Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Apuntes del país más miserable del mundo

De todos los países desde los que he escrito este blog, la República Democrática del Congo es en el que más tiempo he pasado. Una nación tan vasta como caótica e ingobernable. Paradójicamente, rica como pocas en su subsuelo. Y ya, de manera oficial, la más pobre del planeta. Merecedora del último puesto del nuevo Índice de Desarrollo Humano de la ONU.

Soldados del Ejército del Congo en patrulla en minas de coltán en Maroc, Kivu Sur. Foto: Hernán Zin.

Soldados del Ejército del Congo en patrulla en minas de coltán en Maroc, Kivu Sur. Foto: Hernán Zin.

Paupérrima, sobre todo en la zona oriental, en la región de los Kivus, epicentro de la guerra que costó la vida a más de cinco millones de personas – la mayoría murió no por la violencia sino por el hambre – y escenario habitual de las historias que tantas veces he plasmado en estas páginas.

Pero no se trata de una pobreza evidente como aquella ciudad de Calcuta en la que viví a principios de los noventa. No hay gente famélica, mendigando, enferma, tirada en las calles. De tierra roja, montañas coronadas siempre por nubes y magníficos lagos, las provincias de Kivu Norte y Kivu Sur resultan a primera vista deslumbrantes, como también lo son las provisiones de sus minas de oro, diamantes, coltán o casiterita.

El aspecto general de las ciudades y los pueblos es humilde pero sin acercarse de lejos a las estampas infernales de niños harapientos, montañas de basura y barrios de chabolas de tantos lugares del mundo como los que retraté en el documental Villas Miseria. Inclusive Kadutu, que es la barriada más grande Bukavu, goza de cierto orden y limpieza.

Miseria subyacente

Aunque no destaca en el primer encuentro, la pobreza en la RD del Congo existe, de eso no hay dudas. Se vislumbra en los trajes apolillados que usa la gente; en esos mercados callejeros en los que quizás en un puesto alguien tiene como toda mercadería apenas cinco tomates; en las carreteras sin asfaltar y los edificios públicos que se caen a pedazos.

Recuerdo que tomé conciencia de la dimensión de la ausencia de recursos entre la gente común del Congo cuando seguí de cerca a Vumilia Balangaliza, mujer víctima de la guerra, cuya historia conté en este blog en 2008, 2009 y 2010 (fallecería en 2011). Difícil olvidar que el almuerzo que preparaba a sus niños cada día no consistía más que en un puñado de alubias colocadas en un cuenco con agua fría.

Rapiña propia y vecina

Desde tiempos de Leopoldo II, la historia del vasto territorio que recorre el río Congo es esa para la población local: la de un rancio plato de alubias contra un paisaje tan extraordinariamente bello como generoso. El rey de Bélgica provocó la muerte a más de diez millones de congoleños mientras decía que estaba brindando ayuda humanitaria. Lo único que le interesaba era la extracción del caucho de un territorio que le había sido entregado por la Conferencia de Berlín a título personal.

Conguito minero

Después vino Mobutu Sese Seko, cabeza de una cleptocracia feroz, que llegó al poder tras el asesinato de Patrick Lumbumba por orden de la CIA. Uno de los hijos de Mobutu manejaba su Ferrari por el aeropuerto de Kinshasa, pues no había otra ruta pavimentada, mientras la gente de a pie malvivía en la indigencia. Eso lo dice todo sobre un regimen que mantuvo al país en el atraso más absoluto y en una corrupción crónica que aún continúa a todo nivel de la administración pública.

«Les petites Mobutus», bauticé en este blog hace cuatro años a esos policías y funcionarios que a todas horas y por las más peregrinas de las razones, nos querían sacar dinero. Para mordernos como fuera. Alguna que otra vez, inclusive metiéndome en prisión. Un cáncer, sin duda, para la sociedad congoleña.

Tres años antes de que Mobutu dejara el poder para terminar enterrado en Marruecos, el genocidio de Ruanda traspasó las fronteras del Congo sumiéndolo en un conflicto armado que en dos fases duraría hasta 2003.

Hecho este que abriría también la veda a las naciones vecinas para disputarse los recursos de los Kivus, lo que generó una guerra de baja intensidad llevada a cabo por milicias – FDLR, Mai Mai, CNDP ahora transformado en M23 – que se dedican a expoliar los minerales de la zona y que suelen emplear la violación como método de control de las poblaciones locales.

La mano del hombre

Originario de Calcuta, el premio nobel de economía Amartya Sen sostuvo en algunas de sus obras capitales que las grandes hambrunas del siglo XX no han sido consecuencias directas de la naturaleza, pues se contaba con recursos suficientes para alimentar a la población, sino de la acción del hombre, tanto la especulación con los precios como la violencia.

