Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Caza y asesinato de policías en Brasil

A lo largo de los ya casi siete años de vida de este blog, la guerra en las favelas de Río de Janeiro tuvo un lugar muy destacado. Solo los vídeos que hice para estas páginas desde el Complexo do Alemao – grupo de barriadas del norte de Río de Janeiro dominadas por el Comando Vermelho – superaron las 400 mil reproducciones en You Tube.

Pero los enfrentamientos armados entre los hombres comandados por el narcotraficante Tota, y la unidad de choque de la policía brasilera, la BOPE que hizo famosa la película «Tropa de Elite», no fue lo único que compartimos aquí durante nuestra inmersión en las favelas de Río de Janeiro.

También seguimos a las víctimas inocentes del conflicto, en especial los muertos por balas perdidas; la cultura del miedo y el silencio; la labor de los periodistas locales, algunos de los cuales, como Tim Lopes, se dejaron la vida; las rutas del tráfico de droga y armas; y la génesis de toda esta historia: la inmigración desde las zonas más pobres del país, los asentamientos precarios en los morros y la marginación.

Deporte y seguridad

Por aquel entonces se estaban por celebrar los Juegos Panamericanos en Río de Janeiro, y la ofensiva en favelas como el Complexo do Alemao o Maré, fue para evitar que los «narcos» actuaran en la ciudad durante las disputas deportivas. El ejército llegó a intervenir rodeando algunas zonas claves de la delincuencia.

Tras los brutales choques de 2007, que solo pararon durante los días de carnaval, siguió una ofensiva lanzada en 2010 por el saliente gobierno de Lula da Silva, que incluyó el despliegue de tropas de paz llegadas desde Haití y un ambicioso plan para la integración de la favela a la ciudad a través de avenidas y servicios públicos.

Violencia en el sur

Ahora, la violencia relacionada con las favelas se ha recrudecido en Sao Paulo, donde en lugar de tres grupos armados como en Río de Janeiro- Comando Vermelho, ADA y Tercero Comando – el que manda es uno solo, el Primero Comando da Capital, conocido como PCC, que en los últimos tiempos ha saltado a los titulares de la prensa mundial debido al asesinato de policías.

En lo que va de año, 95 agentes han muerto en Sao Paulo. Según algunas fuentes, la órdenes para asesinarlos las habrían dado los líderes del PCC desde la cárcel en represalia por la ofensiva que la policía está lanzando en las favelas de cara al Mundial de Fútbol 2014.

Sobre el PCC y lo que está sucediendo ahora en Sao Paulo – que, paradójicamente, es la meca ahora del mundo; el lugar donde millones de personas desean ir a vivir por el boom económico que está experimentando el país – escribiré en próximas entradas del blog. Pues espero que en 2013 Brasil sea otra vez uno de nuestros destinos.

¿El final de la guerra en las favelas?

En los últimos días de noviembre se vivió un conflicto armado brutal y abierto en el Complexo Alemão de Río de Janeiro similar al que seguimos en este blog en febrero de 2007 (ver vídeos). En aquella ocasión, el motivo para la intervención de la BOPE y del Ejército en las favelas dominadas por el Comando Vermelho era la inminente celebración de los Juegos Panamericanos; en esta, el Mundial de Fútbol de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016.

En aquellos días de guerra abierta de 2007 seguí junto a otros compañeros, como el grandísimo fotógrafo João Pina, a los miembros de la BOPE en sus infructuosos esfuerzos por ascender a lo alto de este grupo de 15 favelas consideras las más peligrosas de la capital fluminense, para rescatar el cuerpo de un policía muerto.

Encaramado en lo alto de un morro, el traficante conocido como “Tota”, jefe del Comando Vermelho (una de las tres facciones que domina en narcotráfico en la ciudad junto a ADA y Tercero Comando) se defendía con ametralladoras .30, fusiles y granadas. Decenas de personas inocentes, traficantes y miembros de las fuerzas de seguridad perdieron la vida.

Promesas sin cumplir

Una vez terminada la operación se anunció que se pondrían en marcha obras para facilitar el acceso a estas favelas – desde ensanchar las vías de acceso hasta construir un teleférico que será el más grande de América latina – e impedir así que perduren los laberintos de callejuelas en los que los narcos se hacen fuerte en la lucha casa por casa, esquina por esquina, contra las fuerzas de seguridad.

La promesa de 2007 se ejecutó con demasiada lentitud, por lo que el Complexo Alemão volvió a caer en manos del Comando Vermelho. La reciente operación armada, en la que participaron 2.500 policías y soldados – una tarea coordinada por el gobernador Sérgio Cabral y el ministro del Ejército Nelson Jobim -no es más que el intento por terminar lo que antes no se pudo con la mira en el horizonte de los eventos deportivos que Brasil va a albergar en los próximos años.

Imponer la paz

Ahora, el Ejército permanecerá seis meses a pedido de Sérgio Cabral (efectivos, en algunos casos, que participaron en MINUSTAH, la misión de estabilización de la ONU para Haití).Tiempo en el que esperan poder desplegar una fuerza policial en la zona que garantice a los ciudadanos de estas favela una vida libre de la brutalidad de los narcos y de la amenaza de morir en el recurrente fuego cruzado.

Recordemos que los habitantes de los morros, hijos, nietos y bisnietos de quienes llegaron a la ciudad desde el interior en busca de una oportunidad de progreso, son en su gran mayoría trabajadores honrados que bajan cada día a desempeñar labores poco cualificadas y que sufren como nadie la violencia de Río de Janeiro.

