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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Tragedia frente al muro del Sáhara

El pasado año tuvimos la oportunidad de viajar en este blog a la primera marcha organizada por estudiantes españoles para denunciar con su presencia pacífica el muro de más de 1.700 kilómetros construido por Marruecos en la frontera de la Hamada argelina con la intención de evitar cualquier atisbo de regreso, de reclamación legítima de sus tierras, por parte de los saharauis.

Esta segunda edición de la Columna de los Mil, aún más multitudinaria que la anterior y que ha sido organizada también por la Unión Nacional de Mujeres Saharauis (UMNS), ha terminado con una tragedia que da cuenta sin dudas de la política de exclusión y aislamiento a la que el régimen de Rabat lleva más de tres décadas condenando a los saharauis, aprovechándose de la inmovilidad de la comunidad de naciones y, principalmente, de la falta de lealtad de España no sólo a los compromisos firmados sino a aquellos que hasta 1975 fueron sus ciudadanos.

Más de 2.500 personas se dirigieron ayer viernes al muro. Como sucedió el año pasado, algunos jóvenes saharauis no pudieron reprimir el impulso de acercarse a esa barrera hecha por el hombre, la más vasta de las que funcionan en la actualidad, que los mantiene atrapados en la prisión física e intelectual del desierto.

Cuatro resultaron heridos al accionar una mina antipersona. El de mayor gravedad fue Brahim Hosein Labeid, de 19 años, que sufrió la amputación del pie derecho además de fracturas. Brahim vive en el campamento de Dajla.

Se estima que hay unos cinco millones de minas en el desierto, a otras de cuyas víctimas, como Sarik Mohamed, pudimos conocer en el hospital Heridos de Guerra Mártir Cherif. Minas que, a pesar de los acuerdos de paz firmados en 1991 entre Marruecos y el Frente Polisario, siguen allí junto a fragmentos de obuses y piezas de mortero sin detonar, al igual que el propio muro.

Ahora se suman nuevos nombres y apellidos a la ominosa lista de destinos varados, interrumpidos y mutilados, por culpa de los intereses comerciales, de una política tan sorda a los legítimos derechos del pueblo saharaui, tan cargada de ignominia y sorda indiferencia, como esos mismos artefactos explosivos que desde los años ochenta los esperan entre la arena.

Jóvenes por un Sáhara libre

Siempre he considerado que ser joven implica en cierta medida rebelarse ante lo establecido, cuestionar las certezas y valores de los adultos, del poder dominante.

A través de una mirada con menos condicionantes, de una mayor libertad de acción, descubrir los errores del mundo que han erigido los mayores y buscar mejorarlo.

En este sentido, podría afirmar que la juventud no sólo responde a la edad, sino a una cierta postura ante de la vida, una voluntad irrenunciable por querer cambiar la realidad.

Lo que en un orden tan desigual y violento como el que nos ha tocado a escala planetaria, no deja de ser un imperativo moral.

Jóvenes que no lo son

Por esta razón, me decepciona encontrarme a diario con jóvenes que lo son en apariencia, pero no en esencia o compromiso.

Jóvenes desinteresados por la realidad que los rodea, que la aceptan sin hacerse preguntas, que parecen no ver más allá de sus momentos de ocio. O que en la vida sólo aspiran a una plaza funcionarial, en sentido literal o figurado.

De la misma manera, y con todo el respeto a las opciones políticas de cada uno, debo confesar que hay una imagen de las pasadas elecciones que no me abandona. Un veinteañero que en la calle Génova se declaraba frente a los medios como «conservador y de derechas». Desde mi concepción del mundo, toda una contradicción: ser joven y conservador.

Compromiso con el Sáhara

La marcha a la que asistí hace tres semanas frente al muro construido por Marruecos para aislar a los saharauis de su territorio originario, y que congregó a dos mil personas en el desierto, fue organizada por un grupo de jóvenes universitarios. Y la mayoría de quienes asistieron también lo eran.

Toda una muestra de compromiso por su parte que me ha ayudado a romper con cierta imagen de indiferencia y apatía que tenía de la gente de su edad.

Un compromiso que muchos de ellos han optado por perpetuar a través de una marcha que hoy tendrá lugar frente al ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación.

