Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

Archivo de la categoría ‘* NICARAGUA’

De Nicaragua a los periodistas muertos en guerra: un modelo de comunicación horizontal

Última etapa de este recorrido por los recuerdos del 2007… Después de Líbano vino Nicaragua, por donde acababa de pasar el huracán Félix. La inmersión en la fascinante cultura de los miskitos y el dolor de descubrir que la ayuda humanitaria no llegaba, y que en muchas de las aldeas arrasadas por el temporal los niños pasaban hambre.

También, a lo largo del año, algunas historias de compañeros que perdieron la vida, en la sección Morir para Contar. Como el gran Tim Lopes, con cuyo hijo Bruno, tuve la suerte de poder conversar tras haber visitado la favela Morro do Alemao.

Se cierra el círculo

Ahora vuelta al comienzo en Argentina, en una suerte de círculo que se cierra. Y otra vez esta mesa, pero con nuevo libro, que os tiene por segunda ocasión como cómplices escribas, al igual que el año pasado con Llueve sobre Gaza

Más allá de ser un espacio en el que se cuentan historias del mundo, en este sentido veo también Viaje a la guerra como un lugar de encuentro de personas con motivaciones similares, con una forma parecida de ver la vida. Algo que sería muy difícil de conseguir hoy en el mundo real, por las prisas, por lo escindidos que normalmente estamos.

Siempre he añorado los cafés de tiempos pretéritos, como el Gijón o el Comercial, en que la gente se sentaba a hablar sin mirar el reloj, sin estar empujada por la realidad. Cafés que eran una escuela de vida. Y creo que el blog tiene algo de eso.

Un modelo horizontal

Viaje a la guerra me ha dado muchas satisfacciones. Desde el premio de la Fundación Bip Bip, hasta numerosas menciones en la prensa, tanto sea el periódico Haaretz de Israel como en El Periódico de Aragón. Rescato una reseña de la periodista Susana Reinoso que salió la semana pasada en La Nación, ya que menciona la relación que mantenemos todos los que nos encontramos aquí regularmente.

Más tarde, Hernán Zin se atrevió con la operación de castigo colectivo del gobierno israelí de Ehud Olmert sobre la población de la franja de Gaza, luego del secuestro del soldado Gilad Shalit en 2006. El resultado fue Llueve sobre Gaza (Ediciones B), un libro asfixiante sobre las condiciones de vida de los habitantes, que Zin compartió en vivo. En una notable combinación de recursos, merced a las nuevas tecnologías, 20 Minutos articula las vibrantes crónicas periodísticas de Zin, con videos de sus recorridos por sitios inenarrables donde malvive la gente.

El más reciente desafío de Zin, encarado desde su blog, ha sido prohijar un libro sobre los muros que dividen al mundo en el siglo XXI. La novedad de este libro es que se nutre, abiertamente, con los aportes reveladores de sus lectores. «Por causa del muro de Cisjordania, declarado ilegal por la Corte Internacional de La Haya, miles de niños pierden buena parte del día en los check points para llegar a la escuela», escribe Zin. Su libro –que parte con la caída del Muro de Berlín–incluye otros conceptuales, como el de muro de la información, la brecha entre ricos y pobres y los muros mentales-espirituales

Lo llamativo, en esa blogocrónica conmovedora que Zin construye con la ayuda de sus lectores es el intercambio que nutre lo que será un libro en el futuro. Y el ritmo en la recopilación de datos sobre los ignominiosos muros de este siglo –México-EE.UU, India-Pakistán, Arabia Saudí-Yemen– es inédito. La comunicación es hoy un impactante camino de dos vías, que se cruzan en el instante exacto en que es imprescindible contar la vida.

Y es una razón de orgullo, algo que tomo como una buena señal, que alguien se haya fijado en la dinámica de un espacio que más que nunca creo que aspira a ser horizontal, de diálogo, de intercambio de ideas, porque hace tiempo que he dejado de creer en la comunicación vertical, en la que uno habla y los demás escuchan.

A través de Internet nos vamos acercando a un modelo más plural y democrático. Y esa es una de las razones de ser de Viaje a la guerra: no sólo dar voz a los oprimidos, a los olvidados, sino ser un lugar para hablar sobre la violencia, sobre la pobreza, sobre el cambio climático, y sobre cómo podemos hacer para construir un mundo más justo.

Lo dicho amigos: ¡muchas gracias por estar allí cada día, por sumaros a esta iniciativa, y los mejores deseos para el 2008!

Los que viven de la basura: niños, niños y más niños en La Chureca (1)

Al avanzar entre las montañas de desperdicios que dan vida al vertedero de La Chureca, no sólo percibo el lacerante olor de la basura en descomposición, también siento cómo la tierra se hunde bajo mis pies desprendiendo una sustancia hedionda, viscosa, consecuencia de la acumulación progresiva a lo largo de las décadas de las más de mil toneladas de residuos urbanos que son depositados cada día en este lugar.