Lo que necesitan es una presencia activa del Estado en sus localidades, que no los olvide ni los trate como ciudadanos de segunda, que haga que esas calles más anchas de acceso a las favelas lo sean también de inclusión en la sociedad (una sociedad que en buena medida debe trabajar con ahínco para vencer sus prejuicios, para terminar con la brecha abismal que separa a ricos y pobres).

Policía no corrupta

Otra clave para el éxito o fracaso, que nos verá comentando o no otra ofensiva en las favelas en el futuro, es que esta fuerza policial llamada Unidades de Policía Pacificadoras (UPP) – una suerte de policía de proximidad que cuenta con agentes de perfil comunitario y con salarios más altos que los de sus colegas de otros cuerpos -, no caiga en la crónica corrupción que gangrena a la policía de Río de Janeiro. Ya funcionan 13 UPP en las 1.000 favelas de la ciudad.

La próxima favela en la que se actuará es la famosa Rocinha (donde también trabajamos en 2007), situada al sur y dominada por el Tercero Comando. La articulación de estas ofensivas tras las elecciones habla de la voluntad del gobierno saliente de Luiz «Lula» da Silva de convertir plenamente a Brasil en una gran potencia mundial – que no puede darse el lujo de tener en su ciudad más representativa, espacios dominados por grupos armados -, tanto como lo es su reciente reconocimiento de Palestina como Estado soberano en las fronteras de 1967, desafiando a EEUU y frente a las injustificadas quejas de Israel.

Un muro para las favelas de Río de Janeiro

En este blog hemos dedicado varias entradas a reflexionar sobre los numerosos muros que durante los últimos años han ido surgiendo en el planeta y también hemos conocido de primera mano la vida detrás de la barrera racial y de ocupación en Cisjordania y en algunas de las favelas más violentas de Río de Janeiro. Es en estas últimas es donde ahora se ha anunciado que se levantarán nuevas paredes de ladrillo y cemento para la división y la exclusión.

Tras la desaparición del Muro de Berlín, muchos de los obstáculos comerciales y políticos que dividían al mundo fueron cayendo rápidamente. La llamada “aldea global” comenzaba a percibirse más unida e integrada que nunca, también gracias a la revolución en los medios de comunicación de masas. Paradójicamente, al tiempo en que la globalización extendía sus efectos, sobre todo financieros y comerciales, un rosario de muros fue surgiendo a modo de respuesta.

El escritor uruguayo Eduardo Galeano describe así esta realidad:

El Muro de Berlín era la noticia de cada día. De la mañana a la noche leíamos, veíamos, escuchábamos: el Muro de la Vergüenza, el Muro de la Infamia, la Cortina de Hierro… Por fin, ese muro, que merecía caer, cayó. Pero otros muros han brotado, siguen brotando, en el mundo, y aunque son mucho más grandes que el de Berlín, de ellos se habla poco o nada.

En la historia no faltan antecedentes de barreras artificiales. La Gran Muralla China, construida sobre todo a partir del siglo XIV para mantener apartadas a las tribus del norte hasta la conquista de los manchúes en el siglo XVII. El muro de Adriano, de 4,50 metros de alto y 117 kms. de longitud, evitó que las tribus escocesas sembraran el caos en la Britania romana desde el año 122 hasta el 367. El infame muro que rodeaba a los 400 mil judíos hacinados en el gueto de Varsovia. El muro de Leda Street, que apartaba a grecochipriotas de turcochipriotas en el corazón de Nicosia.

Pero lo que llama la atención y debería mover a una honda reflexión son las barreras que han surgido en las fronteras de este mundo que se dice «globalizado»: entre EEUU y México, Marruecos y Argelia, Zimbabue, Sudáfrica y Botsuana, Arabia Saudí y Yemen, Arabia Saudí e Irak, Turquía y Siria, India y Paquistán, Brasil y Paraguay, España y Marruecos. Y dentro de territorios no limítrofes en Cisjordania, Brasil, Irak…

Muros, vallas y barreras de toda índole que nos dividen, que hablan tanto de las hirientes diferencias sociales de este mundo en el que mil millones de personas viven con menos de un euro al día y 2.800 millones lo hacen con menos de 2 euros, como de la falta de solidaridad, de tolerancia, de empatía, de ver con los ojos abiertos los desafíos de nuestro tiempo, y del racismo y la intolerancia. El muro como negación del otro y sus circunstancias, como postergación de problemas políticos.

Como escribe Charles Bowden en National Geographic:

“En cualquier lugar del mundo las fronteras generan violencia, la violencia fomenta la aparición de vallas y, ocasionalmente, las vallas se convierten en muros. Es entonces cuando la gente reacciona, porque un muro transforma una distinción social en un puñetazo en plena cara… porque dicen cosas negativas sobre nuestros vecinos, y sobre nosotros mismos. Se construyen por dos motivos: el miedo y el afán de control” .

En la próxima entrada del blog conoceremos más en profundidad los detalles del muro destinado a las favelas, y reflexionaremos sobre sus posibles repercusiones…

Dar una mano a los que viven de la basura en Brasil

A la casa de Sheila le faltan buena parte de las paredes, de los cristales en las ventanas, carece de saneamientos, de agua corriente, pero es una vivienda al fin. Para esta mujer, madre soltera de dos hijos que vive en la favela da Palma, significa un gran avance, ya que antes subsistía juntos a sus pequeños en un lugar más precario aún: entre plásticos y cartones, junto a la puerta del vertedero de la ciudad de Fortaleza.

Sheila pudo comprarse un terreno y comenzar a construir su casa gracias al apoyo de Cristina Franca, la líder comunal que también ayuda a João Nacimento. «Desde que ella vino aquí nos juntamos todos los catadores y ahora defendemos nuestros derechos», me explica Sheila.

