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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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El despegue económico de África desde Kibera, la barriada más grande del continente

La multitud de grúas que hasta cinco años poblaban los cielos de España parecen haber migrado hacia el sur, en dirección contraria a las pateras, para recalar en algunas capitales de África. O al menos esa es la sensación que tengo al recorrer Nairobi y descubrir la cantidad de carreteras y urbanizaciones que se están construyendo.

Los primeros edificios se levantan en el centro de Kibera, el que fuera durante décadas el barrio de chabolas más grande del mundo. Enero 2013. Foto: Hernán Zin.

Los primeros edificios se levantan en el centro de Kibera, el que fuera durante décadas el barrio de chabolas más populoso de África, con más de un millón de habitantes. Foto: Hernán Zin. Enero 2013

En estas páginas ya he escrito en numerosas ocasiones sobre el nuevo mundo en el que estamos viviendo. Un mundo muchos más polifónico, compartido, donde el hombre blanco ha perdido el liderazgo tras varios siglos de ejercerlo con tantas luces como sombras.

Un nuevo orden mundial al que bauticé de los “7.000 millones” porque este es el número de habitantes del planeta que marca el cambio de ciclo. Por supuesto que no se trata de un movimiento lineal, pues está hecho de avances y retrocesos, pero sin dudas nos encontramos ante un punto de inflexión en la historia.

China como referente

Y como muestra de los tiempos de vertiginoso cambio, nada mejor que el continente africano, que crece a ritmos extraordinarios mientras que esta Europa envejecida, falta de reflejos, languidece.

Siete de los diez países que más crecen en el planeta se encuentran allí. En ningún otro lugar aumentan tanto las ventas de móviles o la creación de nuevas rutas aéreas.

Africa Confidential publica esta semana un exhaustivo análisis sobre el boom económico en algunas regiones del continente y compara lo que está ocurriendo con el despegue experimentado por China en los años 80, al tiempo en que advierte de los desafíos que aún debe afrontar.

Una China que le ha robado a Europa y EEUU el papel de referente en el África subsahariana. Lo vimos en este blog en la República Democrática del Congo, en Uganda, y por supuesto, lo he visto una vez más estos días en Nairobi.

Turistas indios

Las carreteras de la capital keniana las están haciendo mayoritariamente los chinos. Y allí se los ve, a pie de obra, junto a los obreros. Escuelas de negocios, bancos. Pero también, otro fenómeno, aún más novedoso: el turismo.

Un buen amigo, guía en Masai Mara, me decía que ya más del 50% de sus clientes eran indios o chinos. Algo que también he descubierto en los centros comerciales y en las discotecas de Nairobi, donde antes la mayoría de los expatriados eran occidentales y hoy son chinos.

Pero de todo este proceso, lo que más me ha fascinado es lo que está ocurriendo en Kibera, el barrio de chabolas más grande de África. Desde sus callejuelas escribí las primeras entradas de este blog hace casi siete años. Esas mismas arterias que hoy, finalmente, están siendo convertidas en avenidas como contaré en la próxima entrada…

El hombre del millón de chelines

Como si se tratase de un extranjero en su propia tierra, cuando recorre las calles del barrio de chabolas de Kibera, Wycliffe Ambeyi escucha que los vecinos lo llaman muzungu (voz kiswahili que significa “hombre blanco”). Si lo acompaña este reportero a lo largo del camino, no falta el ingenioso que le dice guiñando el ojo: “Eh muzungu, que te has traído a tu hermano”.

Pero Wycliffe recibe otros apodos que no sólo hacen alusión al inusual color de su piel, sino que le recuerdan los brutales crímenes que en los últimos años se han cometido contra albinos en la vecina Tanzania.

“Algunos me llaman hot cake, bromeando sobre el valor que tiene mi cuerpo para los tanzanos. Tengo un amigo que me dice que soy el hombre de la piel del millón de chelines”.