La convocatoria es a las 18 horas. Parte de la estación de metro Sol en Madrid. Y tiene como lema: DEUDA HISTÓRICA:¡REFERÉNDUM YA! SU AUTODETERMINACIÓN, ¡NUESTRA OBLIGACIÓN!

Desde esta humilde tribuna, mi aplauso. Y a las siguientes iniciativas a las que están sumando su deseo de justicia y paz como cartas a los directores de periódicos y nuevas concentraciones para el futuro en favor de los presos saharauis en los territorios ocupados.

Actos de solidaridad que intentan recordar a nuestro gobierno progresista que, más allá de los intereses económicos y geoestratégicos, casi siempre tan conservadores, se debe colocar nuestra obligación moral hacia un pueblo en el que España está en deuda, y que lleva 33 años viviendo en medio de la nada.

Cinco millones de minas antipersona en el Sáhara

Por más que uno intente ponerse en el lugar del otro, existen destinos tan maltratados por la vida que resulta un ejercicio fútil.

Sarik Mohamed resultó herido por una mina antipersona durante la guerra entre el Frente Polisario y Marruecos. Desde entonces, buena parte del cuerpo le resulta ajena a su voluntad.

Conversamos. Intento agacharme, situarme a su altura, para acortar las distancias físicas, porque las otras, de las experiencias vitales, de los destinos, parecen insalvables.

Sarik habla casi susurrando. “Llevo más de veinte años en una cama”, afirma y permanece en silencio. Por la ventana se cuela la luz resplandeciente del desierto y el susurro del viento sobre la arena.

Una cama en el desierto

En el hospital Heridos de Guerra Mártir Cherif hay 54 internos. La mayoría de ellos antiguos combatientes del Frente Polisario que no pueden valerse por sí mismos. Las condiciones sanitarias en las que viven son buenas en relación a los campamentos de refugiados. Tienen agua corriente, electricidad. Y cada uno cuenta con su propia habitación.

Una característica del centro médico que resulta ciertamente desazonadora: se encuentra literalmente en medio de la nada. Rabuni, la capital administrativa del exilio en la hamada argelina, apenas se vislumbra en el horizonte. Esto hace que a la reclusión de estos hombres en sus cuerpos maltrechos se sume el aislamiento físico del resto del mundo.

Minas marroquíes, víctimas saharauis

Desde el comienzo mismo de la guerra, los marroquíes empezaron a sembrar el terreno de minas antipersona para tratar de detener a las fuerzas del Frente Polisario. Según me explica Boybat Cheik Abdelhay, director de la organización Sahara Campaign to Ban Landmines, parte de estas armas les fueron vendidas al reino alauí por España.

El muro de Marruecos, frente al que más de 2.000 personas nos manifestamos hace menos de una semana, está antecedido por más de cinco millones de estas minas, que también se encuentran esparcidas del otro lado, en el territorio ilegalmente ocupado desde la Marcha Verde.

Esto convierte al Sáhara Occidental en una de las regiones más minadas del mundo. La lista la encabeza Camboya, con 10 millones de minas y un mutilado cada 236. Luego viene Angola, con 9 millones y un lisiado por cada 407 personas). Después siguen Bosnia-Herzegovina, Afganistán, El Salvador, Nicaragua, Colombia, Sudán, Mozambique, Somalia e Irak.

La única diferencia con la mayoría de estos países es que en el Sáhara nadie las está sacando del terreno porque sería una forma de desbaratar la estrategia marroquí para mantener a los saharauis alejados de su tierra ancestral.

Convención de Ottawa

Al no haber firmado la Convención de Ottawa, Marruecos no tiene obligación de dejar de emplearlas. Pero la República Árabe Saharaui sí se ha sumado al tratado. Y ha ido destruyendo progresivamente su arsenal.

Hasta hoy el Tratado ha sido ratificado por 144 estados. Se dice quienes la suscribieron ya han destruido 37 millones de minas. Esta campaña internacional obtuvo el Premio Nobel de la Paz en 1997.

Entre los países que no lo firmaron se encuentran además de Marruecos, Estados Unidos, China, Rusia, Israel, Pakistán, Sudáfrica, Corea del Norte y del Sur, Nepal, India, Singapur y Vietnam, que son algunos de sus principales productores. Entre todos tienen almacenadas 185 millones de minas.