La unión de fuerzas de las personas que viven de la basura en la favela, les permitió en primer lugar tener un sitio propio en el que almacenar los desperdicios que recogen de la ciudad. Una nave donde funciona la cooperativa Santa Rosa, de la que todos son propietarios. Un salto cualitativo en sus condiciones de vida, ya que no se ven obligados, como hacían antes, a guardar los restos de plástico, lata y cartón en sus hogares.

Desde el desembarco de Cristina Franca en la favela, han alcanzado también otros logros que nunca hubieran imaginado: préstamos bancarios, donaciones, apoyos de otros movimientos sociales. Y quizás el más importante: al estar unidos son más fuertes ante los intermediarios, que se ven obligados a pagarles un precio justo por las materias primas.

Casada con un conocido sindicalista cristiano, Cristina Franca coordina doce cooperativas de catadores en todo el estado de Ceará. Una vez al mes establece reuniones con políticos, periodistas y empresarios, en que los recolectores de basura cuentan cómo viven y qué necesitan para progresar.

Cuando Cristina llega a la cooperativa Santa Rosa, para preparar la próxima reunión a la que van a asistir, los catadores la reciben con afecto y gratitud. Sentados en una sala de la nave, cada uno comenta cómo le ha ido a lo largo de la semana.

Continúa…

Los que viven de la basura en Brasil: João Nacimento, un cartonero ciego

A las personas que en Brasil viven de recoger basura se las conoce como catadores. La mayoría de quienes ejercen este trabajo en la ciudad nordestina de Fortaleza, residen en la favela da Palma, a donde me dirijo a los pocos días de haber terminado el Foro Social Mundial.

De las historias que encuentro entre los catadores, la que más me sorprende es la João Nacimento, cuya precaria vivienda está atiborrada de montañas de botellas de plástico, latas y cartones que se suceden entre los sillones apolillados y la televisión.

Los catadores que cada día salen con sus bolsas de arpillera y sus carros a recorrer las calles de Fortaleza, suelen quejarse de que parecen invisibles. Los conductores les pitan impacientes, los insultan, los rozan al pasar con sus coches. El gobierno poco hace por ayudarlos a realizar su labor.

En el caso de João Nacimento, la indiferencia es recíproca, ya que él no puede ver a los hombres y mujeres que caminan por las zonas más prósperas de la ciudad. Al frente de su carro de metal oxidado y madera, avanza entre los coches con la cabeza levantada y la mirada perdida, como si transitase por otro plano de la realidad, mientras su mujer, Albina, le va dando indicaciones: gira a la derecha, camina más rápido, no te apresures.

Cuando Albina le dice a João que se detenga, los dos hijos menores de la pareja saltan a la acera y abren las bolsas de basura que se apilan en las puertas de los edificios para buscar en su interior los envases de plástico, las latas, los restos de papel y cartón, que colocan en la parte trasera del carro.

João lleva tres décadas subsistiendo de recoger lo que tiran los demás. Los médicos dicen que perdió la capacidad de ver por la mala alimentación, por no haberse protegido de la luz solar y por el contacto prolongado con el polvo de los basurales.

Un cambio en la vida de João

En los últimos tres años, las condiciones de vida de João han mejorado notablemente. Antes dormía junto a su mujer y sus ocho hijos en una chabola de madera construida en la margen derecha del canal que lleva las aguas fecales de Fortaleza. Cuando tenía algún problema, no sabía a quién recurrir.

Hoy forma parte de una cooperativa en la que junto a otros catadores ha comprado una nave en la que clasifica y almacena la basura para luego poder venderla a mejor precio, lo que le ha permitido incrementar sus ingresos y ahorrar lo suficiente para comprarse, a los cincuenta y seis años de edad, su primera casa.

Esta transformación, que no es suficiente para liberarlo de tener que recoger basura, pero que sí le ha dado otra perspectiva desde la que enfrentarse a la adversidad, es consecuencia de la labor de Cristina Franca.

Una mujer que se dedica a tratar de sacar a los catadores de la marginación, que los organiza para que sumen fuerzas y para que su voz llegue a ser escuchada por la sociedad. Y cuya historia contaré en la próxima entrada.

Los que viven de la basura en Brasil: convertir la mierda en arte

Antes de desembarcar en La Chureca, sigo rescatando del tiempo los encuentros que he tenido con personas que viven de la basura. En esta ocasión vuelvo atrás el reloj casi tres años. Me sitúo en el último Foro Social Mundial que se celebró en la ciudad que lo vio nacer: Porto Alegre, bastión tradicional del Partido de los Trabajadores de Luis Ignacio «Lula» da Silva y hogar de los presupuestos participativos (en los que cada ciudadano decide en qué quiere que se gasten sus impuestos).

Cuando desembarco en Brasil, el evento acaba de comenzar. Dejo las cosas en la habitación de hotel que comparto con el enviado de la revista Time, corro a la sala de prensa, donde me acredito, y después me uno a la multitud que ha salido a abogar por la paz y la justicia social, en la primera de tantas marchas que se sucederán a lo largo de esta semana. Una manifestación que termina en el escenario donde por la noche toca Manu Chao.

El Foro Social Mundial (FSM) nació como respuesta a la reunión que cada año los empresarios, políticos y economistas celebran en la ciudad suiza de Davos. Es un encuentro de la sociedad civil más activa y comprometida, esa que trabaja desde abajo para transformar la actual repartición de poder. Por las salas de la conferencia en Brasil pasan intelectuales como Eduardo Galeano, Adolfo Pérez Esquivel, José Saramago, Ignacio Ramonet…Al mismo tiempo, miembros de grupos indígenas, ecologistas, sin tierra, debaten, intercambian ideas, en las decenas de tiendas que se han instalado por toda la ciudad gaucha.