Eddie me guía a través de este universo poblado de montañas de basura, camiones, buitres. Tenía razón: el número de niños resulta sobrecogedor. En cada sector encontramos al menos una docena. Inclinados sobre los desperdicios, con sus bolsas de arpillera en las espaldas y sus palos en las manos, hurgando en busca de algo de valor.

Infancia y cambio climático

El cambio climático ha hecho que finalmente nos fijemos en nuestro entorno. Es un avance, aunque aún no hayamos reaccionado al desafío que nos espera, aunque sigamos en una suerte de negación colectiva de la realidad y nuestra reacción sólo haya sido superficial, cosmética.

Y si considero una suerte que ahora estemos más pendiente de la relación que mantenemos con la naturaleza, es porque la devastación sistemática del medioambiente tiene desde hace décadas un impacto terriblemente nocivo sobre la vida de los niños de los países pobres. Lugares como Kibera o como La Chureca, que visitamos en este blog, son un ejemplo paradigmático.

Según UNICEF, la mortalidad infantil en el mundo se ha reducido. En 1990, la cifra de niños que fallecían cada año alcanzaba los 13 millones. Hoy, este número ha bajado a 9,7 millones. Sin embargo, la mitad de estos fallecimientos se produce por causas evitables como la malnutrición, la falta de acceso a agua potable y saneamientos, íntimamente relacionadas con la degradación de nuestro planeta.

En América Latina, el 86% de las aguas residuales urbanas se vierten sin tratar en ríos, lagos y mares. En la India, el río Ganges recibe cada minuto 1,1 millones de litros de aguas residuales que en apenas un gramo de heces pueden contener hasta diez millones de virus y un millón de bacterias causantes de enfermedades como cólera, diarrea, fiebre tifoidea, disentería y tracoma.

Catástrofes naturales, explotación, malaria

Si hablamos de catástrofes naturales, potenciadas en la última década por el efecto invernadero, la Cruz Roja estima que afectarán a 175 millones de niños en los próximos diez años. Save the Children, en su informe “El impacto del cambio climático en la infancia”, señala que los menores constituyen hoy el 50% de las víctimas de estos fenómenos. De los 260 mil muertos del tsunami, dos terceras partes eran niños.

En África, al tratarse un continente en el que el 70% de la población depende de la producción agrícola para subsistir, la variación de temperatura, que amenaza las cosechas en las latitudes bajas y en las zonas tropicales, podría empujar al hambre a unos 200 millones de personas para el año 2080.

Al poner en juego el sustento económico y la salud de millones de familias, el cambio climático potencia la vulnerabilidad de sus hijos a sufrir abusos, explotación o desplazamientos forzosos. También los expone a conflictos armados. Un informe de Naciones Unidas del 22 de julio de 2007, señala que la región de Darfur, en Sudán, difícilmente alcanzará la paz si no se buscan soluciones a los problemas medioambientales que subyacen en la base del conflicto.

El cambio de temperatura hará que la población mundial potencialmente afectada por la malaria pase de un 40% a un 65%. Esta enfermedad, considera una de las principales causas de muerte en pequeños menores de cinco años, llegará a zonas de países en la que era desconocida como Zimbabue, Etiopía, Kenia, Ruanda y Burundi.

La lista sigue… Y esa foto que hice a Melanie mientras avanzaba por el lodo que se acumula en las arterias que recorren La Chureca, me parece todo un símbolo de las condiciones de degradación extrema a las que hemos empujado a nuestro planeta, y a través de las cuales los niños más postergados luchan con ahínco por abrirse paso cada día.

Continúa…

Los que viven de la basura: ¡Bienvenidos al infierno de La Chureca!

Como he narrado en las últimas entradas del blog, a lo largo de mis viajes conocí a gente que vive de la basura en India, en Bangladesh, en Argentina, en Brasil, pero nada me había preparado para las dimensiones y el drama humano que se descubren en entrar a La Chureca, el vertedero que se encuentra en Managua, la capital de Nicaragua.

Mi guía en la inmersión a esta basurero que, en un contraste que acentúa aún más su sordidez, se encuentra junto al prístino lago Managua, y rodeado cerros, es Eddie Ramírez Pérez, trabajador social que desde 1992 lleva un programa en la ONG Dos Generaciones para ayudar a los recolectores de basura. Un proyecto educativo, sanitario, de movilización social que, según me confiesa, no ha podido disminuir el número de personas que se acercan a La Chureca, ya que el problema de fondo no es fácil de erradicar: la pobreza.

Eddie, que desde el primer momento me sorprende por su buen humor, por su honestidad y por el profundo conocimiento que tiene de La Chureca, me explica que el basurero fue creado el 16 de junio de 1943 por el gobierno del dictador Somoza. «Desde el comienzo hubo gente que se acercó aquí para tratar de ganarse la vida, pero el número empezó a subir dramáticamente en los años ochenta, cuando miles de personas llegaban a la capital huyendo de la guerra», afirma.