¿Cómo lo afectaron los crímenes que se cometieron en Tanzania? Explica que desde que supo de ellos a través de las noticias se ha sentido más discriminado y observado que nunca. También dice que tiene miedo, pues no ve reacción alguna por parte del gobierno de Nairobi, algo que sí hizo el ejecutivo de Dar el Salaam.

“Me preocupa que esta idea de que nuestra piel es un talismán para hacerse rico y de que partes de nuestro cuerpo sirven para curar el sida cruce la frontera y se expanda por Kenia”, continúa.

Que haya quienes creen que los albinos pueden tener algún poder para terminar con el HIV resulta paradójico en el caso de Wycliffe, según delata el “Cuaderno de vida” que yace sobre la angosta mesa que recorre de un lado a otro la chabola en la que pasa las horas junto a su mujer, Phoebe, y sus dos hijas: Mary Ann, de dos años, y Grace Amondi, que acaba de cumplir seis.

“Mi vida no ha sido sencilla. Desde que nací lucho contra la discriminación. Sonrío, hablo, me hago amigo de las personas para demostrarles que soy igual que ellas, que no tienen nada que temer, que por ser albino no soy más débil ni menos trabajador. Por eso todo lo que ha pasado en Tanzania es tan negativo. Alimenta unos mitos sobre nosotros que si se propagan nos pueden llegar a costar la vida”.

(Foto: HZ)

Continúa…

¿El final del barrio de chabolas más grande de África?

A lo largo de los años hemos seguido en este blog la vida en Kibera, el barrio de chabolas más grande de África. Hemos conocido la peripecia vital de Patrick Kimawachi y de la fallecida Sharon Kayalo, ambos protagonistas del documental Villas Miseria.

También estuvimos allí cuando se desató la violencia postelectoral en 2008 y las callejuelas de este asentamiento marginal situado en las inmediaciones de Nairobi se convirtieron en un campo de batalla.

¿Por qué tanta atención a Kibera? En primer lugar por una cuestión práctica: Nairobi es nuestra base en África, a la que volvemos una y otra vez para dirigirnos a Ruanda, Congo, Uganda o Sudán. En segundo lugar, estamos convencidos de que buena parte de los desafíos sociales del siglo XX pasarán por estos asentamientos, ya que más de mil millones de personas viven en ellos. Por último nos han empujado a volver a Kibera las amistades que allí hemos forjado.

Viviendas dignas

La llegada al gobierno de Raila Odinga prometía cambios para Kibera, pues el candidato lúo del OMC se presentaba a las elecciones por el distrito de Langata, en el que se encuentra el barrio de chabolas. Hasta el momento se habían proyectado y publicitado innumerables proyectos de desarrollo que nunca llegaban a hacerse realidad para esta barriada ausente de servicios regulares de electricidad, agua corriente o saneamientos.

El pasado 16 de septiembre – cuando nos disponíamos a partir hacia Sudán – la historia de Kibera dio un giro sin precedentes: 1.300 de sus residentes fueron llevados a apartamentos construidos por el gobierno. Las imágenes de los habitantes del barrio cogiendo sus pertenencias y dejando atrás las casetas de adobe y chapa – que excavadoras destruyeron a las pocas horas para evitar que otras personas las habitaran -, abrieron los telediarios en Kenia.

Los afortunados, que dejaron atrás la subsistencia entre las montañas de basura y los flying toilettes, moraban en la zona llamada East Soweto. En los edificios a los que se han mudado pagan cinco euros al mes por el alquiler de una habitación, cuatro por la electricidad y dos por el agua (en lo referido a la vivienda, precio similar al que pagaban por las chabolas).

El camino equivocado

Si tomamos en cuenta que Kibera tiene 800 mil habitantes y que más de la mitad de la población de Nairobi malvive en un centenar de slums, las noticias que hace un mes saltaban a la prensa resultan no demasiado alentadoras.

Para Claudio Torres, arquitecto chileno formado en Italia y una referencia en asentamientos marginales, las razones para no mostrarse demasiado optimista son otras.

