generosa. Pero lo cierto es que, como me confesará más tarde Nozuko, no saben dónde está España.

Cuando la madre de Nozuko murió a causa del sida, la abuela Elizabeth se hizo cargo de ella. Fue la primera en fallecer. Después la siguieron sus tres otras hijas, en apenas unos años. Y fue así cómo se quedó al frente de esus 22 nietos y biznietos.

Nozuko tiene un hijo de ocho años: Thandi. Y está embarazada nuevamente. Me habla con absoluta honestidad. Algo que le agradezco profundamente. A su lado, granny Elizabeth, que no oye bien, hace muecas y gestos para tratar de seguir la conversación.

«Cuando tuve al niño esperaba que mi novio se hiciera cargo de él. Pero aunque tiene trabajo no nos ayuda», afirma Nozuko. Y recuerdo que su hijo, Thandi, me dijo con orgullo «mi papá tiene un DVD». Por un momento la imagino llevando al niño los domingos a ver a su padre, con la intención de estar en buenos términos con él, con la esperanza de que un día las ayude a salir de la miseria.

«Para las chicas del barrio de chabolas la única opción es buscar un buen novio, que las cuide, que las proteja. Y los hombres lo saben y se aprovechan. Eso les da poder sobre la mujeres. Te dicen: yo soy el hombre y mando», continúa Nozuko.

Lo que me comenta ya lo he escuchado en muchas otras entrevistas. La poligamia, el machismo. Los hombres que tienen varias mujeres, por tradición cultural, por una mera cuestión de poder. Y son los que en muchas ocasiones se niegan a usar profilácticos con esas chicas atrapas en la miseria, haciendo que el sida continúe expandiéndose por los barrios, de casa en casa.

«Esta es una vida muy dura», afirma Nozuko. «Ponemos plástico en las ventanas, en las grietas de las paredes, pero las ratas se meten y muerden a los niños durante la noche. Y yo me quedé embarazada muy joven y no tengo estudios y no consigo trabajo».

Nozuko se acerca a Elizabeth, la abraza y me dice con lágrimas en los ojos, levantando el tono de voz: «Si no fuera por la abuela… Ella me acogió cuando mi madre murió. Y cuida de todos nosotros. No es justo, después de una vida de trabajo que le haya tocado esto. No sé qué vamos a hacer el día que no esté más aquí».

Los albores de un día en la miseria

Los primeros rayos del sol despuntan en el horizonte de techos de chapa de la barriada de Kliptown, en Soweto. El frío que nos ha tenido atenazados durante esta larga noche plagada de gritos, ladridos y sombras comienza a remitir lentamente.

Los nietos de la abuela Elizabeth se despiertan al alba. No sé si es para combatir la temperatura glacial de la breve estancia en la que duermen como pueden, abarrotados en el suelo, en las camas, pero lo cierto es que se levantan y comienzan a poner todo en orden. Doblan las sábanas. Guardan la ropa de dormir. Supongo que es también la única forma en que unas 25 personas pueden subsistir en un espacio tan reducido.

La abuela Elizabeth, primera en despertarse, última en irse a dormir, ya se encuentra barriendo el patio de la chabola. Lucha por librarse del polvo. Susurra una canción en swazi, la lengua de sus antepasados zulúes, al tiempo en que mece la escoba de un lado a otro. Después coge agua en una lata y riega las escuálidas plantas que tiene en una esquina.

Mientras la leche para el desayuno hierve en una anticuada cocina a carbón, llenando la chabola de humo, las jóvenes lavan los platos de la noche anterior en un cubo rebosante de agua amarillenta. Me llama la atención la actividad febril a la que todos los habitantes de esta chabola parecen entregarse durante las primeras horas del día. Deduzco, supongo, una vez más, que se trata de pequeños rituales a los que se entregan con pasión para negar la realidad, la cruel pobreza en la que están atrapados. Porque varias horas más tarde veré cómo van cayendo en una insoslayable apatía. Como si la verdad de la miseria y la exclusión terminase una vez más por imponerse.

Cuando la leche está lista, las adolescentes de la familia preparan platos de porridge que cada uno de los nietos come donde encuentra sitio. Algunos salen a desayunar al patio, bajo la cálida luz de un sol resplandeciente y generoso que avanza indefectible hacia el cenit.

La abuela Elizabeth le da de beber la leche a la más joven de la familia: su biznieta Nozuko. Le acaricia tiernamente la cabeza. A pesar de la escasez de recursos, de la precariedad de su vida miserable, granny Elizabeth no pierde en momento alguno la templaza, la sonrisa incondicional, cálida.

Su espíritu de lucha y resistencia parece ser lo único que no naufraga a medida que las horas avanzan. Da la impresión de ser el único asidero para esta familia que se ha quedado en la nada como consecuencia de la miseria y el sida.