Eddie se muestra crítico con la labor que ha realizado en estos quince años porque del centenar de cartoneros que en los noventa venían a trabajar aquí se ha multiplicado exponencialmente. Hoy son más de 1.300 las personas que viven de La Chureca. Y 170 familias han construido sus chabolas en medio del basurero, para ser así las primeras que se acercan a los camiones que cada día llegan con el 67% de los desperdicios que produce la parte próspera de la capital nica, con sus centros comerciales, sus restaurantes de lujo y sus clubes privados.

Pero hay un aspecto en concreto que aflige especialmente a Eddie. Se trata de elevado número de niños que pasan los días entre los desperdicios. Algo que me comenta apenas entramos al vertedero y que puedo comprobar a los pocos metros, cuando vislumbro a dos niños de cuclillas, en medio de la basura.

Al acercarme descubro que, de una bolsa de residuos de la popular cadena de pollo frito Tip Top, extraen los huesos. A pesar de las moscas, del olor fétido de la basura, estos dos jóvenes no dudan en comer la poca carne que encuentran entre los desperdicios.

Continúa…

Basura, basura y más basura…

Estos días, con el regreso a Madrid y la presentación de Un día más con vida, han sido como una suerte de salto al vacío. Recién el domingo he podido apagar el móvil, dormir a piacere y mirar hacia atrás con cierto sosiego.

Muchas imágenes y sensaciones han salido a la superficie. Muchos recuerdos que he ido compartiendo con vosotros a lo largo de los días. Pero hay una parte del viaje, que por las prisas del regreso no narré y que aún hoy me sigue impresionando, conmoviendo: el día que pasé en La Chureca, uno de los basureros más grandes del mundo, en el que cientos de niños y adultos se sumergen entre los desperdicios en busca de algo de valor.

Unos recuerdos que se obstinan en volver también por un componente físico: aún tengo las piernas cubiertas por un sarpullido que no deja de picarme, que me escuece especialmente por la noche (seguramente derivado del hecho de que a cada paso mis pies se hundían en la primera capa de desperdicios, de la que emanaba no sólo un olor hediondo sino un líquido lóbrego, viscoso).

Y una pregunta que no dejo de hacerme: si en apenas unas horas la basura ha tenido semejante efecto en mi cuerpo, ¿cómo afectará a esa gente que nace, vive y muere en medio de los desperdicios, que ha construido sus chabolas en aquel paisaje desolador, dantesco, de niños harapientos que escarban en la mierda bajo nubes de buitres?

Una experiencia que también me ha hecho reflexionar sobre la basura como símbolo de las diferencias de nuestro mundo. Mientras que cada ciudadano español genera un kilo y medio de residuos domésticos al día – unos 550 kilos al año -, con el consecuente gasto de materias primas y energía, el habitante medio del África subsahariana casi no produce desperdicios.

Sólo algunos trasnochados, movidos por intereses políticos, reniegan de la existencia del cambio climático, que es sin dudas el mayor desafío que debemos enfrentar como especie. Quizás se deba a un proceso de negación colectiva, a que esperamos que otros hagan las cosas por nosotros, pero lo cierto es que la solución de este problema pasa por un cambio de estilo de vida que aún no hemos querido asumir. Sólo basta un recorrido por el supermercado, como el que hice el sábado para llenar la nevera vacía tras varias semanas de viaje, para descubrir el absurdo y ostentoso universo de los envases de plástico, de cartón, con el que se nos ofrecen los productos que consumimos.

Esta será otra de las líneas de reflexión que me acompañarán en la inmersión que hoy comenzamos en la realidad de La Chureca, con sus montañas de basura, su olor pestilente y esos niños harapientos que se suben a los camiones para pelearse por un bote usado de champú Head and Shoulders, una botella vacía de Coca Cola o unos restos de pollo Tip Top.

Fotos HZ

Continúa…

Morir para contar: Bill Stewart, el comienzo del fin de Somoza

«Ese fue el gringo que nos cambió la vida», me dice Lola Ocón, antigua líder sandinista que hoy se ha pasado a la oposición de izquierdas a Daniel Ortega. «Después de que lo mataran, los Estados Unidos dejaron de apoyar a Somoza».

Y así sucedió. El brutal asesinato del periodista Bill Stewart, filmado por sus compañeros, conmocionó de tal forma a la opinión pública estadounidense que su gobierno no pudo seguir respaldando a la dinastía dictatorial y sanguinaria que había sometido y expoliado al pueblo nicaragüense durante cuarenta años.

Regreso a Managua tras diez días en la tierra de los miskitos. Mientras espero el avión que me llevará a Madrid – en uno de los tantos recorridos que realizo por esta ciudad apacible, desperdigada, latente de vegetación y rodeada de montañas que es la capital nica -, me detengo en el lugar donde Bill Stewart perdió la vida junto a su interprete, Juan Espinoza. Una placa, en el barrio de Reguero, próxima al mercado Roberto Huerbes, recuerda a los dos hombres que murieron de una forma que aún hoy resulta incomprensible.