“No se está yendo a la raíz del problema que es la falta de oportunidades en el campo. Cada vez que mejoras la vida de alguien en la pobreza abres la puerta para que lleguen otros a ocupar su lugar. Por cada persona que sacas de Kibera hay colas de personas esperando para ocupar su sitio”, sostiene Claudio, que dirige un proyecto de desarrollo en el slum de Mathare – bastión hasta 2007 de la secta mungiki – para la ONG Coopi.

“Para poner fin a esto o tienes mucho dinero o acabas con la corrupción”, prosigue. “Tienes que terminar con el gran negocio que son estos tugurios para los que alquilan las casas, para los que venden el agua, para los que venden el alcohol ilegal. La policía se lleva una buena tajada del negocio del changaá. En América Latina los pobres ocupan los terrenos para hacer sus tugurios, aquí los alquilan”.

“Lo otro que debes hacer es descentralizar, terminar con el atractivo de las grandes megalópolis. Tienes que hacer buenas carreteras, buenas comunicaciones. Tienes que fomentar el desarrollo de las ciudades pequeñas”, nos explica Claudio, al que vamos a ver mientras aguardamos en Nairobi a que nos den los permisos para viajar al campo de refugiados de Dadaab.

Kibera y la muerte de Sharon Kayalo

Conocí a Sharon Kayalo en junio de 2005. Conté su historia de enfermedad sostenida, perpetua, porque mostraba los efectos de las terribles condiciones de Kiberacloacas a cielo abierto, montañas de basura por doquier, ausencia de agua corriente, de luz, de asistencia sanitaria, de saneamientos – en una niña de cuatro años.

Pústulas en la piel, problemas de visión, respiratorios, infecciones en los oídos, que dificultaban su existencia cotidiana, que la privaban de poder asistir a la escuela.

Sharon Kayalo había llegado a Kibera, el barrio de chabolas más grandes de África, junto a sus padres al poco tiempo de nacer. La escasez de terreno para cultivar – algo que padecen de forma sistemática las nuevas generaciones de kenianos, pues las tierras se van parcelando de padres a hijos – los había empujado a abandonar la granja familiar en Kisumu y partir hacia Nairobi en busca de una oportunidad de progreso.

Una historia que se repite no sólo en este país, sino en buena parte del mundo en desarrollo, desde hace décadas. Se estima que en este momento, una sexta parte de la humanidad, más de mil millones de personas, subsiste en estos espacios marginales, que crecen asidos a las grandes ciudades.

La primera en morir fue la madre de Sharon, como consecuencia del VIH, que portan el 30% de los habitantes de Kibera. Su padre se casó con Philis, que estaba a cargo de Sharon cuando la conocí en 2005, y que se lamentaba de no contar con dinero para poder llevar a la niña al hospital.

El año pasado, durante los enfrentamientos postelectorales entre los seguidores de Mwai Kibaki y Raila Odinga, el padre de Sharon murió y ella huyó de regreso a la granja familiar en Kisumu, ya que Kibera se había convertido en campo de batalla entre los kikuyus y los lúos. En este blog seguimos a Philis en el viaje que realizó junto a Patrick Kimawachi a través de Kenia, aún sitiada por la violencia, para reencontrarse con la niña.

Esta mañana, mientras espero el vuelo que me llevará al Congo, he vuelto a Kibera para visitar a mi buen amigo Patrick Kimawachi y averiguar cómo estaba Sharon. Philis me dio la noticia de que murió hace tres meses debido a las enfermedades, aunque lleva tiempo ya recibiendo atención médica.

Sharon es una de las protagonistas de Villas Miseria, el documental que estreno el 5 de octubre. A su memoria estará dedicado. Comparto esto con vosotros sólo porque otros cuatro protagonistas del mismo fallecieron desde que empezara el rodaje en 2005 (entre ellos Dipti Porchás, cuyo testimonio también ofrecimos en este blog).