Una noche en la chabola de la abuela Elizabeth

Me obsesiono con la abuela Elizabeth. Una y otra vez le pido a Jerry que me conduzca por las calles de Soweto hasta la precaria vivienda de chapa, y apenas dos estancias, en la que esta maravillosa mujer, deslumbrante por sus gestos de amor, por su enteraza, subsiste junto a sus 22 nietos y bisnietos.

Llegamos al atardecer con comida que hemos comprado en el mercado para cenar. Dejamos el coche y caminamos por las estrechas callejuelas del barrio. La verdad es que recorrer a pie Kliptown, unos de los asentamientos de chabolas más míseros, peligrosos y postergados del distrito, con los equipos colgados del brazo no me causa demasiada gracia. Pero la compañía de Jerry, con sus casi dos metros de altura y sus contactos en esta comunidad, resulta en cierta medida tranquilizadora.

De todos modos, para no llamar demasiado la atención, intentamos encender las linternas el tiempo justo que nos permita vislumbrar el camino y luego las apagamos. Desde que he llegado a Johannesburgo la gente – especialmente los amigos blancos que viven en las zonas ricas como Sandton – no ha dejado de contarme historias de secuestros, violaciones, robos y asesinatos. Y es cierto que se trata de unos de los países más violentos del mundo, desgarrado por el choque entre clases sociales, por el lastre de décadas de apartheid. Pero también debo confesar que, hasta el momento, la gente en la zonas más postergadas no ha hecho más que recibirnos con generosidad y calidez.

Casas que parecen a punto desmoronarse, construidas con trozos de chapa, de cartones, de madera. Restos de coches herrumbrosos, varados, junto a los desagües hediondos que corren por la tierra. El olor a orines y excrementos que se mezcla con el aroma acre del carbón que se quema aquí y allí para preparar la cena, para combatir el frío. Cuando descubrimos, en medio de la penumbra, la mísera caseta de la abuela Elizabeth respiro con alivio. Thande, uno de los nietos, nos recibe con una vela y su apolillado osito en las manos.

Cuentan con una batería de coche que a veces utilizan para encender un par de bombillas o para ver una vieja televisión en blanco y negro. Recargar la batería, que suele durar dos días, les cuesta 8 rands (0,87 €). Un lujo que hace tiempo que no se pueden dar.

El pollo al horno con patatas que hemos traído envuelto en un ejemplar del periódico The Star es todo un manjar para esta familia. Otro lujo que hace tiempo que han postergado. Su dieta diaria se basa en arroz y legumbres. Rápidamente los niños sacan platos y sirven la comida. Como no hay una mesa común, ni espacio para ella, cada uno cena donde puede.

A pesar del hacinamiento, del frío y la precariedad de casi todo en esta escueta vivienda, la conversación se anima. Los niños sonríen, hablan sin parar, mientras comen con las manos. Desde la calle llegan los ladridos de perros, los gritos de una pareja que discute violentamente. Esa realidad de Kliptown, desgarrada por el alcohol, la falta de horizontes y la miseria, que se cuela por las ventanas de cristales rotos como el gélido viento nocturno.

La abuela, preocupada por la seguridad de sus nietos, en especial de las niñas, ya que las violaciones están a la orden del día en esta barriada, les prohíbe alejarse demasiado cuando cae el sol. Una visita a la casa de esos vecinos que sí han tenido la suerte de poder cargar la batería y que encienden sus televisores. Una rápida caminata, vela en mano, hasta el solar que utilizan como baño.

Llega la hora de dormir. Guardan los platos, mañana los lavarán en la puerta de la casa. Observo los malabarismos que hacen para cambiarse en nuestra presencia, para encontrar lugar en las camas. Cuentan apenas con cinco lechos para veintidós personas. Es uno de los aspectos más jodidos de la pobreza, que complica hasta la desesperación los aspectos más nimios de la vida cotidiana de quienes la padecen. Sin luz, sin agua corriente, sin un cuarto de baño en condiciones, cada uno de esos gestos que para nosotros son tan simples para ellos se convierten en acciones complejas, extenuantes.

Antes de acostarse, bien abrigados, los nietos se acercan uno a uno a dar un beso a la abuela. Y ella, quizás contenta porque sus niños hoy han comido como dios manda, sonríe y los abraza. Una sonrisa que, a pesar de la miseria y la ausencia de casi todo, ilumina la casa, la inunda de un fulgor cálido y radiante.

La abuela más grande del mundo

Finalmente, Eunice Mahlangu se reúne con las abuelas que se han quedado al frente de sus familias como consecuencia del sida. Juntas, discuten estrategias para hacer frente a la difícil situación en que se hayan. Intercambian ideas, cuentan sus problemas. Cuando termina el encuentro, como sucede tan a menudo en África, algunas de las mujeres comienzan a cantar. Entonan una melodía profundamente nostálgica.