La República Democrática del Congo, que se estrena en el último puesto del famoso índice del PNUD, parece ser el ejemplo por antonomasia. Un plato de alubias frente a un paisaje extraordinario, que nos recuerda también que si bien hay partes de África que están experimentando un deslumbrante crecimiento, hay otras que siguen varadas en la perversa lógica de tiempos pretéritos.

La latinoamericanización de Argentina

Es un concepto que empleaban algunos de los profesores que tuve en la universidad, a principios de los años 90, para referirse a las consecuencias futuras del programa de ajuste estructural que el gobierno del presidente Carlos Menem comenzaba a aplicar a través de privatizaciones, reducción de aranceles a las importaciones, y el mantenimiento por ley de la paridad entre el dólar y el peso.

Hablaban de “latinoamericanización” porque ya vislumbraban que el resultado de la aplicación acelerada y poco honesta de ese programa de corte netamente neoliberal arruinaría a la industria, haría desaparecer el Estado de bienestar y haría naufragar a la clase media. Y si algo había diferenciado a Argentina durante décadas de sus vecinos en la región había sido justamente su clase media emprendedora, abierta al mundo, instruida.

Empleaban este neologismo no como una forma de despreciar a las culturas autóctonas, sino para referirse el mayor defecto de la región: la injusta distribución de la riqueza, que hace que aún hoy la brecha entre ricos y pobres sea más grande aquí que en África.

La voracidad de las élites locales del subcontinente, que cegadas muchas veces por el racismo o por una falsa creencia de pertenencia a Europa y EEUU, nunca entendieron la importancia de compartir los recursos con los sectores más postergados, tanto fuera a través del pago de salarios justos, del reconocimiento de derechos laborales básicos, de la universalización de la educación. En definitiva, del respeto elemental a la dignidad del otro.

Argentina había sabido ser distinta. Mi partida del país en 1994, a los dos días de haber terminado la carrera, hizo que fuera un testigo distante, aunque nunca indiferente, de la transformación impulsada por el menemismo, que muchos sostienen que fue una continuación del programa aplicado por el ministro Martínez de Hoz en tiempos de la dictadura militar de Videla. Desde niño había soñado con viajar y escribir. Y así lo hice durante cinco años en Asia y en la última década también en África, aunque ya desde Madrid.

El 10 de diciembre comenzamos una serie de reportajes sobre la violencia en Argentina. Describimos y analizamos fenómenos como el aumento de la pobreza, el crecimiento de las barriadas marginales y el surgimiento de economías informales como La Salada. Fenómenos que parecen tener relación directa con aquel proceso de “latinoamericanización”.

He leído en estos meses algunos libros que me han ayudado a comprender mejor lo sucedido en Argentina (fragmentos de los cuales publicaré en la próxima entrada), pero que no me han dado las claves para responder quizás a la más crucial de las preguntas: ¿Por qué esa clase media que mencionábamos al principio recién salió con sus cacerolas a la calle en 2001?

Sin embargo, el interrogante que más me persigue es con respecto al futuro, en especial al observar el progreso de países vecinos como Brasil y Chile. ¿Cómo puede hacer la Argentina para revertir el proceso que hizo que en las últimas tres décadas los ricos se hicieran treinta veces más ricos y los pobres treinta veces más pobres?

Foto: Isla Maciel, Buenos Aires (HZ)

Insomnio bengalí

No sé si es la edad, pero cada día me cuesta más adaptarme a los cambios de horario. Las primeras noches en Kabul, durante el mes de junio, las pasé insomne. En el Congo no tuve problemas, pues la diferencia con España es mínima.

Pero aquí, en la India, otra vez me encuentro a mí mismo con los ojos abiertos como platos hasta que la luz empieza a clarear en la ventana, los cuervos vuelven a desquiciar al personal con sus graznidos y los niños que trabajan en una lavandería vecina se acuclillan a aporrear acompasadamente la ropa contra el suelo.

Terminado el libro de John Le Carré que algunos de vosotros me habéis recomendado, una forma amena de conocer la realidad de los Kivus, busco alguna lectura que me ayude a matar las horas de este tedioso insomnio bengalí.

Los intelectuales

Mientras que el resto de los huéspedes duerme, camino en la penumbra hasta las estanterías polvorientas del decrépito caserón que da vida al hotel Fairlawn, donde me seduce una obra titulada “An Urban Historical Perspective for the Calcutta Tercentenary”. Se trata de una compilación de ensayos de intelectuales locales sobre la historia de la ciudad.

El debate sobre si se puede contemplar a Job Charnok, el comerciante inglés que llegó aquí en 1690, como el «padre» de la urbe, abarca no pocos folios. ¿No llegó en realidad en 1658? ¿No había aquí aldeas autóctonas cuando arribó? ¿Por qué considerar a otro invasor foráneo, como lo fueron antes los mogoles, fundador de Calcuta?