Al terminar el FSM, me embarco en un largo viaje por Brasil que aprovecharé para realizar reportajes sobre la situación social del país tras el arribo al poder del Partido de los Trabajadores. Abandono Porto Alegre con algunos sentimientos encontrados, pero con la certeza absoluta de que ese otro mundo del que tanto se ha hablado será consecuencia de las acciones de la gente de a pie, de las bases, o no será.

Joaquim, creación en la basura

Aterrizo en Sao Paulo, donde ya en mi primer recorrido por el centro conozco a Joaquim, un hombre que desde hace ocho años vive debajo de un puente. Uno de los 30 mil sin techo de esta ciudad de brutales contrastes, en la que los altos ejecutivos van a sus trabajos en helicóptero para evitar los atascos.

El eje de la existencia cotidiana de Joaquim es la basura. Con muebles viejos y abandonados ha construido el refugio en el que pasa los días bajo el puente de esa autopista que a todas horas se mece y se sacude por el trasiego constante del tráfico. Y es también con los trozos de cartón y papel que encuentra entre los desperdicios, que crea cestas, sillas y elementos decorativos que vende para poder subsisitr.

Me maravilla el talento de Joaquim. En especial cuando me muestra algunas esculturas que ha hecho de papel. Lo felicito por el trabajo que realiza. Y le pregunto cómo ha terminado en las aceras.

Joaquim se expresa con propiedad. Me dice que es contable de profesión y que tenía una empresa. El punto de inflexión llegó cuando descubrió que su socio lo había estado estafando, y no sólo perdió el negocio sino que se deprimió tanto que terminó separándose. En un punto de la narración no puede seguir adelante por el peso del dolor, del recuerdo de su mujer y sus hijos, y comienza a llorar.

Indiferencia ante los problemas mentales

Lo cierto es que a medida que su discurso avanza, empieza a perder coherencia. Vislumbro que Joaquim padece alguna enfermedad mental, ya que de hablar de su vida anterior, ahora pasa a contarme historias inverosímiles de hombres que lo quieren matar, que le disparan desde coches en movimiento, y me explica que esa es la razón por la cual decidió esconderse debajo de un puente.

Paso varias horas con Joaquim, un hombre que me genera una honda empatía. Observo cómo hace sus esculturas, lo acompaño a recoger papel y cartón. Cuando nos despedimos, ya es tarde, está cansado. Sin haber cenado, se acuesta en su refugio. Allí, en medio del ruido, de las ratas, de la violencia.

Pienso en esa otra realidad posible de la que tanto he escuchado debatir en los últimos días. Me digo que tiene que ser una realidad donde las personas con problemas mentales reciban ayuda, medicación, compañía, y no terminen tiradas debajo de un puente. No sólo como sucede en Brasil, sino también en España, y en buena parte del planeta. Ya que parece que ahora, para este magnífico sistema de vida que hemos creado basado en la competencia, en la supremacía del más fuerte (o del que tiene más capital, que es lo mismo), aquellos que están en inferioridad de condiciones no cuentan.

Continúa…

El español está «maluco» (despedida de Río de Janeiro)

Tras un par de buenas vitaminas mistas en lo de Joao, retornaba al hotel, donde me solía sentar en la recepción para descargar las fotos de la cámara y luego escribir el blog o editar los vídeos. Casi siempre trato de buscar lugares concurridos a la hora de plasmar las impresiones de lo vivido – cafés, restaurantes, recepciones – para mitigar así la sensación de soledad.

Como comenté antes, la mayoría de los empleados del hotel eran moradores de la favela Rocinha: Eduardo, Israel, Domingo. Mientras trabajaba allí, sentado en un sofá, se acercaban para ver las fotos y los vídeos a medida que iba dando forma al blog. Me interesaba saber su opinión sobre lo que estaba haciendo. Contrastar mi impresiones con ellos para comprobar si no estaba demasiado desorientado.

Curiosamente, cuando veían las imágenes de los tiroteos en el complexo do Alemao o de las armas en Acarí, se sorprendían. Israel siempre llamaba emocionado a sus compañeros: «Venid a ver lo que ha hecho el español maluco«. Maluco, que quiere decir «loco», era el cariñoso sobrenombre con el que me habían bautizado.

También solían estar pendientes cuando partía cada mañana, me preguntaban a dónde iba. Y, cuando regresaba, siempre querían saber qué tal me había ido. De algún modo esto me hacía sentir protegido. Si me pasaba algo, si no volvía, alguien al menos lo habría notado.

No entendía bien por qué les costaba comprender que yo quisiera ir a las favelas, ya que para ellos es la realidad habitual, el día a día en el que han nacido, se han criado y al que regresan cuando terminan el horario en el hotel. Supongo que les llamaba la atención que alguien deseara sumergirse de forma voluntaria en ese mundo.

Aunque la perspectiva de las favelas que he brindado a lo largo de estas semanas ha sido la del narcotráfico y las armas, lo cierto es que la realidad de estos barrios marginales es gente como Eduardo, Israel, Domingo o Joao, que bajan cada día a trabajar a la ciudad, que luchan con ahínco y honestidad por sacar adelante a los suyos. Ellos son la favela, humildes asalariados que intentan estar lo más cerca posible de las fuentes de empleo, y que sufren más que nadie la violencia tanto de los traficantes como de la policía.

El único empleado que no parecía alarmarse porque cada día fuera a estos barrios marginales era Franklin, el recepcionista que durante las tardes estaba al frente del mostrador de este modesto hotel de tres estrellas. No se preocupaba como el resto y observaba los vídeos y las fotografías con interés pero sin atisbo alguno de sorpresa.