Este asesinato, que desde que empecé la serie Morir para contar supe que alguna día relataría, ya que es uno de los más recordados de la profesión, tuvo lugar el 20 de junio de 1979. Bill Stewart, reportero de 37 años de edad y empleado de la cadena ABC, regresaba al hotel Interncontinental en una furgoneta junto a su traductor, al técnico de sonido Jim Céfalo y al veterano cámara Jack Clark. Volvían del norte de Nicaragua. El vehículo tenía escrito a un lado las palabras: Foreing Press.

Avanzaban por la avenida de los Mártires del Primero de Mayo cuando una patrulla de la Guardia Nacional les ordenó que se detuvieran. Acompañdo por su intérprete, Bill Stewart se dirigió hacia al soldado que estaba al frente al tiempo en que Céfalo y Clark se escondían entre la maleza. Llevaba en la mano su acreditación de prensa del gobierno de Nicaragua y una bandera blanca. Le dijo que no hablaba español y que era periodista estadounidense.

El guardia lo encañonó con su M16 y le gritó: «Ponte de rodillas hijoeputa, ponte de rodillas». Bill se arrodilló y le dijo suplicante: «No español, no español, yo periodista». Acto seguido el militar le ordenó que se tumbara sobre el suelo: «¡Acuéstate, hijoeputa!». Bill le hizo caso. Y el soldado le dio una patada en el costado derecho volviendo atrás unos pasos al tiempo en que Bill se retorcía de dolor.

«No español, yo periodista, yo periodista», le volvió a suplicar el reportero. A lo que el Guardia Nacional, que levantó en el aire su arma durante unos instantes, le contestó pegándole un tiro en la nuca. Del militar que disparó se sabe que se llamaba Álvarez, que tenía 18 años en el momento del asesinato y que lloró durante el juicio al que lo sometieron los sandinistas.

El primero en dar la noticia fue el corresponsal de EFE en Managua, Filadelfo Martínez. El cable de prensa conmocionó al resto de los periodistas extranjeros. Aunque el régimen de Anastacio «Tachito» Somoza intento evitar que se emitieran, Clark y Céfalo transmitieron las imágenes desde la habitación 307 del hotel Intercontinental. En poco tiempo dieron la vuelta al mundo. La televisión de los EEUU las repetían una y otra vez.

Los 97 periodistas extranjeros acreditados en Managua, que tenían el hotel Intercontinental como centro de operaciones, firmaron una carta de protesta que hicieron llegar al dictador. La prensa local, propiedad de la familia Somoza, afirmó que los corresponsales formaban parte de la «propaganda comunista».

La guerra civil de Nicaragua, en la que la guerrilla sandinista luchaba contra la dictadura, se llevaba por delante cientos de vidas inocentes. Bombardeos, francotiradores, fuego cruzado en las esquinas. Lo que le sucedió a Bill Stewart no era ajeno a los civiles nicaragüenses.

Nacido en West Virginia, Stewart llevaba un mes en Nicaragua cuando fue asesinado. Hasta ese momento el gobierno de Somoza había sido respaldado mayoritariamente por los republicanos, ya que argumentaban que era un baluarte en contra del comunismo. Casi cuatro semanas más tarde, el 19 de julio de 1979, sin el apoyo de EEUU, el dictador cayó.

El cuerpo de Bill Stewart llegó a EEUU gracias a la gestión de Alemania Occidental, pues el gobierno de Washington se negó a colaborar con la familia y con la cadena ABC en el traslado del féretro. Pero la traición llegó cuando Ronald Reagan comenzó a financiar a los Contra para que se enfrentaran al gobierno sandinista. La Guardia Nacional, de la que formaba parte el asesino de Stewart, fue la que encabezó la acción armada financiada por los contribuyentes norteamericanos que tiempo antes se habían horrorizado ante la violencia homicida de sus integrantes.

«Saura, saura», se lamentan los indios miskitos

Tengo el privilegio de contar en el viaje con la compañía de Avelino Cox. Catedrático de sociología en la universidad Huracán, autor de varios libros, traduce las entrevistas que realizo y me ayuda a comprender la compleja y fascinante cultura miskita. De rostro enjuto, ojos rasgados, bajo de estatura y con el cabello largo hasta la cintura, Avelino tiene un carácter afable, colaborador. Podemos pasar doce, trece horas trabajando, que no se queja ni pierde el sentido del humor. Eso sí, lleva en el bolsillo del pantalón un cuchillo que recuerda que también la suya es una cultura de guerreros.

Presto atención al colorido idioma miskito a medida que realizo las entrevistas. Este idioma que carece de las letras «ce», “eñe”, “jota” y “erre”. Escucho en repetidas ocasiones la palabra saura. Y le pregunto a Avelino qué quiere decir. «Malo, muy malo», me explica. «La gente se lamenta por lo que le ha pasado».