En el terreno se estima que permanecen 110 millones de minas esparcidas en 64 países, la mayoría de ellos africanos. Al año más de 26.000 personas mueren o sufren mutilaciones como consecuencia de este armamento que no distingue entre civiles y combatientes.

Pueden permanecer activas durante más de 50 años después del fin de un conflicto. Colocar una mina puede costar 1,8 euros, pero desactivarla puede llegar a mucho más: hasta 718 euros.

La decidida y mala voluntad de Marruecos hace que, esporádicamente, alguna persona se lleva por delante uno de estos artefactos explosivos, y se suma así a un destino mermado, condicionado hasta el final de sus días, como el de Sarik Mohamed.

Heridos de guerra en el Sáhara

Sheh Mohamed vive en una escueta y lóbrega habitación que define los confines de su universo desde hace años. A un costado del colchón en el que fatiga las horas muertas, yace silenciosa su silla de ruedas.

Mientras conversamos prepara el clásico té saharaui, pasado de vaso en vaso, mareado hasta el extenuación, tras haber sacado el agua hirviendo de un pequeño calentador eléctrico.

Me hirieron en 1980. Tenía 18 años. Recuerdo que de repente me encontré en el suelo, aturdido, que sentía dolor en la espalda”, afirma con parsimonia.

Acto seguido señala al hombre que se encuentra a su lado y que, por esos curiosos giros de la vida, conduce hoy las visitas al hospital. “Él me rescató y me sacó del frente”, agrega.

En medio de la conversación aparece un grupo de visitantes extranjeros. Entran sin saludar. Observan las instalaciones. Miran a Sheh Mohamed y se van. A pesar de lo absurdo y descortés de a situación, él no se altera ni pierde la templanza.

Sirve el té. Le pide a su viejo amigo de batalla que le pase una maleta que tiene al otro lado de la habitación. En el interior, donde guarda hojas manuscritas con las que piensa hacer un libro sobre su vida, encuentra una bala.

“Recién me la pudieron sacar en Barcelona, en 1992”, afirma. “Mi familia está del otro lado, en las zonas ocupadas. Sólo pude ver a mi madre en una ocasión, cuando la dejaron que me viniera a visitar. Aquí me hacen compañía los otros internos. Hay un hombre ciego con el que tomo el té todas las tardes”.

Los ecos del horror

Las guerras no se terminan cuando se firman los acuerdos de paz y los medios de comunicación dejan de informar. Sus efectos se perpetúan en el tiempo. En los heridos, en los mutilados, en el trauma de los supervivientes, en las vidas perdidas.

Es más, hasta me atrevería a decir que la verdadera lucha empieza para muchos precisamente en ese momento. La pugna por seguir adelante a pesar de todo, por hacer frente a las sombras del horror de la violencia.

De ello hemos dado cuenta a través de numerosos testimonios recogidos en este blog. Desde el sur del Líbano devastado por la guerra de 2006, hasta los niños heridos en los hospitales de Gaza.

Desde el desgarrador relato de Selua, enferma de sida, esclava sexual de las tropas árabes durante diez años en Sudán, hasta las numerosas jóvenes violadas y esclavizadas en el norte de Uganda por ese Ejército de Resistencia del Señor que ahora parece a punto de dejar las armas.

Anclado a una cama

Tampoco las heridas de la guerra cicatrizan en el Sáhara, donde los ecos de la violencia pretérita, quizás incluso reavivados por la posibilidad de futuros enfrentamientos con Marruecos, continúan latentes en cada jaima, en cada familia, como la arena, el calor y el siroco que obstinadamente castigan a quienes subsisten en la hamada argelina.

No he visitado los campamentos de refugiados sin escuchar los relatos de esa guerra que se extendió entre 1975 y 1991. Testimonios de los mayores que combatieron en el Frente Polisario. Recuerdos sentidos a los ausentes.

En el mismo hospital de heridos de guerra de Rabuni converso con otro hombre, cuya historia resulta aún más desgarradora que la de Sheh Mohamed, si es que tiene algún sentido tratar de conmensurar el sufrimiento ajeno cuando alcanza semejantes dimensiones.

Su nombre es Sarik Mohamed. Fue víctima de una mina antipersona durante la guerra. Desde dos décadas permanece anclado a una cama. Varado en un cuarto de hospital. Del mismo modo en que todo su pueblo, también paralizado por el silencio del mundo, aguarda el regreso a la libertad.

