Este blog nació con la vocación de dar voz a las víctimas de la violencia en algunos de los lugares más convulsos y caóticos del planeta. Pero también como una suerte bitácora personal, de diario de viaje. Quizás sea por deformación profesional, pero me ha costado centrar la mirada en mi universo más próximo, y la mayor parte de las entradas han seguido la forma clásica del reportaje o la crónica. Eso sí, con un narrador situado en un primer plano.
Ya que la cuenta atrás se ha puesto en marcha y estoy a punto de partir de Río de Janeiro, he decidido que voy a describir a todas aquellas personas y lugares que construyeron mi realidad cotidiana a lo largo de los cuarenta días que llevo en esta ciudad. Una suerte de homenaje a esta urbe tan maravillosa y a su habitantes que me acogieron con enorme calidez y generosidad.
Vivir en la ruta es una experiencia apasionante. No hay dos días iguales. Y cada rincón, cada encuentro, alberga la promesa latente de un descubrimiento, de una lección que aprender.
Lo que sí resulta complicado de sobrellevar en esta existencia nómada y errática es la soledad. Por eso apenas llego a un nuevo destino busco rutinas, caras y lugares que me hagan sentir que de algún modo estoy acompañado, que formo parte del mundo en la que me acabo de sumergir. Y lo cierto es que, cuando llega la hora de la partida, como sucede en este mismo momento, experimento cierta tristeza.
Empiezo por Cícero, el hombre que me llevó en su coche a hacer cada uno de los reportajes. De los conductores con los que he trabajado en los últimos tiempos, sin dudas, uno de los más curiosos y entrañables. Todo un personaje. Esta foto, que forma parte de mi álbum personal de Río de Janeiro, la tomé en la favela Acarí, mientras filmaba a los niños jugando al basket da rua. A pesar de que estábamos rodeados de traficantes armados, Cícero permanecía tranquilo, impasible. Una leve sonrisa dibujada en el rostro.
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Cícero acaba de cumplir 60 años de edad, al igual que mi padre. Vive en el barrio da Pena, junto al complexo do Alemao. Está casado y tienes dos hijos. El varón es recepcionista en el hotel Sheraton. Su hija es secretaria.
Lo conocí por casualidad. Cuando encendí la televisión y vi que la Policía Federal había entrado el complexo do Alemao con varios carros blindados, bajé a la calle y detuve al primer taxi que pasaba. Coincidencias de la vida, Cícero conocía la zona a la perfección, por lo que me sentí seguro en sus manos.
Aquel día me esperó a pocas manzanas de donde tenían lugar los tiroteos. Recuerdo que en un momento bajé para coger un paquete de pilas que había dejado en el coche y lo encontré allí, de rodillas frente a su viejo Volkswagen amarillo, arreglándole los faros delanteros. Tan concentrado estaba en su labor que permanecía indiferente a la balacera.
Supongo que era su forma de matar el tiempo, de hacer frente a las horas de espera, ya que cada vez que lo iba a buscar lo encontraba comprometido en alguna tarea relacionada con su coche. Una vez puliendo los paragolpes; otra con el capó levantado, cambiando los fusibles.
No es que el Volkswagen funcionara de maravillas. Al contrario, las ventanillas traseras se trababan todo el tiempo, la radio se apagaba sola justo cuando iban a pasar una noticia importante. Cícero, que llevaba más de quince años trabajando con aquel mismo taxi, parecía estar tratando de evitar un naufragio. Eso sí, lo hacía con parsimonia y dedicación, con su característica media sonrisa dibujada en el rostro, como quien se dedica a lavar el coche una tarde de domingo.
Ya comenté en alguna ocasión que también me sorprendía lo informado que estaba. No sé si se debe a que solía conversar con la gente del barrio mientras me esperaba, o por la crónicas que escuchaban en la tan poco fiable radio, pero cada vez que volvía a su lado parecía tener datos más precisos que yo (que había estado dentro de la favela con los policías y con el resto de los periodistas). A pesar de su aspecto despistado, de su aire perdulario, Cícero sabía en todo momento qué estaba ocurriendo.
– Cuatro heridos, patrón – me dijo una vez.
– Pensé que eran tren heridos. Y no me diga patrón Cícero, que podría ser mi padre.
– Sí, sí patrón, cuatro heridos: un motociclista, una maestra, un comerciante y un niño.
Después volvía al hotel y, en Internet, confirmaba que lo que me había dicho era correcto.
Otro rasgo característico de Cícero era su pésima orientación. Cuando íbamos al complexo do Alemao no había problema, pues se trataba de su zona. Pero si nos dirigíamos a cualquier otra favela estaba escrito que en algún lugar del trayecto nos íbamos a perder.
Sucedió la primera vez que fuimos a Acarí. Le pasé el móvil para que hablara con nuestro contacto, que le dio las indicaciones: “Avenida Brasil, pasarela número 24”. No era difícil de encontrar. Sin embargo, llegamos una hora tarde, pues estuvo dando vueltas despistado por otras favelas vecinas.
Me llamaba la atención que a lo largo del trayecto me había estado hablando de lo peligroso que era lugar. Y ahora, que vagábamos sin rumbo, no parecía tener miedo. Bajaba la ventanilla, preguntaba a la gente: “¿Dónde está la pasarela número 24?”. En el asiento trasero yo intentaba hacerme invisible. El bolso con la cámara de fotos escondido entre las piernas. Cuando finalmente dimos con la entrada de la favela Acarí, y los traficantes salieron a darnos una cálida bienvenida con sus fusiles 762 apuntando hacia nosotros, Cícero se mantuvo tranquilo. También nos perdimos cuando fuimos a Maré y Ciudad de Dios.
A Cícero le gustaba hablar. De cada favela a la que íbamos me contaba mil historias. Ninguna de ellas demasiado tranquilizadora. Para conjurar el temor, yo tomaba apuntes de todo lo que me decía. Aunque a veces, con su cerrado acento nordestino, la radio a todo volumen y el tránsito, me costaba entenderle.
– Patrón, en esta favela manda el traficante Fernandinho, que cuando necesita dinero manda a sus hombres a que corten la carretera y secuestren coches.
– Ah, eso me deja muy tranquilo. Y no me diga patrón Cícero.
– No se preocupe patrón, hace unas semanas que no bajan a robar.
Supongo que será consecuencia del paso de los años, pero la verdad es que últimamente me suelo quedar dormido en cualquier parte, especialmente tras un largo día de trabajo. Tanto en Gaza como en Líbano y aquí mismo en Brasil, he seguido la costumbre de tumbarme en el asiento trasero y entregarme a una fugaz siesta antes de llegar al hotel y ponerme a escribir el blog. El coche de Munir, una descascarada limusina Mercedes Benz, ha sido hasta el momento la mejor de las camas que he tenido. Toda una suite de las ruinosas carreteras palestinas.
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Cícero que, a pesar de su aire perdulario es muy observador, me decía cuando terminábamos de trabajar:
– Usted no se preocupe patrón, tírese atrás y descanse, que yo lo llevo al hotel sano y salvo.
– Cícero, ya le dije que no me diga patrón.
– No se preocupe patrón, usted descanse, que tenemos un largo viaje.
Cuando llegábamos a la puerta del hotel me despertaba con suaves golpes en el hombro. “Patrón, ¿mañana a qué hora comenzamos?”, me preguntaba sonriente.
Continúa…