También hay otras dos palabras que resuenan en las conversaciones: tinki palé, que en idioma miskito quiere decir «muchas gracias». Me agradecen que esté aquí, que escuche sus lamentos, su desazón, su constante saura, saura, pues desde los primeros días que sucedieron al paso del huracán, la población de Pahara ha caido en el olvido. «Nos trajerons arroz, aceite y plásticos al principio, pero luego nadie ha regresado a vernos», me dice el líder de la comunidad. «Necesitamos herramientas para cortar los árboles, para reconstruir nuestras casas y nuestras embarcaciones. Necesitamos urgentemente comida para alimentar a nuestros niños hasta que podamos volver a salir a pescar».

A pesar de la lluvia, los vecinos se acercan a mí. Quieren contarme sus historias, quieren mostrarme lo que ha quedado de sus casas. Me recuerda a tantas otras situaciones similares que he vivido en mi vida, durante conflictos armados, hambrunas y epidemias. La gente quiere que el mundo se entere de su sufrimiento. Se siente sola, desamparada. Y tiene razón. Quizas se deba a que Pahara está muy mal comunicada, o a que los helicópteros del ejército llevan días sin despegar por la falta de gasolina, pero lo cierto es que no han recibido nada en esto que se conoce como la fase dos de una catástrofe, el momento de la reconstrucción de las casas, la recuperación del medio ambiente y la puesta en marcha del sistema productivo.

Franklin, integrante del consejo de ancianos de Pahara, me conduce a través de la aldea – que además de destruida está en partes inundada – a la tienda que se ha montado con los restos de madera de su vivienda. «El viento se lo llevó todo: las armas, la ropa, las cosas para cocinar», me explica.

«Hace doce años que mi mujer está postrada. Cuando vino el huracán la casa se nos cayó encima y aguantamos entre las chapas de zinc y los paneles de madera hasta que todo terminó», me dice Franklin. «Ahora su vida es un infierno. Si llueve nos mojamos, tenemos frío. Apenas se levanta un poco de viento, comienza a temblar de miedo. No puede seguir en estas condiciones», continúa. Y yo encuentro en el testimonio de Franklin un rasgo distintivo de todas las tragedias de las que he sido testigo: los ancianos, los enfermos, los niños, se llevan siempre la peor parte. El dolor de los demás se magnifica en ellos, se potencia, al ni siquiera tener la prestancia física para poder hacer frente a la destrucción de la realidad que los rodea.

En Pahara había tres edificios de ladrillos: dos iglesias y una escuela. Sólo han quedado en pie algunas paredes del centro educativo, por lo que los niños no tienen lugar para retomar las clases. Mientras me acerco a esta zona de la aldea, con la cámara en las manos, un hombre viene y me dice: “Que salga en la CNN, que salga en la CNN”. Me resulta curioso, aquí que no hay electricidad ni televisiones, que sepan lo que es la CNN. Y comparto, como en tantas otras ocasiones, el deseo de este hombre de que el mundo se haga eco de esta clase de historia de forma continuada, sostenida, y que las cámaras no se marchen a los dos días de que sucede la catástrofe. Porque es en ese momento cuando comienza el verdadero drama humano.

A lo lejos percibo el canto de los feligreses que se han reunido a orar. El pastor me ve con la cámara y me manda llamar. Quiere que los miembros de su congregación me hablen. Paso al altar que han improvisado junto a los restos del templo, y les doy las gracias por la bienvenida: tinki palé. Después los escucho. Los testimonios de pérdida, de ausencia y desgarro se suceden.

Avelino me traduce. Mientras tomo apuntes me pregunto quién será responsable de que la ayuda no haya llegado a este pueblo en esta segunda etapa de la crisis. ¿Será el gobierno central, el gobierno regional, las ONG? Lo único que me digo, con certeza y desánimo, es saura, saura.

Enterrar a los muertos en Nicaragua

Continúo con mi recorrido a través de las zonas afectadas por el huracán Félix. En Pahara, en Santa Marta, en Sisín, en Krukira, en Dakura, una y otra vez escucho el testimonio de aquellos que lamentan a sus difuntos. Inteto vislumbrar la dimensión humana de esta tragedia, para que supere el umbral de las cifras, de esos números que de tanto repetirse ya no significan nada: doscientos muertos, cien desaparecidos, 180 mil personas sin hogar…

“El techo de nuestra casa se cayó sobre mi madre y la mató. Mi hijo, que estaba pescando en el mar, desapareció. Pensamos que podría estar en Honduras, en el hospital, donde el huracán llevó a muchos pescadores. Pero él no estaba en la lista de los hospitales”, me dice Berta. Advertido por Avelino Cox, evito preguntarle por los nombres de los difuntos, ya que en la cultura mizkita es considerado un agravio mencionarlos. La gente aquí se refiere a ellos como “mi vecino”, “mi hijo”, “mi amigo”.