Deduzco que esto se debe en primer lugar a que el hijo de Franklin, que reside en Barcelona, es periodista, así que comprende cómo es esta profesión (bueno, también algún colega me llamó español maluco en las favelas, pero esa es otra historia). En segundo lugar, al hecho de que este hombre corpulento, imponente tras el mostrador del hotel, fue soldado durante su juventud, por lo que un tiroteo no lo conmueve demasiado.

Cuando era adolescente, Franklin, que es judío, abandonó Brasil y se fue a Israel con el sueño de comenzar una nueva vida. Estuvo allí diez años. Luchó en la Guerra de los Seis Días y en la de Yom Kippur. Con él mantuve larguísimas conversaciones sobre Israel y Palestina. Le conté que estuve en Gaza el año pasado y que escribí un libro que saldrá a finales de mayo.

Todo un privilegio escuchar hablar a Franklin, un testigo privilegiado de la historia reciente de Oriente Próximo, uno de sus protagonistas. Me contó con lujo de detalle cómo habían sido las operaciones militares, y cómo las había vivido.

Su visión de Israel es muy crítica. Cree que la ocupación de los Territorios Palestinos, en la que él participó, fue un grave error. Y no tiene buenos recuerdos de aquellos años. «Di lo mejor de mi vida, mi juventud, por una causa errónea», me dijo. Volvió una vacaciones a Río de Janeiro, se enamoró y decidió que se quedaba en Brasil.

Franklin, que es un apasionado de la cultura judía, me narró cómo los primeros inmigrantes llegaron a Brasil. Me dijo que en Río de Janeiro hay 30 mil y que en Sao Paulo hay 160 mil. Y me habló de sus tradiciones. Otra de las piezas que, junto a la aportación árabe de la que escribía ayer, y sumada a los elementos europeos, africanos y aborígenes, conforman el colorido y diverso mosaico de la cultura brasilera.

Este país vasto y apasionante que desde el Amazonas del caucho y los indígenas, pasando por la Bahía negra y sincrética de Jorge Amado, avanza espléndido, con infinidad de caras y matices hasta el sur gaucho de los inmigrantes italianos y alemanes rubios de ojos celestes.

Editar vídeos en un ordenador portátil suele ser una tarea infructuosa. La cantidad de información que maneja hace que se cuelgue y que una y otra vez lo tenga que volver a encender. También locutar sin micrófono, usando una grabadora digital, y subtitular sin un programa específico hacen que el proceso sea lento, además del tiempo que la información tarda en subir a Internet. Por eso, los días que tocaba vídeo sabía que me esperaba una larga noche de trabajo.

Pero cuando se trataba de texto y fotos terminaba relativamente temprano. Feliz, entraba al estacionamiento del hotel, cogía mi bicicleta y salía a pedalear por Ipanema, Leblón, Copabacana, Leme y Botabogo, de punta a punta, escuchando música, disfrutando del atardecer en el Atlántico y de los últimos reflejos del sol sobre los morros.

En las playas, que están iluminadas por potentes reflectores, la gente jugaba al baloncesto, al fútbol. Tras otro día de trabajo, una escapatoria a la tensión y el ajetreo bajo la mirada de ese Cristo Redentor de abrazo eterno y generoso, como el que esta ciudad regala a cada uno de sus visitantes.

Ha sido uno de los aspectos más gratificantes de la estadía en Río de Janeiro: estos paseos vespertinos en los que yo también podía olvidarme un poco de todo. A la hora de tomar la decisión de partir me costaba renunciar a estos momentos que sólo puedo describir como extraordinarios y que no tuve en lugares como Gaza, Líbano o Sudán.

Un zumo para Hernández (despedida de Río de Janeiro)

Ante la inminencia de la partida, continúo con la crónica de mi vida cotidiana en esta apasionante ciudad. Sigo adelante con la descripción de las personas y lugares que fueron durante estas semanas mis referentes, mis asideros, el conjuro para enfrentar la soledad, para hacerme sentir que de algún modo he formado parte de esta realidad, en la estimulante y aleccionadora labor que ha sido la inmersión en el universo de las favelas cariocas.

Cícero me dejaba cada tarde en el hotel de Copacabana con su habitual «Patrón, ¿mañana a qué hora?». Yo subía a la habitación, tomaba una ducha, me cambiaba, ponía en marcha el ordenador y, tras un breve repaso a los correos electrónicos, me dirigía siempre a la misma tienda de zumos, situada a media manzana.

Es una de las características de Río de Janeiro que más extrañaré: la profusión de locales que te ofrecen zumos y batidos recién hechos con las frutas más diversas. En cada esquina parece haber uno. En el que yo iba cada tarde trabajaba Joao, un joven de 32 años, padre de dos hijos, también nordestino. Apenas me sentaba en uno de los taburetes, Joao, que conocía mis preferencias, levantaba el pulgar. Yo le hacía un gesto afirmativo con la cabeza. Y él se daba vuelta para ordenar a viva voz :»Uma vitamina mista sem açúcar para Hernández!».

Aprovechaba aquella suerte de merienda para releer los periódicos y para conversar con Joao. Al igual que buena parte de los empleados del hotel, vivía en la favela Rocinha. Interesante escuchar sus crónicas sobre la existencia cotidiana en este barrio del que se sentía muy orgulloso de formar parte. Siempre me hablaba de lo vibrante que era la convivencia allí, de la calidez de la gente, de la solidaridad. Relaciones que consideraba de una lógica distinta a la del resto de la ciudad.