Comprobaciones con nombre propio y apellido de que esa otra guerra, la que tres mil millones de personas emprenden cada día contra la pobreza, también frustra sueños y anhelos, también mata, aunque lo haga de forma más silenciosa.

(Fotografías: HZ)

En busca de Sharon a través de Kenia

Cierro las crónicas sobre Kenia con la excelente noticia del acuerdo entre Raila Odinga y Mwai Kibaki para crear un gobierno de reconciliación nacional.

No ha sido una negociación fácil. Ha estado plagada de zancadillas y tensiones, como las que constantemente ponía Martha Karua, miembro del PNU que se enfrentó ferozmente a Kofi Annan, con una formas y una intransigencia que le hicieron ganarse el odio de los lúo. Pero finalmente los líderes kenianos parecen haber rebajado sus aspiraciones de poder y haber elegido lo mejor para su país.

Será un camino infructuoso, con muchos desafíos, veremos si logran recorrerlo. Pero las expectativas resultan sin dudas alentadoras, según Odinga, en seis meses el país podría volver económicamente a la normalidad.

La historia de Sharon

Como colofón a la serie de testimonios recogidos en Kenia, recupero la historia de Sharon, una niña que sufrió en primera persona las consecuencias de la violencia que dejó más de mil muertos y unos 300 mil desplazados.

Sharon vivía en Kibera, uno de los barrios de chabolas más grandes del mundo, y epicentro en la capital keniana de la lucha entre los kikuyus y los lúo.

Fue justamente por este asentamiento plagado de techos de chapas y casetas de chapa, madera y cartón, que Odinga, el candidato del ODM, se presentó a las elecciones del 27 de diciembre que el presidente Mwai Kibaki, por su poder sobre la comisión electoral, manipuló para perpetuarse al frente del Ejecutivo.

A Sharon la conocí hace cuatro años en Kibera, ya que es uno de los lugares que visito cada vez que desembarco en Nairobi, ciudad a la que suelo viajar con asiduidad pues es la base insoslayable para luego partir hacia destinos como Etiopía, Sudán o Uganda.

Seguí su historia porque la pequeña, que por aquellos tenía cinco años, estaba constantemente enferma. Todo un reflejo de lo difícil que es salir adelante en un ambiente tan hostil como el de Kibera, ausente de saneamientos, de agua corriente, plagado de basura.

Su madre había muerto. Su padre, desempleado, hacía lo posible por cuidarla junto a su nueva esposa. Aunque la ausencia de recursos dificultaba que pudieran darle los alimentos y medicamentos que la niña necesitaba.

Hacia la frontera con Uganda

Apenas regresé a Kenia para seguir de cerca los enfrentamientos post electorales, fui a ver al pastor Patrick Kimawachi, que se dedica en Kibera a velar por los niños huérfanos del sida y cuya labor podéis conocer a través del primer capítulo de la serie Un día más con vida.

Los vecinos nos contaron que el padre de Sharon había muerto y que su casa había sido quemada durante las luchas con arcos, flechas y machetes. La pequeña había huido junto a su madrastra hacia la aldea de la que era originaria.

Le pedí a Patrick que me acompañara a buscarla. Saqué los pasajes. Lo llamé a última hora de la noche. Y a las seis de la mañana nos encontramos en el aeropuerto Jomo Kenyatta de Nairobi.

Era la primera vez que Patrick, que por decisión propia había decidido pasar la mayor parte de su vida junto a los pobres de Kibera, viajaba en avión. Ante las máquinas de rayos equis y los chequeos de seguridad se enfrentó con cierta perplejidad. Nada ayudado por mis constantes pedidos a que se diera prisa, pues se había hecho tarde y podíamos perder el vuelo (en la puerta se había encontrado con un amigo de Kibera con el que se había dedicado a conversar durante un buen rato).

En el avión no tuvo miedo. Al contrario, observó maravillado el valle del Rift, que se desplegaba espléndido a nuestros pies. Y luego, el vasto espejo de agua que da vida al lago Victoria, pues nuestro viaje nos conducía hacia la frontera con Uganda. En una aldea perdida en la provincia Occidenal se suponía que estaba Sharon, cuyo estado de salud, según nos habían dicho, se había deteriorado notablemente.