Según me explica Avelino – uno de los más prestigiosos teóricos de la cultura local, autor de numerosos libros – cuando una persona muere, tanto las ancianas de la familia como las niña, elaboran un hilo de fibras vegetales que conduce de la casa del difunto al cementerio (si en la labor participase una mujer en edad fértil, podría contaminar el ritual, debido a la aprensión que en esta cultura se tiene por la menstruación).

Al mes de la muerte, siguiendo ese hilo, el cadaver es llevado al lugar donde será enterrado mientras el chamán recita oraciones y los vecinos entonan cánticos elegíacos. En esta ocasión, debido a la indigencia en que han quedado sumidos todos tras el paso del huracán, y por el miedo a epidemias, los muertos fueron devueltos a la tierra con premura.

“Lo más duro es la gente que se perdió en el mar, más de cincuenta pescadores. No se los pudo enterrar”, afirma Avelino. “Para el mizkito, vivir junto a sus muertos es muy importante. Por eso cuando los 60 mil mizkitos que fueron desplazados por los sandinistas durante la guerra pudieron finalmente volver a sus tierras, lo primero que hicieron fue correr al cementerio a llorar a sus fallecidos y a pedirles perdón”.

“El hijo de Berta era el marido de Ángeles”, me dice Adolfo Pineda, líder de la comunidad en Pahara, al tiempo en que señala a una joven que está de pie frente a lo poco que ha podido reparar de su casa gracias a un plástico de la cooperación de EEUU (ese país que siempre fue tan generoso con Nicaragua, primero al apoyar durante 42 años a la dictadura de los Somozas, después al financiar a los contra). “Su marido tenía 17 años. Despareció cuando estaba faenando en el mar. Ella tiene 18. Está embarazada», continúa Adolfo.

Nos acercamos a Ángeles, pero no quiere hablar. Ausente, con la mirada perdida en el suelo, apenas musita unas palabras. Después permanece en silencio. Ese mismo silencio lóbrego, cargado de dolor, que se ha posado sobre tantas vidas tras el paso del huracán Félix.

Continúa…

Los niños de Pahara llevan dos días sin comer (y nosotros con la mochila llena de bocadillos)

Preparamos el viaje a Pahara y Dakura a conciencia. Compramos un contenedor de plástico para que no se mojen los equipos en caso de que llueva. Ponemos varias mudas de ropa y toallas en bolsas impermeables. Conseguimos una garrafa con 25 litros de agua. Y nos hacemos – con el jamón ibérico que mi buen amigo Sergio Carmona suele traer desde Madrid a cada viaje que compartimos -, una docena de bocadillos para aguantar durante los dos días que tenemos pensado internarnos en la zona asolada por el epicentro del huracán Félix. Una zona de por sí aislada del mundo, a la que sólo se puede acceder a través de canales de agua flanqueados por manglares.

Dejamos el coche en la orilla de la aldea de Krukira y avanzamos por el muelle al final del cual nos esperaba Durán, el pescador, padre de 13 hijos, que nos va a conducir en su panga primero a Pahara y luego a Dakura. Sorprendidos por nuestra presencia, los miskitos nos siguen con curiosidad, observando las bolsas que no paran de salir del todoterreno, el contenedor estanco con los equipos, ellos que viajan durante días sin más que lo puesto.

Sergio Ruíz, el conductor, parte de regreso hacia la ciudad de Puerto Cabezas. No pierde tiempo ya que está constantemente preocupado por los “bandoleros” – como los suele llamar – que pululan por esta zona sin ley, y mucho más aún desde el paso del huracán Félix. En la panga vienen también Alberto Martín, otro buen amigo que nos da una mano con los equipos y el sonido, y Avelino Cox, profesor universitario, autor de varios libros sobre la cultura miskita, que nos hace de guía e intérprete. Desde la parte trasera de la panga, el hijo mayor de Durán se hace cargo de gobernar el motor fuera de borda.

Aunque mientras hacíamos los bocadillos y esperábamos a que amaneciera deseamos una y otra vez que la lluvia nos perdonase al menos durante las dos horas de viaje, lo cierto es que apenas abandonamos el muelle comienza a diluviar. Una tormenta implacable, que sacude la panga de un lado a otro, que nos hace imaginar cómo podría llegar a ser vivir un huracán. Sergio sale con su cámara a captar imágenes que formarán parte de futuros capítulos de Un día más con vida, al tiempo en que el resto aguantamos valientemente debajo de un plástico a que remita el temporal.

El camino se hace eterno. Y en los momentos en que la panga sale al mar las olas la sacuden como si fuera una cáscara de nueces. Literalmente pasados por agua, tras tres horas de vaivenes, llegamos a Pahara. Adolfo Pineda Davis, líder de esta comunidad de dos mil habitantes, nos da la bienvenida. “Son los primeros periodistas que vienen a vernos, muchas gracias amigos, muchas gracias”, nos dice bajo la lluvia. Se lo ve notablemente emocionado. Junto a él se ha acercado al muelle una comitiva con la gente más influyente de Pahara, el consejo de ancianos y el juez, además de numerosos niños que observan con fascinación los equipos que rápidamente bajamos de la panga.