Pero lo que más sorprende del repaso a los 300 años de vida de esta ciudad de 13 millones de habitantes es que en ningún lugar se hace mención a lo que, al menos a los extranjeros, mayor consternación causa: la miseria. Como tampoco a sus antecedentes más dolorosos: la hambruna bengalí de 1943, por ejemplo, que causó cuatro millones de muertes (en octubre de aquel año se levantaron ocho mil cadáveres de las aceras).

En contrapartida, sí se lanzan interminables loas a su vida cultural. “Lo que Calcuta primero piensa, después lo hace la India”, afirma con orgullo uno de los autores. “Y los intelectuales debemos asegurarnos de que esto siga siendo así”.

Cierto es que se trata de la cuna cultural del premio Nobel de literatura Rabindranath Tagore, o del magnífico cineasta Satyajit Ray, y que no faltan salas de teatro o de música. Pero cuando sales de escuchar un recital en el Kala Mandir, inevitablemente te encuentras con familias harapientas en las aceras que, dando pasos a un lado y otro, debes esquivar.

Economía de mercado

Paradójicamente, en esta ciudad orgullosa de ser comunista, famosa por sus bandth (huelgas generales), ha sido el desembarco de la economía de mercado en los años noventa, de los empredimientos de los Tata y los Birla, la que le ha comenzado a transformar su aspecto, y no la obra de tantos intelectuales marxistas.

Aunque en esencia, nada ha cambiado: la gente pobre continúa muriéndose en la puerta de los hospitales, las familias siguen tapizando las calles, las condiciones de vida en los barrios de chabolas, tan brutales e inhumanas como siempre.

Quizás haya que esperar más tiempo para que la riqueza se filtre a los estratos olvidados. Quizás se trate de una tarea imposible: brindar cobijo a las riadas de miserables que llegan en busca de una oportunidad de progreso.

Por ahora, los pobres siguen naciendo y falleciendo en las aceras, aunque eso sí, de fondo tienen un anuncio a todo color de vacaciones en las Maldivas, un bonito coche japonés con los cristales tintados, o los televisores de plasma de los nuevos centros comerciales que aquí se inauguran casi a diario. Incluido aquel, situado en el barrio de Salt Lake, del que dicen con orgullo que es el “más grande del sur de Asia”.

Asunte gana veinte euros al mes en Kenia (y trabaja doce horas al día)

Generosas avenidas arboladas, centros comerciales, bancos, coches y restaurantes de lujo. Situada a 1.500 metros por encima del nivel del mar, Nairobi es una las ciudades más prósperas del África oriental.

Hogar de las elites gobernantes y empresariales kenianas. Centro de operaciones de las organizaciones humanitarias que trabajan en Sudán y Somalia. Punto obligado de paso de los turistas que se dirigen a disfrutar de la flora y fauna de zonas protegidas como Masai Mara.

Pero también es una urbe de hirientes contrastes. El 60% de los habitantes de la capital de Kenia, vive en barrios de chabolas. Más de dos millones de personas que han llegado huyendo desde las regiones postergadas de este país, empujadas por la falta de tierras para cultivar, por la ausencia de posibilidades laborales.

Esas personas que cada mañana parten a pie de barrios de chabolas como Kibera para dirigirse a sus puestos de trabajo en el centro de la ciudad. Camareros, recepcionistas de hoteles, guardias de seguridad, empleadas de hogar, jardineros…

Una marea humana irrefrenable, que lucha por progresar, que hace verdaderos malabarismos para mantenerse aseada a pesar de la falta de agua corriente, de lavabos, de luz; que al alba avanza por las calzadas de tierra rodeadas de míseras casetas de chapa y cartón, y que en el trayecto se van convirtiendo en aceras de grandes baldosones coloniales, en arterias pobladas de coches y flanqueadas por imponentes edificios.

La historia de Gregory

Como Gregory, el joven de 22 años que se levanta cada día a las cuatro y media de la mañana para entrar al trabajo de guardia de seguridad en la décima planta del Hotel 680.

Un empleo aburrido, tedioso, cuyas horas intenta matar con los periódicos del día anterior que recoge de las habitaciones de los huéspedes que ya se han ido (porque no puede darse el lujo de pagar los 35 chelines que cuesta el Daily Nation, el equivalente a 35 céntimos de euro).

Al regreso de cada viaje por Kenia lo encuentro allí. Hablamos de la realidad del país. Me cuenta que tiene dos hijas. Y que gana 4.000 chelines (40 euros) al mes, de los que gasta 2.000 chelines (20 euros) en transporte y 1.000 chelines (10 euros) en el alquiler de la mísera caseta en la que vive junto a su mujer.

«Para pagar la cuota de la escuela, que me cuesta 150 por niña, y para la comida, sólo me quedan 1.000 chelines«, afirma, sentado en esa descalabrada mesa de madera en la que se le va la vida. «Con mi mujer ahorramos todo lo que podemos, pero con esto de la violencia los precios están subiendo y no sabemos qué vamos a hacer».