Eunice me presenta a Elizabeth, que en una miserable chabola de Soweto, sin luz, agua ni saneamientos, se ha tenido que hacer cargo del bienestar de sus 22 nietos y bisnietos tras perder en cuestión de tres años a sus cuatro hijas a causa del VIH. Al día siguiente la vamos a ver. Elizabeth nos recibe con una generosísima sonrisa. Viste bata verde y pantuflas. Es una mujer mayor, que ha tenido una vida larga y complicada, así que no siente la necesidad de arreglarse para recibir visitas.

Granny Elizabeth, como es conocida en el barrio, parece una mujer frágil, vulnerable, pero lo cierto es que por sí sola saca adelante a toda su familia. Con voz atiplada, casi inaudible, nos cuenta su historia. De una caja de cartón saca un atado de fotografías envueltas en un paño anaranjado y sujetas por una cuerda de yute. Las primeras imágenes que me muestra están descoloridas por el tiempo, son retratos en blanco y negro de cuando era joven y aún vivía en Ciudad del Cabo.

En las últimas descubro a sus hijas. Me conmueven especialmente las de sus funerales. Allí mismo, en la austera caseta de chapa y madera que la abuela construyó hace treinta años con la ayuda de sus vecinos, los féretros abiertos y la familia alrededor, acongojada, despidiendo al ser querido.

“Siempre pensé que tras haber trabajado durante tantos años tendría una vejez tranquila”, me dice. Las fotografías tiemblan en sus lánguidas y arrugadas manos. “Si sigo luchando es por mis nietos, para que ellos puedan salir algún día de aquí y llevar una vida mejor”.

La pensión de 400 rands (53 euros) que Elizabeth cobra por haber trabajado como asistenta doméstica para una familia blanca de Johannesburgo no les alcanza parar mucho. Cuando los niños tienen hambre y se comienzan pelear, la abuela coge su bolsa y se dirige a las casas de sus vecinos para pedirles algo de comida. Si no tiene suerte, va al mercado para ver si los comerciantes le fían algunos alimentos. No en pocas ocasiones se ve obligada a sentarse en la acera, abrir su bolsa y mendigar a los transeúntes.

Continúa…

Un refugio del sida en Soweto

Seguimos a Milred a lo largo de un día, desde que se levanta hasta que se acuesta, para conocer cómo es la realidad cotidiana de los huérfanos del sida. A primera hora sale de su casa y avanza a través de las casetas de chapa y cartón de Soweto.

Media hora de caminata la conduce hasta el Masibambisane Centre for Aids Orphans. Un centro de acogida financiado por la fundación del músico Elton John, en el que 180 niños, desde bebés hasta adolescentes, que han perdido a sus padres a causa del VIH, reciben educación, comida y afecto para tratar de superar así los traumas del pasado y aspirar a un futuro próspero, lejos de la soledad y la miseria.

Hoy la clases de Milred comienzan en la sala de informática. La dejo y recorro el centro que, con sus paredes pintadas de colores llamativos, su limpieza y prosperidad, contrasta con la decadencia del barrio en el que se encuentra inmerso. Aulas abarrotadas de jóvenes. Un área de juegos, con campo de fútbol. Y luego una zona donde reciben formación profesional centrada en la agricultura.

El lugar que mayor fascinación me causa es el aula de los niños más pequeños. Allí encuentro a Eunice Mahlangu, la directora del Masibambisane Centre for Aids Orphans. Una mujer de 35 años, trabajadora social de formación, que deslumbra por su optimismo, por su sonrisa sincera y contagiosa.

Además de dirigir el centro de acogida, Eunice sale periódicamente a recorrer los barrios de chabolas de Soweto. Sigue de cerca a numerosas abuelas que, tras el fallecimiento de sus hijas por culpa del sida, se han quedado a cargo de sus nietos y bisnietos. Las visita en sus casas, les lleva comida, como también hace con Milred. En los últimos meses ha creado un grupo de apoyo en Masibambisane para que estas mujeres se puedan encontrar, intercambiar sus experiencias y sumar fuerzas.

La más anciana de todas es la abuela Elizabeth. Una empleada doméstica de sesenta y dos años que está al frente de sus veintidós nietos y bisnietos. Le pregunto a Eunice si es posible ir a visitar a esta mujer a su casa. Y me responde que no habrá problema.

Suena la llamada al recreo. Un ahogado clamor, un irrefrenable ajetreo y los niños salen a jugar. Mi querido amigo Jerry, con su metro noventa de altura y sus cien kilos, hace girar a los pequeños en las hamacas con tal fuerza que vuelan imperables por el aire, riendo, pidiéndole que no se detenga.

Yo busco un lugar en el césped y saco el ordenador para ganar tiempo y descargar las fotos de la cámara. Curiosos, algunos niños se van congregando a mi alrededor. Y cuando se descubren en las imágenes que se suceden en la pantalla sonríen, se toman el pelo, «mira, mira cómo has salido», bromean.

A pesar de la algarabía que me rodea, durante unos instantes tomo distancia y pienso en que cada uno de ellos, incluída Milred, padece una historia terrible de pérdida y privación. Son niños a los que el sida ha dejado solos en este mundo.