Como estamos calados hasta los huesos y llevamos en pie desde el alba, comentamos con Sergio, cuando aún no nos hemos adentrado en el pueblo que, una vez terminadas las presentaciones, deberíamos tomar algo caliente, comer y cambiarnos, para luego ponernos a trabajar.

Pero el estado en que ha quedado Pahara tras el paso del huracán Félix nos hace desistir. Supera con creces los peores escenarios que hasta ahora hemos visto. Nada permanece en pie. Dos iglesias, una escuela y 160 viviendas de familias se colapsaron bajo la fuerza del viento. Seis personas murieron, dos desaparecieron y al menos una docena se encuentra en el hospital. Como si hubiese leído nuestras inteciones, Adolfo nos dice: “Me gustaría invitaros una taza de café pero no sólo no tenemos café sino que el viento se ha llevado hasta nuestros utensilios para cocinar”.

En una suerte de tienda que han improvisado con plásticos y maderas, me siento a conversar primero con Adolfo y luego con los miembros del consejo de ancianos. Avelino traduce del mizkito. Sergio y Alberto, que han colocado el equipaje en una mesa, preparan los equipos.

Tomo apuntes en medio de la multitud. Me cuentan cómo sucedió la tragedia. Me dan los nombres de los muertos. Me relatan de forma pormenorizada lo que han perdido: el ganado, las barcas, las redes, las armas.

Cuando estamos por terminar, Franklin, uno de los ancianos de la comunidad me dice: “Nos trajeron unos plásticos y un poco de arroz durante los primeros días. Después no han vuelto a venir. La situación es desesperada. Hace dos días que los niños no comen”. Con Sergio y Alberto nos miramos durante unos instantes. Observamos a las decenas de pequeños que se han congregado, bajo la lluvia, en torno a la tienda. Sus rostros mojados, sus grandes ojos negros. Los bocadillos de jamón ibérico abandonan la bolsa y pasan de mano en mano.

La importancia de la comunicación en las catástrofes

Antes de seguir adelante con la crónica del sufrimiento y la devastación provocadas por el huracán Félix, quiero hacer un alto en una labor que merece ser subrayada y con la que me he cruzado en varias ocasiones a lo largo de los años. Se trata del trabajo que realiza Télécom Sans Frontièrs (TSF), organización francesa dedicada a llevar teléfonos satelitales e internet a las zonas donde han tenido lugar catástrofes naturales y conflictos armados.

Parte de las crónicas que en 2006 publiqué en 20 Minutos desde el sur del Líbano las pude enviar gracias a los medios que me brindaron en TSF. Lo mismo sucede hoy, ya que escribo este artículo y lo cuelgo en la red desde el litoral norte de Nicaragua, donde los teléfonos llevan semanas sin funcionar, porque me dan la posibilidad de utilizar la conexión de banda ancha que han montado aquí en Puerto Cabezas.

“La idea de TSF nació de una constatación sencilla, resultado de numerosos años de experiencia en la ayuda humanitaria. A lo largo de las misiones efectuadas en ex-Yugoslavia o en Kurdistán durante la primera guerra del Golfo, sus fundadores tomaron conciencia de que existía, al mismo nivel que la ayuda médica o alimenticia, una real necesidad en telecomunicaciones”, se lee en su página web.

“Estos conflictos llevaban a cabo desplazamientos masivos de poblaciones, separaban a millares de familias y ninguna estructura había sido prevista para permitir que estas personas reanudaran el contacto con sus relativos. Cada vez que los fundadores de TSF dejaban los campos de refugiados, las personas les daban un pedacito de papel con un número de teléfono y les decían: «Cuando lleguen a su casa, llamen a mis familiares y díganles que estoy vivo, que nuestro tío ha sido asesinado pero que mi hija está viva y que estamos en el campo de Stenkovac». Los fundadores de TSF invirtieron entonces en su primer teléfono satelital y la organización fue creada en julio de 1998”.

“Tenemos tres oficinas centrales: una en Francia, otra en Bangkok y la tercera en Managua. En menos de 24 horas podemos instalar equipos de comunicación satelital en cualquier parte del mundo”, me explica Fabien Doléac, un joven francés de 28 años, técnico en informática, que está realizando su primera misión en Nicaragua. “Las condiciones de trabajo no son fáciles, viajamos a zonas de difícil acceso, dormimos en el suelo, pero tienes la satisfacción de que estás brindando una ayuda muy importante para la gente”.