Gregory, que viene de la región de Kisumu, entra a trabajar a las seis de la mañana y sale a las seis de la tarde. Tiene media hora para comer. Y sólo goza de cuatro días libres al mes. Una vida de esfuerzo y sacrificios por un escueto beneficio de 10 euros.

A pesar de todo, Gregory no se queja. Al verme cada mañana, sonríe. Quiere saber a dónde me dirijo. «¡Kisumu!», exclama sorprendido. «Eso sí que debe estar mal».

Cuando le pregunto que espera para el futuro, me responde: «Ahora la cosa está muy difícil, pero cuando se calme y vuelvan los turistas, buscaré otro empleo. En algunos te pagan hasta 6.000 mil chelines«.

Asunte, aún menos

Pero 4.000 chelines, aunque parezca una burla, no es el sueldo mínimo en Kenia. El salario más bajo en esta parte del orbe, que ganan las asistentas domésticas, es de 2.000 chelines (20 euros). Como Asunte, la compañera de Gregory, que limpia las habitaciones y que sufre un horario igual de abusivo.

Durante las noches, la música del bar Simmer’s, que está situado a las puertas del Hotel 680, me despierta una y otra vez. Abro la ventana. Miro el reloj. Fumo.

A través de las ventanas de los edificios de oficinas veo a tantos guardias de seguridad que intentan conciliar el sueño en las posiciones más inverosímiles. Muchos tienen otros empleos, por lo que, en realidad, este es su único momento de descanso.

En medio de la noche vislumbro sus vidas como una continua y borrosa vigilia. Aburrida, repetitiva hasta el paroxismo, agotadora. Por supuesto que son libres de hacer lo que quieran, como señalaría Sartre, pero el perverso sistema que los atrapa, que tan poco consideración muestra por su destino, es tan abusivo que no sería descabellado llamarlo «esclavista».

Y mientras escucho esas machaconas melodías congoleñas que hacen bailar a los trasnochados del Simmer’s, me pregunto por qué los empresarios de este país no pagan mejores sueldos a sus empleados, por qué razón los obligan a llevar esas existencias tan apretadas y carentes de horizontes, tan de mierda, para ser claros.

Abriendo un poco la lente, me pregunto también por qué nos empeñamos en construir realidades así de injustas, por qué no comprendemos que nuestros destinos están íntimamente unidos. Erigir el propio bienestar en base a la desgracia ajena, además de inmoral, resulta un gravísimo error.

Como me decía mi buen amigo Patrick Kimawachi, intentando explicar la violencia en Kenia: «La gente está cansada de abusos, de explotación. Y lo peor de todo es que no tiene nada que perder«.

Ser pobre en Kenia: ¿cuánto gana Gregory?

Al repasar buena parte de los titulares de la prensa internacional, la impresión que le puede quedar al lector es que lo que ha sucedido en Kenia desde las fallidas elecciones del 27 de diciembre, se reduce a otro “enfrentamiento tribal” en esa África que vemos como un conjunto homogéneo, como una entidad única y coherente, cuando se trata sin dudas de la región culturalmente más diversa y compleja del planeta.

Otra consecuencia de la división arbitraria del subcontinente realizada por los poderes coloniales, que hace que sistemáticamente los grupos tribales colisionen.

Pero lo cierto es que se trata de un “análisis” simplista, reduccionista, como los que África sufre una y otra vez.

La pobreza como razón

En estas semanas de recorridos por las zonas más afectadas de Kenia, la única certeza que albergo es que la gente quiere vivir en un Estado justo, que respete sus derechos, que le asegure los servicios mínimos y que le permita prosperar.

Claro que la violencia se artículo en forma partidista, tribal, y en muchos casos resultó premeditada y manipulada, pero se trata apenas de la superficie del problema, la punta del iceberg. Era la percepción que tenía antes de partir hacia Nairobi, y que he confirmado en cada conversación que he mantenido, ya fuera con taxistas, maleteros, recepcionistas, vendedores, camareros.

Por eso se levantaron al alba el pasado 27 de diciembre. Por eso hicieron colas durante horas para votar. Querían un cambio político, querían contar, decidir. Un cambio que el presidente Mwai Kibaki les arrebató.

Una mera cuestión de sentido común: allí donde mis pasos me llevan desde hace años, ya sea en Asia, América Latina o África, lo que descubro una y otra vez es a millones de personas atrapadas en la miseria, víctimas de la explotación de sus elites económicas, del abuso de los sátrapas que los dirigen, y de las empresas y gobiernos extranjeros que casi siempre anteponen sus propios intereses.

Meros figurantes

Aunque mucho menos que sus vecinos del África Oriental, Kenia es de todos modos un país de contrastes desgarradores, que muchas veces pasan desapercibidos para el turista que llega al hotel Stanely, toma un café en la terraza del Oak Tree, cena en el restaurante Carnivore, va a las tiendas de souvernirs, y parte raudamente al safari de rigor en Masai Mara. El 50% de la población, 16 millones de personas, subsiste por debajo de la línea de la pobreza.