Al igual que Cícero, Joao parecía portar una sonrisa indeleble, perpetua, a prueba de adversidades. Estaba de constante buen humor, en un rasgo que creo que es el que mejor define a los brasileros – con lo poco riguroso que resulta generalizar – que ya desde la forma en que te saludan, Oi, tudo bem?, dan la impresión de estar movidos por un optimismo invencible. Y eso que el trabajo de Joao no era sencillo de sobrellevar. Lo encontraba allí, detrás del mostrador, desde primera hora de la mañana hasta entrada la noche, sin pausas, de lunes a sábado.

Además de apasionado por el fútbol, a Joao le gustaban mucho las mujeres, y, al menos delante de mí, no hacía esfuerzo alguno en disimularlo. Eso sí, nuestros parámetros estéticos no coincidían. A él le encantaban las mujeres corpulentas, exuberantes, bien entradas en carne.

Sobre todo los fines de semana, cuando el desfile de personas hacia la playa era constante, sus ojos se alejaban de las frutas y los bocadillos para clavarse en los cuerpos de las bañistas que caminaban hacia la arena. «Míra esa, mírala, qué belleza Hernández», me decía con la mandíbula inferior sutilmente desencajada, mientras seguía el cadencioso andar de una mulata de curvas generosísimas que, ataviada con plataformas y minifalda, avanzaba candenciosamente sacudiendo los baldosones negros y blancos que tapizan las aceras de Copacabana.

Un aspecto extraordinario de Brasil, y del que quizás deberíamos aprender, es lo cómoda que la gente parece estar con sus cuerpos. No importa la edad, el peso, la formas, hombres y mujeres lucen despreocupados diminutos trajes de baño.

Joao colocaba la vitamina mista sobre el mostrador. Con deferencia quitaba el papel a una pajita y me la entregaba. Como conocía mi adicción a los zumos, acto seguido me preguntaba: «Mais uma Hernández?» Y yo le decía que sí mientras me entregaba a esa fantástica combinación de frutas tropicales con leche y sin azúcar.

De acompañamiento solía ponerme una efiha de carne, que es una empanadilla de origen árabe, legado de la presencia de tantos millones de inmigrantes libaneses en esta vasta nación. Si hay algo que también define la cultura de un país es su acervo culinario. Y el mostrador del local en el que estaba empleado Joao presentaba una variedad de aromas, colores y sabores que hablan de la riqueza de tradiciones y costumbres sobre las que se ha forjado Brasil.

Tras media hora en el local, volvía al hotel para ponerme a escribir. “Adiós Hernández, hasta mañana”, me decía Joao sonriente. En cuarenta días no logré que pronunciara bien mi nombre. Algunos días me llamaba «Hernández» otros «Hernando» o “Fernando”. Como a otros brasileros, Hernán se le quedaba atravesado, quizás por una cuestión fonética o de falta de costumbre. “Adiós amigo Joao”.

Cícero, un conductor entrañable y despistado (despedida de Río de Janeiro)

Este blog nació con la vocación de dar voz a las víctimas de la violencia en algunos de los lugares más convulsos y caóticos del planeta. Pero también como una suerte bitácora personal, de diario de viaje. Quizás sea por deformación profesional, pero me ha costado centrar la mirada en mi universo más próximo, y la mayor parte de las entradas han seguido la forma clásica del reportaje o la crónica. Eso sí, con un narrador situado en un primer plano.

Ya que la cuenta atrás se ha puesto en marcha y estoy a punto de partir de Río de Janeiro, he decidido que voy a describir a todas aquellas personas y lugares que construyeron mi realidad cotidiana a lo largo de los cuarenta días que llevo en esta ciudad. Una suerte de homenaje a esta urbe tan maravillosa y a su habitantes que me acogieron con enorme calidez y generosidad.

Vivir en la ruta es una experiencia apasionante. No hay dos días iguales. Y cada rincón, cada encuentro, alberga la promesa latente de un descubrimiento, de una lección que aprender.

Lo que sí resulta complicado de sobrellevar en esta existencia nómada y errática es la soledad. Por eso apenas llego a un nuevo destino busco rutinas, caras y lugares que me hagan sentir que de algún modo estoy acompañado, que formo parte del mundo en la que me acabo de sumergir. Y lo cierto es que, cuando llega la hora de la partida, como sucede en este mismo momento, experimento cierta tristeza.

Empiezo por Cícero, el hombre que me llevó en su coche a hacer cada uno de los reportajes. De los conductores con los que he trabajado en los últimos tiempos, sin dudas, uno de los más curiosos y entrañables. Todo un personaje. Esta foto, que forma parte de mi álbum personal de Río de Janeiro, la tomé en la favela Acarí, mientras filmaba a los niños jugando al basket da rua. A pesar de que estábamos rodeados de traficantes armados, Cícero permanecía tranquilo, impasible. Una leve sonrisa dibujada en el rostro.

Cícero acaba de cumplir 60 años de edad, al igual que mi padre. Vive en el barrio da Pena, junto al complexo do Alemao. Está casado y tienes dos hijos. El varón es recepcionista en el hotel Sheraton. Su hija es secretaria.

Lo conocí por casualidad. Cuando encendí la televisión y vi que la Policía Federal había entrado el complexo do Alemao con varios carros blindados, bajé a la calle y detuve al primer taxi que pasaba. Coincidencias de la vida, Cícero conocía la zona a la perfección, por lo que me sentí seguro en sus manos.

Aquel día me esperó a pocas manzanas de donde tenían lugar los tiroteos. Recuerdo que en un momento bajé para coger un paquete de pilas que había dejado en el coche y lo encontré allí, de rodillas frente a su viejo Volkswagen amarillo, arreglándole los faros delanteros. Tan concentrado estaba en su labor que permanecía indiferente a la balacera.