Continúa…

La “Columna de los mil” desafía al muro de Marruecos

Esta mañana, miles de manos se unieron frente al muro de más de 2.700 kilómetros de largo que Marruecos construyó para aislar a los saharauis de su hogar ancestral.

Miles de manos de españoles – acompañadas de manos de italianos, argelinos y saharauis – que intentaron simbolizar con su presencia que no están de acuerdo con las políticas que aplica su gobierno, que no se resignan a aceptar que prevalezcan los supuestos intereses geoestratégicos frente a la justicia internacional y los valores morales.

Al alba

Aunque la mayoría lleva casi una semana en la hamada argelina, compartiendo la vida cotidiana de los saharauis olvidados en el exilio, lo cierto es que el verdadero viaje comenzó hoy, sábado 22, a las cinco de la mañana, cuando los altavoces del campamento de refugiados de Smara comenzaron a resonar anunciando que ya había llegado la hora, que los participantes debían congregarse en la oficina de protocolo para emprender la travesía hacia el muro.

A pesar del frío, el buen humor se hacía evidente en las bromas, en las banderas y pancartas – «Derribemos el muro de la vergüenza», «Mohamed, capullo, el Sáhara no es tuyo» – que se desplegaban sobre la parte trasera de los camiones y los vehículos cuatro por cuatro, en las viandas que se mostraban para ver qué se había preparado cada uno como alimento para hacer frente al día.

Cuando ya había amanecido, otros grupos de camionetas y camiones provenientes de distintos puntos de la geografía argelina y saharaui, que también levantaban a su paso por el desierto una vasta nube de polvo, se unieron a la columna principal.

El encuentro

El momento de encuentro frente al muro resultó sumamente emotivo. Los saharauis más jóvenes avanzaron desafiantes hacia el cuartel mayor desde el que los marroquíes vigilan ese sector de la valla de seguridad conocido como «El recodo» y situado en territorio liberado.

Como el muro es antecedido por más de cinco millones de minas, rápidamente los organizadores los unieron a la columna principal, la llamada “Columna de los mil”, que superó con creces la cantidad de gente esperada y que se extendió a lo largo de más de un kilómetro, mano con mano, para exigir la caída del muro, para pedir que se respeten las resoluciones de la ONU así el pueblo saharaui puede decidir sobre su futuro.

Del lado del cuartel marroquí, los soldados observaban con curiosidad, parapetados tras una montaña de tierra. A un costado estaban los observadores de la MINURSO.Y entre medias no sólo las minas sino fragmentos de obuses y piezas de mortero sin detonar de la guerra que terminó en 1991.

Todo un ejemplo

Volveré sobre las experiencias de estos días cuando regrese a Madrid y pueda gozar ya de corriente eléctrica y conexión a Internet.

Rescato ahora la actitud de todos los participantes que han dado ejemplo de ciudadanía responsable y comprometida. La de los saharauis, que nos han acogido con enorme generosidad como es su costumbre.

Y la del grupo de jóvenes, que se organizan bajo el nombre de Voluntad y Determinación, y que son los que han dado vida a la «Columna de los Mil». La mayoría no tiene más de 22 años. Estudian periodismo en la Universidad Complutense.

No sólo la idea que han tenido y que en tan poco tiempo han articulado – reuniendo en medio de la nada a más de dos mil personas -, sino la seriedad con que la han llevado adelante esta iniciativa, me hacen sentir esperanzas, me hace ver a parte de la juventud bajo otra luz, con una responsabilidad frente los problemas del mundo que demuestra que no todo está perdido.

Sin tiempo en el Sáhara

Mientras que buena parte del mundo da la impresión de encontrarse en un constante y frenético proceso de transformación, la vida en los campamentos saharauis de Tindúf parece no moverse en dirección alguna.

Cada uno de los viajes que he realizado a la zona parece pertenecer a un mismo y largo periplo, ausente de interrupciones, como si el tiempo no hubiese avanzado desde mi visita anterior.

Una vez más me dispongo a disfrutar de la calidez y la generosidad de los saharauis, que tampoco desaparece, que permanece inamovible en cada uno de mis desembarcos en el desierto.