Nairobi es una ciudad de contraluces sociales hirientes, en las que te encuentras por las calles todoterrenos Hummer – que se han puesto de moda en esta parte del mundo – al tiempo en que el 60% de la habintantes de la capital keniana malvive en barrios de chabolas como Kibera o Mathare, casi siempre sin agua corriente, electricidad o saneamientos.

En los lujosos restaurantes de Westland, los empresarios y políticos locales, los llamados wabenzi – porque conducen Mercedes Benz, muchas veces de oscuro proceder, como sus fortunas – se juntan para comer sushi, tapas españolas o pollo tandori, atendidos por camareros, guardias de seguridad o cocineros que ganan miserias, que ven cómo la tan cacareada prosperidad de Kenia, supuesto modelo de riqueza y desarrollo para la región, no los afecta, no los toca.

Es más, los insulta, los ignora, los sitúan en la más absoluta invisibilidad, como meros figurantes de una realidad suntuosa, placentera, de la que no forman parte.

¿Cuánto gana Gregory?

Y poco un ejemplo en primera persona: Gregory Masante, el guardia de seguridad de la décima planta del hotel 680, la base que mantengo en Nairobi mientras me sumerjo en otras zonas del país. Un ejemplo interesante, que no es el de el caso extremo de hambre y marginación de quien pueda encontrarse en Kibera, sino del ciudadano medio keniano.

Cada vez que regreso de un viaje, Gregory, que tiene 22 años, continúa allí sentado, con su biblia junto al teléfono (en la que se lee escrita con boli la inscripción “Handle with care”). Al verme salir del ascensor, cargado de maletas, me dedica un sonriente: “¡Yambo!”. Y luego conversamos de los lugares en que he estado.

Otro contraste hiriente, que esta vez me tiene a mí como protagonista. Mientras mi vida transcurre por tantos escenarios y estímulos, la de este joven tiene siempre el mismo tedioso decorado, el mismo sueldo de hambre, los mismos horarios que no me animaría describir de otra forma más que de “esclavistas”.

¿Cuántas horas creéis que trabaja al día Gregory, que tiene dos hijos y vive a una hora del centro de la ciudad? ¿Cuál creéis que es el salario que pagan empresas como G4S a estos trabajadores? ¿Cuánto le queda de resto económico por su esfuerzo tras abonar el transporte en matatu, el alquiler y la escuela de sus hijos?

La respuesta, que mañana os daré, junto a otros testimonios de lo que significa ser un humilde trabajador en esta parte del mundo, creo que resume mejor la realidad de Kenia, y la de buena parte del planeta, que todos esos titulares y cables de prensa que insisten día tras día en el “odio tribal”.

Cartonero por un día junto a la extraordinaria «Loca» Elena

“¡Loca Elena!”, le grita un hombre mayor, levantando la mano en el aire, al verla pasar con su carro cargado de basura por las calles de la ciudad de La Plata. “¿Qué tal Loca Elena?”, le pregunta una mujer de rostro moreno que acomoda verduras en un puesto ambulante. Y a todos, Elena, la «Loca» Elena, les responde con una sonrisa entusiasta, sincera y ausente de dentadura.

He venido a la ciudad de La Plata a jugar a ser cartonero por un día. A seguir a esta mujer de 63 años, la Loca Elena, que lleva dos décadas viviendo de la basura. Desde que se ceba unos mates al alba entre las gallinas y los perros, hasta que se pone a clasificar los desperdicios que ha conseguido en el patio trasero de la chabola en que vive.

La he ayudado a descargar las bolsas llenas de desperdicios. He almorzado con ella las facturas (bollos) rancias y caducas que le regalan en una panadería.

A las cuatro de la tarde me he subido a su carro para partir rumbo a la ciudad en busca de papel, cartón, botellas y latas. Y os aseguro que la loca Elena es una mujer extraordinaria, que me ha deslumbrado por su sentido del humor, su generosidad y su pasión por la vida.

La violencia de la miseria

Y no digo esto de forma sesgada, tratando de mitificarla. Desde que hace 14 años vi en Calcuta cómo un hombre de la calle le partía una piedra en la cabeza a otro, tras una discusión a gritos por un trozo de acera en el que dormir, aprendí que no hay romanticismo en la pobreza, que los olvidados, los postergados, no son santos ni mártires como muchos intentan mostrar.

Sí es cierto que no deja de admirarme encontrar a personas que tienen la templanza y la fuerza para sonreír, para seguir adelante en medio de la mierda, y que tantas veces me han abierto las puertas de su casa, y me han ofrecido todo lo que tenían.