A lo largo del vuelo, yo oscilaba entre la fascinación de ver a Patrick allí en la ventanilla, deslumbrado como un niño, y la incertidumbre de no saber cómo se encontraría Sharon. Otra de las tantas víctimas inocentes de la violencia en Kenia.

Continúa…

Marcados para morir en Nairobi

Primera mañana en Nairobi. Me dirijo a Kibera, el barrio de chabolas más grande del mundo, y uno de los epicentros de las luchas tribales en Kenia.

Desde las negociaciones del pasado viernes entre Kofi Annan, el presidente Kibaki y el líder de la oposición Odinga, la violencia parece haberse moderado en la capital. Sin embargo, los enfrentamientos continúan en el resto del país. Durante el sábado y el domingo, setenta personas fueron asesinadas.

Mi buen amigo Patrick Kimawachi – al que podéis conocer mejor en este vídeo -me conduce por las zonas de Kibera que a lo largo del pasado mes se convirtieron en un campo de batalla. Casas quemadas, terrenos baldíos. “Hasta hace dos días usaban machetes, tiraban con arcos y flechas que compraban a los masai”, me comenta.

La tensión se hace tangible en el ambiente, en las familias que aprovechan esta precaria paz para recoger sus pertenencias y partir, en las miradas que se cruzan, en algunos comentarios que nos hacen al caminar.

La última noticia, que nos dan en la puerta de un garito de mala muerte llamado “Ghettos Bar”, es que esta mañana varias casas han amanecido marcadas. Dicen que son en represalia por una serie de hurtos que tuvieron lugar ayer. Y que los habitantes de estas moradas, o se marchan inmediatamente, o está noche “serán colgados”.

Seguimos las indicaciones hasta el grupo de casas marcadas, que se encuentran en lo alto de Soweto, uno de los tantos barrios que conforman este asentamiento de techos oxidados y paredes de chapa y madera, que es Kibera.

Al conocer la noticia, Verónica Aoko, de 61 años de edad, ha venido corriendo, pues tres de las viviendas señaladas son de su propiedad. “Ahorré toda la vida para construirlas, y ahora las alquilo a tres familias. Si esta noche las queman, me quedaré sin nada”.

No sabe quiénes han sido los que la han sentenciado, ni por qué razón. Tampoco entiende por dónde se colaron para dibujar con tiza esa suerte de “v” ominosa. “La verja estaba cerrada, la han tenido que saltar”, explica.

Mary, su inquilina, recoge ya sus cosas, como tantos otros kenianos lo han hecho en estas semanas. Su marido, que había vuelto a la aldea de la que son originarios, ahora no puede regresar. “Pasaré la noche en una iglesia, y después veré qué puedo hacer”, afirma.

No sé si las amenazas se llevarán a cabo o no. Patrick me dice que es la primera vez que sabe de un incidente de esta clase, pero está convencido de que si no parten, esta noche colgarán a los habitantes de las casas. Lo que sí resulta evidente es que la estrategia del miedo, del horror, continúa latente, aunque de forma más silenciosa, subterránea. Mañana volveré a Kibera para ver qué ha sucedido.

Nos despedimos de Mary y Verónica en la puerta de su casa. “Ojalá todo esto termine pronto, no podemos vivir de esta manera”, señala esta última.

Las casas de sus vecinos también están marcadas. Muchas con una “v”, pero algunas con la letra “o”. Los habitantes de estas últimas parecen tranquilos.

“Son kikuyus”, me explica Patrick, “mientras que Mary y Verónica pertenecen a los lúo”.

Otro domingo de alcohol y plegarias en Kibera

Situado en la periferia de la ciudad de Nairobi, Kibera es el barrio de chabolas no sólo más vasto y superpoblado de África, sino del mundo. Se estima que el 33% de sus 800 mil habitantes es portador del virus del VIH.