Y también de esos regalos añadidos que ofrece la vida en el desierto: la ausencia de prisas, el silencio, la existencia frugal, carente de distracciones o artificios. Lavarse los dientes sobre la arena, en la puerta de la jaima. Dormir al raso, bajo un cielo pletórico de luces.

El tiempo parece no sucederse en el Sáhara. Los refugiados esperan que el mundo los escuche, que los saque de esa suerte de paréntesis, de margen de la realidad, en los que los ha situado.

El pasado lunes llegué al Sáhara. Recién hoy, tras viajar durante una hora por el desierto, pude dar con un lugar en el que Internet funciona, ya que en el campamento Smara no hay conexión por el momento.

En el viaje del lunes me acompañaban cientos de personas de España, que el sábado 22 se sumarán a otros cientos que arribarán de Italia, de Argelia, para formar la Columna de los Mil, para protestar contra el muro de Marruecos, para unir sus manos y exigir que caiga, para pedir que de una vez por todas las cosas cambien aquí.

Parto hacia el muro de Marruecos en el Sáhara

La maleta casi se hace sola. Después de tantos años de periplos, la ropa encuentra lugar en su interior con facilidad, y parece hasta sentirse más cómoda que dentro de los armarios.

Lo mismo sucede con los equipos de filmación y fotografía, que dan la impresión de saber que ha llegado la hora de salir a dar un paseo por el mundo y con absoluta docilidad se dejan acomodar en los distintos bolsos. Como si la perspectiva de volver al trabajo, recuperados del fatigoso recorrido por Kenia, los entusiasmase.

El estrés de los días previos a un viaje pasa más por todo lo que hay que prever y dejar preparado para las semanas de ausencia. Las cuentas que vendrán, el trabajo que se debe dejar adelantado, la nevera vacía, las bolsas de basura en la calle, la casa limpia y cerrada a cal y canto. El precario equilibrio entre las vida nómada y la sedentaria.

En apenas dos horas partiré hacia Barajas, desde donde un avión me llevará hacia Tinduf, en Argelia. Ya en otras ocasiones he desembarcado en los campamentos de los refugiados saharuis que llevan más de tres décadas malviviendo en medio de la hamada argelina.

Aunque es la primera ocasión en la que me dirigiré hacia el «muro» que Marruecos ha construido en medio del desierto para mantenerlos apartados de su territorio ancestral. Un tema, el de las barreras que dividen nuestro planeta, al que hemos dedicado algunos espacios de reflexión en este blog.

Si bien se lo llama «muro», no lo es propiamente. Se trata en realidad de una verja en la que se suceden las torres de control y que está antecedida por campos minados.

Su extensión supera sesenta veces a la del Muro de Berlín, aunque como dice Eduardo Galeano, no pueda establecerse comparación alguna en el grado de conocimiento que el mundo tiene de esta realidad.

Las sensaciones son encontradas, como antes de cada viaje. Por un parte, la promesa de nuevas experiencias, el reencuentro con la generosidad de los saharauis y con los buenos amigos que he dejado allí a lo largo del tiempo.

Por otra, la pesadumbre de saber que volveré a ser testigo de una situación injusta como pocas: el drama de un pueblo olvidado por España y el resto del mundo en las fauces del desierto.

Movilización histórica contra el muro de Marruecos

Otra de las cuestiones sobre las que hubiese resultado interesante escuchar a los candidatos presidenciales debatir el pasado lunes es el Sáhara Occidental.

Pero como el capítulo de Política Exterior fue ignorado por Rajoy y Zapatero – lo que resulta una flagrante contradicción, ya que un país que se presenta a sí mismo como una gran potencia, que se dice entre los diez más ricos y poderosos del orbe, no puede carecer de voz propia en la arena internacional – nos quedamos sin saber también si tomarán alguna medida efectiva para subsanar de una vez por todas la deuda histórica que España tiene con el pueblo saharaui.

No debemos olvidar que el Referéndum de Autodeterminación aún no ha tenido lugar, que más de doscientas mil personas siguen atrapadas en las fauces de la hamada argelina, subsistiendo de la dádiva internacional, inmersa en la hostilidad y la falta de oportunidades de un desierto árido como pocos.