Pero las diferencias sociales son intrínsecamente violentas. Nada más agresivo que un coche de lujo que se para en un semáforo junto a un niño harapiento que no ha comido. Por eso la pobreza genera decadencia. Por eso en los barrios de chabolas abundan también las armas, los asesinatos, las drogas, las violaciones.

El mundo desde un carro de basura

Doña Elena Tassís, la Loca Elena como todos la llaman, me ha fascinado porque dice que “da gracias a la vida por lo que tiene”. “Yo tengo suerte, porque me dieron un carro, por eso cuando veo un pibe en bicicleta que está cartoneando sigo unas cuadras y le dejo las bolsas de basura a él. Yo puedo ir más lejos”, me explica.

Cuando le pregunto por qué no pide ayuda a sus hijos en lugar de salir a buscar desperdicios cada tarde a su edad y con el calor, me responde: “Tienen sus nenes, ¿cómo les voy a pedir que me den de comer? Soy yo la que tiene que darles una mano. Apenas regreso por la noche los pibes vienen corriendo. Siempre encuentro un juguete o una ropita. ¿Yo para qué las quiero?”.

También me sorprende su sentido del humor. A una vecina del barrio de chabolas le grita, señalándome, cuando pasamos con el carro: “¡Viste vos que no me querías prestar a tu marido, el novio que me conseguí!”. Y ambas se ríen a carcajadas.

Acompañarla me ha permitido asimismo sentir la forma en que muchos la miran cuando va con su carro cargado de basura por la calle. Un hombre nos siguió durante varias manzanas con su moto, hasta que me cansé y terminé por mandarlo al carajo.

Quería comprarme la cámara de vídeo con la que estaba filmando a Elena. “Dale boludo, pará, pará, que te pago en dólares”, me gritaba, tal vez deduciendo que era robada. “Lo que pasa es que con esa barba y ese pelo pareces un cartonero”, me dijo Elena, quitándole hierro al asunto.

El infranqueable muro de la miseria

Ahora he vuelto a casa. Tengo un corte en la mano de haber levantado una caja con papeles. Las uñas negras de suciedad. Y me pica todo el cuerpo. Creo que los bollos, atiborrados de dulce de leche, me han caído mal.

Acaba de comenzar a llover. Lo que me recuerda a los días del monzón en Calcuta, cuando salía con mi cámara a acompañar a la gente que vivía en la calle. Y luego, por la noche, me preguntaba con desazón cómo estarían haciendo para dormir bajo la incesante tromba de agua.

Creo que, a los que nacimos en el lado afortunado del mundo, no resulta imposible imaginar cómo es vivir en la miseria. Nos podemos acercar, podemos escuchar, pero las distancias son tan abismales, que la experiencia no pasa de un superficial vislumbre del horror de la marginación.

En una próxima entrada os contaré más sobre Elena. Pienso en el techo plagado de agujeros de su caseta. Me pregunto cómo estará sobrellevando el agua que se cuela entre las chapas y cae sobre su colchón renegrido, mientras me acuesto en mi plácida y limpia cama. Mientras todo el mundo a mi alrededor, en este acomodado barrio porteño, celebra y agradece que la lluvia se haya llevado el agobiante calor de enero.

«Los malos se organizan; los buenos siempre nos estamos preguntando qué hacer»

La extraordinaria labor de Margarita Barrientos en las chabolas de Buenos Aires comenzó a potenciarse y tomar notoriedad cuando Juan Carr, un reconocido activista social, empezó a brindarle apoyo.

Juan Carr es el creador de Red Solidaria, una ONG que brinda ayuda telefónica a gente en situación desesperada. Los voluntarios que allí trabajan orientan a estas personas. Intentan tranquilizarlas. Dirigirlas y acompañarlas hacia aquellas entidades que las puedan asistir.

Paso una tarde en la oficina de Red Solidaria. Suena el teléfono. Belén Quellet, responsable de la organización, lo coge y comienza a tomar apuntes en una libreta. Al otro lado de la línea se encuentra Rubén, un anciano que necesita urgentemente una prótesis de cadera pero que carece de dinero para comprarla. Belén le recomienda una serie de instituciones privadas con las que puede contactar para conseguir la prótesis y le explica de que forma en que debe dirigirse a ellas.

“Cuando una persona está pasando por una situación de angustia, en general no sabe a dónde tiene que ir. Contar con un teléfono en el que te orienten, en el que alguien te escuche al instante, en situaciones así ya es mucho. Te ayuda a calmarte, a ordenar las ideas, a comenzar a recorrer un camino”, afirma Belén.

Vuelve a sonar el teléfono. Ahora habla con María, una mujer que dirige un comedor infantil situado en la periferia de Buenos Aires. Se han quedado sin recursos para alimentar a los niños. Belén le dice que va a poner un anuncio en un periódico local pidiendo donaciones y que va a contactar con varios supermercados. A lo largo del día las llamadas se suceden. Como consecuencia de la crisis económica del 2001, el 52% de los argentinos se encuentra en la pobreza.