Supongo que era su forma de matar el tiempo, de hacer frente a las horas de espera, ya que cada vez que lo iba a buscar lo encontraba comprometido en alguna tarea relacionada con su coche. Una vez puliendo los paragolpes; otra con el capó levantado, cambiando los fusibles.

No es que el Volkswagen funcionara de maravillas. Al contrario, las ventanillas traseras se trababan todo el tiempo, la radio se apagaba sola justo cuando iban a pasar una noticia importante. Cícero, que llevaba más de quince años trabajando con aquel mismo taxi, parecía estar tratando de evitar un naufragio. Eso sí, lo hacía con parsimonia y dedicación, con su característica media sonrisa dibujada en el rostro, como quien se dedica a lavar el coche una tarde de domingo.

Ya comenté en alguna ocasión que también me sorprendía lo informado que estaba. No sé si se debe a que solía conversar con la gente del barrio mientras me esperaba, o por la crónicas que escuchaban en la tan poco fiable radio, pero cada vez que volvía a su lado parecía tener datos más precisos que yo (que había estado dentro de la favela con los policías y con el resto de los periodistas). A pesar de su aspecto despistado, de su aire perdulario, Cícero sabía en todo momento qué estaba ocurriendo.

– Cuatro heridos, patrón – me dijo una vez.

– Pensé que eran tren heridos. Y no me diga patrón Cícero, que podría ser mi padre.

– Sí, sí patrón, cuatro heridos: un motociclista, una maestra, un comerciante y un niño.

Después volvía al hotel y, en Internet, confirmaba que lo que me había dicho era correcto.

Otro rasgo característico de Cícero era su pésima orientación. Cuando íbamos al complexo do Alemao no había problema, pues se trataba de su zona. Pero si nos dirigíamos a cualquier otra favela estaba escrito que en algún lugar del trayecto nos íbamos a perder.

Sucedió la primera vez que fuimos a Acarí. Le pasé el móvil para que hablara con nuestro contacto, que le dio las indicaciones: “Avenida Brasil, pasarela número 24”. No era difícil de encontrar. Sin embargo, llegamos una hora tarde, pues estuvo dando vueltas despistado por otras favelas vecinas.

Me llamaba la atención que a lo largo del trayecto me había estado hablando de lo peligroso que era lugar. Y ahora, que vagábamos sin rumbo, no parecía tener miedo. Bajaba la ventanilla, preguntaba a la gente: “¿Dónde está la pasarela número 24?”. En el asiento trasero yo intentaba hacerme invisible. El bolso con la cámara de fotos escondido entre las piernas. Cuando finalmente dimos con la entrada de la favela Acarí, y los traficantes salieron a darnos una cálida bienvenida con sus fusiles 762 apuntando hacia nosotros, Cícero se mantuvo tranquilo. También nos perdimos cuando fuimos a Maré y Ciudad de Dios.

A Cícero le gustaba hablar. De cada favela a la que íbamos me contaba mil historias. Ninguna de ellas demasiado tranquilizadora. Para conjurar el temor, yo tomaba apuntes de todo lo que me decía. Aunque a veces, con su cerrado acento nordestino, la radio a todo volumen y el tránsito, me costaba entenderle.

– Patrón, en esta favela manda el traficante Fernandinho, que cuando necesita dinero manda a sus hombres a que corten la carretera y secuestren coches.

– Ah, eso me deja muy tranquilo. Y no me diga patrón Cícero.

– No se preocupe patrón, hace unas semanas que no bajan a robar.

Supongo que será consecuencia del paso de los años, pero la verdad es que últimamente me suelo quedar dormido en cualquier parte, especialmente tras un largo día de trabajo. Tanto en Gaza como en Líbano y aquí mismo en Brasil, he seguido la costumbre de tumbarme en el asiento trasero y entregarme a una fugaz siesta antes de llegar al hotel y ponerme a escribir el blog. El coche de Munir, una descascarada limusina Mercedes Benz, ha sido hasta el momento la mejor de las camas que he tenido. Toda una suite de las ruinosas carreteras palestinas.

Cícero que, a pesar de su aire perdulario es muy observador, me decía cuando terminábamos de trabajar:

– Usted no se preocupe patrón, tírese atrás y descanse, que yo lo llevo al hotel sano y salvo.

– Cícero, ya le dije que no me diga patrón.

– No se preocupe patrón, usted descanse, que tenemos un largo viaje.

Cuando llegábamos a la puerta del hotel me despertaba con suaves golpes en el hombro. “Patrón, ¿mañana a qué hora comenzamos?”, me preguntaba sonriente.

Continúa…

Fernando y la cultura del miedo en las favelas

Apuro los últimos días en Río de Janeiro. Fernando da Silva, un maestro de escuela, me invita a comer con su familia. Así que llamo a mi buen amigo Cícero y me dirijo a la favela Sapucaí, en la Ilha do Governador.

Las marcas de bala en las paredes son señal inequívoca de que estoy entrando a una zona en la que, ante la ausencia del Estado brasilero, el poder se encuentra en manos de los traficantes, tantas veces inmersos en luchas intestintas, con facciones rivales y con la policía.

Fernando, que tiene 27 años, me recibe con calidez. En el camino hacia su casa me pide con evidente preocupación que no saque la máquina de fotos. «Es muy peligroso», me dice. Por supuesto que le hago caso, ya no sólo por mí sino por él y su familia. Esto es algo que siempre debemos tener en cuenta los periodistas: nosotros nos vamos pero mucha de la gente que nos ayuda a realizar el trabajo se queda allí, expuesta a sufrir las represalias de lo que hayamos podido hacer de forma imprudente.