Y que la violación de los derechos humanos y la represión son la norma para los saharauis que vieron ocupado su territorio tras la Marcha Verde articulada por Hassán II y la escandalosa retirada española de 1975. Como ya dio testimonio en este blog Aminetu Haidar, víctima de torturas por parte de las autoridades de Rabat.

Llama la atención, y es digno de aplaudir, que en esta era de apatía generalizada, de reflejos morales anestesiados por el consumo y el exceso de estímulos, en la que la indiferencia ante los problemas del mundo parece ser la norma – como la que el lunes demostraron Zapatero y Rajoy, aunque este último quiere que su niña viaje por el planeta “sin complejos” – haya una parte de la sociedad civil española dispuesta a rebelarse.

No sólo los miles de habitantes del Estado español que cada año viajan a los campamentos de Tinduf, para mostrar su solidaridad con los saharauis, para conocer y compartir temporalmente las terribles condiciones de vida que les ha tocado en desgracia, o que traen niños durante el verano para que puedan escapar de la implacable aridez del desierto.

Sino también una iniciativa que se anunció el pasado 19 de febrero. Un acto de resistencia social pacífica. Un acto de rebeldía de una parte de nuestro entramado social que está cansado de que las servidumbres de los gobernantes pasen por la pesca, por el petróleo, por las armas, como sucede con el Sáhara, con Palestina, con Darfur, con la República Democrática del Congo.

En palabras de los organizadores de la Columna de los Mil:

Nosotros y nosotras, corresponsales con nuestros hermanos y hermanas saharauis, construiremos un muro, el muro de la esperanza. Mil personas uniremos nuestras manos formando una cadena humana frente al muro de la vergüenza, un muro de dos mil kilómetros que separa un territorio y divide un pueblo.

Seremos la Columna de los 1000. 1000 para recordar. 1000 para luchar. 1000 para esperanzar. 1000 corazones para aprender de la dignidad del Pueblo que resiste en el desierto.

Parece execrable que en 2008, tras 33 años de resistencia, el país culpable de una descolonización interrumpida, como es el caso del Sahara Occidental, de la espalda a su responsabilidad histórica. Dicha responsabilidad debería generar por parte del Gobierno una postura de apoyo, sin ningún tipo de ambigüedad, con respecto al derecho de autodeterminación de este pueblo.

No es de recibo la sumisión española a los chantajes marroquíes: control de los flujos migratorios, coordinación en la lucha antiterrorista, acuerdos de pesca y debate sobre Ceuta y Melilla. Ya resulta suficientemente repugnante aceptar como válida la interlocución de una dictadura que viola de manera sistemática los derechos humanos.

La marcha tendrá lugar entre los días 17 y 23 de marzo. Aún está abierta a todos aquellos que quieran sumar su voluntad y su voz a este acto de resistencia civil, pacífica, contra otro de esos muros sobre los que tanto hemos debatido en este blog.

Un muro al que el escritor uruguayo Eduardo Galeano describe de la siguiente manera:

Y nada, nada de nada, se habla del Muro de Marruecos, que desde hace 20 años perpetúa la ocupación marroquí del Sáhara occidental. Este muro, minado de punta a punta y de punta a punta vigilado por miles de soldados, mide 60 veces más que el Muro de Berlín.

Mil voces de ciudadanos, y sus manos unidas, para recordar a los políticos que los intereses que muchas veces defienden, sin siquiera dignarse a exponerlos antes de las elecciones, a debatirlos abiertamente, no son los intereses de los pueblos, de la gente de a pie, no son nuestros intereses.

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Hablando de apatía, de indiferencia ciudadana, aprovecho para acerme eco de la indispensable iniciativa lanzada por mi queridos colegas de Canal Solidario: “¿Consumes o te consumen? Plan 15 días para consumir menos y mejor”.

Un blog en el que especialistas de diversas organizaciones nos irán dando claves para cambiar nuestros hábitos de consumo, para que podamos emplearlos en la construcción de un mundo más justo y sensato.

Segundo aniversario de la intifada saharaui

En los viajes que realicé a los campamentos de refugiados saharauis fui testigo de la atención con que los jóvenes siguen la intifada que en mayo de 2005 comenzó en los territorios ocupados por Marruecos. Vi cómo en los escasos cibercafés se reúnen para contemplar a través de Internet la pacífica resistencia de sus compatriotas contra la represión del régimen alauí y la indiferencia del mundo.