Experta en Relaciones Internacionales, Belén lo dejó todo para trabajar junto a la Madre Teresa en centros de India y Filipinas. En los diez años que lleva al frente de la Red Solidaria, ha recibido más de 250 mil llamadas gracias a las cuales han podido ayudar a pacientes con cáncer, enfermos de SIDA, escuelas rurales, personas que esperan ser transplantadas, comedores comunitarios y padres que perdieron a sus hijos.

Pero el objetivo último de Belén va más allá de la gestión diaria de esta ONG. Su meta es que la cultura de la solidaridad prospere entre los argentinos y que, ayudar al prójimo, se convierta en una suerte de acto reflejo. Para ello, no sólo ha conseguido que los principales periódicos del país creen clasificados solidarios, sino que da cursos en escuelas y ayuntamientos sobre la forma en que los vecinos pueden colaborar entre sí ante situaciones de crisis, y ha creado el primer postgrado universitario de su país sobre solidaridad.

Belén es una gran amiga, sin cuyos apuntes me hubiese costado mucho terminar la carrera, y con la que coincidí también en la India. Un día me dijo una frase antológica, imposible de olvidar: «La diferencia está en que los malos rápidamente se organizan. Ponen en marcha guerras, negocios fraudulentos. Mientras que los buenos siempre nos estamos preguntando qué vamos a hacer«.

Desembarco en Calcuta

Regreso a Calcuta, la ciudad que durante tres años fuera mi hogar. En el avión, mientras sobrevolamos Turquía, Siria y Afganistán hasta que finalmente nos sumergirnos en el cielo del subcotinente indiopaquistaní, me pregunto cuánto habrá cambiado la situación en la que hasta hace no mucho tiempo era considerada la urbe más postergada del planeta, símbolo de la vida en la miseria.

Los indicadores no podría ser mejores. La India avanza hacia las fauces del siglo XXI con un crecimiento en su PIB extraordinario, apuntando a convertirse en una potencia económica, puntera en producción y exportación de nuevas tecnologías.

Sin embargo, apenas recorro las primeras avenidas en el desvencijado taxi Amabassador que me lleva al hotel, descubro que todo sigue igual: las montañas de basura, las chabolas que se amontonan por doquier, las familias harapientas y famélicas que malviven en las aceras. Bajo la lluvia monzónica, en la tenue luz del amanecer, entre el humo de las cocinas a carbón, vislumbro una imagen que me produce una tristeza honda e insoslayable: una mujer desnuda, piel y huesos, rodeada de cuervos, tirada junto a una cloaca.

Una imagen que me recuerda a otra que retraté hace doce años, y que no he podido olvidar, aunque en todo este tiempo he sido testigo una y otra vez de la miseria humana, en la guerra, en barrios de chabolas, en hambrunas. Una mujer tumbada en un basural, en la puerta de la estación de Sealdah.

Al tiempo en que comienzo a comprender que poco ha cambiado en esta parte del mundo, los recuerdos de los años en que Calcuta fue mi hogar – complejos, tristes, dolorosos – ascienden a la superficie.

Rumbo a la guerra de las favelas

A lo largo de los últimos años he trabajado en numerosos barrios de chabolas del mundo. Sin dudas, el más impresionante es Kibera, en la periferia de Nairobi, con el que comencé este blog en el mes de junio.

Un avispero de míseras casetas, fábricas de alcohol ilegal, prostitución, violencia, drogas. Al carecer de sistema de recolección de basura, los desperdicios se acumulan por doquier.

También estuve en Kliptown, el lugar donde Mandela comenzó su lucha contra el Apartheid en los años cincuenta. Otro sitio lóbrego, decadente, miserable, desde el que muchos jóvenes bajan a robar a los barrios ricos del norte de Johannesburgo.

Otro barrio de chabolas que tuve la oportunidad de conocer bien fue el Canal Slum, en el norte de Calcuta, donde miles de personas que llegan desde el campo en busca de una oportunidad se hacinan junto a las aguas fecales de las cloacas de la ciudad.

Ahora me dirijo hacias las favelas de Río de Janeiro, donde están sufriendo una verdadera guerra como consecuencia de la pobreza, la falta de futuro, la abundancia de armas y el negocio de las drogas. Son fechas señaladas: en dos semanas comienza el carnaval. Os contaré desde allí el día a día de sus habitantes.

Pobreza, estallido demográfico, armas y violencia

1. Vivimos en un mundo profundamente desigual. Los 500 hombres más poderosos del planeta cuentan con los mismos ingresos que los 416 millones más pobres. Bill Gates, que encabeza la lista de acaudalados, posee un patrimonio que supera al producto interior bruto de numerosos países africanos.