“Muchas veces ves que las personas afectadas por el huracán Félix se sienten mejor después de haber podido hablar con sus parientes, pues han llorado, han gritado, se han sacado de encima el dolor”, me dice Nubia Vargas, coordinadora del equipo de emergencia que llegó al norte de Nicaragua al día siguiente del paso del huracán Félix. Ella se encontraba en Pisco, Perú, ayudando a las víctimas del terremoto, cuando tuvo lugar el huracán. Inmediatamente se vino hacia aquí. “También pueden pedir a sus parientes en el extranjero que les manden remesas a través de Western Union, pues muchos nicaragüenses trabajan en EEUU, Europa o Costa Rica”.

Otro de los objetivos de TSF es brindar los medios para que las ONG consigan coordinar su labor desde el terreno. Desde 1998, la organización ha instalado esta suerte de locutorios solidarios y gratuitos en Afganistán, Irak, Tailandia, Sri Lanka, India, Líbano, Uruguay, Ghana, Perú y Nicaragua.

El drama de Krukira

Los habitantes de Krukira estaban convencidos de que, como en tantas otras ocasiones, el huracán Félix pasaría de largo por la costa y se dirigiría a Honduras. “Aquí esta zona es muy seca, por eso nunca había entrado un huracán”, me explica Roger Pérez, pescador de 54 años, líder de la comunidad. “Aunque la radio anunciaba que había posibilidad de una catástrofe, a las diez de la noche el cielo estaba estrellado y no pensamos que nada malo podía suceder”.

Pero lo cierto es que el huracán entró de lleno en el litoral norte nicaragüense, hogar histórico de los indígenas mizkitos, afectando a 180 mil personas de las 330 mil que viven en esta región en la que la tasa de pobreza supera el 80%. “Se levantó una neblina que no nos dejaba ver. Las chapas de zinc volaban de un lado a otro. Cogí a mi mujer, a mis hijos y nos fuimos a refugiar a la casa de mis suegros. El gobierno nunca nos había explicado qué hacer en caso de un huracán. Aquí no tenemos refugios ni nada”, continúa Roger.

Recorro Krukira, este pequeño pueblo de pescadores, junto a Daniel Tyre, coordinador del gobierno regional de la ayuda humanitaria a los afectados por la catástrofe. Señala los árboles tumbados. “Ese es un mango centenario, del que la gente se alimentaba”, me comenta. Vemos las barcas destruidas por el viento, las vacas muertas. “El huracán ha devastado los medios de supervivencia de esta gente”, agrega.

Desde su punto de vista, lo más terrible, lo que mayor esfuerzos requerirá, será el estado psicológico en que ha quedado la población. “Las personas están tan conmocionadas, fue tan duro lo que han vivido, que no saben por dónde comenzar a reconstruir, que no duermen por las noches, que apenas se levanta un pequeño viento vuelven a temer por su integridad”, afirma.

Converso con Ned, pescador, padre de nueve hijos, que mezcla el castellano, el inglés y el mizkito al hablar. “Esto que ves aquí son los pilares de mi casa”, señala. “Se nos cayó encima y aguantamos así toda la tormenta. Veíamos que los caballos y las vacas salían volando. El viento se los llevaba al lago, donde se ahogaron. Un árbol se cayó encima de un caballo, junto a mi casa, y lo partió en dos”.

En Krukira murieron cinco pescadores. Estaban en el mar cuando comenzó a levantarse el viento huracanado que alcanzó 260 kilómetros por horas. Iván, de 23 años, se encontraba en la barca en la que trabajaba. “De repente apareció la tormenta. No nos dio tiempo a reaccionar. Ni siquiera pudimos recoger la red. Yo me caí al agua y no recuerdo nada más. Aparecí en el norte, a 46 kilómetros de aquí. Mis compañeros murieron”, me explica.

Roger Pérez, el líder de la comunidad, me dice que el huracán se hizo evidente a la una de la mañana. Se encontraba en la casa de sus suegros, junto a 20 familiares, cuando el techo se desplomó sobre sus cabezas. Me muestra el lugar en el que pasaron las restatantes horas, hasta las 10 de la mañana, cuando el drama que cambiaría para siempre sus vidas, terminó. Recién recibieron atención médica por la tarde, en el momento en que llegó la ayuda humanitaria.

“Yo viví dos guerras, pero nada como el huracán Félix. Si éramos pobres, esto nos dejó sin nada. Sin animales, sin barcos, sin árboles. No sabemos qué vamos a hacer”, me dice este hombre de mar, corpulento, de rostro curtido. Y en medio del relato hace un alto, pues se emociona y necesita respirar hondo para seguir adelante.

En Krukira me sorprende encontrar algunas casas de pie y otras tumbadas, reducidas a escombros. Al haberse tratado de los brazos externos del huracán, los remolinos de viento recorrían la aldea de forma impredecible, arbitraria, terminando con la existencia de algunos y dejando intactos a otros.

Mi próximo destino será Pahara, una comunidad a la que sólo se puede llegar en panga (bote), epicentro del huracán, en la que ni una sola vivienda ha quedado en pie y a la que la ayuda humanitaria, aunque el huracán Félix tuvo lugar el día 5 de septiembre, casi no ha llegado.