La palabra “intifada” quiere decir en árabe «levantamiento». Expresión que se hizo mundialmente famosa cuando en 1987 los refugiados palestinos, en el campo de Yabalia, empezaron una insurrección popular sin precedentes. Mujeres, hombres y niños salieron a manifestarse contra la opresión del ejército hebreo, contra los toques de queda y la discriminación racial, contra la miseria y la postergación en la que estaban atrapados. Decayó en 1991. Y terminó en 1993, con los Acuerdos de Oslo, cuando los palestinos creyeron que finalmente la comunidad internacional escuchaba su legítimo reclamo.

Las promesas rotas por las distintas administraciones israelíes, que mientras hablaban de paz no hacían más que promover el arribo de cientos de miles de colonos a Cisjordania y Jerusalén Oriental (incluido el supuestamente generoso primer ministro Ehud Barak, que fue, según Robert Fisk, uno de los mayores promotores de la anexión de hecho de los territorios que la legalidad internacional señala como palestinos según la resolución 242 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas), así como la corrupción y represión de Al Fatah y Yasir Arafat, desataron la segunda intifada, que tuvo como punto de partida la visita a la Explanada de las Mezquitas del ministro de defensa Ariel Sharón en el año 2000, aquel hombre que avanzaba pesado y tambaleante como si aún cargase la estela de los muertos de Sabra y Chatila.

A diferencia de las intifadas palestinas, la saharaui es absolutamente pacífica. No así la respuesta del gobierno marroquí, al que organizaciones de derechos humanos acusan de detenciones ilegales, desapariciones y torturas.

Recuerdo cuando el año pasado, visitando una radio local en los campamentos saharauis, me mostraron a través de Internet varios vídeos de estas acciones de protesta ciudadana. Acciones como levantar banderas saharauis o realizar pintadas, que eran reprimidas sin contemplación por las autoridades marroquíes, muchas veces frente a la mirada pasiva de los oficiales de la Minurso, la misión de Naciones Unidas para el Sáhara. Acciones grabadas a escondidas con cámaras de vídeo doméstico desde detrás de una ventana o desde la calle misma, y que luego eran colgadas en la red.

Las señales de que el pueblo saharaui está llegando al final de su paciencia tras treinta y dos años de exilio son cada día más evidentes. Así lo expresó hace dos semanas Mohamed Abdelaziz, secretario general del Frente Polisario, en una conferencia de prensa a la que asistí en el campamento de Djala. Algunos especialistas ya han señalado que el reciente llamamiento del Consejo de Seguridad de la ONU, a través de la resolución 1754, a poner en marcha negociaciones directas entre el Frente Polisario y Marruecos, podría ser la última oportunidad para una resolución pacífica del conflicto.

¿Tenemos que esperar a que este pueblo pase a la lucha armada para reaccionar? ¿Sólo la pérdida de vidas inocentes nos hará actuar? ¿Y sucederá entonces, como en muchos otros casos, que se transformará a la víctima en culpable por no tener la paciencia de seguir tolerando tanta injustificia y opresión? ¿Saldrá entonces algún comentarista español bienpensante a decir, desde la comodidad de su redacción, que el pueblo saharaui se equivoca al elegir el camino de la violencia?

Es importante que recordemos algo crucial: al igual que en el caso del pueblo palestino, los sarahuis sólo piden que se respete la legalidad internacional. Nada más. Reclaman que se acaten las decisiones de la ONU del mismo modo en que lo exige EEUU en relación a los programas nucleares de Irán o Corea del Norte, y como lo hace Israel en relación a las resoluciones 1559 y 1701 sobre el desarme y control de Hezbolá.

A continuación, uno de los tantos vídeos de la intifada saharaui que se encuentran en Internet (y en el que aparece Aminetu Haidar, de quien ya hablamos en este blog). Y, para terminar, una atinada frase de Eduardo Galeano, con quien el año pasado coincidí en los campamentos de refugiados saharauis:

«El patriotismo es, hoy por hoy, un privilegio de las naciones dominantes. Cuando lo practican las naciones dominadas, el patriotismo se hace sospechoso de populismo o terrorismo, o simplemente no merece la menor atención».