Durante los últimos 17 años, desde la caída del muro de Berlín, los beneficios económicos de las multinacionales y de la banca han crecido de manera exponencial, pero su redistribución ha sido escasa. La globalización, que prometía un mundo más próspero y libre como consecuencia del predominio del capitalismo, ha resultado terriblemente injusta en este sentido. Los planes de ajuste estructural, las barreras al comercio y la corrupción tanto en el ámbito público como privado han limitado los efectos beneficiosos que muchos pronosticaban.

2. Por otra parte, mientras que en los países del Norte el crecimiento demográfico es cada vez menor, y la población envejece, en el Sur el número de habitantes aumenta a pasos agigantados. El 44% del África subsahariana tiene menos de 18 años.

3. A una población joven, carente de recursos y horizontes, se suma un tercer elemento desestabilizador: la superabundancia de armas livianas. Al no haber una legislación internacional que regule su comercio, cada día resultan más baratas y fáciles de conseguir. Un fusil AK47, cuyo precio equivalía en África hace quince años a varias cabezas de ganado, hoy se compra por el coste de un par de gallinas.

4. El último elemento que completa este panorama tan desolador y preocupante pasa por un hecho histórico sin precedentes: hoy, la mitad de la población vive en ciudades. De manera lenta pero imparable, desde los albores de la Revolución Industrial, la humanidad ha ido abandonando la vida rural debido a la caída de los precios de los productos agrícolas. Buena parte de quienes migran a las urbes del Tercer Mundo terminan en gigantezcos barrios de chabolas donde sus ilusiones de prosperidad se desvanecen rápidamente, mueren ahogadas en las fauces de un ambiente opresivo y decadente.

La agenda política del siglo XXI en materia de seguridad está centrada en el terrorismo y la producción de armamento nuclear. Sin embargo, no resulta descabellado afirmar que buena parte de los desafíos de las próximas décadas en lo referido a la paz pasarán por brindar esperanzas a esta porción de la humanidad joven, marginada, olvidada, furiosa, que mira desde los televisores en sus casetas de chapa y cartón de los barrios de chabolas la vida de lujo y confort en los países del norte.

Fotos: Hernán Zin

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Nahuel y los malabares contra la pobreza

He venido a Buenos Aires a terminar mi próximo libro antes de partir rumbo a Colombia. Por sugerencia del periódico, a lo largo de estos días voy a contar algunas historias de esta parte del mundo, aunque se aleje de la temática del blog.

La primera reflexión que me genera Buenos Aires es que parece el lugar ideal para escribir, ya que si algo sorprende de esta urbe de tres millones de habitantes es que está poblada de palabras, de diálogos. Allí donde voy, la gente muestra una locuacidad, una vocación oral, irrefrenable.

Carlos Fuentes escribió con ironía que el aborigen mexicano, ante la magnificencia de las pirámides, se quedó absorto, en silencio, mientras que los habitantes de La Pampa, ante su vastedad, se vieron obligados a llenarla de palabras.

Me gusta ese rasgo de Buenos Aires, que la hace tan asequible y humana (en la cola del supermercado, en la caja del banco, la gente me habla aunque no me conoce). Pero debo confesar que a veces tengo la impresión de que el denso magma de verbos, adjetivos y sustantivos que sobrevuela las aceras de grandes baldosones y las calles empedradas de esta ciudad, se transforma en una suerte de lastre a la hora de actuar, de tomar decisiones. Demasiado esfuerzo en la disertación teórica, en los preliminares, y poco desarrollo en los hechos concretos, tangibles.

Esta reflexión me la causa la miseria que descubro en las esquinas. Los niños que piden limosna, los cartoneros que hurgan en los botes de la basura. Hace quince años Buenos Aires no era así. La década de los noventa, bautizada por el economista Joseph Stiglitz como la “década infame”, con sus brutales planes de ajuste estructural, empujó a numerosos países a la banca rota, entre los que se encuentra Argentina. De ser una nación con una amplia clase media, pasó a estar escindida en ricos y pobres, ya que la mitad de su población vive ahora por debajo de la línea de la pobreza.

Nahuel tiene once años y se dedica a hacer malabares en una esquina de la avenida Libertador. Esas bolas de plástico de colores que mueve con gracia y habilidad son sus armas contra la postergación.

«Vivo en una pensión con mi papá, mi mamá y mi hermanita», me dice. «Todo el dinero que gano se lo doy a mi papá, que trabaja limpiando coches».

Allí, de pie en una esquina, vestido de payaso, permanece desde la mañana hasta la noche. Es lo único que hace, ya que no va a la escuela.

Cuando el semáforo se pone en rojo, lanza las bolas al aire, una y otra vez, para ver si le dan algunas monedas. En el interior de los coches, algunas radios sintonizan programas de debate en que periodistas y políticos hablan sin parar, discuten agitadamente, dando la impresión de ser insuperables en su habilidad para hacer malabares con las palabras.