Recién al llegar al estrecho pasillo que conduce a su casa, Fernando se siente seguro y accede a que lo retrate. Los vecinos nos saludan. Sus viviendas son diminutas: breves cocinas, salones y habitaciones, con las ventantas y las puertas abiertas para hacer frente al calor.

Antes alquilaban junto a sus padres y su hermano un apartamento en un barrio periférico, pero decidieron que querían tener su propia casa, y con los ahorros de toda una vida compraron una vivienda en la favela. No les alcanzaba para más. Una casa humilde, de estancias reducidas, casi sin luz natural, pero impecable, ordenada, decorada con cariño y esmero. Fernando se sienta en la cama junto a su novia, que ha venido a vivir con él hace unos meses.

Me conduce hasta la terraza, lugar de un gran valor para la familia, ya que les permite evadirse de las sensación de encierro y claustrofobia que impera en el resto de la casa. Su perro nos sigue ladrando.

Conversamos allí, rodeados de un mar de irregulares construcciones de ladrillos que cubren los morros, que se extienden hasta los confines de la isla. Fernando señala las favelas vecinas y me explica: «Esa es del Comando Vermelho, muy peligrosa. Aquella otra, del Tercero Comando». «¿Aquí qué facción es la que manda?», le pregunto. «Aquí tenemos a los del Tercero Comando, que, dentro de todo, no son los peores», me responde. «¿Quiénes son los peores?», quiero saber. «El Comando Vermelho, que es una facción terrible, brutal. Mata, tortura. No les importa nada».

Vivir en una favela dominada por un grupo armado implica no poder salir por las noches, escuchar disparos a casi todas horas, asustarse si algún familiar se demora al volver del trabajo, estar constantemente rodeado de armas, de la posibilidad latente de un enfrentamiento.

El mejor amigo de Fernando comenzó a salir con una chica de una favela vecina. Una tarde fue y los miembros del Comando Vermelho lo torturaron y descuartizaron. Los trozos de su cuerpo aparecieron varias jornadas más tarde en una playa de la isla. Esto explica en parte el miedo de Fernando, pero también la rabia con la que habla de los integrantes de este facción. «Son capaces de matar a sus propias familias por dinero», me dice. En un momento de la conversación no se puede contener y llora.

Intento sacar fotos de los techos de las casas colindantes, pero Fernando me dice que no lo haga. Sabe que un acto mal interpretado puede costarle caro. La cultura del miedo que condiciona hasta el paroxismo su vida cotidiana.

El hermano de Fernando, Osvaldo, que tiene 22 años, es otro ejemplo del temor con el que viven. Es militar, pero nadie en el barrio lo sabe. Nunca sale con el uniforme ni con el arma. Sería exponerse a que los traficantes lo maten.

Finalmente llega a casa la madre de Fernando. Su nombre es María Magdalena Clara da Silva. Trabaja como empleada doméstica en la parte rica de la Ilha do Governador. Hablando del miedo, me dice que apenas algún integrante de la familia se demora ella ya se preocupa. «No son sólo los traficantes, es también la policía, que entra siempre dando tiros», afirma. «Vivimos con una constante sensación de asfixia».

Le pregunto cómo son las viviendas en la zona adinerada. «La casa del hombre para el que trabajo es una mansión. Tiene seis baños y dos terrazas».

– ¿Quién es el dueño?

– Un portugués que pasa aquí unos meses al año.

– ¿El resto del tiempo la casa está vacía?

– Sí.

– ¿Y qué sientes al ver que vosotros vivís aquí, apretados en esta vivienda, y que no hay nadie en esa otra casa tan grande?

Que es gente egoísta, a la que le falta amor. Si yo tuviese tanto dinero ayudaría a los demás. Lo poco que yo tengo lo comparto.

Comemos y, antes de que anochezca, Cícero me lleva de regreso al hotel en Copacabana. He pasado una magnífica tarde con Fernando y su familia. Gente acogedora, generosa, abierta. Sin embargo, no puedo negar que tras salir de su casa y recorrer las lóbregas y laberínticas callejuelas de la favela, dejando atrás su pesada carga de oprobio y reclusión, experimenté una sensación de libertad, como si volviese a respirar.

Estoy leyendo por las noches, aquí en Brasil, Ilícito, el estudio en que Moisés Naím, director de la revista Foreign Affairs, habla justamente de estos espacios, como las favelas, que están a merced de grupos delictivos, y que no dejan de multiplicarse. Zonas libres como Ciudad del Este en Paraguay, estados fallidos como Somalia o Afganistán.

En ellos se mueven sin problemas, dada la carencia de poder gubernamental, muchos de los grupos delictivos que se dedican al tráfico de drogas, de armas, a la trata de mujeres y niños, de objetos falsificados.

Todo ese mundo paralelo que se potenció con la globalización y que tiene atrapados en sus garras a millones de personas de bien, como Fernando y su familia. Pero que, además, amenaza las bases mismas del orden en que vivimos como bien señala Moisés Naím, por su íntima relación con el terrorismo, por los enormes flujos de dinero que mueven a paraísos fiscales, que intentan blanquear en negocios legales, por el creciente poder político que tienen estas organizaciones.

Sin dudas, junto al cambio climático, el mayor desafío que debemos enfrentar en el siglo XXI: hacer que el orden y la justicia imperen en estos lugares. Por el bien común, ya que en un planeta globalizado, tarde o tempranos los problemas de unos terminan siendo los problemas de todos. La lucha contra la pobreza y la exclusión debe ser el primer paso.