Las condiciones de vida en Kibera son paupérrimas. Precarias casetas hechas de chapa y madera, carentes de saneamientos, montañas de basura que se acumulan por doquier y que favorecen la propagación de enfermedades infecciosas.

Lo primero que sorprende al llegar a este asentamiento marginal, además de descubrir el incandescente reflejo del sol en su encrespado mar de techos de lata, es el acusado e insoslayable olor a heces una vez que ya te has sumergido en sus sinuosas callejuelas. Al carecer de lavabos la gente hace sus necesidades en bolsas de plástico y las arroja por las ventanas. Los famosos “flying toilettes”.

Hoy es domingo en Kibera. No el mejor día para venir con la cámara, ya que la gente permanece ociosa en la calle y las huestes de niños te siguen gritándote una y otra vez “muzungu”, “muzungu” (que en suahili quiere decir “hombre blanco”), o repitiendo en forma de ráfagas, como si fuera una sola palabra: “how-are-you!”, “how-are-you!”. A lo que no tiene mucho sentido que te molestes en responder “fine, thank you”, porque no saben qué quiere decir.

Se nota que es domingo en Kibera porque las familias se han puesto sus mejores galas para ir a la iglesia. A pesar de la mugre y el olor pestilente, logran permanecer impolutos hasta que entran al servicio devocional y comienzan a orar. En este barrio de chabolas no hay cloacas ni sistema de alumbrado, pero sí hay cientos de templos, de todas las confesiones posibles. Cada tres casetas de chapa, una tiene un cartel en el que se anuncia como la “casa de Dios”.

Cada vez que paso por Nairobi vengo a visitar a Patrick Kimawachi, un gran amigo, por el que siento una honda admiración. Pastor evangélico, proveniente de la región oriental de Kenia, llegó a Kibera hace 17 años para velar, junto a su mujer Atlight, por los niños más postergados. En su mayoría, huérfanos del sida.

Aunque soy un ferviente ateo, me sumo al servicio dominical de Patrick. Y lo cierto es que resulta ser siempre una experiencia estimulante, ya que no se trata de un rito solemne y denso como el de la misa católica, en el que uno habla y los demás escuchan. Aquí todos participan, cantan, bailan, toman la palabra. Hasta a mí me piden que pase al altar y diga algo. Como en las anteriores ocasiones en las que he estado aquí – que ya suman una docena en los últimos dos años -, les doy las gracias por abrirme las puertas de su vida, y por el ejemplo de resistencia y dignidad que me dan en medio de la miseria más absoluta.

Después, almuerzo junto a Patrick y su familia. Sus hijos están cada día más grandes, así como la treintena de niños que conforman el hogar. Nueva adquisición de la familia: un gato. “Para que se coma a las ratas”, me confiesa Patrick. Inmersos en la penumbra de su chabola, sofocados por el calor, comemos las patatas con repollo que ha cocinado Atlight. El olor a heces y basura nos acompaña en todo momento.

Una de cada tres casas en Kibera es una iglesia. La siguiente es una peluquería, donde las mujeres pasan horas haciéndose sus intrincados peinados. Y la tercera es un bar de alcohol ilegal. Estos últimos, los domingos están desbordados de clientes que se apretujan para consumir buzaá, la cerveza ilegal que fabrican en las calles a base de maíz tostado. Sus resultados se ven en las aceras, que suelen estar tapizadas de hombres de ojos rojos, ebrios.

“La gente necesita escaparse de la pobreza”, me explica Patrick. “El 90% va al bar, y el 10% viene a la iglesia”. Mi parte non sancta, mi pequeño demonio interior, tira de mí. Me despido de Patrick y de sus niños. Y, una vez más, termino en el Vision Club, compartiendo una lata de buzaá junto a viejos amigos: John, Terence, Aleluya. Pasan los años y siguen aquí, asidos a su ronda diaria de cerveza prohibida. Riendo, cantando, para olvidarse del profundo olor a mierda que nos rodea.