Una lección de Mahmud, el joven Cartier-Bresson del Sáhara

Ésta es la primera fotografía que Mahmud tomó con mi cámara en una de tantas morosas tardes en la jaima de su familia. Y la verdad es que cuando me la mostró me dejó totalmente impresionado.

En primer lugar por la insólita composición, que prestando luego atención a la forma en que capataba las instantáneas comprendí que responde a la altura desde la que ve el mundo, el punto de vista de un niño, y a que la cámara le pesa tanto que por momentos se escapa de su control.

El segundo rasgo que me llamó la atención, que me llevó a decir una y otra vez «joder Mahmud, ¡qué gran foto!», mientras toda la jaima se acercaba a observar emocionada, entre sonrisas, el visor de la cámara, es la expresión de sutil nostalgia que supo captar en Fatimetu, su abuela, de 62 años de edad.

Más allá de la generosidad, el afecto y la humildad con que me han tratado las tres generaciones de mujeres en cuyo hogar tuve la suerte de ser bienvenido durante mi estadía en el Sáhara, lo cierto es que cada una de ellas, como todos los habitantes de la hamada argelina, carga con una historia desgarradora de sacrificio, pérdida y renuncia.

Fatimetu huyó de Djala, su aldea natal, en medio de la guerra dejando atrás a seres queridos que no ha vuelto a ver en treinta años, abandonado su casa y sus pertenencias. Hambrienta, desesperada, avanzó por el desierto en medio de las bombas, del fuego cruzado, entre los cadáveres de los muertos, hasta recalar en este campamento que si hoy es mísero y estéril, hace tres décadas resultaba desolador.

Otro ejemplo: Aichetu, su nieta, la prima de Mahmud, que tiene 18 años y que, por el castellano con acento andaluz que aprendió en un verano en España, me ha servido de interlocutora con el resto de la familia. Desde que se convirtió en una adolescente, dada la escasez de oportunidades en el campo de refugiados, se vio obligada a vivir en Argel, donde aprendió francés para seguir adelante con los estudios. Entusiasta, siempre sonriente, preocupada hasta el paroxismo porque me sintiera a gusto en la jaima, se está preparando para entrar a la facultad de medicina.

Y tantas otras historias de familiares muertos en la guerra, desparecidos, separados irremediablemente por la estupidez y mezquindad de los políticos. Tantos esfuerzos y sacrificios por parte de este pueblo paria y exiliado por llevar una vida lo más normal y digna posible a pesar de malvivir en la aridez más absoluta.

A partir de esa foto iniciática, Mahmud siguió deslumbrándome con su innato talento para hacer retratos. Más composiciones inesperadas, más momentos cargados de sensibilidad. Quién iba a decir que un niño saharaui que nunca había cogido una cámara en su vida iba a terminar dándome lecciones a mí, que llevo 13 años sacando fotos por el mundo. Pero lo cierto es que me ha brindado una mirada nueva, rejuvenecida, libre de los tics en los que caemos al hacer siempre el mismo trabajo. Así que, si en los próximos viajes encontráis imágenes renovadas, sorprendentes, ya sabéis quién es el culpable.

Y extendiendo el razonamiento, ampliando su campo de inclusión: quién iba a decir que este pueblo olvidado en medio de la nada sería capaz de regalarme lecciones tan valiosas. Esas lecciones que he tratado de recuperar en las últimas entradas del blog.

No se trata de idealizar a los saharauis, de imbuirlos de una bondad roussoniana, de negar que seguramente en un ámbito de convivencia tan limitado carecen de envidias, celos o peleas. Pero sí es verdad que se trata de un pueblo extremadamente generoso, que no muestra señal alguna de resentimiento a pesar de su situación y que tiene mucho que enseñarnos a los que venimos desde el mundo rico.

Cuando estoy en la ruta me suelo preguntar con bastante frecuencia por qué los occidentales somos tan proclives a la soberbia. Sinceramente creo que debemos aprender a escuchar, a mirar con otros ojos hacia el Sur. Después de todo, tenemos en nuestras manos la llave de muchos cambios. Pero también por nosotros mismos, por todo lo que hemos dejado atrás en pos de este desarrollo material en el que estamos imbuidos.

Afortunadamente, hay millones de niños de ojos pletóricos de luz, como los de Mahmud, gran amigo y compañero en estos días en el Sáhara, que nos pueden enseñar a ver el mundo de otra forma.